Enelmedio 3

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Enero - junio 2005

No. 3

ISSN 1794-2136


Pontificia Universidad

JAVERIANA Bogotรก


El tema al que está dedicado este número surgió de la preocupación común por el carácter de lo joven. El primer impulso, el de la queja, nos hizo recaer en una asociación harto conocida: la de lo joven y lo vacío, la de lo joven y lo superficial. Para superar este obstáculo, tratamos de unirnos alrededor de un término, levedad, y apuntar con él a un fenómeno más complejo y más amplío que la mal querida superficialidad. Bajo este término hemos querido entender un conjunto de fenómenos característicos de estos tiempos que a nuestro juicio hacen parte de una atmósfera común. Con levedad queremos referirnos, entonces, a una atmósfera, a una sensibilidad que se fundamenta en el valor negativo del peso, en el valor positivo de lo leve, de lo ligero. Hemos de decir que la primera noticia del uso de este término bajo esta misma acepción proviene del suplemento Culturas del diario barcelonés La Vanguardia y data del miércoles 4 de junio de 2003. Hemos de decir también que una vez establecido este breve punto de partida, el del acuerdo general alrededor de un término y una perspectiva, el trabajo restante, el de cada uno de los articulistas, ha sido el de la libre exploración.


Carolina Mila

caromila@hotmail.com

ilustraciones de M贸nica Reyes


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pino que no todas las opiniones son respetables, y que por principio deberían ser irrespetadas. “Quienes son respetables son las personas, no las creencias” escribe Fernando Savater, y “usted no puede convertir sus convicciones en una especie de prolongación de su cuerpo”. Opino que en el fondo, con el pretexto de respetar las creencias hemos encontrado la manera de irrespetar a las personas, y que detrás de esa espantosa fachada de respetabilidad y tolerancia se esconde la ignorancia más desfachatada de todas: la que escoge ser ignorante porque en realidad todo le importa un pito, hasta el que está opinando, claro. Si bien la conversación es un espacio cotidiano de encuentro con el otro, y es normal que nos sintamos cómodos hablando de aquello en lo que estamos todos de acuerdo —tal vez porque nos hace sentir comprendidos o acompañados—, resulta un poco sospechoso que cada vez más le huyamos a la confrontación cuando hablamos. Creo que todos hemos sentido alguna vez cómo puede llegar a estancarse y dispersarse una conversación cuando algún tema comprometedor se “cuela” a nuestras espaldas —porque hoy nadie quisiera hablar de nada que fuera demasiado incómodo. Si no hay escapatoria, los participantes se limitan a servir sobre la mesa alguna opinión suya al respecto, pero difícilmente se lanza alguien a cuestionar la opinión del otro. Se supone que nadie quiere ser grosero, después de todo “cada cual es libre de pensar lo que quiera”. Lo chistoso es que con el pretexto de ser respetuosos, creo, hemos ido encontrando la manera de ignorar vilmente al que opina: ya no tenemos que “oírlo”, basta con hacer silencio mientras habla. Y con respecto a la propia opinión es posible que nos hayamos vuelto incluso más laxos. “Opinar lo que queramos” se ha convertido en lo mismo que “opinar cualquier cosa”, que a la larga es lo mismo que nada. Como nadie nos pide hoy ya cuentas de lo que opinamos, ni nosotros mismos sabemos muy bien por qué pensamos lo que pensamos. La cuestión resulta paradójica: parecería que mientras más libres nos hace la historia para disentir, más pereza nos da ponernos a pensar. Hoy que podríamos discurrir a salvo de discursos autoritarios y absolutistas simplemente ya no nos provoca demasiado. “Los hombres prefieren razonar sobre bagatelas, de las que pueden razonar con libertad y sin imposiciones de la autoridad, –escribió Shaftesbury en el siglo XVIII– antes que sobre las materias más útiles y mejores del mundo acerca de las cuales se les mantiene sometidos a la restricción y al miedo”. Pero ahora que la restricción y el miedo se han dispersado no nos interesan mucho las materias más útiles y mejores del mundo; nos sigue divirtiendo más razonar sobre bagatelas. Dentro de lo posible evitamos los temas políticos, morales, filosóficos; no queremos pensar la vida, no queremos pensarnos: cuando nos convenci-

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mos de que no existía verdad alguna sobre el mundo, nos dejaron de dar ganas de hacernos preguntas. Y como cada vez nos preguntamos menos, cada vez tenemos menos sobre qué discutir. ¿Por qué hoy nos parecen todas las opiniones respetables? Porque nos da igual. ¿Por qué no somos capaces de estar en desacuerdo? Porque muchas veces ni teníamos una postura al respecto en primer lugar. ¿Por qué le huimos a las conversaciones rigurosas? Porque creemos que no merecen el esfuerzo. Detrás de la cordialidad y ligereza de la conversación cotidiana, se esconde una desesperanza latente que delata la carencia de un sentido, a cuya búsqueda hemos renunciado por completo. El problema es que la plática de nuestros días dejó de basarse en una relación de igual a igual. Como respetar la opinión ajena se volvió sinónimo de ignorarla, hoy podemos ahorrarnos el esfuerzo de reconocer al otro cuando hablamos, y así no es posible la construcción conjunta de contenidos. Hemos olvidado el sabio enfoque dialéctico de los antiguos griegos, el genuino deseo de confrontarse con un otro diferente para juntos desenmascarar la verdad. Y si bien para nosotros ya no tiene caso embarcarnos en la búsqueda de lo verdadero, todavía podríamos embarcarnos en la búsqueda de lo razonable. No valen las conversaciones-propaganda, las conversaciones-cátedra, ni las conversaciones-regaño que establecen como fin último la persuasión del otro para validar la propia posición. Sólo tendrían verdadero sentido las conversaciones “interactivas” —haciendo uso de un término a tono con la época, tan en boga en otras áreas—, en las que los interlocutores se hacen capaces de recorrer la opinión ajena en vez de quedarse plantados en la suya propia. Pero hoy no nos comprometemos cuando hablamos; hablamos por hablar, por llenar el tiempo. La conversación ha sido el vientre gestor de la filosofía, de la política, de la negociación: un espacio importante para el desarrollo epistemológico y la mediación del poder, y hoy nos negamos a abordarla con conciencia comprometida. Lo hacemos por los laditos, como quien no quiere la cosa, y por eso se hace difícil tener una conversación-conversación. Paul Grice señala en uno de sus escritos que toda conversación por ligera y banal que sea, debería contar con cuatro máximas obligatorias para que pueda hacerse efectiva. Un principio mayor y general las ampara a todas, definido por el filósofo como el Principio de cooperación: “Haga usted su contribución a la conversación tal y como lo exige, en el estadio en que tenga lugar, el propósito o la dirección del intercambio que usted sostenga”. Este principio se refiere a la necesidad de que las partes se involucren con voluntad consciente, y de que deseen participar activamente en la discusión por el bien de la discusión misma; sólo así esta resultará provechosa.


