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Quinametzin

Juan de Dios Maya Avila

A mi padre, un gigante

EL SURORIENTE DE LA Ciudad de México es un paraje mágico que muchos aseguran que no existe. Sin embargo, allí, entre el yermo campo que se niega a sucumbir frente al sucio asfalto, hay un hervidero de comunidades rurales en las que aún veneran a los mismos nahuales que en tiempos de la gentilidad se trepaban a las nubes durante las tormentas y volaban sobre ellas por las orillas de los lagos en busca de carne y sangre humana para comer. Todavía se prenden veladoras en nombre de aquellos quinametzin (gigantes), que se elevaban sobre las cumbres de los volcanes hipnotizados por el fuego y destruían bosques a brazadas. Gigantes nahuales, como los que refiere en su dilatada bibliografía aquel último príncipe nahual de Amecameca, que muriera en el convento de San Antonio Abad, y cuyo kilométrico nombre era Domingo Francisco de San Antón Muñón Chimalpahin.

Muy poco se han animado los historiadores a revisar esta región, primordialmente lacustre y mágica. El ojo conspicuo del antropólogo descubriría un sinfín de lazos culturales que hasta la fecha unen a estos pueblos ahora divididos entre el Estado de México y la Ciudad de México. Lazos que van desde lo geográfico hasta lo cultural. Y por supuesto, la cosmovisión de sus particular es teologías. Un ejemplo es el Día de Muertos. He aquí un momento en que se distinguen del resto del país con unas cuantas acciones que les hacen singulares. Los habitantes de estos pueblos no esperan a sus muertos en el interior de la casa junto al altar, como en otras zonas del país, sino que, en el quicio de la entrada principal, despliegan sillas en la fachada y disponen un hato de gruesos leños, mismos que, al comenzar el crepúsculo del primero de noviembre, han de prender en una fogata que debe durar toda la noche. El fuego es para ahuyentar, o bien, hipnotizar a los gigantes que están a la espera de las almas para alimentarse de ellas. Cada familia practica la misma vigilia, y para amenizar la espera, un grupo de jóvenes se viste de mujeres y se hace acompañar de una tambora en comparsa que se encargará de visitar casa por casa, bailando una o dos piezas de manera cómica a sabiendas de que al final se les convidarán tamales, guisados y pulque. En esta zona referida, gracias a que se mantiene en un ámbito más o menos rural, he podido identificar un bloque de zonas arqueológicas que se concatenan una tras otra, igual a una muralla, desde los somontes de la Sierra Nevada hasta las estribaciones lacustres de Xochimilco y Milpa Alta, y que podrían conformar una megaurbe de dimensiones inéditas en nuestro continente y quizá en el mundo entero. Les platicaré de un caso en particular que se encuentra en la frontera serrana que hace San Pedro Atocpan, de Milpa Alta, con los pueblos xochimilcas de San Gregorio Atlapulco y Santa Cruz Acalpixca. Esta región vive en una inmediata zozobra, pues se debate entre mantener su carácter rural o sucumbir ante la urbe que quiere devorarla. Atlapulco y Acalpixca eran pueblos costeros del lago de Xochimilco. Acalpixca aún lo ostenta en su etimología: «donde se recogen los acalli» («casa del agua», nombre metafórico de las piraguas). O sea, un puerto.

Acalpixca guarda en su territorio uno de los tesoros de la plástica prehispánica más singulares entre la inmensa colección de arte rupestre que se difumina por todo el país: los petrograbados. Dicen los pobladores que su factura se debe a los gigantes, cuyos símbolos nahualísiticos quedaron ahí plasmados. Por ello nos resultan incomprensibles, como aquella mano enorme tallada en piedra que con genuflexiones marca el número tres. Estos se encuentran en el cerro de Cuauhilama, «El bosque de la anciana». Este «cerro» es más bien una arista de un conglomerado cuya formación se debe a las actividades volcánicas. La lava, al petrificarse, cimentó caprichosas formas que serán la constante del paisaje. Hay caminos que parten de la cima del Cuauhilama hacia los distintos barrios de los pueblos vecinos. Cada uno de esos caminos tiene un origen precolombino, así que cada uno de ellos es un paraje en el que abundan vestigios históricos. A veces estos vestigios se hallan en tan buen estado de conservación que hacen sentirnos en una antigua ciudad viva.

