Álbum de hechicería - Carlos Flaminio Rivera

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Carlos Flaminio Rivera Castellanos

Álbum de hechicería LEYENDAS LIBANENSES


Carlos Flaminio Rivera Castellanos Álbum de hechicería 178 p. Biblioteca Libanense de Cultura, Nº 49

ISBN: 978-958-8861-16-6 Primera edición: 2016 © Carlos Flaminio Rivera Castellanos carlosflaminior@yahoo.com Editorial: ARFO Ltda.

Portada: Grabado de Doré (intervenido) Milton’s Paradise Lost Derechos reservados conforme a la Ley Diagramación e impresión ARFO Editores e Impresores Ltda. Carrera 15 No. 54-32 Tels.: 2175794 - 2494753 Bogotá, D. C. casaeditorial2011@gmail.com

Impreso y hecho en Colombia Printed and made in Colombia Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro en cualquier medio impreso o digital sin el permiso previo y por escrito del autor.


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PALABRAS SOBRE ESTA COLECCIÓN Si algo ha caracterizado a El Líbano es su intención de mantener viva la memoria histórica, pero también el de su mundo mágico en el aserto de que la imaginación de nuestra gente entona cantos y leyendas que estamos en mora de trasvasar a la palabra escrita; de esto nos ocupamos en la colección Cátedra El Líbano, de la Biblioteca Libanense de Cultura, como parte de la riqueza espiritual y mágica, en el entendido de que los territorios deben tener autonomía cultural a través del rescate de sus mitos y leyendas como resultado de investigaciones documentales y trabajos de campo que consoliden nuestro imaginario en aras de darle sentido de pertenencia al territorio. Es de esta manera como podemos fortalecer nuestras tradiciones y costumbres de tal forma que se pueda consolidar una verdadera cultura libanense. Germán Castellanos Herrera Alcalde popular


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PRÓLOGO

Una manera de hacerse hechicera, según una pre-

misa recogida del acervo popular por Carlos Flaminio Rivera, coincide de alguna forma con el Atlas lingüístico-etnográfico de Colombia. Rivera afirma que un paso a seguir entre varios para lograrlo, tiene que ver con aprender a hacer “marrullerías con los libros”. A propiciarlas con ciertas lecturas que pueden ir desde breviarios de magia hasta la búsqueda de un grimorio, de esos papeles que espigaban en las noches medievales de Europa. Este álbum de hechicería es un compendio de consejas, invocaciones, hechizos, embrujados, aparecidos (en un país de tantos desaparecidos), pócimas, almas en pena, agüeros, acechanzas y peligros registrados en la memoria colectiva de las gentes imagineras del Líbano, a las que Carlos Flaminio Rivera les sirve de feroz y puntual amanuense. Pocos escritores como Rivera Castellanos han prestado tanta atención a las consejas de las comadronas, a las sagas y leyendas populares, a las costumbres supérstites de un país perdido en la niebla de la historia, a su habla sibilante. Sin que su coto de caza sea meramente el costumbrismo, sin jugar al intérprete o al pintor de un gran fresco de una región fecunda a la que rebautiza como Musgonia, el juguetón y en-


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duendado autor de este álbum, de prosa vertiginosa y de un anómalo y personal lirismo, nos entrega un libro suscitador que nos recuerda a Eugenio Caseriu cuando afirma que “el lenguaje es anterior a la lógica, y le sirve de base”. Rivera no es un lingüista ni un dialectólogo, menos aún un botánico, pero cómo conoce de bien los entresijos del lenguaje hablado del Líbano, cómo tiene de atento el ritmo y el pulso a su dialecto, cuánto conoce de plantas sanadoras o hechizantes. Parece, como esos niños que ponen los oídos en la carrilera para escuchar cómo avanza la poderosa locomotora, que él lo recostara en los árboles del lenguaje para oir cómo sube la savia en imagenes poéticas o literarias. Prácticas como las del mal de ojo, en un país donde el tuerto es rey por su habitual ceguera a mirar su propio entorno, de ancianos que llevan en un costal un papel con oraciones mágicas, de buhoneros que dejan huellas en el agua, enjambres de voces que invitan a oir “las narraciones del viento”, se entreveran acá de poderosas imágenes venidas del mundo oculto o del trasmundo, narradas en un vertiginoso y sugerente lenguaje. No es este libro una novela. No es tampoco un ensayo. No es un encabalgamiento de poemas. No se trata de un atlas, pero estoy seguro de que a su ya fallecido paisano don Luis Flórez, este sí un lingüista y dialectólogo que nos dejó un tesoro de conocimientos en el Atlas lingüístico-etnográfico de Colombia, mapas de la lengua únicos en el país, le hubiera gustado encontrar este reservorio de palabras nuestras, estos almácigos de voces que atrapa Rivera. Me viene a la memoria del libro de don Luis, el casi centenar de formas detectadas por él y un grupo de investigadores de las formas de llamar al diablo: el ojivolao, el de la campana en


