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Ágora. Revista de Derecho, Años IV-VI, Nºs 5 y 6, 2004-2006, pp. 125-139

La sobreprotección de los contratos en el artículo 62º de la Constitución Luis Guzmán Espiche Profesor de Derecho Civil en la Universidad Inca Garcilaso de la Vega

Sumario: 1. El intervencionismo estatal en los contratos y el artículo 62 de la Constitución Política del Perú. 1.1. El postulado de la autonomía privada. 1.2. El Intervencionismo estatal en los contratos. 2. Fundamentos políticos y económicos del artículo 62 de la Constitución de 1993. 2.1. Crítica a los fundamentos políticos y económicos del artículo en análisis. 2.2. El carácter contradictorio e irrealista del artículo 62 de la Constitución: El hecho cumplido frente al derecho adquirido/ La interferencia de la conciliación extrajudicial. 2.3. Sobre el segundo párrafo del artículo 62 de la Constitución: Los contratos leyes

1.

EL INTERVENCIONISMO ESTATAL EN LOS CONTRATOS Y EL ARTÍCULO 62 DE LA CONSTITUCIÓN POLÍTICA DEL PERÚ Artículo 62: «La libertad de contratar garantiza que las partes pueden pactar válidamente según las normas vigentes al tiempo del contrato. Los términos contractuales no pueden ser modificados por leyes u otras disposiciones de cualquier clase. Los conflictos derivados de la relación contractual sólo se solucionan en la vía arbitral o en la judicial, según los mecanismos de pro-

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tección previstos en el contrato o contemplados en la ley. Mediante contratos-ley, el Estado puede establecer garantías y otorgar seguridades. No pueden ser modificados legislativamente, sin perjuicio de la protección a que se refiere el párrafo precedente». Con el artículo materia de comentario no se hace otra cosa que prohibir el intervencionismo legislativo en los contratos. Conforme a ello, la denominada libertad de contratar queda «protegida» en el sentido que

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lo pactado convencionalmente, no podría ser luego modificado por ley. Es fácil colegir que el tipo de intervencionismo en apariencia prohibido es el legislativo, mas no el judicial, toda vez que el artículo citado prohíbe modificar el contenido de los contratos vía ley u otras disposiciones legales. Además debe tenerse presente que el intervencionismo judicial fluye del Código Civil vigente, al regularse figuras como la reducción de la cláusula penal (artículo 1346), la excesiva onerosidad de la prestación (artículos 1440-1446) o la lesión (artículos 14471456). Es decir, lo que se conoce como revisión judicial de los contratos.

1.1. El postulado de la autonomía privada

Desde dicho momento surgió el criterio de atribuir a la voluntad un poder creador, entendiéndose la autonomía privada como poder de la voluntad para generar derecho. El fundamento de ello no era otro que la libertad natural del hombre, y de la misma manera que el hombre tiene la facultad de enajenar su propiedad, también puede enajenar su libertad o cederla en parte mediante el contrato. La libertad del hombre fue exaltada a ultranza posteriormente, concibiéndola como absoluta, siendo incluso la sociedad resultado de la libertad de la voluntad humana. Por este camino, la autonomía de la voluntad vendría a representar al liberalismo económico, debiendo dejarse que los individuos contraten como mejor convenga a sus derechos, sólo así se podría asegurar el desarrollo económico y bienestar de la sociedad, «lo que es bueno para la abeja, es bueno para la colmena», el interés general reside entonces en las libertades individuales del hombre, de esta manera el orden público fue desplazado o limitado a orden público barrera, porque la autonomía privada es omnipotente mientras no tropiece con el orden público legal inmutable (2).

Como ya se dijo, este es un postulado propio de la época contemporánea, concretado propiamente a partir de la codificación, la misma que se iniciara con el Código Civil francés de 1804. Convine indicar que la autonomía de la voluntad tiene un germen jusnaturalista racional; en definitiva, es fruto de las ideas de la Escuela del Derecho Natural Racionalista, escuela fundada por Hugo Grocio, quien precisamente dijera que «el hombre tiene el poder de enajenar en favor de otro que le acepte, una porción o más bien una consecuencia de su libertad» (1).

La autonomía de la voluntad privada resultó ser entonces el postulado según el cual el hombre tiene el poder de crear normas de derecho que representen determinadas situaciones jurídicas sobre las que el orden jurídico no debe intervenir, toda vez que está de antemano garantizada la plena validez de los actos por la denominada igualdad jurídica, es decir, todos los hombres tienen iguales derechos entre sí. De la misma manera se concretarían las teorías generales, particularmente la del contrato, proclamándose al consentimiento como el alma de los contratos, como elemento

Pero el análisis del mencionado artículo de la Constitución es indudable que conduce al conocido debate sobre el intervencionismo estatal y el postulado de la autonomía privada, tratándose de una discusión contemporánea, puesto que surgió en el siglo XIX, de ahí que sea necesario dar algunas referencias sobre tales conceptos.

(1)

Citado por GORLA, Gino, El contrato. Problemas fundamentales tratados según el método comparativo y casuístico, Bosch, Madrid, 1959, T. I, p. 95.

(2)

Véase OSPINA FERNÁNDEZ, Guillermo y OSPINA ACOSTA, Eduardo, Teoría general de los actos jurídicos, Temis, Bogotá, 1980, pp. 8-9.

