Libro Mujeres Guaviare

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Relatos para no olvidar

Historias de la vida real

La insoportable levedad del ser (1984), Milan Kundera

Primera edición: noviembre 2021

Autor: Asociación de Víctimas de Desaparición

Forzada del Guaviare - ASOVIG.

Dirección editorial: Rafael Payares Romero

Sergio Iván Rojas Cubillos

Ilustración: Diego Garnica Arias

Maquetación: Viviana Carranza Mora

Revisión y corrección de estilo: Yesid Castiblanco Barreto

Colaboradores: Johana Teresa Bolaño Rodríguez

Laura Juliana Gáfaro Ortiz

Edgar Orlando Contreras Gáfaro

ISBN: 978-958-9462-96-6

Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en sistemas de recuperación de la información, ni transmitir alguna parte de esta publicación, cualquiera que sea el medio -electrónico, mecánico, fotocopia, grabación, etc.-, sin el permiso previo de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Impreso en Colombia

Impresión y encuadernación: DGP Editores S.A.S Bogotá, D.C., Colombia www.dgpeditores.com

“El crepúsculo de la desaparición lo baña todo con la magia de la nostalgia”
6 7 Relatos para no olvidar ÍNDICE Grandes esperanzas 17 Leticia María Crespo Trujillo – Josefina Crespo Trujillo Ellos, mi vida entera 23 Elicenia Galindo Gutiérrez Tormenta de tristeza 29 Alba Luz Díaz Díaz La niña María y José 35 Dioselina Crespo Valencia Hijita, ¡ya vengo! 41 Enith García Mi flor desapareció 47 Stella García García Tristezas amargas 53 Imelda Uribe de Benavides Huellas en la arena 59 Leonora Ibarra Mi esperanza es volver a verla 65 Magnolia Peláez El anhelo por volverlo a ver 71 María Helena Campos El recuerdo de mi cojito 77 Melba Zabala El milagro de tu regreso 83 María Nurys Quintero Ramírez Aquel lunes 14 de mayo 89 Blanca Calderón Mi vida se partió en dos 95 Carmen Nuestros desaparecidos se pierden el día que los olvidemos 101 Yanneth Zamudio Historias de la vida real

El libro Historias de vida nos presenta 16 relatos de mujeres asociadas en ASOVIG - Asociación de Víctimas de Desaparición Forzada del Guaviare, en los cuales comparten su experiencia frente a la desaparición de sus seres queridos.

Madres, hijas, hermanas, esposas y sobrinas, todas unidas en el propósito común de enfrentar uno de los más graves impactos humanitarios que nos ha dejado el conflicto armado y otras situaciones de violencia que han afectado a nuestro país por varias décadas: la desaparición, que no solo afecta a la persona de la cual se desconoce su paradero, sino como se lee en una de las historias que relata que “cuando se llevan a una persona, se llevan a una familia entera que está en constante angustia y temor”.

Historias de vida repite frases que representan el vocabulario tradicional de las familias que enfrentan la desaparición como “¿dónde están?”, “¿quién se lo(s) llevó?”, “¿quién nos da razón de su paradero?”, “¿quién me puede ayudar en la búsqueda?”, “la vida se nos partió en dos, antes y después de la desaparición”, así como palabras de tristeza, incertidumbre, dolor y miedo, pero también expresiones que transmiten una espera infinita por algún día conocer su paradero.

La mayoría de estas historias se conocieron hace unos 20 años y desde ese momento se empezó la búsqueda que no ha cesado un momento; como generalmente sucede, son las mujeres quienes, a pesar de los riesgos, inician la búsqueda. Estas

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Historias de la vida real
Prólogo

mujeres, perseverantes, resilientes y empoderadas, encontraron en su proceso otras mujeres que también tienen un familiar desaparecido y decidieron organizarse y continuar la búsqueda, esa búsqueda incansable que no cesará hasta saber el paradero de su ser querido. La asociación de mujeres les ha permitido compartir sus dolores y sus esperanzas, y las ha fortalecido para insistir en la búsqueda de la verdad, la justicia, la reparación y la garantía de no repetición.