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la cola, el socio, el mandinga, el uñón, gatonegro, guainás, el chiras, el putas, dianchiro, buziraco, etcétera. En el libro de Rivera Castellanos que registra a cada tanto los tiempos del habla, lentos o espasmódicos, raudos o serenos, hay una y mil formas de llamar el asombro frente a lo invisible, frente a lo inaprehensible o incomprobable. Y en esto lo asiste, como un duende inquieto, el humor y una honda ternura. El personaje central de este álbum es, como en ciertas novelas a la usanza de “Los cortejos del diablo”, la bella pieza de Germán Espinosa, el lenguaje. Pero es el de Carlos Flamino un libro único, que no se parece al de nadie, un volumen que rebasa los géneros y rompe sus esclusas. Es, también, un álbum de conjuros. De hechos surreales. Sus páginas están llenas de mechos prendidos a la virgen, de guachafitas en el bosque, de culequeo de gallinas, de diablos que asaltan los puestos de carne en el mercado, de demonios que se enmochilan los quesos, las frutas, verduras y las tripas para llevarse el comiso al infierno, aunque les ladre la perramenta, mientras las buenas gentes caminan por calles “hechas con retazos de otras casas”. Mechos, guachafitas, culequeo, comiso, perramenta, se vuelven acá palabras secretas. Hay mucho misterio. Muchos ensalmos. Mucha brujamenta insumisa y ácrata, alguna que otra “herradura de bruja trotona”, hechiceras que vuelan entre comejenes y odian el ají, una yegua pisacandela a la que las enamoradas de la noche le hacen trenzas en las crines. Porque en Musgonia “espantos y apariciones tienen sus entreveros”.


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No es raro que se abra una fisura en el tiempo de este país rumoroso y se vean tribus de indios huyendo de los españoles por antiguos caminos. Y definiciones tan poco científicas que resultan imbatibles e irrefutables, otra vez atendiendo a que el lenguaje es anterior a la lógica. Esta, por ejemplo, puede resultar de alguna manera una buena definición de enfermedad: “se quejaba de todo como si a su cuerpo se le hubiera metido otra persona”. Tenemos entre manos un libro de suscitaciones. “Preñadorcito”, diría Fernando González. Un libro que me aproxima a un aserto de Michelet, cuando afirma que los dioses de la religión vencida (el paganismo) se convierten en demonios de la religión triunfante (el cristianismo). Y a ellos, como a la magnífica hechicera, les queda la risa, el baile, lo prohibido, los tratos con lo invisible. Cierro este álbum y aún oigo, como en un poema de otro brujo llamado Federico García Lorca, “un horizonte de perros” y tras él viene sin ton ni son un convite de sombras. Todo puede ocurrir, señores y señoras, en Musgonia. No sería nada raro, me digo tras pasar una noche en vela gracias a los canes del vecino, que en las hondonadas de esa región fabulada los habitantes no amarren a los perros pero al menos amarren sus ladridos. Juan Manuel Roca Vidales Bogotá, abril 11 de 2016


ÂĄOjo!: Para evitar ver cosas raras y extraĂąas; para alejar la mala suerte; para no llamar espĂ­ritus nefastos; para no despertar la magia perversa de algunas palabras, este libro se debe leer de Pe a Pa.



Un lugar llamado Musgonia



A la entrada de Musgonia Se avisa al viajero que en este pueblo las autoridades no responden por las cabriolas que el viento haga en la falda de su amada. Se le informa que nadie se hace responsable de los sombreros que vuelen hacia el pasado sin el estímulo de nadie. Se avisa al viajero que el viento es ácrata y la luna es bolchevique. Que por su cuenta y riesgo aspire los aromas que bajan de la montaña cargados de formas invisibles. Se avisa al viajero que será condenado a regresar a estas calles trazadas por el viento. Juan Manuel Roca



MUSGONIA De los seres de acรก y de sus acaeceres



El nombre de Musgonia –a la manera de por aquí, que

es lo mismo, pero de distinto modo– significa voz que tiñe de magia. Y las letras con que se conoció por primera vez su nombre son de espantada línea y están en las entrañas de una piedra que tiene por virtud hacer mirar hacia ella. Los que la han visto, solo recuerdan encantamientos. El aire que se respira en Musgonia viene de un amarradero de espíritus. Es aliento colmado de seres. Cuando un golpe de viento eriza sus contornos, no es más que el vayviene de un colibrí sin color que –de chupar la esencia de aquí, acá y acullá– trae del más allá ánimas y apariciones. De esta manera Musgonia mantiene cundida de nuevas y fantásticas calañas. Por eso en este territorio la memoria tiene doble fondo. Mientras un fondo está entre el deshojado de un cedral y solo contiene palabras que servirán de simple morada para su retrato, el otro es una hondura misteriosa donde se tejen conjuros, se cultivan palabras milagrosas, hechizos y ceremonias capaces de avivar fantasmas y apariciones. Este otro ámbito oloroso de pócimas y voces, donde se ofrecen filtros mágicos hervidos en oraciones y se revelan fórmulas adivinatorias, es camino de mil desembocaduras.


