es un pueblo creyente: cree en las brujas, cree en la suerte y cree en los presidentes. No obstante, de esa fe han surgido historias buenísimas, así en los pueblos como en las ciudades. Algunas de ellas están aquí, en la tercera edición otoñal de nuestra revista, treceava en números netos.
Por otro lado, tenemos al terror como una condición sine qua non de la especie humana. El miedo cerval, como lo leí tipificado alguna vez no recuerdo dónde, es la viva expresión de nuestro ser, y de eso se alimentan por igual las hienas, el capitalismo salvaje y las publicaciones que se hacen pasar por culturales.
De ambas circunstancias va el ejemplar en tus manos, añadiendo que sin la una no hay la otra.
Y sirva el contenido escrito y visual de esta edición para el regocijo en la lectura, el placer por el placer, pero también para repensar fenómenos en apariencia distantes, como el fanatismo, la persecución política y la censura. Ahí está el caso de la Santa de Cabora, por poner un botón, o el de las brujeres del siglo XXI, por poner otro.
Vengan, pues, al banquete del señor (editor) y sírvanse a su antojo.
Benjamín Alonso Rascón DIRECTOR
EN PORTADA
Dibujo de Guillermo Valenzuela realizado ex profeso para esta edición de CRÓNICA SONORA
COLABORADORES
Héctor Froylán Campos (Ciudad Obregón, 1960) cuenta casi cuatro décadas como periodista, trabajando con denuedo la crónica urbana y la política también. Ganador del Premio Estatal de Periodismo en 2002.
Guillermo Valenzuela Mendoza (Hermosillo, 1970) es un apóstol de la promoción de la lectura y un estuche de monerías: borda, escribe y dibuja, talento éste que no le conocíamos hasta la portada de esta edición ;)
Raymundo Rivera Sivirián (Bacerac, 1980) es un trovador sonorenses del género regional costumbrista. Radica en la ciudad de Hermosillo y labora en el Área de Análisis Bibliográfico de la Universidad de Sonora.
Rodolfo Rascon Valencia (Aribabi, 1939) es el más grande cronista en la historia de Sonora y punto.
Pedro Luis Salas (Hermosillo, 1991) es músico, lingüista y escribe cuentos que usted puede comenzar a leer en esta edición y después en www.cronicasonora.com.
José Juan Cantúa Duarte «MoMo» (Hermosillo, 1982) es diseñador gráfico, programador web y sobre todo un magnífico ilustrador, como puedes apreciar en esta edición y en www.cronicasonora.com.
Laura Shelton (St. Joseph Missouri, 1967) es historiadora y vieja conocedora de los archivos sonorenses. Profesora en el Franklin and Marshall College y autora de For Tranquility and Order: Family and Community on Mexico’s Northern Frontier, 1800–1850. Su próximo libro versará sobre parteras, curanderas o brujas.
Coyo G. Bojórquez (Costa de Hermosillo, 1971) es doctora de grado y bruja de las de ahora —no de las de antes—, profesora en la Unison y candidata al todavía no desaparecido Sistema Nacional de Investigadores.
Director y Editor en Jefe: Benjamín Alonso Rascón | Diseño Editorial: Mirna Encinas | Consejo Editorial: Magaly Vásquez, Jeffrey Banister, Gerardo Rénique. Publicidad, colaboraciones y biblioteca: cronicasonora@gmail.com.
Crónica Sonora es una publicación independiente realizada en Hermosillo, Sonora, México. Las imágenes utilizadas tienen un fin didáctico y no lucrativo. El contenido de los textos es responsabilidad de sus autores. Se autoriza la reproducción y difusión por cualquier medio, haciendo referencia a la fuente. Tiraje: mil ejemplares.
Antes del banquete hechicero presentamos una historia basada en hechos reales, quién sabe si terrífica también…
Zenaido: su pecado, la mula de seises
penas terminó la película, Zenaido estiró las piernas y acomodó el cojín hecho con retazos de tela y relleno de borra. Entrecruzó los dedos de las manos para sostener su cabeza mientras caía rendido sobre la almohadilla que negrea brillosa de mugre. A veces se enrollaba la camiseta y jugueteaba con los pelillos que nacían a la altura del ombligo. Sin dejar de mirar en algún punto del cielo, Zenaido extraviaba su pensamiento entre aquellos luminosos destellos que inundan el firmamento. Así pasaba un buen rato hasta que lo vencía el sueño. A su alrededor dormitaban un puñado de hombres regados sobre el techo. Unos, con el dorso bichi. Otros, desconfiados, dormían con su talega de dinero escondida en los genitales. Como cada verano, esa plancha de concreto se convirtió en una fresca pensión al aire libre que albergó a grupos de personas que cada año llegaban de distintos lugares del sur del país a probar suerte y ganarse unos centavos en la próspera campiña del Valle del Yaqui. Hacia finales de los sesentas y mediados de los setentas, poco antes de que aparecieran los primeros brotes de violencia que apresuraron el reparto agrario, en el campo se respiraban aires de bonanza. Con la fiebre del oro blanco en todo su apogeo, miles de jornaleros paseaban por los linderos de Ciudad Obregón con una saca enrollada al lomo. La siembra, pizca y despepite del algodón atraía a familias enteras que migraban desde los más recónditos confines de la república. Era evidente que venían huyendo de la miseria. Expulsados por la pobreza, desfilaban hasta el surco sonorense encandilados por la vasta riqueza que generaba la región conocida por ese entonces como “el Granero de México”. Muchos quedaron arraigados en este suelo rico y fértil. Pero también, acabada la zafra, legiones largaron la patria en busca de mejores perspectivas
Por Héctor Froylan Campos
