Casa del tiempo 26, marzo de 2016

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Muerte voluntaria Dos poemas no coleccionados de Rubén Bonifaz Nuño Los arquitectos no se suicidan Jorge Vázquez Ángeles

Entrevista con Jorge Alcocer Varela

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casadeltiempo • número 26 • marzo 2016

Revista mensual de cultura Año XXXV, época V, Vol. III, número 26 • marzo 2016 • $60.00 • ISSN 2448-5446



Editorial

Hay quienes atraviesan por propio pie el umbral del más allá con paso decidido. Por más que se cavile al respecto, no hay forma de comprender con facilidad esa elección —a menos que, en alguna difícil circunstancia, el vértigo de la caída fuera guiño o caricia para sentir la propia tentación de atravesar el túnel o cerrar tras de sí todas las puertas—. ¿Una renuncia, una salida fácil, la mayor de las cobardías o el mayor acto de heroísmo? ¿Un derecho o un delito? ¿Acaso un arte? En los últimos años, según las estadísticas, en México el mayor número de suicidios —y de intentos de suicidio— ocurre en los meses de primavera. La sociología, la psicología, la filosofía, la psiquiatría y la medicina son algunas de las especialidades que atienden el fenómeno, con el auxilio de otras materias. Asimismo, el arte no es ajeno. Desde antaño, el suicidio ha sido tema y condición de obras y de artistas, tanto en el cine y la plástica, como en la música y en la literatura. Entre los suicidas famosos pueden contarse, al menos entre los escritores, a Ernest Hemingway, Cesare Pavese, Virginia Woolf, Sylvia Plath, Walter Benjamin, Anne Sexton, Paul Celan, Romain Gary, Primo Levy, Yukio Mishima, Stefan Zweig, Manuel Acuña, Antonieta Rivas Mercado, Jaime Torres Bodet y Alejandra Pizarnik. Observamos que ese estado límite del ánimo, ese acto radical de un espíritu en confrontación ha arrojado historias dignas de relatarse. En esta edición abordamos el complejo tema de la muerte autoinfligida, el suicidio como una de las bellas artes.


Rector General Salvador Vega y León Secretario General Norberto Manjarrez Álvarez

editorial, 1 torre de marfil

Unidad Azcapotzalco Rector Romualdo López Zárate

Dos poemas no coleccionados de Rubén Bonifaz Nuño, 3

Secretario Abelardo González Aragón

Going postal: una conversación epistolar con Anne Sexton, 5 Verónica Bujeiro El arte de la autodestrucción, 9 Alfonso Nava Ian Curtis: el imperio o la luciérnaga, 13 Héctor Antonio Sánchez Los ñañaristas, 17 Pablo Molinet El arte supremo del guerrero, 21 Ramón Castillo Me suicido porque es domingo: Perros noctívagos de Luis Moncada Ivar, 26 Sergio Monsalvo C.

Unidad Cuajimalpa Rector Eduardo Peñalosa Castro Secretaria Caridad García Hernández Unidad Iztapalapa Rector José Octavio Nateras Domínguez Secretario Miguel Ángel Gómez Fonseca Unidad Lerma Rector Emilio Sordo Zabay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rectora Patricia Emilia Alfaro Moctezuma Secretario Guillermo Joaquín Jiménez Mercado Casa del Tiempo, año xxxv, época v, vol. iii, núm 26 • marzo 2016. Revista mensual de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director José Lucino Gutiérrez y Herrera Subdirector Bernardo Ruiz Comité editorial Laura Elisa León, Vida Valero, Rosaura Grether, Erasmo Sáenz, María Teresa de la Selva, Gabriela Contreras y Mario Mandujano Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Asesoría editorial Paola Castillo, Brenda Ríos Jefe de Diseño Francisco López López Diseño gráfico y formación Rosalía Contreras Beltrán Fotografía de portada: Oficiales de policía intentan impedir el suicidio de Edna Egbert desde la cornisa del número 497 de Dean Street en Brooklyn. (Fotografía: Charles Payne/NY Daily News Archive via Getty Images) diseño original Guadalupe Urbina Martínez Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, México, D.F. Casa del tiempo, año XXXV, época V, vol. III, número 26, marzo 2016, es una publicación mensual de la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F.; teléfono 5483 4000, extensiones 1509 y 1510. Página electrónica www. uam.mx/difusion/casadeltiempo y direcciones electrónicas editor@correo.uam.mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo del Título número 04-2013092511191100-203, ISSN 2448-5446, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, México, D.F.; Fecha de última modificación: 27 de febrero de 2016. Tamaño de archivo: 3.4 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.

profanos y grafiteros

ménades y meninas Los arquitectos no se suicidan, 30 Jorge Vázquez Ángeles Arquitecturas del deseo, 35 Adriana Mejía

antes y después del Hubble Por una medicina integral, humanista y ética. Entrevista con Jorge Alcocer Varela, 40 Miguel Ángel Flores Vilchis Majestuosamente solo: Rafael Bernal, Nueva York y el mal, 43 Francisco Mercado Noyola Las esposas alegres de Windsor, la obra abandonada de Shakespeare, 47 Gerardo Piña Menú de inmortalidades, 52 Andrés García Barrios Como en esa noche tibia de la muerta primavera, 56 Jesús Vicente García

armario Un drama en la catedral. Suicidio de Sofía Ahumada, 61

intervenciones, 63 Mateo Pizarro

francotiradores La vida se va pasando: Andanza y voces de los tres Ernestos. La generación nicaragüense del 40, 64 José Antonio González de León Por un saber mestizo. La hermenéutica analógica de Mauricio Beuchot en tres libros, 67 Lobsang Castañeda Una forma superior de lectura. La forma inicial. Conversaciones en Princeton, de Ricardo Piglia, 71 Alfonso Macedo Inger Christensen: nadie reparó en las sombras, 74 Elisa Buch La mariposa en la nieve. Cámara nupcial de Jorge Esquinca, 77 Audomaro Hidalgo

colaboran, 80 Tiempo en la casa. Suplemento electrónico Svetlana Aleksiévich. Breve antología Frédéric Yves-Jeannet


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Dos poemas no coleccionados de

Rubén Bonifaz Nuño

Con treinta años cumplidos, tres plaquettes y un libro de poemas en su haber, Rubén Bonifaz Nuño envió a concurso cinco sonetos dedicados a la Virgen. El destino de esta colección fueron los Primeros Juegos Florales Sahuayenses de 1954. Aunque no tuvo la fortuna que lo había acompañado en otros certámenes, su trabajo mereció una mención. Dichos sonetos fueron publicados en las memorias del concurso, al año siguiente de la entrega de los premios, al lado de los poemas de los ganadores y de los otros participantes que también recibieron mención honorífica. Cinco lustros después, de cara a la organización de su poesía reunida, Bonifaz Nuño sólo rescataría tres de los sonetos remitidos a la justa poética de Sahuayo; con cambios sustantivos y retoques, esos tres poemas aparecen en la sección “Algunos poemas no coleccionados (1954-1955)” del volumen De otro modo lo mismo (1979) bajo el título “La rosa”. El cambio del sujeto del poema, de “La virgen” a “La rosa”, no altera la atmósfera de sagrado misterio respecto de la creación aunque sí borra ciertos referentes cristianos. Aventuro que la revisión y la “actualización” de estos poemas, las realizó en esos años intermedios de la década de los cincuenta, todavía bajo el influjo de sus lecturas rilkeanas. Sin embargo, el autor de El ala del tigre no aprobó para su publicación en su obra reunida dos sonetos de aquel pentagrama lírico, de tema mariano, enviados a las justas sahuayenses. Bajo ese contexto, y sólo como curiosidad literaria, damos a conocer estas dos piezas líricas, puente literario entre el Rubén Bonifaz Nuño de Imágenes (1953) y el que escribiría poco después Los demonios y los días (1956). Ernesto Lumbreras

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Sonetos a Nuestra Señora (1954)

II Qué claridad tranquila y rosa pura la de tu nieve encima de este fuego; encima de estas llamas, qué sosiego, qué promesa de paz y de ventura. Ardo: tu amor es agua de frescura. Eres amor: a ti soñando llego. Oigo que llamas, y te sigo ciego. Estoy enfermo: tienes tú la cura. No te digo que sufro, ya lo sabes; miras que estoy quemándome, y me llamas, ves crecer mi dolor que no te alcanza. Pero mi corazón para que me acabes con el tormento, gime; están las horas llenas con mi temor y tu esperanza.

IV Mi amor es tierra, tierra mi camino; de tierra soy sin fruto; son de tierra la sed y la amargura, y esta guerra cruda que me deshace tan sin tino. Sobre la tierra, tú. Temblando inclino bajo tus pies el corazón que encierra mi soledad, la sombra que me aterra, mi espanto —tierra— en tierra peregrino. Deténte sobre mí; detén tus ojos sobre mi pesadumbre seca y muda; álzate sobre mí, perfecta y clara. Soy solamente tierra con abrojos cuando sin ti mi ser se me desnuda. Y de tu ser mi tierra me separa.

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Going postal:

una conversación epistolar con Anne Sexton Verónica Bujeiro

La poeta Anne Sexton, en un auditorio de la Universidad de Harvard en marzo de 1974. (Fotografía: Donald Preston / The Boston Globe via Getty Images)

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I was trying my damnedest to lead a conventional life… But one can’t build little white picket fences to keep the nightmares out. Anne Sexton

Dear Ms. Dog: Nunca he escuchado a las teclas de la máquina llamarme por mi nombre. Y como no sé cómo invocarte decidí escribirte unas cartas. Espero no te moleste. Me encuentro ahora bajo el predicamento de hablar de ti y no quiero caer en el vicio de sacar nuevamente a la luz esos pecados de tu enfermedad, pero tampoco, creo, debo limitarme a aquello que corresponde a tus letras. Bien lo sabemos, esa línea que regularmente separa la literatura de la vida en tu caso no existe. Por ello resolví hablar contigo como si fueses el personaje de una novela. Pienso que quizás a ti también te gustaría. Una vez dijiste que desde niña te habría gustado vivir dentro de un cuento o en un lugar en donde constantemente pudieras cambiar de disfraz, porque así te sería más sencillo comprender la realidad. Y tal vez esa madre loca, el ama de casa sediciosa, la bruja lúbrica que taladra los oídos con sus confesiones intestinas, la vidente de su propio destino o la suicida confesa son meros disfraces de una representación en donde nadie pudo dejar de mirarte. No sé qué pensarían de eso tus doctores, quienes se inclinan más a la explicación lógica que a la fantasía, pero hay que recordar que ellos mismos te crearon un relato digno de los anales del doctor Freud. El de paciente fue uno de tus grandes roles, sin duda. Me mata de risa la controversia en la que te puso el doctor Martin, cuando le dijiste que además de madre sólo podrías verte como prostituta. ¡Qué audacia de tu parte! Una amita de casa americana, con su hogar bien puesto y sus niñas rubiecitas diciendo semejante blasfemia para la sociedad. Pero lo peor fue el revés que te puso el galeno: “¿y por qué no mejor dedicarse a la escritura?”. Algo sabía ese doctor Martin acerca de lo que pasaba por tu cerebro, lo encontraba fascinante aun en tu condición inquieta de animal feral, bruja no señalada, “con sus doce dedos, enajenada”. En viajes de pentotal sódico patrocinados por este matasanos descubriste que detrás de la madre, la esposa y el ama de casa se escondía un ser humano. Todo un hallazgo para la época, puesto que de ti no se esperaba más que el trabajo y ese preciado fruto de tu vientre, mismo que despreciaste al salir de tu horno mágico

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como a esas muñecas que tuviste de niña porque se parecían a ti. El conflicto con la realidad y esas voces internas siempre te representarían un drama. ¿Cómo habrías de llevar a cuestas el personaje de la madre y la bruja en el mismo cuerpo? El vacío de la hoja en blanco y los fantasmas acústicos te guiaron fuera de ti y de todo lo demás. La paciente pasó a analizarse a sí misma. Quizás te preguntes el porqué de estas cartas y no sé si pueda responder. Preferiría dejar en secreto aquello que nos une. Si no te molesta. Sincerely yours...

In namig you I named all the things you are except the ditch where I left you once… while I sailed into madness. Carta de Anne Sexton a su hija Joy, 1964

Dear Ms. Dog: Disculpa la tardanza entre una carta y otra, pero (existen) demasiados distractores para tratar de encontrarte. Sé que tu verdad está en los poemas, pero el morbo y la curiosidad me han ganado. He leído el libro de tu hija. Es curioso que en una biografía otro sea el personaje principal. Habrá que entender el abandono y la fea rivalidad que debió soportar contra tu máquina de escribir y la lasciva energía que te habitaba el cuerpo. La trama que vende el libro es el abuso sexual que le infligiste. Una declaración que desde entonces ha empañado tus letras, sin lugar a dudas. Resuena la tan discutida noción de entender a un autor por su vida y no su obra o peor aún, juzgarlo mediante ella, una estrategia que francamente no me apetece. Tu vida bien pudo ser un drama griego. Termina mal. Pero es pronto para abordar esas cosas. Más tarde te contaré mis propios planes al respecto. Volvamos a tu hija… (Lo siento.) Sobre sus letras medianamente bien ejecutadas, habrá que culparte por hacer de la confesión un estilo.

Pero habrá que decir en tu favor que en tu mirada siempre existía el detalle que venía a salvarnos de lo meramente ramplón. Una cualidad que por desgracia no dejaste como herencia, “mamita querida”. Lejos del escándalo aquel, tu hija se encuentra dividida entre llamar tu atención y sopesar el invisible lastre de ese cuarto mandamiento bíblico que nadie pone en duda. “Honrarás a tu padre y a tu madre”, silbido inconsciente al que respondemos naturalmente y del que aun el terapeuta más avezado no puede apartarnos. El grito de auxilio de tu hija recuerda a los poemas dedicados a esa madre ausente y maliciosa de cuyo horno emergiste, solidificando la alianza en esa cadena de desafectos. En realidad, si lo vemos de lejos, el tema es fascinante. Quien es madre o hija sabe de esos esteros violentos del conflicto entre el amor y el odio. Los griegos nunca tocaron el tema, seguramente no lo comprendían. Como el personaje de madre no tengo que decirte lo que ya sabes: eres el monstruo de la película. Seguro ríes por ello y desde tu no lugar has descartado a todas las actrices que han querido interpretarte. Nunca pudiste aspirar a la “madre del año”, es el claro mensaje que nos deja el libro. La verdad no sé si he perdido mi tiempo. Prometo que la próxima vez me centraré en cosas menos subjetivas. Kind regards...

I’m often being personal but I’m not being personal about myself Anne Sexton

Dear Ms. Dog: Al comenzar este mensaje pensé en los viejos tiempos, cuando uno mandaba cartas a los personajes de la televisión. Ahora me siento como la niña que escribe una misiva en secreto para el personaje más odiado del programa. Con horror y fascinación pienso en tus

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doce dedos sobre la Corona Smith, en tu cara deforme y distante a esa modelo de catálogos que fuiste en tu juventud, defenestrando colilla tras colilla, tomándote una copa y abriendo las piernas ante la página. Y es que, pese a tus logros y popularidad, nunca fuiste el personaje consentido. Muchos criticaron tu rechazo ante el disfraz de la metáfora y te señalaron bajo la acusación de no ser más que un remedo del “Querido diario” brutal, lascivo y cínico. Pero nunca te importó, los sobrevolaste en tu escoba, tirándoles polvo de Thorazine en el café. Sobre la página queda la evidencia que tu “yo” fue sometido a una especie de alquimia en la que lograste transformar al ama de casa en autora y más tarde en el personaje de su propia fantasía: la bruja del cuento o la enferma de lucidez que buscó a dios sin encontrarlo. Construiste tu propia mitología, una en la que no existieron los finales felices. Tal y como ocurre en la realidad. “La palabra es la copia en sonidos de una excitación nerviosa”, dijo Nietzsche, y en tus páginas se puede constatar el control que tuvieron las letras al tolerar tu ansiedad. La vibración nos alcanza. Escribo esta carta y veo mis manos. Busco un hechizo para obtener dos dedos más frente al teclado. Espero que un sueño me digas cómo lograrlo. Yours truly…

…suicides have a special language. Like carpenters they want to know which tools. They never ask why build. Wanting to die, Anne Sexton

Dear Ms. Dog: Ha llegado la hora de tocar aquel tema de tu final. No te preocupes, no busco respuestas. No me gustan los lugares comunes. Sólo me pregunto ¿quién fue el responsable de contar los detalles? Ya sabes, el vodka

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en la mano, el abrigo de pieles de tu madre (el mismo con el que dijiste no saber qué hacer), la radio prendida en ese Cougar rojo 67 que te compró el Pullitzer y en el que nadie pudo ver un glamoroso ataúd. Hay tal hechizo en la meticulosidad de la escena que no sé si alguna revista de moda se haya encargado de recrearlo. Pero no eres la única, eso es verdad. La mayor parte de los escritores tienden a disponer cuidadosamente los detalles en sus actos de despedida. Tan sólo hay que pensar en la grandilocuencia heroica de Mishima o en el menester maternal de tu propia amiga Sylvia (la ladrona) con sus vasos de leche y pan tostado antes de zambullir la cabeza en el horno o las piedras en el abrigo de Virginia. Tres ejemplos que han sido recreados con grandiosidad en el cine. Pero el tuyo aún no ha encontrado lugar bajo los reflectores. En realidad el motivo de estas cartas es que estoy por comenzar un proyecto artístico llamado “Las últimas escenas” y he decidido que voy a representar tu papel. En lo que respecta a lo físico no tenemos nada en común, pero prometo que en el interior puedo serte lo más fiel posible. Pensando en abordar tu personaje es que te he estado estudiando. Lejos de entender tu acto final bajo la luz de la explicación pseudocientífica, pienso en ti con el poder de un autor que se negó a que otro escribiera su final. Aunque sería inocente no ver también que estabas enferma de tanta claridad. La tarde en la que te entregaste a esa nube de monóxido seguro mantuviste los ojos abiertos. Nunca te convencieron los finales de los cuentos, tenías que escribir el tuyo. No puedo decirte más. Llevo días invadida por tu vida y tus ideas. Estoy esperando que me susurres al oído alguna nota para considerar dentro de la escena. He conseguido el abrigo de pieles. Ahora mismo escribo esta carta con él puesto. Aguardo en silencio tu respuesta. Always yours…


El arte de la autodestrucción Alfonso Nava

Hojas de contacto con imágenes de Ernest Hemingway durante una jornada de cacería en Kenya en 1951. (Fotografías: Earl Theisen / Getty Images)

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La sola existencia de uno, el nacimiento de un ser, arranca toda una cadena de sacrificios y sufrimientos. En un momento de clarividencia, el personaje Merry Levov en Pastoral Americana de Philip Roth, entiende que vivir es causar perjuicio y, en consecuencia, decide reorientar su vida de modo que pueda hacer el menor daño posible. El resultado es una lenta y severa extinción: Merry, que ya no come proteínas animales, empieza a preparar cuerpo y mente para el día en que tampoco pruebe vegetales, cuyo sacrificio también es un daño; ni oxígeno, cuya obtención es un hurto. Vive en soledad, en condiciones de indigencia, casi en una cueva. Esta voluntad eremítica que persigue el bien y el fin del sufrimiento comprende un talante suicida. Hablábamos de un personaje ficticio, pero ese mismo programa ético se puede encontrar en la vida de Simone Weil. Desde su participación kamikaze en la Guerra Civil Española (donde hizo paracaidismo sin preparación y los fusiles superaban su propio peso) hasta su conversión al catolicismo (una fe bien dotada de la autoflagelación como instrumento expiatorio) y más tarde a un misticismo casi fanático (“extremismo moral”, le llama Anne Carson), la vida y filosofía de Weil parecen hablar de una lenta desaparición como objetivo del hombre que busca iluminación divina y justicia; hasta la corporeidad humana, en sus planteamientos, parece sólo estorbo y sombra de la luz divina. Escribe en Gravity and Grace: Dios puede amar en nosotros sólo este consentimiento de retirarnos y dejar espacio para Él [...] Si sólo supiera cómo desaparecer, habría una unión perfecta de amor entre Dios y la tierra que piso, el mar que escucho...

“La santidad es una irrupción de lo absoluto en la historia común y corriente”, dice Carson sobre este tipo de vida extrema que llevó a Weil a morir, agotada y enferma, con apenas treinta y cuatro años. Weil no acometió un suicidio manifiesto (que sería evidentememnte contrario al dogma cristiano), pero ejerció sobre sí misma un auténtico arte de la autodestrucción no menos drástico (quizá incluso más sádico) que la soga al cuello, las piedras en el bolso, el arsénico o las venas abiertas. El ideal romántico habla de la obligación que tiene el artista con la “verdad” sea lo que esto sea. Hay abismos que son el precio. Escribe Saul Bellow en Humboldt’s Guift: A los tipos superiores del martirologio, el siglo xx ha añadido el mártir bufo. Éste, como puedes ver, es el artista. Deseando representar un gran papel en el destino de la humanidad, se convierte en un vago y un bufón. Se le inflinge un doble castigo como potencial representante del significado y la belleza. Cuando el artista protagonista haya aprendido a permanecer hundido y arruinado, a aceptar la derrota y no defenderse, a subyugar su voluntad y aceptar su deber para con la maldita verdad moderna, quizá se le restituyan sus poderes de Orfeo. Las piedras bailarán otra vez cuando él toque. Y se reunirán el cielo y la tierra después de un largo divorcio.

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Algunas vanguardias —incluso— tienen un programa o un método. Antonin Artaud hablaba del artista como un torero sin toro, Jean Genet buscó el modo de ser encarcelado para así escribir Nuestra Señora de las flores. El romanticismo preburgués ya recomendaba el riesgo transgresor como elemento de la verdad, la búsqueda de experiencias y el toque a grado supremo con lo humano, a costa de una autodegradación o martirologio. Las artes, se suele decir de modo orondo, son un acto arriesgado por definición. Pero no está ahí, por sí sólo, el aliento que llevó a los suicidas a consumar una obra con el final de su propia vida. Ante su despeñamiento, la propuesta romántica incluso suena a una broma cínica o ingenua. Se ha tipificado el suicidio desde muchos ángulos como para hablar sólo de una voluntad de autodestrucción o como parte de una vocación estética. El propio suicidio de Marion Hemingway, sobrina en tercera generación de Papa Hem, erradica todo tema literario en la decisión final del escritor estadounidense y lo pone en términos de un caprichoso gen que se desplaza entre miembros de una estirpe. En casos conocidos como el de los poetas John Berryman o Hart Crane se ha estudiado la correlatividad de su alcoholismo, y en el caso de Maiakovsky, como en otros tantos, se ha cercado el acto suicida como una consecuencia de depresiones mal atendidas o signos ignorados (el aparato soviético se volcó en una magna empresa para intentar despojar su suicidio de cualquier vínculo con la propia literatura y, más aún, con el estalinismo). Encontrar en el propio trabajo artístico la fuente del suicidio encaja más con la propuesta romántica de la que se mofa Bellow. Pero la correlación que sí puede existir, como podemos advertir en la vida y pensamientos de Simonne Weil, es la manera en que la muerte anticipada establece una coreografía de degradación con el artista. En esa dinámica, en la obra del suicida hay más que sólo huellas de lo que será su acto postrero. Hay descubrimientos severos, insoportables a veces, que remiten a esta idea de Weil de que el Yo es una

fuente de sufrimiento para los demás y por ello hay que cerrarla, desaparecerla. Fuera del tema genético y de lo mucho que se ha hablado de las formas en que Hemingway sublimó su muy probable depresión (por la vía de la caza, la guerra, el comportamiento de protomacho), un extraordinario poema de Francisco Hernández pone de relieve una sospecha: el suicida Hem en realidad había encontrado que la fuente de peligro para sí mismo era él mismo: El viejo Ernest asentó la frente contra los cañones de su escopeta, cerró los ojos, vio que un león se acercaba y disparó.

