Contratiempo 05 - Septiembre 2003

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y una libreta del delantal. “¿Qué va a ordenar?” Ralph cerró el menú y lo deslizó sobre el mostrador. “Dos huevos overeasy”, dijo. La mesera era menor que Carla, más bonita, y usaba anteojos. Era zurda, y eso le gustó a Ralph. “¿Cómo te llamas?”, le preguntó. “Pero hace cinco años tuve un buen trabajo en un matadero”, dijo Joaquín sin que nadie le preguntara. La mesera miró a Ralph con poco interés. Sus ojos eran del color de la miel. “¿Qué quiere con los huevos?”, preguntó. “Salchicha". “Ahí maté muchos marranos”, dijo Joaquín. “¿Papas al horno o hash browns?”, preguntó la mesera. “Y vacas también”. “Hash browns”, dijo Ralph devolviendo el menú a su lugar. La mesera se caló los anteojos, se colocó el lápiz detrás de la oreja y fue a buscar la taza de café. “Pero con las vacas se necesita ayuda porque son muy pesadas”, dijo Joaquín. “Uf, y cómo patean”. “¿Ah, sí?”, dijo Ralph, poco interesado en el tema. “Sí. Y pesan un montón”. La mesera regresó con el café. Puso la taza en el mostrador mientras Ralph encendía un cigarrillo. “¿Cómo me dijiste que te llamabas?”, le preguntó. “No le dije”, contestó ella tajantemente y se marchó. “Hace cinco años trabajé de carnicero en un matadero”, siguió Joaquín. “Era el mejor empleado de todos”. Se miró las palmas y rió nerviosamente. Se las mostró a Ralph. “Mira estas manos, Ralph”, dijo. Los dedos eran gruesos y toscos, y las palmas estaban llenas de cicatrices y verdugones. “Era el mejor del changarro porque mis cuchillos eran los más afilados. No señor, nadie se metía conmigo”. Ralph lo miró sin decir nada mientras se tomaba el café y fumaba. Con la mirada peinó el local. El periscopio se detuvo en la mesera, que estaba enfrascada en sus faenas e iba de un lugar a otro. Vio la lengua de ella salir de los labios rojos y relamerlos lentamente cuando le entregó la orden al cocinero. Cuando ella se agachó para agarrar una barra de pan, vio cómo las nalgas se le convirtieron en un corazón invertido, frondoso, contra el que se recortaba el borde de los panties. Y por último, que fue lo más hermoso, vio cómo los pechos se le abultaron y se ofrecieron hacia adelante cuando ella alzó los brazos para arreglarse el pelo. “Los marranos son fáciles de matar”, continuó Joaquín. “Y también son baratos. Tengo un amigo que tiene un rancho de marranos. Sí, señor, mi amigo se especializa en marranos. Y los vende baratos”. Se inclinó hacia Ralph y dijo en voz baja: “De vez en cuando me llama para que le mate uno o dos”. Su mirada de ojos verdes estaba serena, pero las manos se movían inquietas. “Entonces agarro la Greyhound a su rancho, escojo uno que tenga tres o cuatro meses y asunto terminado”. Ralph miró a Joaquín con detenimiento y como por primera vez notó su perfil maya, de estela de Copán, los dientes que sobresalían del labio superior. Se fijó en el sobretodo abotonado hasta el cuello y en las hojuelas blancas, casposas, que le espolvoreaban los hombros. De pronto le llegó el aroma de salchicha friéndose. Uno de los hombres sentados a la mesa del centro se levantó y caminó al mostrador, detrás del cual estaba la mesera limpiando botellas de salsa de tomate. Ralph vio que el hombre le pasó unos billetes. “Gracias, Dorothy”, dijo cordialmente, alzándose la gorra en un gesto rápido y tímido. Dorothy agarró los billetes, los contó y sonrió. “Gracias, Tony”, dijo. “Ten un buen día”. “Y no les cuesta morirse”, dijo Joaquín. “Casi no chillan. Tienen la piel muy suave y de ella puedes sacar el mejor chicharrón del mundo”. Al decir esto

se besó los dedos como un chef francés. “Sí, señor, el mejor chicharrón del mundo”. “¿Qué pasó?” preguntó Ralph. “¿Por qué te fuiste del matadero?” “Porque no había ganancia”, contestó Joaquín. “Y yo creo que porque no le caía bien al mayordomo. Él también era un marrano, pero de otro tipo. A los gringos como él no le caen bien los mexicanos. No señor, los mexicanos no les caemos tan bien que digamos”. “¿Cuánto cuesta uno de esos marranos como los que matas?” preguntó Ralph por seguirle la corriente. “Diez, quince dólares, Ralph. No más de veinte dólares”. Ralph aplastó el cigarrillo en el cenicero y no dijo nada. “¿Quieres uno, Ralph? Le puedo preguntar a Mr. Bill –así se llama mi amigo– y tal vez nos dé una rebajita. Mr. Bill me quiere mucho”. Joaquín le dio un sorbo a su café. “Y yo lo mato de gratis. Lo único que tienes que hacer es darme un poco de la carne. Es todo”. La mesera llegó con el desayuno de Ralph. Puso el plato humeante frente a él y le dio los cubiertos envueltos en una servilleta. “Gracias, Dorothy”, dijo Ralph mostrando su mejor sonrisa.

