Revista del Instituto de Cultura Puertorriqueña

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Páginas de nuestra literat'ura

Elogio de la plena* (Variaciones boricuas) Por TOMÁS BLANCO

NTRE LOS ESPAÑOLES Y SUDAMERlCANOS A QUIENES

he hecho oír selecciones de música popular puerEtorriqueña -danzas, seises, plenas, aguinaldos, ma· rumbas y marinyandás-, no ha habido uno que no señalara la plena como lo más original o lo más fuerte. Casi teidos se han entusiasmado con Santa Maria o Temporal. Una de estas personas -presti· gioso valor intelectual que ha pasado algún tiempo en la 1s1a-, se maravilla de que, durante su estan· cia allí, ninguno de sus amigos o amigas le diem a conocer las plenas. A mí no me maravilla. Es indudable que en Puerto Rico se goza la plena,· pero no se la valoriza como es debido. Se la posterga. Salvo contadas excepciones, a nadie se le ocurte emibirla ante extranjeros, y los que tal hacen no son nada bien mirados por muchos espíritus de apolillada prosopeya que llevan bombo y levita en el alma. Ojalá me equivoque, pero, al parecer, nadie ha intentado estudiar musicalmente la plena y sacarle provecho. Y casi nada escrito sobre ella ha llegado hasta mis manos. La Doctora Cadilla, en su voluminoso libro, le dedica e~ctamente seis líneas, más un ejemplo en pauta. En Insularismo, obra reciente del Doctor Pedreira, apenas si se la nombra al pasar. José A. Balseiro -nuestro crítico musical y académico correspondiente de la Española de la Lengua- no sé yo que haya publicado nada sobre ella. Monserrate Deliz, que también entiende profesionalmente de música y quien, como María Cadilla, se interesa por lo popular.1e ha dedicado algunos breves párrafos en un ensayo sobre música popular puertorriqueña. "La plena es cosa de negros sa'lvajes", me dijo cierta vez un buen señor, indignado de que yo la defendiera. Cosa de negros salvajes. En esa creencia .. Revista Ateneo puertorriqueño. Vol. 1, N.O 1, Año 1935, págs. 97·106.

estriba, a mi ver el secreto de nuestra timidez frente a la plena y ante extraños. La frase parece darle la razón a un agudo visitante norteamericano que veía en el menosprecio de 'la plena indicios de antagonismos raciales. No andaba descaminado el esta· dounidense, aunque exageraba en su apreciación del prejuicio de raza. Echar ahora un cuarto a espadas sobre el pre· juicio racial en Puerto Rico necesitaría una digre5ión demasiado extensa para no recabar artículo aparte. Estimo, sin embargo, imprescindible hacer algunas consideraciones respecto al asunto antes de pasar adelante. Creo que nuestro prejuicio racial, en la mayoría de los casos, 5e reduce exclusivamente a un horror irrazonable de ser tomado por mulato. Cada cual teme infundir sospechas de que en su genealogía pueda haber alguna gota de rítmica sangre de color. Se diría que vivimos subconscientemente asustados de pasar por negros bozales, y actuamos como si creyéramos que el mejor medio posible para neutralitar ese temor es el mostrar frecuentemente mezquinas puntas y ñoños ribetes de prejuicios raciales. El auténtico veneno, el verdadero prejuicio rae cial, es agresivo, intransigente, cruel hasta llegar o lo cruento, y expresado en tono mayor. Nuestro llamado prejuic~o es por lo común apologético, ruboroso y de tono menor. En la realidad efectiva de la vida boricua, el decantado prejuicio se manifiesta -a Dios gracias- paradójicamente tolerante y, en definitiva de casos concretos, parece un eco ofensivo de aberraciones forasteras. No se explican estas pueriles manifestaciones del prejuicio sino como protesta irreflexiva de que se nos pueda considerar negros saliajes. Y esto parece ocurrir no sólo en cada caso individual, sino sobre todo, o por mal entendido patriotismo, cuando se trata del conjunto de nuestro pueblo. Y, sin embargo, ni somos salvajes, ni somos 39


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