yéndose de “mojados” hacia los Estados Unidos. El Valle del Yaqui prácticamente fue el primer brinco del bracero al sueño americano. Lo cierto es que, quienes trabajaban en la paletería de don Pepe no abrigaban ambiciosos empeños ni aventuras riesgosas. Aquí tenían trabajo —al menos durante una larga temporada estival que se extendía hasta mitad del otoño. Dinero, alimento, un techo por cama. Y, para mitigar un poco el cansancio de la faena cotidiana, desde sus aposentos podían disfrutar de las dos películas diarias que se proyectaban en la pantalla gigante del único cine a cielo abierto que funcionaba por ese entonces: el Cine Pitic. Quién sabe si aquella noche Zenaido cavilaba en lo que Arturo Ripstein reflejó con El castillo de la Pureza, uno de los mejores filmes de la época. Zenaido era un hombre no tan corpulento a pesar de su estatura. Alto, de facciones toscas, tenía un amanerado estilo de andar y a menudo veía cada paso que daba. Invariablemente serio, como retraído. Algún día apareció en el negocio de don Pepe sin que nadie en el barrio supiera cómo o de dónde llegó. Y describo al “barrio” porque no era lo que se conoce comúnmente como tal, sino que se trataba de una cuadra donde florecía una boyante microeconomía y cuyas empresas iniciaban jornadas por las tardes y hasta altas horas de la madrugada: el cine con sus vendedores de pepitas, de ponches, elotes asados y picos de gallo. Luego, en ambas aceras de la avenida Niños Héroes entre las calles Campeche y California funcionaban Los Tamales, La Machaca, Los Comales, la cantina Tarros Bar, las taquerías Romo y La Vencedora.
Decía que Zenaido era un apático y en la paletería, salvo su patrón, nadie más solía jugarle una broma. Verlo reír se tornaba un encanto. Su risa se volvía un espectáculo en cuanto asomaba una mazorca de amarillentos dientes. Gozar y solazarse con la carcajada de este hombre no era cualquier cosa, porque raramente sonreía. Zenaido vivía taciturno de día y de noche. Temprano por las mañanas, amarraba a su carro de paletas un morral de ixtle en el que guardaba un envase de Coca Cola y envueltos en papel de despacho un par de tacos de huevo con chorizo o de frijoles que doña Martina —la esposa de don Pepe— convidaba a este señor que, por más que se empeñara, no tenía pinta de ser capaz de quebrar un plato. Encorvado sobre el manubrio del carrito, emprendía un largo y afanoso trajín por las calles de las colonias aledañas hasta parar frente alguna escuela donde solía tener una clientela cautiva tanto a la hora de recreo como a la salida de clases. A media tarde, retornaba a donde don Pepe ya lo esperaba sentado frente a un vetusto escritorio, con un cuaderno en el cual plasmaba diariamente sus balances comerciales. Ahí anotaba el número de paletas de agua y de esquimales que entregaba a cada paletero. La operación era sencilla: tantos te llevaste, tantos vendiste y tantos regresaste; me debes de entregar tanto ya con el descuento de tu comisión.
Con las manos pegajosas, empezaba el recuento de la morralla. Tras un ligero descanso, Zenaido se daba un chapuzón y salía muy cambiadito hacia aquel lugar donde cotidianamente hacían su agosto los mejores jugadores de dominó. Durante algunas semanas, permaneció parado y atento para ver cómo se desarrollaba la jugada. Había cuatro sillas que necesariamente debían estar ocupadas para poder iniciar una partida. Alrededor de la mesa, otros más observaban curiosos con ganas de “soplarle” al amigo. Pero aquí —decían a menudo— los “mirones son de palo”. En cuanto alguien se levantaba “despelucado”, ya estaba otro candidato presto para tomar asiento. El que ganaba se llevaba 15 pesos libres. Y la “pasada” se castigaba con un peso extra. Así empezaba la dominada en horas de la tarde hasta que caía la noche cuando la apuesta superaba los 50 o 100 pesos por entrada. Había ocasiones en que la partida se alargaba hasta el alba de otro día. Una buena tarde, Zenaido se armó de valor creyendo estar apto para retar al más pintado. Dominado por la fantasiosa ilusión de multiplicar sus míseros frutos, decidió desafiar a los tahúres.
—Paso —masculló Rodrigo golpeando la mesa con una de las fichas, pero sin reparar en que el juego estaba cerrado.
—¿Cómo que pasas? Entonces, échenle todos… —exigió Lorenzo al resto de los jugadores mientras exhibía su “tinta”: el “uno güero”.
—Ya ni la chingas ¿La guardaste pa’l cierre o qué? —reclamó airado “El Pantaleón” a quien estaba a su diestra. Era la enésima ocasión que Zenaido, sin tener idea del desenlace, ponía fin a la partida con la mula de seises “ahorcada”, o sea que se quedaba con el mayor número de puntos que un jugador puede tener en una ficha de dominó cuando el juego ha concluido. Así continuó día tras día. A diario iba por más lana y salía trasquilado. Serían meses y semanas que de vez en diario Zenaido dilapidó hasta el último peso ganado con el sudor de su frente. Y no sólo eso: también debió perder la razón porque abandonó su oficio de paletero e inició su peregrinar por las calles. Día y noche deambulaba como sonámbulo. Hablando con el viento. Desarrapado. Harapiento. Con la barba crecida hasta el cogote hurgaba entre los desperdicios de la basura. Zenaido había extraviado la noción de las cosas. Nunca más recuperó la cordura, si alguna vez la tuvo. Tampoco fue su culpa haber nacido pobre, pero acabar como un miserable a causa de la mula de seises, ese sí fue
Por Guillermo Valenzuela Mendoza
odo esto ocurrió en El Saucito, poblado localizado en los terrenos que eran de la Hacienda “El Alamito”, muy cerca del Río San Miguel, y que después de la Reforma Agraria promovida en el sexenio de Lázaro Cárdenas pasó a ser ejido. Pertenece al municipio de Hermosillo. Corría el verano de 1955, según me contaron. Esa noche estaba más oscura que la boca de un coyote y se sentía un ambiente de suspenso que se rompía, de repente, con el destello de un relámpago lejano.