Dorothy se marchó sin decir nada. “¿Qué te parece, Ralph?”, preguntó Joaquín. Ralph observó a Dorothy marcharse. “¿Qué me parece qué?”, preguntó mientras cortaba los huevos y dejaba que el jugo de las yemas se escurriera por debajo de la salchicha. “Que tú compres un marranín y yo lo mate", dijo Joaquín, riendo nerviosamente. “Te digo que es lo más fácil del mundo. Lo amarramos y le metemos el cuchillo en el costado –aquí”, y se golpeó las costillas, justo debajo del corazón. “Y después ¡zas! –listo y servido. Fácil, fácil. ¿Qué dices?” Ralph no dijo nada. Se metió varias veces el tenedor a la boca y masticó lentamente. “Quién sabe”, contestó al cabo de un rato, con la boca llena. “Piénsalo todo lo que quieras, Ralph", dijo Joaquín. “Yo sé que es difícil decidirse. Desayuna tranquilo y después me dices. Sí, señor. Tengo todo el tiempo del mundo porque no hay trabajo”. Se miró las uñas y se cercioró de que estaban limpias. “No, señor, hoy no hay trabajo. Y yo creo que mañana tampoco”. Ralph llamó a Dorothy. La miró acercarse; le gustaba cómo el uniforme le quedaba, ceñido de la cintura y amplio

de las piernas, y cómo las caderas se movían bajo la tela blanca, almidonada. Sonrió cuando ella se detuvo frente a él. “Te olvidaste del pan, Dorothy”, dijo, satisfecho de haberla hecho caminar hacia él. Se limpió la boca con la servilleta. “Si quieres me das tu número de teléfono, Ralph”, dijo Joaquín. “¿Qué tipo de pan desea?” “De trigo”. Dorothy se marchó a preparar el pan. “Te puedo llamar en dos o tres meses”, dijo Joaquín. “Y mientras tanto, le puedo decir a Mr. Bill que nos aparte un marranillo, el más grandecito que tenga pero tampoco tan grande”. Una pareja de viejos entró al restaurante y se sentó a una mesa al otro extremo del comedor. Dorothy agarró dos menús y se dirigió hacia ellos cargándolos bajo el brazo. Ralph la observó mientras comía. Ella sonrió y les dio la bienvenida. Intercambiaron unas palabras, ella puso los menús sobre la mesa y apuntó algo en su libreta. A Ralph definitivamente le gustaba que escribiera con la zurda. La vio calarse los anteojos, ir a la cafetera, servir dos cafés, uno de ellos descafeinado, y regresar a la mesa a dejar las dos tazas. Después fue a la tostadora, untó mantequilla en el pan y se lo llevó a Ralph. “Muchas gracias y mucho gusto, Dorothy”, dijo él mientras ella dejaba el pan junto al plato vacío. “Mi nombre es Ralph”. “Ya lo sé”, dijo ella. “Carla me dijo quién eres”. “Tu nombre es Dorothy, ¿no?” “Sí”, dijo ella. “¿Y qué?” “Nada”, dijo Ralph. “Sólo quería saber cómo te llamabas. No le hagas caso a Carla, Dorothy. A veces habla demasiado”. “¿Desea algo más?”, preguntó ella sacando la libreta. “Te puedo llamar dentro de tres o cuatro meses, Ralph, ¿eh?”, dijo Joaquín. “¿Eh? ¿Qué te parece?” Ralph miró a Joaquín y después a Dorothy mirando a Joaquín. “No, es todo”, dijo. Agarró un pedazo de pan y le dio un mordisco. “El pan te quedó muy sabroso, Dorothy”, dijo. Dorothy sumó la cuenta, arrancó una página de la libreta, la puso sobre el mostrador y recogió los platos sucios. “Tenga un buen día”, dijo al alejarse. “¿Dentro de tres meses te parece bien, Ralph? Para entonces tampoco voy a tener trabajo. Ahorita no tengo trabajo, y no creo que para entonces haya conseguido uno. La cosa está difícil, Ralph, pero te puedo llamar dentro de tres meses”. “Veremos”, dijo Ralph sacando un fajo de billetes. Sacó un par de billetes, más que suficiente para cubrir la cuenta, y los dejó sobre la cuenta. Luego se tomó el resto del café de un trago. Se pasó la mano por el pelo y agarró una servilleta. Se limpió la boca, y en un movimiento improvisado sacó una pluma del bolsillo de la camisa, escribió algo en la servilleta y la deslizó debajo de la cuenta. Tal vez. Le dio la mano a Joaquín y se marchó. La nevera de los pasteles se encendió y comenzó a ronronear. “Yo te llamo, Ralph”, dijo Joaquín desde su asiento, sin voltear a verlo. “Sí, sí, yo te llamo”. Esperó un momento y luego le pidió más café a Dorothy. Mientras ella iba a buscar la jarra, él agarró la servilleta, la dobló en dos y se la metió en el bolsillo del sobretodo. “Sí, sí. Yo te llamo”, dijo.

During the 1970 Puerto Rican Parade, 1971

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