Otto dix textos literarios definitivos

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Por lo visto Por lo visto es posible declararse hombre. Por lo visto es posible decir no. De una vez y en la calle, de una vez, por todos y por todas las veces en que no pudimos. Importa por lo visto el hecho de estar vivo. Importa por lo visto que hasta la injusta fuerza necesite, suponga nuestras vidas, esos actos mínimos a diario cumplidos en la calle por todos. Y será preciso no olvidar la lección: saber, a cada instante, que en el gesto que hacemos hay un arma escondida, saber que estamos vivos aún. Y que la vida todavía es posible, por lo visto. JAIME GIL DE BIEDMA


LOS JUSTOS Un hombre que cultiva un jardín, como quería Voltaire. El que agradece que en la tierra haya música. El que descubre con placer una etimología. Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez. El ceramista que premedita un color y una forma. Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada. Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto. El que acaricia a un animal dormido. El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho. El que agradece que en la tierra haya Stevenson. El que prefiere que los otros tengan razón. Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.

JORGE LUIS BORGES


LA GUERRA, MADRE La Mi Mi La Mi La

guerra, madre: la guerra. casa sola y sin nadie. almohada sin aliento. guerra, madre: la guerra. almohada sin aliento. guerra, madre: la guerra.

La La Mi La Mi La

vida, madre: la vida. vida para matarse. corazón sin compaña. guerra, madre: la guerra. corazón sin compaña. guerra, madre: la guerra.

¿Quién mueve sus hondos pasos En mi alma y en mi calle? Cartas moribundas, muertas. La guerra, madre: la guerra. Cartas moribundas, muertas. La guerra, madre: la guerra. MIGUEL HERNÁNDEZ


LETRILLA DE UNA CANCIÓN DE GUERRA

Déjame que me vaya, madre, a la guerra. Déjame, blanca hermana, novia morena. Déjame. Y después de dejarme junto a las balas, mándame a la trinchera besos y cartas. Mándame. MIGUEL HERNÁNDEZ


TRISTES GUERRAS Tristes guerras si no es amor la empresa. Tristes, tristes. Tristes armas si no son las palabras. Tristes, tristes. Tristes hombres si no mueren de amores. Tristes, tristes. MIGUEL HERNĂ NDEZ


LA MUERTE DEL NIÑO HERIDO Otra vez en la noche… Es el martillo de la fiebre en las sienes bien vendadas del niño. —Madre, ¡el pájaro amarillo! ¡Las mariposas negras y moradas! Duerme, hijo mío. —Y la manita oprime la madre, junto al lecho. —¡Oh, flor de fuego! ¿Quién ha de helarte, flor de sangre, dime? Hay en la pobre alcoba olor de espliego; —

fuera, la oronda luna que blanquea cúpula y torre a la ciudad sombría. Invisible avión moscardonea. ¿Duermes, oh dulce flor de sangre mía? El cristal del balcón repiquetea. —¡Oh, fría, fría, fría, fría, fría! —

ANTONIO MACHADO


LA PARÁBOLA DEL HOMBRE VIEJO Y El JOVEN Así que Abraham se alzó, partió la leña, llevó con él el fuego y un cuchillo; cuando juntos, al fin, se detuvieron, Isaac, el primogénito, le dijo: "He aquí lo necesario, fuego y hierro, ¿mas dónde está el cordero de esta ofrenda?". Abraham ató a su hijo con correas, construyó parapetos y trincheras y enarboló el puñal para matarlo cuando un ángel, llamándolo del cielo, le dijo: "Retira ya tu mano del muchacho, no le hagas ningún daño. Hay un carnero que es presa de ese arbusto por los cuernos: ofrécelo mejor en sacrificio". Pero el viejo rehusó, mató a su hijo y, uno a uno, a los jóvenes de Europa. Wilfred Owen (escrito entre 1917 y 1918, en plena Primera Guerra Mundial)


INSENSIBILIDAD (Fragmento VI)