Era una época de calles polvorientas y casas de adobes desgastados con puertas y ventas de madera desvencijadas. Algunas de estas casas cambiaban de dueños por temporadas, mientras las familias encontraban mejores trabajos cuando no tenían parcelas. En las parcelas los ejidatarios cultivaban hortalizas y forrajes para el ganado. Los pobladores construían sus propias casas en los grandes patios donde tenían corrales, trochiles y gallineros para vacas, chivas, gallinas, cochis, caballos y algunos burros. No tenían agua potable, tampoco electricidad. Por esta razón se surtían de agua de los pocos pozos de luz que había en algunas casas y se alumbraban con lámparas de aceite. Los radios y tocadiscos funcionaban con pilas eléctricas. En estas condiciones, la única distracción era escuchar historias de aparecidos y brujos que se convertían en animales rabiosos para asustar a los incautos. Sobre todo, estas pláticas surgían cuando los hombres se reunían a jugar baraja hasta la madrugada. La casa del Piguas era uno de los lugares donde se juntaban Pancho y Nayo Trujillo, Reyes Sainz, Juan Tánori y otros más. En el interior de la casa la luz de la lámpara de aceite apenas alcanzaba para mirar las cartas de la baraja española que iba y venía entre los dedos nerviosos de los hombres. Nada los interrumpía cuando jugaban baraja, el mundo exterior no existía, no existían los ires y venires de
los hijos ni de las mujeres que les advertían que algo malo les pasaría por estar enviciados en el juego. Esa noche que les cuento el juego estaba muy acalorado sobre todo por los tragos de bacanora que los hombres se compartían de una botella de vidrio que se advertía rellenaban cada noche. El Piguas detectó por la rendija de la puerta movimientos rápidos en el patio como si anduviera un animal rondando, un animal que emitía unos gruñidos extraños que cada vez se hacían más fuertes y eso lo puso muy inquieto. Le dijo a los demás lo que estaba viendo y escuchando, pero lo tildaron de miedoso. Tras un relámpago se escuchó un trueno lejano. En el patio de la casa se escucharon ruidos como si alguien anduviera tirando cosas al suelo.
El Piguas abrió la puerta y se sorprendió al ver la figura de un hombre entre las ramas. Un instante después miró los ojos relumbrosos de un cochi resoplando. Los demás salieron en el momento que el cochi, que traía arrastrando una cadena amarrada al cuello, se le fue encima al Piguas. Lo topeteó y lo tumbó en el suelo clavándole las pezuñas en el pecho para luego meterse entre los magueyes que servían de límite con el patio del vecino.
Los hombres empezaron a gritar: ¡el cochi del diablo!, ¡el cochi del diablo! Y huyeron despavoridos dejando al Piguas adolorido y asustado tirado en el patio de su casa. La gente que escuchó este testimonio dijeron que era un brujo que venía de Zamora y se convertía en cochi para asustar a los que jugaban baraja hasta la madrugada.
Desde esa noche se dijo que el cochi del diablo se les aparecía a los que engañaban y no devolvían el dinero prestado; a los niños y niñas que no obedecían a sus padres y no querían ir a la escuela ni ayudar a acarrear agua del pozo; a los hombres y mujeres casados que eran infieles; a las mujeres que leían muchas historietas y no se ocupaban de la limpieza y labores del hogar como barrer, bordar y hacer tortillas de harina; a los alcohólicos y violentos que utilizaban chicotes para pelearse con medio mundo; a los hombres irresponsables que tenían hijos en otros pueblos y así la lista se hacía cada vez más grande. La gente que salió de sus casas, esa noche, vieron al mentado cochi que traía una cadena arrastrando amarrada al cuello corriendo por el arroyo que atraviesa el pueblo. Iba dejando una nube de polvo al enfilarse por el Camino Real: pasó entre la escuela y la capilla, también a un lado de la casona de la Hacienda de El Saucito, atravesó el Río San Miguel y luego subió la loma pedregosa donde está la Hacienda El Alamito y se perdió entre las tumbas del panteón viejo, morada última por igual de los restos de hacendados, peones, vecinos de El Saucito, El Tronconal, San Pedro, yaquis y chinos, fiel reflejo de la equidad humana.