Acalpixca guarda en su territorio uno de los tesoros de la plástica prehispánica más singulares entre la inmensa colección de arte rupestre que se difumina por todo el país: los petrograbados. Dicen los pobladores que su factura se debe a los gigantes, cuyos símbolos nahualísiticos quedaron ahí plasmados.

Se trata de una zona que ocuparon progresivamente los diversos pueblos que fueron llegando a la cuenca del Anáhuac. Las fuentes más fidedignas —por si los compañeros historiadores quisieran consultarlas— son los llamados Anales de Malacachtepec Momoxco, que dan cuenta del origen del señorío de Malacachtepec («El cerro malacate»), hoy Milpa Alta. En ellos se describe que Malacachtepec fue fundada por nueve familias que fueron expulsadas de Amecameca. El motivo de su exilio fue porque practicaban la magia negra y tenían por aliados a los nahuales oscuros. La privilegiada geografía de esta zona montañosa la hace un bastión militar por excelencia. Desde la punta de alguno de sus innumerables basamentos o parapetos, es fácil comprender su ubicación estratégica: al oriente, señorea el volcán Tehutli —el mismo que en el siglo XVII impresionó por su belleza al párroco de San Pedro Atocpan, fray Agustín de Vetancur, y por ser una mina de azufre de calidad—, que vigilaba los caminos provenientes de los bélicos pueblos chalcas; al sur se mira el núcleo y cabecera del señorío de Malacachtepec, que hacia las estribaciones australes se defendía de la incursión tlahuica; al poniente, la gran nación xochimilca, de guerreros ávidos de sangre; y al norte, los grandes lagos y sus imperios: primero, Culhuacán (La Ciudad de los Nahuales), que aún se adivina a los pies del Cerro de la Estrella, y luego las urbes de los mexicas: Tenochtitlán y Tlatelolco.

Los mexicas invadieron Malacachtepec al comenzar el siglo XV y arrebataron su territorio a los descendientes de las nueve familias brujas de Amecameca. Decapitaron a los gigantes y sacaron el corazón a los nahuales que no quisieron transar con ellos. Los antiguos mexicanos entendieron la importancia militar de la zona y consolidaron este bastión castrense que estuvo en funciones hasta la invasión española. En esa difícil transición, las trincheras también sirvieron a las devastadas tropas mexicas. Rescatar la intrincada arquitectura de esos muros nos serviría para completar, en buena medida, la historia militar de la conquista. Hoy, su milagrosa conservación (pues lleva más de cinco siglos en el abandono) y el poderoso influjo del paisaje que la rodea: milpas, breñas, reductos de los lagos cuyas aguas (negras, por cierto), como espejismos que alcanzan a brillar en el esmog que las ahoga, nos dejan imaginar las grandes acciones bélicas que allí se desarrollaron.

Aun cuando los pobladores de estas zonas parecen ignorar la importancia de los vestigios e incluso algunos de ellos, en el límite de la ignorancia, y en buena medida propician el abandono, la destrucción y el saqueo, también es cierto que, como suele suceder en este raro país, acompaña al desdén histórico una particular y hasta obsesiva visión de que se trata aún de lugares sagrados donde es propicia una de nuestras actividades predilectas: la brujería. Esto hace que la zona, que arqueológicamente representa un riesgo (pues si la autoridad se entera de su existencia, «nos lo expropia», dice el pensamiento del campesino) y un peligro (pues atrae a delincuentes y saqueadores), en otro ámbito, en el mágico—religioso, sea un personaje vivo que convive con los demás personajes del pueblo, un protagonista que además se mira, al igual que antaño, como un protector de la misma comunidad.

Voy a referirles una anécdota que seguramente los más entendidos —que espero sean mayoría— sabrán comprender en su vasto significado. Hace algunos años me dirigía a Juchitepec, en el Estado de México. Para desplazarme a tal municipio tomé la carretera a Oaxtepec que, como ya dije, pasa invariablemente por la sierrita que une a Atlapulco y Acalpixcan con Atocpan. En cierto punto llamaron mi atención las trincheras dibujadas perfectamente en esas breñas, y estuve seguro de que se trataban de ruinas de considerables dimensiones. Estacioné mi auto a la altura de la planta local del Sistema de Aguas, frente a unos campos terrosos de futbol. Allí distinguí un sendero que lleva a lo más alto. El camino, o más bien la avenida, a decir por el empedrado, las anchuras y las almenas que le circundan, es de factura prehispánica. Breves caños de agua de lluvia abren la dura piedra volcánica y a veces hacen escurrideros en las moles pétreas.