La dimensión de la problemática se puede evidenciar no solo en las consecuencias humanitarias sino también en su ocurrencia; la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas (UARIV) reporta en sus fuentes de información 171.870 víctimas de desaparición forzada en Colombia, de las cuales 47.560 son directas, es decir las personas desaparecidas, y 124.310 son indirectas, o sea los familiares de personas desaparecidas (cifras con corte a mayo de 2019).

Por su parte, la Fiscalía General de la Nación tiene 46.559 procesos de investigación activos por desaparición, en los cuales los hombres representan la mayor población afectada con un 87.8 % y las mujeres con un 12.2 %.

Antioquia, Meta, Cesar, Valle del Cauca, Caquetá y Putumayo son los departamentos donde se han registrado mayor número de víctimas de desaparición forzada. En un informe, la UARIV registra que entre 1984 y enero de 2020 se reportaron 49.177 víctimas directas y, por su parte, el Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses, que es la entidad responsable de administrar el registro nacional de desaparecidos, a diciembre de 2013 registró 89.736 casos de personas desaparecidas. Asimismo, el SIRDEC con corte al 13 de junio de 2018 documentó los casos de 136 513 personas reportadas como desaparecidas, de las cuales se encuentran sin clasificación 108.341, por desaparición forzada 27.341, por reclutamiento 351, por desastres naturales 284, por secuestro 125 y por trata de personas 71.

Las cifras entre las distintas organizaciones no coinciden debido a las características de este flagelo, y no se puede desconocer que la desaparición forzada de personas como consecuencia del conflicto armado ha sido una práctica constante que vulnera la vida, la libertad, la seguridad, la integridad, las garantías judiciales y la dignidad, entre otros derechos fundamentales de las víctimas directas y sus familias, lo cual es una grave violación de los derechos humanos, una infracción grande al derecho internacional humanitario y un delito en el derecho interno. Más allá de su calificación jurídica, la mayor preocupación es el impacto humanitario en quienes han sido sus víctimas que enfrentan la incertidumbre incesante, la ruptura de la red familiar, el cambio de roles, la pérdida económica, la estigmatización de las comunidades y las dilaciones jurídicas respecto a las respuestas sobre la suerte o el paradero del ser querido.

En cuanto a nuestras historias, este también es un libro de memoria, de recordar las circunstancias en las que desaparecieron sus seres queridos, y de evocarlos con su esencia, su humanidad y su huella en cada una de sus familias y comunidades. Igualmente, de profunda sensibilidad a través de la palabra, lo que ha significado el impacto de la ausencia, el no saber dónde ni cómo está y mantener la esperanza en que algún día se pueda tener noticias sobre su paradero.

Acercarse a estas 16 historias es aproximarse a un drama que han enfrentado miles de familias en nuestro país, y es una invitación a la certeza que da la solidaridad encontrada en la asociación, el saber que no están solas y que además de sus familias hay otras muchas que han enfrentado este drama y se apoyan mutuamente y eso las hace resilientes y perseverantes para continuar en su incansable búsqueda.

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Historias de la vida real

En este proceso de la Asociación, la Cruz Roja Colombiana, en cumplimiento de su misión humanitaria, ha acompañado a estas mujeres brindando apoyo psicosocial, orientando en rutas de atención para el acceso a derechos e impulsando el fortalecimiento de esta iniciativa. La acción humanitaria de la Cruz Roja Colombiana frente a la problemática de la desaparición se dirige a la atención, la orientación y el acompañamiento a los familiares de personas desaparecidas, con enfoque de protección y acción sin daño diferencial y de género en el marco de sus Principios Fundamentales, la Doctrina Institucional y la Política de Construcción de Paz.

ASOVIG es la Asociación de Víctimas de Desaparición Forzada del Guaviare, por medio de la cual los familiares de personas dadas por desaparecidas decidieron hace más de catorce años unirse y, de manera conjunta, continuar con la búsqueda de sus familiares desaparecidos.

Como integrantes de la Fundación País Libre, muchas mujeres empezaron a identificar la necesidad de unirse como víctimas de desaparición forzada del Guaviare y apoyarse entre sí para continuar con la búsqueda de sus familiares desaparecidos.

