Jaque mate de Delia Salvatore, Niram Art Editorial 2018

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JAQUE MATE Una historia de supervivencia



DELIA SALVATORE

JAQUE MATE Una historia de supervivencia

NIRAM

ART

Madrid * London * New York


1ª — Edición España: NIRAM ART EDITORIAL - 2018

© 2018, NIRAM ART EDITORIAL (de la presente edición) © 2018, DELIA SALVATORE (del texto) © 2018, BOGDAN ATER (de la ilustración) Editor: Thomas Abraham Título: JAQUE MA TE - Una historia de supervivencia Autora: Delia Salvatore Portada: Diseño gráfico por Javier García Gascón Ilustración de la portada: Bogdan Ater Sin Título/arte digital, 2018 Paginación: Sofia D’Addezio Producción gráfica: Javier García Gascón Maquetación: White Family S.L. 1ª — edición 2018

Ilustración interior ©: Museo Nacional de Arte de Cataluña: (Ramon Casas i Carbó - Retrato de Benito Perez Galdós, dibujo) Delia Salvatore Museo Neue Pinakothek, Múnich, Alemania: (Gabriel von Max - La extática virgen A na Catalina Emmerich, 1885, Óleo sobre lienzo) Jorge Navarras Goldens Lake Bogdan Ater Martha Strauss Nataly Zakharova y Murad Osmann (De tu mano por el mundo (II) - En la Casa Versace en Miami, fotografía)

NIRAM ART EDITORIAL www.editorialniramart.espacioniram.com www.espacioniram.com Reservados todos los derechos ISBN: 978-84-946443-5-1 Imprime: Amundo Impreso en Unión Europea / Printed in EU Queda prohibida terminantemente la reproducción total o parcial de esta obra sin previo consentimiento por escrito de la editorial.


ÍNDICE

Prólogo

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El hermano

17

El profesor

29

El amigo de mi madre

45

Mi madre

53

Mi padre

61

La enfermedad

69

La noche que cambió mi vida

81

La ciudad

93

El hombre de Dios

105

La liberación

115

Raíces españolas

123

Ecos del pasado

129

El trabajo

137

El amor

143

Epílogo

147



Prรณlogo



Prólogo

Delia Salvatore no es una escritora al uso, como puede comprobarse en estas páginas que ahora llegan a sus manos. Esta mujer supera el mero dominio del oficio de las letras y salta sin red para elevarse como un ser humano que sabe contar con admirable equilibrio las verdades de su vida. Es la suya una existencia cuajada de sucesos muy dolorosos que se combinan con esperanza conmovedora y ánimo superviviente. Cada párrafo constituye un exorcismo liberador, una necesidad de explicarse a sí misma, dividida en episodios que desgranan una trayectoria marcada por las puñaladas y caricias que envuelven todo destino. La fuerza narrativa destaca desde las primeras líneas. Pronto se constata que el texto no es un ejercicio de vanidad. No es tampoco un capricho ni recuerda en nada a

los pueriles manuales de autoayuda que inundan las librerías. No aspira a ningún tipo de conmiseración ni quiere despertar lástima. No. Las páginas de Jaque Mate son el alma desnuda de una joven que plasma en negro


sobre blanco el proceso de cristalización de su identidad y explican cómo es posible salir adelante en procelosos territorios. Abundan las sensaciones olfativas, gustativas o cromáticas que apuntalan la arquitectura emocional del

relato, con suma eficacia en las evocaciones más intensas. Jaque Mate es el apasionante relato de los cambios que permiten respirar a la protagonista tras lacerantes experiencias. La palabra “cambio” destaca como timón vital desde los balbuceos iniciales, igual que sucede en un tablero de ajedrez, donde cerebros y corazones en mutación disputan un baile mortal. La narración está magníficamente trazada a través de catorce capítulos que desvelan una mezcla compleja de inteligencia e intuición, de azar y búsqueda, de renuncia y deseo. Esta niña náufraga chapoteó durante años en un mar de incertidumbres que casi acaban con ella. Un día, sin apenas ser consciente de ello, el ajedrez se convirtió en su tabla de salvación y desembarcó en la orilla más literaria

de Madrid. Ahora nos regala este Jaque Mate que deja una honda huella en el Barrio de las Letras, donde un torbellino de recuerdos se ha transformado para siempre en libro. Miguel López - periodista