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suficiente para formar los contratos. Ello sin duda fue una excesiva generalización, puesto que ni aun en tiempos del auge voluntarista se aplicó plenamente dicho postulado, puesto que desde siempre han existido los contratos reales [suprimidos por nuestro Código Civil vigente), así como los solemnes, incluso el principio del solus consensus obligat representa un ideal de la contratación aún no concretado totalmente. En el terreno contractual se decía que existía una justicia liberal del contrato, no pudiendo existir injusticia alguna en los contratos, porque las obligaciones se contraen libremente, la autonomía de la voluntad entonces «no se reduce a la exaltación de la voluntad soberana como creadora de relaciones jurídicas, sino que además [...] esa voluntad no debe limitarse más que por los motivos imperiosos de orden público y que tales restricciones deben reducirse a su mínima expresión» (3). Siendo la voluntad suficiente de por sí para generar derechos y obligaciones, se concluiría en que el derecho subjetivo no dependía de la ley o del orden jurídico, toda vez que el derecho subjetivo era en esencia anterior al orden jurídico, teniendo en cuenta que el Estado es consecuencia del contrato social. A mayor abundamiento cabe traer a colación la siguiente cita: «Ahora bien, la atribución de fuerza normativa creadora a la voluntad negocial tiene como contrapartida la exigencia de una voluntad libremente formada, aséptica de vicios. Si la voluntad se forma libre y espontáneamente, su eficacia, intervivos y mortis causa, va a adquirir proporciones descomunales levemente recortadas por los conceptos válvula de orden público, buenas costumbres, etc., y por la exigencia de forma en aquellos supues-

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tos excepcionales en que ésta se precise para asegurar la libertad de formación de aquella voluntad o de su prueba» (4). En atención a tales consideraciones, para la doctrina francesa el contrato sería una convención generadora de obligaciones, lo cual responde a la idea jusnaturalista sobre la libre voluntad del hombre entendida como poder o energía autónoma del ser humano para crear derecho mediante el contrato, a semejanza del poder de disponer de la propiedad. Estas ideas jusnaturalistas se concretaron legislativamente en el Código Civil francés, de esta manera el artículo 1101 de dicho código definió al contrato: «El contrato es un convenio por el cual una o varias personas se obligan, frente a una u otras varias, a dar, hacer o no hacer algo». Y en el artículo 1134 de dicho código es precisamente donde se consagra la autonomía de la voluntad: «Los acuerdos legalmente formados tendrán fuerza legal entre quienes los hayan efectuado» (5). Por consiguiente, el Código napoleónico consagró la regla según la cual «en los actos y contratos está permitido todo lo que no está legalmente prohibido», amparándose en la proclamación de la libertad entendida como el presupuesto de la autonomía privada. Así, en los contratos existe la libertad tanto de escoger a la contraparte como de fijar el contenido del contrato, libertades que debían ser irrestrictas. Sin embargo, todas estas ideas y criterios o proclamaciones sobre la autonomía privada y los contratos fueron objeto de críticas, surgiendo reacciones contrarias, de ahí que el voluntarismo como postura doctrinaria puede ser tildada de decimonona.

(3)

PLANIOL, Marcel y RIPERT, Georges, Tratado práctico de derecho civil francés, Cultural, Habana, 1945, T. VI, p. 27.

(4)

DE LA ESPERANZA MARTÍNEZ, Antonio, «La función de la voluntad en los negocios jurídicos», en Estudios en Homenaje al Profesor Castán Tobeñas, Ediciones Universidad de Navarra, Pamplona, 1969, T. V.

(5)

Code Civil, 38a ed., Dalloz, París, 2005.

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1.2. El intervencionismo estatal en los contratos Como se sabe, el exagerado individualismo y voluntarismo que se proclamaba como principio del derecho privado, propició el abuso de los derechos subjetivos, pasando a ser el contrato instrumento de dominación, lo cual no podía seguir siendo aceptado en el mundo contemporáneo. Por tal razón, surgieron diversas concepciones y restricciones expresas a la denominada autonomía privada, debiendo indicarse que, en rigor de verdad, la autonomía privada nunca fue propiamente tal, es decir siempre tuvo limitaciones: orden público, buenas costumbres, formalidades, entre otras establecidas por el mismo código francés, empero, posteriormente, se requirió enfatizar tales limitaciones, así como admitirse determinadas figuras en la parte general de la contratación de los códigos civiles ulteriores al francés, como la revisión de los contratos por los órganos jurisdiccionales, con motivo de lesión, excesiva onerosidad de la prestación, excesivo monto de la cláusula penal, entre otros aspectos. En suma, se advertiría algo indudable, que no existe derecho subjetivo alguno que pueda ser absoluto, y conforme a ello se proscribió expresamente el ejercicio abusivo del derecho, se predominó la exigencia de buena fe, etc. Otro aspecto propio de la contratación actual, es el fenómeno de la contratación en masa, que motivó una nueva idea respecto al modo de concluir los contratos, es decir, soslayar la etapa de negociación, surgiendo los contratos por adhesión, donde una parte impone el contenido del contrato, mientras que la otra puede o no adherirse. Pero esta modalidad de contratar llegó a reconocer la existencia de una

(6)

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parte débil, esto es, la parte que se adhiere al contrato (que ahora se entiende como el consumidor), constituyendo la parte fuerte quien redacta unilateralmente el contrato. Ante ello, se establecieron restricciones a fin de evitar aprovechamientos o abusos al establecer tales cláusulas. Lo cierto es que no sólo en los contratos por adhesión se da la presencia de una parte fuerte contra otra débil, sino en cualquier modalidad contractual, teniendo en cuenta que el contrato es un instrumento jurídico del cual echan mano los particulares para satisfacer necesidades, surgiendo así lo que se conoce como dirigismo contractual. De acuerdo a ello, el Estado interviene ya sea en la formación de los contratos o en la ejecución de los mismos, por tal razón el Estado puede modificar el contenido de los contratos, o en todo caso revisarlos en la vía judicial. Existe así dos clases de intervencionismo o dirigismo contractual, siendo estos el legislativo y el judicial. Las razones por las que interviene el Estado responden al bienestar general o interés social. Se suma a todo ello la lucha de clases contemporánea, las grandes desigualdades sociales, que demandan la intervención estatal fundada en principios morales y de justicia así como económicos. No obstante, al ser imposible que el Estado pueda prever todas las fluctuantes necesidades de la vida social, se tuvo que reconocer además al poder judicial como órgano estatal apto para verificar la validez de los actos jurídicos (6). El panorama de la contratación ha variado mucho en el presente siglo, al producirse una serie de factores que hacen muy difícil mantener la posición individualista o voluntarista, lo cual es una muestra de la naturaleza dinámica del contrato, como se verá

OSPINA FERNÁNDEZ/OSPINA ACOSTA, Teoría general de los actos jurídicos, cit., p.12.