En sus inicios eran más de 46 familias, representadas en su gran mayoría por mujeres, pero con el pasar del tiempo este número se fue reduciendo; a la primera reunión asistieron entre 10 y 12 mujeres, luego se fueron sumando más, algunas desistieron de la búsqueda, y en la actualidad 30 personas integran la asociación, de las cuales el 98 % son mujeres.

Hace 12 años aproximadamente, ASOVIG es reconocida legalmente como asociación. Su misión es la de encontrar a los desaparecidos y contribuir con la mejora de la calidad de vida de las mujeres que la integran, a través de acompañamientos directos, proyectos productivos, asesorías en acceso a rutas y defensa de los derechos humanos.

1 Sistema de Información Red de Desaparecidos y Cadáveres.

ASOVIG tiene como objeto visibilizar la lucha de las víctimas de familiares dados por desaparecidos, para saber la verdad de su paradero como forma de restaurar sus proyectos de vida. Además, busca generar solidaridad y empatía de las instituciones

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Historias de la vida real
Introducción

presentes en el Guaviare sobre la desaparición forzada y las consecuencias que este hecho ocasiona en los familiares.

Durante tres periodos consecutivos se ha participado en las mesas de víctimas municipales y departamentales, representando a los familiares de las personas dadas por desaparecidas y contribuyendo al reconocimiento y la visibilización de este hecho victimizante. Como parte de los procesos de memoria, se han sembrado más de 100 árboles, los cuales simbolizan la esperanza de encontrar la verdad acerca de los desaparecidos y funcionan como mecanismo de recordación para no olvidarlos. Adicionalmente, para contribuir a la recuperación ambiental de los espacios públicos y el ornato en la ciudad.

Como asociación han difundido información clave sobre las rutas de atención de este hecho victimizante, mediante la capacitación a personas, especialmente mujeres, en la activación de las rutas y los mecanismos de exigibilidad de las medidas de reparación y garantía de no repetición, consolidando espacios y sitios de reunión, encuentro y conmemoración de las personas dadas por desaparecidas, así como afianzando redes internas de apoyo y acompañamiento entre familiares.

El objetivo de este libro es no olvidar, no olvidar la historia de nuestros desaparecidos. Por eso recopilamos estos relatos sin centrarnos en el dolor que nos ha producido su desaparición, sino en los gratos recuerdos y las memorias que vivimos con ellos; queremos que todos sean recordados, que las personas cuando lean estas historias sientan el proceso en el que estamos, queremos resignificar la memoria de nuestros familiares y pasar del dolor y la tristeza, a la paz y la tranquilidad. Queremos recordarlos por lo que fueron para nosotros: seres amados que nunca serán reemplazados y a quienes extrañamos todos los días.

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Grandes esperanzas

Leticia María Crespo Trujillo

Josefina Crespo Trujillo

Grandes esperanzas

Mi papá Juan Crespo Tariano nos enseñó respeto a los demás, nos dio mucha educación. Él se casó con mi mamá en la iglesia catedral de Teresita de Piramirí (Brasil) y se fueron de viaje a pasar la luna de miel a la ciudad de Manaos, Brasil. Fue un gran esposo. Del matrimonio resultaron tres hijas y un hijo: Ana Clemencia, Leticia, Josefina y Mario. Mis padres viajaron de Santa Teresita (Brasil) a Mitú (Vaupés) donde vivieron un tiempo, y años después se trasladaron de Mitú a San José del Guaviare donde se establecieron.

En esos años a nuestro padre le gustaba mucho pescar, era un río angosto y había mucha selva alrededor. De niños nos gustaba mucho jugar, bañarnos en el río, correr en la playa, jugar balón y sacábamos los huevos de tereca (tortuga); siempre salíamos en una canoa con toda la familia. Mi papá era muy responsable, no le gustaba que la familia aguantara hambre, teníamos necesidades, pero él siempre hacía lo posible para que no nos faltara nada.