Saul Bellow llama a John Berryman “el poeta de la paranoia”, un epíteto que le brindó muchos años antes de que se suicidara el vate. La paranoia nace de bits de información que no se cierran: no tienen opuesto ni síntesis, no se contradicen y, en su absoluto, causan angustia. La salida definitiva es la muerte, escribe: “La muerte es la madre de la belleza” Malogrados sin hoja estremecidos de placer, morimos para estar bien… […] ¿Qué si nuestra convalecencia debe ser engendrada?

Otro suicida, David Foster Wallace, planteaba que esencialmente todos somos suicidas en potencia. Que la muerte nos invita a bailar su danza cuando cruzamos un puente elevado, al fumar en una terraza, ante la hoja suelta de una navaja de rasurar. La vida, se sabe, no es sencilla. O, diría de nuevo Berryman en su “Canción del sueño 14”: “La vida, amigos, es aburrida. Pero no de­bemos decirlo. Después de todo, el cielo destella, el mar suspira…” Los momentos cotidianos de pensamiento suicida pueden capotearse con el relativismo cínico, con una seria búsqueda de sentido (o acaso su

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súbita aparición, incluso artificial; por ejemplo, con el nacimiento de un hijo o el comienzo de un proyecto que nos insufla nuevas energías) o el tratamiento, cuando el mal está plenamente diagnosticado a nivel neurológico o psiquiátrico. O, también, descubriendo que el motor de la vida es la angustia misma: que el suicidio como solución es también un absoluto. ¿Qué produce mayor miedo, estar atrapado en un incendio y esperar en lenta agonía, incluso años, a que lleguen las llamas envolventes, o mirar el vacío y pensar en un salto que acabe todo de inmediato? Escribe Rousseau en El contrato social: ¿Se ha jamás dicho que el que se arroja por una ventana para salvarse de un incendio es un suicida? O ¿se ha imputado nunca tal crimen al que perece en un naufragio cuyo peligro ignoraba al embarcarse?

Celan, en su danza con la muerte, busca que la poesía (así violenta y abismal, como terapia de choque) le sirva de asidero, ya no de esperanza, pero sí de conjuración, escribe Marco Lagunes. A Nelly Sachs, otra víctima de la persecución nazi, la alienta a que extienda sus manos hacia él como si fuera poesía, “poesía que auxilia”. En otra carta, afirma que la tragedia que había vivido lo dejó sin palabras, en una senda oscura y enmudecida, de la que salió con nueva luz mediante

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la lengua alemana, la de sus verdugos, a la que además hizo brillar con más fuerza, como dirían Gadamer y Steiner de Hölderlin. ¿En qué momento su asidero, el recurso para salvarse, se volvió un abismo envolvente? Una respuesta puede estar en el mito de Manolete. Se asegura que, por un mal de amores, el gran torero decidió su muerte inmediata y el lugar elegido fue el ruedo. La pulsión mortal, se afirma, elevó su arte: ponía al hombre donde otros colocaban la muleta, las astas del toro en medio de los pies, con su rostro golpeado de humedad por el vaho de la bestia, a milímetros. Un estilo tal que sus cercanos le decían “Si te vas a matar, que sea en Las Ventas”, como si se tratara de algo decidido e irrevocable, donde el trofeo de un eventual indulto se convertía en un fracaso a su existencia y a la vez un episodio histórico para el toreo. Así los grandes poemas de Celan en lengua alemana, así su Todesfuge. La filosofía samurái del Bushido explica que el guerrero debe combatir como si ya estuviera muerto. Lidiar desde el otro extremo de la vida le permite al guerrero escabullirse, desaparecer, ser uno y nada con el espacio para atacar desde ahí, desde la desaparición. Pelear sin estar. Una de las fuerzas en combate debe dejar la lucha para que haya paz. Y a veces el enemi­go de esa batalla, la fuente de todos los sufrimientos, la angustia que no se cierra, es uno mismo.


Ian Curtis: el imperio o la luciérnaga Héctor Antonio Sánchez

Ian Curtis en el escenario. (Fotografía: Lex van Rossen / MAI / Redferns)

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No podremos glosar nuestra propia muerte. La escritura y el cine, y de modos más sutiles artes menos narrativas, nos permiten transfigurar los episodios de nuestra existencia tediosa en formas y aun obras cargadas de sentido, si las completan los símbolos de nuestras aguas mentales. Pero de nuestro capítulo final se encargarán los otros —si alguna vez se encargan—. “¿Es un imperio/ esa luz que se apaga/ o una luciérnaga?” preguntó en su día, en un bello haikú, Jorge Luis Borges. Como todos los hechos del mundo, tendemos a interpretar, antes que a atestiguar la muerte. Pues ¿no es natural, y excusable acaso, ver en la forma de nuestra muerte una consecuencia del decurso de nuestra vida, como si toda, o casi toda nuestra existencia no hubiera sido sino su premeditación o su anuncio? ¿Quién apuntó la frase “dime cómo mueres y te diré quién eres”? El tema deviene más incisivo en el caso peculiar de los suicidas. Pues los que contemplamos su término no logramos eludir la pregunta: ¿desde cuándo? ¿Cuándo brotó en su espíritu la negra semilla de su sacrificio? ¿Un impulso, acaso, hijo del horror o la ansiedad, del simple tedio? ¿O una respuesta largamente madurada al vacío primordial de la existencia? “La préméditation de la mort est préméditation de la liberté”, dijo en su hora, con acierto, Michel de Montaigne. Por ello resulta tal vez disculpable ver en los últimos actos del suicida un informe de su pensamiento trágico, un reporte cuyos signos no supimos leer: en sus actos o en sus obras, si las hubo. En la memoria Touching from a distance, Deborah Curtis ha hecho el recuento de los últimas días de su célebre esposo Ian, vocalista —¿hará falta apuntarlo?— de Joy Division y acaso una de las figuras más legendarias en la tradición del rock inglés. Es un libro escrito con sencillez y sinceridad, en cuyos últimos capítulos la autora se allega al necesario camino sin salida: “what if…?’” Ian Kevin Curtis nació el 15 de julio de 1956 en Stretford, Lancashire, y decidió irse de este mundo el 18 de mayo de 1980. Contaba apenas veintitrés años. Las causas de su deceso son bien sabidas: padecía una epilepsia severa, inexplicable para los médicos, que cada vez reaccionaba menos a los medicamentos y más virulentamente al escenario. Padecía también una depresión profunda: Deborah refiere además una relación extramarital con la periodista Annik Honoré y el carácter silente de su esposo; un silencio que se cernía sobre la pareja y que en última instancia la condujo a su separación. (Y, ¿no es un misterio siempre —por suerte y por desgracia— el ser que amamos? “L’enfer, c’est les autres”). Curtis mostró desde muy joven un talento singular para la poesía, y una inclinación por el arte y la música. Sabemos que fue lector atento de Kafka y que lo entusiasmaba W. B. Yeats: no en vano uno de sus temas, “Atrocity exhibition”, alude a una obra de J.G. Ballard. Parece que la víspera de su muerte bebió café y whiskey y vio Stroszek de Werner Herzog y escuchó The idiot de Iggy Pop. Al menos eso refiere Deborah en sus notas: si hemos de creerle, la mañana en que Ian se colgó de la cocina de su casa, en el 77 de la calle Bartron, en Macclesfield, la despertó el sueño

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de unos versos famosos: “this is the end, my only friend, the end. I’ll never look into your eyes again…”. Era el fin de semana que precedía a una muy esperada gira por los Estados Unidos. Pero acaso Ian, como piensa Deborah, nunca consideró pisar América, ni otro escenario, ante la evidente pérdida de sus facultades neuronales. “He would lose control again”. Pocos meses antes había tomado una sobredosis de fenobarbital, por la que debió ser internado. Y antes aun había completado su impecable carta de adiós: había grabado con la banda, en los estudios Brittannia, su segundo y último álbum, Closer. Deborah no llegó a escucharlo antes de la edición póstuma: la pareja atravesaba una larga penuria, y no disponía en casa de una casetera (“si tan sólo”, se pregunta en su libro: “si tan sólo”…). Tengo a la mano el delicado, sobrio vinyl de Closer. Algo hay en su portada de una honda raigambre clásica: una imagen en blanco y negro se recorta contra un llano fondo blanco. A la izquierda, una mujer arrodillada aprieta sobre su hombro, entre las suyas, la mano de un ser en pie detrás de ella, cuya cabeza se pierde en la penumbra del espacio: frente a ellos, otro cuerpo, seguramente femenino, se prosterna sobre el suelo en franca lamentación, pero no alcanzamos a conocer sus rasgos, pues una clara tela lo recubre. A un lado, entre las dos, otra mujer, cubierta en una toga, apoya su constitución, visiblemente afectada, contra el féretro que es causa de sus lamentaciones, y en cuya superficie se tiende —semejante al sueño—, el cuerpo sereno de un hombre barbado. Es una fotografía del mausoleo de la familia Appia­ni, en el Cimitero Monumentale di Staglieno, en Génova. Es una tumba noble: la efigie de un hombre en el mármol que —inútilmente acaso— ha de preservar su forma. Una imagen itálica y siniestra: ¿no nos dio la península en Pompeya el más hermoso, inmenso, involuntario mausoleo que conservamos de la Antigüedad? Hay quien duda de que en nuestro universo la casualidad exista. Hay quien piensa que todo en él es

accidente. Parece que Martyn Atkins y Peter Saville diseñaron la carátula sin conocimiento de la música, meses antes de la muerte de Curtis, a partir de la fotografía de Bernard Pierre Wolff. Es un diseño ejemplar para un álbum ejemplar, cuyos nueve temas devienen cada vez más sombríos: al final son francamente fúnebres. ¿No son esos sonidos de metales —logrados con sintetizadores— en “Decades”, la canción que lo cierra, una suerte de trompetas del Apocalipsis? ¿Y no reza ese mismo tema: “here are the young men, the weight on their shoulders / here are the young men, well where have they been?” ¿Dónde han estado? La pregunta hace eco de un viejo tópico literario caro, otra vez, a los latinos: ubi sunt? ¿Dónde están hoy, adónde se han ido quienes murieron antes que nosotros, los hombres grandes que nos precedieron y sus glorias? Quizá los romanos intuyeron como nadie la esencia fugaz de nuestro sino. Pues sólo falta mirar brevemente el espejo para adivinar la propia calavera. Como contemplamos la muerte de otros hombres, adjetivamos la caída de las civilizaciones. ¿Sabían los antiguos romanos que no quedarían sino despojos de su vasto imperio? Un imperio o una luciérnaga. Dice Curtis: An abyss that laughs at creation, A circus complete with all fools, Foundations that lasted the ages, Then ripped apart at their roots. Beyond all this good is the terror, The grip of a mercenary hand, When savagery turns all good reason, There’s no turning back, no last stand.

¿No estaba aún tremendamente vivo en su generación el recuerdo del más delirante y breve imperio que hayamos conocido, el imperio que duraría mil años, cuando “we saw ourselves now as we never had seen”? Son claras las referencias al nazismo desde el nombre de la banda, como si sus integrantes resintieran aún la oscuridad en que se había ahondado el continente: “instincts that can still betray us/ a journey that leads to the sun…”

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Hace algunos años, en cierto festival en la Ciudad de México, tuve ocasión de escuchar a New Order. Era noviembre y el viento frío de la estación calaba hondo en nuestros rostros, mas no en nuestro ánimo: de repente, en las pantallas brilló el rostro de Ian Curtis, en una célebre fotografía al micrófono, donde sus ojos clarísimos miran a las alturas, mientras los sobrevivientes de Joy Division interpretaban “Love will tear us apart”. Fue un momento tan conmovedor como emocionante: un recordatorio de cuanto había atisbado en su fugacidad un hombre que murió antes de mi nacimiento. Tengo para mí que Ian Curtis vislumbró el horror de la existencia. La isla del horror en este mar de aburrimiento. Sí: la enfermedad es parte de la vida, pero en el Reino que nos han dado en promesa, la muerte y el dolor no serán más. El reino de este mundo anuncia

que la juventud está exenta del dolor: que el cuerpo joven está cerrado por igual a enfermedad y muerte. No otro es el sentido de la estatuaria clásica. Demasiado joven y demasiado afectado, Ian Curtis acaso intuyó, como los romanos sobre su imperio, el horror que se cernía sobre su espíritu y su materia. Y, en el testimonio de su propio destino, dejó hermosos versos que, tal vez por mero capricho, tal vez por accidente, nos hablan de nuestro sino: una esfera perdida en un mar de horror y tedio. No volveremos a existir, por lo que sabemos. Pero lo nuestro son sólo atisbos, aproximaciones, reflexiones sobre el tiempo mientras aún tenemos tiempo. “Each ritual shows up the door for our wanderings, open then shut, then slammed in our face”. Hasta que se nos llegue el tiempo, allí donde no existe el tiempo, y quizá nada.

Joy Division, durante un concierto en Rotterdam. (Fotografía: Rob Verhorst / Redferns)

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Los ñañaristas El escritor francés Paul Celan en 1962. (Fotografía: ullstein bild via Getty Images)

Pablo Molinet profanos y grafiteros |

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Thief!— how did you crawl into, crawl down alone into the death I wanted so badly and for so long. “Sylvia’s Death”, Anne Sexton

El 3 de noviembre de 1914, en Cracovia, un hombre inhaló cocaína de más. El 28 de diciembre de 1925, en Leningrado, un hombre se ahorcó. El 14 de abril de 1930, en Moscú, un hombre se dio un balazo en el pecho. El 29 de enero de 1933, en Nueva York, una mujer se administró una sobredosis de barbitúricos. El 25 de octubre de 1938, en Mar del Plata, una mujer se arrojó de una escollera. El 31 de agosto de 1941, una mujer se ahorcó en una pequeña ciudad tártara, Yelábuga. El 13 de agosto de 1942, un hombre se ahorcó en Tlalpan, un suburbio de la Ciudad de México. El 27 de agosto de 1950, en Turín, un hombre se administró una sobredosis de barbitúricos. El 11 de febrero de 1963, en Londres, una mujer se asfixió con gas doméstico. El 20 de abril de 1970, en París, un hombre se arrojó al Sena. El 27 de abril de 1972, en Sant Cugat del Vallès, Barcelona, un hombre se administró una sobredosis de barbitúricos. El 25 de septiembre de 1972, en Buenos Aires, una mujer se administró una sobredosis de barbitúricos. Algunos habían sufrido embates devastadores del mundo; otros, sólo de sus cabezas. La lista de poetas suicidas suma decenas. Que ese recuento sombrío no me deje caer en la tentación de enjuiciar a esa caterva de neurasténicos gemebundos y pagados de sí mismos a la que por demás pertenezco. No puedo dejar un asunto de este tamaño a merced de la condena tonante, la presuntuosa piedad o el descargo simplista: que alguien en plena posesión de sus facultades y poderes los ejerza contra sí de ese modo me es tan difícil de concebir como un agujero negro; y, si quien se ahorca en el árbol que da a la ventana de su novia tiene poco que ver con los guerreros soctones que —narra la leyenda— se arrojaron al Sumidero antes que rendirse a los españoles, la marca de un hecho brutal es la misma. Georg Trakl, Sara Teasdale, Paul Celan, Alejandra Pizarnik. Y los tantísimos otros. Más allá de la sandez de que la gente culta está “por encima” de tal o cual pulsión, lo inverosímil, creo, es que no sea inverosímil que criaturas tan aparentemente ajenas a la violencia —“O animal grazioso e benigno”, llama Francesca de Rímini a Dante— la ejerzan de manera tan eficaz. Que no veamos una incoherencia en los suicidios de poetas sino, antes bien, un sequitur. Las biografías de escritores me parecen admirables herramientas de comprensión siempre y cuando ocupen un sitio ancilar; uno no debe creer que —digamos— “entiende” “Fuga de muerte” por Celan y la Shoah y los papás, cuando este texto no se limita a verbalizar una tragedia personal sino que, mediante los recursos específicos

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de la lírica, excava en una historia abominable hasta que irrumpe una realidad “otra” en la que —entre otras cosas— “La muerte es un Maestro de Alemania”, como los maestros cantores de Núremberg —si mal no recuerdo, así lo hace notar John Felstiner en Paul Celan. Poet, Survivor, Jew—. Cometemos equívoco similar con su suicidio: creemos entender por la Shoah y los papás y el hijo muerto. Y creemos entender a Georg Trakl y Grodek y el incesto. Y hacemos la misma suma boba: circunstancias difíciles más la-sensibilidad-del-vate igual a cataplúm. Las “interpretaciones” de los suicidios de las poetas, por ejemplo, las reducen a criaturas indefensas ante el desamor y el abandono. El entendimiento advierte, sí, una circunstancia específica; no obstante, me parece que ella no se limita al psiquismo del colega caído, a su proverbial melindre y tremendismo, sino a ciertos rasgos del oficio tal y como se practica de un tiempo a esta parte. Una de las tareas encomendadas al arte desde la segunda mitad del siglo xviii fue conservar abierta una vía de comunicación con un sitio de destierro, de relegamiento; el lugar de lo “otro de allá”: lo sobrenatural y lo irracional, lo mágico y lo perverso. Todo cuanto se entienda o parezca entenderse con el dios cornudo; también aquello que se encuentre en el ámbito pantanoso de lo que “se siente”, cuando ello no corresponde con lo que una sociedad o una época establece que debe sentirse. (El malestar de la cultura, por supuesto; la feria de las vanidades iluminista; el desdén de la ciudad por el campo; y de los modernos por los primitivos). Si me ciño al género poesía y tomo la evidente ligadura entre romanticismo y surrealismo como núcleo de una constelación mayor, acabo por constatar

que centenares de textos publicados entre los años de William Blake (1757–1827) y los de Joy Harjo (1951), cuya obra confiere voz en inglés al mundo muscogee, asumen de un modo u otro esta tarea, que ha otorgado a la poesía una de sus líneas de fuerza principales desde las Songs of Experience (Blake, 1794) hasta Conflict Resolution for Holy Beings (Harjo, 2015); esas líneas no pueden darse por canceladas, a pesar de sus indispensables mutaciones —el desgaste del pomposo papel del poeta-vidente-sacerdote, por ejemplo—. Cuanto no ha lugar: los duendes y el deseo, el terror y el sueño, las brujas y el frenesí; también lo sin sentido, sin nombre, ha sido confinado al desván y al sótano de la cultura. Todo eso “otro de allá” que “esto de aquí” buscó primero abolir, luego vaciar y ahora se conforma con mantener a raya, con acotar a, por ejemplo, las librerías. Ahora bien, confinar a “lo artístico” —manera educada de decir “lo de mentiritas”— esas dimensiones de la experiencia humana no las somete ni debilita sino que nos desarma ante ellas, pues nos fuerza a darles la espalda o a mirarlas oblicuamente —siempre incógnita, no-voltees, veladura—; vivir entre sombras que nos han dicho que son ficticias y que insisten en manifestarse puede ser terrorífico o desolador. Visto desde esa perspectiva, ¿de qué “trata” un poema? De cosas inquietantes contra las cuales “esto de aquí” no nos ofrece resguardo; los poemas se escriben en y desde ñáñaras. Nuestra educación establece que a la ñáñara se le rehúye o atenúa. Primero con explicaciones, luego con socialización, más tarde con trabajo; después —si es el caso— hay “medicamento controlado”. Fuimos entrenados así desde que tuvimos miedo del que-mora-debajo-de-la-escalera. No obstante, hay ñañaristas;

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Georg Trakl. (Fotografía: ullstein bild via Getty Images)

but when I couldn’t sleep I learned to write I learned to write what might be read on nights like this by one like me

con conciencia o sin ella, les guste o no, actúan en con­tra de mandatos culturales que parecieran no sólo incontrovertibles, sino indispensables. Lo hacen, lo hacemos así porque no hay otra manera de escribir ciertos textos literarios que ir hacia la ñáñara y asirla y apretarla hasta que una o varias piezas de lenguaje queden impregnadas de ella. Atajo un malentendido que me avergonzaría propiciar: no creo que mi oficio me haga especial (“you and me ain’t movie stars/ what we are is what we are […] that’s enough for a working man”); exploro una sensación que, si lejana de lo inmediatamente verbalizable, encuentro figurada con nitidez en este texto de Leonard Cohen: This is the only poem This is the only poem I can read I am the only one can write it I didn’t kill myself when things went wrong I didn’t turn to drugs or teaching I tried to sleep

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Un orden de cosas en el que matarse es tan viable como consumir drogas o impartir clases, pero en el que dormir es imposible y cuanto puede hacerse es escribir; ese orden, absurdo para el entendimiento, es el propio de la ñáñara. Además de lo personal, lo que “se empoza, como charco de culpa, en la mirada”, y aparte de una acuciante, abrumadora conciencia de finitud, ¿qué más —qué lamia, qué vampiro, qué cosa-sin-nombre— viene a perturbar a este insomne? No lo sé; no me es ajeno; cautela: la advertencia de Nietzsche sobre abismos y monstruos debe tomarse en serio; contra lo que quiere pensar la buena gente, lo que está en un texto literario no es de a mentiritas. Y contra monstruos y abismos, ¿qué antibiótico me receta, doc? Confinar lo “otro de allá” también es obliterar los modos que las culturas han concebido para lidiar con ello: los amuletos, las ceremonias de protección, las maneras de entrar y salir de las ñáñaras. Desde las Luces, nuestros sucesivos manumisores nos van dejando cada vez más desabrigados. —Ese es, a mi ver, el terror auténtico en El aro (Verbinski, 2002; Nakata, 1998): unas personas completamente desposeídas de recursos para encarar lo que no está incluido en su descripción del mundo—. ¿Qué es eso que se desliza desde quién sabe qué sitio sin fondo y nos susurra cosas al oído? Eso que se lee en Pizarnik (“Afuera hay sol./ Yo me visto de cenizas”), en Celan (“En la fuente de tus ojos/ un ahorcado estrangula la soga”), en Trakl (“Hermana en turbulenta pesadumbre,/ mira una barca de angustia sumirse”). Más de una vez —tras un día de escribir, un taller, una conversación de pares— se me ha acercado. La adivino ajeno y —más aún— contrario a la vida. Así que lo ahuyento con, justamente, lo que rebosa vida: el Buenavista Social Club, los colores brillantes, la risa.