Maldito al que no aturden los cañones, pues será como piedra. Triste y mezquino sea en su miseria aquel que nunca tuvo sencillez: a conciencia eligieron ser inmunes a la piedad y a todo cuanto en el hombre llora, ante el último mar y las tristes estrellas, a cuanto gime cuando muchos abandonan estas costas, y a cuanto toma parte en el tráfico eterno de las lágrimas. Wilfred Owen (escrito entre 1917 y 1918, en plena Primera Guerra Mundial)


DISCAPACITADO Sentado en una silla de ruedas, esperaba la noche y temblaba en su horrible traje gris, sin piernas, la manga cosida en el codo. Las voces de los chicos, como un himno, corrían en sus juegos por la tarde hasta que el sueño fue alejándolos.

En este tiempo Londres solía estar alegre: florecían las lámparas en los árboles celestes y, en esa tenue luz, las chicas sonreían. Aquellos viejos tiempos, cuando aún tenía piernas. Ahora nunca podría volver a sentir cuán delgadas son las cinturas de las chicas, o cuán cálidas sus manos. Todo el mundo lo toca como a un desecho obsceno.

Hubo un artista loco por su cara porque era aún más joven que su juventud, el año pasado. Ahora es viejo; su espalda no se dobla y ha perdido su sangre muy lejos de aquí. La ha derramado en los hoyos de las bombas hasta que se secaron [sus venas,


y la mitad de su vida la pasó en la carrera y en el chorro rojizo que brotaba del muslo.

En un tiempo le gustó una mancha de sangre corriéndole por la [pierna después de un buen partido, cuando lo llevaban en hombros. Un día, tras el fútbol, cuando había tomado unas copas, pensó que mejor era alistarse. Aún no sabe por qué. Alguien le dijo que parecería un dios con faldas escocesas. Por eso, y también, tal vez, por gustarle a su chica. Por eso se alistó. No tuvo que insistir con su mentira: “Diecinueve”, escribieron.

No pensó en alemanes ni en austríacos, le daba igual su culpa. Aún no tenía miedo al miedo: pensó en las ricas joyas de las empuñaduras de una daga, en el marcial saludo, el cuidado de un rifle, los permisos, las pagas, los ingenuos reclutas. Lo llamaron a filas con tambores y vítores. Algunos celebraron su regreso, pero no con el gozo con que se canta un gol. Uno le dio las gracias, le preguntó por su alma.


Ahora pasará seis años de hospitales, hará cuanto las normas establecen y aceptará la compasión que toque en suerte. Hoy ha advertido cómo los ojos de las chicas lo abandonaban por los hombres completos. Es tarde y hace frío. ¡Por qué tardan en venir a acostarle? ¿Por qué tardan?

Wilfred Owen (escrito entre 1917 y 1918, en plena Primera Guerra Mundial)


EL CENTINELA Habíamos encontrado el antiguo pozo de un boche, él lo supo y nos mandó un infierno de bombas y bombas enloquecidas que aporrearon desde arriba, aunque ninguna logró darle de lleno. En cascadas de fango, la lluvia, hora tras hora, llevaba la crecida hasta nuestra cintura y hacía impracticable la escalera. El aire que quedaba adentro era apestoso, amargo con el humo y el olor de los hombres que allí habían vivido dejando su destino o su cuerpo. Y allí nos refugiamos de las bombas hasta que al fin dio con nosotros una que apagó nuestro aliento y las velas. Después, tropezando en el fango y su diluvio, cayó por la escalera el cuerpo inerte del centinela, y luego el rifle, algunos restos de viejas bombas alemanas y más barro. Dándolo por muerto lo subimos, hasta que gimió: "iSeñor, mis ojos! ¡Estoy ciego!, ¡estoy ciego!". Lo calmé, le puse una llama cerca de los párpados


y le dije que si veía algún atisbo de luz no estaba ciego; con el tiempo se pondría bien. "¡Nada!", sollozaba. Y esos ojos como platos todavía me miran en mis sueños. Lo dejé allí, pedí unas parihuelas y seguí a trompicones a otro puesto y otra misión, bajo el aullido de aquel aire. Aquellos pobres que sangraban, vomitaban, o aquel otro que prefería haberse ahogado… Intento ya no recordarlos nunca. Pero por esta vez dejemos que el horror regrese: escuchando los golpes y sollozos y el rechinar salvaje de sus dientes cuando las explosiones golpeaban sobre el techo y el aire del refugio, al centinela lo oímos a través de aquel estruendo: “¡Veo una luz!”. Pero la mía estaba ya apagada.