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luego. En esencia, ya no existe el dogma de la autonomía de la voluntad, afirmándose que hoy en día los «derechos individuales [...] no se dan al hombre sino para llenar su vida social, de donde se sigue que las situaciones jurídicas contractuales deberán ser controladas en su nacimiento y modificadas si precisa en su cumplimiento, a fin de que permanezcan conformes al interés general» (7).

tad privada: «[...] se confunde el hecho de que la voluntad del promitente haya creado la situación de la que, por otras razones, la ley hace nacer el vínculo [...] con el hecho de que la voluntad haya creado el vínculo. En realidad, no se trata de crearlo, sino de estar obligado a observarlo por haberlo querido, creando aquella situación frente a otras personas» (10).

Por tales razones, Federico de Castro y Bravo (8) define a la autonomía privada de la siguiente manera: «Es un poder complejo reconocido a las personas para el ejercicio de sus facultades, sea dentro del ámbito de libertad que le pertenece como sujeto de derecho, sea para crear reglas de conducta para sí y en relación con los demás, con la consiguiente responsabilidad en cuanto actuación en la vida social».

En verdad, no cabe afirmar más la existencia de la autonomía de la voluntad como dogma, la misma constituye en los últimos tiempos un mito perdido. Surgieron, incluso, diversas teorías que dejaron en segundo plano la voluntad, como la teoría objetiva del negocio jurídico, así como la teoría de la función económico social del contrato (11).

De otro lado se hacen las siguientes observaciones contra las ideas jusnaturalistas y voluntaristas: «En efecto, la sociedad es consustancial al hombre. La tesis del contrato social es falsa. Del único hombre que los etnólogos, arqueólogos o historiadores encuentran rastros, es del hombre que vive en sociedad [...]. La voluntad del hombre no es absoluta, tampoco es la única fuente de obligaciones. El acto de voluntad no puede ser jurídicamente eficaz al margen de cuál sea su contenido, pues el hombre no tiene derecho de querer lo que se le antoje. El individuo únicamente puede querer aquello que le permita satisfacer intereses legítimos» (9). Un ilustre tratadista italiano afirma sobre el pretendido poder creador de la volun-

Además, debe indicarse que nuestro sistema de derecho privado vigente, esto es, el Código Civil de 1984, ha recogido la tendencia humanista, es decir, se pospone lo patrimonial, teniendo prevalencia la persona humana en sí, de ahí que, por ejemplo, se regule en principio los derechos inherentes a la persona, razón por la cual, de acuerdo al código sustantivo, no cabe proclamar a la autonomía de la voluntad como fundamento de la contratación. Entonces queda claro que para el derecho civil actual, la voluntad privada está subordinada al orden público. Así es, el orden público es un conjunto de valoraciones económicas, sociales, políticas, etc., que rigen a un sistema determinado y que tienden a variar. Entones si las nuevas normas que representan al orden público varían ¿cómo puede el contrato permanecer intacto?

(7)

GARCÍA SAYÁN, Enrique, Las nuevas tendencias en el derecho contractual y la legislación peruana, Tesis de Doctorado, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, 1942.

(8)

Citado por ZANNONI, Eduardo, Ineficacia y nulidad de los actos jurídicos, Astrea, Buenos Aires, 1986, p. 23.

(9)

LÓPEZ SANTA MARÍA, Jorge, Los contratos. Parte General, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1986, p. 169.

(10)

GORLA, El contrato. Problemas fundamentales tratados según el método comparativo y casuístico, cit., T. I, pp. 96-97.

(11)

Sobre la teoría objetiva del negocio jurídico y del contrato, véase BETTI, Emilio, Teoría general del negocio jurídico, Comares, Granada, 2000.

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Sin embargo, tras la entrada en vigencia de la Constitución de 1993 se fueron generando diversos cuestionamientos contra el Código Civil, en el sentido de ser «estatista» y anacrónico respecto a las reglas económicas mundiales de la hora actual. Tales razonamientos y afirmaciones serán citados a continuación, a propósito del artículo 62 de la Constitución vigente, donde se proscribe toda modificación contractual vía ley, y posteriormente se indicarán los errores ideológicos y de técnica jurídica de dichos fundamentos. 2.

FUNDAMENTOS POLÍTICOS Y ECONÓMICOS DEL ARTÍCULO 62 DE LA CONSTITUCIÓN POLÍTICA DE 1993

En nuestro medio, determinados grupos de poder, tanto político como económico, afirman que el intervencionismo estatal en los contratos resulta obsoleto y antieconómico. Lo primero debido al supuesto predominio de las ideas neoliberales, y lo segundo porque el intervencionismo estatal en los contratos no hace otra cosa que impedir y obstaculizar las inversiones, así como atentar contra la autonomía privada, la misma que se manifiesta de dos maneras en el ámbito contractual: (1) libertad de contratación, es decir, que las partes tienen la libertad de elegir a sus co-contratantes; y (2) la libertad contractual, según la cual los particulares tienen la libertad de fijar y establecer el contenido de los contratos conforme convengan a sus intereses. Este es el criterio que viene siendo impuesto por el gobierno así como por grupos conservadores, lo cual significa que en la hora actual no se hace otra cosa que retomar la doctrina decimonona de la autonomía de la voluntad en su máxima expresión, esto es, abominando de todo intervencionismo y restricción de parte del orden público, que debe limitarse a intervenir por excepción (administrando justicia)