Ahora, yo no estoy diciendo que para poder discurrir provechosamente tengamos que posar con seriedad; el compromiso con la conversación no tiene por qué competir con el desenfado. Si hay algo que caracteriza a la conversación es la informalidad, y es a ello sobre todo a lo cual se le debe su versatilidad. El ingenio y el humor son herramientas necesarias para discutir. Retomando a nuestro amigo Shaftesbury, bromeando a veces podemos ser incluso más razonables: “Hay que suponer que la verdad puede soportar todas las luces; y una de esas principales luces o medios naturales a cuya luz hay que ver la cosas para verificar un reconocimiento completo, es el ridículo, o sea, ese modo de prueba mediante el cual discernimos cuanto en un asunto está expuesto a una justa chanza”. El humor inteligente se convierte en el más afilado de los instrumentos a nuestra disposición para ir puliendo nuestro diálogo. De igual forma nos obliga a ser cuidadosos con nuestras propias intervenciones —a no dar papaya, como quien dice. Entonces, en resumidas cuentas, opino que podríamos conversar mejor. Opino que hoy que podemos pensar lo que queramos deberíamos ser más responsables, porque ahora más que nunca nuestra opinión depende de nosotros mismos. Irrespetemos entonces la opinión ajena, con humor inteligente, ojalá; obliguemos al otro a pensar, con la esperanza de que un otro tal vez nos ayude a hacernos pensar a nosotros. Pero claro, esto no es más que una opinión, y como tal, esperaría que fuera refutada.

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Catalina Arango

catiarango@hotmail.com

ilustraci贸n de Javier M. Fabregas


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a se ha vuelto un lugar común expresar el rechazo a la fotocopia por ser un medio que desvirtúa la autoría intelectual y la labor editorial. Sin embargo, como todo lugar común, este, en la repetición, ha perdido su sentido, y lo que es peor, parece haber agotado la reflexión en torno a la importancia de usar el libro, en vez de la fotocopia en la universidad. Creo que muchos han leído un mismo texto en una fotocopia y en un libro y han quedado con la sensación de haber tenido dos experiencias de lectura completamente distintas: una, la del libro, más nítida, más cómoda. La otra, la de la fotocopia, más árida y confusa. Existe una enorme diferencia en la manera en que la fotocopia y el libro se nos presentan ante los ojos. Mientras una fotocopia es la imagen de una imagen, la fotografía de un texto impreso; tinta que se aglutina innecesariamente sobre el borde de una página, sobre un título, sobre el centro de una idea, tinta que cuando escasea, desdibuja las palabras, las tuerce, las desaparece, y papel que doblamos en la maleta, que ensuciamos sin remordimientos en la cafetería, que subrayamos casi como autómatas y, luego de un tiempo, tiramos a la basura. El libro es, ante todo, un objeto que permanece, un objeto que está diseñado para leer: para que diga sin interferencias intrínsecas lo que tiene que decir y, con suerte, de una manera tan seductora a la vista, al tacto y al olfato que puede suscitarnos —por qué no— cierto deseo de saber. La fotocopia es un medio visualmente ruidoso, tan ruidoso que cuando la leemos tenemos la sensación de estar oyendo una emisora de radio mal sintonizada. Pero, además, parece que el hecho de que la fotocopia sea una impresión barata y de baja calidad de un texto hace que la leamos con cierto desdén en cualquier parte, que la arruguemos, que la rayemos y la subrayemos; y que el hecho de que el libro, en cambio, sea un objeto costoso, la mayoría de las veces agradable a la vista, al tacto y al olfato, hace que lo leamos y lo tratemos con cierto respeto. Por otra parte, la fotocopia es sobre todo un fragmento. Un fragmento de un texto que casi siempre otro ha dividido para nosotros —reservándose el resto para él. Un fragmento sin contexto: sin índice, sin introducción, sin conclusiones, sin paratexto. Un pedazo de un discurso no identificado, aunque vagamente intuido, que nos acerca y a la vez nos aleja del sentido total de la obra a la que pertenece. Pero además, la fotocopia es un fragmento de poca recordación. “¿En dónde leí esto?”, nos preguntamos como lectores de fotocopias. Cuando nos olvidamos de lo que hemos leído en una fotocopia, nuestra memoria no recae sobre una tipografía, sobre la textura de un papel o sobre el color de una carátula. Pero esto no es lo más grave, a veces ni siquiera recae sobre un autor, quizás porque nunca apareció escrito en el texto o porque el profesor, quien es por lo general el que nos hace leerlo, no procuró hacer énfasis en él. Esto hace que vayamos diciendo por la universidad: “las foto-