Mi papá y mi mamá consiguieron una chagra (parcela), la cual construyeron con platanillo y encerraron con palos de guadua. En la chagra sembraron yuca, plátano, piña, chontaduro, guama, caimarones, batata, ñame, caña, lulo, ají, maíz y arroz, y con esto comíamos toda la familia. Tenemos recuerdos de que todas las actividades de la casa las hacíamos entre todos. Todos los diciembres en Navidad, mi padre invitaba a la familia para compartir alimentos y bailar, era una persona muy alegre y recuerdo que amanecíamos bailando. Son momentos que nunca podré olvidar.

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Grandes esperanzas

Cada cumpleaños de mi madre y de nosotros como hijos, siempre los celebrábamos con masato, los adultos tomaban chicha de maíz y compartíamos lapa, gurre, danta y chigüiro, lo cual era muy delicioso; pasábamos momentos muy felices entre la familia.

Después de la desaparición de mi papá, la familia fue decayendo poco a poco, vino la muerte de mi hermana Ana Clemencia, quien creo que se fue de este mundo por pena moral; posteriormente, la de mi mamá Paulina fue un dolor muy grande para los tres hermanos que seguimos vivos, sumado a la desaparición de mi papá.

Desde la desaparición de él hemos acudido a muchas instituciones gubernamentales, hemos tocado muchas puertas, la Cruz Roja nos ha brindado una gran ayuda, tenemos mucha claridad en los procesos, nos han guiado y hemos participado en actividades psicosociales. Como mujeres víctimas de esta situación y con el fin de que nos escucharan más, nos organizamos en la Asociación de Víctimas de Desaparición Forzada del Guaviare (ASOVIG), en San José del Guaviare, llevamos 14 años en ella y nos sentimos representadas y apoyadas.

A pesar de la ausencia de nuestro padre, desde hace 20 años mantenemos la esperanza viva de volver a verlo o saber noticias de él; aunque tenemos un gran vacío en el corazón, siempre soñamos con volver a abrazarlo y que regresen las madrugadas de baile y felicidad. Esta esperanza no solo la mantienen Leticia, Josefina y Mario, sino que es una esperanza de sus hijos, nietos, tataranietos y primos.

Como familia esperamos que nuestra historia y la historia de todas las familias puedan ser conocidas, poder dar a conocer el gran dolor que esta situación genera y de las grandes esperanzas que siempre mantendremos para poder volver a conocer noticias de nuestro ser querido.

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Ellos, mi vida entera Elicenia Galindo Gutiérrez

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Ellos, mi vida entera

El 11 de agosto del 2002 yo me encontraba en mi casa, era un domingo, pero solo hasta el miércoles supe lo que pasó. Ese día recibí la llamada más dolorosa y desgarradora para mí.

Rude Galindo Cardozo nació en El Castillo, Meta, el 15 de enero de 1978. Un joven de 24 años que se dedicaba a la agricultura y al cuidado de su mamá Ester Cardozo. Él era un joven que se caracterizaba por ser un hombre responsable, amable, noble y muy trabajador. Lo recuerdo como buen hijo ya que siempre estuvo a mi lado desde los 10 años de edad, siendo yo su tía fui quien lo crio hasta el día que fue asesinado.

Narciso Galindo Cardozo nació el primero de octubre de 1980 también en El Castillo, era un muchacho juicioso, amable, noble, responsable y atento con su mamá; un joven que desde muy pequeño se dedicó a la agricultura y al trabajo arduo en el campo para poder conseguir su finca. Era una persona que respetaba a la gente y no le quitaba nada a nadie. Lo recuerdo como un niño decente y muy respetuoso con toda su familia, así como colaborador en la casa, me da alegría pensar en él porque era un niño que siempre me acompañaba a todo lado y no me dejaba sola, de hecho, era él quien siempre iba conmigo al supermercado, pero la dicha de seguir sumando momentos con él terminó el 11 de agosto del 2002 cuando fue asesinado junto a su hermano Rude, en el caserío de La Libertad, Meta, donde se encontraban en una reunión.