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pero no, mediante leyes que modifiquen los pactos convencionales. De manera que los fundamentos políticos del artículo constitucional materia de este trabajo son los indicados líneas arriba. Se afirma así que en general todo intervencionismo es dañino, puesto que liquida las libertades del hombre y a que, tratándose del intervencionismo contractual, la afectación se agrava por tener el contrato una estrechísima relación con el desarrollo económico. Conforme a tales fundamentos de índole político, se abomina también de la idea que existan partes fuertes y débiles en los contratos, ya que para negar ello es suficiente alegar y atender a la igualdad jurídica, es decir, todos los ciudadanos tienen iguales derechos, y por tanto los contratos no son otra cosa que resultado del libre albedrío de aquellos, de ahí que el intervencionismo estatal no sea otra cosa que una injerencia. Apoyados en tales argumentos, se añadieron además los económicos, que no son otros que poner de relieve la caída del bloque socialista, la conveniencia de una economía de mercado, que las reglas económicas en la actualidad obligan que el Estado permita la más amplia libertad en el intercambio de bienes y servicios. Sólo así se puede asegurar el progreso el equilibrio económico, e incluso la justicia social, siendo la ley de la oferta y la demanda la mejor garantía para el desarrollo. Por este camino, y habiéndose establecido en la Constitución la irrestricta libertad en el contratar, se exigió incluso la derogación del Código Civil, puesto no está acorde con el espíritu de la Constitución, ni con los tiempos actuales, y lejos de proponer modificación alguna, se pidió la abrogación de dicho cuerpo de leyes, afirmándose que «adoptar la tesis del maquillaje sólo conduce a que la reforma se convierta en un mecanismo para perpetuar y

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no para cambiar. Principios como los de una auténtica autonomía de la voluntad, un refuerzo de una propiedad privada, una erradicación del intervencionismo contractual» (12). Es fácil colegir que los argumentos indicados no hacen otra cosa que seguir la coyuntura económica o la moda económica (ahora seriamente cuestionada y con nefastos resultados sociales), pero llevándola a extremos se pretende a toda costa continuar con el modelo neoliberal impuesto por el gobierno, sin reparar en trastocar las tendencias contemporáneas del ámbito contractual, las mismas que se habían concretado luego de un largo proceso. Se pretende entonces desterrar lo que se denominara humanización del derecho de los contratos, porque además el trasfondo económico del artículo en comentario pareciera lamentablemente que es, en lo posible, salvaguardar y mantener las diferencias sociales y evitar cualquier posibilidad de cambio. Se afirma igualmente, a propósito del artículo 62 de la Constitución, y de la pretendida abrogación del Código Civil: «Quienes redacten el nuevo código deben tener una concepción del derecho civil acorde con los tiempos que vivimos, adaptada en lo social y económico a la economía de mercado; a la protección de la propiedad privada; a la autonomía de la voluntad en la contratación, con todas sus consecuencias; y a eliminar en todo el texto la innecesaria y perjudicial injerencia estatal que todo lo paraliza» (13). Lo que resulta lamentable y paradójico es que un país como el nuestro con tantas desigualdades, de extrema pobreza, se utilice un discurso aristócrata y se le otorgue rango cons-

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titucional, cosa que ni aun los países desarrollados se atreven a establecer. Afirmó en su oportunidad Torres y Torres Lara, justificando al artículo 62 de la Constitución: «Esta reforma es restaurar el poder del contrato en las relaciones entre las personas porque el contrato permite la interrelación de las personas y de las empresas para determinar sus relaciones, obligaciones y derechos [...] ¿quién puede venir a invertir a nuestro país, en donde en cualquier momento se cambian las reglas pactadas en un contrato? (14). En sí, todos los comentarios que han surgido en favor de dar máximas libertades a los contratantes, se enfatizaron con la entrada en vigencia de la Constitución, impulsados además por la coyuntura económica actual consistente en privatizaciones, flexibilizaciones de leyes (como ha ocurrido con la legislación laboral), así como por el prurito de la inversión extranjera. 2.1. Crítica a los fundamentos políticos y económicos del artículo en análisis Como se indicó al inicio de este trabajo, el artículo 62 de la Constitución Política vigente conduce ineludiblemente al conocido debate sobre la autonomía privada y el intervencionismo estatal. Ante ello es importante afirmar en principio que en las últimas décadas la teoría general del contrato se había impregnado de humanismo, lo cual desplazó al individualismo del siglo pasado, que conllevara a abusos del derecho subjetivo por los particulares, así como de la denominada libertad de contratar. Ella es la razón por la que

(12)

BULLARD GONZÁLES, Alfredo, «El código del fin de la historia», en El Comercio, Lima, 10 de marzo de 1995.

(13)

OLAECHEA, Manuel P., Hacia un nuevo Código Civil (La Constitución de 1993 y la deficiencia del Código Civil lo exigen), pp. 10-11, las cursivas son nuestras (Separata de la 3ª ed. del libro Estudio Olaechea 1878-1978, Lima, 1978).

(14)

Diario Oficial El Peruano, Lima, 3 de junio de 1993.

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nuestro actual Código Civil, acogiera diversas figuras y regulaciones tanto en la parte de derechos reales (reducción judicial de la hipoteca, artículo 1116), obligaciones (reducción de la cláusula penal, artículo 1346), contratos (excesiva onerosidad de la prestación, artículo 1440) y lesión (artículo 1447), disposiciones que representan remedios equitativos y medidas preventivas tendientes a evitar que el contrato se convierta en instrumento de dominación. No obstante, en la hora actual estamos ante una ola de privatizaciones, de tendencias para quienes la idea de interés social, orden público, solidaridad, resultan ser malas palabras. Siendo esto así, debemos preguntarnos lo siguiente, ¿es realmente justo establecer en la Constitución la prohibición que el Estado intervenga legislativamente en los contratos? Para responder a dicha interrogante, es necesario ante todo reconocer determinados aspectos esenciales del contrato. El contrato, es a no dudarlo, una forma de sociabilidad, pero una forma de sociabilidad por interdependencia, lo cual se diferencia de otros modos de sociabilidad del hombre, como las denominadas formas de sociabilidad por interpenetración, es decir, aquellas que nacen espontáneamente en el hombre, tales como el amor, la amistad, el asistir a determinados círculos (sean religiosos, culturales, etc.), entre otros. En la forma de sociabilidad por interdependencia no hay propiamente espontaneidad, esta sociabilidad se da para satisfacer necesidades, siendo el contrato el instrumento jurídico del cual se echa mano para que circulen los bienes y servicios. Es más, cabe señalar que el contratar tiene por origen, en muchísimas ocasiones, la desconfianza de un individuo hacia el otro, concretándose en los contratos normalmente los intereses egoístas y rara vez convergentes o de beneficencia. Esto último podría ocurrir en las liberalidades o donaciones, aunque en la mayoría de veces la causa fin de las