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copias dicen”, en vez, por supuesto, de “tal autor dice”. La memoria de la fotocopia recae sobre la fotocopia misma, allí sobre el montón de papeles, como si el medio hubiera triunfado definitivamente sobre el mensaje hasta hacerlo desaparecer —¿quién lo creyera? La fotocopia un lugar de anonimato, una fosa común de autores N.N. Pero si este medio ha ganado tanto terreno en la universidad, es porque tiene indudables ventajas, hay que decirlo. En principio, da cuenta de una selección de la literatura escrita sobre un tema. Es límite y, al mismo tiempo, abrebocas de una problemática especial, permite la comparación entre materiales bibliográficos, y lo más importante: reproduce en serie y a bajo costo el texto que se encuentra en un solo libro —en un libro del cual sólo existe un ejemplar en la biblioteca, en un libro del que sólo se quieren leer unos capítulos, en uno que no se consigue o en uno que los estudiantes no tienen dinero para comprar. Sin embargo, el uso excesivo de estas ventajas de la fotocopia —y nos vendría mejor decir, entonces, el abuso— ha propiciado que en la universidad nos alejemos cada día más del uso del libro, al punto de que hoy la cultura de la lectura no es ya la cultura del libro, sino, la cultura de la fotocopia. Una cultura en la cual la experiencia de la lectura, el sentido de un texto y, en total, el conocimiento parece hacerse leve, volátil, como una pildorita de información que nos hace sentir sabelotodos, pero de la cual, después de un tiempo, ya no podemos dar cuenta. La cultura de la fotocopia se contrapone, evidentemente, a la cultura del libro, una cultura en la que aprendemos a pensar —otro lugar común que no deja de ser cierto—, a comunicarnos con el pasado, a considerar la existencia de otras realidades distintas a la nuestra. Una cultura más compleja, y quizás ardua, debido al esfuerzo intelectual que supone pero, a largo plazo, más gratificante, pues evita que nos sumerjamos solos en las contradicciones de la vida sin la mediación de unos discursos que previamente han buscado comprenderlas en su complejidad. La “cultura de la fotocopia” ya había sido formulada por el ensayista Jaime Alberto Vélez, quien dijo, con la ironía de siempre, que hoy asistimos al nacimiento de un nuevo tipo de estudiante intelectual: “el doctor en fotocopias”, un espécimen sustituto del erudito y del ratón de biblioteca, que se caracteriza por su sagacidad, por su espíritu desenvuelto y directo, y porque no malgasta el tiempo libre en la lectura de libros. “¿Para qué tantas vueltas y rodeos, si este estudiante sabe con exactitud lo que le preguntará el profesor? Es probable que el doctor en fotocopias carezca de una idea de conjunto; o que desconozca la conexión de las ideas entre sí, pero llega con facilidad al grano y cumple con lo que se le exige”1. Con respecto al rol del profesor dentro de esta cultura, Vélez dice que el recurso de la fotocopia le ha permitido perpetuarse en ese mito de sabelotodo: “Mientras recomienda el estudio de capítulos aislados, se reserva


para sí el manejo completo del tema”2. La supuesta sabiduría del profesor se reduce a que conoce las páginas anteriores y posteriores de las fotocopias que hace leer a sus estudiantes, y que puede hablar de ellas con una suficiencia insuperable —¿quizás infundada? De alguna forma, la cultura de la fotocopia es apenas la punta de un iceberg que señala la falta de arraigo que ha tenido el uso del libro en Colombia. Para el historiador Jorge Orlando Melo, el hecho de que la radio, la televisión e incluso Internet, hubieran ocupado el espacio de la transmisión del conocimiento, antes de que la población hubiera entrado a la cultura del libro, explican la débil presencia de éste en nuestra cultura y en nuestro sistema educativo3. El libro —el libro entero—, por su carácter de unidad teórica, por dar cuenta al mismo tiempo de un texto y de un contexto, por la presentación física y gráfica que lo hace legible, por su contenido simbólico, que lo hacen merecedor de cuidado y de respeto, y por permitir el desarrollo del pensamiento abstracto es quien debe ser protagonista en la universidad —el lugar donde se dice se genera el conocimiento. En ese sentido, la fotocopia no puede ser más que una derivación del uso del libro, es decir, una herramienta de trabajo a la que debería acudirse cuando se hace estrictamente necesaria. De lo contrario, en la universidad, nada más y nada menos, nos estaríamos perdiendo no sólo de enfrentarnos a la lectura de libros enteros, como un ejercicio intelectual elaborado y creativo, sino también de la posibilidad de conocer directamente las obras de esos autores clave para cada profesión. A pesar de lo anterior, parece que en la universidad todavía no somos conscientes de que le estamos legando la transmisión del conocimiento a un medio en exceso ruidoso y fragmentario —por no decir amputador— como es la fotocopia y por supuesto, a la eterna y exclusiva oralidad del profesor. ¿Será esa nuestra manera de aportarle una cuota a esa idea de un mundo sin mayores esfuerzos ni dificultades que están tan de moda últimamente?

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Vélez, Jaime Alberto, “El retorno de los brujos”, en: El Malpensante, número 44, noviembre-diciembre de 2002, pp. 62-63 Ibid Melo, Jorge Orlando, “Mensaje de error: la educación superior y las bibliotecas”, en: htpp://www.lablaa.org/blaavirtual/letra_m/melo/educar/indice.htm, consultada el 29 de mayo de 2004.

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Javier FandiĂąo fandij@yahoo.com

ilustraciones de NicolĂĄs Leyva


Estas notas pretenden describir una sensibilidad propia de esta época. Una sensibilidad que se funda sobre el valor negativo del peso y que suele ser calificada, podría decirse tachada, como superficial. Aquí, para evitar la connotación negativa del término, se ha acordado hablar de levedad. Digamos, entonces, que al hablar de levedad se quiere aludir a una atmósfera epocal y a un valor dominante que está en su centro: el de lo ligero (light), el opuesto al del peso. El término ligero tiene un campo semántico amplio: un objeto ligero es un objeto liviano, de poco peso; un tema ligero es, en la misma línea, un tema de poca importancia, de poca gravedad, un tema superficial; y por otro lado ligero refiere a agilidad, a rapidez de movimientos: andar a paso ligero es andar rápido. Hablar de levedad es hablar del gusto por lo ligero como gusto dominante y como fondo detrás de muchos fenómenos característicos de la época. Hablar de levedad es, entonces, hablar de una sensibilidad en cuyo fondo está la superficie. Si en la base del mundo antiguo, el de la epopeya, el de la tragedia, estaban el peso, la quietud, el orden establecido, la rigidez del destino; en la base de estos tiempos —tiempos alados, virtuales, tiempos que corren— están la ingravidez, el movimiento, la flexibilidad, la levedad. Si el mundo antiguo gravitaba sobre el peso y la inmovilidad; el mundo nuevo, fascinado en su novedad, gravita sobre el movimiento. El recorrido entre estos dos mundos puede entenderse como un lento “ascenso” a la superficie. Me valgo de una película reciente para ilustrar esta relación entre superficie y profundidad. Quienes hayan visto Mystic River de Clint Eastwood recordarán la imagen del río que recorre la película. El río es la superficie de aguas cambiantes, pero es también el fondo donde yace lo que permanece, lo inalterable. El tema de la película es ése: por un lado lo que permanece inamovible en el fondo del río, lo inalterable, lo que nos condena, la imposibilidad del hombre de transformarse y de escapar a su destino; mientras, por encima, pasa el río, el tiempo, con esa ilusión de movilidad.

