La conquista del espacio

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PRÓLOGO

CUESTA mucho conquistar el espacio periodístico. Sobre todo el espacio dedicado a la opinión. Son muy pocos centímetros cuadrados que repartir entre muchos aspirantes; y el criterio, por desgracia, no es la calidad literaria. Suele ser, en la mayoría de los casos, la relación personal, de amistad o por interés. La sección de opinión de cualquier periódico está llena de banalidades mal escritas y de comentarios políticos perfunctorios, que vale tanto como redactados a vuelapluma y quiere decir a lo que salga, como exhibiciones de improvisación. El gusto por el artículo inteligente y metafórico, perspicaz, caricaturizador y colorista – literario– se va extinguiendo, como va desapareciendo también la lectura de prensa escrita. Los periódicos, en consecuencia, reducen la superficie que dedican a la reflexión y a la palabra pura. Necesitan agradar, y la imagen es lo que hoy está en boga. Conquistar espacio en la prensa para la prosa vibrante y sola, trabajada, instigadora, coqueta y expresiva no es tarea fácil. Requiere perseverancia en el esfuerzo y mucha paciencia. Contrariamente a lo que afirmaba Cela, el que resiste ya no gana; logra, todo lo más, publicar sin regularidad ni remuneración. Algo parecido a lo que pasa con los libros: la lectura es una ocupación o un pasatiempo que vive horas muy bajas o, según


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lugares, una espantosa decadencia. Que a nadie se le ocurra ser hoy un Julio Camba, un González Ruano, un Francisco Umbral o –esto menos todavía– un Larra, porque se les considera los mejores articulistas, las cumbres del ramo, pero únicamente para la historiografía del periodismo. En la práctica tienen preferencia los amiguetes de turno y los gerifaltes de la política. No se prima la literatura sino el amiguismo y el escalafón administrativo. Y entre tanta mediocridad, colar un escrito es todo un triunfo. Ver que un rectángulo de 350 palabras pergeñado a la vieja usanza –reflejando al mismo tiempo una idea y a su autor– consigue hacerse un hueco en el tabloide resulta muy gratificante. No sabe uno, sin padrinos y sin relevancia personal, cómo ha sucedido. Pero se siente realizado y animado a seguir; y transportado a otro tiempo, a otra época en la que la república de las letras gozaba de una mínima demografía. No hay dinero para los artículos literarios, pero queda la satisfacción de publicar y de la escasa pero valiosa respuesta de los lectores. El artículo salido en el periódico se traslada luego a las redes electrónicas y allí rinde al autor una interesante cosecha de lectores adicionales. Lectores comme il faut, de los que se toman la molestia de confeccionar un escolio de alabanza o de censura y enviarlo. Entonces comprueba uno el efecto de su afición a rescatar vocablos del siglo XVIII, actualmente abandonados, en aras de la plasticidad lingüística; términos en desuso pero vigentes porque se pueden hallar en el diccionario. Y recuperados con la intención de restituirlos al gran tesoro de sinónimos que, proporcionando un matiz particular, hiperbólico, ironizante, caricaturizador y sarcástico, llenan de colorido el texto. Y de música. Toda prosa tiene su música, y en ella está el estilo de cada cual. El empeño de conquistar espacios, por lo tanto, sigue valiendo la pena. Y si luego puede uno localizar sus diversos pegujales,


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diseminados en las hemerotecas, y concentrarlos en una parcela con tapas y solapas, ISBN y pie de imprenta, hete aquĂ­ al sufrido conquistador convertido en orgulloso latifundista, en ufano propietario de una finca inmaterial pero tan legĂ­tima y fehaciente como cualquier otra.



