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Ojos de lagartija
from PARANORMAL
by Cuentística
Moacir Fio
LOS OJOS DE LAGARTIJA de Sergio son dos faros encendidos que se camuflaron con éxito durante gran parte de nuestro noviazgo. Yo estaba convencida de que Sergio no tenía nada de ingenuo: con su cara cuadrada y casi hermosa hasta parecía inofensivo. Pero hace semanas que esos desconcertantes ojos, abiertos en plena noche, comenzaron a despertarme, sorprendiéndome en la mesa del desayuno, acechándome en el baño, cegándome en el sexo, molestándome. Todo lo que yo amaba de Sergio —su contradictorio sentido del bien movido por la opinión del rebaño, y su cursi soberbia pequeñoburguesa— se perdió en el paisaje inhóspito de esa mirada.
Es una repugnancia que conozco muy bien. Yo era una adolescente cuando una enorme lagartija apareció en el cuarto de lavado de mi abuela. La acorralé contra la pared con una escoba. Todavía intentó trepar por las baldosas húmedas, pero desistió de huir y se me quedó mirando fijamente, con la esperanza de que tal vez me subyugaría con sus hipnóticos ojos.
La lagartija murió ese día, y Sergio ya no me conmueve. Parado delante de mí en el pasillo vacío del departamento balbucea tonterías, y trata de ser romántico y hace promesas y me pide que recapacite y dice no puedo vivir lejos de ti, mi Bárbara. Solo se calla cuando las vigas del edificio protestan asqueadas. Hombre que le teme al concreto. Empaca tus cosas, le digo, adiós. Él todavía ruega por pasar la noche juntos, quiere que hablemos con calma al día siguiente, que esta decisión no es algo que se tome a la ligera.
No armes un escándalo.
―¿Y quién escuchará? No hay un vecino en este condominio embrujado de mierda que elegiste —dice, y escuchamos a los cables del ascensor azotándose contra el cubo.
Qué bueno que ya no tendrás que sufrirlo.
―Hija de puta —dice gruñendo.
Buenas noches, y por favor borra mi número.
Doy un portazo, meto la llave en la cerradura y apago la luz del salón.
Se siente raro quedarme sola otra vez después de haber vivido un tiempo con Sergio. Los clamores del edificio se acallan. Este edificio tiene huesos viejos; debajo del piso hay burbujas de aire; la pintura se traga sus eructos. Sergio lo ha odiado desde el primer día: vivía nervioso, solía tener pesadillas, pero el alquiler es barato. Tras tres meses aquí, no puedo imaginarme viviendo en ningún otro lugar. Hago una limpieza general del apartamento; antes de acostarme, me doy una larga ducha.
Me siento muy tranquila, pero no puedo dormir. No es nada nuevo: empecé a sufrir insomnio con el noviazgo, la mudanza o todo junto. Tomo mi celular para vagar por las redes sociales. Entro a mi instagram y me pongo a buscar las fotos en las que aparece Sergio, borrándolas una a una. Encuentro la del día en que me pidió matrimonio en la playa, una fotografía que me obligué a publicar para complacerlo. Siempre odié la felicidad forzada de las sonrisas de su familia. Con mucho gusto hago clic en eliminar.
Sin embargo, el sueño todavía me elude, así que busco en Google cómo las lagartijas pueden escalar paredes y aprendo sobre las fuerzas de Van der Waals, que pueden crear atracción o repulsión entre moléculas a través del intercambio de electrones. Las lagartijas se adhieren a las superficies a un nivel atómico. Me sumerjo tanto en la búsqueda de información que el hiperfoco me distrae de los suspiros que provienen de la cocina. Descubro también que las lagartijas suelen desprenderse de su cola para burlar a los depredadores (Sergio olvidó un par de zapatos), que hibernan, y que algunas incluso logran cambiar de color. Leo acerca de su capacidad para mover las extremidades faltantes hasta una hora después de haber sido amputadas y, por alguna razón, descubro un foro dedicado exclusivamente a reptiles y anfibios. Dejo el celular y busco la laptop para conectarme. Me registro en el foro y después de navegar un rato creo un tema con el título MIEMBROS AMPUTADOS.
«Hola, me cortaron la cabeza hace un año», responde el usuario mike_945.
Muy bien, debí ser más específica, pienso: quería hablar sobre cabezas de serpiente, patas de cocodrilo y colas de lagartija, pero esto me parece gracioso.
¿Qué tal tu vida, Mike?
«Muy solitaria», responde, «casi toda la gente prefiere hablar con personas que todavía tienen la cabeza sobre los hombros».
¿Los decapitados están interesados en los reptiles?
«Tanto como los insomnes».
El reloj marca las 3:27, y desde el corredor llega un quejido ronco. Pienso en el trabajo. O me voy a dormir enseguida y espero a que suene el despertador a las seis para levantarme, o mejor ni duermo. Sigo la corriente. ¿
Perdiste la cabeza?