Salvador Galindo Cardozo nació el 27 de mayo de 1985, mi niño tan solo tenía 17 años cuando fue asesinado, lo recuerdo como una persona alegre, amable, noble, sonriente, extrovertido y amante

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Ellos, mi vida entera

del deporte. Disfrutaba del colegio y compartir con sus amigos. Se caracterizaba por ser buen estudiante y un muchacho con muy buena disciplina. Era el niño de la casa, tenía una sencillez única y usualmente lo veía uno montar cicla. Pero todos sus sueños se terminaron el 11 de agosto del 2002. Él se encontraba trabajando y ayudando a sus hermanos, decidió estudiar los fines de semana para poder trabajar entre semana, pues su gran sueño era ser ingeniero aeronáutico. Él quería terminar el bachillerato, ahorrar dinero y cumplir su sueño de ir a la universidad. Así murieron Rude, Narciso y Salvador, sin ninguna razón, para terminar con tan trágico final.

Al ser su tía y mamá de crianza fue el momento más difícil de mi vida, tuve miedo y desolación, no sabía a donde habían llevado sus cuerpos. Durante casi 20 años mis niños estuvieron sepultados detrás de la escuela de la vereda. Hace dos años un equipo de fiscales logró encontrar los restos de Rude y Narciso. Aún vivo en la zozobra, todavía tengo un último anhelo: poder encontrar a mi niño más pequeño Salvador y despedirlos en la paz del Señor.

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Tormenta de tristeza Alba

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Luz Díaz Díaz

Tormenta de tristeza

Era una noche cualquiera de octubre de 1997 en Miraflores, Guaviare, lo que yo no sabía es que con esa noche aparentemente tranquila empezarían mis días de soledad y tristeza.

Se acercaba un fin de semana, yo iba a reunirme con dos de mis hijas en mi finca. Una de ellas estaba viviendo con su madrina en el pueblo, y la mayor, Johana, iba a recogerla después de terminar su jornada escolar. Mientras tanto yo estaba en la finca esperando con ansias su llegada, mis hijas siempre fueron el motor de mi corazón. Transcurrió la noche y nunca llegaron, así que al día siguiente a primera hora me fui al pueblo a buscarlas con la única convicción de que allí estarían sanas y salvas.

Pronto llegué a la casa donde se encontraba mi hija menor, ella me contó que Johana la había recogido en el colegio, pero que se había ido al pueblo y hasta ese momento no había vuelto. En ese instante la vida se me detuvo, mi corazón sabía que algo estaba mal. La angustia se apoderó de mí, en un silencio rotundo y a la vez paranoico salí corriendo a la calle donde empecé a preguntarle a cada persona del pueblo si sabían algo de mi hijita, si la habían escuchado o siquiera si la habían visto.

Al ver mi búsqueda desesperada, un vecino, con un poco de pena por mi dolor y mucha angustia al pronunciar cada palabra, dijo la frase que una madre jamás quisiera oír: “hombres armados se la habían llevado por un camino entre la selva en dirección al río”. No existen las palabras que yo pueda poner en este escrito para describir el dolor tan profundo que sentí. Ese día se me llevaron todo, me arrancaron un pedazo del alma y me dejaron

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Tormenta de tristeza

sembrada la zozobra que me ha acompañado durante incontables días.

El vecino me contó que la habían visto llorando, ante el relato solo podía imaginarme sus ojos, su lindo rostro y sobre todo el miedo que pudo llegar a sentir; por mi parte solo podía naufragar en un mar de impotencia, la impotencia de no haber estado ahí para protegerla. El vecino no pudo hacer más que ser el testigo de cómo mi hija se alejaba de su pueblo, de su hogar, él no pudo hacer nada. Con solo 14 años de edad la arrebataron de mis brazos, del seno al que pertenece.

No ha pasado un minuto, una hora o un día en los que yo deje de pensarla. Desde aquella conversación con mi vecino no supimos nada más de mi niña. Han pasado 23 años ya y yo aún no he parado de buscarla. Su desaparición me quebró por dentro, quedé postrada en una cama mucho tiempo. Me dio pena moral, depresión, angustia, desesperación y ya no quería vivir, quería morirme. Todos los días soñaba con ella, la veía llegar entrando por la puerta sonriente, hermosa, trayéndome detalles y entregándome lo más lindo que una hija puede dar a su madre: amor.

