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La cadena de plata

Jovanni Flores Ramírez

Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que le había llegado la hora de salir de este mundo para ir al Padre, como había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el extremo.

Juan 13:1

MARISELA PENSÓ QUE SE QUEBRARÍA en un llanto incontenible al llegar a esa casa, ahora tan vacía, con las cenizas de su madre en la urna, pero no fue así. Todas las lágrimas que le quedaban las expulsó en el velatorio; lágrimas de rabia y desesperación por la pérdida más dolorosa que había vivido hasta entonces. La pérdida de la persona a quien más había amado en toda su vida, incluso más que a su joven hija, Mariana, aunque eso jamás lo aceptaría. Entraron a la casa materna. Colocó la urna sobre la cómoda que había pertenecido a su madre. No había expresión notoria en su semblante, aunque sentía el pecho atosigado por un intenso anhelo de tener a su madre ahí con ella, a su lado, y no «llevar su recuerdo eterno en el corazón», como le había dicho el sacerdote después de la ceremonia de velación. Se quitó del cuello la cadena de plata que su madre le había obsequiado años atrás, de la que colgaba una medalla con una imagen grabada del Sagrado Corazón de Jesús, y la puso alrededor de esa urna de mármol blanquecino adornada con el dibujo en relieve de una cruz plateada.

Mariana no había podido llorar. No lo hizo durante la prolongada y tortuosa estadía de su abuela en el hospital ni tampoco cuando le avisaron que había muerto. Por el contrario: aunque la invadía la pena, sintió cierto alivio de que el sufrimiento por fin había cesado. Tampoco lloró cuando vio el cuerpo en el velatorio. Se sintió como en un sueño, pues le parecía irreal que aquella muñeca embalsamada dentro del ataúd —apenas una imitación de persona— fuera la mujer alegre y cariñosa que la había cuidado desde que era una niña. Cuando les entregaron las cenizas sintió un dolor profundo en el pecho, y ahora que habían regresado a casa con ellas se le atoraba la pena en la garganta, casi asfixiándola, y se le retorcían en el estómago la turbación y la angustia. Pero no lloró.

Vio cuando su madre rodeó la urna con la cadena. Se acercó con la cabeza baja, solemne, y su madre, sin apartar la vista de la cadena, le dijo:

―Esta cadenita me la dio cuando estaba embarazada, para que el Sagrado Corazón me cuidara… y te cuidara a ti también. Una vez me dijo que, sin importar lo que pasara, su amor siempre permanecería con nosotras. Siempre, como el eterno amor de Cristo, que nos conduce por el sendero justo, trazado con su sangre, y nos protege de todo mal.

Mariana se mantuvo en silencio. Esperaba que su madre rompiera en llanto una vez más, pero se sorprendió al ver la expresión impasible que tenía Marisela.

Esa noche se quedarían allí, al cuidado de los animales de la abuela. Los hermanos de Marisela llegarían al día siguiente, en distintos horarios —pues se trasladaban desde varios puntos del país—. Dos semanas antes, cuando la llamaron para avisarle que María Leonora había sido hospitalizada, Marisela no lo pensó dos veces y se trasladó de inmediato, junto con Mariana, hasta San Pedro, Coahuila, a doce horas de distancia. Tuvieron que sobornar al guardia del hospital para que Mariana pudiera entrar, pues estaba prohibido que lo hicieran los menores de edad. Se turnaron entre las dos para cuidar día y noche a María Leonora, que permaneció inconsciente la mayor parte del tiempo. Los médicos dijeron que le quedaban solo un par de días de vida, pero la agonía se extendió tres semanas, hasta que murió.

Marisela tuvo que llamar a sus hermanos para darles la noticia. Fueron doce los hijos que María Leonora había dado a luz, y solo Marisela estuvo con ella durante sus últimos días. Ella les guardaba rencor porque nadie más acudió durante la emergencia. Nadie más fue hasta San Pedro para acompañar a su madre, y ahora que había muerto, todos estarían presentes para el depósito de las cenizas en el panteón municipal, al lado de las de su padre. Marisela siempre fue la hija más atenta con María Leonora, y también, genuinamente, la que más la amó. Quien más la amaba.