Wilfred Owen (escrito entre 1917 y 1918, en plena Primera Guerra Mundial)


AL FIN DE LA BATALLA Al fin de la batalla, y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre y le dijo: «¡No mueras, te amo tanto!». Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo. Se le acercaron dos y repitiéronle: «¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!». Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo. Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil, clamando: «¡Tanto amor y no poder nada contra la [muerte!». Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo. Le rodearon millones de individuos, con un ruego común: «¡Quédate hermano!». Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo. Entonces, todos los hombres de la tierra le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado; incorporóse lentamente, abrazó al primer hombre; echóse a andar...

César Vallejo


IMRE KERTÉSZ (PREMIO NOBEL DE LITERATURA, 2002) SOBRE AUSCHWITZ “¿Existe algún símbolo válido? La mitología moderna empieza con una

gigantesca negatividad: Dios creó el mundo, el ser humano creó Auschwitz”.

“Lo que descubrí en el Holocausto fue la condición humana, la estación final

de una gran aventura a la que el hombre europeo llegó después de dos mil años de cultura ética y moral”.

“No olvidemos que Auschwitz no fue disuelto por ser Auschwitz, sino porque

la evolución de la guerra dio un vuelco; y desde Auschwitz no ha ocurrido nada que podamos vivir como una refutación de Auschwitz”.

“Y dejad de decir por fin, dije con toda probabilidad, que Auschwitz no tiene

explicación, que Auschwitz es el producto de fuerzas irracionales, inconcebibles para la razón, porque el mal siempre tiene una explicación racional, es posible que el propio Satanás sea irracional, como lo es Yago, pero sus criaturas sí son racionales, todos sus actos se derivan de algo, igual que una fórmula matemática; se derivan de algún interés, del afán de lucro, de la pereza, del deseo de poder y de placer, de la cobardía, de la satisfacción de este o de aquel instinto, y si no, pues de alguna locura”.

No hay manera de curarse de Auschwitz, nadie se recupera jamás de la enfermedad que es Auschwitz”. “


La mariposa La última, la última de todas, de un amarillo tan intenso y vivo que deslumbra. Tal vez si las lágrimas del sol cantaran contra una piedra blanca... Ese amarillo sin par se eleva etéreo hacia lo alto. Y se fue… Sin duda deseaba despedirse del mundo con un beso. Siete semanas aquí he vivido enclaustrado en este gueto. Pero aquí he encontrado lo que amo: los amargones me llaman y las blancas ramas de los castaños del patio. Solo que nunca más vi una mariposa. Esa mariposa fue la última. Las mariposas no viven aquí adentro, en el gueto.

Pavel Friedman (muerto en Auschwitz, en 1944)


NOCTURNO Cuando tanto se sufre sin sueño y por la sangre se escucha que transita solamente la rabia, que en los tuétanos tiembla despabilado el odio y en las médulas arde continua la venganza, las palabras entonces no sirven: son palabras. Balas. Balas. Manifiestos, artículos, comentarios, discursos, humaredas perdidas, neblinas estampadas. ¡Qué dolor de papeles que ha de barrer el viento, qué tristeza de tinta que ha de borrar el agua! Balas. Balas. Ahora sufro lo pobre, lo mezquino, lo triste, lo desgraciado y muerto que tiene una garganta cuando desde el abismo de su idioma quisiera gritar lo que no puede por imposible, y calla. Balas. Balas. Siento esta noche heridas de muerte las palabras.