El arte supremo del guerrero

Ramón Castillo

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El escritor japonés Yukio Mishima dirige un discurso a las fuerzas armadas japonesas el 25 de noviembre de 1970, en Tokio. (Fotografía: Sankei Archive via Getty Images)


Y para que el cuerpo alcanzara ese nivel en que es posible atisbar lo divino, se requería una disolución de la individualidad. Yukio mishima

En un breve ensayo consagrado a especular sobre la muerte de Yukio Mishima, Henry Miller se pregunta de manera retórica si el autor nipón era capaz de reírse. Se imagina un diálogo, acaso en el más allá, o al menos en un territorio sólo plausible bajo la permisividad de la literatura y la imaginación, en el que indagaría las motivaciones para llegar a un extremo como el tomado por el japonés. Sin embargo, antes que cualquier pregunta, su primer objetivo, asegura Miller, sería conseguir, mediante alguna broma o comentario suspicaz, que aflorara una carcajada de su interlocutor. Tras este guiño, pareciera que subyace la idea de que el motivo principal del acto de Mishima fuera una seriedad inhumana, una noción de insoportable rigidez y, por supuesto, una acción totalmente incompatible con el carácter del viejo Henry. No obstante, en un volumen que rescata un par de entrevistas célebres realizadas por dos críticos literarios de importancia en el Japón de la posguerra, Takashi Furubayashi y Hideo Kobayashi, es posible contemplar a un Mishima no sólo capaz de reír, sino de seducir con su personalidad incluso al más reacio de ellos, Furubayashi, quien de manera abierta y desde un principio señala el desconcierto y rechazo que le producen las radicales ideas de Yukio. Ésta, fue la última entrevista que otorgó el literato antes de morir. En ella expone parte de su visión ante la sociedad contem­ poránea, algunas de sus influencias y relaciones en el mundo letrado, pero con mayor profusión, expresa su filosofía en tanto artista, así como su complemento, la aún más interesante faceta como guerrero. El 25 de noviembre de 1970, Mishima intenta dar un discurso ante las fuerzas armadas japonesas para incitarlas a comprometerse a salvaguardar al emperador y defender el código de ética de los antiguos samuráis; durante su arenga quiso estimular la moral de los soldados, recordándoles la nobleza de sus ancestros combatientes. Como respuesta, sólo recibió vituperios y una atención inusitada, helicópteros sobrevolando el sito y cámaras de televisión que grabaron el patético intento del escritor por cambiar el destino de su país. Luego de su decepcionante alocución, regresó al interior del edificio, donde antes había secuestrado y amordazado al comandante del campamento militar, quien miró con pasmo cómo el famoso escritor y también líder de la Tatenokai —grupo de fieles adeptos a las artes marciales y los principios mishimianos— ejecutaba el harakiri primero, y era decapitado después. Esta dramática salida, sin lugar a dudas, no sólo sobrecoge por lo impactante de su fría mecánica, sino también por lo aparatoso e inane de sus consecuencias, aquel deslumbrante acto no tuvo ninguna repercusión de trascendencia ni en la milicia ni en el gobierno japonés, pero sí un morboso seguimiento por parte de los me­dios de comunicación. Existe una famosa fotografía del cuerpo y la cabeza disociados

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del escritor que despertó, entre otros, la reflexión de Marguerite Yourcenar. El seppuku de Mishima ha generado diversos cuestionamiento sobre el trasfondo que lo empujó a escoger morir de tal manera. Recordando a Camus a la luz de este singular ejercicio de autoinmolación, se impone la excepcionalidad del problema filosófico que representa el suicidio. En el caso del autor de Confesiones de una máscara, es necesario acudir a dos fuentes esenciales de su producción literaria para contar con elementos suficientes para aventurar una hipótesis, los textos El sol y el acero y La ética del samurái en el Japón moderno, ensayos publicados con un año de diferencia entre sí, justo en la última etapa creativa del escritor. El segundo de estos títulos es fruto de una lectura comentada de Hagakure, una serie de reflexiones dictadas por un samurái del siglo xviii. En él, confiesa, Mishima descubre en su juventud el primer afluente que habrá de alimentar sus búsquedas posteriores. Quizá la más importante de las revelaciones que lo guiarán es la conciencia de la muerte. Ahora bien, este concepto, señala Mishima en su entrevista con Furubayashi, no comparte, bajo su lectura, el mismo significado que para el mundo occidental. Para él, morir es una posibilidad de escudriñar el absoluto. La espada, la lucha y la muerte no corresponden al lado oscuro, insiste, no invitan al pesimismo o a la impotencia; por el contrario, su interpretación retoma ciertas claves nietzscheanas y así hace de estos elementos instrumentos para configurar el amor fati en toda su expresión: un decir sí a la vida mediante la paradójica búsqueda de la muerte. Mishima declara, una y otra vez, que todo su hacer, en el fondo, ha sido una indagación sobre la pureza: la de las palabras, la del cuerpo, la del compromiso ético, la del sexo, incluso. Es un utópico como sólo puede serlo un auténtico moralista. Recurre a un romanticismo consciente de que el fin último al que aspira es, por igual, el punto que marca su propia imposibilidad. No puede ser de otra manera, y él lo reconoce. Como artista, en un primer momento, cree ver en la literatura la senda hacia la ascesis, pero descubre su insuficiencia al sentir que el lenguaje aleja a los

hombres de la realidad, pues erige un mundo ajeno a lo concreto. Escribir, por su imperfección, pero a la vez por el poder que detenta para interrumpir el flujo de la vida, por su capacidad de falseamiento, de fingir un final, es un atisbo por el que se vislumbra el magma incomprensible de la muerte deslizándose bajo el suelo que pisamos. No obstante, sin la conciencia del cuerpo está incompleto. Así pues, en su escape del poder corrosivo de las palabras, Yukio se refugia en la carne, en el culto narcisista de la perfección muscular, acercándose más a una for­ma de confirmarse corpóreamente. En ese instante, el sol y el acero, asegura en el libro homónimo, serán para él un lenguaje que permitirá articular la afirmación de la existencia sin la falsedad con la que lo hacen las palabras, las ideas, el intelecto y sus abstracciones. Lo concreto es la acción, lo concreto es la tensión nerviosa del músculo. Aun así, es claro que el fracaso inherente a toda escritura es un memento mori, la fractura por la que se cuela el vértigo de lo inenarrable. Cada intento es, por supuesto, una derrota; cada fallo, sin embargo, es prueba de una lucha. Otorgarle un sentido superior será posible mediante el coraje y la fuerza, el ímpetu que se imprima en una pelea que aunque se sabe perdida, quedará como un simulacro, como una pequeña imitación de la muerte. La conclusión a la que llega es que su empeño por vislumbrar el absoluto no tiene cabida ni en la euforia creativa ni en la carne, si éstas se entienden en solitario, sino únicamente cuando acaece la herida que rasga el horizonte, el símbolo que la muerte hace presente al conjugar ambos términos. La dualidad es forzosa, necesaria e implacable, igual que la contradicción. Si en El sol y el acero discurre sobre la necesidad de fundir la vía de las palabras y la de la acción, es gracias a Hagakure que descubre un fin más elevado: la belleza gélida de la muerte. No hay mayor esplendor, nos dice Mishima, que la hermosura que está destinada a perderse. La fugacidad y corrupción de un cuerpo excelso lo vuelven aún más pleno y singular. Abrazar el cataclismo

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mediante el deceso de la gracia es, en consecuencia, el auténtico sino del esteta. Seremos bellos sólo porque habremos de morir; lograrlo de manera digna, intensa y apasionada es el sentido último de la vida. Para él, el “pathos trágico nace cuando una sensibilidad perfectamente normal hace suya momentáneamente una nobleza privilegiada que mantiene a los otros a distancia”, así pues, lo que anhela es un arrebato íntimo, la experiencia intransmisible e incomunicable de su propio goce; que en este caso, se destila de la mezcla heterogénea y contradictoria del ideal y lo concreto, la fusión del sueño y la carne, de la exuberancia de la vida y la frialdad de nuestro fin. Su esfuerzo es trágico, precisamente, porque es absurdo. A la manera de un existencialista límite, Mishima sabe que la confirmación de la vida sólo se completa en el propio aniquilamiento. No en balde le señala al critico Furubayashi la fuerte impresión que tuvo al descubrir la literatura de Georges Bataille. El asombro ante lo mórbido, el éxtasis como mística divina se expresan a la manera de dos polos que lejos de anularse, se exaltan. El seppuku, de esta manera, es la puerta de entrada a una visión suprema, radical acaso, pero genuina en su dignidad, un atisbo de lo inconmensurable, un arañazo a la divinidad y a la belleza en su más pura forma. Fiel a sus antagonismos internos, Yukio Mishima ase­ gura que el grado superior de su pesquisa tiene que trascender toda abstracción, el ideal debe volverse piel y músculo. Para él, el físico no es un ornamento, no hay metáfora alguna al decir que los conceptos alcanzan su plena realización mediante el cuerpo. La carne es en sí misma un significado, el sentido último y suficiente cuando se llega al punto al que llegó Mishima. El atletismo y la disciplina le permiten escapar del aparentemente falso mundo de las palabras y las ideas; la acción es el paso lógico para evadir la dicotomía insalvable entre el mundo material y el espiritual. No se trata sólo de oponer a la mente el organismo, sino de hacer que mediante el movimiento, la esencia del

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lenguaje se manifieste en su total pureza. Darle cuerpo a las palabras, hacer las ideas a través de la lucha, energizar el intelecto mediante el boxeo o el dominio de la katana son caminos para recuperar el poder primigenio del verbo. Cada acto, entonces, debe alejarse del automatismo y lo cotidiano para tornarse pura singularidad. La excepción, como el suicidio, devela el misterio de la belleza en su altura incorrupta, se vuelve un ideal hermoso y terrible. En este sentido, sólo con la presencia excesiva de la muerte las palabras pueden volver a decir el mundo. Las limitaciones del cuerpo y del habla son superadas en una síntesis cuya elocuencia es celebrar su propia desaparición. La salud del cuerpo, para este samurái moderno, era la oportunidad de darle vida a la salud literaria de la que habló Deleuze —por cierto, también suicida—; es decir, como una voluntad para confirmar el poder creador, la alegría exaltada del atleta vital. Mishima, al igual que Valéry, considera que no hay mayor profundidad que la de la piel; cree en la hondura de la superficie, aunque se explaye más allá que el poeta y haga suyo el fervor por la firme tensión del músculo, la flexibilidad que otorga la sincronía de una maquinaria perfecta que lucha contra su inevitable decrepitud. Mishima educa su cuerpo en virtud de que cree en el concepto clásico de la instrucción, el viejo adagio griego que celebra el equilibrio guardado tanto afuera como adentro, la materia y lo inasible; sin embargo, él no desea ser mármol, su único propósito es devenir acero. El objetivo es alcanzar una belleza similar a la hoja del sable; ser moldeado bajo las estrictas condiciones de la forja; el pertinaz desbaste para hacer emerger un filo perfecto; evidenciar la naturaleza implacable de la disciplina, el atractivo de la acción y los mortales beneficios de la paciencia. Su lenta metamorfosis —más de diez años de intenso entrenamiento— era la manera de expresar su interior o, al menos, aquellos valores que estaba dispuesto a defender, tales como la exaltación de la severidad y el rigor de un temperamento robusto dispuesto a


sacrificarse. La belleza de mancillar y destruir la belleza, he ahí parte de la mística de Mishima. Bajo esta óptica se inscribe el móvil que lo lleva a celebrar ciertos actos terroristas de su tiempo, pues dentro de su pensamiento, tozudo y fatal, la destrucción encierra en sí misma, sin importar sus motivaciones, un halo de fascinante encanto. A ratos su estética pareciera la de un dadaísta trasnochado, un poeta maldito demodè, un avejentado futurista que niega, al mismo tiempo, cualquier avance. Lo cierto es que al leerlo vemos a un artista que genera una incomodidad que, incluso a cuarenta y cinco años de distancia, nos parece en extremo virulento e incomprensible por criticar conceptos tan arraigados en las sociedades actuales como el estado de bienestar o, incluso, la democracia. Éste último, un tópico prácticamente indiscutible e irrebatible en el ideario de la cultura occidental. Aun así, también destaca por ser un férreo opositor al american way of life, al deseo extendido y estereotipado del consumismo, así como al aburrimiento y consiguiente angustia existencial que las sociedades capitalistas generan en los individuos. Su lectura de Hagakure es, sí, el grito exaltado del reaccionario que condena todo cambio, pero también la defensa apasionada del moralista, entendido como el salvaguarda de una serie de valores esenciales para concretar, con mayor o menor éxito, un ideal social o, todavía más, un código de vida que otorgue dignidad al ser humano. De manera violenta y radical, defendía el honor y la firmeza de espíritu, el valor de la lucha y el autodominio, la frugalidad, la entrega a sus principios más allá de lo pragmático y utilitario, y denostaba así el conformismo burgués que privilegia la comodidad y la evasión. Uno de sus más sentidos lamentos es sobre la pérdida del sentimiento trágico de la existencia, el desgarramiento mismo de la vida. A su modo, veía que el mundo, y quizá en eso radique la parte más vital y poderosa de su crítica, se alejaba de un misterio originario, de una comunión superior entre cuerpo y espíritu; todo ello, a costa de un culto frenético por la salud, la negación psicótica de su anverso, necesario e

inevitable, en definitiva, una vida falseada que enaltece la satisfacción material y la vitalidad hueca. Lo que Mishima busca es extender un linaje combatiente, fundir las posibilidades del cuerpo con la revelación de una trascendencia estética y ética, una decisión que restituya el sentido de la muerte como prueba absoluta del heroísmo y lo sublime que el espíritu humano es capaz de delinear con su mente y carne. Es, a un tiempo, síntesis y diferencia, pero sobre todo, un paso más allá del cuerpo y la palabra, un paso hacia una revelación, el éxtasis supremo. Su filosofía es, en consecuencia, de excesos; si el apasionamiento y la intensidad son la energía que debe impulsar al samurái, es comprensible que no se busque el punto medio, sino esa locuacidad del cuerpo que incita al arrojo, a la acción desmedida e intrépida y, por eso mismo, también desorbitada y, bajo este haz, literalmente suicida. Las motivaciones sociales, entonces, resultan secundarias, pues Mishima se hubiera suicidado de cualquier forma, al perseguir con plena coherencia su propia visión y anhelo. En él, el argumento ético está por debajo del estético. A diferencia de Junichiro Tanizaki, que elogió la oscuridad, así como la sombra que la resguarda, la lógica de Mishima es solar, esto es, se revela como un devoto del influjo de la luz, pese a lo que pudiera parecer. Pero esta voluntad lumínica es a condición de que el pensamiento siga un camino ascendente, vertical, una ruta para alejarse tanto de los abismos nocturnos como para confirmar la ruta, de nueva cuenta, hacia el absoluto. Este romántico atípico afirma la terrenalidad tanto como su obsesión por lo inasible; sin embargo, el compromiso ante ambos conlleva un destino compartido, el desvanecimiento del ser en el amplio mar de un cosmos eterno. De ahí que aquel 25 de noviembre de 1970, no sólo murió Yukio Mishima, sino que un hombre pudo atisbar lo inconmensurable en un éxtasis sensual que sobrepasó a su obra literaria y dio, por un instante brevísimo, un sentido total a la vía de vivir y morir como guerrero.

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Me suicido porque es domingo:

Perros noctívagos de Luis Moncada Ivar Sergio Monsalvo C.

Vista de la Ciudad de México en la década de 1960. (Fotografía: Keystone-France / Gamma-Keystone via Getty Images)

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Luis Moncada Ivar nació el 27 de julio de 1925, en la Ciudad de México, como el primogénito de una familia de ocho hermanos. Una familia pobre y con carencias de todo tipo. A la edad de 14 años queda huérfano de madre y a partir de ahí incrementa su actitud protectora hacia sus hermanos menores. Asimismo, las relaciones con su padre se vuelven conflictivas, para luego romperse en forma definitiva. Estudia la preparatoria y luego ingresa a la Universidad Nacional como estudiante de Medicina y a la postre de Derecho, sin rebasar el primer curso. Desde los 15 años, para ayudarse en los estudios, entró a trabajar como oficinista al Banco de México. Éste fue su primer y único trabajo estable. En sus ratos libres leía a Kafka, Dostoievsky, Gorki, Pushkin, Chéjov, Hermann Hesse, Rilke, Flaubert, Faulkner, y a los mexicanos Juan Rulfo y José Revueltas, y se inicia en la escritura motivado por sus lecturas. A los 19 años se le presenta la oportunidad de viajar a Guatemala, sin otra intención que la de conocer. Al poco tiempo se entera del Movimiento Sandinista, surgido en Nicaragua, y decide entrar en él. Se desplaza al país centroamericano con este fin, en 1944, y se une a sus fuerzas. Seis meses después retorna a Guatemala y de ahí a México. Ante la falta de perspectivas, opta por ir a Tijuana en busca de trabajo. Ahí encuentra acomodo con unos familiares y permanece en la ciudad fronteriza por espacio de dos años. En 1948 llega de nueva cuenta a la capital y entra a trabajar como secretario del gerente de publicidad del periódico Novedades, puesto en el que se conserva, pese a todo, un par de años. Por azares de la vida consigue un lugar en un barco de Pemex que parte hacia Europa a mediados de 1951. Deambula por el continente, pero pasa la mayor parte de su estancia en París. Viviendo de cualquier manera y con trabajos eventuales, se relaciona con escritores, pintores y músicos del Barrio Latino. Un año después, conoce en aquel lugar a la francesa Josely Arisi, con la cual se casa y tiene un hijo, al que no conocerá sino años más tarde, puesto que en 1953 regresa solo a México tras romper con ella. En México se queda por breve tiempo antes de partir para Nueva York. En la metrópoli por excelencia desempeña trabajos como lavaplatos, ayudante de mecánico de imprenta y otros que le permiten sobrevivir. Conoce en sus constantes andanzas a Esther, una mujer de ascendencia ítalo puertorriqueña con quien contraerá segundas nupcias. En la “Gran Manzana” radica durante dos años y fracción. Se divorcia y vuelve a México a mediados de 1956. Dentro del territorio mexicano no permanece quieto y son frecuentes sus viajes a distintos lugares. A partir de 1958 se asienta definitivamente en la Ciudad de México. Realiza actividades periodísticas para algunas publicaciones como Siempre! y Revista de

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revistas. En 1966 se casa por tercera ocasión, esta vez con Carlota, una joven mexicano catalana de la que se divorcia cuatro meses después. Vive por entonces en la flamante unidad Nonoalco Tlatelolco. En el medio periodístico goza de buena reputación y mantiene amistad estrecha con gente del medio y algunos escritores como Lizandro Chávez Alfaro, Luis Monter, Manuel Mejido, Rubén Alcalá Negrete, Paco Ignacio Taibo, Víctor Rico Galán, Horacio Espinosa Altamirano, Raúl Renán y Emmanuel Carballo, entre otros. El lunes 5 de marzo de 1967, Rubén Alcalá Negrete llamó repetidamente a la puerta del departamento 302 del edificio Nayarit donde vivía Moncada Ivar. Al asomarse por una ventana vio que éste se encontraba sobre un diván, en tal posición que desde luego supuso que algo andaba mal. Acudió entonces a la Tercera Delegación de Policía y así se lo hizo saber a las autoridades correspondientes. El día siete, miércoles, en la prensa aparecieron notas como la siguiente: [Luego de la denuncia] ...el agente del Ministerio Público y dos agentes de la Policía Judicial se presentaron en el departamento, encontrando el cadáver del escritor y periodista Luis Moncada Ivar sobre un diván, cerca de un escritorio, sobre el cual hay una máquina de escribir. En la mano derecha del occiso se encontró una pistola tipo revólver calibre .22, con un cartucho quemado y dos útiles. Sobre el escritorio había dos hojas escritas de puño y letra de Moncada Ivar, que dicen: “Querido ingeniero [se refiere a su hermano Carlos Moncada Ivar]: el departamento es tuyo, por supuesto. Desearía que Natacha tomara lo que le guste y que sea huésped vitalicio. Un abrazo para ti y besos para los Ruiz. Este dinero [doscientos pesos que estaban junto a la carta] es para mi admirable hermana María Luisa. Uno de estos días te dejaré el diseño para sus ventanas. Me suicido por­que es domingo, porque ayer asistí a mi velorio, porque hoy estoy ocioso y de excelente humor. Pero si hubiera

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que cargarle el muerto a alguien sería a Henrique González Casanova. Dejo la pistola a Sergio Lugo —no vale la pena empeñarla, maestro, es un arma barata—. Mi cuerpo a la Escuela de Medicina, y si hubiera sido posible, mis ojos a Ray Charles”.

Estas fueron las últimas palabras que escribiera el cuentista mexicano poco antes de dispararse un tiro en la cabeza. Alcalá Negrete declaró que hacía ocho años que era amigo de Luis, y que por cosas del trabajo lo visitaba con alguna frecuencia. Dijo que Moncada Ivar era muy estimado por los amigos y que no sabía que tuviera problemas económicos o de otra índole. También sabía que hace tres meses se divorció de su esposa, de la que solamente sabe que se llama Carlota, pero que el divorcio no lo afectó para nada. En la segunda edición de Ovaciones se explayaron un poco más: Luis Moncada Ivar, autor del libro Perros noctívagos, sumaba 41años de edad. Las diferencias con Henrique González Casanova habían surgido cuando éste fue ju­ rado del certamen convocado por la revista Casa de las Américas de Cuba. En el mencionado evento, el voto del citado individuo fue determinante para que Moncada Ivar con este libro no obtuviese el primer lugar, lo cual, amén de una cierta amargura que matizaba con espléndida ironía, lo afectó en su carrera de escritor y literato. El texto que reproducimos anteriormente es el recado que se dignó escribir. Decimos se dignó, porque Moncada Ivar había acumulado un desencanto mayúsculo debido, en gran medida, a la indiferencia y a la manera en que su país lo había tratado. En el cita­do libro de cuentos, Luis Moncada lvar incluyó un relato titulado “San Suicidio Mártir”. Ahora, al llevar a efec­to esta determinación, el escritor ha cerrado el círculo, sellando así la unidad entre la angustia y el desprecio de vivir —manifestado en sus escritos— y la acción. Tenga reposo el escritor que era presa de una inquietud y una sed de vivir inigualable.


