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Una mosca
from PARANORMAL
by Cuentística
Fran Castillo
JURO POR LO MÁS SAGRADO que acabo de ver una mosca salirle de la boca. Ese chico, que es mi hijo, ha entreabierto los labios y una mosca le ha salido del interior. Me ha revuelto el estómago. Está parado frente a mí. Sus brazos le caen flácidos a los costados. Su piel, casi transparente, deja ver sus finas y azuladas venas.
No, ese chico ya no es mi hijo. Es un monstruo que tiene su aspecto: su mismo cuerpo menudo y frágil, su mismo rostro inocente. Quiero convencerme de que solo es una alucinación, que mi hijo aún está acostado luchando en sueños contra dragones, pero en lo más profundo de mí sé que mi hijo ya está muerto. Lo que veo parado ante la escalera que va al sótano es solo un cascarón, la fachada de lo que ayer fuera mi hijo. ―Hijo —le digo, como para invocar su alma perdida.
No se mueve. No contesta. Está clavado al suelo como un maniquí y me mira sin verme. Mira a través de mí.
Me vuelvo, porque me siento intimidado. A mi espalda se encuentra el dormitorio principal de la casa, y dentro está mi mujer. Se está tapando la boca y la nariz con las manos, y tiene una expresión de horror en los ojos, abiertos como platos, mientras observa la escena. A su lado se encuentra Jaimei, el curandero —o chamán, como dice él—. El hombre lleva con nosotros dos días. Ya ha purificado toda la casa, pero algo no ha debido salir bien.
***
Lo conocimos por mediación de Miguel Ángel, mi compañero de trabajo, al que le había narrado todas nuestras calamidades de los últimos meses, más por desahogo que por consuelo. A veces, también para satisfacer su curiosidad; Miguel Ángel es muy cotilla y siempre se quiere enterar de todo. Le conté cómo una madrugada vi que la lámpara de la mesita de noche se encendía y se deslizaba sola hasta caer al suelo y romperse, o cómo había sorprendido varias noches a mi hijo en su dormitorio manteniendo una conversación con alguien invisible, y cómo se me había helado la sangre cuando, al preguntarle con quién hablaba, me respondía que allí había un niño pequeño que había perdido a su mamá.
―¿Sabes que hay gente que te puede ayudar? —me preguntó una vez Miguel Ángel.
―Lo sé —le dije—, ya tengo un terapeuta.
―No esa clase de ayuda, hombre.
Me habló de Jaimei y de lo que hacía para ganarse la vida. Yo era escéptico, y pensaba que solo eran anécdotas aisladas que debían tener alguna explicación racional que simplemente no alcanzábamos a comprender. Sin embargo, Miguel Ángel nos convenció a mi mujer y a mí para llamar al chamán o médium o lo que fuera.
El tipo vino a casa, la revisó toda, habló con nuestro hijo, meditó un rato y llegó a la conclusión de que aquí había una presencia maligna que estaba provocando todos aquellos desbarajustes.
―La he notado recién entré en la vivienda —dijo—, pero quería asegurarme.
―¿Y qué debemos hacer ahora? —le pregunté.
―Parece muy poderosa —contestó—, no va a ser sencillo obligarla a dejar la casa. Llevará un tiempo.
Accedimos y él comenzó con su tarea.
Después de dos días de letanías, inciensos y cantos, y aún sin terminar, lo que logró fue enfurecer a esa presencia, porque, de repente, al anochecer del segundo día, encontré a mi hijo parado en el pasillo, pálido hasta la muerte, con la mirada perdida y con una mosca saliéndole de la boca.
Miro a Jaimei a los ojos buscando una explicación.
―Sigue hablándole —me dice en voz baja y a distancia—, intenta traerlo de vuelta a nuestro plano. Tu voz le ayudará a conseguirlo.
No entiendo por qué no actúa y me obliga a enfrentarme solo a lo que sea que tengo delante.
―Eres su padre, a ti te escuchará —susurra, como si acabara de leerme la mente.
Vuelvo la mirada a mi hijo, o a lo que queda de él. Lo siento más cerca, más grande, aunque no parece haberse movido.
―Samuel —digo con la voz rota—, soy tu padre, ¿me escuchas?
El niño reacciona, por fin. Parece que el consejo de Jaimei funciona. Samuel me mira y abre la boca, pero no habla. En lugar de palabras, salen insectos de su boca. Moscas, abejas y polillas que se dispersan a su alrededor, en todas direcciones, y enrarecen la estancia; cucarachas que bajan por su cuello y luego saltan al suelo con un vuelo errático y aterrador.
Me paralizo. Oigo gritar a mi mujer.
―Háblale! —me exclama Jaimei desde el interior del dormitorio. Noto la tensión en su voz. Está más preocupado de lo que aparenta.
―¡Soy papá! —grito, pero no convenzo a nadie, ni a mí mismo.
Una cucaracha me roza la pierna desnuda. Me estremezco y la agito de forma frenética para que se aleje, ella y otras dos que también se están acercando. Las moscas revolotean a mi alrededor con un zumbido ensordecedor.