RAFAEL ALBERTI


El campo de batalla Hoy voy a describir el campo de batalla tal como yo lo vi, una vez decidida la suerte de los hombres que lucharon muchos hasta morir, otros hasta seguir viviendo todavía. No hubo elección: murió quien pudo, quien no pudo morir continuó andando, era verano, invierno, todo un año o más quizá, era la vida entera aquel enorme día de combate. Por el Oeste el viento traía sangre, por el Este la tierra era ceniza, el Norte entero estaba bloqueado por alambradas secas y por gritos, y únicamente el Sur, tan sólo el Sur, se ofrecía ancho y libre a nuestros ojos. Pero el Sur no existía: ni agua, ni luz, ni sombra, ni ceniza llenaban su oquedad, su hondo vacío: el Sur era un inmenso precipicio, un abismo sin fin de donde, lentos, los poderosos buitres ascendían.


Nadie escuchó la voz del capitán porque tampoco el capitán hablaba. Nadie enterró a los muertos. Nadie dijo: "Dale a mi novia esto si la encuentras un día" Tan sólo alguien remató a un caballo que, con el vientre abierto, agonizante, llenaba con su espanto el aire en sombra: el aire que la noche amenazaba. Quietos, pegados a la dura tierra, cogidos entre el pánico y la nada, los hombres esperaban el momento último, sin oponerse ya, sin rebeldía. Algunos se murieron, como dije, y ,los demás, tendidos, derribados, pegados a la tierra en paz al fin, esperan ya no sé qué -quizá que alguien les diga: "amigos, podéis iros, el combate..." Entre tanto, es verano otra vez, y crece el trigo en el que fue ancho campo de batalla.

ÁNGEL GONZÁLEZ


Los lomos de los caballos brillan bajo la luna; sus movimientos son hermosos, agitan la cabeza y sus ojos brillan. Los camiones y los cañones parecen resbalar sobre un fondo de paisaje lunar; los jinetes, con sus cascos de acero, parecen caballeros de una época pasada; resulta hermoso, conmovedor… Una claridad incierta, rojiza, se extiende de un extremo al otro del horizonte. Está en constante movimiento, atravesado por los fogonazos de las baterías. Las esferas luminosas se elevan por encima, círculos rojos y plateados, que estallan y caen como lluvia en forma de estrellas rojas, verdes y blancas. Las bengalas francesas salen disparadas, despliegan en el aire un paracaídas de seda y descienden lentamente. Lo iluminan todo como si fuera de día, su resplandor llega hasta nosotros, y vemos nuestra sombra claramente perfilada en el suelo. Planean unos minutos antes de consumirse. De inmediato disparan más bengalas, por todas partes, y de nuevo se divisan las estrellas azules, rojas y verdes… Los reflectores comienzan a explorar el cielo oscurecido. Resbalan por él como enormes reglas, más estrechas en un extremo. Uno de ellos queda inmóvil y apenas tiembla un poco. De inmediato un segundo reflector llega junto a él, ambos se cruzan e iluminan un insecto negro que intenta escapar: un avión. El piloto, cegado, pierde el control y vacila… Veo las estrellas, las bengalas y por un momento tengo la impresión de haberme dormido durante una fiesta en un jardín… —Qué

hermosos fuegos artificiales, si no fueran tan peligrosos...

ERICH MARÍA REMARQUE (Fragmento de la novela Sin novedad en el frente -1929-)