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mismas no es el espíritu de liberalidad, sino el protagonismo, lograr simpatías, etc. No existe entonces en los contratos, una voluntad común de las partes (la llamada unidad volitiva), en todo caso de lo que se trata es de un entendimiento. Tampoco puede bastar con proclamar como garantía la licitud de lo pactado, que exista igualdad jurídica y libre albedrío de las partes, en cuya virtud ha de suponerse se vincularon contractualmente. En esencia, la igualdad jurídica deviene en una falacia una ficción, puesto que lo predominante al momento de contratar es que no existe paridad económica. Y de ordinario existe un necesitado y como contraparte un sujeto de mayor ventaja patrimonial. Y al haber desigualdad en la mayoría de casos, resulta lógico que los intereses no sean convergentes sino diferentes o hasta contrapuestos. En el contrato de sociedad, por ejemplo, se observa que, no obstante afirmarse que los socios tienen una finalidad común, cada uno de ellos busca su propia ventaja. Lo dicho creemos que es indudable, salvo que se quiera hacer de la teoría general del contrato una teoría de eufemismos o de proclamaciones retóricas. Queda en pie, por supuesto, alegar que el contrato sirva como instrumento de armonización de intereses diferentes, empero es innegable que existe el albur de no lograrlo, o además que factores posteriores determinen una alteración de las circunstancias. Por consiguiente, es muy probable que los contratos –que son tan numerosos y variados– tengan una funcionalidad ilícita o sea dañosa para uno de los contratantes o terceros, y que por este camino se vulnere la paz social. Sin embargo, actualmente viene tomando cada vez más preponderancia la defensa del consumidor, que constituye la nueva denominación de la parte débil contemporánea, prueba innegable de ello es la existencia del Derecho de los Consumidores y la Ley de ProtecÁGORA. REVISTA DE DERECHO NºS 5

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ción del Consumidor, etc. El problema es que el INDECOPI, OPSITEL y demás órganos de control no son propiamente entes que tengan por función defender a los usuarios; su labor es propiamente técnica. El derecho del consumidor es un auténtico derecho fundamental; así lo establece la Constitución en el artículo 65, y es que ser consumidor supone en buena parte vivir de manera decorosa y por ello el Estado debe proteger a los consumidores y usuarios. Pero tampoco cabe aferrarse a una concepción estrictamente economicista del consumidor, porque ante todo el consumidor es hombre, y vive en sociedad, esto es, siente, sufre, se recrea, es decir, requiere de bienestar, en consecuencia, lo primero es respetar su dignidad. Por ello sorprende que el Indecopi, mediante la Resolución Nº 001-2001-LIN-CPC/ INDECOPI, basándose en el derecho anglosajón, conciba al consumidor no sólo como destinatario final de los bienes y servicios, sino que además exige un requisito adicional: que sea razonable. Esto último supone una expresión algo sofisticada y, por ello, dada nuestra realidad, donde no hay una adecuada simetría informativa, termina acentuando la indefensión del ciudadano común. En el fondo, con dicha concepción de consumidor se busca desterrar la intervención estatal, lo que no se entiende es cómo un país subdesarrollado donde hay tanta pobreza puede tener como paradigma al consumidor razonable. En cuanto a las manifestaciones de la autonomía privada en la contratación tenemos a la libertad de contratación, es decir, la libertad de configuración externa, que permite elegir a la contraparte (y por tanto erróneamente utilizada en el primer párrafo del artículo 62 de la Constitución); y la libertad contractual (libertad de configuración interna, esto es, libertad de estipular el contenido del contrato). La priÁGORA. REVISTA DE DERECHO NºS 5

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mera está limitada por el artículo 3 del Código Civil, conforme al principio de igualdad ante la ley, de ahí que la libertad de contratación no puede conllevar a la discriminación. Asimismo, por el artículo II del Título Preliminar se prohíbe el ejercicio abusivo del derecho subjetivo, la segunda por el artículo V del Título Preliminar del Código Civil, ejemplo la regla general según la cual no procede la prohibición convencional de contratar (artículo 882), etc. A la luz de lo señalado, consideramos que no es apropiado seguir aferrándose a la autonomía privada, que llevada a extremos no es otra cosa que un resabio de jusnaturalismo racional. Y a propósito de jusnaturalismo, debe recordarse que actualmente se concibe un jusnaturalismo alejado de las abstracciones y excesivas generalizaciones, más bien flexible y manifestado en determinadas instituciones a través del derecho positivo que es particularmente histórico. Y es que, en puridad, no se puede prescindir del jusnaturalismo, puesto que la búsqueda de justicia es eterna, precisamente por ello no cabe confiar en el libre albedrío de las partes, sino antes bien, no desconocer cuando fuera necesario el intervencionismo estatal en los contratos; ello es ineludible a fin concretar la justicia entendida como valor, es más, se conoce como pilares de la justicia contractual a la revisión de los contratos por el poder judicial (en otras palabras, la posibilidad del intervencionismo judicial), la equivalencia de prestaciones, entre otros. No es conforme a la justicia propiciar el libertinaje en el contratar, ni abusar del derecho subjetivo (conducta prohibida por el artículo II del Título Preliminar del Código Civil). En efecto, ningún derecho subjetivo es absoluto, siempre existen limitaciones, incluso tratándose de los derechos fundamentales. En todo derecho existe un correlativo deber que determina a los agentes a utilizar sus derechos reparando en los demás, por ello es que se termina hablando de situación jurídica sustantiva, entendido como concepto innovador que des-