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Digamos que Mystic River tiene un regusto clásico, incluso anacrónico, y que refiere a la condición humana por el mismo camino que las grandes tragedias. Carácter es destino, dijo Heráclito. Así empieza Las aventuras de Augie March de Saul Bellow, así podría empezar la película de Clint Eastwood. Suele decirse que cada día hay menos lectores, que la cultura audiovisual está acabando con la lectura. Es posible, pero creo que hay una hecho muy interesante y poco mencionado: se lee, pero se lee de otra forma. En la literatura de hoy, en el cine, se habla mucho de las buenas historias, del placer de contarlas, del placer de leerlas y de verlas. Me parece que detrás de este gusto hay una creencia, una afirmación: que la vida es el argumento que la recorre y que, como sucede en las biografías, ese género tan actual, la vida se agota en esa narración. Cada época tiene un tipo de lector y en estos tiempos ansiosos, en los que domina el vértigo de la narración, de lo que corre en la superficie, se impone el lector de argumentos, el que corre tras el fin de la historia. A esta victoria corresponde, desde luego, una pérdida. Se está perdiendo un tipo de lector, un tipo de lectura, una forma de aproximación a los textos, a la palabra, a las imágenes, al mundo. Un tipo de lectura, en el sentido más amplio de la palabra, que genera respuesta, que toma el texto como punto de partida para la reflexión y el diálogo, que se torna en conversación. Una forma de aproximación a los textos que aspira a la intimidad con las fuerzas de la vida, a la revelación de eso que hemos vivido, que aspira al contacto con lo que Argullol ha llamado la carne interior de la palabra: “[...] Cuando el hombre, hasta hace poco por cierto, era capaz de relacionarse con la carne interior de la palabra, bien a través de la lectura o audición de la poesía, bien mediante la resonancia de los textos religiosos, también encontraba la oportunidad de adentrarse en la memoria de las cosas. Desprovisto del poder de la palabra, es reo de amnesia, un náufrago en el mar de los ídolos.” Rafael Argullol, El País, 11 de abril de 2004. Podemos pensar que la crisis de este proceder, de este tipo de lectura, trastorna también la relación, el diálogo del hombre con su interior: “...los habitantes del planeta mediático, sometidos al stress, las imágenes y los antidepresivos padecen lo que he llamado ‘las nuevas enfermedades del alma’: el mismo espacio psíquico se encuentra amenazado, estamos a punto de perder el ‘fuero interior’ en el que el hombre occidental


amparaba en otro tiempo, con la plegaria y la introspección, su capacidad de representar y juzgar el cosmos y los otros; y esa pérdida desemboca directamente en la autopista de las enfermedades psicosomáticas, la corrupción y el vandalismo” Julia Kristeva, en el prólogo de Historias del mal de Bernard Sichere. La levedad, como sensibilidad de época, puede definirse a partir de un inventario de los valores sobre los que se funda, sobre los que se asienta: hablamos entonces del auge de la superficie, de lo exterior, de la imagen, en detrimento de lo profundo, de lo conceptual, de la palabra; del gusto por lo etéreo, por lo incorpóreo, por lo virtual, en oposición a la monotonía de lo concreto. Se impone, dentro de esta geografía de valores, la ilusión de burlar la gravedad, la muerte, el dolor —todo lo que aquiete, lo que impida movilidad, lo que vaya contra lo ligero, lo que implique enfrentar al vacío, horror vacui—, de burlarlos con el movimiento, con la velocidad, con inquietud. Lo que ofrezca menos resistencia al movimiento, lo más lejano a lo rugoso de la experiencia. El fenómeno de la moda es sintomático ya no sólo por su misma velocidad sino por el afán de ruptura que lo mueve, por su motor de revolución. La rebeldía se concentra en la forma, en lo estético y deja de lado lo ético. La rebeldía está viva pero vive en la superficie. La superficie te representa, dice quién eres: eres la superficie. La levedad se condensa sobre el alto valor de lo joven. Se opone al valor de la vejez, en franca decadencia. Es evidente la fascinación que la juventud y su vitalidad expuesta, hecha exterior, ejercen sobre esta época. Juventud implica poco caudal de tiempo, implica un andar liviano, implica movilidad: el presente teñido de futuro, con su carácter de posibilidad, con su ser etéreo, sin concretar. Nada más etéreo que el futuro. La vejez, por el contrario, va de la mano del aquietamiento, del pasado que es peso, que es inmovilidad. El cuerpo ya no es posibilidad, se vuelve carga: el cuerpo pesa. Juventud se opone a vejez como movimiento se opone a quietud, imagen a palabra, acción a contemplación. El declive de la realidad, de los hechos, frente a sus representaciones mediáticas. Es decir los hechos son relevantes, podemos decir reales, en la medida en que sean representados por los medios, en la medida en que se vuelvan espectáculo. Lo importante no son los hechos sino su repercusión mediática. “La realidad ha abdicado, sólo hay representaciones, los medios de comunicación.” Susan Sontag, Ante el dolor de los demás.

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Aunque ya pasaron los días de la Clase de español a Álvaro González le siguen diciendo “el profe”. Ahora al frente de Días de radio en la 99.1, otra forma de lidiar con la franja maldita de los morning shows para jóvenes, le apuesta a una radio cultural con mente abierta y sigue de parte de la buena música. “El profe” ha querido abrir, a través de sus conversaciones con escritores, artistas plásticos y músicos, un espacio de discusión y de respeto a la palabra. Aquí lo pusimos frente a la pizarra y nos habló de la radio cultural, de los medios y, claro está, de rock and roll.

...Yo veo algo delicado y es que obviamente las nuevas generaciones de jóvenes son generaciones audiovisuales. Creo que nosotros éramos un poco más lectores, hasta de pronto radiales. Me he sorprendido mucho cuando voy a las universidades a hacer algunas charlitas sobre la radio y me doy cuenta de que muchos de los que están ahí quieren ser Claudia Bahamón. Entonces yo les digo “están en el lugar equivocado”, para eso tendrían que trabajar en lo que fuera, ahorrar y hacerse alguna cirugía plástica. Finalmente aquí los periodistas no leen y en realidad no hay periodismo cultural de nivel. ¿Y cómo es eso de hacer radio cultural? Creo que la radio cultural demasiado densa genera barreras, estratifica mentalmente a la gente de una manera que a veces no es justa. No creo en la información excesivamente ligera, pero tampoco en la excesivamente erudita. Creo que inclusive con respecto a la cultura clásica hay que volver