…Todo

es cuestión de acostumbrarse; incluso a la trinchera. Esa costumbre es la razón de que, aparentemente, olvidemos tan deprisa. Anteayer estábamos todavía en medio del fuego; hoy hacemos tonterías y perdemos el tiempo por los alrededores; mañana volveremos a las trincheras. En realidad, no olvidamos nada. Mientras permanecemos en la retaguardia, los días de frente, cuando ya han transcurrido, se hunden como piedras en nuestro interior, porque son demasiado pesados como para poder pensar en ellos de inmediato. Si lo hiciéramos, acabarían con nosotros, pues me he dado cuenta de esto: mientras permaneces agachado en la trinchera, el horror puede soportarse, pero en cuanto reflexionas sobre él, te mata. Del mismo modo en que nos convertimos en bestias cuando vamos al frente porque eso es lo único que nos permite resistir, nos volvemos unos bromistas superficiales y dormilones cuando nos encontramos en la retaguardia. No podemos impedirlo, es más fuerte que nosotros. Queremos vivir a cualquier precio; no podemos cargarnos con sentimientos que pueden resultar muy decorativos en tiempos de paz, pero que aquí resultan falsos… El horror del frente se hunde en nuestro interior en cuanto le volvemos la espalda; lo acuciamos con bromas innobles y feroces… ¡Pero no olvidamos!... Lo sé; todo lo que ahora, mientras combatimos, se hunde en nuestro interior como una piedra, emergerá de nuevo cuando la guerra termine y entonces será cuando empiece el conflicto a vida o muerte.

ERICH MARÍA REMARQUE (Fragmento de la novela Sin novedad en el frente -1929-)


Extenuados por las fatigas de aquella dura jornada nos sentamos dentro de nuestros agujeros, excepto los centinelas que quedaron de guardia. Me eché sobre la cabeza el desgarrado capote del hombre que había muerto a mi lado y me sumí en un agitado sueño. Me desperté cuando estaba amaneciendo; tiritaba de frío. Descubrí entonces que me hallaba en una situación lamentable. Llovía a cántaros y los regatos de la carretera vertían el agua en el fondo del agujero en que estaba sentado. Levanté un pequeño dique e intenté achicar el agua con la tapadera de mi cacerola. Como los regatos traían cada vez más agua fui haciendo mas y más alto mi parapeto; al fin la presión cada vez mayor del agua derribó mi débil construcción y una sucia corriente burbujeante llenó hasta arriba mi agujero. Mientras procuraba repescar del cieno la pistola y el casco de acero, el pan y el tabaco fueron arrastrados a lo largo de la cuneta de la carretera; algo parecido les ocurrió también a los demás moradores de aquel lugar. Temblorosos y ateridos, con el cuerpo completamente empapado, estábamos de pie en medio del cieno de la carretera y éramos conscientes de que el próximo bombardeo nos sorprendería sin ningún lugar donde refugiarnos. Fue una mañana atroz. Una vez más pude comprobar que ningún fuego de artillería es capaz de quebrantar la fuerza de resistencia con la eficacia con que lo hacen la humedad y el frío.

ERNST JÜNGER (Fragmento de la novela Tempestades de acero, sobre la PRIMERA GUERRA MUNDIAL. Publicada por primera vez en 1920)