Moncada Ivar escribió desde la adolescencia en diversos géneros cuyos ejemplos aún permanecen inéditos. Se sabe de una novela llamada Lázaro, la cual finalizó en 1949; también andan por ahí dos cuentos titulados “Los redentores” y “Los estadistas”, pensados como homenaje a Franz Kafka; una pieza teatral dividida en tres actos, dos cuadros escritos en 1958 con el nombre de ¡Hasta entonces...!, e innumerables poemas de la más variada índole. El único material publicado por este autor fue Perros noctívagos, editado por Costa-Amic en 1965. Es una colección de once cuentos que tras su aparición mandó al concurso de narrativa de la revista Casa de las Américas, con los resultados ya vistos. En la presentación que hizo Horacio Espinosa Altamirano del libro en aquellos años, destacó que Moncada Ivar parte desde un monólogo interior hacia el exterior y va colocando intermitentes señales que nos muestran su tiempo de angustia y miseria. Trae un prodigioso equipaje de sabiduría y vagabundeo, un refinamiento que le permite mirar la realidad sin apresuramiento, con cierto fatalismo. En este autor hay una violenta protesta por el agobio y el sistemático golpeo a que ha sido sometida toda una generación que empieza a manifestar su creciente rebeldía; una generación que creció bajo el signo de la desesperanza y el nihilismo y está empezando a devolver los golpes recibidos. Hoy, a poco más de 25 años de su publicación, en el ámbito de la realidad mostrada por Moncada Ivar en este volumen, la palabra continúa fuerte en su carga de significados. La densa inclinación al tema de la muerte se extiende sobre los textos como un presagio incontrolado que, al expandirse, crea imágenes y deja claves aún codificables, como las de la postura del solitario existencial en donde la miseria es la única dimensión genérica del hombre que desemboca en una

literatura desolada, la cual se apuntala con un supremo escepticismo. Fascinado por la idea del suicidio, los textos reunidos aquí hacen referencia constante a ella. Los relatos de Perros noctívagos son casi todos de estilo autobiográfico, en los que se intuye al suicida diferido como en “San Suicidio Mártir” , “La Mentirosa” o “El Bar ‘L’Scala’”. Por otro lado, el carácter narrativo de este autor imprimió al libro una desnudez estilística muy poco frecuentada por los escritores mexicanos de la época y que habla de sincronía con la modernidad extrafronteras. Rescata, asimismo, el uso del lenguaje coloquial, con todo lo duro y crudo que puede resultar lo popular, y se libera con una rabiosa ironía de cualquier sacralismo temático, incluyendo el de naturaleza religiosa como en la trilogía “Una rata de iglesia”, “Aleluya” y “El camaleón”. Por todo ello es consecuente suponer que la vida en este libro haya quemado las manos de críticos fosilizados en su aparición, condenándolo a la marginalidad. El realismo de esta escritura no es de amables fábulas que la falsearan piadosamente, ni ocultamientos pudorosos de lo escatológico. En la literatura de Moncada Ivar no hay un nacimiento pacífico de la segunda mitad del siglo xx; hay un cataclismo que va creciendo como hongo mortal; hay personajes que se comportan co­mo verdaderos seres humanos, como víctimas sociales, con sus complejidades, sus absurdos y violencia, como es la vida misma, esa que nos compete a todos. Este es­critor no exaltó la fealdad; la reconoció, la rescató y con talento le dio categoría estética. Los Perros noctívagos tienen algo de inquietante, una atmósfera de drama al husmear los olores que circulan en su ámbito como miedos derramados, olores de sentimientos excavados de la carne. Personajes que hoy como ayer siguen siendo marginales como el propio realismo.

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Los arquitectos no se suicidan Jorge Vázquez Ángeles

Mural de Juan O’Gorman en el exterior de la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria en México. (Fotografía: Getty Images Latin America)

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Los arquitectos no han sido grandes suicidas. Son artistas pero poseen sentido común. A pesar de las presiones a las que se ven expuestos a lo largo de sus carreras, no existen ejemplos que indiquen cierta condición mental que los lleve a elaborar un plan concienzudo para terminar con sus vidas, sacrificándose a punta de chuchillo en el vestíbulo o lanzándose al vacío desde su obra maestra. Los arquitectos son seres longevos que mueren trabajando: Le Corbusier fallece a los setenta y siete años; Mies van der Rohe a los ochenta y tres; Walter Gropius a los ochenta y seis; Frank Lloyd Wright a los noventa y uno. Óscar Niemeyer es el campeón: vivió ciento cuatro años. En una revisión de la vida de los más destacados, muy pocos decidieron termi­ nar su vida por propia mano. En México, Juan O’Gorman (1905-1982) es el caso más emblemático. Lo hizo de tal manera que se aseguró de no fallar en el intento: mientras se ahorcaba, mordió un cápsula fabricada con un veneno casero al tiempo que se daba un tiro en la cabeza. Francesco Borromini (1599-1667), el arquitecto suizo-italiano que revolucionó el arte barroco, también se suicidó, luego de una vida difícil, donde la frustración, la incomprensión y la mala suerte configuraron a su alrededor una malévola trinidad, aderezada con el ninguneo de sus contemporáneos. Para colmo, vivió bajo la sombra de su más acérrimo rival, Giovanni Lorenzo Bernini. Sin datos clínicos precisos, la melancolía que azotó la vida de Borromini era en realidad síntoma de depresión. Hacia el final de su vida, sin el apoyo del Papa Inocencio X y despojado de sus últimos trabajos, Borromini se enclaustra en su casa a orillas del río Tíber, en Roma, dedicándose a dibujar las obras que le hubiera gustado construir. Lo hace sin descanso, día y noche. Como el Quijote, “se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio”, hasta que una severa crisis provocada por el insomnio lo convierte en un hombre impredecible y violento. El médico renacentista que lo revisa le extiende, más que una receta, un remedio poético: para “dormir la ansiedad”,1 el arquitecto necesita oscuridad. Con las ventanas todo el tiempo cerradas y la prohibición de que trabaje de noche, el 2 de agosto de 1667, Francesco discute con su criado quien le quita una vela y le ordena que se vaya a descansar. Molesto por vivir como un vampiro e invadido por la furia y la desesperación, el arquitecto de sesenta y ocho años alcanza a percibir el leve brillo de una espada cerca de la cabecera de su cama. Se acerca hasta ella y la descuelga de la pared. Apoya la empuñadura en la cama y se deja caer, a la altura del estómago, sobre el filo. El dolor lo hace reaccionar y grita, pero es demasiado tarde.

1 Anatxu Zabalbeascoa y Javier Rodríguez Marcos, Vidas construidas. Biografías de arquitectos, Gustavo Gili, p. 70.

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La muerte le extiende una prórroga. Pronto llega su confesor y le suelta las palabras clásicas del suicida: no se culpe a nadie de mi muerte. Al día siguiente, tras redactar su último testamento, Borromini es cadáver. Para su mala fortuna, ni muerto los hombres de su tiempo dejan de ningunearlo. Por ley, está prohibido que la tumba de un suicida lleve inscripción alguna, así que durante muchos años, en la iglesia de San Giovanni dei Fiorentini, nadie supo que debajo de una losa de mármol blanco reposaban los restos de uno de los arquitectos más afamados. Aunque no recurrieron al suicidio, la muerte de otros arquitectos podría inspirar cuentos o novelas. El italiano Antonio Sant’Elia (1888-1916), ferviente seguidor del Futurismo, movimiento al que se adhirió en 1914, creía que la historia era un estorbo para el avance de la humanidad. Las láminas que dibujó, porque en vida sólo construyó una casa y dos tumbas, incluida la suya, muestran ciudades donde se combinan centrales eléctricas con puentes, chimeneas y carreteras. Sus dibujos exhalan el vértigo de la velocidad y el dinamismo, y no son tan distintos a los que Le Corbusier realizará, con coches que circulan en amplias carreteras y aviones surcando los cielos. Al estallar la Primera Guerra Mundial, el pelirrojo arquitecto se alista en la unidad 225 del Regimiento de infantería “Arezzo” del ejército italiano. Es herido en el frente y debido al número de bajas, uno de sus comandantes le pide que diseñe un cementerio en Monfalcone, cerca del lugar donde se llevan a cabo las batallas entre trincheras. El arquitecto se pone a trabajar y decide dividir el terreno de acuerdo a la jerarquía militar. El 10 de octubre de 1916, el arquitecto es alcanzado por un disparo en la cabeza y se vuelve el primer inquilino del lugar que él mismo proyectó. Sólo tenía veintiocho años. Al término de la guerra, el cementerio es destruido. Los restos de Antonio son llevados a Como, su tierra natal.

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Otro italiano que murió de forma extraña fue Guiseppe Terragni (1904-1943), quien fue considerado por el mismísimo Filippo Marinetti como heredero de Sant’Elia,2 además de que construyó sus obras más importantes en el lugar de nacimiento del célebre arquitecto futurista. Como rasgo de su carácter, Terragni construyó el primer edificio racionalista de Italia, llamado Novocomum. Sin embargo, el arquitecto de veintitrés años de edad hizo trampa: mostró los planos de un edificio “clásico” a la municipalidad cuando lo que terminó construyendo fue otra cosa. El escándalo estuvo a punto de provocar la demolición del edificio pero el Terragni se salió con la suya. Aunque siempre pesó sobre sus hombros haber trabajado para Benito Mussolini —diseñó la Casa del Fascio, sede del partido fascista italiano en Como—, hay que reconocerle que a diferencia de los arquitectos rusos que nada pudieron hacer para que Stalin no metiera la mano en sus proyectos, Terragni convenció al Duce de que el Movimiento Moderno no era ajeno al nacionalismo italiano ni a la plataforma del partido. A la caída del dictador, la arquitectura de Terragni tardó en ser tomada en cuenta como un ejemplo de la más depurada arquitectura racionalista del siglo xx. Como Sant’Elia, Terragni también fue llamado a filas: combatió como artillero en el fiero, desolador y mortal frente ruso. Sobrevivió pero los quince meses transcurridos entre cadáveres y nieve de alguna forma lo mataron en vida. El 19 de julio de 1943 estaba en su estudio. Iba a cenar. Él mismo encendió la estufa y preparó la mesa. De pronto comenzó a sentirse mal. Tomó el teléfono y llamó a María Casartelli, su novia, quien le pidió que fuera a su casa. Cuando él llegó, sólo pudieron verse a pocos metros de distancia: un coágulo

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Ibid.


de sangre en el cerebro le ocasionó un derrame cerebral fulminante. Se desplomó mientras bajaba una escalera. Tenía treinta y nueve años de edad. Sin que sea cómplice o culpable, la arquitectura participa como testigo del drama suicida. Quienes deciden terminar con su vida eligen, por lo general, la altura de un rascacielos para quitarse la vida, como ha ocurrido en edificios emblemáticos como el Empire State o la Torre Latinoamericana; también puentes como el Golden Gate, en San Francisco, donde se han suicidado alrededor de mil seiscientas personas.3 Vértigo y velocidad son parte fundamental del rito. Como a los futuristas, al suicida no le interesa la historia.

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Estudio del pintor y arquitecto Juan O’Gorman, diseñado y contruido por él mismo, en la Ciudad de México. (Fotografía: Getty Images Latin America)

http://www.elmundo.es/internacional/2014/06/28/53ae6e77ca47419c408b4571.html

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Arquitecturas del deseo Adriana Mejía

Imágenes de la serie Arquitecturas del deseo cortesía de Adriana Mejía

La serie Arquitecturas del deseo podríamos definirla dentro de la corriente realista, ya que su trabajo mantiene una posición crítica y una peculiar postura humana ante la realidad que transfiere a su pintura, con una visión claramente histográfica y una nueva objetividad sobre el tratamiento de la realidad, en la cual Adriana Mejía toma como modelo visible e identificable los aparadores comerciales como una referencia a la arquitectura funcionalista destinada al consumo. Esta arquitectura de interiores, representada o vista desde los pasillos de los centros comerciales (del latín “con”, que puede traducirse como “completamente”; el sustantivo “merx”, “mercancía”; y el sufijo “-al”, que es sinónimo de “relativo a”) que también se conocen en la actualidad como shopping center, shopping o mall, se trata del espacio donde se vincula a la construcción que alberga tiendas y locales y aparadores comerciales en un mismo espacio con diversas propuestas para que los potenciales clientes puedan realizar sus compras o desarrollar el deseo de adquirir; un ambiente psíquico donde deseos insatisfechos y promesas de satisfacción se relacionan mutuamente.

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La estética del consumo está claramente basada en la representación simbólica de lo efímero, en la insistencia de la temporalidad que convierte en acontecimiento el registro de un hecho, como el acto mismo de comprar, representado a través de los espacios en que este acto, el del consumo, se realiza. Asimismo, es pertinente destacar que el arte actual está estrechamente vinculado con la cultura de consumo, la cual es percibida como un condicionamiento histórico, social o de clase; este dilapido se ve claramente apuntalado por la tecnificación de los medios de comunicación que fomentan o predisponen a un público o cliente hacia determinadas conductas o gustos. Adriana Mejía, por un lado, testifica esas conductas actuales, y por otro, cuestiona ese interés selectivo de consumo del mundo

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material circundante al representar los objetos del deseo por los que se manifiesta esa conducta. Es así como esta serie evidencia la percepción contemporánea sobre los bienes materiales, definida como el acto único por medio del cual captamos directamente una situación objetiva, y que en el mundo posmoderno se ve sesgada por múltiples informaciones aportadas por el llamado fenómeno de mercado, el cual se trata en sí de una fa­bricación psíquica que detona del deseo de consumo condicionado. Rafael Alonso Pérez y Pérez

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Fotografía: Alejandro Juárez

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Por una medicina integral, humanista y ética

Entrevista con Jorge Alcocer Varela Miguel Ángel Flores Vilchis

Cuarenta años de investigación médica y el Premio Nacional de Ciencias y Artes 2015 bajo el brazo hacen del doctor Jorge Carlos Alcocer Varela una voz más que autorizada para conversar sobre el panorama de atención a la salud y la docencia de la medicina en México. Hombre de modales afables y frases contundentes, el reconocido inmunólogo se pronuncia por la asignación de mayores recursos económicos al rubro de Ciencia en el Presupuesto Federal y hace votos por una práctica médica con ética que tenga como objetivo primario el bienestar de la comunidad donde se practica. El jurado del Premio —que le fue concedido en el campo de las Ciencias Físico-Matemáticas y Naturales— encomió “la calidad de su investigación en el área de inmunología y reumatología, su labor en la formación de recursos humanos y grupos de investigación; así como por su quehacer institucional para el desarrollo de las ciencias naturales y la ciencia médica en México”. En su discreta oficina del Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán (incmnsz), el investigador rememora una frase que le dirigió al presidente de la República el pasado 16 de diciembre, cuando le fue otorgado el citado reconocimiento en el patio de honor de Palacio Nacional: “que su compromiso de apoyar a la ciencia siga”. Lo deseó no sólo para la presente gestión, también para las venideras. La ciencia “sí se ha apoyado —apuntó— pero no tenemos todavía la aportación económica necesaria para hacer una investigación de gran escala como en otras naciones. Todas las actividades que pueden sacar adelante al país tienen como base la investigación. Si México desarrolla una ciencia propia, ligada a los problemas que tenemos, y que sea exportable, va a generar no sólo dinero, también conocimiento y la mejoría de la población”. Para alcanzar esto último, “los recursos no sólo deben venir del gobierno, también de la empresa privada”.

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El profesor de la Universidad Autónoma Metropolitana (uam) señala un reto que se le impone a los investigadores y que se presenta más importante que acrecentar los recursos económicos: interesar a la sociedad mexicana en la ciencia. “Los científicos debemos mostrar a la gente la importancia de la ciencia para que se vea atraída y participe en ello —abundó—. Somos muy pocos los que, con todo y nuestro trabajo, podemos dedicarnos además a la difusión de la ciencia. Hay que lograr que los ciudadanos participen; la ciencia es un asunto de todos”. Desde 1971, el doctor Alcocer está ligado al incmnsz, en particular al Departamento de Inmunología y Reumatología, donde ha realizado las investigaciones que le han valido también el Premio Miguel Otero al Mérito en Investigación Científica por la Secretaría de Salud, el Premio Dr. Maximiliano Ruiz Castañeda en Investigación Básica por la Academia Nacional de Medicina de México, y el Premio Heberto Castillo en 2014. En estos años de trabajo, en colaboración con sus alumnos y colegas, se ha logrado agilizar el diagnóstico de las patologías del sistema inmunológico y de las enfermedades reumáticas, al tiempo que se han afinado los tratamientos mediante el desarrollo de medicamentos más efectivos. Lo que se traduce en una mejor calidad de vida para los enfermos e incluso la aparición de pacientes asintomáticos. Como muestra, ofrece algunas estadísticas de pacientes con lupus: hace cuarenta años el 50% de los enfermos tenía una sobrevida de cinco años, actualmente más del 80% de los pacientes, diagnosticados tempranamente y con tratamiento adecuado, cuentan con sobrevida de veinte años. “Podemos decir, sin asegurarlo, que están curados”. El doctor Alcocer decidió impartir clases en la uam como parte de un compromiso ético, según sus propias palabras. Hace diez años llegó a la conclusión de que el 60% de los padecimientos reumáticos se pueden resolver en el primero y segundo nivel de atención médica, es decir, en los consultorios médicos y hospitales. Evitan­do que los enfermos lleguen con cuadros patológicos muy complicados a los institutos de investigación (tercer nivel), que sólo un especialista puede tratar. “Si en los dos primeros niveles se hace un manejo oportuno de los factores que precipitan la enfermedad y se previenen complicaciones, no se necesita de un espe­ cialista. Más que un reumatólogo, para atender estas patologías se necesita un médico general o médico familiar con buenos conocimientos en reumatología”. Este mismo principio aplica para la mayoría de las enfermedades que se han vuelto un problema de salud pública en México, por ejemplo la diabetes, la cual es una enfermedad inmunológica. Tratar los principales detonantes de ésta (las infecciones, el sobrepeso, el estrés, la predisposición genética) con celeridad y con un sólido conocimiento de inmunología desde el primero y segundo de nivel de atención médica, reduciría drásticamente la incidencia de casos de ceguera o amputación en los institutos de especialidades. Para reforzar esta idea, el investigador expone que uno de los últimos reportes de la Organización para la Cooperación y del Desarrollo Económicos (ocde), en

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materia de salud, señala que México no ha alcanzado sus metas en atención médica y que está por debajo de muchos países. En el documento se aconseja “mejorar la atención primaria para dar solución al problema, nunca sugirió aumentar el número de especialistas”, anota. Sin embargo, en no pocas universidades, afirma, se incentiva en los alumnos un afán mercantilista en la atención a la salud: los estudiantes son aleccionados para elegir la especialidad que les genere mayores ingresos económicos, en vez de inculcarles una práctica sólida de la medicina general. Esto deviene en la corrupción de los futu­ros profesionistas, quienes ya en el campo de trabajo se inclinan por los diagnósticos que les procuran las más altas ganancias, yendo en contra del bolsillo e incluso de la salud de los pacientes. Desde este punto de vista el “humano es visto como mercancía y se lucra con el dolor ajeno”. Ante este panorama y aun teniendo una actividad importante como profesor de posgrado, decidió incorporarse a la docencia de licenciatura con la finalidad de contribuir a la formación de “médicos integrales ligados a la comunidad y de fortalecer ese mensaje de la ocde”. En la licenciatura en Medicina de la Unidad Xochimilco de la uam encontró el nicho apropiado, dado que uno de los módulos aborda la reumatología en relación indisoluble con la inmunología. Hace nueve años que desde aquí contribuye a formar a médicos generales con buenas bases de reumatología, capaces de resolver las problemáticas en los centros de salud y los hospitales, e impidiendo que los pacientes desarrollen cuadros que degraden severamente su calidad de vida o los coloquen en franco peligro de muerte. El profesor anima unas palabras para los estudiantes de medicina y jóvenes profesionistas: “Mi recomendación es que piensen bien que la medicina ha perdido muchos de sus valores; anteriormente el médico era considerado una gente de sabiduría, con capacidad humanista y, desde luego, con ética. Si ustedes tienen interés en el prójimo, en los pacientes, y quieren ayudarlos, comprométanse a ello y no con el beneficio personal”. Se toma tiempo para repartir los créditos de cuatro décadas de trabajo: “toda la serie de conocimientos obtenidos no son sólo míos, sino del grupo, que está integrado por mis colegas del departamento, alumnos que luego serán colegas y que van ser los que continúen esta actividad”. En un momento de reflexión sobre los méritos para recibir el Premio Nacional de Ciencias y Artes, el doctor Jorge Alcocer prefiere expresar su reconocimiento al incmnsz y a la Universidad Nacional Autónoma de México, de la que es egresado. De su boca escapan los nombres de entrañables mentores como Ruy Pérez Tamayo, Mario Salazar Mallén y Donato Alarcón Segovia. Al final, añade un agradecimiento especial a sus pacientes, a las personas que desde la trinchera de enfermo se hallan dispuestos a colaborar con la investigación médica.

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Majestuosamente solo:

Rafael Bernal, Nueva York y el mal

Francisco Mercado Noyola

La avenida Bowery, en Nueva York, alrededor de 1940. (FotografĂ­a: Lawrence Thornton / Archive Photos / Getty Images)

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Se dice que Bernal fue de derecha, que encapuchó a Juárez y que fue sinarquista, pero ¿eso qué importa si su obra literaria es valiosa, si cuestionó lo que a estas alturas nadie puede negar que estaba y está mal… Vicente Francisco Torres

Rafael Bernal, autor recordado casi unánimemente por ese hito en la novela negra mexicana llamado El complot mongol (1969), católico atormentado por las dudas de la fe, activista enemigo de la revolución institucionalizada, aparente reaccionario y antagonista de la figura histórica de Juárez, “lobo estepario” del establishment intelectual mexicano, enigma y contradicción viviente de las letras nacionales, fue trashumante de la geografía mundial y tránsfuga a través de la complejidad humana. Obsesivo combatiente en su obra, de la iniquidad, la deshumanización y la servidumbre impuestas por el hombre, de conformidad con sus principios se erigió en un militante sinarquista convencido. De modo que también fue el orador —leyenda negra de su biografía— que azuzó a sus correligionarios en un mitin frente al Hemiciclo para que encapucharan la estatua del Benemérito. Perteneció a la corriente católica cuya bandera de lucha era hacer extensiva la Reforma Agraria a los sectores desfavorecidos por el cardenismo, y plasmó este desencanto político en las novelas Su nombre era Muerte (1947) y El fin de la esperanza (1948). Uno de sus críticos más entusiastas y acuciosos, Vicente Francisco Torres, dio a conocer en el suplemento Sábado de Unomásuno, en julio de 1987, el texto que Bernal había leído veinte años atrás en el tercer ciclo de “Los narradores ante el público”, organizado por el inba y Joaquín Mortiz. En este documento, el propio Bernal negaba la facultad de juicio moral por parte del narrador en sus obras, así como propugnaba la expresión del ser humano como realidad y no como ideal. En este sentido, advertía la legítima grandeza del antihéroe moderno y la inverosimilitud del héroe clásico, considerando a éste un constructo de la soberbia y la dominación. Admitía también que su no pertenencia a ningún grupo intelectual de la época le había permitido seguir su propia búsqueda de la verdad en su obra, pesquisa que ha­bía ido evolucionando y tomando derroteros inclusive contradictorios. Percibía como virtud inherente a las letras “la perfecta caridad” del creador, que entrega a los otros su conocimiento del mundo, como una carta en una botella al mar. Sostenía

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que una obra literaria poseía este carácter, susceptible de enajenación, exceptuando a la poesía, la cual seguía indefectiblemente el mismo sino de su creador. Es interesante, en consecuencia, reparar en el hecho de que los dos primeros alumbramientos de su musa fueron expresados en verso: la epopeya Federico Reyes, el cristero (1941) e Improperio a Nueva York y otros poemas (1943). Alfonso de María y Campos Castelló alude —después de la indignación de Bernal ante la intransigencia anticlerical de Calles y en los años posteriores a haber sido corresponsal de guerra para Excélsior y Novedades en París— al testimonio estético de su paso por la Babilonia del Hudson con las siguientes palabras: Dos años más tarde, en 1943, ya de regreso a México, Bernal pasa de la denuncia cristera al grito anticapitalista. El tema no puede ser más cosmopolita, la ciudad de Nueva York; pero el tono es crítico y desgarrado, lo que, a pesar de sus orígenes sociales, lo aleja de la generación literaria que lo antecede, la de los llamados Contemporáneos. Así, bajo el exótico sello de Ediciones Quetzal —probablemente de su propia creación también—, Improperio a Nueva York y otros poemas retrata esa nueva jungla, la del asfalto; la urbe capitalista denigradora del hombre, racista y destructiva.