a un a, e, i, o, u para poder ir cultivando al público. No se puede hacer radio sólo para el que ya está cultivado, también hay que apostarle de una u otra manera al público que quiere encontrarse por primera vez con Bach, sin decirle solamente “mire Bach es el cielo”, hay que decirle también por qué es el cielo. ¿Un equilibrio entre cultura y entretenimiento? Sí, me parece que hay un derecho a la ligereza, pero que también debe haber un equilibrio con la profundidad. En todo caso pecamos por ligeros, salimos a protestar por la guerra en Iraq, pero la guerra de Colombia lleva más de cincuenta años. Por ejemplo, yo no estoy en contra de los realities, son un formato, como el VHS o el DVD. Creo que pueden existir, pero creo que también puede haber otras maneras de buscar la realidad. No

creo que un país se pueda analizar por medio de un reality. Si hacemos un reality que se llame “Los desplazados”, listo, pero si hacemos una finca norteamericana en el Tolima, ¡pues no...! Es que somos muy mentirosos, muy hipócritas. Sí hay un derecho a la ligereza, pero por ahí se nos va la mano. Por ejemplo, no es casual que Uribe se haya metido a hacer campaña en los realities. Como si el país de los medios fuera por un lado y el país real por el otro… Yo creo que hay que equilibrar. Aquí hay un periodismo de farándula gigante pero no hay periodismo investigativo. Entonces, ¿cuál es el país que vemos? Este es un gobierno nacionalista, y usted sabe que no hay proyectos de identidad más fuertes que los deportivos. Miremos por ejemplo nuestro fracaso en los Olímpicos, eso tiene un peso simbólico el verraco: dos medallas y una con un supuesto doping de una niña que no tenía ni

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idea. Es decir, acabamos de fracasar como nación, tenemos un problema de identidad gigante, somos un país perdedor.

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Un país que no reflexiona… Exactamente. Creo que la reflexión genera contradicción, y la contradicción es una manera muy importante de encontrar el conocimiento. Los jóvenes necesitan contradecirse, debatirse, reconocerse, tener un mundo más amplio. Pero hoy todo dura 15 minutos, es la velocidad misma de los tiempos. Las reflexiones duran 15 minutos, el amor dura 15 minutos, los sueños duran 15 minutos... De uno dependería que esos 15 minutos se prolongaran más. Claro que tener una juventud muy homogénea es lo más seductor para cualquier sistema: lo mejor es que no haya reflexión y que todos escuchen y vean lo mismo. Hay un caso interesante en el que intervino el sistema, el caso de la Mega. Creo que en el problema que hubo con La Mega se confundió la libertad de expresión con la responsabilidad de la información. Por un lado las regulaciones pueden ser muy peligrosas, pero por otro, los grandes medios de comunicación tienen que ser responsables con el manejo de la información. No creo que a La Mega se le estuviera coartando su libertad de expresión, creo que se le llamó la atención precisamente porque si bien hay que hablar de sexo en este país, de la misma manera que hay que hablar de los problemas sociales, económicos y culturales, los comunicadores deben ser cuidadosos a la hora de informar. ¿Ustedes no serían, por contraste, los más conservadores dentro de las radios juveniles? No, lo contrario, porque hacer radio cultural joven implica para nosotros saber qué tendencias existen en Asia, en África, en Europa; nos toca ser más vanguardia. El rockero más importante que he entrevistado últimamente es Efraím Medina Reyes, y es escritor. Si yo fuera conservador seguramente diría que Medina no es literatura, como muchos conservadores dicen, y yo creo que es literatura y es rock and roll porque el rock and roll ya no está sólo en las guitarras eléctricas distorsionadas, también puede estar en una buena prosa. Sí, el rock como una estética… Claro, una película como Hanna Bi, de Takeshi Kitano, y es rock and roll oriental, es voladísima, tiene su veneno conceptual. Curiosamente la juventud suele ser más conservadora de lo que uno se imagina, es decir, los que prefieren el pop suelen quedarse en el pop; los que quieren Britney, sólo Britney; el que quiere Iron Maiden, sólo Iron Maiden. Yo creo que nues-


tra función es saber qué está pasando, apostarle a la vanguardia y también abrir nuevos espacios, ser más universales. Cómo ve el auge de la música electrónica, ¿se puede hablar de un cambio de mentalidad, de la muerte de una estética, la del rock? Creo que lo electrónico como medio es importante, pero como objetivo es bien peligroso. La música ganó porque ganó un instrumento más, pero lo importante sigue siendo la música misma. Creo que el rock para sobrevivir tiene que mutar y la electrónica como herramienta es muy buena. Una buena canción se puede hacer con una guacharaca y con una guitarra acústica, pero también con un computador. ¿Y en esa mutación, el rock no deja de ser contracultura, no pierde su carácter contestatario? El rock es una de una de las herramientas más seductoras del sistema; si fuera realmente una contracultura, sería gratis. Creo que hay que inventarle una respuesta al rock de la misma manera que el rock se inventó para responder a algo. El punk quiso hacer esto, pero ahora el neopunk es la mejor manera para vender tenis. De pronto lo electrónico no es la contraparte del rock, porque se acomodó ya en la dinámica del rock; los electrónicos son los nuevos rock stars. Hay una generación de creadores muy chévere que es a la que hay que pararle bolas, que utiliza el techno como herramienta y no como objetivo. No hay problema con la electrónica, es una herramienta muy chévere; es como haber descubierto el piano. ¿Junto a esa apuesta por la vanguardia, hay una valoración negativa de lo conservador? No, para que haya ruptura debe existir lo conservador. A mí, por ejemplo, no me llega Shakespeare, pero sé que es importante porque sin Shakespeare no existiría Roberto Bolaño. Estoy más del lado de los que rompen, pero sé que sin tradición no hay vanguardia. La superficialidad puede dar lugar a una flexibilidad, a una pérdida de rigidez que en el arte resulta interesante… Existe una escritura canónica, tiene que existir, pero también hay que romper y para romper hay que estar bien armado. La técnica te hace libre, dicen por ahí. A mí me parece muy interesante, por ejemplo, el cuestionamiento a la inmortalidad de la obra; la inmediatez de la obra también es válida, hay obras que duran solamente dos horas y no dejan de ser arte. Mejor dicho, porque sea inmediato no tiene que ser vacío.

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Enelmedio entrevista al escritor Andrés Hoyos El director de El malpensante reflexiona sobre nuestro tema, la levedad, y hace un análisis en contrapunto sobre la Colombia de hoy y la de hace tres o cuatro décadas.