A las nueve de la mañana entró en acción nuestra artillería lanzando enormes ráfagas de proyectiles. Entre las once y cuarenta y cinco y las once y cincuenta el cañoneo adquirió tal intensidad que se transformó en tiro de tambor. El bosque de Bourlon, que, en razón de sus poderosas fortificaciones, no iba a ser atacado de frente, sino dejado a un lado, desapareció bajo nubes de gas de color verde amarillento. A las once y cincuenta vimos con nuestros prismáticos cómo del desierto campo de embudos surgían líneas de tiradores, mientras en la retaguardia las baterías enganchaban los caballos y avanzaban al galope para cambiar de posición. Un avión alemán incendió con sus disparos un globo cautivo inglés; los observadores que en él estaban saltaron en paracaídas. El avión dio aún varias vueltas alrededor de quienes se balanceaban en el aire y los tiroteó con proyectiles trazadores — otro indicio de que la guerra se volvía cada vez más implacable. Tras haber seguido expectantes el ataque, desde las alturas del parque del castillo, vaciamos un plato de fideos y nos echamos en el helado suelo para dormir la siesta. A las tres de la tarde se nos ordenó que avanzásemos hasta el puesto de mando del regimiento; se encontraba oculto dentro de la esclusa de un lecho desecado del canal. Bajo un tiroteo débil y disperso recorrimos ese camino por secciones. Desde allí las compañías séptima y octava fueron enviadas hacia adelante, al jefe de las tropas de reserva; iban a relevar a dos-compañías del 225° Regimiento. Los quinientos metros que habíamos de recorrer dentro del lecho del canal se hallaban sometidos a un intenso fuego de cerrojo. Nos apelotonamos en un grupo compacto y echamos a correr hacia nuestro objetivo, al que llegamos sin sufrir bajas. Los numerosos muertos que encontramos delataban que varias compañías ya habían pagado allí su tributo de sangre. Las tropas de refuerzo se apretaban contra los taludes del canal; con una prisa febril estaban ocupadas en abrir en las paredes de cemento agujeros que les sirvieran de refugio. Como todos los sitios estaban ocupados, y como aquel lugar, que era una divisoria de terrenos, atraía hacia sí el fuego, conduje a mi compañía a un cercano campo de embudos situado a la derecha y dejé que cada cual se instalase allí como quisiera. Un chirriante casco de metralla fue a estrellarse contra mi bayoneta. Tebbe y su Octava Compañía siguieron nuestro ejemplo. El y yo elegimos un embudo que nos pareció apropiado y lo cubrimos con una lona de tienda de campaña. Luego encendimos allí dentro una vela, cenamos, fumamos nuestras pipas y estuvimos charlando, todo ello mientras tiritábamos de frío. Tebbe, que conservaba maneras de dandy incluso en parajes tan inhóspitos como aquél, estuvo contándome una larga historia acerca de una chica que en Roma había posado de modelo para él.

ERNST JÜNGER (Fragmento de la novela Tempestades de acero, sobre la PRIMERA GUERRA MUNDIAL. Publicada por primera vez en 1920)


El niño no reparó en todos estos detalles que sólo hubiera podido advertir un espectador de más edad. Sólo vio una cosa: eran hombres, y sin embargo se arrastraban como niñitos. Eran hombres, nada tenían pues de terrible, aunque algunos llevaran vestimentas que desconocía. Caminó libremente en medio de ellos, mirándolos de cerca con infantil curiosidad. Los rostros de todos eran singularmente pálidos; muchos estaban cubiertos de rastros y gotas rojas. Esto, unido a sus actitudes grotescas, les recordó al payaso pintarrajeado que había visto en el circo el verano anterior, y se puso a reír al contemplarlos. Pero esos hombres mutilados y sanguinolentos no dejaban de avanzar, sin advertir, al igual que el niño, el dramático contraste entre la risa de éste y su propia y horrible gravedad. Para el niño era un espectáculo cómico. Había visto a los negros de su padre arrastrarse sobre las manos y las rodillas para divertirlo: en esta posición los había montado, «haciendo creer» que los tomaba por caballos. Y entonces se aproximó por detrás a una de esas formas rampantes, y después, con un ágil movimiento, se le sentó a horcajadas. El hombre se desplomó sobre el pecho, recuperó el equilibrio, furiosamente, hizo caer redondo al niño como hubiera podido hacerlo un potrillo salvaje y después volvió hacia él un rostro al que le faltaba la mandíbula inferior; de los dientes superiores a la garganta, se abría un gran hueco rojo franjeado de pedazos de carne colgante y de esquirlas de hueso. La saliente monstruosa de la nariz, la falta de mentón, los ojos montaraces, daban al herido el aspecto de un gran pájaro rapaz con el cuello y el pecho enrojecidos por la sangre de su presa. El hombre se incorporó sobre las rodillas. El niño se puso de pie. El hombre lo amenazó con el puño. El niño, por fin aterrorizado, corrió hasta un árbol próximo, se guareció detrás del tronco, y después encaró la situación con mayor seriedad. Y la siniestra multitud continuaba arrastrándose, lenta, dolorosa, en una lúgubre pantomima, bajando la pendiente como un hormigueo de escarabajos negros, sin hacer jamás el menor ruido, en un silencio profundo, absoluto.

AMBROSE BIERCE (1842- 1914) (Fragmento del cuento “Chickamauga”)


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