A Mariana le preocupaba su madre, que seguía contemplando la urna de mármol con la cadena alrededor, y cada tanto murmuraba algo ininteligible que ella pensó eran plegarias por el alma de su abuela. Parecía inmutable, pero sabía que en el fondo estaba sufriendo. Decidió darle espacio para lidiar con sus emociones; para distraerse y ahogar un poco sus propios sentimientos, se dispuso a limpiar la casa. Había polvo por todas partes, pues la casa había estado completamente desatendida durante los días de convalecencia y muerte de María Leonora.

Nadie más fue hasta San Pedro para acompañar a su madre, y ahora que había muerto, todos estarían presentes para el depósito de las cenizas en el panteón municipal, al lado de las de su padre. Marisela siempre fue la hija más atenta con María Leonora, y también, genuinamente, la que más la amó.

Marisela encendió tres veladoras blancas formando un triángulo, con la urna y la cadena de plata al centro. Cuando Mariana se asomó de nuevo a la habitación, notó que las llamas parecían danzar de forma hipnótica al compás de los rezos de su madre. Algo flotaba alrededor del improvisado altar. Pensó que podían ser partículas de polvo, visibles gracias a la tenue luz.

Pasaron las horas; la noche estaba próxima. Cuando barría el patio, Mariana vio que su madre por fin había salido de la habitación de la abuela para lavar algo en el lavadero. Aquella escena le brindó un poco de tranquilidad, aunque algo dentro de sí le dijo que aquella paz sería momentánea, como la calma que precede a una gran tempestad que arrasará con todo. Sin embargo, era mejor ver a su mamá ocupada en una actividad cotidiana como esa que verla ensimismada observando las cenizas de la abuela. Mariana continuó con la limpieza, que le había funcionado como una buena distracción para pasar aquel momento difícil. Pensó que sería buena idea preparar algo de comer, pero lo descartó de inmediato. Sintió que su estómago rechazaría cualquier bocado, y estaba segura de que su madre tampoco tendría apetito. Entonces recordó que debía alimentar a las gallinas, pero se sentía tan exhausta que decidió recostarse en la cama de su abuela. Cuando era pequeña temía dormir en esa casa; siempre le pareció escuchar ruidos extraños provenientes del gallinero. En ocasiones, el gallo cantaba impetuoso en medio de la noche y ella se despertaba asustada. Mientras recordaba todo aquello, poco a poco, el cansancio la arrastró al sueño…

***

Mariana volvía a ser una niña que jugaba en el patio de la abuela. Curioseaba en los gallineros en busca del huevo que alguna gallina hubiera puesto. Su plan era tomarlo sin que se dieran cuenta. Temía recibir algún picotazo, pero valdría la pena, porque cuidaría de ese huevo y lo mantendría cálido hasta que el cascarón se agrietara y el milagro ocurriese… Encontró un huevo, que era enorme, como un huevo de avestruz. Mariana abrió la puerta del gallinero y lo sacó presurosa; ninguna gallina lo notó. El huevo estaba tibio. De pronto, comenzó a vibrar. La pequeña lo sostenía, asombrada. Algo comenzó a golpear el cascarón desde dentro, y entonces algo brotó de él. Era una sustancia negra y viscosa que desprendía un vaho maloliente. Mariana se sintió aterrada porque advirtió que se trataba de algo peligroso, maligno, que quería hacerle daño. Aquella cosa siguió brotando del huevo, manchándole las manos y recorriendo su cuerpo hasta casi cubrirla por completo. Desesperada, Mariana quiso gritar, pero no pudo hacerlo: su boca no emitió ningún sonido. El terror se había apoderado de su cuerpo, como la cosa negra que la envolvía, y ahora la consumía. Pero no consumía su carne; de algún modo Mariana supo que aquello estaba devorando su espíritu.