«No. Está aquí mirando la pantalla del computador».
¡Eso hay que verlo!
«OK».
El ícono en la esquina superior de la ventana parpadea. «mike_945 envió un mensaje privado». ¡Mensaje privado! Mi usuario es «sensenone», nada que permita saber que soy mujer, porque mi experiencia es suficientemente amplia como para esperar fotos de vergas. Pero esto me intriga y abro el mensaje.
La calidad de la foto no es buena. Sobre una silla de oficina, casi de perfil y envuelta en una maraña de largos pelos negros hay una cabeza. Es la de una mujer de aproximadamente cuarenta años, con pocas arrugas. La piel verdosa brilla como si estuviera cubierta en aceite. Sus ojos tratan de mirar a la cámara. Son dos hendiduras muy amarillas.
No me asusto fácilmente: la foto bien podría ser algo encontrado en la red profunda. Antes de que pueda responder con jajaja, Mike sube otra foto de la misma cabeza, ahora sostenida por un brazo femenino que la aprieta contra su pecho, con los ojos de arenosas iris y pupilas rasgadas muy abiertos en fingido asombro. El otro brazo se extiende de tal manera que el autorretrato enmarca el cuerpo ceñido con un vestido verde. Se enfoca el cuello decapitado, la carne oscura amontonada alrededor del hueso astillado.
Un escalofrío recorre el techo de la habitación y la luminaria deja escapar un gemido ronco. Me abruma una satisfacción morbosa cuando me acerco a la pantalla para identificar los tendones y los músculos, el agujero abierto en la garganta y los extremos coagulados de lo que queda de las arterias. Puede ser un montaje, o el fotograma de una película gore de los ochenta, o algo extraviado de archivos policiales, o quizás un maníaco haciendo ostentación de sus víctimas.
«¿Aún estás ahí? Perdona, es difícil tomar buenas fotografías en tales condiciones».
¿Quién eres?
«Alguien a quien le cortaron la cabeza».
Lo que digas. ¿Por qué me envías estas fotos?
«Tú lo pediste».
¿Mataste a esa mujer?
«Creí que podríamos ser amigas desde que te mudaste aquí. Nunca supe cómo acercarme a ti, Bárbara».
¿Bárbara? Accedo a mi registro en el foro. Hay nombre, apellido, correo electrónico, fecha de nacimiento, pero todo es información privada. Solo mi nombre de usuario es público, pero ¿quién sabe qué pueden hacer estos hackers?
«Pareces muy amable, nada pretenciosa. Me gusta la gente así. Excepto que estabas demasiado ocupada con ese tipo y yo no quería interponerme. Ahora las cosas pueden ser diferentes».
¿Cómo sabes todo eso?
«Te vi por la mirilla. Yo vivo en el 702».
Nadie vive allí. Está vacío.
«¿Verdad?»
La plomería retumba con irritación. Trato de guardar la calma. Repito en voz alta que no puede ser real, que quizás algún adolescente del edificio se burla de mí mandándome estas imágenes. Pero, ¿hay adolescentes aquí?
Mira, pedazo de mierda, no sé cómo lograste encontrarme en la Internet, pero estoy guardando todas las capturas de pantalla. Las llevaré a la policía.
«Ya te había dicho que mi vida es solitaria».
Basta.
Tomo la laptop entre mis manos y pienso en arrojarla, pero recuerdo su precio. Me levanto sintiendo que estoy a punto de rodar por una montaña. La puerta del baño se cierra con furia y los pestillos vibran nerviosamente. Los primeros rayos del sol atraviesan las persianas. Jadeo como si hubiera corrido un maratón.
Me arrastro a la cocina evitando al inquieto refrigerador, y me sirvo un vaso de agua. Apenas tomo el primer sorbo cuando un estruendo me sobresalta. El vaso se rompe en el piso; el apartamento se contrae.
Alguien llama a la puerta.
Camino lentamente sin atreverme a dar el último paso. Otro golpe. Aprieto los dientes sintiendo un temblor bajo mis pies. Comienzo a marcar el 911 cuando suena mi celular.
―¿Quién es?
―¿Ya borraste mi número tan pronto? Soy yo, Sergio, a quien echaste, ¿recuerdas? —escucho su voz detrás de la puerta—. ¿Puedes abrir? Olvidé mis zapatos y hoy tengo una reunión en la oficina.
Escucharlo me desarma. Agarro la llave, la giro dos veces y abro la puerta, pero no encuentro a nadie. Al otro lado, la puerta del 702 está entreabierta. Las paredes del pasillo tiemblan ansiosamente y las baldosas se hinchan en ondas hasta el apartamento de enfrente. Mi cabeza está en llamas. Trago saliva y bajo los ojos como un gancho en una línea de pesca. De la alfombra teñida de rojo, recojo el par de ojos amarillos de una lagartija.