Por Rodolfo Rascón Valencia
aría Zeleyandía era una bruja de mucha categoría, radicada en Bacerac, y se cuenta que varias ocasiones se convirtió en tecolote para viajar volando hasta Aribabi para visitar a sus familiares. Sin embargo, hubo un caso que conmovió a toda la sierra y trascendió hasta los confines más remotos de la patria, no obstante los escasos y rudimentarios medios de comunicación con que se contaba en aquella época, principios del siglo XX. Se trata de las espirituadas (sic) de Aribabi. De cómo empezó aquella historia, hay dos versiones distintas y ambas son dignas de aceptarse, pero ambas resultan increíbles. En mi caso, me fue relatado por don Rafael C. Noriega, de Granados, Josefa Rascón, de Aribabi, y Eleno Fierros Madrid, también aribabense y hermano de una de las embrujadas y primo hermano de las otras dos. Muy recién fundado Aribabi, entre Bacadéhuachi y Huachinera, en una sierrita atravesada poblada de encinos y abetos, empezó a visitarlo una extraña y bella mujer cuya razón social era María Zeleyandía, que al decir de la raza era una lumbrera para hechizar, capaz de convertir a un político en rata y en jumento a un licenciado. Como un botón de muestra de sus asombrosas facultades, a una de sus víctimas de nombre Juana de no sé qué, se la echó al plato retacándole el espíritu de pánico y angustias, remitiéndole noche a noche un hervidero de tecolotes a escandalizar en el techo de su casa. Su esposo salía a espantarlos pero no descubría uno sólo, aunque el ruidajo persistiera. Una mañana la dañada amaneció engarrotada, con la cara torcida y los ojos saltados, convertida en cadáver.
Esta historia continuará en cronicasonora.com el 28 de octubre de 2024. También puede leerla completita en Preciosas historias pueblerinas, libro del mismo Rascón y a la venta con él mero marcando al 634 347 1717. (Nota del editor).
Canta Lechuza
icen en el pueblo que detrás de un mal de amores, a veces existe el maleficio de alguna bruja que se convierten en lechuza o tecolote para rondar por las penumbras de la noche. Este vaquero, al encontrarse con una de ellas, le pide que acompañe su pena y su canto para liberarse de ese mal y reconquistar a su amada.
Una guitarra en mis brazos la luna llena en el campo una fogata a mis pies y una lechuza mirando.
Un escenario perfecto con luces del universo las estrellas y la luna son la cuna de estos versos.
Hazme un corito lechuza anda guitarra entónanos para que escuche mi musa alcemos juntos la voz.
Ve y cántale lechuza esta noche hechízala y que olvide sus reproches hacia mí ve y cántale enamórala de mí.
La noche me ha sorprendido entre mezquites y guatas al fuego de la fogata mis penas han acudido.
Bajo este cielo estrellado me refugié y aquí me hayo mi perro echado aquí a lado en el ajuar del caballo.
Hazme un corito lechuza anda guitarra entónanos para que escuche mi musa alcemos juntos la voz.
Ve y cántale lechuza esta noche hechízala y que olvide sus reproches hacia mí ve y cántale enamórala de mí, ve y cántale enamórala de mí.
* «Canta lechuza» es una canción que el autor compuso luego de vivir una experiencia mágica o paranormal en Huachinera, ya entrado el siglo XXI.
Por Raymundo Rivera Sivirián
harlie había despertado un lunes por la mañana después de haber tenido un excelente fin de semana. Él y su familia habían ido a la playa. Construyó un castillo de arena con su hermanita Marie de cuatro años de edad. Él era el mayor. A la misma edad que a la de su hermana le habían dado la noticia de que tendría un hermanito. Charlie había deseado que fuera un varón para jugar con él a los carritos, al futbol y a todo tipo de juegos que involucraran varones. Cuando supo que en lugar de un varón tendría a una niña como hermanita no le molestó, de hecho lo tomó para bien. Conforme pasaba el tiempo había un amor mutuo que crecía en ellos.
Ese mismo lunes en el que Charlie despertó su madre ya le tenía listo el desayuno. Uno a base de huevos con tocino y pan tostado, acompañado de jugo de naranja; el favorito de Charlie. Cuando se dirigía a la mesa de pronto su madre le dijo: ‒¿Adónde tan campante, jovencito? ‒le preguntó en tono cariñoso. ‒ Primero los dientes.
Charlie asintió de buena manera. Se cepilló los dientes y enseguida bajó a tomar su desayuno. El autobús llegó como de costumbre a las siete y media. El niño tomó su mochila, su suéter azul y vino su ritual diario: darle un beso de despedida a su queridísima madre. Lo que Charlie no sabía es que en esta ocasión, y para siempre, ese beso de despedida sería tomado de manera literal. Charlie salió de casa para nunca regresar. ‒ ¡Buenos días! ‒saludó al chofer al abrirse automáticamente las puertas del autobús.
‒ Buenos días, Charlie.‒dijo de buen agrado.‒ Pasa, que no queremos llegar tarde.
Charlie hizo caso y subió los escalones. En el interior del autobús estaban todos los compañeros y conocidos de Charlie sentados callada y ordenadamente. Era de regreso a casa, al término de las clases, cuando había todo un barullo, un torbellino en forma de niños en el autobús. Avioncitos de papel por aquí, pelotitas de papel por allá y uno que otro chiste acullá.
Charlie se sentó como de costumbre al lado de Martín, quien estaba del lado de la ventana. Martín era uno de esos niños escuálidos, con exceso de acné y de anteojos con marco grueso y de color negro al que todo el mundo le hacía bullying.
‒ ¿Qué tal tu fin de semana, Charlie? ‒le preguntó Martín mientras se subía el puente nasal de sus anteojos con el dedo de en medio.
‒ Excelente, Martín. ‒dijo Charlie eufórico‒ Fue un fin de semana familiar. ¿Qué tal el tuyo?
Martín se sonrojó un poco. ‒ Bien… ‒ respondió, con tono dubitativo y con asomo de nerviosismo. ‒ Bueno, muy bueno, de hecho. Fui con mis primos al zoológico.