***

Despertó sobresaltada y a punto de llorar, sintiéndose todavía como una niña. Un momento después consiguió despejarse de la bruma de aquella pesadilla, aunque no pudo evitar sentirse perturbada. Entonces notó que la urna de mármol estaba abierta, y que ya no estaba ahí la cadena de plata con el Sagrado Corazón.

Desesperada, Mariana quiso gritar, pero no pudo hacerlo: su boca no emitió ningún sonido. El terror se había apoderado de su cuerpo, como la cosa negra que la envolvía, y ahora la consumía. Pero no consumía su carne; de algún modo Mariana supo que aquello estaba devorando su espíritu.

―¡Mamá! —la llamó a gritos, desconcertada y sintiéndose todavía como en un sueño.

No obtuvo respuesta. La casa estaba en un silencio inquietante. No escuchó el cacareo de las gallinas, ni el canto de las aves de la abuela.

Mariana se levantó y se acercó a la urna con la intención de cerrarla, pero por algún motivo no se atrevió. ¿Por qué su madre la había abierto? Advirtió que alrededor de la cruz que adornaba la urna de mármol había sido dibujada, como por un dedo sucio, una extraña figura conformada por triángulos y círculos concéntricos. Las veladoras, consumidas por completo, ahora se habían convertido en masas amorfas, ennegrecidas y siniestras. Sintió que se precipitaba en un abismo: la inquietud le oprimió el pecho…, como un huevo que se rompe desde dentro. Asomó por la ventana y vio que en el tendedero del patio, en la oscuridad, estaba colgado el camisón que María Leonora solía utilizar cuando se encontraba en casa, durante las noches calurosas como aquella. En el centro de la prenda, Mariana notó un trazo similar al de la urna. Pero no había rastro de su madre, así que pasó a la habitación contigua. Allí la encontró.

Marisela reposaba en una silla de mimbre colocada frente a la puerta que daba al patio.

―¿Qué haces aquí, mamá? ¿Tú abriste la urna?

Marisela se quedó callada, con la mirada inexpresiva clavada en la puerta del patio.

―Mamá, me estás asustando. Dime, qué pasa. Qué son todos esos símbolos —rogó Mariana al tiempo que notaba que su madre sujetaba entre las manos, recubiertas de un polvo grisáceo, la cadena de plata—. Dime qué hiciste.

Por primera vez en aquel día, Marisela miró a su hija a los ojos.

―Alimenté a las gallinas. Eso hice. Y al gallo. Y a los pájaros: al zenzontle y a los jilgueros… La tortuga no quiso comer.

―Pero…, la urna. Está abierta, mamá. Tú la abriste. Dime por qué.

Marisela miró una vez más a la puerta que separaba a la habitación del patio central.

―¿Te acuerdas del pueblo donde nació tu abuelita? Un pueblito en el desierto, entre Chihuahua y Coahuila… Ya no queda nadie ahí. ¿Recuerdas? Fue fundado por los numunuu. Un numunahkahni —un conjunto de familias, que los españoles llamaban «ranchería»— se asentó en esa tierra luego de adoptar el cristianismo. Ellos son nuestros ancestros, Mariana. Ellos tenían una conexión directa con Dios, aunque lo llamaban Manitu, el Dador de Vida, la Gran Conexión Espiritual entre las ánimas. Dios, nuestro señor, su hijo Jesús y el Espíritu Santo.

Las lágrimas brotaron de los ojos de Mariana, que la escuchó esperando encontrarle sentido a lo que su madre acababa de decir. Albergaba la esperanza de que al final todo se aclararía, pero en ese momento su mente agobiada no podía hilar sus pensamientos.

―Los animales sirven de guía a las almas perdidas. Nuestros ancestros lo sabían. Yo alimenté a las gallinas y al gallo y al zenzontle y a los jilgueros. Aunque la tortuga no quiso… Ahora le servirán de guía para que pueda volver con nosotras. Esta cadena —dijo mientras miraba a su hija de nuevo— es la prueba de su amor divino e inquebrantable. Tu abuelita nos ama, como Jesús. Nos ama tanto que murió por nosotras…, y también resucitará por nosotras. Los animales la guiarán de vuelta. Ella volverá.