No tuve más opción que aferrarme a su recuerdo, ella jugaba con un gatito de peluche día y noche, aún huele a ella, miro sus ojitos y veo a mi niña feliz, divirtiéndose con su juguete, pero cuando despierto de ese sueño el mundo se viene abajo, cada ilusión se desmorona, el llanto me invade y todo pierde sentido porque sé que me arrebataron a la luz de mi vida.

Cuando pienso en mi niña, la recuerdo como una mujer respetuosa, cariñosa conmigo y con sus hermanitas, era muy buena estudiante y le encantaba jugar fútbol. Desde su partida he sufrido todo lo que una madre puede sufrir, he luchado con valentía contra mi depresión con el único objetivo de continuar buscándola y descifrar la incertidumbre que me ha atormentado durante 23 años, ¿qué pasó?

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Continúo y continuaré buscándola hasta encontrarla, no ha sido nada fácil, pero no me rindo. Sin embargo, en este camino uno encuentra de todo, recuerdo que en una oportunidad, en el pueblo vi una señora con el uniforme de un grupo armado, así que me acerqué a preguntarle si sabía algo de mi hija. Ella me dijo que sí la conocía y que mi hija me había enviado un mensaje, que me había pedido que le comprara unos sacos blancos, grises, interiores y medias. Inmediatamente salí corriendo a comprar todo lo que me había dicho y se lo entregué, pero jamás volví a saber nada de ella.

En otra ocasión me dijeron que habían encontrado una cédula que estaba registrada en Cartagena con los nombres y apellidos de mi hija. Llena de ilusión y esperanza me fui a buscarla a una ciudad completamente desconocida para mí, pero me encontré con la amarga sorpresa de que era otra persona, no era mi hija. Me destruí por completo.

Día tras día mi cabeza se hace mil preguntas: ¿dónde está?, ¿por qué justo a ella se la llevaron?, ¿por qué nos hicieron ese daño a toda la familia? Solo puedo imaginar cuántas dificultades ha tenido que enfrentar sola durante este tiempo, sin el apoyo de su familia. ¿Estará bien?, ¿habrá comido hoy?, ¿habrá sentido frío anoche?; no lo sé, ni tampoco estoy ahí para cuidarla.

Han pasado muchos años y a pesar de todo este tiempo de búsqueda, y en medio del dolor tan grande, puedo decir que ya no guardo rencor a quienes me la arrebataron; Dios me ha dado la fuerza para perdonarlos. Mientras tanto, solo quiero que se termine esta tormenta, solo quiero encontrar a mi hija.

Los niños

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María y José Dioselina Crespo Valencia

Los niños María y José

La niña María nació en Yabaraté, un área ubicada en la frontera entre Colombia y Brasil, en 1987; la mamá de María se llamaba Rosa y el padre, Juan. El niño José nació en Yarumal, un pequeño municipio en el norte de Antioquia, en 1988; la madre de José era Flor y su padre, Luis.

La niña María y el niño José se conocieron cuando ella tenía solo 8 años. María estaba en casa de una vecina cuando llegó una señora con dos niños, quien buscaba una casa para pagar arriendo; cuando la señora le preguntó a la vecina, ella solo le dijo: “sí, aquí enseguida pueden ir a pagar arriendo”, como si el destino hubiera dejado ese hogar para ellos. Allí vivieron dos años.

La señora era la tía de José de quien pronto María se hizo amiga, pero los padres de José lo llevaron a Yarumal. Pasaron cinco años desde que se había ido, y luego José regresó nuevamente cuando ya tenía 13 años, y un año después María y José se enamoraron.

A los 16 años, María y José hablaron con sus padres, pues ellos querían casarse lo antes posible, pero a esa edad aún no se permitía el matrimonio, por ser menores de edad. Aunque esto no fue impedimento ya que su amor era tan grande que ellos dos salieron a formar un hogar.