‒ ¡Excelente, Martín! ‒le dijo Charlie dándole con el puño levemente en su brazo derecho.
Lo que en realidad hizo Martín durante todo el fin de semana fue reposar en cama. Había tenido una fiebre de 38.5° y no parecía mejorar, hasta el domingo por la tarde. El chofer había decidido hacer una breve parada en un 7-Eleven.
‒ Vengo rápido, muchachos. No se desesperen ‒dijo mientras bajaba de manera apresurada por los tres escalones del autobús.
A los niños no pareció importarles mucho, salvo a algunos ñoños que no dejaban de echarle una ojeada a sus relojes de
pulso, ya transcurridos unos cinco minutos. Después fueron diez… quince… el chofer no aparecía y el tiempo no perdonaba.
Estaba Charlie a punto de bajar a echar un vistazo cuando ve regresar al hombre del volante. Subió como un rayo al autobús y Charlie se percata de algo que no le gustó para nada: él no era el mismo chofer.
Acomodado ya en su asiento Charlie le pregunta a su compañero de al lado en tono confidencial:
‒ ¿No notas algo raro en el chofer? Va demasiado deprisa. Martín alza un poco la cabeza hacia la derecha.
‒ Tienes razón. Ha de estar compensando el tiempo que hizo en la tienda.
No, dijo Charlie para sus adentros, dudo que sea por eso.
‒ Y otra cosa ‒le dijo a Martín. El chofer no es el mismo. Martín soltó una carcajada tan fuerte que atrajo la mirada de la mitad de los niños que iban en el autobús.
‒ Estás imaginando cosas, amigo. Deberías dejar de ver tantas series policíacas.
Ilustración by MoMo
Por Pedro Luis Salas ValdEz
Charlie hizo caso omiso a su comentario y decidió mejor creer lo que él vio.
Al pasar tres minutos decidió ir a averiguar por cuenta propia quién era el individuo que se había apoderado del autobús. Su corazón latía de manera violenta que hasta lo sentía en la garganta. No recordaba la última vez que había sentido tantos nervios acompañados de un mal presentimiento. En esto último no se equivocaba. Mientras pasaba por el pasillo del autobús sus compañeros de escuela volteaban a verlo con una interrogante en sus rostros. Tenía que sostenerse de los respaldos acojinados de los asientos, pues sentía una carga inmensa en sus piernas que casi le impedían caminar. Es como caminar entre arenas movedizas, pensó. Se encontraba detrás del extraño chofer cuando apenas alcanzó a decir:
‒ ¿Señor? ‒soltó en un llamado poco perceptible, pero que para sus adentros excedían los límites de sus decibeles.
‒ Señor… ‒volvió a insistir Charlie.‒ ¿Qué ha pasado con el otro chofer? Creía que…
‒ Vuelve a tu asiento, muchacho. ‒Le espetó.
‒ Sólo quería saber dónde está.
‒ El otro chofer tenía cosas urgentes que atender. Es por eso que yo tomé su lugar. Ahora, por favor, ¡ve y siéntate!
Charlie hizo caso y se devolvió hasta su asiento, no del todo convencido. En primer lugar por la actitud tan a la defensiva del nuevo conductor y en segundo porque lo notaba nervioso. Transpiraba en exceso y no dejaba de rozar su nariz con su dedo índice.
De pronto el autobús tomó un giro brusco e inesperado y todos los niños se ladearon. Los que estaban del lado del pasillo cayeron, seguido de gritos de sorpresa y de dolor. El conductor salió por una interestatal en la que no se veía ningún alma, salvo algunas aves volando por lo alto, de manera lineal y pacífica. A nadie le gustó la ruta que había tomado el nuevo chofer.
‒ Señor, ¿adónde nos dirigimos? ‒soltó una niñita‒. La escuela está por…
El conductor pisó el freno con tal peso que hizo al autobús chirriar. Los niños se estrellaron con el asiento que tenían enfrente.
‒ ¡SILENCIO! ¡Todos, TODOS ustedes! ‒vociferó poniéndose en pie la bestia que se había apoderado del control del autobús y de sus vidas‒. Ahora, escúchenme bien, pedazos de basura ‒dijo mientras se paseaba por el pasillo y colocaba unos objetos circulares con tres líneas delgadas en las ventilaciones del techo‒. Les tengo una mala noticia: hoy NO iremos a su estúpida escuela. En su lugar iremos a acampar a un lugar secreto, lejos, lejos de aquí y de donde puedan ser vistos y escuchados. Así que por favor dejen de molestar y compórtense como les enseñaron sus gordas y culos-redondos maestras, ¿de acuerdo? ‒dijo con una sonrisita.
El conductor soltó una carcajada violenta y repentina que puso los pelos de punta a más de un niño. Acto seguido se devolvió a su lugar, encendió el motor, sacó de su chamarra una máscara antigás y un pequeño control con un solo botón, el cual presionó después de haberse colocado la máscara. De las ventilaciones salió un humo del color gris como las nubes en las lluvias de verano. Encendió la radio a todo volumen donde se escuchaba a AC/DC tocando “Highway To Hell”.
Los niños quedaron dormidos después de haber inhalado todo el cloroformo que salió de las ventilaciones, entre ellos Charlie. Pobres niños, pensó el demente conductor, que nunca despertarán. Que no verán otro amanecer colarse por sus ventanas, ni estarán para otro fin de semana a lado de sus queridísimos padres, ¡ni qué decir de su primera vez! El conductor soltó una carcajada mientras se le ponía dura debajo de sus pantalones.