A Mariana le pareció una sinrazón lo que acababa de escuchar. Quiso decir algo, pero no encontró manera de hacerlo. Entonces, de un momento a otro, las gallinas comenzaron a cacarear estruendosamente, y el gallo cantó con más ímpetu que nunca. El zenzontle y los jilgueros se unieron al concierto. Mientras tanto, pesados pasos se escucharon tras la puerta. Luego, un golpeteo. «El huevo se rompe desde dentro»…

Advirtió que alrededor de la cruz que adornaba la urna de mármol había sido dibujada, como por un dedo sucio, una extraña figura conformada por triángulos y círculos concéntricos. Las veladoras, consumidas por completo, ahora se habían convertido en masas amorfas, ennegrecidas y siniestras.

―¡No, mamá! ¡Tienes que dejarla ir! —gritó Mariana sacudiendo a su madre—. Existen puertas que no se deben abrir porque hay cosas malas allá afuera que se aprovechan de nuestro dolor. Yo soñé con una. Amamos a mi abuelita, y la amaremos por siempre, pero ahora está muerta y tenemos que dejarla ir.

La puerta fue golpeada nuevamente con violencia; las aves no cesaban su escándalo, semejante a un conjunto de risas agudas e histéricas.

―Por favor, mamá —rogó desesperada—. Es lo que ella hubiera querido. Que la dejáramos descansar. Que nosotras viviéramos…

Marisela comenzó a llorar como una chiquilla y Mariana se acercó para abrazarla.

―Mi mami… Murió mi mami —gimoteó la mujer desconsolada, apretando a su hija entre sus brazos, quien también lloraba.

―Sí, murió. Pero nunca la olvidaremos.

Marisela miró a los acuosos ojos de su hija y por un instante la vio otra vez como una niña, y en el reflejo de esos ojos infantiles se vio a sí misma: otra niña pequeña llorando desconsolada. Luego miró sus manos manchadas de gris plomizo y supo que todo aquello estaba mal. Apretó la cadena contra su pecho y, con determinación, se puso de pie frente a la puerta.

―Mi madre murió —dijo con voz firme—, pero mi hija y yo seguiremos adelante y estaremos bien.

La violencia de los golpes aumentó; parecía que la puerta cedería. Mariana imaginó que comenzaba a agrietarse y que tras romperse por completo entraría algo con la apariencia de la muñeca embalsamada que tenía el cuerpo de María Leonora cuando la vio en el ataúd, vistiendo el camisón que su madre preparó para la ocasión. Sonriendo, les diría con voz chirriante: «No lloren más, ya estoy de regreso, mis niñas».

Marisela continuó, a gritos:

―Su partida nos destroza el corazón, pero tenemos que continuar con nuestras vidas. ¡Seas lo que seas, tú no eres mi madre, así que márchate ya! ¡No perteneces aquí! ¡Te ordeno que te vayas!

En ese instante los golpes se detuvieron y los animales se callaron. Madre e hija se unieron en un abrazo reconfortante, sosegando sus corazones desolados por el llanto.

Pasaron las horas. Marisela y su hija siguieron abrazadas, y se les escapaba algún sollozo de cuando en cuando. La casa volvió a quedar en silencio. Afuera, las gallinas yacían muertas sobre la masa sanguinolenta de sus entrañas, que habían expulsado al morir. El gallo expiró con la cabeza atorada en uno de los hexágonos de la malla del gallinero, ahora asediado por un enjambre de ruidosas moscas. Los cadáveres del zenzontle y el jilguero eran asaltados por una legión de asqueles que llegaban en formación; una larga y recta línea que se extendía por la pared, desde el hormiguero hasta las jaulas. Entonces la tortuga asomó la cabeza de su caparazón y comenzó a avanzar con calma, desperezándose, hasta llegar al rincón más iluminado del patio para bañarse con los primeros albores del cielo de ese nuevo amanecer.

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