“Improperio a Nueva York. (Poema en tres barbaries y dos intermedios civilizados)” es el texto con el que abre este libro publicado en 1943. Se trata de una creación que guarda intensa afinidad con Poeta en Nueva York (1940) de Federico García Lorca. En su “Improperio…”, Bernal reivindica el placer lúdico matemático de Pitágoras y Euclides en contra de la deshumanización de la contabilidad empresarial; vislumbra en los bancos de arena de Long Island la naturaleza en venta de un río Hudson prostituido. Ve en la producción en serie la frialdad de las máquinas; así como evidencia en la gran urbe el caos y la barbarie en medio de la civilización, los miasmas deletéreos y los venenos de la polución industrializada. Gracias a su texto sabemos que Nueva

York contaba en aquel tiempo con siete millones de habitantes, signo de la explosión demográfica del siglo xx, de la devaluación de la vida humana que detonaba la alienación colectiva en las adicciones, que él advirtió en la gran ciudad. En el “Primer Intermedio” del poema, Bernal exalta a El Greco, espíritu egregio de la hispanidad cuya Vista de Toledo miró aprisionada en el Metropolitan Museum of Art, bastión del poder mercantil y el esnobismo norteamericanos. A García Lorca, doce años antes, Wall Street lo había impresionado por frío y por cruel; su visión le había parecido “un espectáculo terrible pero sin grandeza”. En Manhattan había compadecido el dolor de la negritud y había escrito la “Oda al rey de Harlem”, suerte de elegía por la opresión de la raza negra. Rafael Bernal, también, siente en sus propios versos el duelo por la postesclavitud afroamericana, en medio de las noches festivas del Cotton Club, el Savoy Ball Room y las victorias pugilistas de Joe Louis. También escucha el llanto del Hudson, nostálgico por sus riberas vírgenes, habitadas por venados y tribus hijas del Gran Espíritu. Al igual que Lorca en su “Danza de la muerte”, Bernal vaticina en su poema la caída del imperio, sus edificaciones y sus símbolos. En el “Segundo Intermedio” invoca el espíritu de Edgar Allan Poe, haciendo referencia a sus vicisitudes y sufrimientos en esta ciudad y en su vida, su alcoholismo, la pérdida de su amada esposa y su hermandad con el profeta Elías, alimentado por los cuervos. Es sabido que Poe vivió en Nueva York de 1846 a 1849 en una pequeña cabaña en el Bronx. En 1847 murió de tuberculosis su esposa Virginia Clemm, inspirando con ello el angélico viaje de “Annabel Lee”. Veinticuatro años más adelante de la publicación del Improperio…, en 1967, el Fondo de Cultura Económica publica la colección de cuento En diferentes mundos, la cual incluye el relato breve “Nueva York”. En éste se narra el viaje del joven empleado de banco Ricardo Estévez al desierto humano de Manhattan,

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en una búsqueda que él mismo desconoce, en una fuga —acaso inconsciente— de la soledad y el desaliento. Después de cuatro días de vagar en franca decepción, Estévez decide tomar un tour que entonces comenzaba en la Tercera Avenida, “por las aguas sucias del East River”, y que enseguida pasaba frente al edificio de las Naciones Unidas. Ahí conoce a la joven israelita Judith Stein, quien deseaba rodear la ini­quidad de la urbe desde el río, considerando que Nueva York era “el infierno de la soledad”. Estévez confiesa a Judith haber buscado un buen momento en esa gran ciudad cosmopolita, a costa de todos sus ahorros, consiguiendo sólo vagar como autómata por el Morocco, el 21 Club y los bares de los hoteles Taft, Manhattan y Roosevelt, donde sólo había encontrado “ancianitas bebiéndose su neurastenia”, en palabras de su interlocutora. Por su parte, Judith confiesa a Ricardo que ella planeaba tomar el ferry hacia Staten Island en una tentativa suicida. Ella había ido a la gran isla del noreste —proveniente de una modesta familia judía de valores sencillos— en busca de su libertad, encontrando en su lugar “soledad en medio de toda [esa] inmundicia”. Ambos acuden después a cenar en un restaurante judío donde, en medio del milagro de la risa y la camaradería, departen y bailan en una noche mágica la pareja en ciernes, otros hebreos y un lavaplatos afroamericano. Más adelante en el relato, el autor escribe: “Unas horas antes del amanecer, Manhattan deja de ser Nueva York. Se vuelve íntimo, silencioso. Los taxis van de prisa, como ocultándose. Los que transitan en las calles, porque en esa ciudad el tránsito sigue día y noche, van callados”. Después de detenerse en Broadway, en contraesquina al Salvation Army, cruzan la avenida y siguen por la calle 42, en dirección hacia el río. Se detienen tomados de la mano, Judith confiesa a Ricardo que es una call girl. Éste deposita un beso en la frente de la joven, y en

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la esquina la besa en los labios, ahuyentando así a la soledad “como [a] un gran pájaro negro”. Ya en El fin de la esperanza, Bernal había mediatizado la imagen de la ciudad como la gran corruptora de los personajes provenientes del medio rural. Sin embargo, también había expuesto, en otros momentos de su narrativa, a la selva como la región de los miasmas insalubres que pervertían la naturaleza humana. La tonalidad lúgubre y desencantada de Filiberto García en El complot mongol —indudablemente su obra mejor lograda y menos maniquea— es ya gozosa celebración de los más oscuros resquicios de la psique humana y la urbe. No obstante es posible deducir, a partir de una visión general de la obra del narrador capitalino, que él perseguía con su escritura un manifiesto ético y estético; que al mismo tiempo que —como todo creador— buscaba la belleza en la expresión, también deseaba plasmar su angustia moral y teológica, así como dejar sentada una verdad con pretensiones universales, la de la nobleza del espíritu humano a ultranza, la del hombre “bueno por naturaleza”. De ahí, que toda aspiración babélica —como la de Nueva York, capital mundial del poder, la dominación y el lujo— había de concluir en una debacle moral, lógica y natural. Los placeres más simples, honestos y celebratorios de lo humano se hallan, en la lectura de Bernal, en la bondad y la sencillez. El mal se encuentra inoculado en los corazones de los soberbios y los ambiciosos, principal fuente humana del sufrimiento. En su carencia de una poética innovadora y artificiosa como manifiesto, en su ausencia de apego a normas estéticas rigurosas y en su falta de filiación al campo intelectual de su tiempo se halla su genial naïveté. En las condiciones actuales de la realidad nacional y mundial, se podría utilizar el imperativo de Judith Stein en el cuento “Nueva York” como anatema: “Hemos tachado la bondad como inservible. Vámonos”.


Las esposas alegres de Windsor, la obra abandonada de Shakespeare Gerardo PiĂąa

Falstaff, Mistress Ford y Mistress Page. Obra de Robert Smirke basada en Las esposas alegres de Windsor. (Imagen: Dea Picture Library / De Agostini / Getty Images)

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Varios críticos consideran Las esposas alegres de Windsor la obra menor de William Shakespeare (por ejemplo, Emma Smith o Harold Bloom). No sólo por la ligereza de la trama sino por la ridiculización de Sir John Falstaff, el caballero arrogante y mentiroso que aparece en las dos partes de Enrique IV. Sin embargo consideremos algunas cosas: sabemos que Shakespeare escribió Las esposas alegres de Windsor en catorce días para conmemorar el nombramiento de Lord Chamberlain y Lord Hunsdon (el nuevo patrono de la compañía de teatro de Shakespeare) como miembros de la Orden de Caballeros de Garter en Windsor en 1597, a petición de la reina Isabel. Y esto mientras Shakespeare estaba escribiendo la segunda parte de Enrique IV. En estas circunstancias, calificar Las esposas alegres de Windsor como una obra menor me parece algo muy menor. Es cierto que la trama es sencilla —y esa es una de sus virtudes—: Sir John Falstaff, un personaje gordo, glotón y corrupto, ha decidido enamorar a dos mujeres (ambas casadas): Mistress Ford y Mistress Page. Les envía sendas cartas de amor, ambas se hablan sobre ello y deciden jugarle una broma al remitente. La señora Ford, mediante su servidumbre, concertará tres citas para que Falstaff la visite, y en cada una de ellas éste terminará golpeado y humillado con la señora Page de testigo. El señor Page confía en su mujer y no sospecha nada, pero Mr. Ford es un hombre celoso, se ha disfrazado de un tal Master Brook y le ha pedido a Falstaff que le permita ser testigo de cómo seduce a la señora Ford a cambio de dinero. Al final, desde luego, el enredo es deshecho y Falstaff se arrepiente de su conducta, al igual que el señor Ford de sus celos. No sólo es una historia sencilla; es la única obra de Shakespeare cuyos personajes son ciudadanos de a pie (la excepción es Falstaff, quien es un caballero de nombramiento, pero queda muy mal parado) y es quizás la que más refleja algunas ideas de la vida cotidiana isabelina. La obra está ubicada durante el reinado de Enrique V —Shakespeare conocía muy bien el peligro que corría al desagradar a la reina Isabel y siempre situaba sus obras en otras épocas— pero es la que más comparte elementos con obras contemporáneas de otros autores. Y, por si esto fuera poco, es la obra en la que las voces de los personajes son más particulares —distintivas— sin repetirse. Cada voz en Las esposas alegres de Windsor tiene inflexiones, acentos, muletillas e ideas propias acerca del tema de la infidelidad y de los celos. La obra se inserta en la tradición de obras explícitamente moralistas y alegóricas (obras en la que un personaje se llama Virtud, otro Pecado, otro Fe, etcétera). Y a primera vista podríamos decir que se trata de una obra en la que la Virtud castiga al Vicio (o pecado), pero esta comedia de Shakespeare muestra una visión más compleja del asunto. Parece sugerirnos que más que una confrontación entre Virtud y Pecado, la infidelidad se trata de la tensión provocada entre la atracción física y el acto de escapar a dicha atracción. Es decir, un tema que ha estado presente en cualquier época y que ha hecho de Las esposas alegres de Windsor una de las comedias más representa­das del bardo. Esta obra se estrenó en 1604, y tan sólo entre 1700 y 1900 hubo poco más de treinta producciones de la misma en los teatros más importantes de Inglaterra.

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En ellas participaron las compañías de teatro más renombradas con los actores más connotados de esos dos siglos. Y en todos los casos, lo que ahora se considera como algo menor, entonces se vio como una riqueza: el localismo de la obra. Ninguna otra obra de Shakespeare tiene marcas tan precisas de lugar y época como Las esposas alegres de Windsor. Además de la trama están las frases, los personajes, las alusiones, los usos del habla y la ideología predominante de la Inglaterra isabelina. Como ejemplo aparecen un personaje galés (Hugh Evans) y otro francés (Dr. Caius) con sus respectivas marcas de época: el francés es bueno en el manejo de la espada y el galés… en comer queso y en decir obviedades. “Evans: ¿debería de­cirte una mentira? Desprecio tanto a un mentiroso como desprecio a quien es falso o como desprecio a quien no es sincero” (mi traducción). Los nombres de los personajes: Brook y Oldcastle (como se llamaba Falstaff al principio) aluden a un par de sujetos legendarios a quienes Shakespeare intentaba ridiculizar. En particular a Falstaff, a quien Shakespeare hace decir —previo a las bromas que las alegres esposas de Windsor le van a gastar— que a él le consta que una de ellas lo ve con buenos ojos: “Falstaff: en una palabra, me propongo enamorar a la señora de Ford. La encuentro dispuesta. Discurre, trincha y me dirige miradas tentadoras. Vislumbro la interpretación de su estilo íntimo y la más halagadora expresión de su conducta, que en buen inglés dice: ‘Soy de sir John Falstaff’”. Seguido de lo cual decide en­viarles unas cartas de amor a las fieles esposas de los señores Ford y Page. Falstaff es un ejemplo magnífico de cinismo y pretensión; su conducta sería despreciable por completo de no ser por lo gracioso que resulta. Leamos aquí la carta de amor en boca de una de las destinatarias, la señora Page: No me preguntéis por qué os amo, pues si bien Amor toma a la Razón por su médico, no lo admite nunca por consejero. Ya no sois joven, yo tampoco lo soy; motivo demás para que haya simpatía entre nosotros. Sois alegre, yo también lo soy. ¡Vaya, vaya! Pues más simpatía entonces. A vos os gusta el jerez, a mí también. ¿Quisierais mayores cau­ sas de simpatía? Sea bastante para ti, señora de Page —si el amor de un soldado puede bastarte— el saber que te amo. No te diré que me tengas compasión, porque la frase sería poco militar; pero sí te diré: ámame. Y firmo: Tu propio fiel caballero, que espera rendido y fiero la noche y el día entero, con un poder hechicero, batirse por ti, lucero. John Falstaff.1

William Shakespeare, Las alegres comadres de Wíndsor, traducción de Luis Astrana Marín. Descargado de www.educ.ar. Todos los fragmentos que aparecen en este artículo provienen de esta traducción salvo indicación expresa.

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Aun cuando Falstaff se engañe a sí mismo y presuma una valentía que no tiene, su discurso lleva algo memorable a causa de su ingenio. Si no tiene otra cualidad, Falstaff es diestro con las palabras. Su estilo no es fácil de describir porque no privilegia ningún elemento retórico específico (salvo, quizás, el hipérbaton). Ford (disfrazado de Mr Brook): Habría deseado que conocierais a Ford, para que así pudieses evitar su encuentro. Falstaff: ¿A ese mercader de manteca salada? ¡Que le ahorquen! No osaría sostener mi mirada. La vista de mi bastón le haría temblar; mi bastón, que se cernería como un meteoro sobre los cuernos de ese cabrito. Maese Brook: me verás aplastar a ese rústico con mi superioridad y tú te acostarás con su mujer, créeme. Ven a verme esta noche temprano. Ford es un pillo, y yo añadiré un título más a los que tiene.

Más adelante, cuando le cuenta nuevamente a Ford (disfrazado de Brook) cómo le fue en el cortejo amoroso, Falstaff reconoce que las cosas no salieron como lo esperaba. Sin embargo, el hipérbaton no desaparece. Tal parece que si hay algo malo, para Falstaff debe ser terrible. Falstaff: me tembló el cuerpo sólo de pensar que el lunático sinvergüenza de su marido hubiera practicado un registro. Pero el Destino, que ha decretado que debe morir cornudo, detuvo su mano. Bueno; él se fue a hacer su pesquisición y yo seguí caminando en calidad de ropa sucia. Pero atended a lo que aconteció luego, señor Brook. He sufri­do las torturas de tres distintas muertes: primero, un terror insoportable de ser descubierto por el apolillado carnero manso; segundo, estar enrollado como un buen Bilbao en la circunferencia de un picotín, la punta con la guarnición y la cabeza con los pies; y luego ser embutido allí como para ser destilado, entre pestíferas telas que fermentaban en su propia grasa. Pensad en esto: un hombre de mi temperamento, meditadlo bien, sensible al calor como la manteca, un hombre que está continuamente sudando y derritiéndose. Milagro fue el escapar a la asfixia… Y en lo más álgido de este baño, cuando estaba ya medio cocido en aceite como guisado holandés, ser arrojado al Támesis, y enfriarme, ardiendo de calor, en aquella agua glacial, como la herradura de caballo. ¡Considerad esto, un calor de fragua! ¡Considerad esto, maese Brook!

La última cita concertada por la señora Ford será en el cementerio, por la noche. Esta vez todos han participado para jugarle una buena broma a Falstaff y han incluido a un grupo de niños que habrán de disfrazarse de hadas para asustarlo y darle de picotazos con sus trinches. La idea es que el miedo le sirva de escarmiento y de ocasión para arrepentirse de sus múltiples vicios. El juego funciona. Falstaff: Entreveo que se me ha hecho hacer el papel de borrico. Ford: Sí y también el de buey. La prueba es evidente.

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Falstaff: ¿Y no son hadas lo que aquí veo? Dos o tres veces lo he dudado; pero mi conciencia culpable y la sorpresa repentina de mis facultades me produjeron una ilusión grosera que me hizo creer, sin ton ni son, que eran seres sobrenaturales. Ved cómo puede la inteligencia alucinarse cuando se ocupa en malas obras. Evans: Sir John Falstaff, servid a Dios. Renunciad a los apetitos carnales, y los duendes dejarán de pellizcaros. Ford: Bien dicho, duende Hugo. Evans: Y por vuestra parte, renunciad también a los celos, os lo suplico. Ford: No desconfiaré de mi mujer hasta el día en que seáis vos capaz de hacerle la corte en inglés de buena ley. Falstaff: ¿He expuesto mis sesos al sol y dejado que se achicharren, que no me quedaron los bastantes para descubrir un lazo tan grosero? ¡Cómo! ¡Un cabrón galés tomarme a mí por objeto de sus burlas! ¡Dejarme yo encasquetar un gorro de frisa welche! No me falta más que estrangularme con un pedazo de queso tierno.

Como suele ocurrir cuando un castigo se prolonga (en este caso la humillación hacia Falstaff) la incomodidad del expectador aumenta al punto de sentir compasión por el acusado. La primera en lanzar la ofensa, a modo de pregunta, es Mistress Page, quien le pregunta a Falstaff si hubiera podido satisfacer a las dos mujeres llegado el caso. Mistress Page: Aun cuando hubiésemos arrojado con toda nuestra fuerza la virtud de nuestros corazones y nos hubiésemos condenado sin escrúpulo, ¿creéis, sir John, que habría podido el diablo en persona hacer de vos nuestras delicias? Ford: ¡Vaya, qué bocado! Una bala de lana. Mistress Page: ¡Un hombre soplado! Page: Viejo, tibio, mustio y con un vientre intolerable. Ford: Tan maldiciente como Satanás. Page: Y tan pobre como Job. Ford: Y tan malo como su mujer. Evans: Entregado a los fornicadores, a las tabernas, al jerez, al vino, al hidromiel, a los licores fuertes, jurador escandaloso y camorrista.

A Falstaff no le queda más que rendirse: “Muy bien; soy vuestro tema; me lleváis ventaja. Estoy decaído. Ni siquiera me hallo en estado de contestar a esa franela welche. Hasta la ignorancia sirve de plomada contra mí. Haced de mí lo que queráis”. El final de la obra nos deja con un sabor agridulce precisamente porque el escarmiento ha ido demasiado lejos. Lo que se inició como una comedia sencilla y directa en su resolución alcanza tintes de drama poco antes de terminar. Shakespeare captó muy bien, al retratar en esta obra varios usos de su tiempo, la universalidad de todo conflicto local cuando es retratado con una mirada crítica. Y con humor. Y con un uso polifónico del lenguaje.