Al ver una montaña gigantesca el conductor aumentó la velocidad y también su erección. Ochenta… cien… ciento cuarenta… ¡doscientos veinte kilómetros por hora!
‒ Pobres niños inocentes, ¡si tan sólo entendieran que estoy obrando como Cristo, nuestro Señor me ordena! ‒dijo el conductor‒. ¡Los liberaré a todos de sus pecados!
La montaña estaba cada vez más cerca. A doce, ocho, cuatro kilómetros. El fin estaba cerca.
El autobús se estrelló con tal impacto que quedó reducido a la mitad. La otra mitad se incendió al instante. Quemando vivos, aunque durmiendo, a todos los niños que de ahora en adelante estarán ausentes en cuerpo de la escuela. Aunque presentes en alma en las memorias de sus familiares.
LA MUJER QUE CURABA CON LAS MANOS
Por Laura Shelton
eresa Urrea, conocida en Sonora y el suroeste de Estados Unidos como “Santa Teresa”, “Teresita” y “La Santa de Cabora”, nació en Sinaloa en 1873, pero se estableció y ganó su reputación como una famosa curandera en Sonora. Durante su corta vida, Teresa Urrea fue curandera, herbolaria, partera, santa popular, defensora de los indígenas y refugiada política. La Santa de Cabora ha cautivado la imaginación de historiadores, ensayistas, periodistas, biógrafos y hasta escritores, pues ha inspirado dos novelas: La hija de la chuparrosa y La reina norteamericana, de su sobrino nieto, el autor chicano Luis Alberto Urrea. Como se ve, Teresa Urrea fue una mujer de muchas facetas, pero este breve ensayo se centrará en su vida como curandera y partera. Es fácil ver la capacidad de Urrea para curar como algo excepcional y sobrenatural en parte debido a cómo Urrea alcanzó fama internacional durante su exilio de México en la era del Porfiriato. Algunos de los críticos de Teresa, incluidos miembros de la prensa y el clero, la acusaron de brujería y herejía. Pero las habilidades de Teresa Urrea surgieron de un sistema más amplio de curación por la fe que tiene raíces profundas en las creencias y prácticas indígenas e ibéricas.
Para Urrea y para otros curanderos de su tiempo, la curación era un don de Dios que debía compartirse libremente con cualquier persona de su comunidad que necesitara atención. El propósito de Urrea era curar y cuidar los cuerpos individuales y sociales. Los curanderos atendían las mentes, los espíritus, los cuerpos y las redes sociales de sus comunidades a través de un poder que provenía de Dios, no solo de sus propias habilidades.
Como ha argumentado la historiadora Jennifer Koshatka Seman en su reciente libro Borderland Curanderos, el trabajo de Urrea y el de otros curanderos fue una forma de curación social y holística que surgió de las realidades de la colonización. Urrea practicaba una forma de medicina social que estaba íntimamente ligada al lugar y la cultura, y se basaba en la creencia de que la curación era un don otorgado por Dios que el curandero estaba obligado a compartir por el bien de la comunidad. El curanderismo abarcaba tanto el conocimiento como las conexiones con las personas, las plantas y los animales en un tiempo y lugar determinados. Los curanderos y parteras como Teresa Urrea poseían un conocimiento íntimo de las plantas y los animales locales y de los dones medicinales que ofrecían, y comprendían qué recursos sociales y espirituales estaban a su disposición y cómo debían utilizarlos para beneficiar a los demás. Se basaron en prácticas y medicinas que, después de casi 300 años de colonialismo, se convirtieron en una compleja amalgama de
plantas, animales y prácticas que provenían de fuentes nativas y extranjeras, incluidas África, Europa y Asia.
Teresa Urrea es más famosa por su trabajo como curandera, que a menudo encontraba sus remedios a través del tacto y entrando en un estado de trance, pero es importante reconocer que gran parte de su formación práctica como curandera provino de una mujer conocida como Huila o María Sonora, a quien algunos han identificado como yoeme (yaqui) y otros como una viuda mestiza. Era una partera respetada, así como curandera de la comunidad yoeme, y fue la mentora de Teresa Urrea. Según la historiadora Marian Perales, Urrea formó un vínculo profundo con la curandera mayor. Huila vivía en el rancho Cabora, donde Teresa vivía con su padre, y Huila curaba a sus residentes y supervisaba a los trabajadores domésticos de la hacienda. En su papel de curandera, Huila ayudaba a nacer a los bebés y dispensaba remedios caseros. Teresa Urrea acompañaba a Huila en sus rondas mientras cuidaba a los miembros de la comunidad, que fue como aprendió a usar hierbas para tratar una variedad de dolencias. Pero Perales continúa argumentando que mientras Huila se enfocaba en realizar las tareas físicas necesarias para la curación, como aplicar hierbas y cataplasmas, Teresa se enfocaba en el tacto para calmar a los pacientes, a menudo mientras ella misma entraba en un estado de trance.