A José le gustaba la música llanera, invitar a sus amigos a la casa y disfrutar de varias comidas típicas; él le llevaba serenatas a María muy frecuentemente. En los siguientes siete años María y José tuvieron dos hijas: Nancy y Juliana, a José le gustaba llevar a sus hijas a piscina, a recorrer el campo y amaba, sobre todo, jugar con ellas.

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Los niños María y José

Pero no todo era felicidad, un día José se quedó sin trabajo así que se fue a buscar oportunidades a Yarumal, donde su familia. Un año después, la familia de José llamó a María y le preguntó si José había regresado a la casa. María dijo que no, mientras desde Yarumal aseguraban que cuando salió no llevaba cédula ni ropa; solo dijo “ya vengo”, pero nunca regresó.

María se quedó sola con sus dos hijas, sin el apoyo de nadie; trabajaba lavando ropa, cocinando en casas de familia o haciendo aseo. Ella un día quiso seguir estudiando para poder trabajar y ofrecerles un futuro a sus hijas. En la actualidad ellas son profesionales, una es administradora de empresas y la otra es florista, viven para servir a su pueblo y aún siguen esperando cada día el regreso de José.

María soy yo, la misma María que no para de soñar con José. Anoche en un sueño, yo iba en un carro y vi a José a los lejos hablando con una personas, me bajé y él empezó a caminar, me fui corriendo detrás a preguntarle por qué no había vuelto a la casa a ver a las hijas, pero nunca lo alcancé, seguí caminando o volando, ya no lo sé, pero no lo encontré; al poco tiempo me desperté del sueño y esa fue la última vez que vi al niño José.

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Hijita, ¡ya vengo! Enith García

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Hijita, ¡ya vengo!

Betico era un humilde campesino que vivía en la finca La Floresta, en la vereda Agua Bonita del municipio de San José del Guaviare.

A Betico le encantaba la naturaleza, los animales, bañarse en las aguas tranquilas de los caños en sus aguas frescas. También le gustaba labrar el campo, limpiar los potreros con guadaña, aserrar la madera para construir en el corral, poner las cercas en los potreros, ir de cacería por animales de monte y andar por horas enteras en el bosque. Allí era feliz porque disfrutaba de cada ruido de la naturaleza y el cantar de los animales.

Le gustaba relatarnos historias sobre temas que él conocía y contarnos chistes para hacernos reír. En 1997 conoció a Luz Marlen, su novia, con quien se casó poco tiempo después. El matrimonio se celebró en la catedral de San José del Guaviare con una ceremonia muy bonita acompañada de familia y amigos en común. Al año de casados nació su primera y única hija, fruto de ese amor, la cual llamaron Emir Adriana.

Adriana, como le gustaba llamarla a Betico, era la alegría y felicidad de él. Todos los días la alzaba y la consentía. Betico era un excelente ser humano y un gran hermano, nos quería, nos ayudaba, nos apoyaba. Cuando estábamos enfermos, él era el primero que estaba en el hospital visitándonos y llevándonos frutas. Le gustaba celebrarnos los cumpleaños con detalles y regalos. En las navidades le encantaba compartir y nos ayudaba a preparar comidas y platos especiales, además compartíamos una bebida especial como la crema de whisky y la chica de maíz; también le gustaba que recordáramos lo que habíamos vivido en

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Hijita, ¡ya vengo!

el año. Fue el mejor hijo varón que pudo tener mi mamá, nunca la dejó sola y a nosotras sus hermanas tampoco, fue como un papá para todas.

Pero toda esa felicidad que él nos daba se fue un 25 de marzo, un Lunes Santo de 2002, a las 5:30 de la tarde, en medio del anochecer y de una llovizna que estaba cayendo. Se encontraba en la casa Betico, su esposa Luz Marlen, su pequeña hija Adriana, mi madre Flor Eliza y un trabajador. En ese momento llegaron a la casa varios sujetos vestidos de camuflado verde, con la cara tapada (con pasamontañas) y bien armados, preguntando por Flor Eliza García y Norberto García García; en ese momento, luego de confirmar los nombres de ellos procedieron a amarrarlos de las manos y los tiraron al piso boca abajo. Ellos reaccionaron preguntando: “¿por qué nos amarran? ¿Qué pasa? ¡Cuéntenos por favor!”, mientras los otros sujetos estaban buscando en las piezas, en los colchones y en los armarios. Betico volvió a preguntar: “¿qué buscan? Si buscan plata, ¡en el baúl está…!”, pero ellos no contestaban ni les daban ninguna respuesta a la miles de preguntas que hacían ellos.