¿Podría decirse que el fenómeno que nosotros hemos querido llamar levedad, es un fenómeno característico de nuestro tiempo? Yo no estoy muy convencido de que este auge relativo de la levedad sea tan nuevo. Siempre ha existido una vertiente seria y a la vez una vertiente superficial, que no necesariamente tiene que ser negativa, porque, como creo que dijo Óscar Wilde, las cosas verdaderamente importantes están en la superficie. Por otra parte, la palabra seriedad contiene esa doble connotación, casi contradictoria, de poder referirse a la actitud comprometida y profunda por un lado, pero por otro, también a la falta de alegría. Creo que la coexistencia de lo serio y lo superfluo es una vieja paradoja que cada época ha sabido asumir de manera diferente. Pero esta es la época de los medios de comunicación, la época en que se ha vivido con más velocidad, y es, también, la época en que, tras haber sido atravesada por el discurso posmoderno, más se ha puesto en entredicho el valor de la verdad... A mí me parece que hay pocas cosas más pesadas que el discurso pos-


moderno, así hable de una supuesta levedad. Se me hace terriblemente pesado y muchas veces incomprensible. Ahora, la idea de que la rapidez de los medios de comunicación ha producido cambios muy profundos en la cultura está por verse. En el pasado también ha habido grandes cambios tecnológicos, de pronto incluso más dramáticos que los que estamos viviendo ahora, y si nos ponemos a mirar desde la perspectiva de hoy en día, no se perciben cambios tan importantes en los valores fundamentales, en la estética, por ejemplo. ¿Cómo ve a la juventud colombiana? ¿Se ha perdido el espíritu contestatario? Eso sí es verdad, pero porque existen razones históricas muy dramáticas. En los años 70 hubo un movimiento estudiantil muy fuerte que fue

casi pulverizado por fuerzas opuestas: desde la derecha, el Estado lo atacaba y, desde la extrema izquierda, había gente que quería convertirlo en un batallón de reclutamiento para la guerra. Hoy por hoy, la gente joven no quiere saber mucho de movilizaciones. Cuando se arma una manifestación en la Universidad Nacional salen tres pendejos a botar papas explosivas, que tampoco es la idea. La idea es que los jóvenes se sacudan y se manifiesten, pero no que hagan destrozos, maten gente o se vayan al monte a hacerse matar. Ahí hay un problema histórico colombiano; si se compara, la juventud actualmente en Argentina es muy contestataria y está muy brava por otras razones. Eso no quiere decir que la juventud colombiana sea tonta. Por ejemplo, existe un falso paradigma de que a los jóvenes no les interesa leer cosas largas y profundas, y eso es mentira. Los lectores de El Malpensante son más que todo jóvenes y nosotros publicamos cosas complicadas. Y, de cualquier forma, la levedad sí es más propia de los jóvenes, y está bien que sea así. Si anduvieran todo el tiempo en crisis de trascendencia, pensando en la muerte y en la posteridad, pues estarían más bien enfermos.

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Se dice que los medios colombianos han decaído. ¿Alguna vez fueron buenos? Yo diría que la decadencia en la prensa ha sido clarísima. Hace 30 o 40 años aquí se escribía más y mejor, había mayores niveles de profundización y contextualización. Y es grave porque es la prensa escrita la que le da forma a las ideas en una sociedad. Aquí hubo una época de oro, de la cual García Márquez hizo parte. La televisión en cambio, nunca fue una maravilla en términos de noticias y creo que sigue sin serlo. La radio, bueno no oigo mucho la radio, pero me parece que está pasando por una época aceptable, no extraordinaria. ¿Qué pasa con los medios culturales, no son los medios que han perdido más peso? En eso estoy de acuerdo. Aquí hubo buenas revistas y buenos suplementos culturales, pero hoy en día se está pasando por una muy mala época. Creo que el problema fue que una cierta izquierda manejó la cultura durante 25 años y terminó destruyéndola por problemas intestinos, por ideologismos, por dogmatismos. Y claro, de cualquier forma, en un país pequeño como éste, los medios culturales no pueden ser tantos. Hay algunos que se han mantenido en el tiempo y siguen siendo de calidad, pero sí, hacen falta mejores medios en cultura, eso es indiscutible. Hablaba de deficiencias en la escritura periodística, ¿esto no hace parte de una crisis global, una crisis que tiene que ver con la forma misma en que se producen el pensamiento y el conocimiento? El problema con la noción de los fenómenos demasiado globalizados en la mente de las personas es que a veces no son así, a veces están fragmentados. En otras partes el periodismo escrito está muy bien. Aquí, hay buenas historias, por la misma situación en que vivimos, y sin embargo, la crónica no está pasando por una buena época en la prensa escrita. ¿Por qué? Yo fui jurado del premio Simón Bolívar hace 2 años y me di cuenta de que casi siempre es el periodista el que contra viento y marea saca una crónica buena, porque no se ve claramente apoyado por su medio. Los dueños y directores de los medios se conforman con muy poca cosa. ¿Y la academia no está entre los responsables? En ninguna parte del mundo la profesión de comunicación social te deja listo para ser un buen periodista apenas te gradúas. No está muy bien establecida cuál es la manera de formar buenos periodistas, aunque se sabe que es necesario formarlos en la práctica. Yo, por ejemplo, pienso que el periodismo sería mejor como postgrado. Obviamente en la mitad del camino también hay algo que se ha perdido y es que la enseñanza de la escritura está pasando por una mala época en las universidades colombianas y