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A Magdalena Calvo BolĂ­var



El hermano



El hermano

La gente cambia. El mundo cambia. Nuestra piel cambia. Dicen que el cuerpo humano renueva todas sus células cada siete años. Casi siempre el cambio es gradual, imperceptible. Cada siete años somos completamente diferentes; y ni siquiera lo notamos. Al mirar atrás, nuestros días se funden en una masa gruesa, compacta y uniforme, y logramos percibir el cambio de la misma manera. Grueso, compacto, transformando monótonamente nuestras vidas. De todos los días de nuestras vidas, ¿cuántos podemos diferenciar? ¿Cuáles son esos momentos, buenos o malos, que logran escapar a esa masa gruesa donde lo amasamos todo: emociones, acontecimientos, tristezas, alegrías, el primer beso, la primera partida de ajedrez, el primer chicle, la primera película vista, el rostro sonriente de la madre? No sé si considerar esto un logro, pero recuerdo perfectamente el día del cambio. Sí, puedo singularizar ese día. En un solo día, mi vida, tal como la conocía, había cambiado para siempre. Habría tal vez preferido no acordarme tan nítidamente de ese momento. Habría preferido que se quedara atrapado en esa masa amorfa y gruesa que traga nuestros recuerdos, que los funde, que escupe fuera solo una visión borrosa y mutilada de lo que sentimos y vivimos. El recuerdo: la mutilación de nuestro pasado y la única cosa que nos proporciona identidad.


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Pero el día del cambio se resiste. No se deja fundir. Cierro los ojos y lo veo de nuevo todo, agudamente. Los llantos de las viejas en el cementerio todavía desgarran el aire espeso de otoño, pesado de tanta lluvia fría. Rasgan mis oídos como si fueran aullidos de lobos hambrientos. Rasgan mi alma con sus colmillos, marcando para siempre ese día, profundamente, dentro de mi ser. Siempre se dice que los olores son los que más recuerdos traen, los que logran transportarnos de inmediato en el tiempo. Que logran escaparse a la masa amorfa de los recuerdos. Incluso los días pueden tener olor. Ese día olía a velas ahumadas y hierba mojada. Este es el olor a muerte. Por eso no me gustan las velas, ni siquiera las aromáticas. Porque, desde ese día, solo huelen a muerte. Hacía buen tiempo. Nos acabábamos de mudar. Una casa nueva, un pueblo nuevo, en la frontera entre Rumanía y República de Moldavia, a la orilla del río Prut. Una casa con jardín, animales, una nueva vida. Un cambio radical, elección de nuestros padres. De repente, la muerte de mi hermano. Me acuerdo del día del funeral. Fue un día frío, con una llovizna irritante. Las nubes bajas, negras, me daban menos miedo que las viejas de negro que no paraban de chillar. Olor a velas, a óleo quemado, derretido. Por el camino de vuelta, mis padres apenas hablaban, mis hermanas lloraban, la tristeza pesaba tanto encima de todos ellos que los hacía parecer mucho más bajos. Pequeñas figuras de negro, aplastadas por la tristeza. Yo


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no entendía nada, a mí no me contaban nada. El frío y la humedad se habían apoderado de mi cuerpo de niña delgada, vestida aprisa con alguna ropa de color negro de mi madre, que me quedaba demasiado grande. Con las manos temblantes por el frío, agarraba una vela. Andaba con la cabeza hacia el suelo, prestando atención a la vela. Cualquier ráfaga de viento podía apagarla, y presentía que eso le daría un disgusto más a mi madre. Cuidadosamente, me acerqué a ella y le pregunté: —Mamá, ¿por qué lloras, si nuestro hermano está ahora con Dios? —Mi madre tenía la cabeza envuelta en un paño negro. Ni siquiera me miró. La educación que nosotros teníamos era muy ortodoxa. Mi madre nos había enseñado que al lado de Dios la vida era siempre buena; entonces, me preguntaba yo, agarrando desesperadamente la vela, ¿por qué llorar si mi hermano estaba con el Señor? Ahora él ya era un ángel. Había visto en las pinturas de la iglesia escenas con los angelitos, junto a Dios. Dios parecía una buena persona, un poco gordo, con una barba blanca. Los angelitos también eran gorditos, siempre sonrientes; se notaba que tenían mucha comida en el cielo. Quizá, incluso dulces y chucherías. A lo mejor, me atreví yo a pensar, incluso chicles. Nunca había probado un chicle. Mi hermano tampoco. Ahora que estaba muerto, podía tener todos los chicles que quería. Sentí un poco de envidia. Ojalá yo también, en vez de andar congelada bajo la lluvia, estuviera muerta, junto a otros angelitos, comiendo dulces y probando chicles de todos los sabores.