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Cuentos, mitos, leyendas y encantamientos andan en farra por este camino, en su transcurso se desboca la palabra y el colibrí del recuerdo encarna su iridiscencia. Desagüe de silabas tocadas por ánimas, trazo de un juego que no omite nada, don de rumbo equivocado, vecindario de vertebras fantásticas... camino de viento ácrata y luna bolchevique. Por este trilladero es que San Cualquiera va ayudado de talismanes; El Diablo, anda con credo al revés y bendición a los pies; Santa Liga envuelve en veinticuatro palabras el conjuro de carraspanda; San Rociado derrama, a diestra y siniestra, coyunturas de mico y polvo de Así no quiera; El Niño bebedizo, hace pucheros con tomas de lo más alto y remedios en remojo; Misia Enyerbada, a nombre de vivientes, se encalaña y vuela ligada de maleficio y untada de hechizo… El revés de mil divinidades, junto a uno que otro héroe, anda de boca en boca. Su aliento ininterrumpido es el que enrastroja de formas invisibles la senda que culebrea por todo Musgonia.

¡¡Pero debo advertir que no todos encuentran la senda porque no es camino perdido ni hay oración que lo invoque!!

Es en un atajo de este camino de cordillera donde aparece la puerta por donde entra un viejo cargado de Resultas. En ocasiones el anciano se muestra a pie, la mayoría de las veces a caballo. Debido al peso de estas Resultas es que en uno de sus ojos tiene llevadero al otro lado y en el otro, mal de ojo. Quién se fija en el ojo con llevadero y le pregunta a dónde lleva, el viejo deja caer de su costal el papel que tiene escrita la


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oración mágica y desaparece. Si va a caballo y uno nota que la pata izquierda del caballo no tiene casco dejan una herradura de oro y desaparecen ambos. A la altura de la quinta curva del camino, en la rama de un árbol donde hace Dios gestión y la digestión, se oye el canto de un pájaro. Encogiendo un hombro y luego el otro antes de silbar como aquel pájaro, se encuentra uno con dos huevos de esmeralda. Luego de una sarta de curvas aparecen huellas de agua: si se oye su rumor, muchas cosas que se habían olvidado vuelven a la memoria. En la antepenúltima curva, a mano derecha, se ve el cogollo de una palma donde florece un tunjito: si se observa con cuidado, ronronea; si se ve con detenimiento, murmura, pero si se fijan muy bien en él, hablará. Sus palabras piden que sea leída la oración mágica que dejó caer el anciano cargado de Resultas. En la única recta, cuando ya se va a llegar al lugar, si se ha leído la oración sabrán que el aire que se respira en este territorio es mágico y provoca nuevas creencias, pero sobre todo, otras ambiciones. Por eso el oro y las riquezas pierden interés, dijo muy convencido el hombre que me acompañaba en la travesía. Y lo jamás sentido se empieza a advertir con intensidad, aclaró antes de hacerme cerrar los ojos para que aspirara las narraciones del viento. Con la versión de estos aires en mi memoria, abrí los ojos: el hombre no estaba, pero entre los canjilones de tierra amarilla del camino descubrí lo que parecían sus huellas: un pie iba para adelante y el otro para atrás.


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Al pararme sobre ellas, entré a Musgonia. El seductor rumor de los hechizos rondaba esquinas, tejados y sombras. De cerro a cerro iban, uno tras otro, los árboles de cedro. Cargaban neblinas mágicas y lluvias sorprendidas que al guasque arrastraban historias de hechizos y supersticiones, aleteos maravillosos que ante la presencia de un alma viviente se desbordaban en señas. Con el espectro de las primeras casas y entre el cedrerío, escuché tres golpes. Al momento una campana de siete metales ensombreró mi cabeza. Luego vinieron los gritos de ¡Onabílle! ¡Onabílle! que me encaramaron sobre el lomo espeso de un Designio, bestia fiestera que anima a fantasmas y apariciones. Los Designios son amamarruchos que no tienen pelaje ni liquen sino un ademán de colores encuerados. Regurgitan lo que está a punto de olvido y arriados se tragan los paisajes que ya han sido muy vistos. Montado en la bestia fui al encuentro de la primera esquina, que se iba, se iba mientras avanzábamos hacia ella. El Designio se detuvo y giró poniendo la cola de frente contra aquel filo de casa que se alejaba de mí. Amamamurrachado cabalgó de para atrás. Yo no sabía que a Musgonia un hechizo le había volteado las cosas y que para arreglar el desbarajuste, acudieron a un embrujo que le corrió los tiempos. Por eso esa esquina que debía estar, se iba, por eso los dioses tardaron en llegar a este territorio. Solo el Designio sabía llegar a tiempo. Al principio se pensó que los dioses, como en casi todas partes, estaban ahí. Pero los que trazaron las primeras ca-