en los colegios, y en esa medida la academia sí tiene algo que ver allí, pero no es la principal responsable. Hablemos ahora sobre el arte. ¿Cómo ve usted el auge actual del arte conceptual y hacia dónde cree que se dirige? A mí me parece que ese arte posmoderno de las instalaciones es totalmente aburrido y de pronto tiene muy poca significación. Ahí sí hubo un problema con la academia. Resulta que en la primera mitad del siglo XX las escuelas artísticas eran poquitas, no estaban muy vinculadas a las grandes universidades, y los que querían ser artistas debían ir a hablar con el pintor, que era el maestro. Pero luego las universidades, y especialmente las de Estados Unidos, empezaron a producir y producir artistas mal formados en la concepción de las ideas, y a veces también en la parte práctica, y se empezó a imponer, casi que por inercia, un arte que les interesa a los académicos. Porque ¿a quién le interesa el arte conceptual? A los intelectuales académicos, a los profesores, a los curadores de los museos, ellos son los que se sienten en su salsa. La vieja noción del pintor callado, solo en su estudio pintando es algo que no es fácil de manejar para un académico, por eso el sesgo. Sin duda esa polémica está viva pero tampoco es el fin del mundo. Y en la literatura, ¿no es posible que la ruptura formal contemporánea haya dado paso a ejercicios más interesantes? Yo no creo que la literatura, y la narrativa en particular, esté pasando por una época de gran innovación formal. El señor que hizo volar por los aires toda la estructura tradicional de la narración es James Joyce con un libro que publicó en 1921, ahí está la innovación absolutamente desatada y brutal, incluso un poco indigesta. Después de la publicación del Ulises, durante una serie de años sí hubo mucha gente haciendo experimentos, que a veces funcionaban y a veces no. Porque hay que tener cuidado con eso, cuando se dice experimental, se dice porque la gente publica cosas que todavía no están listas. El prestigio de la ruptura formal es exagerado. La posibilidad de ser altamente original es muy remota porque alguien ya hizo algo por ese estilo, alguien ya ensayó ese ángulo particular de contar un cuento, esa manera de mezclar los diálogos que tú crees tan novedosa. Lo que si no se han acabado son las historias, los personajes, las reflexiones, las mil cosas que dieron posibilidad a la literatura del pasado, y que hoy siguen impulsándola. Creo que eso mismo pasa con la música, con la pintura, con el cine.

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Q

ue la levedad es un signo de nuestros tiempos se ve en muchos indicios: en nuestras costumbres sociales, amorosas, sexuales, religiosas, académicas, en lo que hacemos para divertirnos y en lo que nos divierte. En todas estas cosas prima la rapidez, la superficialidad, el humor autoreferencial, algo de cinismo de mercader, y pobres o nulas fundamentaciones filosóficas o teóricas. Signos, todos éstos, de lo que se ha llamado levedad. Un examen en la misma superficie señala, sin embargo, que tal levedad es también, y tal vez, sobre todo, existencial. Las preguntas por el sentido de la existencia, del mundo, o del hombre en su totalidad, son extenuantes, aburridas y, en el caso en el que se asuman seriamente (esto mismo un gesto no leve, e inoportuno en nuestros días), desalentadoras. Para nuestras generaciones la muerte de Dios, que tanta y tan profunda perplejidad causaba en los ya nostálgicamente recordados siglos XIX y XX, es cosa del pasado. Esta generación no vivió las guerras mundiales, le revolución sexual, ni París del 68, sino que es hija de una generación (la de los sesenta) que, al madurar, ya no sabía qué pensar porque todo, de alguna manera, no tenía sentido y, al mismo tiempo, no estaba del todo mal. El resultado son varias generaciones que ni siquiera se plantean la posibilidad de utopía alguna, sino una posible, deseable y alcanzable comodidad de la existencia. Los que no tienen grandes esperanzas son los viejos y, por carecer de ellas, estas son generaciones viejas, pero no es una vejez desalentada, sino la de un ancianato de cuatro estrellas, tres comidas diarias y amigos tolerables. Esta levedad que aquí deseo llamar íntima, o existencial, como todo, trae consigo pérdidas y ganancias, y cada ganancia es pérdida y cada pérdida ganancia. Así, la posibilidad de un profundo sistema metafísico en el cual buscar un sentido finalístico para la existencia ya no es posible, no sólo por filosóficamente inviable, sino porque tal esfuerzo se vería ridículo y un poco sobreactuado en nuestros días. Eso es ganancia, sin duda, para relajarse de las preocupaciones culposas de nuestra piadosa educación religiosa, pero es pérdida en la medida en que también se puede ansiar, sin esperanzas, la comprensión de lo absoluto y el consuelo que ello representaba frente a la muerte y el sufrimiento. Sin embargo, examinando estas pérdidas más a fondo ellas son también ganancias, pues las representacio-


Guillermo Serrano ilustraci贸n de M贸nica Reyes


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nes de lo absoluto producen fanatismos incómodos, y no tener el consuelo metafísico frente al sufrimiento puede significar una revaloración de la vida misma. No obstante, al examinar la ganancia, —la aparente liberación de la culpa piadosa—, ella es también un poco pérdida, pues produce nuevos fanatismos a propósito de nuevos dogmas que esconden su cariz de dogmas: ecólatras, cazadores de terroristas, cazadores de fanáticos y defensores del lenguaje políticamente correcto. El resultado de esta situación es una mezcla de emociones encontradas: por un lado, nostalgia de una humanidad con fe (no sólo religiosa, sino fe en cualquier cosa), y por otro lado, tranquilidad en una humanidad de clase media, una humanidad más serena, que ha ponderado la historia, y que se haya bien dispuesta a repetir lo que le interesa de ella y desechar el pedazo innecesario o incómodo. El resultado no es otra cosa que la antigua comprensión acerca de la trivialidad de la vida, las preocupaciones, el hombre y el mundo en su conjunto. Nada de lo que pase es realmente grave, pues nada de lo que pasa es otro cosa que un instante del acontecer general del mundo, excepto, claro, lo que tenga que ver con la plata, porque no tener plata, eso sí que es grave. Pero para el resto —el dolor, la muerte, la vejez, la soledad— con plata, buen humor, algunas drogas, y tecnología cada vez más efectiva, se arregla. La sospecha que puede afectar negativamente el panorama es que la vejez produce un debilitamiento del deseo. Lo que significa que generaciones aparentemente más conscientes y maduras son también más apáticas en la medida en que se saben más, y, al mismo tiempo, no se aumenta en ellas la curiosidad frente al mundo o la historia porque son conscientes de la vacuidad y levedad de cualquier descubrimiento y cualquier novedad. Hay ídolos —Britney, Juan Pablo Montoya—, pero nadie espera demasiado de ellos. Es más, sabemos de la brevedad de su paso hacia el olvido y poco creemos en que haya en ellos un talento admirable y definitivo en el plano general de la historia: ellos son humanitos famosos, no grandes hombres. Y es que ya poco creemos en que la historia misma esté encausada hacia algo y toda nuestra mirada retrospectiva está determinada por un velo de sospecha sobre la legitimidad y autenticidad de cualquier motivo que se pretenda defender como, en sí mismo, noble y justo. No sabemos entonces si hemos “avanzado”, o “retrocedido”. No tenemos un criterio para eso, aunque sabemos muy bien, en cambio, —y no creo que sea una comprensión poco importante— qué es más cómodo, y queremos ponernos todos en ese lado del sofá.


