De la Urbe 41

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21 mojigato, que cree que la vida es propiedad divina y teme la responsabilidad de saberla propia. Para él, lo sucedido “respondió sencillamente a la conjunción de una anciana enferma, limitada, que quería poner fin a su vida y sentía temor al sufrimiento físico y a una enfermedad que la postrara, con mis ideas sobre el suicidio, y el sufrimiento que me causaba verla así”. Lo sucedido fue producto de meses de conversación con la madre, con quien mantenía una relación de amor y de dependencia tal –“yo vivía con ella y para ella”–, que provocó, durante todo el proceso legal, la repetida aparición de aquel complejo freudiano sacado de la conocida tragedia griega. En un proceso de alguna manera pedagógico, iniciado meses antes de que todo sucediera, con la ayuda de películas, libros y charlas, logró que la madre comprendiera que el suicidio era una puerta abierta para ella, y para cualquiera que en medio de dolores y sufrimientos fuera incapaz de encontrar sentido a la vida. Fue Iván, el hijo mayor, quien encontró a la madre y al hijo, que reposaban lado a lado en la cama. Ella yacía muerta, y Carlos Framb, consciente pero drogado, tenía una bolsa plástica en la frente, presta a ser usada si el primer método no daba resultado. Cuando Iván regresó al apartamento, después de haber salido a buscar ayuda, ya Carlos estaba inconsciente. Y así fue hallado por los medicos y los miembros del Cuerpo Técnico de Investigación (CTI), que llegaron una hora después del descubrimiento de Iván. En la pared del estudio se leía en letras grandes, escritas con marcador, la frase: “Sin odio, sin armas, sin violencia”. Sobre el escritorio reposaban El último recurso, una suerte de manual para suicidas en potencia, y una carta destinada a Iván. El libro escrito por el periodista británico Derek Humphry, defensor de la causa eutanásica en el mundo, es una descripción de las diversas formas en que puede provocarse, de manera voluntaria, una muerte dulce. También Humphry, en 1975, ayudó a morir a su esposa, enferma terminal de cáncer: “El derecho a morir, a elegir la muerte, es una libertad civil esencial”, opina el periodista. La carta fue leída a Iván Framb por el jefe de investigadores del CTI y tomada luego como evidencia de la parte acusadora. En ella, Carlos le explicaba a Iván que “este acto eutanásico es un acto de amor”, luego de soli- Ilustración: Mauricio Hoyos citarle, vaya paradoja, que ayudara a morir a la mascota, un perro viejo al que a pesar de su deteriorado estado de salud fue incapaz de matar. “La vida debe obedecer a un deseo, no a una obligación”, concluía la carta, cuya mención de la eutanasia fue durante el proceso legal, la principal evidencia de la Fiscalía para acusar a Carlos de homicidio. Frente a esto, opina Carlos Mario González, docente de la Universidad Nacional de Colombia –sede Medellín– y gestor de un gran movimiento de solidaridad para con Framb, que “la noción griega del buen morir, la eutanasia, ha sido muy pervertida por esta sociedad, y se refiere a ese tercero que asiste el suicidio, como un ejecutor”. Cinco meses duró el juicio, y Carlos, en el papel de verdugo, estuvo detenido en la cárcel de Yarumito, municipio de Itagüí, hasta el día del fallo. El proceso Una a una se sucedieron las audiencias, y pese a la ausencia de pruebas que demostraran su teoría, la Fiscalía se negó a cambiar la imputación de homicidio por la de “inducción y ayuda al suicidio” contemplada en el artículo 107 del Código Penal: “El que eficazmente induzca a otro al suicidio, o le preste una ayuda efectiva para su realización, incurrirá en prisión de dos a seis años. Cuando la inducción o ayuda esté dirigida a poner fin a intensos sufrimientos provenientes de lesión corporal o enfermedad grave e incurable, se incurrirá en prisión de uno a dos años”. Para Santiago Sierra, abogado defensor titular, esto demostró “una tendencia moralizante”, por la que fue imposible establecer un acuerdo entre las partes. Como evidencia, la Fiscalía presentó la carta de suicidio, que por intervención de la defensa fue excluida como prueba, pues su incautación se constituye, como declara Sierra, en “una violación al derecho a la intimidad, dado que era comunicación privada a la que solo