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Menú de inmortalidades Andrés García Barrios

Yo no quiero vivir para siempre a través de mis obras, quiero vivir para siempre sencillamente por no morirme. Woody Allen

Según científicos como el neurólogo Chiris Frith y el físico Michio Kaku, el ansia de inmortalidad forma parte de la estructura mental que ha permitido a la humanidad sobrevivir como especie. De acuerdo con ellos, el cerebro humano se distingue del de los animales por su inevitable tendencia a proyectar el futuro: obsesionados por prevenir y planear el “mañana”, somos neurológicamente incapaces de aceptar esa “ausencia total de futuro” a la que llamamos “muerte”. Hasta hace poco sólo las religiones se hacían cargo metódicamente de este asunto, pero, según el filósofo inglés John Gray, con la consolidación del método científico mucha gente quedó convencida de los alcances de la ciencia y empezó a ceder a ésta la responsabilidad de que la inmortalidad fuera posible. Quizás los primeros que lo intentaron seriamente fue un grupo de ingleses que en el último tercio del siglo xix lo aplicaron para averiguar si podían comunicarse con el espí­ritu de los muertos. ¿Charlatanes? No. Entre ellos se encontraban científicos de la talla de Alfred Russel Wallace, codescubridor de la selección natural junto con Charles Darwin. Está de más decir que no tuvieron éxito. Pero la ciencia no ha renunciado a la encomienda de inmortalizarnos. En su libro El futuro de nuestra mente, el célebre físico norteamericano Michio Kaku describe innumerables investigaciones científicas cuyos resultados algún día pueden emplearse para vencer a la muerte. Una opción está en la posibilidad de inmortalizar nuestra conciencia y nuestra mente. Científicos norteamericanos hicieron historia en 2011 cuando, mediante meticu-­ losos escaneos cerebrales, lograron registrar un recuerdo en el cerebro de un ratón para después almacenarlo en una computadora. Este hecho insólito anunció que quizás algún día será posible grabar digitalmente todos los componentes cerebrales

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Análisis cabalístico de la mente y los sentidos de 1617. Ilustración de la obra Utriusque cosmi maioris scilicet et minoris metaphysica, physica atqve technica historia de Robert Fludd. (Imagen: Oxford Science Archive / Print Collector / Getty Images)

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de nuestra personalidad. Kaku calcula que, siguiendo esa u otras técnicas que ya están en desarrollo, la proeza podría ocurrir hacia finales del siglo xxi. Más allá de los distintos usos que se puede dar a este resultado (por ejemplo, que nos descarguen en el cerebro recuerdos selectos de un gran científico o de un astronauta en pleno viaje), también se ha especulado sobre su empleo para inmortalizarnos. Lo primero y más obvio es transferir nuestros recuerdos a una sucesión infinita de clones o a un robot de materiales imperecederos: depositados en un soporte físico inmortal, esos recuerdos se volverían eternos. Pero la ciencia vislumbra aún algo más sorprendente. Dentro de uno o dos siglos esa versión digital de nuestras conexiones neuronales se podría traducir a las frecuencias de un rayo láser y enviarse al cosmos a la velocidad de la luz para que en una galaxia lejana alguien lo decodifique y lo inserte en un clon o un robot, o incluso lo con­serve en una botella especial como energía pura, conciencia pura. Borrar los recuerdos de un clon para transferirle los nuestros violaría sus derechos más elementales (recordemos que los clones no son envases inertes sino personas completas, tan distintas del original como un gemelo lo es de otro). Además, como método para inmortalizarnos fracasaría seguramente. ¿Por qué? Simplemente porque una copia no es lo mismo que el original. Si replicamos nuestra personalidad y la transferimos a un clon, a lo sumo estaremos consiguiendo que éste tome nuestros recuerdos como suyos, lo cual no significa que se convierta en nosotros, ni mucho menos que estemos logrando transmigrar a su cuerpo: él vivirá su vida de recuerdos prestados mientras nosotros continuamos nuestro inexorable camino hacia la muerte. Sin embargo, una variante de esta técnica abre una posibilidad inquietante. Se trata de la fantasía científica del doctor Hans Moravec, ex director del Departamen­to de Inteligencia Artificial de la Universidad de Carnegie Mellon. Consiste no en transferir mi personalidad a

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un soporte digital sino, por el contrario, irme yo mismo digitalizando paulatinamente. El proceso supondría lo siguiente: un supercirujano robótico tomaría una secuencia de neuronas de mi cerebro y las duplicaría, convirtiéndolas en transistores. Como mi cerebro con­ tinuaría conectado a éstos mediante cables, yo seguiría funcionando normalmente (además, el cerebro carece de nervios de dolor por lo que el proceso se podría efectuar sin anestesia y yo permanecería todo el tiempo consciente). Ahora sólo habría que esperar a que el robot cirujano terminara de replicar todas mis secuencias neuronales. El proceso tomaría largo tiempo, pero no importa: al concluir yo me levantaría dueño ya de un in­mortal cerebro robótico, sin haber perdido ni mi personalidad ni mi conciencia. Cierto que al intentar ponerme de pie difícilmente podría sostener sobre mis hombros este nuevo “yo” transistorizado. Retomando la elocuente analogía del doctor. Darmendra Modha, del Laboratorio Lawrence Livermore, mi nuevo cerebro hecho de transistores y acero llenaría una manzana entera, su consumo de energía necesitaría una central nuclear de mil megavatios, y para enfriarlo sería preciso desviar un río y hacerlo pasar por sus circuitos. Nada de esto —como el lector supone— cabe en mi cráneo. La solución sería almacenar mi mente en una súper computadora y mantener ésta conectada mediante cables a mi cuerpo. El inconveniente es obvio: los cables tendrían que ser tan largos como para permitirme hacer una vida normal, al menos lo suficientemente normal como para que la inmortalidad valiera la pena. Sin embargo, imaginemos la maraña de cables que sería una sociedad de seres inmortales como yo. Otra opción sería mantener mi mente almacenada en la computadora y limitar mi actividad inmortal a todo tipo de experiencias intelectuales y emocionales en las que no estuviera implicado el cuerpo (aunque es difícil pensar en sentir alegría sin poder dar saltos


de gusto). Kaku nos advierte contra un peligro: aislada en sus transistores y exenta de los cinco sentidos, mi mente correría el riesgo de sufrir el mismo síndrome de encierro que sufren los presos a quienes se priva de todo tipo de experiencias sensoriales. En una palabra, enloquecen. Esa sociedad de computadoras humanas pronto se convertiría en una especie de hospital psiquiátrico transistorizado atendido por los pocos humanos que aceptaran conservar su cuerpo. La alternativa es construir un robot que sea manejado a control remoto por mi mente transistorizada y que replique un cuerpo humano en múltiples detalles, incluyendo receptores y transmisores de señales sensibles para poder ver, tocar, oler, gustar y escuchar mi entorno. En este punto, investigaciones de inteligencia artificial ya están dando pasos hacia robots con sofisticados sistemas de visión, oído y tacto. Dotarlos de gusto y olfato será cosa de proponérselo. Pero, ¿cuál es el problema con replicar el cerebro humano en su tamaño y peso originales? Cierto que con la tecnología actual se necesitaría una computadora gigante para lograr la copia, pero ¿no podemos suponer que el futuro descubrimiento de nuevos materiales nos permitirá obtener la dimensión deseada y crear un cerebro inmortal de kilogramo y medio? Por el momento los límites están en las dificultades físicas para empequeñecer las neuronas artificiales. Aun con materiales que nos permitieran reducirlas, llega­ría un punto en que su delgadez inevitablemente afectaría el comportamiento de los átomos y se provocarían fugas de energía incontrolables. Una solución sería proceder de manera inversa y construir las neuronas artificiales átomo por átomo para que así, al terminar de armarlas, tuvieran el tamaño de una neurona real. Después de todo, manipular átomos individuales ya es posible (lo hacen, por ejemplo, en el Laboratorio Almaden de ibm, en San José, California), por lo que, al menos en teoría, el problema técnico del cerebro inmortal está resuelto.

Llegados a este punto uno no puede más que preguntarse cuál sería el verdadero beneficio de vivir para siempre. El doctor Ray Kurzweil, eminente futurista e inventor, nos da una pista. Su planteamiento —que a primera vista parece una utopía sinsentido o, en el mejor de los casos, un buen pasaje de ciencia ficción— es en realidad una especulación científica respaldada en profundos razonamientos. Kurzweil toma en cuenta dos hechos: primero, que el desarrollo de la inteligencia artificial es un proceso imparable y, segundo, que un día inevitablemente alcanzaremos el límite en el empequeñecimiento de la tecnología. En ese momento, asegura, la construcción de robots empezará a aumentar de tamaño y, paulatina pero inexorablemente, consumirá uno a uno todos los materiales del planeta Tierra. Tarde o temprano éste se convertirá en una gran esfera robotizada en viaje continuo alrededor del sol. La imagen puede espeluznar a muchos, pero Kurzweil confía en que ello no tiene por qué ser una catástrofe. Avances tecnológicos de tal magnitud no necesariamente serán fruto de mentes perversas o de má­quinas conscientes y malignas como las de la película Terminator, sino que podría surgir de una humanidad sanamente integrada con sus creaciones y capaz de expandir la vida más allá del pequeño planeta. Dispositivos inspirados en los “Agujeros de gusano” planteados por Einstein, y otros prodigios tecnológicos y naturales, permitirían al ser humano viajar distancias enormes en tiempos reducidos e ir poblando otras galaxias. Transformando materia inerte en “inteligencia artificial amistosa” alcanzaríamos los confines del universo, convirtiendo éste en un cos­mos vivo. “En el fondo —nos explica Kurzweil— lo veo como un despertar del universo entero”. Si la materia y la energía de que éste está hecho “se transforma en materia y energía sublimemente inteligentes, espero formar parte de ello”. Interesante motivo para querer ser inmortal, ¿no es cierto?

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Como en esa noche tibia

de la muerta primavera

JesĂşs Vicente GarcĂ­a

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Ilustraciones: Beatrix G. de Velasco


Una noche una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de música de älas […] José Asunción Silva

Un sábado de marzo “De algo me he de morir, pues que sea siendo poeta”, balbucea Basilio, cual largo es, extendido sobre una cama de hotel de la colonia Obrera, medio litro de tequila en el cuerpo y la otra mitad en la botella. Tiene mal y bien de amores, extraña combinación, y eso puede echar a perder a la gente, hay quienes, incluso, se convierten en poetas, última y patológica zona en que ni la locura es un remedio. Ya lloró, ya se rió y ahora escribe, si es que esos garabatos pueden llamarse escritura. Enciendo la televisión. Sé que en un rato se dormirá y amanecerá convertido en poeta para chupar la sangre a las palabras; yo saldré al fresco de la noche rumbo a mi casa. i “Cuando la persona que amas te dice que ella no te ama, ¿qué pasa?” “Te sientes mal”, respondo sin gran reflexión. Basilio limpia su sombrero de lana en una noche templada en el zócalo de la Ciudad de México, que parece vendimia, no un zócalo. Es un lugar de desdichas. Aquí se manifiestan quienes no están de acuerdo con su vida social, con esos programas de gobierno, con esas leyes que se promulgan, con esos partidos políticos que sólo cobran. Paneamos y sabemos que allá estará instalada una alberca, por acá estuvo la pista de hielo, luego la rosca más grande de América Latina, después la feria del tamal, una exposición de mil cosas durante el año, así que visualmente el zócalo no descansa, tampoco los capitalinos, ciudadanenses, mexiqueños o cómo se nos llame ahora que ya no es Distrito Federal, sino Ciudad de México; es cambio de nombre, no de actitud ni de mejores modales, ni educación, basta con ver este panorama, caminar sobre la plancha del zócalo, por las calles, ya no se puede andar tranquilo en la noche, desde hace años esta ciudad ya estaba en estado de descomposición y ahora está sumergida en la inmundicia, igual que el proceso de los poetas en su conversión; aquí es un lugar de protesta, de suciedad, de malos olores, de ruido, de corrupción, como si hubiese un decreto para acabar con la tranquilidad, con la historia, con nosotros mismos. Y hasta el amor se escapa por donde se pueda, incluso por las cloacas.

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El mismo sábado más temprano En lo alto de la Torre Latinoamericana escuchamos el viento y a unas gringas que nos preguntan cómo se llama acá, cómo allá, porque resulta que no encuentran a su guía. Basilio explica dónde está la otrora cárcel de Lecumberri y qué es ahora, el camino que tomó Madero durante la Decena Trágica rumbo a Palacio Nacional, el año en que se inauguró el Sanborns de los Azulejos, las famosas fotos de los zapatistas y villistas en ambos lugares, el edificio en que se reunían los modernistas sobre Bolívar, lo que era el Salón Bach, las borrache­ras de Julio Ruelas, de Jesús Valenzuela, de Rubén M. Campos, el edificio de la esquina en que se filmó la famosa escena de Pedro Infante, en la cual, como “Pepe el Toro”, pelea con el Tuerto y éste cae. Al decir esto, Jennifer, la más entusiasta, voltea y le dice algo a su amiga, yo sólo entendí: Ismael Rodríguez, y algo así como que la escuela, el maestro, la película. Escucho anonadado, no de ella, sino de Basilio. ¿Cómo sabe todo eso? No es que crea que es un tarado, pero esos datos tan al dedillo ni los guías de turistas los dicen, ellos enumeran fechas históricas, Bellas Artes, el Palacio Nacional, la Alameda, la misma Torre, el edificio de Correos, el restaurante del Palacio de Hierro, su piso de madera. Basi les habla de poetas, les recita poemas modernistas. Las gringas se lo comen con la mirada. Se acomoda el sombrero negro. Llega un cincuentón, calvo, anteojos de pasta, huele a alcohol. Es el guía de turistas. Las güeras nos presentan, bueno, más a Basilio que a mí. Nos despedimos. El mirador de la Torre es caluroso. Entramos al Salón Corona, en Madero, primer piso. Basilio saca una libreta, me lee, parece poesía. Pide tarros de cerveza oscura, de una vez doble para que no dé vueltas. Quiere publicar. Me confiesa algo: le da miedo que nadie lo lea. No es broma. No me río. No nos zapeamos. Menos temprano. El mismo sábado Vuelve el estómago en Bolívar, pasando Fray Servando, frente a un Toks, a un lado de un cefemático de la Comisión Federal de Electricidad. Una patrulla se detiene. Los policías nos piden identificaciones. Dicen que nos van a llevar a la delegación. Basilio dice que

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sí, que en la cárcel se hacen los mejores poetas, que es buena escuela. Se mete solito a la patrulla. A mí me avientan como costal. Un azul dice que es mejor negociar y no en los separos, porque allá nos las dejarán caer. La anagnórisis me llega y le pregunto al representante de la ley los cargos por lo que nos va a remitir. Vomitar no es un delito ni estar borracho. “Su amigo estaba orinando en vía pública. Eso amerita una pena administrativa”. Basilio saca unos papeles y les dice a los policías que lo escuchen. Lee dos poemas en voz muy alta, casi los grita. ¿Qué opinan, señores? ¿A poco no están pegadores? Nos confiesa que está desilusionado y enamorado a la vez. Beatriz lo cortó hace un par de días. Pero quiere andar con una amiga de la universidad. Tánatos y Eros sonríen. Empieza a llorar. Lo abrazo. Le digo que ya mero llegamos, que ahí se desahogará mejor. Los polis nos describen escenas terribles de los separos. Una manaza me avienta el rostro y mi flaco cuerpo hacia un extremo de la patrulla. Basilio empieza a convulsionarse, va a vomitar, ¡va a vomitar!; el patrullero se detiene en Rafael Ángel de la Peña. Casi lo sacan a rastras, lo acomodan en un árbol y vomita, me bajo con él. Le ayudo. Le doy mi pañuelo. Está sudoroso, lacrimoso. Enfrente de nosotros, la patrulla se aleja, ni una mentada nos dijeron. Pinches tiras. ¡Pinchas tiras!, grita Basilio, ¡se llevan mis poemas! Corre hacia Bolívar, yo tras él, le digo que se detenga. Antes de llegar a la esquina, cae cual largo es, y como el caballo blanco de José Alfredo Jiménez, lleva el hocico sangrando. ii Otro día. Estamos sentados enfrente de la Catedral. Tararea “El pianista”, de Billy Joel, y le hago la segunda. Parece que la rola le llega hondo. Y me cambia la letra por una de José Alfredo, esa que dice: “Por la lejana montaña/ va cabalgando un jinete,/ vaga solito en el mundo/ y va buscando la muerte”. —Cuando una mujer te abandona, la muerte se acerca más y se ríe en tus narices. Y al acercarse otra, la vida te está retando.


Seguimos viendo hacia el zócalo. Me ve a los ojos y entiende que no estoy para descifrar nada, ni para adivinar sentimientos. Nos reímos en el zócalo, entre tanta gente que se ha dado cita este día de primavera. Ahora desea andar con Zafiro. Se dejó el cabello largo. El viento juega como el niño con el columpio. Todo un maestro de literatura, elegante, con su sombrero Tardán, sus libros, sus poemas en su cel. —¿Sabes qué, Pameliux? Estoy enamorado hasta las anginas. Pero ya no siento la muerte, porque además uno no puede sentir la muerte cuando te abandonan; al contrario, duele porque se siente la vida, sólo la vida duele, la muerte no. Así que ya decidí dedicarme a la poesía, a Zafiro, a mi trabajo, todo alrededor de las letras, y sigo con miedo al olvido literario, porque es como morirse en vida. —El olvido es vida, así que no te contradigas. Es­ cribe solamente o si no te respondo a lo Quevedo: “No escribas versos más, por vida mía;/ aunque aquesto de escribas se te pega,/ por tener de sayón la rebeldía”. Yo también memorizo poemas, porque eso es vivir, aunque la muerte es como la poesía, está en todos lados.

Minutos después En una tienda de Bolívar y Fernando Ramírez, aún llamada vinatería o abarrotes, compramos tequila. Quiere orinar, yo también. Comemos unos tacos. Lo veo más calmado. Quiere seguir bebiendo. Le digo que en un hotel y así hasta puede dormir tranquilo. Ya instalados, en la misma colonia Obrera, empieza a beber como los peces en el río directo de la botella, como si buscara a la parca. Está borracho, no idiota, empieza a recitar: “Cerrar podrá mis ojos la postrera/ sombra que me llevare el blanco día,/ y podrá desatar esta alma mía/ hora, a su afán ansioso lisonjera”. Se sabe a Quevedo de memoria. Puede recitar ese soneto desde donde uno le pida, lo cual no me sorprende, lee mucha poesía. A ver, dime el segundo terceto, da un trago y empieza: “Su cuerpo dejará, no su cuidado;/ serán ceniza, mas tendrá sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado”. Confiesa lo que ya había confesado, pero ahora lo subraya con más énfasis y claridad, a pesar de la borrachera: “Beatriz me dejó y me encanta una chava que fue mi compañera de universidad, y además me da cosa el olvido literario”.

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Bebe de la botella y se extiende, la tele habla sola, enciendo la luz. Malena me envía guats, “¿Ya mero?”. Veo que su metamorfosis es inminente, de lector toma el camino del poeta. Dice que lleva años leyendo en la noche a los poetas como With­man, Rimbaud, Lautremont, Baudelaire, Vallejo y mucha filosofía. Había notado algo en su bagaje lingüístico. Le pido desde lo más profundo que no se haga poeta, que eso es para locos, pero su camino está trazado como el destino para los griegos; le pregunto la razón del rompimiento con Beatriz: no le gusta platicar de poesía, excepto de la Ilíada, de la Odisea, de los grandes hombres de la tragedia, pero no le hables de los románticos, de los modernistas, de los contemporáneos, porque entonces se aburre. No le creo nada. “Ya suéltala, no mames”. “Ta bien, pinche Flaco. Me engañó con su jefe, yo los vi y le rompí el hocico a ese güey y a ella la mandé a la… lejos”. “No era necesario que golpearas a nadie”. “Además, me había dicho antes que su jefe leyó mis poemas y le parecieron una mamada, eso no podía quedarse ahí”. “Pues tienes que aguantar crítica y comentarios. Los poetas no pueden estarse rompiendo la cara cada que alguien le diga que no le gusta su poesía”. Domingo en la madrugada Salgo a la noche rumbo a la casa. Huelo la primavera. Me duele Basilio. Sé que amanecerá convertido y que ahora sus pesadillas lo están atormentando, que habrá dulces sueños y rencores azotados. Ha trazado su camino, así que moriremos como nacen los poetas, hasta el infinito, diría Efraín Huerta. Ahora entiendo por qué abril es el mes más cruel, según T.S. Eliot. Nacer es dolor. Ser poeta es comerse las vísceras, jugar con los demonios, sentir los tormentos de las palabras cuando no salen. Los poetas buscan la muerte para seguir viviendo. Basilio está muriendo y naciendo; sale Beatriz, entra Zafiro. El amor en algún momento se convertirá en violencia y en poesía. En el fondo, sé que su desacuerdo con la vida es lo que lo mueve. Paso al Oxxo por un pan para la cena. Las sirenas de las patrullas dicen que la madrugada tiene candela. Silencio. Perros. La luna de pergamino gira, ilumina la maldad, proyecta mi sombra larga. Silencio, sirenas, perros, gritos, oscuridad. Silencio. En mi corazón le doy la bienvenida a Basilio a este mundo de poetas, en estas ruinas poéticas por antonomasia; que la estancia sea de tu agrado, señor vampiro poeta, que la sangre y el ritmo te acompañe.

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Un drama en la catedral

Suicidio de Sofía Ahumada1

1 Tomado de Campanario de luz, de Jesús Francisco Conde de Arriaga, publicado por la Universidad Autó­noma Metropolitana, 2013.

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Terriblemente trágico, espantosamente absurdo fue el medio empleado por Sofía Ahumada para privarse de la vida. El suicidio de esta joven, por la rareza del medio empleado, ha causado honda sensación en la capital, haciéndose circular múltiples versiones referentes a su muerte forjadas en las imaginaciones del vulgo, agranda­das por la fantasía de los narradores o sencillas e indiferentes por parte de los escépticos que no ven en este caso más que la cesación de la vida de un ser vencido en la lucha tormentosa de las pasiones. Ese corrillo de historias incubadas en la corta duración de dos segundos, surgidas de la vertiginosa caída de Sofía, recorrieron la ciudad con la velocidad del rayo. Nada más terrible e imponente que ver despeñarse un cuerpo que lleno de juventud y de vida va a estrellarse en el pavimento o en el fondo de obscura sima. ¿Qué causas impulsaron a la desventurada Sofía a matarse? ¿Estamos frente a un suicidio excepcional o ante un delito horrible? A esto tiende la averiguación de la autoridad; y pronto la luz clarísima de la justicia alumbrará con irradiaciones meridianas los ensangrentados despojos de la desventurada joven, víctima de un desequilibrio en sus ideas o de las salvajes pasiones de algún malvado. No era precisamente una belleza pero su agraciado semblante, encuadrado por abundantes cabellos castaño obscuro y alumbrado por dos ojos claros, atraía sobre ella las miradas de muchos individuos que la galanteaban. Joven, muy joven, tendría 16 años y ya pisaba los umbrales de una juventud tormentosa, siendo su porvenir, a lo que parece, el nebuloso horizonte de un pudridero donde se cotizan las caricias. No había rodado aún y tal vez prefirió la negrura de una fosa a la negrura no menos abrumante del des­honor. ¿De dónde vino? Nadie lo sabe. Se le veía cruzar siempre alegre y sonriente por las calles de la colonia Guerrero y una pollería inquieta de obreros, sastrecillos y estudiantes, formaban su séquito. Para todos tenía sonrisas y esperanzas.

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De estatura mediana, esbelta y cimbreante cintura, su pie breve y calzado con primor taconeaba reciamente en los embanquetados, atrayendo las miradas de todos. Diez y seis años y cuatro novios. No puede pedirse más precocidad; por eso decimos que su porvenir era el nebuloso horizonte del deshonor. Tal es la fisonomía moral y física de la suicida. Diariamente, a las once, se presentaba Sofía en la puertecilla en que comienza el intrincado caracol de escaleras que conducen a los campanarios de la Catedral. Allí, junto a su amante pasaba largas horas y quizá el solitario nido de las cornejas que de noche vagan por las obscuras torres se convertía en la morada de amores sacrílegos que manchaban la santidad de la basílica. Vestía un vaporoso traje blanco, floreado de lila y adornado con anchos listones rojos. Calzaba unas botas de piel de Rusia amarillo mate y, si algún indiscreto se hubiera fijado cuando Sofía subía la escalera, habría visto unas medias color de malva con rayas color de rosa. El cuerpo de la suicida descendió con una rapidez vertiginosa en una posición de medio perfil. A la hora en que pasaron los hechos que relatamos, una numerosa cantidad de gente circulaba por Atrio, calles del Seminario, la Moneda, el Seminario, las Escalerillas y el Portal de Mercaderes, de modo que en un momen­to el atrio se invadió por una multitud de curiosos y muchos gendarmes que de los puntos cercanos acudieron en el acto. Nada más horrible que el cadáver. Aquel semblante antes agraciado, de perfiles traviesamente sugestivos, estaba aplastado, contrahecho, deforme. En la plancha mortuoria, la suicida tenía amarrado al muslo izquierdo un sucio tarjetón en el que se leía: Cuarta Demarcación: Sofía Ahumada Mañana más detalles. El Popular, 2 junio de 1899


intervenciones Mateo Pizarro


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La vida se va pasando:

Andanza y voces de los tres Ernestos. La generación nicaragüense del 40 José Antonio González de León El poeta Ernesto Cardenal, en 1978. (Fotografía: Lachmann / ullstein bild via Getty Images)

César puso un impuesto más para felicidad de su pueblo. Los carniceros suben la carne para pagarlo, los ganaderos suben el ganado para pagarlo; sólo el pueblo tiene que arrodillarse para pagarlo, porque toda la carne y el ganado, los ganaderos y los carniceros son del César, menos el pueblo. Ernesto Mejía Sánchez

No es novedoso reconocer que una corriente filosófica con las dimensiones de las europeas no ha estado presente en los países latinoamericanos. No es curioso que las corrientes filosóficas americanas busquen su origen en la relación con la vida prehispánica. Así pues, no es casual que ese pensamiento filosófico encuentre en las tradiciones perdidas del mundo prehispánico la identidad americana. Nada más por esta originalidad no puede ser una filosofía pobre, que como la “Occidental”, pero de manera diferente, busca la raíces de una identidad mestiza con todas sus capacidades. La filosofía en América busca a su sujeto dentro de las más remotas variedades de sus dos culturas originales, esencialmente.