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A mí me habrían gustado los de fresa. Se lo dije a mi madre, pero ella no paraba de llorar. En ese momento pensé que Dios le había fallado a mi madre, a pesar de que ella creyera mucho en él. Mi madre era muy creyente, y me pregunté cómo sería ese Dios… y por qué mi madre lo quería. Recordé la cara con barba blanca del icono de la iglesia. Era la única certeza que tenía de ese Dios, ya que teníamos la suerte de tener una fotografía suya en la iglesia. Empecé a tener dudas: ¿era Dios bueno o malo…? ¿Por qué la gente llora cuando alguien muere, si se supone que esta persona va a Dios? Los aullidos de las viejas todavía me hacían sangrar los oídos. Esto no puede ser alegría por haberse convertido mi hermano en angelito, por haberse ido al cielo a comer chucherías. No entendía por qué Dios nos quitaba a nuestro hermano, y la única conclusión a la que llegué fue que Dios no debía de ser tan bueno. Tal vez tampoco repartía dulces. Y seguramente no tenía chicles. Nuestra casa estaba al lado de la iglesia. Cada domingo, cada día de fiesta, despertaba al son de las campanas. Es extraño que suenen igual. No importa si anuncian un casamiento o una muerte, un nacimiento o el inicio del periodo de ayuno. Las campanas tocan como si nada importara, como si nada distinguiera los eventos, como si todo ya fuera pasado. En la vida de un pueblo pequeño, el ritmo de la vida es siempre el mismo. Las mismas viejas que lloran en el funeral de mi hermanito cantarán en el casamiento de mi hermana mayor. Todo


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fluye, constantemente, fundiéndose en la masa amorfa que se supone que forma nuestra identidad. Mi madre iba a misa todos los domingos y nos obligaba a ir a nosotros también. Así que, de alguna forma, la Iglesia y Dios fueron una parte esencial de mi ser. Como de todos los niños del pueblo. Sin embargo, yo seguía sin entender por qué mi madre iba todos los días a la iglesia. ¿Por qué iba a visitar a ese Señor de barba blanca que nos había robado a nuestro hermano? Empecé a sentir odio hacia la Iglesia. No podía perdonar a Dios. Por su culpa perdimos a nuestro hermano, por su culpa mi familia cambió, por su culpa nos cambiaron de casa, por su culpa perdí a mis amigos. Nos cambió la vida… ¡No podía perdonar a Dios! Y lo que es peor: Dios huele mal. Huele a viejas escuálidas, a humo sofocante, a paredes húmedas y llenas de moho, huele a color negro, huele a pálido, huele a salado, a las lágrimas de mi madre, huele a lobos que aúllan y a niños que mueren. Dios huele a sangre. En el pueblo siempre salíamos las tres hermanas a jugar. Cuando salía fuera de casa, todo estaba bien; me sentía feliz, libre. Recuerdo que incluso me reía, corriendo por las calles del pueblo. ¿Mi risa, resonando por las calles, todavía estará allí? Imagino mi risa como una bola, saltando de pared en pared, rompiendo alguna ventana, provocando la ira de alguna vieja, flotando en el aire, libre, como yo nunca podría estar. Ojalá fuera solo risa, pensé, soltando otra carcajada. Observé como los sonidos iban desapareciendo con su eco, poco a poco, en el aire. Lo que más me gustaba era jugar al eco en los pozos.

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Cada niña se acercaba al pozo y liberaba un grito. Escuchábamos quietas como desaparecía reverberando, tropezando contra las paredes del pozo. A diferencia de mis amigas, a mí me gustaba soltar carcajadas en la oscuridad del pozo. Me encantaba observar las pequeñas bolas de sonido, sin cuerpo, sin peso, saltando alegremente por el aire. Me habría gustado ser tan ligera como ellas. Debía de ser una sensación estupenda tener tanta libertad. La ligereza de las carcajadas que soltaba me liberaba del peso de mi cuerpo. Jugando con mis amigos se me olvidaba la pesadilla en la que se había convertido nuestra casa. Mi padre, quien siempre fue un hombre serio y de pocas risas, empezó a beber desde la pérdida de mi hermano. La verdad es que el día del funeral fue el día en el que el olor a alcohol entró en nuestra casa. Impregnó las paredes, los muebles y las almas de todos los que vivíamos allí. Hizo que mi madre cambiara también. Desde ese día, ya no tendría una palabra buena con nosotras. ¡Todo había cambiado! Su rostro, aún bello –mi madre era bastante joven todavía– había envejecido en un día. Comenzó a usar el pañuelo negro que le tapaba el pelo largo y moreno que tenía. Sus ojos negros habían perdido el brillo. Su mirada estaba ahora inerte, sin vida. Se quedaba perdida en sus pensamientos; su rostro no dejaba ver ninguna emoción. Solo, de vez en cuando, la rabia. Una tarde le pedimos a mi madre que nos dejara salir a jugar. Mi madre estaba triste, como siempre. Nos miró y