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lles y carreras, los que las bautizaron con nombres más largos que sus cuadras, con nomenclatura de territorio recién parido, se dieron cuenta que los dioses aún no la tenían en sus planes y, mientrastanto, dejaron sus vías y vidas sin templos. Fue en esta franja del Mientrastanto que la cruz –cansada de cargar la cruz– bajó los brazos. Aprovechando este desconsuelo, espantos, apariciones y toda prole de presencias mágicas, ocuparon el espacio reservado para altares, sagrarios y tabernáculos. Como suerte bien echada, como tabas de dondedonde acertando en el deber ser donde debe ser, pero sin dar sombra a nada ni a nadie, estos encantamientos y alucinaciones empezaron a pasearse por Musgonia. Por suerte, embrujo o desamparo, Musgonia se cundió de fantasmas, apariciones y otros espantos. Las brujas y su hechicería vinieron después, tras una resolana que dejó historia. Llegaron de muy lejos trayendo en sus pestañas el rocío cosechado en las trece estribaciones de la noche. Llegaron sin una gota de sus pócimas, con mucho polvo oscuro en las ojeras y sin plumas de golondrina bajo sus largas uñas. Para completar su desgraciado arribo a este territorio, el arca donde viajaban se quedó varada para siempre en un alero. Si no fuera por un Berriondo que andaba poniéndole aparejos a toda clase de bestias, reparando olvidos mágicos, ajustando torcidos y entuertos, inventando artefactos con el rastrojo de carcajadas que habitaban Musgonia, estas aletosas viejas no tendrían escoba y andarían a pie.


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Desde entonces la historia de Musgonia es aderezada por este Berriondo que la revuelve y agita en el caldero de una cueva donde las duraciones y los periodos son sancochados según el método de un recetario mágico que solo cabe en su memoria. De esa grieta vaporosa surge una humeante edad, la franja del Mientrastanto; una época arroja vaho, Ladeahora; una temporada se rebulle, Delosmiedos; y el Antesdelantes, es enjundia que cubre el fondo del fondo y el atrás de más atrás. La humeante franja del Mientrastanto empezó con las palabras mágicas de un poeta que al ser exclamadas por primera vez provocaron que la luna iluminara más de la cuenta los contornos de Musgonia y vientos de montañas invisibles llenaran de formas su topografia. Un viajero más antiguo que los ires, venires y acosos del tiempo, fue atraído por el paisaje de estos versos. Este viajero, jinete de presencias, amansó con su maña la ubicuidad del transcurso musgonio. Ya domada, la duración fue llevada y atada al monolito de los sueños para acallar sus quejas. Ahora se pueden oír no solo a las meras presencias sino también a los fantasmas que amamantan el lugar, a las leyendas contadas por quíensabequien, los embustes dichos por quiensabecuantos y los trabalenguas que revuelven el al revés. ¡¡Conozcan a ese viajero que dejando todo juicio fue a Musgonia, al peregrino que después de orillar la cuadra que está al pasar la noche de fantasmas y apariciones, mantuvo en su memoria el surgir de lo allí vivido!!


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En Musgonia, a este viajero sus andanzas siempre lo llevaron al mismo hechizo.

Como el que nunca se va siempre ha estado, este andariego estaba de huésped en la primera fonda que existió. Pero como peregrino que era algún día tenía que partir, una mañana, con mucho pesar, nuestro viajero despertó el trajinar de su perrero y cogió camino a Manizales. Llegó a la Mata de Guadua, subió al Alto de Alegrías, atravesó hasta El Crucero, llegó a El Agrado …y se devolvió. Días después, el dueño de la fonda vio venir del lado de Bogotá a un segundo viajero. Era muy parecido al que se había hospedado en su casa antes de tomar rumbo para Manizales. Como por estas cordilleras todo el mundo usaba sombrero alón y vestía de la misma manera, el de la fonda no puso mucha atención a su curiosidad. Este visitante tomo la misma habitación del otro, comió lo mismo de aquel, solo que tenía más sed y por eso bebió masato en mayor cantidad. Cuando se despidió para seguir su camino, iba muy triste. A la semana siguiente el dueño de la fonda vio venir otro viajero con la misma estampa. Ya entró en sospechas, sobre todo porque el dinero que le daban en pago por el hospedaje y la comida, misteriosamente se esfumaba de sus


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bolsillos. Tomó la misma habitación de los otros, comió lo mismo de ellos, pero este se bebió casi todo el masato que su mujer había preparado. Y así siguió pasando durante algunos meses hasta que el dueño de la fonda se ideó un plan para saber cual era el embrujo de este lugar. Como siempre, el nuevo viajero llegó casi al caer la noche, le dieron la misma habitación, la misma comida, pero esta vez la mujer del dueño de la fonda había dejado fermentar el masato y de esa chicha fuerte le sirvió. El viajero bebió con ganas. Cuando lo vieron borracho, el dueño de la fonda y su mujer le preguntaron la razón por la cual él definitivamente no se iba. –¿Y ustedes cuándo se marcharan? –ripostó el viajero a los dueños de la fonda mientras aspiraba el aroma del viento como si reconociera en él, su único hogar. –Nunca –le respondieron estos suspirando con más ganas que el visitante. –¡Nosotros estamos muy amañados aquí! –¿Por qué? ¿Qué tiene este lugar? ¿Algún embrujo, o qué? El viajero no esperó la respuesta sino que sonrió. Al momento quedó dormido. Este peregrino no volvió a aparecer de la manera como lo hacía siempre. Los de la fonda saben que él sigue ahí y todos los días le sirven su masatico con buñuelos para que no se sienta solo. Algunos conductores cuentan que hay un pasajero que se les sube apenas salen de El Líbano. Que desde los puestos de


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atrás tararea dichoso la música que ellos ponen en la radio, pero que apenas dejan este clima, sienten su silencio volando hacia el pasado… … es el que nunca se va regresando al entramado de calles y carreras porque no puede dejar el Mientrastanto del pueblo. Ya el poeta, con una voz tan poderosa como el hechizo de Musgonia, lo había advertido: Se avisa al viajero que será condenado a regresar a estas calles trazadas por el viento.