En un relato del biógrafo William Curry Holden, Teresita describe a Huila como una figura central en la casa de los Urrea. Don Tomás, el padre de Teresita, tenía a Huila en alta estima por su sabiduría y su conocimiento enciclopédico de las hierbas y sus propiedades medicinales, así como por su reputación como una partera experta. Además de ser una experta curandera y partera, Huila sabía leer y escribir, era excepcional en costura y bordado, y era una excelente cocinera, todas habilidades que transmitió a las mujeres de la casa de los Urrea, incluida Teresa. Cuando la familia Urrea dejó Sinaloa para establecerse en Sonora, el padre de Teresita, Don Tomás, puso a Huila a coordinar la mudanza y el establecimiento de un nuevo hogar, incluida la supervisión de la preparación de alimentos, la jardinería, el cuidado de las numerosas aves de la familia, el lavado y planchado, la costura, el cuidado de los enfermos y el asesoramiento durante las disputas. La relación de Teresa Urrea con Huila era particularmente estrecha y emblemática de cómo la mayoría de las mujeres aprendieron obstetricia a fines del siglo XIX: a través de profundas conexiones sociales y emocionales con mujeres mayores que a menudo eran sus parientes. Huila le enseñó a Teresa sobre la obstetricia y la medicina herbal antes de que la joven curandera adquiriera sus otros dones curativos. Durante años, Teresa observó cómo Huila trataba a los enfermos y ayudaba a nacer a los bebés en la tierra de su padre y en la comunidad circundante. Aunque Urrea demostró un don
espiritual único para curar a los enfermos a través del tacto cuando era joven, también aprendió a usar hierbas para tratar diversas enfermedades y ayudar a dar a luz a los bebés de Huila, quien llegó a ser una figura materna para Teresa Urrea. Lo que diferenció a Teresa de Huila fue cómo recibió el don de Dios de la curación: después de experimentar una enfermedad grave que incluyó convulsiones, largos períodos de inconsciencia y días en estado de trance. Durante ese tiempo, Teresa tuvo visiones en las que la Virgen María le habló de su don para curar y le instruyó sobre cómo curarse a sí misma.
Como han observado las historiadoras Yolanda Chávez Leyva, Marian Perales y Jennifer Kaoshatka Seman, Teresa curó a miles de personas más, recurriendo al conocimiento indígena sobre cómo usar los sueños, la saliva, las hierbas y la tierra para curar, pero también a los rituales católicos, el simbolismo y materiales como el agua bendita. Los yoeme se encontraban entre sus seguidores más devotos, que peregrinaban a Rancho de Cabora para buscar atención médica. Para Urrea, el tacto y los sueños fueron fundamentales para aprender a curar y para resolver las enfermedades de algunas de las personas que acudían a ella, algo que también era cierto para los curanderos de varios grupos indígenas de Sonora.
El antropólogo checo Aleš Hrdlička observó que entre los akimel o’odham (pimas), los poderes curativos llegaban a algunas personas a través de sueños que el curandero luego compartía con la comunidad en general. Si los ancianos de la comunidad aceptaban la validez de estos sueños, entonces la persona se convertía en curandera sin ceremonia adicional. Entre los yoreme (mayos) del sur de Sonora, a principios del siglo XX, el antropólogo Ralph Beales encontró que los curanderos adquirían conocimientos sobre cómo tratar algunas enfermedades a través de los sueños. Por ejemplo, cuando una persona enfermaba por brujería, abandonaba su cuerpo y se perdía en los cementerios y las casas de su familia y vecinos. Si su condición persistía, un curandero acudía a curarla, utilizando los sueños y la administración de hierbas y raíces para encontrar el alma pérdida.
Si bien algunos de los críticos de Teresa de Urrea asociaban su poder de curación con la brujería y otros veían sus habilidades como extrañas y exclusivas de ella, sus habilidades estaban de hecho arraigadas en una larga historia de conocimientos y prácticas indígenas y europeas que combinaban el conocimiento botánico, el tacto, los sueños y el poder de Dios para curar cuerpos y almas. El curanderismo fue y sigue siendo un conjunto de prácticas y creencias destinadas a curar cuerpos individuales y un tejido social marcado por el colonialismo. Como tal, Teresa de Urrea fue parte de una larga línea de curanderos que entendieron las implicaciones políticas del bienestar del cuerpo, que nuestros cuerpos no existen y nunca han existido aislados del mundo que habitamos.
las nuevas b del sigloXXI
ada uno de nosotr@s tiene una idea sobre las brujas. El universo de las brujas habita en nuestra psique, se mete en los intersticios de nuestra cotidianidad, crecimos con leyendas sobre ellas avivando nuestra imaginación. A lo largo de la historia, la bruja ha sido considerada como una degradación deliberada de las sacerdotisas, de las sibilas y de las magas druídicas. Son representadas en formas fantásticas, cabalgando al lomo de una escoba desplazándose en el firmamento con la luna llena completando la imagen. Lo sabemos, la bruja es un personaje recurrente de la imaginería y se reproduce en cuentos, novelas, películas, poemas y otras expresiones culturales.
Pero las brujas que yo quiero abordar son las que hacen la literatura sonorense contemporánea y las que aparecen representadas en ella. Son personajas-brujas que habitan entre nosotros, carcomiéndonos la entraña, representando la realidad que vivimos las mujeres del nuevo milenio en un mundo que, si bien nos lo estamos reapropiando, también es cierto que seguimos narradas bajo el relato del patriarcado (justamente, en los países latinoamericanos ser mujer es sinónimo de peligro, de muerte simbólica, de feminicidios). Recordemos que las leyendas sobre las brujas parten de referentes de ancianas que “afirmaban conocer hierbas medicinales y otros filtros” (Umberto Eco, Historia de la fealdad, p.203), artificios relacionados con la hechicería, la credulidad popular y el demonio. Pero, ¿quiénes son las brujas literarias de Sonora? Son escritoras como Suzette Celaya, Claudia Reyna, Selene Carolina, Sylvia Aguilar Zeleny o Sylvia Arvizu, entre otras voces soberanas que evidencian en mundos hiperrealistas o postapocalípticos una estética de la violencia y la crueldad presentes en pleno siglo XXI. A través de sus mundos narrados sumergen a los lectores y lectoras en las profundidades de la naturaleza humana. Pienso, por ejemplo, en la personaja-bruja Violeta (Nosotras, 2020) de Celaya que, espejo en mano, a manera de pitonisa deambula con los huesos de sus muertas narrando el feminicidio de Cora y el saqueo de un pueblo que fenece bajo el agua; o Reyna (Basura, 2022) de Zeleny Aguilar, que regenta un prostíbulo que termina constituyendo un refugio para mujeres que —como Alicia, que vive entre los desechos— evidencia el abandono, la marginalidad y la violencia de género que sufren las mujeres en espacios fronterizos.