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dijo que, si salíamos, que volviéramos las tres juntas. Después nos dio la espalda y se quedó mirando hacia la nada. Nos fuimos. Era una tarde preciosa; los primeros rayos de sol de la primavera brotaban en el cielo. Parecían carcajadas de risa, y me encantaba correr, intentando atraparlos. Jugamos todas las niñas, olvidándonos de los problemas de casa. Después de la pérdida de nuestro hermano, fue la primera vez que sentí algo de felicidad, jugando fuera, en la naturaleza, acariciada por los rayos de sol, rodeada de niños que soltaban gritos y carcajadas. La libertad como el mayor tesoro del hombre se experimenta mejor en el juego del niño que no conoce limitaciones. Después vendrán las reglas, los límites, el peso del bien y del mal, las imposiciones sociales. Solo los niños saborean la libertad en su plenitud. Ese día, me quedé saboreando esa sensación suprema de ligereza hasta tarde. Me olvidé del luto, del pañuelo negro que tapaba el bello pelo moreno de mi madre, que yo también había heredado, de los llantos, de los gritos de mi padre bebido. Conseguí olvidarme incluso del olor a alcohol, con cada trago de aire fresco. Demasiado tarde, yo y mi hermana nos fuimos a casa y la hermana mayor se quedó jugando. En el juego del pozo, habíamos arrojado el pedido de nuestra madre de volver todas juntas, y la oscuridad se lo había tragado. Cuando entramos por la puerta, mi madre estaba cosiendo un pantalón de mi padre. Con la mirada triste, nos miró a las dos y nos preguntó: —¿Dónde está vuestra hermana? —Noté el enfado de mi madre en su mirada y le dije que se había quedado a

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jugar con los niños. Mi madre salió de casa con movimientos bruscos y nos dijo—: Teníais que volver las tres juntas. Recuerdo el sonido seco de la puerta que se cerró de golpe. Recuerdo el silencio que siguió. Mi hermana y yo nos quedamos esperando sin decir nada. Temblábamos. Los niños, como los animales, intuyen el peligro. De repente, los gritos de mi hermana mayor rompieron el silencio. Mi madre se había ido a buscar a nuestra hermana y volvió con ella agarrada por los pelos. Cogió el cinturón de mi padre y empezó a pegarla hasta que le salió sangre. Nosotras dos llorábamos y le gritábamos a mi madre que parase: —Mamá, ¡para, por favor! Ella se enfadó más todavía y nos puso a las tres de rodillas y nos pegó hasta que se quedó sin fuerzas. Se quedó parada, sin decir una palabra, con los brazos temblando por el esfuerzo. Su mirada era extraña, como si hubiera despertado de un sueño profundo, asombrada. Los golpes nos habían dejado marcas profundas en la piel; en algunas partes salía, roja y fresca, la sangre. Me acordé de Dios. Ese día me di cuenta, con 12 años, de que nuestra vida había cambiado. La pérdida de nuestro hermano había enloquecido a nuestros padres. Pasadas dos semanas, todavía se veían los moratones de los golpes que nos había dado mi madre. La piel clara, suave, había adquirido nuevos diseños que cambiaban de color todos los días. Yo observaba con curiosidad los cambios de


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tono. Rojo, azulado, azul, morado, negro. La piel se me había llenado de colores, como un icono. Por eso, pensé yo, Dios huele a sangre. No podríamos salir a jugar por miedo a que los niños nos vieran las heridas y se burlaran de nosotras. Mi madre se arrepentía. Mi padre se convirtió en un alcohólico. Había oído en un sermón en la iglesia que decía que la familia era como un único cuerpo. La madre, el padre, los niños. Todos, parte de un único cuerpo. Miraba a mi alrededor. Menudo cuerpo somos nosotros. Me quedé imaginando cómo sería nuestra familia si tuviera cuerpo humano. Los brazos hinchados, doloridos, las piernas cojas, los ojos tristes de mi madre, la cabeza turbia de mi padre, el andar vago, cansado, con movimientos lentos, como si el aire tuviera peso. Un cuerpo enfermo que intenta atravesar una pared de agua. Como si una enfermedad grave se hubiera apoderado de nosotros, ese cuerpo único de nuestra familia había cambiado para siempre.

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El profesor


Retrato de Benito Perez Galdós Dibujo Ramon Casas i Carbó, Museo Nacional de Arte de Cataluña






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