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Los lugares de Musgonia son como personas que tie-

nen por oficio reunirse a contar sus cosas. En una de las esquinas del cruce de la carrera quince con la calle Real, está la escuela Juan XXIII, la que en alguna ocasión convirtieron en cuartel de policía. Allí murió mucha gente. Hay quienes desde el andén escuchan los murmullos de los finados, pero son los que entran a la escuela los que sienten la presencia de difuntos de piel muy fría. En los baños se aparecen estos muertos que algunos, al correr las cortinas de las duchas, los alcanzan a tocar. De noche los vecinos ven entrando a la escuela mulas que arrastran parihuelas con muertos. Hay quienes perciben como se desangran los moribundos con respiraciones de dolor. Hay quienes sienten el berrido de bisagras. Hay quienes, en la noche de brujas, oyen el zapateo y esa especie de misa que un diablo cojo da por los corredores. Hay quienes advierten el afilado pasar de un machete, cerca de su oído.


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Hay quienes observan ojos, que miran implorando consuelo. Pero los niños que estudian en la Juan XXIII, son felices con las historias de terror que cuentan de su escuela. Ellos, cuando salen al recreo y se encuentran con todos aquellos que la habitan, como enjambre se les van encima. Y los infelices Espantos de la Juan, ante la recocha, irreverencia y mofa de los muchachos, huyen despavoridos a los salones más oscuros de la parte vieja. Hay quienes escuchan a estas Apariciones corriendo de huida de los muchachos. Hay quienes los oyen quejosos por el lugar que les tocó habitar. Hay quienes, ante el campanazo que anuncia la entrada de los muchachos a la escuela, sienten una exhalación de desconsuelo. Hay quienes…


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A la vereda del Aguador no había llegado una niña tan

bonita.

Sus padres vinieron a una molienda de panela y desde que la niña apareció, no solo causó conmoción sino que en la vereda empezaron a suceder hechos extraordinarios. Cosas que se daban por perdidas empezaron a aparecer. Árboles que no habían vuelto a dar fruto, dieron cosechas inimaginables. Hombres orgullosos se volvieron nobles, tacaños se tornaron generosos. Y de esta molienda comenzó a salir la mejor panela. ¿Y todo por qué? Porque de esta niña tan bonita se habían enamorado un duende y un tunjo de los que nadie por estos lados sabía de su existencia. El Duende era un viejo rechoncho, con uñas larguísimas, pómulos salidos, narizota y orejas de guatín. Su tono era como de hojarasca. El Tunjo era un niño de oro, desnudo y bonito, pequeño, pero bien formado, pícaro, travieso y caminaba sin dejar huellas. Su voz era risueña. Duende y Tunjo estaban tan enamorados de la niña que se olvidaron de sus pilatunas y empezaron a galantearla, pero


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como no sabían de cortejo alguno, se pusieron a hacer obras buenas y beneficios por doquier. La vereda del Aguador tuvo su época dorada. Pero un día esta familia decidió irse. Los Duendes y los Tunjos pueden saber muchas cosas, pero no lo saben todo, así que de pronto vieron a la niña empacando sus cosas. El Duende vivía en un tronco viejo que dejó de podrirse cuando él lo acogió como su casa, y el Tunjo bajo una piedra enorme a la orilla de un nacimiento de agua que aumentó su caudal, de manera que aquél niño dorado se pudiera consumir en sus charcos. Se desesperaron de tal manera estos dos porque la niña se iba, que por primera vez estuvieron dispuestos a dejarse ver. El Tunjo se puso una hojita de café para no estar completamente desnudo y el Duende se cortó las uñas. Pero había tanto alboroto por la partida de aquella familia apreciada en la vereda, que la niña no estuvo ni un instante sola como para que aquellos dos personajes se le pudieran presentar para manifestarle su amor. La familia empacó los corotos con la ayuda de los vecinos, y padre, madre e hija, cogieron el camino del pueblo. Estaban cruzando la quebrada del Aguador cuando la madre recordó algo que se le había quedado a la niña. Una voz como hojarasca dijo: –Tranquila que yo lo llevo aquí. Y una voz muy risueña también se oyó detrás de ellos: –Tranquila que yo lo llevo aquí.


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–Sigamos mija, que yo lo llevo aquí –dijo el padre de la niña. Los tres –padre, madre e hija– apenas cruzaron la quebrada y estuvieron al otro lado, se montaron en sus escobas dejando al Duende y al Tunjo viendo un chispero.