Atravesé un abundante bosque de toloaches o daturas estramonium que se esparcían por el lecho y en algunos claros. Llegué a uno de esos claros, quizá el más bello de la zona: un rústico huerto de duraznos cercado por encinos, que compartían su lugar con enormes matorrales de toloache. Es bien sabido que el toloache es una planta sagrada y mágica, y en algunas religiones se le toma como la encarnación de Dios mismo. Los habitantes de Atocpan no lo han olvidado. Al pie de varios ejemplares de los toloaches más grandes, que casi rebasaban el metro ochenta de altura, con sus anchas cabezas espinudas ladeándose para soltar las semillas al toque del viento, la gente había hecho montoncitos de tepalcates, en formas piramidales, que casi siempre coronaban con una navajita de obsidiana.

Proseguí mi recorrido por los senderos y una liebre me saltó al paso. Viré mis ojos, casi por instinto, rumbo a la inmensa mancha urbana que rasgaba el horizonte. Una liebre en un lugar tan amenazado por el cemento es casi un milagro, pensé. Interrumpieron mis reflexiones unos tiros de escopeta. Poco después apareció un grupo de cinco personas con las que me puse a conversar. Luego de un rato, me convidaron unos tragos de pulque, y antes de proseguir su camino tras de la que quizá fuera la última liebre del cerro, me advirtieron, entre broma y en serio, que tuviera cuidado con los gigantes, pues la noche estaba cerca, al igual que la lluvia.

Luego de un rato, me convidaron unos tragos de pulque, y antes de proseguir su camino tras de la que quizá fuera la última liebre del cerro, me advirtieron, entre broma y en serio, que tuviera cuidado con los gigantes, pues la noche estaba cerca, al igual que la lluvia.

Mediaba el mes de septiembre. Nubes negras encapotaron el cielo. Se dejaron oír los primeros truenos. Cuando quise huir comenzó a llover, y acompañaba al agua un ejército de rayos. Busqué un lugar dónde refugiarme. Estaba en lo más alto del cerrito, y los truenos caían a corta distancia. El agua me empapó el rostro; la tormenta no me permitió reconocer el terreno. En un mal momento pisé en falso una piedra, que bastó para hacerme rodar por uno de los muros de las trincheras. Caí a la boca de una pequeña cueva artificial que me serviría para resguardarme. Una ventana mágica, pienso ahora. Los restos de una fogata ocupaban el centro de la oquedad. En las paredes alguien había acomodado veladoras cuya cera derretida imitaba a las estalactitas que escurren en la piedra. La cueva era sagrada. No había duda. Y para confirmarlo, encontré toloaches secos recargados contra la pared que los mismos dueños de las veladoras habrían llevado para sus rituales. Cuando los toqué, se vinieron abajo descubriendo en el muro los símbolos religiosos más antiguos de la humanidad: el sol y la luna grabados en el poroso tezontle. Dioses persistentes en un espacio sin tiempo ni historia; un lugar, un instante, donde todos los otros lugares y momentos del mundo se resumían. Algo que comúnmente sucede en cualquier espacio religioso y vivo.

Aún miraba yo ese sol y esa luna cuando escuché un fuerte ruido detrás de mí. Ahora me cuesta trabajo asegurarlo, pero durante la minúscula fracción de segundo en que tardé en virar el rostro, creí distinguir de soslayo una oscura y gigantesca mole que flotaba por el bosque. Una silueta tosca recortada contra la penumbra. La cabeza (si es que pudiera llamarse cabeza) de esa silueta enorme rebasaba las copas de los encinos. Unos pasos, torpes, estruendosos, tremendos, crujieron la hojarasca. No me fue posible distinguir la figura con claridad, pues en un breve instante se hundió entre los pedregales. Créanlo o no, es cosa que no me incumbe.

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