Las manos me tiemblan incontrolablemente cuando veo que el chico toma aliento. Quiere gritar algo pero, de nuevo, no puede. Vomita insectos. Una nube espesa de avispas y abejorros sale a toda velocidad de su boca y se dirigen hacia mí como dardos envenenados. Contengo el aliento. Mi cuerpo reacciona antes de que mi cerebro se lo ordene y me tiro hacia atrás. No sé cómo levantarme; mis nervios no me dejan pensar con claridad. El muchacho está a unos metros de mí, por lo que solo un segundo después las avispas me alcanzan. Siento los primeros picotazos en las piernas. Me arrastro de espaldas por el pasillo hacia el dormitorio, apoyándome en los antebrazos.
Cuando solo estoy a medio metro del umbral de la habitación, noto por fin como Jaimei se acerca por mi espalda agitando en círculos una almohada para espantar a las avispas. Consigue que la mayoría se aleje de mí un instante y lo aprovecha para agarrarme de las axilas y tirar de mí hacia la habitación. Mi mujer se apresura a cerrar de un portazo en cuanto estamos dentro y pone una sábana delante de la puerta para cubrir el umbral, y así evitar que las avispas se cuelen por debajo.
Jaimei me ayuda a matar a las pocas que se quedaron adheridas a mi cuerpo como hienas que se niegan a soltar a su presa. Comienzo a respirar con dificultad, más quizá por la impresión de lo sucedido que por el propio efecto de las picaduras.
―¿Qué te pasa? —me pregunta, preocupado.
―Soy alérgico a las avispas —respondo.
Su rostro se ensombrece.
―¿Tu hijo lo sabe?
―Pues claro.
Jaimei asiente con una desmedida expresión de horror.
―Entonces él también lo sabe.
―¿Quién? —pregunto.
―El demonio que tiene dentro.
Se me hiela la sangre al oír esa palabra. Un demonio parece mucho más peligroso y mortal que una simple presencia.
Mi mujer se arrodilla y me abraza de forma histérica.
―¿Qué vamos a hacer? —susurra una y otra vez entre sollozos.
―No lo sé —respondo, mientras noto cómo se me empiezan a hinchar las piernas.
Miramos a Jaimei buscando respuestas. Él nos devuelve la mirada con la cara desencajada.
―Es la primera vez que me enfrento a algo de esta magnitud —confiesa aterrorizado.
Abrazo con fuerza a mí mujer para contenerla y calmarla un poco, pues me da la sensación de que va a levantarse para abofetear al curandero. Yo también necesito golpearlo, y lo habría hecho si no fuera por la horrible quemazón que me sube desde las piernas.
El chamán se acerca a la ventana de la habitación y descorre las cortinas. Supongo que pretende escapar por ella, pero la reja de la ventana se lo impide. Se vuelve hacia nosotros, aprieta los labios y respira hondo. Está pensando, pero intuyo que no sabe qué hacer.
Afuera, las avispas siguen golpeándose contra la puerta.
Nos mantenemos abrazados. Intento controlar mi respiración acelerada aunque sé que en cualquier momento necesitaré un médico. Estoy empapado en sudor.
Poco después, el golpeteo de los insectos en la puerta cesa y nos envuelve un silencio inquietante.
―¡Mamá! —la voz de Samuel nos sorprende desde el pasillo—. Ayúdame.
Mi mujer se levanta como un resorte.
―¡Ya voy, cariño! —grita, y corre hacia la puerta.
―¡No! —grita Jaimei— . ¡Es una trampa!
Pero mi mujer ya no lo escucha. Su instinto se ha despertado y nadie puede impedir que intente ayudar a su hijo. Abre la puerta y sale al pasillo decidida a hacer lo que haga falta para salvar a su hijo, pero está vacío. Ni siquiera hay rastro de los insectos que inundaron hace solo un momento.
Intento levantarme para seguirla pero el simple hecho de flexionar las rodillas es terriblemente doloroso; la hinchazón ya me llega a las ingles. Jaimei me ayuda a incorporarme, pero apenas puedo caminar.
Caigo de rodillas, alzo la vista y entonces lo veo.
Agarrado al techo como una cucaracha, y encima de mi mujer, está Samuel. Sus manos y pies descalzos se han transformado en garras que se adhieren a las paredes sin dificultad. Su cara es solo un recuerdo de la que fue: está deformada en una horripilante máscara oscura de facciones angulosas y cuencas oculares hundidas. Mira hacia abajo girando el cuello hasta un punto antinatural, y sonríe con una boca exageradamente grande en la que se apilan dos filas de dientes afilados.
Gruñe y babea, y la baba le cae en la cabeza a mi mujer.
―¡Estrella, corre! —grito, pero es inútil.
Cuando ella mira hacia arriba y lo descubre, ya es tarde. El demonio con cuerpo de niño salta sobre ella, le clava sus garras en la espalda y en el pecho y le desgarra la cara a mordiscos.