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plaza al de derecho subjetivo, con mucha mayor razón en un país como el nuestro, dadas las grandes desigualdades y marginaciones sociales; ir contra todo ello sería, en definitiva, soslayar el objetivo esencial del Estado que es el bien común. Además de entenderse a la libertad de contratar y a la libertad contractual como derechos absolutos, esto conllevaría incluso a discriminación (por ejemplo, elegir como contraparte a determinado grupo social y a otro no). Sin duda se trata de facultades que no se pueden dejar de reconocer, pero de manera limitada. La misma fuerza de los hechos, en la hora actual, demuestra la imposibilidad de prescindir del intervencionismo contractual, basta con citar la intervención estatal en los contratos forzosos, es decir, cuando el legislador, prescindiendo del consentimiento o acuerdo de las partes, establece una relación contractual. Estos contratos forzosos son aquellas relaciones contractuales no nacidas del acuerdo de voluntades de las partes, sino por mandato de la ley. También estamos frente a esta figura cuando el legislador impone la obligación de contratar pero el sujeto de derecho puede escoger a su contraparte. Lo cierto es que el contrato forzoso fluye de nuestra realidad normativa (hipotecas legales, seguros obligatorios, prórrogas de los arrendamientos ex lege, etc.). Un caso de modificación de contratos en curso mediante normas legales lo demuestra la Ley Nº 26887 (Ley General de Sociedades), ley que en plena vigencia de la Constitución incidió sobre contratos en curso, es decir, se produjo la adecuación de los contratos de sociedad a la nueva ley simplemente por un principio elemental: la prevalencia de la teoría del hecho cumplido (artículo III Título Preliminar del Código Civil). Otro ejemplo es la sentencia del Tribunal Constitucional Nº 006-2000-AI/TC, resolución del 11 de abril del 2002, donde se

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precisa el alcance de la intagibilidad de los contratos: «Si bien el Congreso de la República, conforme al artículo 62 de la Constitución, no debe modificar a través de leyes posteriores los términos de un contrato entre particulares cuyo ámbito pertenece a la propiedad privada, debe interpretarse, en cambio, que el Congreso puede y debe tener injerencia cuando el objeto del contrato son recursos naturales de propiedad de la Nación y sobre los cuales el Estado tiene las obligaciones constitucionales de protegerlos y conservarlos, evitando su depredación en resguardo del interés general». Siendo esto así, no puede considerarse derogado al artículo 1355 del Código Civil, porque eso sería cerrar los ojos a la realidad jurídico-social. Podemos agregar también las sucesivas prórrogas de los arrendamientos cuyo autovalúo a 1991 es menor de S/. 2880. Estas prórrogas, que constituyen un contrato forzoso, demuestran también la vigencia del mencionado artículo del Código Civil, y del intervencionismo legislativo en los contratos. Efectivamente, el Decreto Ley Nº 21938 cesó en su vigencia por el Decreto Legislativo Nº 709 (8 de noviembre de 1991), pero este norma estableció la ultractividad del Decreto Ley derogado para aquellas viviendas alquiladas cuyo autovalúo era en 1991 inferior a S/. 2880 hasta el 08 de diciembre de 1994, y así se ha venido prorrogando, hasta el 08 de diciembre del 2003 y ahora mediante la Ley Nº 28138 (26 de diciembre de 2003) hasta el año 2006. Ello sin duda demuestra que el artículo 1355 del Código Civil, no está derogado tácitamente por el artículo 62 de la Constitución, representando todo ello un claro ejemplo de actual intervencionismo legislativo en los contratos, intervencionismo que no supone necesariamente algo negativo, ni trasnochado, ya que ante todo debe repararse en la realidad que vivimos, ÁGORA. REVISTA DE DERECHO NºS 5

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donde existe una grave crisis económica y de no mediar dicho control estatal puede sobrevenir un colapso social. Además, el artículo 3 de la Ley General de Salud (Ley Nº 26842) establece (como contrato forzoso) la obligatoriedad de los centros de salud de atender a toda persona en situación de emergencia. Con ello se evidencia que el contrato no necesariamente es un acto voluntario, que la libre iniciativa no es algo inherente al mismo. El contrato es entonces una institución de naturaleza dinámica, de ahí que haya tenido una diversidad de significados, y aún hoy en día no existe total uniformidad en su definición (es diferente, por ejemplo, la concepción anglosajona del contrato respecto a la de los países del sistema romano-germano al cual pertenecemos). No debe seguirse incurriendo en excesivas generalizaciones, ni considerar a la autonomía privada por encima del orden público; dicha postura no es otra cosa que un resabio de jusnaturalismo racional, porque no debe olvidarse que esta escuela filosófica fue utilizada por la idea que sólo esta doctrina permitiría defender eficazmente el sistema capitalista en su lucha contra el comunismo (15). Conviene transcribir lo dicho por Federico de Castro y Bravo, acerca de la utilización del concepto de autonomía privada y del supuesto poder de la misma para generar normas en provecho del capitalismo liberal, basadas en el carácter normativo del negocio jurídico: «El negocio se desliga de la voluntad de quienes lo crean (entendiéndose de quien acepta condiciones impuestas), al ser objetivado como norma se le inmuniza frente a la posible censura de los principios básicos del ordenamiento (buena fe, equivalencia de prestaciones,

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condena del abuso), mediante su aislamiento como norma autónoma. Con el resultado práctico de que reduzca a nada el papel de la voluntad y el carácter causal del negocio (objetividad de la voluntad legis), y de que se predique la posibilidad de su general eficacia, incluso respecto de quienes ignoren sus reglas, condiciones generales de contratación, subvirtiéndose así el sentido de la autonomía, que de estar al servicio de la libertad, pasa a ser instrumento de dominación, en beneficio de ciertos privilegios» (16). Debe considerarse que actualmente la expresión según la cual el contrato es ley entre las partes constituye un barbarismo jurídico, ya que la ley supone normas legales y ello es una especie del género norma jurídica. Y toda norma jurídica (legal, consuetudinaria, jurisprudencial, doctrinaria) tiene alcance general y no efecto relativo como sucede con las estipulaciones contractuales; además, los contratantes nunca pueden prever todas las consecuencias del contrato. Por ello, el artículo 1356 establece: «Las disposiciones de la ley sobre contratos son supletorias de la voluntad de las partes, salvo que sean imperativas». Es decir, el contrato siempre es susceptible de ser integrado por el sistema jurídico, y no puede ser de otra manera, ya que la voluntad privada está encauzada por el sistema jurídico y nunca puede estar por encima de este. En suma, basándonos en un elemental principio general del derecho, el de no contradicción, los contratos ordinarios no son intangibles frente a las variaciones de la normatividad de orden público; si no fuera así, sería una contradicción a todo el sistema jurídico y a la doctrina actual que subordina la voluntad privada al orden público.