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Desde autores como Héctor Antonio Murena (que incluso tiene todo un estudio sobre Edgar Allan Poe y las dificultades que representa ser norteamericano), León Portilla y la exaltación contemporánea de la historia antes de la conquista, hasta Edmundo O’Gorman y la identidad americana, o la tradición antropológica mexicana y la de Uranga o Padilla y el movimiento de lo mexicanista, podemos observar este pensamiento y sus dimensiones de identidad cultural, sobre todo. Tampoco en los Estados Unidos esa presencia de la filosofía llegó temprano, aunque los padres de esa nación, Madison y Franklin por ejemplo, hicieron avances importantes. El francés Lafayette y la “Democracia en América” se convirtió en una piedra de toque que culminaría de manera compleja en los sermones y escritos de Emerson, el poeta y filósofo que en palabras de Bloom, pudo haber fundado la versión norteamericana del cristianismo. Así, no es una mera apariencia la competencia que la filosofía recibe de la poesía: lo ha podido hacer con mayor plenitud y el caso de los tres Ernestos nos lo hace pensar por lo menos si no es que confirmar. Escribe Moisés Elías Fuentes: No quiero decir que la poesía se subalterna a la filosofía, pero sí que participa de otras disciplinas de las ciencias sociales y de las humanidades. Poesía comprometida, no con un partido político o con una ideología, ni siquie­ra con una fe religiosa, sino con un pensamiento humanista que se fue forjando y definiendo en la medida en que los escritores se anexaron e implicaron en la comprensión de las luchas sociales, no sólo de Nicaragua, sino de América en general. Esta maduración es la que se advierte en “El César y la carne”, poema breve de Mejía Sánchez.

De este modo, en Andanza y voces de los tres Ernestos. La generación nicaragüense del 40, Moisés Elías Fuentes nos presenta una selección de tres autores que guardan una relación íntima y sicológica con la Biblia; por ella se

acercaron a la multiplicidad de sus alegorías. Además de lo mexicano en ellos, Ernesto Mejía Sánchez, Carlos Ernesto Martínez Rivas y Ernesto Cardenal compartieron su estancia preuniversitaria en Nicaragua siendo educados por jesuitas. Fueron también, a instancias de Coronel Urtecho, lectores de sus poetas formativos anglosajones: Ezra Pound, T.S. Eliot, Marianne Moore, William Carlos Williams; de los franceses como Baudelaire, Mallarmé, Valéry; y entre los de habla española Neruda, Vallejo y Huidobro. Pero si bien en la escritura de nuestros autores queda hermanada la filosofía, sobre todo la política y la poesía, la tensión entre una y otra darán lo mejor de ellos, su búsqueda y también sus extravíos. Hay que advertir que la filosofía sujeta y la poesía libera. Inevitablemente las tentaciones entre la forma y el contenido se convirtieron en una lucha interna, problema singularmente complejo en la relación que la poesía tiene con la realidad. Interesante de los tres Ernestos es que hacen de esta circunstancia un asunto abierto y lo incluyen en su agenda personal; nos permiten seguirla y pensarla, la escribieron y nos la transfirieron. No llegan a una conclusión, lo dejan como un continuo vibrante e incómodo. Lo convirtieron en un ejercicio de la duda, en algo de gran vitalidad e intensión de sabiduría. Desde otro ángulo, su poesía es su vida, la vida de sus lectores, a quienes de manera expresa los hacen cómplices para verla en los paisajes de su continente. Así, su poesía se hace de una intimidad única, diferente de la que puede guardar quizá una carga más universalmente aceptada y no por ser auténticamente propia, desechable. Viene bien que los más importantes poetas nicaragüenses de los más recientes tiempos sean reunidos en esta publicación. Desde una perspectiva superficial, simplistamente, se puede decir que nacen desde dentro del México de los años cuarenta y cincuenta del

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siglo pasado; México les ofrecía toda la densidad nece­saria para desatar las expresiones intelectuales de la condición humana en esos años. Los tres poetas que se reproducen en el libro nacieron en Nicaragua, y aunque Rubén Darío inevitablemente es el precursor del movimiento poético nicaragüense y americano y los alcanzará más tarde, es de notar que su influencia no es igual en estos tres. ¿Qué distinción puede haber entonces que haga de los tres un caso original a pesar de la influencia que Rubén Darío derrama en el continente de la poesía latino­ americana? No puede serlo solamente el nacimiento en tierras nicaragüenses. ¿Qué es lo que hace que al haber nacido en Nicaragua algo especial quede dentro de estos tres que no está en el resto de otros poetas igualmente influenciados? ¿Podría ser la política?, ¿la manera en que estos poetas nicaragüenses interpretan la política en la poesía? Independientemente de que en cada caso encontremos un mundo propio, interior, ¿qué puede haber en común entre ellos? Esta poesía deja abiertas todas sus dudas y son transmitidas para ser una poesía incómoda y cumplir con su propósito de molestar a quienes se sienten insensibles en las realidades latinoamericanas: es una de las metas de sus autores. Los tres se involucran en el movimiento de su juventud “Vanguardia”. Sus más cercanos maestros fueron José Coronel Urtecho, Alberto Ordóñez Argüello, Pablo Antonio Cuadra y Joaquín Pasos. De los cuatro aprendieron y de los cuatro acabarían por desprenderse. Y para que el lector sea atraído a este ensayo de conciencia de ideas, de sueños, de poesía, un ejemplo de Ernesto Mejía Sánchez, El viaje Por carta y telegrama me obligan a organizar el futuro. Fechas de un año atrás para después me inclinan al silencio y la inacción. ¿Puedo contar con un día más, con un

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mes o un siglo? ¿Y si firmo el contrato y lo cumple un cadáver, o no lo cumple y me lleno de remordimientos póstumos? Así tendrá que ser —no le encuentro remedio. Hoy firmo para estar dentro de año y medio a orillas del Hudson, al lado de Florit y los amigos de Columbia. Y si no firmo no voy ni no no voy —porque sólo puede no ir quien estuvo a punto de ir. Así la vida se va pasando, se va cumpliendo u omitiendo, mientras voy meditando, ya de viaje —y es­ cribiendo— hacia el Hudson. El viaje es lento, lentísimo, entre firma y llegada, pero el ser rápidamente imanta su destino conforme al presente y el pasado, eriza las limaduras de la vida, pone polo a cielo y tierra —como cualquier profecía.

Andanza y voces de los tres Ernestos. La generación nicaragüense del 40 Moisés Elías Fuentes (Selección y prólogo) México, Universidad Autónoma Metropolitana, 2013, 173 pp.


Por un saber mestizo

La hermenéutica analógica de Mauricio Beuchot en tres libros

How-Ever, Roberto Matta, 1969. (Imagen: Universal History Archive / UIG via Getty Images)

Lobsang Castañeda

Autor de una obra filosófica vasta, compleja, meritoria, que lo mismo aborda temas fundamentales de la filosofía analítica que del pensamiento novohispano, de la lógica y la epistemología que de la estética, de la ética y la filosofía política que de la teología, de la pedagogía y la lingüística que de la escolástica medieval, de la filosofía de la ciencia que de la metafísica y la ontología, Mauricio Beuchot ha dedicado buena parte de su vida a estudiar las propiedades interpretativas del signo. Polígrafo incansable, poeta, traductor del latín, historiador de las ideas, miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua, profesor de la Facultad de Filosofía y Letras e investigador del Instituto de Investigaciones Filológicas de la unam, no sólo es uno de los pensadores más influyentes de Latinoamérica, sino uno de los

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que más llama la atención en otras regiones debido al carácter interdisciplinario de su hermenéutica analógica, saber híbrido, mestizo y de aplicación universal donde los haya. Si la hermenéutica ha sido siempre el arte de la interpretación de textos, para Beuchot el concepto de texto abarca mucho más que el mero discurso escrito. Gracias a las contribuciones teóricas de Hans-Georg Ga­damer y Paul Ricoeur, sabemos que la noción de tex­to puede extenderse a fenómenos como el diálogo (el texto dialógico) y la acción significativa, lo que ha contribuido de manera fehaciente a considerar a la hermenéutica no como un apéndice de la paleografía sino como una disciplina capaz de descifrar los sentidos de la escritura, la conversación y la conducta humanas. En términos generales, la hermenéutica contemporánea concibe la realidad —en tanto construcción humana de sentido— como un gran texto susceptible de ser leído e interpretado por todos, idea que, lo sabemos bien, ya sostenía San Agustín cuando afirmaba que “el mundo es un libro y quien no viaja lee sólo una de sus páginas.” De manera atinada, la editorial Herder de México se ha dedicado en los últimos años a publicar las obras más recientes de Mauricio Beuchot. En Hermenéutica, analogía y símbolo —texto clave para comprender su propuesta filosófica— sienta las bases de la “hermenéutica analógica” frente a la hermenéutica unívoca que busca el significado claro, distinto, exacto, único y monolítico de los fenómenos, y la hermenéutica relativis­ta que afirma que toda interpretación, por descabellada que parezca, puede ser válida, pues la realidad misma es oscura, confusa, vaga, ambigua e impredecible. En efecto, en buena medida la historia de la hermenéu­tica es la historia de la pugna entre estas dos dimensiones del texto: el sentido literal y el sentido simbólico o alegórico a los que, sin embargo, podemos agregar un tercero: el sentido analógico.

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Para Beuchot la analogía no es sólo una herramienta de la hermenéutica sino el ámbito en donde ésta puede desarrollarse con mayor efectividad, es decir, con mayores recursos para llegar a una lectura de la realidad que, abandonando el ideal de la univocidad inalcanzable, evite caer en el nihilismo de la equivocidad relativista. Si la analogía es una mediación proporcional, una relación de semejanza entre cosas distintas, adoptar un perfil analógico en la hermenéutica significa interpretar el texto del mundo ordenando cualitativamente lo que aún no se encuentra del todo organizado, sin que ello implique decantarse por un escepticismo extremo. Frente a la univocidad de las hermenéuticas esencialistas, preocupadas por abrir un solo camino de conocimiento, y frente a la equivocidad de las hermenéuticas posmodernas, empecinadas en negarlos todos, la característica principal de lo análogo o analógico es la de producir interpretaciones que guarden cierta jerarquía al interior de lo heterogéneo, que sean pertinentes, contextuadas, verosímiles y, sobre todo, lo suficientemente sólidas como para ser sometidas a un examen de apreciación intersubjetivo que les otorgue mayor validez. La analogía intenta conducirnos, pues, a un relativismo moderado, con límites, no sometido al vértigo de la interpretación infinita sino anclado tanto en el contexto de los fenómenos como en los marcos conceptuales que nos permiten acceder a una realidad ya siempre circunscrita. Además de hacernos ver que el significado analógico del texto no tiene pretensiones de exactitud pero que tampoco se inclina hacia lo indeterminado, en Hermenéutica, analogía y símbolo, Beuchot incluye una revisión histórica del concepto de analogía en la tradición filosófica occidental. En pocas páginas da cuenta de un puñado de pensadores que llegaron a advertir las bondades hermenéuticas de la analogía o que, en su defecto, lograron insinuar los alcances de esta tercera


Hermenéutica, analogía y símbolo Mauricio Beuchot México, Herder, 2014, 201 pp.

vía de acceso a la realidad. Es el caso de Charles Sanders Peirce y Ludwig Wittgenstein, respectivamente. En Charles Sanders Peirce: semiótica, iconocidad y analo­gía, Beuchot explora la relación de este importante filósofo —cuya obra está siendo cada vez más estudiada en el ámbito hispanoamericano— con el concepto de analogía. La hermenéutica analógica, nos dice, puede ser llamada también icónica o analógico-icónica debido a que la iconicidad, en la teoría del signo de Peirce, “es lo mismo que la analogicidad”. Para Peirce el signo es aquello que representa un objeto refiriéndose a alguna de sus cualidades, es decir, su función es la de “estar en lugar de otro, o lo que es lo mismo, estar algo en tal relación con otro que, para ciertos propósitos, sea tratado por alguna otra mente como si fuera ese otro”. En este sentido, Peirce entiende el signo como un representante que designa un objeto para un intérprete en el que se suscita un nuevo interpretante, es decir, un nuevo signo. Este interpretante —que puede ser un concepto o una acción— es, pues, un segundo signo que alberga al signo primero. Basado en la relación del representante con el objeto, Peirce divide el signo en tres clases: icono, índice

y símbolo. Mientras que el índice es idéntico al objeto que representa y el símbolo una mera convención entre el significante y el significado, el icono guarda una relación de semejanza con su objeto, representa a partir de las cualidades compartidas por los objetos aunque des­tacando siempre sus diferencias. Es, por decirlo así, un espejo que no sólo refleja el objeto sino que capta también su vaguedad y lucha contra ella por medio de hipótesis pertinentes y contextuadas. Pasando por el mapa y el diagrama, y oscilando desde el retrato hasta la metáfora, que son las dos orillas de la iconicidad, el icono hace posibles las clasificaciones y generalizaciones que nos llevan a un conocimiento de la realidad mucho más completo. Por eso dice Beuchot que: “Interpretar un texto es lograr un icono suyo en nosotros; el interpretante, que es un signo de segundo orden, debe recoger la iconicidad del texto. Ya sea de tipo copia, ya sea de tipo diagrama, o de tipo metáfora, elaboramos hipótesis interpretativas o modelos de texto.” Por su parte, en Ludwig Wittgenstein. Analogía y parecidos de familia, Beuchot somete a examen los aspectos generales del pensamiento del filósofo austríaco —cuya trayectoria intelectual cubre dos etapas: la del Tractatus logico-philosophicus, de corte univocista, y la de las Investigaciones filosóficas, más cercana al equivocismo— con el objetivo de descubrir aquellos aspectos que puedan apuntalar una hermenéutica analógica. En efecto, uno de los mayores méritos del “segundo” Wittgenstein fue que construyó una filosofía del lenguaje basada en su uso y no en su forma, y que los llamados “juegos del lenguaje” —que proliferan infinitamente desde el momento en que responden más a actividades y formas de vida que a aspectos teóricos— forman familias en donde prevalecen las semejanzas de conjunto y de detalle. En este sentido, la pregunta por el significado sólo es pertinente una vez que ya se han integrado o

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asimilado las reglas de los “juegos del lenguaje” agrupados en familias, reglas que, por lo demás, se aprenden por ostensión y siempre con un cierto grado de equivocidad. Sin embargo, aunque para Wittgenstein la filosofía fue fun­ damentalmente una reflexión sobre el lenguaje y su procedimiento metodológico una terapéutica del uso lingüístico debido a que “la cura radical para los problemas filosóficos viene de la descripción correcta de los usos de las palabras”, su teoría de la proliferación in­finita de los juegos lingüísticos le impidió desarrollar, mas no advertir, un camino intermedio que, sin inclinarlo de nuevo hacia la univocidad del Tractatus —en donde el lenguaje es visto sólo como una herramienta teórica—, lo alejara del relativismo equivocista de su última etapa intelectual. Y es que para Beuchot, Wittgenstein señaló, probablemente sin querer, el trayecto hacia la analogía no sólo en su noción de los parecidos de familia sino en su concepto del “ver como” que nos indica que toda percepción depende de los presupuestos que lleve encima, es decir, que el acto mismo de perci­bir no es algo inocente o prístino sino algo delineado por las circunstancias, la cultura y el contexto en el que se suscita. Percibir la realidad es ya interpretarla, pues la naturaleza de la percepción, siempre tocada por el rasero de la proporción y la semejanza, es analógica. Tanto en su Hermenéutica, analogía y símbolo como en sus estudios sobre Peirce y Wittgenstein, Beuchot no se limita a glosar ideas ajenas sino a utilizar, en el mejor sentido de la palabra, los conceptos filosóficos de otros pensadores para reforzar su propia teoría hermenéutica, algo poco común en el ámbito de la filosofía latinoamericana, tan dada a repetir o parafrasear las ideas surgidas en otras latitudes. De hecho, en diversas ocasiones el propio Beuchot ha remarcado el origen idiosincrático de su pensamiento, gestado gracias al mestizaje cultural que nos caracteriza desde la época colonial. Gran conocedor de la filosofía mexicana, de Bartolomé de las Casas a Enrique Dussel y de Fray Alonso de la Veracruz a Arturo Rosenblueth, Beuchot ha logrado posicionarse como un hito de la filosofía con una propuesta, la hermenéutica analógica, que está por cumplir un cuarto de siglo de existencia.

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Charles S. Peirce: semiótica, iconicidad y analogía Mauricio Beuchot México, Herder, 2014, 139 pp.

Ludwig Wittgenstein. Analogía y parecidos de familia Mauricio Beuchot México, Herder, 2015, 154 pp.


Una forma superior de lectura

La forma inicial. Conversaciones en Princeton, de Ricardo Piglia

Fotografía: Alejandro Arteaga

Alfonso Macedo

Ya sabemos que la crítica es una forma superior de lectura, más alerta y más activa, y que, en sus grandes momentos, es capaz de dar páginas magistrales de literatura. Juan José Saer

Después de Crítica y ficción, Formas breves y El último lector, volúmenes en los que Ricardo Piglia (1941) reflexiona sobre la tradición literaria, los modos de narrar de los autores que le interesan y los personajes de ficción que encuentran en la lectura un sentido a la existencia, La forma inicial es otro libro fundamental para comprender

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la poética de este polémico escritor argentino y la tradición rioplatense. Cada obra de Piglia plantea discusiones en torno a los vínculos entre lo canónico y lo marginal al tiempo que sus ideas evaden la forma tradicional del ensayo para situarse en sus márgenes: La forma inicial se compone de conversaciones, entrevistas e intervenciones que indagan sobre qué es la literatura, a partir de 2006 —en esta edición se rescata la primera versión de “Conversación en Princeton” (1998), que Piglia había modificado para su aparición en Crítica y ficción en 2001—. Aunque parece una especie de ampliación de sus libros reflexivos, destaca un tono oral, espontáneo, que sugiere registros ajenos al estudio literario o al artículo periodístico, pensados para su publicación. En esta edición, se pone en evidencia una de las constantes poéticas del escritor argentino: el cruce entre ficción y realidad. Al cotejar “Conversación en Princeton” (en las ediciones de Crítica y ficción y La forma inicial), el discurso académico, cercano al periodismo bajo el formato “conversación”, se anula cuando interviene la ficción. Lo que parecía una falsa anécdota cuando Piglia se refiere al intercambio epistolar con un preso que se volvió su lector después de haber leído Prisión perpetua, se comprueba como un juego borgiano en el que triunfa la ficción: en el primer texto, afirma que el convicto se llama Clemente Lanza y vive en Merlo; en el segundo caso, su nombre es Roque Beraja y vive en Rosario. Así, se pone en evidencia, una vez más, el cruce ininterrumpido y delirante entre ficción y los formatos periodísticos y autobiográficos: Piglia siempre exaspera el sentido de lo que afirma. Justamente, la última respuesta que ofrece en “Conversación en Princeton” gira en torno a las relaciones entre el género entrevista y la posibilidad de hacer ficción en aquélla: [Las entrevistas] son un diálogo pero, a diferencia del diálogo de las novelas, que se basa en el sobreentendido

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y la media palabra, es una conversación que trabaja con la ilusión de agotar el sentido de lo que se dice. Y por supuesto, la ficción estaría ahí, la ficción de un sujeto que habla desde un lugar del saber pleno sería una construcción imaginaria.

