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Agosto de 2008
CRÓNICA
El oasis de piedra y hojalata Un triángulo de menos de 30 metros cuadrados separa el caspete de Freddy Agudelo del resto del mundo. Allí, en medio de algunas de las vías más transitadas de Medellín, no importan los buses que pasan resoplando, los policías que buscan al criminal de turno, ni los insultos de los conductores que se odian a muerte por unos pocos segundos o un par de metros. Foto: Isabel González
Juan Diego Urrea juandiegourrea@yahoo.com.co Lo mejor del negocio de Freddy no son los jugos de naranjas exprimidos al instante, ni las gaseosas frías que cortan el sofoco del sol feroz que en ocasiones ataca a Medellín, ni siquiera lo son los pasteles de pollo que sue-len agotarse a diario horas antes de cerrar. La particularidad de este negocio no tiene nada que ver con lo que allí se vende. Quien se sienta en una de las piedras de río que sirven de bancas en este caspete parece olvidarse de las cosas del mundo. El que se para inmóvil sobre la suave gravilla que sostiene este triángulo irreal y empieza a hacer dibujos con la punta de su pie parece liberado de todas sus cargas. Igual sucede con el que se queda contemplando los sinsontes y los pájaros carpinteros que llegan al cebadero de guadua lleno de papayas y plátanos. Del embrujo ni siquiera se salva Freddy Agudelo que cuando se queda abstraído, mirando sus piedras y oyendo el sonido de la quebrada Jabalcona al fondo, parece recordar su niñez del suroeste antioqueño, los baños que se daba en el río con sus hermanos después de llegar de la lejana escuela que quedaba a una hora de camino de donde su papá estaba jornaleando. Luego con un palustre en la mano y la frente brillante de sudor Freddy se sienta, en un ‘cuarzo lechoso’ que pesa más de 90 kilos. “Esta es mi piedra favorita”, dice. Frente a sus ojos reposan cerca de 20 piedras talladas con formas de mujeres, ahuyamas, guanábanas, esferas y santos puestas sobre gravilla y adornadas con flores y frutas. Atrás suyo queda una docena de pequeñas palmeras que él mismo plantó hace unos meses y que crecen en la pendiente que va a dar a la quebrada. Freddy mira a la derecha, a su caspete rojo, la razón de ser tanto del jardín de palmas donde pasa sus horas y se relaja, como del jardín de piedras donde sus clientes, que se cuentan por cientos cada día, conversan con sus com-
Foto: Isabel González
pañeros, o con ellos mismos, senta-dos en piedras planas que junto con su hermano ha venido sacando del lecho de los ríos del suroeste durante los últimos tres años. Ahí entre las piedras tercamente talladas, la gravilla, los árboles y la compañía de los pájaros que comen en los cebaderos, todos parecen olvidar que están en medio de una zona muy transitada, en un pequeño separador en el borde de la Avenida 80, del puente de la Aguacatala y a unos metros de la Regional. Hace cuatro años Freddy no tenía caspete y durante una década fue de aquí para allá en un pequeño triciclo atiborrado de dulces, frutas, cigarrillos y parva. Sin embargo, ese triangulito que hoy cuida y ocupa, en medio de las bodegas y las avenidas, era su favorito y fue allí donde decidió montar algo más estable y que le permitiera ofrecer más productos a su fiel clientela. En ese entonces, con poco dinero y algunas ideas Freddy montó su caspete y puso un par de sillas con sus mesas. No transcurrió mucho tiempo antes de que funcionarios de Espacio Público lo visitara y le hiciera saber que no podía tener nada por fuera del el cubo de lata en el que tenía permitido trabajar. A pesar de que Freddy y su familia le han cambiado la cara al lugar, no han escapado a la persecución de los funcionarios que argumentan que el caspete no puede tener frutas ni flores en los alrededores, curiosa restricción en una ciudad donde el espacio público está confinado dentro de unidades residenciales y centros comerciales. “Lo único que quiero es que este sea un lugar agradable porque paso todo el día aquí, además sé que la gente lo disfruta y se alegra de sentarse aquí por unos minutos, o incluso si sólo pasa por acá y lo ve” dice tranquilo, sin dejar de mirar a sus clientes que son atendidos en el caspete que le da sustento a él, a su hija y a su esposa. “No me gustaban las piedras” La solución al asunto de las bancas y de la invasión al espacio público la trajo desde Jericó su hermano Carlos Mario, un tallador de piedras empírico que aprendió a lidiar con las rocas que suenan en los ríos de su tierra cuando todavía era un niño. Carlos le llevó a Freddy varias piedras a las que les había dado formas planas que simulaban taburetes. En esta ocasión los de Espacio Público, guardaron silencio. Si el permiso tácito fue producto del asombro de los funcionarios ante lo insólito del mobiliario o la aceptación de que las piedras son parte del paisaje y como tales no pueden ser consideradas una invasión, tal como lo dice Carlos Mario, nunca se sabrá. Sin embargo, éstas no solo fueron una alternativa que le trajo comodidad al lugar sino que empezaron a hacer de
‘La aldea de piedra’, como bautizaron el caspete, un sitio único. Freddy, que toda la vida había mirado con cierto desdén las piedras con las que su hermano trabajaba, empezó a entusiasmarse con la idea. “A los pocos meses le puse la gravilla y empecé a plantar palmeras, al mismo tiempo mi hermano seguía trayendo otras rocas talladas del pueblo” recuerda. Hoy, ‘La aldea de piedra’ se convirtió en un referente de la zona de Guayabal. A cualquier hora es común ver en el lugar tumultos de personas comprando cualquier cosa y sentados en las piedras. Para Freddy esto en gran parte se debe a la identidad que ha logrado construir al brindarle un espacio diferente a la gente. Por eso desde que su negocio esta lleno de ornamentos ‘valiosos’, contrató un vigilante que todas las noches se para frente al cubo de lata roja para evitar que se lleven una piedra o que intenten entrar en el caspete. Dice haber conocido buenos amigos allí y piensa que podría pasar muchos años en este lugar antes de buscar nuevos rumbos. “Nunca me imagine en un lugar así, pero ahora que lo tengo, quiero quedarme aquí por muchos años” dice. Unos segundos después ya está, una vez más con su palustre rodeado de palmeras, en su jardín trasero.
Foto: Isabel González