(15)

KELSEN, Hans, Teoría pura del derecho, Eudeba, Buenos Aires, 1986, p. 110.

(16)

Citado por ZANNONI, Ineficacia y nulidad de los actos jurídicos, cit., p. 24.

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Además, volviendo al tema del consumo, no se puede olvidar la protección al consumidor establecida desde el artículo 65 de la Constitución, es decir, el Estado defiende el interés de los consumidores y usuarios. La supuesta intangibilidad de los contratos encuentra una clara limitación desde la propia Constitución cuando se establece que el Estado debe defender a los consumidores, y así mediante una norma legal imperativa puede modificarse el contenido de contratos que atenten contra aquellos. 2.2. El carácter contradictorio del artículo 62 de la Constitución: Hecho cumplido frente al derecho adquirido. La interferencia de la conciliación extrajudicial Decimos que el artículo 62 de la Constitución es contradictorio porque al consagrar la intangibilidad de los contratos ordinarios está consagrando la teoría del derecho adquirido, con lo cual habría ultractividad de la norma, a la inversa de lo establecido en el artículo III del Título Preliminar del Código Civil y reafirmado en el artículo 2121 del mismo código, donde se consagra la teoría del hecho cumplido, es decir, la aplicación inmediata de la norma legal, la misma que al entrar en vigencia incide incluso a las relaciones existentes (que vendrían a ser los contratos en curso o en ejecución). De manera que el artículo 62 de la Constitución contradice al principio general de nuestro sistema jurídico que no es otro que la aplicación inmediata de las normas legales, contradice también al segundo párrafo del artículo 103 de la Constitución (ninguna ley tiene efecto retroactivo). Lo que debe entenderse es que la Constitución tiene un exceso verbal y que en todo caso (17)

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debe interpretarse restrictivamente (17) en el sentido que cuando se trate de la entrada en vigencia de normas imperativas éstas no dejan de incidir en las relaciones contractuales existentes, debiendo tales contratos adecuarse a la nueva normatividad. Siendo esto así, el artículo 1355 del C.C. no está derogado tácitamente, sino, antes bien, reafirmado por la realidad jurídico social, donde se aprecia que el Estado, mediante leyes, interviene en los contratos en ejecución, puesto que los contratos se adecuan a la nueva normatividad. Creemos que esta interpretación restrictiva es confirmada por la misma fuerza de los hechos, caso contrario sería situar a la autonomía privada por encima del orden público, lo cual es insostenible. Mención aparte merece la parte final del primer párrafo bajo comentario. Los conflictos derivados de la relación contractual sólo se solucionan en la vía arbitral o en la judicial, según los mecanismos de protección previstos en el contrato o contemplados en la ley. Conforme a esta última parte, los conflictos derivados de todo contrato sólo se resuelven en dos vías: la judicial o la arbitral. Nos preguntamos por qué nadie dice que es inconstitucional la actividad de los centros de conciliación. Precisamente aquí se resuelven controversias sobre derechos disponibles, y es indudable que la mayoría de tales asuntos son temas de derecho contractual; pero cuidado, dice la norma constitucional que las únicas vías son la judicial o la arbitral. Podrá decirse seguro que la conciliación es una forma de autocomposición de intereses, lo cual suena a ficción porque el centro de conciliación es a fin de cuentas un tercero; o que es un mecanismo impuesto por ley, esto es, obligatorio, estando

CÁRDENAS QUIRÓS, Carlos, «Autonomía privada, contrato y Constitución», en Gaceta Jurídica, T. 19, Lima, 1995, p. 51-A.

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a cargo incluso muchas veces de personas iletradas, en contraste con el genuino medio de autocomposición del conflicto que es la transacción. Lo cierto es que la conciliación extrajudicial es una interferencia respecto de lo previsto en la norma constitucional bajo comentario. La obligatoriedad de la conciliación extrajudicial como requisito previo para demandar siempre se dijo que tenía por objetivo descongestionar la actividad jurisdiccional y lograr la cultura de la paz. Sin embargo, la actividad jurisdiccional no se ha descongestionado y la cultura de la paz simplemente es una quimera. Quienes siempre criticamos a esta cándida norma, advertimos que habían razones de orden técnico-jurídica que la hacían inviable: cómo puede el acta de conciliación constituir título de ejecución. Es increíble el que se permita que personas con apenas quinto de media puedan ser conciliadores; es una afrenta a la profesión de abogado disponer que las partes puedan asesorarse por no letrados. Hay aspectos contradictorios como decir que es un mecanismo alternativo cuando en realidad es obligatorio, etc. Se trata simplemente de una nueva tarifa para el pueblo. Sorprende que los defensores de la constitucionalidad, con motivo de la seuda intangibilidad de los contratos o con motivo de la posibilidad que el contrato ley de Telefónica del Perú sea modificado por norma legal, no hayan dicho nada sobre la funcionalidad de los centros de conciliación. En todo caso, si iniciamos, desde ya, la defensa de la constitucionalidad frente a la interferencia de los conciliadores, entonces habría que ir invocando el control difuso del artículo 51 de la Carta Magna, y evitar la exigibilidad del acta de conciliación como título de ejecución y ni siquiera como requisito para demandar (18).

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2.3. Sobre el segundo párrafo del artículo 62 de la Constitución: Los contratos leyes «Mediante contratos-ley, el Estado puede establecer garantías y otorgar seguridades. No pueden ser modificados legislativamente, sin perjuicio de la protección a que se refiere el párrafo precedente». El segundo párrafo del artículo 62 de la Constitución se refiere a los contratos leyes, figura contractual que tiene la particularidad normalmente de tener al Estado como contraparte de una persona jurídica privada, fundándose en esencia tales contratos en promover las inversiones en el país. Esta modalidad contractual ha sido acogida por el actual Código Civil, en el artículo 1357, así como también fue prevista por la Ley General de Minería, Decreto Legislativo Nº 109. El artículo 1357 del Código Civil prescribe: «Por ley, sustentada en razones de interés social, nacional público, pueden establecerse garantías y seguridades otorgadas por el Estado mediante contrato». De esta manera se buscaba normativamente, desde la dación del Código Civil de 1984, dar seguridad y estabilidad al inversionista, quien no será afectado por ulteriores modificaciones legales. Opera esta figura de contrato propiamente para operaciones de alto riesgo y cuantía, y su regulación en el Código Civil no hace otra cosa, que ubicar sus efectos en el ámbito del derecho privado, distinguiéndolo así de los actos administrativos. Quiere decir que la tesis del contrato ley es la del contrato privado, por consiguiente se adecua al artículo 140 del Código Civil, entonces si se dice que el contrato ley responde a intereses generales, entonces en ello consiste su

Véase lo señalado por ALARCÓN RANGEL, Teófilo, «En torno a la aplicación efectiva de la conciliación extrajudicial», en Actualidad Jurídica, T. 111, Lima, 2003, p. 107.