Al intentar hablar con mis muertas siento dolor. Como si la garganta se me cerrara y ahora tuviera que hablar con ellas en otro lenguaje.
—Suzette Celaya
brujas
Por Coyo G. Bojórquez
También están las personajas-brujas hiperrealistas, configuradas como monstruas, etéreas, insaciables, oprimidas, presas, fantásticas, transformadas, mudando la piel o configuradas en vacíos infinitos o mundos alternos, como sucede con las configuraciones femeninas de Sylvia Arvizu en Morir de tiricia y carcelazo (2022) presas, agónicas; o Tulipán de Selene Carolina en Love is love, o de cómo me ato las cintas (2019), que tiene sexo con todos y todas, el cuerpo como frontera liminal entre lo humano-inhumano; en el universo de 1% Monstruo (2021) de Reyna, el otro 99% nos representa a nosotros, los lectores, y todo aquello que acecha en nuestra oscuridad.
Brujas todas. Infinitas. Transgresoras. Representando la historia de brujas-mujeres de todos los tiempos, más allá de la idea satanizada, son seres humanos que habitan el mundo, que cargan historias, infantes, enfermos, flores, bolsas de alimentos, libros, mascotas, sueños, lágrimas, carcajadas, secretos, frustraciones, alegrías, …miedos. Siempre mujeres vinculando lo visible de lo invisible, lo humano con lo divino. Confrontándonos con aquello que nos hace humanos, sobreviviendo y reinventando nuestra realidad social.
Las brujas-escritoras latinoamericanas del siglo XXI representan el nuevo boom literario que, a través sus propuestas estéticas, nos obliga a resignificar la idea medieval sobre la bruja. Quisiera contarles más sobre las personajas- brujas que pueblan el universo literario pero ya saben, la extensión del texto, el infame editor apremiando (como siempre), así que les dejo aquí algunas autoras latinoamericanas para que devoren sus mundos narrados: María Fernanda Ampuero con Sacrificios humanos (2023); Claudia Ulloa Donoso con Yo maté a un perro en Rumania (2022); Liliana Colanzi Ustedes brillan en lo oscuro (2022); Cristina Rivera Garza con El invencible verano de Liliana (2021); Mariana Enríquez con Nuestra parte de noche (2019); Dolores Reyes con Cometierra (2019); Guadalupe Nettel con El matrimonio de los peces rojos (2018); Fernanda Melchor con Temporada de huracanes (2017); Liliana Blum con El monstruo pentápodo (2017); Samanta Schweblin con Siete casas vacías (2015); Ana Clavel con El amor es hambre (2015); Claudia Salazar Jiménez con La Sangre de la aurora (2013); Valeria Luiselli con Los ingrávidos (2011); Daniela Tarazona con El animal sobre la piedra (2008) y Cecilia Eudave con Bestiario vida (2008), entre muchas otras escritoras que se suman a este aquelarre literario.
Finalmente, soy una bruja más, como ustedes, signada en el desierto, en plena canícula, soleada entre los salones de clase, escribiendo este brevísimo acercamiento a las nuevas personajasbrujas que constituyen la estética literaria del siglo XXI. ¿Qué piensan de las brujas del nuevo milenio? ¿Existen o son parte de la imaginería? Las brujas contemporáneas, además de realizar pócimas secretas para invocar la lluvia en el desierto, asisten a las universidades, salen a las calles, reformulan leyes, trabajan extenuantemente como amas de casa, en las maquiladoras, en las gasolinerías, en las tiendas de conveniencia; están presas en las oficinas, en las cárceles, en los hospitales psiquiátricos o deambulan por las calles de Hermosillo. Otras hacen música, cantan, bailan, pintan o simplemente escriben.
History of Witchcraft, Magic, and the Occult
This course explores the global history and theory of witchcraft and the occult from antiquity to the 20th century, focusing on events and practices in the West. It covers magic, demonology, witch trials, the role of religion, changes in torture and law, the 19th-century revival of the occult, the development of Wicca, and ongoing concerns about witchcraft in countries like Angola. The course examines both men’s and women’s experiences with the supernatural, analyzing how gender perceptions shaped ideas about witchcraft. Students will study historical, legal, medical, and anthropological aspects, using original documents to understand past worldviews.
Navarrete 127
Hermosillo, Son, Mex.
Esta bebida espiritual fue creada a partir de dos cosechas de la sierra sonorense:
Y LA MANZANA.
De esta mezcla resulta un sabor único, añejo.
Dicho proceso, y el de «envasar» la manzana, reportan una complejidad extra al ya singular proceso de creación de un destilado como el bacanora.
Cien por cien artesanal, DOS VIEJOS ES DE EDICIÓN LIMITADA y su nombre es un homenaje a nuestros ancestros, apasionados de la vida serrana, los señores Gilberto Rivera y Humberto Apodaca.