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Cierta distancia
Por. KAVILANTE
Tal vez con cinco o cuatro años de edad, quizá menos. Hasta donde creo que me alcanza la memoria de mi vida. Tengo un recuerdo pequeño, por lo pequeño que yo era. Muy lejano por la distancia del tiempo. Cuando entendí que era habitante nuevo de este mundo. Figúrese usted: Me vi tan chiquitín en un sueño, pero era tal, que se podía estar despierto. Gran ocasión para hacerme alto y grande como algunos de mis mayores, pensar como ellos, hacer cosas grandes como los señores. “Siempre soñé ser como los mayores”. Los hombres grandes como yo –me decía- hablan despacio y recio, se plantan con seguridad donde se para y, piensan con sabiduría. Sus palabras son tan sólidas como las cosas. Sus conceptos tan concretos como deliberadamente elaborados y corresponde a propiedad de cada quien según los moldea. Así veía yo a mis mayores y quería ser uno de ellos, Cuadro del maestro Carlos Alberto Valencia con palabras y dichos acordes con la armonía de sus cuerpos, con sus posturas y movimientos. Así veía a mis viejos. El mundo se movía en ellos, el más allá estaba más acá, mis imposibles estaban en sus manos. Es decir, actuaban como decían, sus pasos tan precisos y seguros como sus cálculos. Yo entendía que no se equivocaban. Cabeza, dedos y brazos movían en correspondencia con sus voces. No caían cuando andaban. Así me veré algún día. Voy camino hacia el hombre correcto –me repetía- crecía y lo intentaba. ¿Quién de niño, en aquel siglo, con estas insinuaciones, no querría crecer? Eran los hombres de mi sueño, plenamente despiertos. Pasé en seguida a mirar los que habían muerto, sin excepción les vi rostro de ser rurales, pero los que traían de la montaña metidos en humilde cajón de tablas, traían cara de reposados, complacidos de haber vivido. Con calma de venir de la tierra para pasar a la tierra. Sólo se morían de viejos o del gratificante cansancio del agro, forzados por el uso del tiempo. Mi padre fue uno de ellos, había superado los noventa años, en su
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última expresión se leía: que nadie perturbe este sueño, este cuerpo que no puede zafarse de la frazada blanca. Me convencí que se llevaba la complacencia y el buen humor que siempre le observé, aún en momentos aciagos. ¡Qué viejo este! De niño no me perdí velorio, hoy los veo como antes, llevando su porte, pero ya no están. Una vez soñé con todos en el trasfondo del cementerio. Estos hombres mayores de tan envidiables días, fueron feroces en el trabajo, comían y compartían sus merecidos bocados. Su honra era servir. Vivir sin otra prerrogativa. Ser grande para mí era un desvelo, llegar a serlo era consolidar mi sueño de niño. Y montaban y cargaban los encabritados caballos, domaban el suelo con la azada, gobernaban su perro y sus vacadas, desnudaban la montaña con sus machetones y la revestían con semillas, plántulas y surcadas. Cada historia era una andada; cada salida, una arriería osada y en asunto de asusto, cada espanto era real, oscuro, peligroso, de media noche, sobrecogedor e insuperable. Sólo sabían hincarse ante el altar de Dios, ante la madre y la mujer amada; eso y cuando se arrodillaban en los arroyos al lado de los ganados, a beber el agua que alivianaba la sed de su jornada. No dudaban soltar la verdad sobre la mentira. En su palabra blanca, la pulcritud con la picardía en dichoso matrimonio, hacían parte del buen conversar. La fortaleza de estos hombres, era la bondad y la delicadeza en las mujeres. En cada labor, en cada servicio ponían en juego sus días sin fastidios ni resentimientos, sin reclamos ni impertinencias. Sabían del prójimo y del próximo camino para emprenderlo sin paso atrás, así los encontró la muerte, listos y, nada más qué esperar. Buscando ese sendero de mis mayores, con desapego al rastro que iba quedando atrás, recogiendo la huella de cada experiencia en mi memoria, haciéndole nido en mi corazón a cada historia vivida y escuchada, a cada cosa que de ellos pude apreciar, Dibujo a làpiz del maestro Carlos Alberto Osorio me hice adulto, mas, no mayor. He acumulado una considerable suma de años de paso por esta tierra. Me aquejan algunas dolencias. Aún sigo presintiendo que mis mayores ¡ya no son alcanzables! que van muy lejos; Y, más grave aún, que me han tomado cierta distancia.
AGRADECIMIENTO
La familia Arcila Jiménez agradece de corazón a familiares, amigos y conocidos por sus manifestaciones de acompañamiento y dolor expresadas con motivo de la enfermedad y muerte de nuestro esposo-padre-abuelo,
Bernardo Arcila Giraldo
sucedida el pasado 13 de agosto de 2020.
AGRADECIMIENTO
La familia Montoya Espinosa agradece los sentimientos de acompañamiento expresados por el fallecimiento de nuestro hijo-hermano Anderson Montoya Espinosa Agosto 4 de 2020
