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Cuando la calle de La Pedrera estaba de verdad empe-

drada, la bruja de Santa Rosa no era de Santa Rosa sino de la otra quebrada: la San Juan. La San Juan y la Santa Rosa son quebradas que abrazan a Musgonia; sus aguas muestran las ancas como mulas emocionadas. Pueblo abajo se juntan y con otro nombre se desarman en su rumbo. La bruja de nuestra historia fue habitante de varios lugares. Yo supe de ella cuando era vecina de la calle empedrada donde, como vieja, ya había hecho clientela para sus pócimas. Vivía tan amañada que en las noches no fastidiaba a nadie. Dicen que ahora habita por los lados de la Santa Rosa donde se ríe a media noche y aletea de madrugada porque no está contenta en su nuevo vecindario. A estas aguas vino a parar cuando pavimentaron la calle empedrada. Su hogar era una de esas piedras traídas de la quebrada San Juan y que cuando pavimentaron la calle, fue devuelta a la quebrada equivocada, la Santa Rosa. Su enojo, dicen las malas lenguas, es por eso, porque la piedra era de la otra quebrada, la de San Juan. Y allí sí que vivía a gusto, como contenta vivió en La Pedrera. Y es que la Santa Rosa, cuando llueve, se crece llevándose sus bebedizos, mojando sus polvos mágicos y como ella le tiene miedo al agua y nunca se baña, estas crecidas la asustan y de rabia se mete a


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las cocinas y arma alboroto de ollas, trastos y palabras, tirando todo al piso, regándole sal encima; porque ni a la sal ni al agua bendita, les teme. Cenizas de ala de comején para hacer el bien. Ponzoña entre el tamal para hacer el mal. Rumor de mar para enamorar. Y cosas que al sanar sirvan para odiar ¡Y si no pagan no les entrego más! Muchos escuchan esta retahíla de la bruja que más parece cabalgata interrumpida por el ladrido de canchosos aupados por el cencerro del diablo. A los que viven junto a la quebrada Santa Rosa la bruja se les aparece y no los deja tranquilos y así lo hará hasta que la piedra, o sea su hogar, sea devuelta al otro lado del pueblo, a esas otras aguas donde ella sí se siente a gusto; a la quebrada de San Juan. Porque las piedras de estas dos quebradas, como sus brujas, no se juntan. Los que van muy de seguido a la calle trece a cantinear, a enfiestarse y a engañar a sus esposas, cuentan que a eso de la media noche sale una vieja de la quebrada Santa Rosa con una piedra al hombro, que atraviesa el pueblo por toda la trece, que es la zona de tolerancia, murmurando: El que rece en la trece mujer de aquí no merece. El que rece en la trece mujer de aquí no merece, con ese sonsonete la vieja va de las aguas de la Santa Rosa a las de la San Juan, donde descarga la piedra.


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Esa es una de las brujas de la Santa Rosa que busca la manera de desterrar a su nueva vecina porque ellas no la quieren por escandalosa. Las brujas de la Santa Rosa se conocen porque enredan en su pelo una flor de letrina. Es solo de día que se ven algunas viejas venir de la San Juan cargando ollas; las ollas, dicen las viejas cuando les preguntan por su trasteadera, son para llenarlas con claros de sangre que regalan en el matadero que está en la otra quebrada, la Santa Rosa. Pero las ollas no vienen vacías, ahí adentro traen de vuelta la piedra que la bruja trasteo la noche anterior, la llevan vuelta pedazos porque ellas tampoco quieren en su quebrada a esa bruja, a la que ni la sal ni el agua bendita, atemorizan. Las de la San juan son brujas venidas a menos y se distinguen por su delantal y porque caminan como si tuvieran las alas rotas, o escoba de palo chueco. Es por eso que mientras los vecinos de la quebrada Santa Rosa escuchan a media noche trastos y platos rotos y retahíla de quejas, los que habitan al pie de la San Juan oyen que en la madrugada pican piedra, sin saber quién ni para qué.


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Los días de mercado, la galería de Musgonia se abotona

bulliciosa a la calle Real, a la trece y a la quinta. Entre semana se recoge en el centro de la manzana y sus entrañas extienden un bostezo esquinero hacia el alto de la polka. Pero es solo en las noches que la bestia que tiene adentro, despierta. Por eso conseguirle celador para que la cuide, no es fácil. Los que han pasado una noche dentro de ella saben que a las dos de la mañana empieza a sonar el techo como si le estuviera cayendo una granizada encima, y luego, en el callejón de las carnes, se oye mugir un buey por largo rato hasta que –como si le hubieran clavado mal un cuchillo– suelta un bramido tan largo y doloroso que muchos de los celadores que son encontrados al otro día desmayados, tienen este mugido como último recuerdo. Estos pobres hombres que oyeron el mugido no vuelven a celar ni a entrar por el resto de su vida a la galería. Y cuando van por la calle Real y pasan junto a la plaza de mercado, no pueden contener un berrido que sin querer su espíritu deja escapar. Los que han podido ver al buey del pabellón de carnes cuentan que apenas pasa el bramido, se oye una carretilla arrastrada por un hombre grande y con cara de vaca mientras en el techo se escucha una granizada arreciando hasta que aparece cierto resplandor que les hace ver, casi encima y muy clarito, a la carretilla cargada con jaulas llenas de gallinas saraviadas,