Camilo sin fuego En su primer combate, no tuvo ni siquiera tiempo o agallas para disparar. Cayó mientras trataba de hacerse a su primer fusil. Creemos con Camilo que las oraciones no bastan. Pero seríamos incapaces de arrastrarnos en busca de un fusil para salvar a la patria quitando vidas. Si alguna fe nos queda es en los poderes de la palabra, que apacigua y concilia. Pero habría que salvar primero a la palabra de su desprestigio en política. Jotamario, El Tiempo, agosto 4 de 2004.

El papa mediático Se equivocan Time, The New York Times y The Sun cuando “coronan” a Mark Burnett como el rey de los reality shows, pues el verdadero rey del reciente género de la televisión se llama Karol Wojtyla, mejor conocido como Juan Pablo II. Y la verdad, lo digo con respeto, todo el ceremonial que ha rodeado la muerte del Papa es de lejos el mejor reality show al cual hemos tenido acceso los televidentes del mundo entero. Felipe Zuleta, El Espectador, abril 10 de 2005.

El Papa medieval Pues bien, cuanto de carismático y arrollador pudiera tener la personalidad del Papa desaparecido brilla por su ausencia en lo que de su pensamiento hizo público: se trata de especulaciones doctrinales escolarmente retrógradas, declaradamente opuestas no ya a la Ilustración volteriana sino a toda la modernidad intelectual a partir de Descartes. Un retorno sin complejos, desde luego, pero también sin demasiadas luces al tomismo medieval menos flexible[...] hasta el punto que le hace a uno sospechar que si el propio Santo Tomás de Aquino —que tuvo bastante de rupturista en su día— regresara hoy a la Sorbona sería inmediatamente descalificado por alinearse demasiado en la via modernorum. [...] Fernando Savater, El Pais (España), abril 13 de 2005.

La Biblia del caos Aforismos de Millôr Fernández: –Algo a favor del alcoholismo: nunca vi a cien mil borrachos de un país que quisieran acabar con cien mil borrachos de otro país. –“Aborigen” es la manera peyorativa con que los conquistadores se refieren al dueño de la propiedad. –Marxismo actualizado: “Ya que no podemos hacer nada por los miserables, necesitamos, por lo menos, disminuir la gritería de los contentos”. –A los trece años, con un par de senos nuevos, ella comprendió que su cuerpo ya no cabía en la moral de sus padres. –Finalmente se descubrió para qué sirve un intelectual: para conferir respetabilidad a los culos en las revistas para hombres. El Malpensante, N° 61, marzo 16 - abril 30 de 2005.

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Nicol谩s Vallejo Cano ilustraci贸n de Paola A. Alvaran


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n todo caso me comí el cuento y en menos de lo que duro contándoselo me volé, dejando a la familia creyendo que a la niña se la habían preñado las balas; y ya ve que detrás del melodrama me estrellé con la ciudad, donde las ilusiones se me escurrieron por alcantarillas, como cuando me soñaba en postales de reina, sonriendo pero sin dientes, cazando mariquitas creyendo que eran luciérnagas fluorescentes. Yo que le digo, uno que se va persiguiendo lucecitas para luego resultar de encantadora de serpientes… Así se le va a una el día, desenredando fantasías del cabello. Y así se mata el calendario, desinfectando los quemones que han dejado aquellas temporadas en el infierno… Pero qué va, con este horario de murciélaga enredarse en videos sin pies ni cabeza es moneda corriente y a la final nada sacamos con el cuento ese del huevo o la gallina para saber que no paga alimentarse con mentiras, cuando lo que toca es sacar pecho, así... menear este culito para comer. Y es que algo hay que hacer para ganarse la vida… al fin y al cabo ni que no la hubiéramos ganado al nacer. Entonces llega la noche, el cambalache de escarcha y lentejuela por billetes arrugados y monedas de cincuenta, próceres que salen de sus tumbas para seguir ensuciando iglesias. Y a bailar en las pestañas, así, con elegancia, sobre la pasarela urbana en puntas de pie, como quien dice, a ser la dueña de la noche, la putita hadamadrina, la patrona del andén. A Sonia le gustan de corbata, así como usted, para jugar con la prenda mientras la encueran, para enrollarla alrededor de ese cuello blanco con esta cara de malvada que se muerde los labios hasta que le sangren como en la bandera; y así, delicada y con cautela, oculta por la lámina de calor pegada al vidrio, te voy haciendo el nudito. Primero por detrás, una vuelta hacia adelante, metiendo esta parte hacia adentro por el huequito del frente, jalando la que va atrás para apretar un poco, un poquito nada más hasta que ¡ay!… así… tirar y gritar, jalar y gemir, apretando la corbata así como nos gusta… como si fuera la lengua voraz de un reptil cuyo aliento de mercurio empaña los cristales con el vapor de su baba combustible, con ese sudor venenoso que no perdona, de puta jadeante y cansada de recibir a la ciudad con las patas abiertas, de puta que aprieta y aprieta hasta desempañarte los ojos, hasta mudar de piel y convertirse de nuevo en mujer, hasta que las lágrimas que se derriten por el vidrio dejen entrar el llanto luminoso de la mañana, llenas de ponzoña tus entrañas y rasgado mi útero con la violencia de tu trágico placer. Hasta que el nudo se deshaga en desenlaces, en la presencia inoportuna de un amanecer cualquiera alumbrado por ciegos semáforos en rojo, en esta tierra de nadie que no se cansa de parir hijos como usted, tan bobitos y a la vez tan tiernos, tan inocentemente arrechos, tan huérfanos; tan somnolientos que se quedan dormidos en asientos traseros, arrullados por canciones dulces que son sirenas de ambulancia, perfumes antisépticos, vacunas para inmunizarse contra pesadillas de serpiente que percuden jornadas

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y salpican esperanzas con bandas sonoras de locura, paisajes de naturalezas muertas, de babosas derretidas en un antejardín, de telarañas bajo el brazo y ausencias y apariencias y discos atascados en promesas. Esta noche se traduce en cementerios, en gargantas asfixiadas por cables de telégrafo. En desesperadas anestesias para salvar a la flor del instante que la condena a marchitarse, a manchar el panorama con sus pétalos de sangre. En gramos de olvido para lavar el sabor de la muerte entre los dientes. En bonitas escenografías colmadas de putas mal paridas.




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