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causa fin (elemento de justificación), de ahí que si funcionalmente los contratos leyes contradicen su causa fin, podrían ser intervenidos legislativamente, lo mismo en el caso que desaparezca su finalidad o necesidad. Puede afirmarse así que los contratos leyes no son absolutamente intangibles. López Santa María explica que los contratos leyes son aquellas relaciones jurídicas «por los cuales el Estado garantiza que en el futuro no modificará ni derogará las franquicias contractualmente establecidas. La ley puede dictarse antes o después del contrato. La administración celebra el convenio respectivo con el beneficiado y después una ley lo aprueba. O bien la ley autoriza de un modo general la conclusión de determinado contrato, cuyos beneficios o efectos no serán susceptibles de modificación ulterior» (19). Pero el condicionamiento para la dación de contratos-leyes es que sean en provecho del interés social, nacional o público, lo cual se ha soslayado en la Constitución vigente. Ello tiene especial importancia porque constituye la causa fin de estos contratos. Y debe reiterarse que el concepto causa fin se refiere al elemento esencial establecido en el artículo 140 inc. 3 del Código Civil, toda vez que los contratos leyes son, en cuanto a su naturaleza jurídica, contratos o acuerdos de contenido creditorio, que se regulan por las normas del Código Civil y no por las normas de derecho público. Lo que los distingue es que tienen una finalidad o motivo determinante basado en intereses públicos, de ahí que durante su ejecución estos contratos deben cohonestarse con tales intereses y de ninguna manera perjudicar a la población. No tienen entonces intangibilidad absoluta, por el mismo hecho que el derecho no admite derechos

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absolutos. Además, la motivación de estas operaciones, por las que el Estado acepta autolimitarse, incide también en la contraparte privada (inversionista), en consecuencia éste debe respetar el interés social que sustenta el contrato, y por tal razón el contrato celebrado debe cohonestarse en todo momento durante su negociación, celebración y ejecución con tales intereses. Si esto no fuera así, dichos contratos no tendrían ningún sentido. Un problema referente a los contratos leyes es el de su temporalidad. En definitiva, creemos que los beneficios que pueda traer consigo dicha figura no son posibles de prever o medir, de ahí que resulte peligroso para el Estado el que existan contratos-leyes a plazo indefinido. No obstante, en nuestro medio se prefiere reconocer los derechos «adquiridos» de la contraparte del Estado en los contratos leyes, de ahí la sobreprotección que les brinda a aquellos el parágrafo en mención. Lo cierto es que desde el punto de vista técnico, el artículo 62 de la Constitución es deficiente además porque no diferencia los contratos ordinarios de los contratos leyes. Es importante evitar incurrir en exageraciones individualistas, que conduzcan fatalmente al entreguismo o al absurdo de posponer el interés público ante lo privado, tan sólo por el prurito o ilusión de la privatización o una supuesta modernización. En suma, la intangibilidad de los contratos-leyes, si bien es su característica general, no supone un concepto absoluto, por ello siendo la causa fin de estos contratos el interés general o social, resulta claro que cuando alguno de sus términos contradice tal finalidad (como ocurrió con el problema de la renta básica, el problema del conteo por minuto o segundos, y otros), frente a tales abusos el Estado no pue-

LÓPEZ SANTA MARÍA, Los Contratos. Parte General, cit., p. 143.

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de renunciar al jus imperium. Quiere decir que si bien es cierto mediante los contratos-leyes el Estado ha limitado su jus imperium, ello no significa una renuncia al mismo. Además, resulta hasta aberrante jurídicamente que un contrato ley genere situación de indefensión contra la población, bajo el argumento de la intangibilidad absoluta de tales contratos y debido a la fría y técnica función de los entes reguladores que no están dados ni orgánica ni humanamente para proteger a los usuarios. Por tanto, pienso que lo estático del contrato ley radica propiamente en la serie de garantías y seguridades que puedan ser otorgadas de manera general en favor del inversionista, no siendo absoluta la afirmación de la intangibilidad, de ahí que aquellos términos que contravengan el interés social o el de los consumidores conforme a lo ya indicado, podrían ser modificados excepcionalmente por ley. No debe olvidarse que los contratos ley son principalmente acuerdos de estabilidad referidos a asuntos tributarios, de ahí que tengan carácter excepcional, y en consecuencia no se estaría afectando su intangibilidad con el cuestionamiento de asuntos distintos.

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Además puede hacerse otro razonamiento. Si se acepta por todos como ya se dijo que los contratos ley están regidos por el Código Civil y no por el sistema administrativo, entonces resulta indudable que pueden aplicársele los principios explícitos que informan al derecho privado, así tenemos la prohibición de ejercer u omitir de manera abusiva los derechos subjetivos, ello se entiende unánimemente como una limitación a la autonomía privada puesto que ningún derecho subjetivo es absoluto. En conclusión, no es posible que las normas legales ni la propia Constitución puedan sustituir a la realidad ni consagrar derechos absolutos, ilimitados. Existe así una implícita condición en materia de contratos ley, si estos contradicen su propia finalidad o se tornan dañosos para la sociedad o contra los consumidores, surge la necesidad de una elección: proteger al consumidor (bienestar general) o preservar la libertad contractual, correspondiendo preferir lo primero: cabe invocar entonces una renegociación o una excepcional modificación vía norma legal que permita adecuar al contrato ley al bienestar general.

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