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piscos negros y un gallo colorado. Y al carevaca le ven el rabo encendido y voleando para lado y lado la candela de los infiernos. Y los que han aguantado hasta aquí, dicen que solo recuerdan el primer canto del gallo. Son muy pocos los que cuentan que después del gallo, empieza el culequeo de las gallinas y el piar de sus pollitos que corren como culebras y se riegan por toda la galería y por donde van tiran al piso envases de vidrio, voltean los trastos de las cafeterías, descuadran las balanzas; arriados le abren campo al mismísimo diablo y a toda su corte. Estos pocos también ven que del techo comienzan a caer chulos más grandes que una sombrilla abierta, haciendo saltar las rejas y puertas del lado de los graneros como si el mundo se estuviera hundiendo. Pero si el celador de turno ha tenido la precaución de prenderle un mecho a la virgen de los aromas que está en el costado de las hierbas y florecimientos, la bulla y el jolgorio del diablo se desvanecen en el aire justo al pasar por su altar. Es muy injusto para el que le toca aguantar hasta este punto semejante guachafita porque dicen que el diablo, para desquitarse, se lleva de los puestos de carne, de quesos, de frutas, de verduras y hasta de las cocinas, la mercancía, tripa y comiso para seguir el convite con los suyos en el infierno, y que al otro día cualquiera puede darse cuenta de semejante huracán diabólico que pasó por la galería, de la guasábara que armó su gente, pues se dejan ver los envases vacíos de cerveza y aguardiente regados por todo lado, fuera del roto que dejan las muchas cosas extraídas de los puestos y claro, no falta quién culpe al celador de la pérdida de tanta mercancía, resultando fuera de culpa el mismísimo demonio y su corte.


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Pero hubo un hombre sagaz que una noche logró hacerle devolver al diablo todo lo que se había llevado. Este celador lo primero que procuró fue espantar la hedionda chamusquina que antecedía el zafarrancho del diabólico, para eso tomó ramitas y hojas y flores de poleo, limoncillo, albahaca, hinojo, tatamaco, yerbabuena, malva, paico, eucalipto, laurel… alborotó sus aromas delante de la virgen mientras decía un conjuro y fabricaba un atado con ellas. Estas hierbas dispuestas de cierta manera y con el conjuro atado a ellas, hirvieron en seco convocando con su vaho al diablo para un juego de adivinanzas. El celador, que era un versado en acertijos y charadas, se alistó a romperse el coco con el diablo. Si él acertaba, las cosas que el demonio había sustraído de la plaza de mercado tenían que volver a ella; solo de esta manera la galería podía amanecer tan surtida como el día anterior. De lo contrario se lo llevaba el diablo. El diablo, que se las sabía todas y no perdía una, batió su cola y –a mansalva y sobre seguro– empezó con las adivinanzas: Tiene dientes y no come. Tiene cabeza y no es hombre ay carajo que me rajo hasta tres veces y en el mismo gajo. ¡¡¡Ajo!!! Contestó el celador. Y el ajo volvió a su puesto en la plaza. Es alta y no es torre. Es misa y no se oye.


Carlos Flaminio Rivera

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¡¡¡La altamisa!!! Y la altamisa volvió a su puesto en la plaza. Una gallina que va encubar, está en el suelo y no es animal. ¡¡¡La auyama!! Y la auyama volvió a su puesto en la plaza. Verde en el monte negro en la plaza y colorado en casa. ¡¡¡El carbón!!! Y el carbón volvió a su puesto en la plaza. Cabezón y rastrillón cantan un mismo son, pero si se rastrilla el cabezón de cabeza prende el fogón. Llena de letras los países este palito sin raíces que deja el papel con cicatrices. Y fósforos, lápices, también retornaron a sus puestos en la plaza; hasta la luna alumbró de nuevo sobre la plaza. El diablo al ver que todo lo robado volvía a sus dueños gracias a las respuestas del celador, empezó a salirse de sus cuernos. Al sentirlo tan caliente, nuestro celador lo retó con una adivinanza suya:


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Una cosa, tan linda cosa se mete en el río y nunca se moja. ¡¡¡El sol!! ¡¡¡El sol!!! Gritó muy feliz el diablo por haber acertado con la adivinanza que le puso el celador. ¡¡Y el diablo volvió a su puesto en el infierno!!


Carlos Flaminio Rivera

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El parque de Musgonia es mano de mago, lo que

entra a él corre el riesgo de esfumarse así porque sí. Para no dejarse enredar por imaginarios recovecos se debe mirar el obelisco que hay en el centro hasta sentir un viento que golpea desde las cuatro direcciones. Sentido este hálito viene el palpitar: la sien da cien golpes de corazón. Y el pálpito de que ya se está a salvo, es como el tramacazo de un ensalmo. Doña Hortensia –para evitar conjuros de vieja adivina, actos de mago malvado o desapariciones provocadas por duendes caprichosos– usaba un sombrero de paja escoba de bruja, que antes de ser tejida fue cocinada con ají y sal; también limpiaba su mirada de todo lo malo que había visto, soltando sus ojos a lo largo de un aguacero de los que sueltan las brujas a pleno sol. Doña Hortensia era una mujer grande y gorda que tenía en el marco del parque un solar donde guardaban las mulas que venían del páramo. Pero el verdadero negocio de ella era venderles comida a los arrieros de tierra fría que tenían fama de comer mucho y andar con afán, que hasta sin pagar la cuenta se iban. Estos clientes se le embolataban a doña Hortensia en pleno parque, ante sus propias narices. Ni aparejos dejaban. La pesebrera de la vieja quedaba donde estaba el teatro Andino, que ya no es teatro sino jugadero de futbol. Así de rá-