podía acceder el cuerpo técnico con la autorización de un Juez de Garantía, con la que no contaba el CTI al momento de incautar la carta”. En diciembre fueron las primeras dos audiencias de acusación y de presentación de pruebas, y se efectuó también la audiencia anticipada de Iván Framb, que por razones personales no podía permanecer en el país hasta el día de su declaración como testigo. Fotos del cadáver de la madre acompañaron el interrogatorio al que fue sometido durante tres horas el hermano. Para Carlos, fue una audiencia innecesariamente larga en la que la Fiscalía buscó, mediante métodos más bien cuestionables, el agotamiento de Iván. Luego de la solicitud de la Fiscal de que imitara el sonido del timbre del teléfono –nunca se supo con qué fin–, fue evidente la favorabilidad del testimonio de Iván. El hermano, que pudo haberse declarado víctima y exigido reparación, no hizo más que confirmar lo que la defensa había argüido desde el principio: el estrecho lazo que unía a la madre con el hijo, la desesperación de la madre por su estado de salud, y el deseo recurrente de poner fin a su vida. “En la carta estaba muy claro que no era un homicidio sino un acto de clemencia”, cuenta Iván, a quien, además, lo espantaba la posibilidad de que Carlos fuera declarado culpable: “Él no se habría quedado cuarenta años esperando por su libertad”. Mientras el juicio seguía su curso, un gran movimiento de solidaridad se gestaba alrededor de Framb. El derecho a la muerte digna fue tema de varias charlas y conversaciones, organizadas por amigos de Carlos para abrir espacios de reflexión en torno a su caso. Los honorarios del abogado y demás gastos fueron también cubiertos gracias a los amigos que desde afuera lo acompañaban. “En Yarumito, sentí mucho la amistad –cuenta–. Me sentí bañado como por una ola de afecto. No es solo que alguien te conoce, sino que te lleva ahí…” El juicio El juicio duró tres días y cerca de 25 horas. Uno a uno desfilaron los testigos llamados por la defensa y la Fiscalía: dos médicos tratantes de doña Luz Mila, su sobrina, la empleada doméstica, y un par de amigos de Carlos. Todos reconfirmaron lo que la defensa, a esas alturas, ya había repetido hasta el cansancio: la señora sufría, un llanto constante acompañaba cualquier conversación, la vida había dejado de ser algo deseado. El resultado, en abril, fue una absolución parcial. Cada una de las partes sustentó su decisión: el Juez de Conocimiento absolvió totalmente por el cargo de homicidio agravado, y condenó a diez meses excarcelables, por el de inducción y ayuda al suicidio para poner fin a intensos sufrimientos. El abogado del Ministerio Público solicitó la absolución total y, al no ser esta concedida, notificó su decisión de apelar basado en el principio de congruencia, según el cual nadie puede ser juzgado por un delito y condenado por otro. También la Fiscalía apeló, y ambas solicitudes fueron llevadas al Tribunal de Antioquia, en junio, y el caso, examinado por los magistrados durante un mes. Esta vez, la absolución fue total: la petición de la Fiscalía fue rechazada, y la apelación del Ministerio Público, aceptada. Y así terminaron para Carlos nueve meses de incertidumbre, que sin embargo vivió con la serenidad de quien ha hecho lo correcto y se siente tranquilo con su conciencia. Para él, la decisión fue una reivindicación de sus ideas, y la experiencia fue una oportunidad para vivir una historia única desde adentro, como protagonista, pero también como el observador curioso que es. “Nadie puede determinar la frontera de lo que es deseable para alguien –concluye–. Sé que la vida vale la pena si es deseada, si las condiciones son dignas. Y saber que en términos cósmicos no somos más que partículas, que puedo dejarla sin pathos, que la puerta está abierta y que no hay que dejarse acorralar por la miseria, por la enfermedad, me mantiene tranquilo. Yo no pedí vivir, no fui consultado, la vida me fue impuesta. Pero no siento ni creo que mi vida le pertenezca a alguien excepto a mí mismo…”

FACULTAD DE COMUNICACIONES UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA


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