En el “Prólogo” a los textos críticos de La narración-objeto, Juan José Saer sugiere que su volumen es un modelo de resistencia frente a la crítica literaria dominada por la levedad y la superficialidad, propia de los intereses lucrativos de las grandes editoriales. Los textos que lo conforman dan cuenta no sólo de una lectura lúcida, también invitan a leer su obra de ficción a la luz de lo que escribe sobre los autores y las obras que admira. Lo mismo ocurre en La forma inicial, un libro que sugiere nuevos caminos críticos y se resiste a las interpretaciones autorizadas y autocomplacientes. No es casual, en ese sentido, que Piglia escriba contra las lecturas tra­dicionalistas y neoliberales, como la de Mario Vargas Llosa, quien en El viaje a la ficción divulga y comenta la obra de Onetti. Sostiene que sus novelas, nouvelles y cuentos reflejan el fracaso latinoamericano porque los pueblos han permitido gobiernos corruptos y antidemocráticos. En cambio, el autor de La ciudad ausente lee Los adioses de Onetti como una nouvelle muy cercana a La vuelta de tuerca de Henry James, en el contexto del desencuentro del escritor uruguayo con Borges y Emir Rodríguez Monegal. La gran lectura de Piglia consiste en leer Los adioses como una obra perteneciente al género fantástico; es una lección de crítica literaria que se detiene, ante todo, en la construcción narrativa: “Onetti es esa clase de escritor que busca un tono y cuando lo encuentra lo mantiene durante toda su obra y le define los argumentos”. En dos textos fundamentales de La forma inicial, “Secreto y narración” —que originalmente había sido publicado en un volumen colectivo con el subtítulo “Tesis sobre la nouvelle”— y “En Santa María


La forma inicial. Conversaciones en Princeton Ricardo Piglia Edición a cargo de Arcadio Díaz Quiñones y Paul Firbas México-Madrid, Sexto Piso, 2015, 245 pp.

nada pasaba. Sobre Juan Carlos Onetti”, Piglia reactualiza la lectura del gran narrador rioplatense y se opone a la lectura convencional del último representante del Boom: “Esas lecturas estuvieron siempre. Por un lado, antes era Uruguay el lugar de la alegoría, y luego Latinoamérica. Tampoco veo que Latinoamérica haya fracasado. Esa lectura es más bien la de un Onetti como es­critor social, que además ya fue hecha. Me parece que es una lectura poco interesante y que limita mucho su lectura”.1 Los once lúcidos textos de La forma inicial reivindican una poética renovadora y anticonvencional. Este Piglia oral de las conferencias y conversaciones no deja de ser exhaustivo a la hora de desmarcarse de otras poéticas, como la de César Aira, y siempre abre nue­vas perspectivas, como en “Tiempo de lectura”, texto que

1 Otra apropiación mañosa y oportunista, ahora de la obra de Piglia, la presume en su blog el escritor cubano Rafael Rojas, quien afirma que “Teoría del complot”, la reflexión de Piglia sobre ficción paranoica y neoliberalismo, “parece ser escrita para algunos gobiernos latinoamericanos de hoy”. No hay duda de la línea política y editorial que va de Paz, Krauze y Vargas Llosa a Rojas, quien finge escribir sobre Piglia para justificar su ataque a Hugo Chávez y Nicolás Maduro. Si hubiera querido leer con atención, habría recordado, al momento de escribir su nota, que el escritor argentino, al final del texto, opone la obra de Daniel Bell —ideólogo del neoliberalismo y la posmodernidad— a la de Benjamin y Brecht, autores de su máximo interés.

amplía las nociones sobre la figura del lector que venía trabajando desde El último lector (2005), en el contexto de los e-books, la lectura salteada e interrumpida, las escenas de lectores en la ficción, o “Medios y finales”, la larga conversación en la que observa una “balcanización” editorial en la que las empresas transnacionales simulan tener un nutrido catálogo de autores, cuyas obras sólo se distribuyen de manera local “porque quieren ganar el mercado de circulación de los libros escolares, que son mercados nacionales, y ponen a los es­critores en una vidriera elegante y sofisticada y dicen Nosotros venimos acá a editar a los escritores”. El tono oral que define esta cuidada edición nos permite entrever la congruencia de Piglia con su proyecto literario; también abre nuevas rutas de lectura e investigación de su obra. Por ejemplo, el modo en que dialoga con los medios de comunicación: en “Tiem­po de lectura” señala que desde hace años lleva un blog secreto, que le interesa que no se sepa quién es el autor pero desliza una pista: el nombre del blog y el pseudónimo se encontrarían en Blanco nocturno. Así, sus ensayos evitan toda forma convencional y sus intervenciones en los medios siempre son laterales pues rompen el sentido de lo que en esta época se espera de un escritor; al hacerlo, trazan nuevas rutas para com­prender su obra, siempre en diálogo y en polémica con la tradición.


Inger Christensen:

nadie reparó en las sombras Elisa Buch

Inger Christensen lee en la Feria del Libro de Frankfurt en 2006. (Fotografía: Manfred Roth / ullstein bild via Getty Images)

La escritora danesa Inger Christensen nació el 16 de enero de 1935 en Vejle, cerca del mar, en la región de Syddanmark, en Dinamarca. Ha sido considerada una de las poetas nórdicas más importantes. Fue nominada varias veces al premio Nobel de Literatura, aunque desgraciadamente nunca lo obtuvo. Dio clases en el cole­gio de Artes de Holbaek, en 1953; se casó con el poeta Poul Borum, en 1959, pero se divorció diecisiete años después y abandonó todas sus actividades pedagógicas en 1964 para dedicarse por completo a la escritura hasta su muerte el 2 de enero de 2009, en Copenhague. Escribió poesía, novela, cuentos y ensayos, aunque siempre regresaba a los poemas para hablar de temas fundamentales como la muerte, el dolor, las diferencias entre los seres humanos y la necesidad del amor.

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El libro Alfabeto, publicado por la editorial Sexto Piso, es un recuento de la experiencia de Christensen con la naturaleza: observaba las pálidas flores, las hierbas de la tundra, las zarzamoras aún verdes, la niebla de los abedules, el rocío, imágenes que siempre acompañaron su poesía. Se preguntaba qué suerte la de los sueños que rozan la naturaleza a pesar de las carencias, del doloroso sonido del silencio. La suya es una palabra y una voz entre penumbras que puede formar parte de otros universos, de otras atmósferas, de otros ambientes y de la historia misma, como en el verso: fragmentos de una primavera, una de esas tardes en que los caminos casi desaparecen en el azul, pero nadie se mueve; el polvo del camino recuerda el polvo del camino donde la mayoría son fusilados y el silencio arrastra piedras, pero no ocurre nada

Su poesía es eminentemente experimental cuando combina sus conocimientos matemáticos con las palabras poéticas. Para ella el lenguaje fue un reto y la percepción de la realidad contribuyó a conocer el miedo, el amor y el poder. En el libro Alfabeto utilizó la secuencia de las letras de la “a” de albaricoque a la “n” de noche, pero también, la secuencia de los números tal y como lo sugería el científico italiano del siglo xiii, Leonardo de Pisa, también conocido como Fibonacci, en la que el número y el siguiente número son la secuencia de los anteriores. Christensen lo explica como: “Los coeficientes numéricos existen en la naturaleza: la forma en la que un puerro se envuelve sobre sí mismo desde el interior, y la parte superior de anturio (planta con una flor que envuelve a la semilla como manta, también conocida como belén), ambas están basadas en estas series”. Comienza el poema: “los albaricoques existen, los albaricoques existen”, uno más cero es uno, el primer poema tiene un verso; uno más uno dos, y el segundo

tiene dos versos; el tercero tiene tres versos e inicia con la “c” de las cigarras; el cuarto anuncia la “d” en cinco versos; el quinto se inicia con la letra “e” y tiene ocho ver­sos; el sexto, con la “f” y aumenta a trece versos que propician la secuencia de Fibonacci, que va a más versos en cada uno de los poemas, siguiendo las letras del abecedario como el título del libro lo señala; además encontramos una musicalidad, la emoción y la repetición que requiere el ritmo de la poesía. ¿Cuál es el sentido del universo? Ahora hay una ausencia y la desolación absoluta de lo ausente, limitado a la propia existencia, el vacío dentro de sí. La necesidad de Christensen no es otra que acercarnos al universo por medio del lenguaje. Su voz espera en la calle en cada lugar querido. Da una respuesta cuando escribe: “Fingen porque es una libertad lo que fingen, porque están obligados a creerse libres y porque ellos, cuando se creen libres, olvidan lo que es la libertad y olvidan su propia muerte aleatoria”. Ella ve “una diferencia mucho más grande entre vida y vida que entre muerte y vida”. El mundo es ese proceso de cambios y de ausencias que desgastan a las personas. En la poesía, el ritmo da una sensación de continuidad y de que el tiempo no cambia, siempre está igual; pero la poesía en general y la de Christensen en particular es la que enmarca la condición humana por sí misma. La emoción con la que ve el mundo, lo esencial que ocurre y que le ocurre a ella, así como su actitud frente a la vida con todas sus vivencias e intensidad de los versos deslumbra y se nota cuando escribe: las cigarras existen, chicoria, cromo y limoneros existen; las cigarras existen; cigarras, cedros, cipreses, cerebelo

Las palabras existen, repiten el escenario que propicia la naturaleza, ese decir de la luz a la oscuridad en donde está inmersa su poesía. Christensen aparece y desaparece en los poemas como parte de la vida, su vida. Y el

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escenario varia como el mundo, la soledad, la muerte, y “sólo una orilla de los campos/ más lejanos sigue todavía al sol”, “quiero vivir de ahora en adelante”. Son versos que encierran su poética y se relacionan con el misterio esencial, en donde encuentra la fragilidad de la vida y de la muerte. Ante la belleza del lenguaje, de las palabras que se abren a las cosas y que le dan sentido a su existencia, de las sombras que no se ven, de las huellas en la arena Christensen nos hace reflexionar acerca de la creación. Cada día inventaron una cosa: la arena, la luz, la hier­ba, la niebla de los abedules, en donde todos ven lo mismo la nieve que se diluye entre los dedos. Después con naturalidad van apareciendo los días y desapareciendo las cosas, porque otros elementos las borran. Mas las palabras justifican lo signado, el verso que sigue al otro verso para terminar en el amor y sentir el mundo encima: a veces ocurre cuando se ha derretido la nieve que todo lo que ella ocultaba sale a la luz de forma que el [alma es visible Christensen se da cuenta que el amor a las cosas fundamentales, al mundo, a la tierra son lo que sustentan la existencia y se convierten en parte de ella. Lo que se ve sufre cambios de percepción que los sentimientos y las pasiones pueden mostrar sin miramientos. Christensen actuaba de manera congruente con su poesía, lo que algunos filósofos como María Zambrano llamaron la acción poética; pero cómo se puede entender esto, la for­ma de vida siempre estuvo ligada a su escritura y al conocimiento. El poema encierra el sentido de su existencia: escribo como escribe un otoño marcado por la muerte

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Alfabeto Inger Christensen Traducción de Francisco J. Uriz México, Sexto Piso, 2014, 192 pp.

En los poemas que tratan de sus ideales e inquietudes sociales, Christensen se pregunta, ¿qué sucede con lo incierto del tiempo, con el olvido, con la libertad? Busca una respuesta, ¿qué es lo que escucha?, ¿qué? El sentido amoroso de las relaciones humanas y naturales que tarde o temprano tocan a todos por igual: escribo como el viento que escribe en el agua estilizada monótonamente

¿Cual es el sentido poético de Christensen? El lenguaje, los deseos y la emoción son su hilo conductor, pero además, ella cambia el lugar de las palabras y de esa manera recrea la metáfora para lograr un descubrimiento. En Alfabeto, ella transforma las palabras y a la naturaleza: las palomas existen; los soñadores, las muñecas los asesinos existen, las palomas, las palomas; niebla, dioxina y días, los días existen; los días la muerte; y los poemas existen; los poemas, los días, la muerte


La mariposa en la nieve

Cámara nupcial de Jorge Esquinca

Imagen restaurada del daguerrotipo de Emily Dickinson de 1847.

Audomaro Hidalgo

Del otro lado de la noche la espera su nombre su subrepticio anhelo de vivir Alejandra Pizarnik

Emily Dickinson forma parte de esa extraña familia de escritores que ejercen una atracción irresistible. La extrema brevedad de sus poemas habla de un alma concentrada, en tensión, entregada a una escucha íntima e intransferible. Su obra, los más de mil quinientos poemas que escribió, son una pregunta que, más que ser respondida, espera ser comprendida. No es otra la actitud de Jorge Esquinca en Cámara nupcial, quien entabla un diálogo pasional con la figura de la poeta norteamericana. Luego de emprender una peregrinación a Amherst, el pueblo en que vivió Dickinson, Esquinca nos entrega este libro que continúa y prolonga el cambio operado en su escritura a partir de Descripción de un brillo azul cobalto, un cambio más bien proyectado por el corazón sin que eso implique dejar de escuchar la mente.

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Entre la imagen inicial del libro, la foto del vestido de Emily Dickinson, y la reproducción de un manuscrito suyo al final, con la presencia constante y sensible de la nieve al fondo, la aventura verbal de Jorge Esquinca en Cámara nupcial no desconoce la forma. Así, las ocho secciones en que está conformado son ocho caminos recorridos de manera distinta aunque todos orienta­dos al mismo punto: “el corazón de Emilia”. La primera parte, “La maquinaria del glaciar”, es un poema largo que posee motivos constantes a lo largo del libro, lo cual hace pensar que este poema fue escrito quizá cuando el libro ya le había revelado su imagen al autor: “Y voy dejando rastros, zarpas del que avanza/ por ti, hacia ti, cazándote”. La segunda parte, “Epistolario”, es un brevísimo diálogo en el que por única vez en todo el libro, escuchamos plenamente la voz de Emily Dickinson; en la tercera sección, “Tratamiento del espacio fotográfico”, el autor nos revela la figura de Dickinson como si se tratara de un prisma para al final verla de frente, sentada justo en el momento en que será retratada a los dieciséis años. Sin embargo, aquí pudiera haber un dato erróneo. La foto de Emily Dickinson “con un lazo de sangre en torno al cuello”, que aparece en la portada del libro de Esquinca, no fue tomada por Louis Jacques Daguerre, como se sugiere en este apartado: “Emily llega a la puerta da un aletazo suena la campanilla/ avanza a donde monsieur Daguerre la espera”, y más adelante: “Míreme ahora qué otra cosa soy sino el espacio abierto la novia de nadie la espiral del miedo monsieur Daguerre”. Al final de esta sección leemos un monólogo que podríamos pensar es del mismo Jacques Daguerre: “Le pido que sostenga unas flores (…) Le pido que apoye su brazo derecho sobre la mesa. Que se mantenga erguida (…) Ahora no se mueve No sonríe”. Esta foto, hecha en 1846, no fue tomada por Daguerre sino por un tal William C. North, a quien por cierto, el autor no cita en ninguna parte del libro. Hay dos cosas más por señalar de este apartado. La primera es la inclusión de una traducción, sin duda mucho mejor que otras (que la de Margarita Ardanaz Morán, por ejemplo), del poema “On the Marriage of a

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Virgin” de Dylan Thomas realizada por el propio Esquinca; la segunda es que el poema “Del otro lado de la noche la espera su nombre” sea “un collage elaborado con dos versos de Alejandra Pizarnik”. Este poema es también, y sobre todo, un brevísimo manual alquímico para asir esa Materia (Dickinson) que “piensa en la eternidad”. El poema de Pizarnik dedicado a Emily (del que parte Jorge Esquinca para escribir el suyo), publicado en su libro de 1956, La última inocencia, aparece al lado —en la edición de su poesía completa preparada por Ana Becciu y editada por Lumen— de uno de los poe­mas más intensos y crípticos que pudo haber escrito: alejandra alejandra debajo estoy yo alejandra

Enigmático, breve, intenso, como los de Dickinson, su hermana espiritual. La cuarta parte del poemario, “Libro de adivinanzas”, es una de las mejores versiones de Jorge Esquinca: textos breves escritos en una prosa suelta, distendida y lúdica que remiten a varios poemas, en cuanto al tono, de Teoría del campo unificado; “Invernadero” y “Gabinete de curiosidades” son las partes quinta y sexta respectivamente. El gabinete plantea una relación extraliteraria con el mismo libro: la portada es un collage elaborado por el propio Esquinca. En la parte superior vemos un frasquito que contiene un barco pequeño y a la manera del agua, “…la arena/ de un mar tan azul que hiere”. De hecho, esta relación es más orgánica y personal, atraviesa y envuelve todo el libro: el viaje a Amherst, la foto hecha también por Esquinca en su visita al Emily Dickinson Museum, la obra de la portada, la versión del poema de Thomas y la reproducción parcial de un fragmento manuscrito de la poeta. Por último, Cámara nupcial no oculta la otra pasión de Jorge Esquinca: el arte pictórico italiano, que funciona como una ventana a través de la cual puede mirar de manera indirecta a Emily Dickinson: “…una tarde/ en los Uffizi noté cuán


Jorge Esquinca Cámara nupcial México, Era, 2015, 139 pp.

parecida/ eres a Flora en aquella pintura (…) no en cuerpo tal vez, sino en ánima/ y, como ella, guardas bien tu secreto”. La séptima parte, “Viaje al centro de la nieve”, es otro poema largo que describe el viaje que Esquinca hizo desde Manhattan hasta Amherst. Este texto es quizá el momento más intenso del libro, por la concentrada fuerza expresiva que lo recorre de principio a fin —a pesar de algunas fisuras: un lejano eco paciano escuchado al inicio pero sacudido después—, por la rápida concreción de las imágenes, y también, ¿por qué no?, por las pinceladas de humor amargo que lo atraviesan: No hay un alma entro para protegerme de la nieve ¿es esto Amherst es aquí finalmente he llegado? Tras el mostrador, Catulo asiente con un gesto al tiempo que sirve un vaso de mezcal “Tenga, tómese esto para el frío. Luego siga calle abajo, encontrará la casa de ladrillo”, añade “si la nieve le da permiso” Suelta una carcajada Dejo un par de sestercios en el mostrador “aquí no vale su dinero” me dice al tiempo que recoge veloz las monedas.

“La vía negativa” es la última parte del libro, que más que ser una negación, es una afirmación desesperada

por horadar esa “roca en el centro del paisaje”. Y para lograrlo, Jorge Esquinca tuvo que ser otros: el que emprende una peregrinación a Amherst; el destinatario de una carta que la poeta remite un domingo; North que la retrata en 1846; el que nos plantea su enigma a manera de adivinanzas; un cuervo que revolotea y gri­ta en la casa familiar de Amherst sin que sea notado; una de las personas que cargan el ataúd de Emily. En suma, el que se aferra a ella “como hace el leopardo/ sobre el lomo de la gacela”. “¿Debemos buscar con insistencia/ la imagen de Miss Dickinson?”, se pregunta el Segundo Testigo en Una forma escondida tras la puerta, libro que Francisco Hernández consagró a la misma poeta. En cuanto a estructura y concepción, el de Hernández es un libro menos ambicioso que el de Esquinca, pero no menos revelador y libre (libre en tanto espíritu), como toda su poesía. En Una forma escondida tras la puerta son dos testigos únicamente quienes nos hablan de Dickinson mientras espían sus movimientos, además de la hermana Lavinia (a quien la costurera del pueblo le tomaba las medidas para confeccionar los vestidos que eran para la tímida Emily) que aparece al final para decirnos que “la vida eterna de los poetas/ tiene también los días contados”; el libro de Esquinca, en cambio, despliega vías de expresión y traza varios caminos para alcanzar esa “flor fantasma”, además de incorporar experiencias y discursos afines a la poesía. The Gardens of Emily Dickinson es un libro que Francisco Hernández regaló a Esquinca, quien ahora nos entrega esta Cámara nupcial, en donde hay una bella “mariposa vibrátil”, imagen a partir de la cual se puede pensar que la figura enigmática que fue y sigue siendo Emily Dickinson se le ha revelado a Jorge Esquinca.

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colaboran Elisa Buch (Ciudad de México). Licenciada en sociología y maestra en letras latinoamericanas. Ha publicado Voces alzadas (1994), Quien se atreve (2003) y A cuentagotas (2007). Verónica Bujeiro (Ciudad de México, 1976). Es egresada de la licenciatura en lingüística de la enah, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, Fonca y La Fundación para las Letras Mexicanas. Lobsang Castañeda (Ecatepec, 1980). Estudió filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Está incluido en las antologías El hacha puesta en la raíz, Contra México lindo y La conciencia imprescindible. Ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del programa Jóvenes Creadores. Ramón Castillo (Orizaba, 1981). Egresado de la licenciatura en filosofía en la UdeG. Becario en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a 2011. Miguel Ángel Flores Vilchis (Ciudad de México, 1983). Es licenciado en comunicación social por la unidad Xochimilco de la Universidad Autónoma Metropolitana. Colaborador de Radio Chapultepec, Fuerza Informativa Azteca, uam Radio, el Semanario de la uam y Casa del tiempo. Jesús Vicente García (Ciudad de México, 1969). Estudió letras hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. Andrés García Barrios (1962). Escritor y comunicador. En 1987 mereció la beca para jóvenes escritores del inba en el área de poesía y, en 1999, el apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes para realizar proyectos de teatro infantil. Es autor del poemario Crónica del Alba. José Antonio González de León. Sociólogo de formación y profesor universitario. Fue director del Instituto del Derecho de Asilo Museo Casa León Trotsky y director de la revista Este país. Audomaro Hidalgo (Villahermosa, 1983). Es poeta y ensayista. Ha sido becario del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía “Juana de Asbaje” 2010 y el Premio Tabasco de Poesía “José Carlos Becerra” 2013. Es autor del libro El fuego de las noches. Ernesto Lumbreras (Jalisco, 1966). Poeta, crítico y editor. Ha sido merecedor del Premio Nacional de Poesía Aguascalientes y el Premio Bellas Artes de Ensayo Malcolm Lowry, entre otros. Miembro del Sistema Nacional de Creadores. Entre sus poemarios se cuentan Órdenes del colibrí al jardinero, Espuela para demorar el viaje y Lo que dijeron las estrellas en el ojo del un sapo.

Alfonso Macedo. Ha publicado ensayos en la revista La Palanca y en la Gaceta del Fondo de Cultura Económica. Doctor en teoría literaria por la uam Iztapalapa. Ha publicado varios artículos de investigación sobre Ricardo Piglia en Signos literarios, Latinoamérica y Xihmai. Adriana Mejía (Ciudad de México, 1986). Estudió la maestría en Artes Visuales en la Facultad de Artes y Diseño de la unam. En la Sexta Bienal Internacional de Arte Visual Universitario obtuvo el tercer lugar en el premio de adquisición. Becaria del programa Jóvenes Creadores en el periodo 2014 - 2015. Francisco Mercado Noyola (Ciudad de México, 1980). Es egresado de la licenciatura en lengua y literaturas hispánicas y de la maestría en letras mexicanas por la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Ha colaborado en diversos medios impresos y electrónicos. Actualmente estudia el doctorado en literatura en la uam-i. Pablo Molinet (Salamanca, 1975). Es autor de Poemas del jardín y del baldío, Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 1998. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas 2004-2006. Textos suyos en La Nave, La Otra, pliego16 y Tierra Adentro. Sergio Monsalvo C. (Ciudad de México, 1955). Ensayista, poeta y crítico musical. Estudió periodismo y comunicación colectiva en la unam. Colaborador de Casa del tiempo, Círculo, Dosfilos, La Mosca en la Pared, La Orquesta, La Semana de Bellas Artes, Nexos, Pregonarte, Revista Universidad de México, Rock & Pop y Tierra Adentro. Alfonso Nava (Ciudad de México, 1981). Ha sido becario de diversas instituciones de fomento a la cultura. En 2004 ganó el Concurso Nacional de Cuento Beatriz Espejo. En 2010 publicó la antología de autores capitalinos Letras en el asfalto. Gerardo Piña (Ciudad de México, 1975). Es doctor en literatura inglesa por la University of East Anglia. Es autor de La erosión de la tinta y otros relatos, La última partida, La novela comienza y Los perros del hombre. Su libro más reciente es Estación Faulkner (auieo/ conaculta, 2013). Mateo Pizarro (Bogotá, 1984). Es artista plástico. Estudió Artes Electrónicas en la Universidad de los Andes. Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió letras hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca. Jorge Vázquez Ángeles (Ciudad de México, 1977). Estudió arquitectura (ui). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. En 2009 publicó la novela El jardín de las delicias.

Tiempo en la casa. Suplemento electrónico Svetlana Aleksiévich. Breve antología Frédéric Yves-Jeannet



Muerte voluntaria Dos poemas no coleccionados de Rubén Bonifaz Nuño Los arquitectos no se suicidan Jorge Vázquez Ángeles

Entrevista con Jorge Alcocer Varela

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Premio Nacional de Ciencias y Artes 2015

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casadeltiempo • número 26 • marzo 2016

Revista mensual de cultura Año XXXV, época V, Vol. III, número 26 • marzo 2016 • $60.00 • ISSN 2448-5446


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