Los sujetos seguían buscando, cogieron alcancías, tomaron la plata que había en el baúl y las cosas de valor de la casa. Los colchones y la ropa la tiraron al piso. Fueron a la cocina, sacaron los cuchillos, los machetes y las palas y procedieron a llevárselos junto con las pertenencias, pero Bético y Flor Eliza mostraron resistencia, gritaban, lloraban, suplicaban que no se los llevaran, que hablaran con la junta, con las personas del comercio en San José, que hablaran con las personas que los conocían o que les explicaran qué era lo que estaba pasando, pero ellos nunca daban respuesta. En ese momento la niña se aferró a los brazos de su papá y no lo soltaba, los sujetos se la arrebataron de los brazos, la llevaron para la pieza y la encerraron. La niña gritaba y lloraba y en medio del desespero se salió por el agujero que había entre la puerta y el piso, y volvió a abrazar a su papito, pero otra vez

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se la quitaron de sus brazos. Antes de que se lo llevaran alcanzó a decirle: “tranquila hijita, ya vengo”. Esas fueron sus últimas palabras.

Se los llevaron a todos, cruzaron el caño y el bosque. Al rato la niña escuchó llantos, gritos y súplicas y, finalmente, un ruido seco, estruendoso, unos disparos.

Al otro día madrugó a llegar el tío tocayo porque él había quedado de llegar temprano a sembrar yuca, cuando se encontró la sorpresa de que ya no estaban. La casa estaba toda revolcada y solo encontró a la niña Adriana, acostada en la hamaca de la sala llorando por sus padres. La comida estaba en el fogón quemada. El tocayo preguntó: “¿qué pasó?, ¿dónde están?, ¿por qué la casa está así?”. Y la niña le contó lo sucedido. De inmediato se fueron para la otra finca donde vivían las otras tías de la niña. Llegó allí todo angustiado llorando y narró lo que había pasado. En este momento quedamos en pánico, sin palabras y con miles de preguntas. Seguimos permanentemente buscándolos, sin encontrarlos y sin ninguna respuesta.

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Mi flor desapareció Stella García García

Eran los años 70, un hacha, dos machetes, fuerza, coraje y, lo más importante, el empuje, fueron suficientes para sacar adelante a mi familia.

Llevábamos seis años viviendo en el Guaviare, el apogeo de la coca estaba en pleno furor y tras de ellos los grupos armados. Más o menos para los años 77 y 78 comenzaron los tiempos de zozobra y de incertidumbre, como también la separación de la pareja que conformaban la familia García García.

En los años 80, mi madre Flor Elisa García Rodríguez asumió las riendas del hogar que ya lo conformaban siete hijos, dos hermanos mayores, Estela la tercera de los hijos (esa soy yo) y cuatro hermanos más, tres hermanas menores y un hermano que también vino a ser el antepenúltimo que formaba parte de este hogar. La señora Flor cultivaba maíz, arroz, plátano y yuca que no podían faltar en “los tres golpes”, como decía mi madre, cuando se refería al desayuno, el almuerzo y la comida de cada día; al igual, la carne y los huevos que se daban en la finca que mi señora madre tuvo.

Era una finca muy grande, digo finca, pero en ese tiempo solo era mucha selva, donde se disfrutaba del sonido de unas preciosas cascadas y el cantar de diversidad de aves y de toda clase de fauna silvestre, como también el rugir del tigre y el grito de los araguatos (micos), al igual que el chillido del grillo que se amañaba en las tablas que eran las paredes de la casa, como el croac croac del sapo y el gran alumbrar del cucuy en las noches oscuras de la luna llena. Así fuimos creciendo, todo nos parecía felicidad y amor hasta que llegó marzo del 2002.

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Mi flor desaparecío
Mi flor desapareció
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