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pido ha cambiado el pueblo y rápida era doña Hortensia con quiénes le ponían palo y se querían volar sin cancelarle la comida ni el pesebreraje de las bestias. Pero fueron muchos los que corrieron más que ella y se volaron sin pagarle la cuenta. Cuando murió doña Hortensia dejó su alma para que buscara a los paleros que se le escondían entre los cedros y urapanes del parque. Esas sombras que se ven en las madrugadas pasando de un árbol a otro, como jugando al escondite, es la de doña Hortensia tras sus deudores, y ellos moleandola. Cuando el cielo se encapota volviendo todo gris sin que se vea neblina, en el parque aparecen estampas y figuras que van de un árbol a otro, se persiguen y esconden dándose mola entre ellas. Los que conocieron a doña Hortensia, los que aún recuerdan el gris de otros tiempos, dicen que esas tristezas que se ven revolando entre los arboles cuando hay cielo encapotado, son como grandes y gordas señoras hechas sombras juguetonas que revuelan, van, vuelven, envuelven, revuelven, lían, ensillan, arrean y molean, como si los que vinieron alguna vez a dejar sus recuas de mulas al solar de doña Hortensia, estuvieran tras los árboles ensillando a toda prisa para irse sin pagar la cuenta. Y ella, aquí y allá, desensillando.


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Claro que hay perros en Musgonia, y la perramenta tiene su festiva oscuridad. La hacen una noche alunada donde El diablo con su jolgorio se apodera de ánimos y gargantas para hacer de las suyas.

Las únicas mascotas que no están para esta fiesta que organiza el diablo, son las que tienen sus amigas, las brujas. La noche en mención estas encantadoras y adivinas atan en pleno aullido, en cualquiera de las uñas de su mascota, un pelo de barba de guatín. Con los aullidos el pelo se pone blanco, luego rojo y por último queda convertido en hilo del que se escurre una tinta que alumbra y es usada por estas hechiceras para escribir sus conjuros en la oscuridad de noches cerradas. La noche de la perramenta, es la única oscuridad del año en que las brujas se tapan los ojos y oídos y la bilis de su corazón les llena la nariz de manera que los aullidos de los perros no les entre a la cabeza por ningún lado y las contagie con su idioma infernal. Al otro día nadie sale de sus casas, solo los perros que se van en desfile por la calle de la Moka, buscando las cañadas que nacen en el monte Tauro. De ese monte baja un perro cazador fino, y más que aullar, brama como berrido de diablo.


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Los otros perros chillan de miedo cuando lo oyen. Aquel gozque anda a una velocidad endemoniada que ya se escucha en el Pachá y al momento aúlla en el monte Tauro. Busca a su dueño, y su dueño detrás. Y ni el uno lo oye, ni el otro lo olfatea. El dueño se llamaba David, un viejo y enano cazador que crió al perro convirtiéndolo en su inseparable compañero. Pero un día llegó a su casa un hombre de sombrero y bigote espeso, se veía que era muy rico y tenía un acento que no era de por aquí. A don David le habían ofrecido mucha plata por aquel perro boruguero, pero él, que le había cogido aprecio nunca lo quiso vender. Pues aquel hombre se dio maña y le sonsacó el perro al viejo cazador. Al momento de don David entregárselo, el bigote de aquel hombre se prendió en candela y como si en ese mismo sitio se hubiera abierto una cueva en el aire, por ahí se llevó al perro. Esa misma noche el viejo cazador empezó a oír los lamentos y el aullido de su perro. Subía espantado por el camino del Alto del Naranjo y bajaba como arreado por el diablo hasta el Pachá. Don David no aguantó los berridos de angustia del que había sido su inseparable compañero y se murió a los poquitos días, pero dicen que antes fue a donde una bruja del Barrio San Vicente buscando que lo convirtiera en un espanto para poder encontrar a su perro y quitárselo al mismísimo demonio, que se lo había llevado porque era tan bueno para rastrear, que él lo necesitaba para ir tras unas almas que se le habían escapado y que ahora se hacían sentir, unas en el sector de Coloyita y las otras por los lados de Colegurre.


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Y eso es lo que se escucha la noche de los berridos, al perro buscando a su dueño y a su dueño buscando al perro. Condenados están a no encontrarse nunca por haber desafiado al diablo, como castigada quedó la bruja de San Vicente por haberse amangualado con un simple cazador. A ella la pueden ver bajo del puente de la quebrada San Juan, de donde sale el camino que va para El Delirio. Está colgada de las patas y con las enaguas al revés. Claro que para distinguirla hay que llamar a grito y con su nombre al perro boruguero, de lo contrario solo se oye su pataleo como paso de quebrada entre las piedras. También se ve al perro de esta bruja, orejiagachado y con la cola entre las patas, que debajo del puente mira para arriba como si la que estuviera colgando no fuera su ama, sino el mismísimo y bigotudo demonio.



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