Observo impotente cómo mi mujer cae al suelo de espaldas sin poder hacer nada para evitar el fulminante ataque. Entre dentellada y dentellada puedo distinguir horrorizado la cara de mi hijo detrás de la máscara del demonio. Está llorando.
―Mamá —dice la bestia con voz de Samuel, mientras asesina a su madre—, perdóname, mamá.
―Cielo santo —susurra Jaimei a mi lado.
Ambos estamos paralizados por el pánico.
El demonio repara en nuestra presencia. Nos mira y sonríe con sus dientes amarillos y puntiagudos. Se deshace de mi mujer y se centra en nosotros. Se yergue y parece alargarse. Las facciones de su rostro se dulcifican y le crecen dos exuberantes senos en el pecho.
―Hola, Jaimei —dice con una extraña voz de mujer—, ¿me recuerdas?
Miro extrañado al curandero, que se humedece los labios y se debate entre el deseo y la repulsión.
―Ven conmigo —dice el demonio.
Jaimei duda, lo veo en sus ojos. Me mira con una expresión de terror, de confusión, y, sin decir nada, camina hacia el pasillo.
― ¡No! —grito desesperado. ¿Qué va a hacer? ¿Se va a rendir así de fácil? ¿Cómo es posible que no se dé cuenta del engaño?
El demonio abre los brazos para recibir al chamán. Jaimei también levanta los brazos, pero antes de fundirse en un abrazo que resultaría mortal, gira hacia la derecha y echa a correr. Lo oigo atravesar el salón y dirigirse a la cocina, donde se encuentra la puerta trasera de la casa. Quiere huir. No lo culpo, mi casa se ha convertido en un infierno.
Me levanto con lentitud. Siento ganas de vomitar, todo gira a mi alrededor. Miro al pasillo: ahí está Samuel, mi hijo, como si no hubiera pasado nada. Me devuelve la mirada con una sonrisa extraña, lasciva, que no es propia de mi hijo.
Estoy agotado, las piernas me arden y me cuesta respirar.
Quiero huir, pero ¿adónde voy a ir sin mi familia? Sin ellos no tengo hogar. Miro a Estrella, detrás de Samuel, tirada en el suelo como un trapo. Es posible que aún siga con vida; quizá aún puedo salvarla. Quizá puedo salvar también a mi hijo.
Doy un paso; quiero enfrentarlo. Quiero intentarlo, aunque imagino cómo va a acabar todo. Me sonríe. Doy otro paso. Samuel abre los brazos.
―Papá —me dice. Doy otro paso.
De repente aparece Jaimei. Lleva una garrafa en las manos y la está vaciando por todos lados. Huele a gasolina. No huyó, solo fue al coche a por la garrafa.
Se abalanza sobre mi hijo y lo empapa con el combustible. Samuel se revuelve, sorprendido.
―¡Corre! —me grita Jaimei, mientras forcejea con el niño.
No puedo correr. Doy otro paso, y luego otro.
Cuando salgo de la habitación, Samuel ha sacado las garras y está despellejando a Jaimei. Doy otro paso y después otro. Al entrar en el salón, oigo un clic a mis espaldas. Jaimei ha encontrado la manera de sacarse un zippo del bolsillo y encender la llama, mientras muere a manos de mi hijo.
Jaimei arde. Mi hijo arde. Mi mujer arde. Todo el pasillo está en llamas.
Noto el calor en mi espalda. El fuego avanza hacia el salón como una lengua gigante. Doy otro paso.
Estoy sudando; empiezo a marearme.
Oigo los gritos de dolor de mi hijo, que me parten el corazón. Se mezclan con los alaridos de angustia y rabia de la presencia que ha destrozado a mi familia, y eso es lo que me da la fuerza suficiente para dar un paso más hacia la puerta trasera de mi casa.
Entro a la cocina. Doy un paso más. Las llamas avanzan con velocidad, invadiéndolo todo. El demonio hace un último intento antes de sucumbir y obliga a lo poco que queda de mi hijo a arrastrarse en mi busca.
Me alcanza. Agarra mi tobillo izquierdo con fuerza cuando ya estoy tocando el quicio de la puerta. Doy un salto con mi último aliento y me zafo de su garra. Caigo en el jardín y ruedo.
Toda la casa está ardiendo.
No soy capaz de levantarme. El dolor es insoportable. La pérdida es insoportable. La vida misma es insoportable. Sin embargo, me arrastro, me alejo despacio, clavando los codos en el suelo. Rezo y deseo que alguien llame a los bomberos, a una ambulancia, a un cura. Para cuando pierdo la consciencia, no sé cuánto me he alejado.
***
Me despierto en un hospital rodeado de médicos y de policías. ―Necesito que me cuente lo que ha pasado.
Ya se lo he contado a su compañero.
―Ese era un policía, yo soy psiquiatra. ¿Cree que estoy loco?
―Solo quiero ayudarle. Entonces, ¿dice que un insecto salió de la boca de su hijo?
Una mosca. Juro por lo más sagrado que vi salir una mosca de la boca de mi hijo.