EN EL TIOVIVO DE LA SOCIOLOGÍA

LLAMO sociología –consciente de lo pretencioso que resulta poner tan insigne vocablo como frontispicio de mis artículos– a lo que siempre ha sido crítica o meditación de las costumbres; a eso que hizo La Bruyère en Los caracteres; o Gogol en Las almas muertas, donde resaltó la estupidez y la mediocridad que observaba en la Rusia de su época; o Quevedo, cuando satirizó las bajezas de su tiempo en Los sueños; o Torres Villarroel, que retrató a sus contemporáneos con plasticidad suprema, con caricatura y colorido inigualables, en la Barca de Aqueronte y en las Visiones y visitas. El comportamiento humano es el producto de un combate sin tregua entre la bondad y la maldad, entre la materia y el espíritu; y en un instante de la historia como el que vivimos, dominado por una creciente negación de la trascendencia, la reflexión humanística se hace imprescindible. La civilización occidental periclita en medio –a causa– de su abundancia; se desliza por la pendiente del relativismo, que sólo es una mentalidad facilista y acomodaticia, regalona y embustera. Hemos bajado con rapidez vertiginosa desde los hitos del intelecto humano, desde las cumbres del ideal, a las zahúrdas de la ramplonería y los albañales del instinto. La rebelión de las masas, augurada por José Ortega


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y Gasset a mediados del siglo XX, alcanza su apogeo. La vulgaridad se impone dondequiera. El hombre, instigado por más espejismos que nunca, vuelve a ensoberbecerse por enésima vez; reniega de su mejor dimensión, del crisol de su nobleza; y así, pretendida, infantilmente liberado, se lanza sin pensar a la pocilga del animalismo, a convertir su blanca epidermis de criatura escogida en peluda corambre de cerdo. La humanidad experimenta, como grupo, los mismos vaivenes, idénticas zozobras que un solo individuo, y este fenómeno se agudiza combinado con el gregarismo. La especie se adentra hoy en sus horas más bajas, precipitándose, atropellándose, poniéndose zancadillas audiovisuales y grilletes electrónicos. Esta degradación humana se verifica en muchos ámbitos: en veredas ocultas y en escenas tenebrosas que hace falta iluminar. El mal se multiplica en la oscuridad y se alimenta, entre otras porquerías, de ignorancia. La luz y el discernimiento son sus enemigos; por eso quienes buscan la destrucción del hombre no escatiman esfuerzos para evitar que salga de la caverna platónica. Los artículos que vienen a continuación quieren ser un ramo de ojeadas, desde atalayas diversas, al tiovivo de la sociología; un manojo de fogonazos en la tiniebla; una gavilla de imágenes fugaces; un fajo de visto y no vistos; un haz de impresiones en la retina, breves aunque suficientes para dejar sus correspondientes recuerdos en la mollera; detonadores para el pensamiento, advertencias contra la desidia, particular o colectiva, y balizas para señalar muy probables emboscadas. Atravesamos una región pantanosa llena de hondos pozos y viscosísimos lodazales. Un brillo tenue, insuficiente, fosfórico difumina los matices; una luz capciosa, procedente de los medios de comunicación, y una luz negra, espectral y turbadora que sale del entretenimiento


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industrializado, nos obligan a entrever la realidad con los párpados caídos, como en las pesadillas. Y un olor de azufre, un tufo discotequero, una hediondez de tugurio digital nos abruma el olfato. No dejemos que tengan la última palabra. No permitamos que nos aturdan. Perforemos la sombra con el rayo, por humilde que sea, de nuestro criterio propio, de las verdades objetivas, de la edificación personal, de la conciencia, la entereza, la rectitud y la bonhomía. No nos acobardemos cuando ciertos basiliscos, emitiendo espantosos bufidos, intenten ridiculizar estos valores. Mantengamos el equilibrio en la trepidante atracción de feria que son las costumbres hodiernas. Encarámate, pues, lector, en el tiovivo de la sociología; sin miedo, pero alerta. Destapa el oído y abre los ojos, pues quizá encuentres algún quitamanchas para los pegotes que te ha podido echar encima la virtualidad informática.


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