Revista cotopaxi edicion 1

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a Guiñaguille es el alma del niño que ha muerto sin recibir las aguas bautismales. No puede estar en el cielo por no estar en gracia de Dios, pero tampoco en el infierno ni en el purgatorio debido a que no han cometido pecados mortales ni vanales. Su destino es vagar en la tierra, cerca donde descansan sus restos mortales, a menudo asustando a las personas de mal vivir, hasta cuando alguien le sumerja en las purificadoras aguas. ¿Quién podría insensible continuar su recorrido cuando gritos y lloros de un tierno recién nacido abandonado a la vera del camino intenta con sus instintivos pedidos de socorro encontrar en la humanidad una respuesta de solidaridad? Difícil resulta encontrarse en nuestro medio con alguien carente de total sensibilidad que, indiferente, solo intentase continuar su camino sin que su respuesta natural lo conduzca inmediatamente a acudir en auxilio del desvalido, aunque solo sea llevado por la inconsciente propensión de contribuir a la conservación de su especie. Pero en los Andes Centrales Ecuatorianos no siempre el comedido sale con la bendición de Dios como para emular la obra del Buen Samaritano de los tiempos bíblicos. “Fue un bendito domingo, de regreso a casa, luego de haber permanecido el día en el pueblo, divirtiéndose en compañía de sus amistades. La tarde agonizaba entre resplandores rojizos, que por un instante tuvo la impresión de que el cielo, por el lado poniente, se consumía devorado por el fuego. También su caballo parecía abrigar similar presentimiento, ya que se veía nervioso y no disimulaba su inquietud expresada en cortos y agudos relinchos. Sin embargo, las furiosas llamaradas fueron poco a poco empalideciendo como temerosas de la inminencia de la noche, que no tardó en tender sus negras alas sobre parte del universo. Empezó a ascender a la ladera anhelando coronar la cima a ligeros pasos y fue entonces cuando escuchó el entrecortado llanto de un tierno recién nacido. Detuvo en el acto su caballo al escuchar los lastimeros e incesantes lloros de un varón, mientras que jinete y animal tenía la mirada fija al borde mismo del sendero en donde se

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encontraba una tierna criatura envuelta en blancos pañales sujetos con una faja roja y cabeza descubierta y sin pensar dos veces le subió consigo al caballo, aunque extrañamente se mostraba inquieto el corcel, como sí experimentase algo extraño sin concederle demasiada atención y de pronto se dió cuenta que se hallaba en un aprieto. Entonces se le ocurrió la gran idea de llevarlo al niño al donde el señor cura y ponerlo en sus manos. Confiado de que la decisión que había tomado era la acertada dio media vuelta al caballo e inmediatamente se dirigirse al pueblo. En el camino, para cerciorarse de que el niño se encontraba bien, una vez que había parado de llorar, volvió a fijarse en él y tuvo la impresión que había crecido e inmediatamente procedió a emitir sonidos articulados ya que acababa de llamarle papá. Quiso convencerse de que todo era fruto de su imaginación y que debía serenarse sí no quería dejarse acorralar por el miedo pero fue entonces cuando sintió que con una de sus manitas le tocaba con insistencia en el mentón, buscando llamar su atención; diciéndole “Papá, papito… mírame. Yo tengo dientes”. y en efecto ¡a través de sus labios entreabiertos tenía unos puntiagudos dientes que llenaba sus encías¡ Una corriente de frio empezó a recorrer su espalda; pero el niño profirió: “Papá, papito…mírame, tengo uñas, y ¡sus ahora peludos dedos se hallaban equipados de garras similares a las de un gato y de inmediato añadió: “Veras, papito también tengo rabo” y en un instante ¡exhibió un largo rabo que le nacía del fin de la espalda y que ondulaba como una culebra¡. “Al fin, dándose cuenta que la criatura que transportaba en su espalda no era sino una maldita Güiñaguille, quiso arrojarlo lejos y huir gracias a la velocidad de su corcel, pero ya no le fue posible llevar a la práctica tal proyecto, ya que aquel horrible ser, adivinando sus intensiones, se adelantó a rodear el caballo con su rabo, apretándolo como el lazo corredizo de una horca. Luchó por un largo rato desesperadamente por desprenderse del maligno, manteniéndose sobre su caballo, que corcoveaba y relinchaba presa del pánico. Pero luego fue a dar en tierra unido al estrangulador, que rugía como un enfurecido león mientras le arrancaba la vida. La feroz lucha continuó en tanto que rodaban por la ladera, pero cesó el instante en que tocaron las ligeras aguas del río Pishambí, donde al fin quedó libre de aquel ser horripilante que, para su total pasmo, transformándose en una blanca y bella paloma voló hacia el cielo.

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