Enelmedio 1

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Editor Mauricio González Dirección de Arte María Alejandra Villafranca Producción José Luis Guevara Diagramación Alison Kley

sumario

Gerencia y Publicidad María Paula Bustamante Diana Matallana Colaboradores Pablo Arrieta Ricardo de los Ríos Ximena Bedoya Ana Carolina González María Juliana Duque Impresión Javegraf Decano Académico(e) Decano del Medio Universitario Jürgen Horlbeck B. Director de la Carrera de Comunicación Social José Miguel Pereira Directora del Departamento de Comunicación Maritza Ceballos Dirección del Proyecto Ana María Aragón Esta publicación es realizada por los estudiantes del Campo de Producción Editorial y Multimedial de la Carrera de Comunicación Social de la Javeriana. Colaboraron también estudiantes de la Facultad de Artes de la Javeriana y estudiantes de las Universidades Nacional, Tadeo y Andes.

La televedad Omar Rincón

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La realidad sin horario triple A Mauricio González

Hiperbórea Carmen Gil Vrolijk

Notas al pie para un texto nunca escrito alrededor de los realities Javier Ordóñez

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Miedo y sociedad: los realities como representación de nuestros temores José Luis Guevara

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Rastro de babas Mauricio Gaviria Cómic Manuel Gómez

Pontificia Universidad Javeriana Facultad de Comunicación y Lenguaje Transversal 4 No.42-00 Edificio 67 Piso 6 Bogotá, Colombia Teléfono 320 8320 ext.4584 Fax ext.4576 enelmedio@javeriana.edu.co

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Actualmente en el mundo no existe ningún proyecto capaz de convocar a los hombres e impulsarlos a formar comunidad. La humanidad se quedó sin dios, sin ciencia, sin Estado y sin un reemplazo de ellos capaz de generar una confianza irrestricta en torno a la cual gire la vida individual y coligada. En Colombia, la barbarie y la irracionalidad no han permitido el regreso de lo político como escenario de discusión donde los habitantes definen los límites y el devenir de la nación. La guerra tan sólo ha despertado manifestaciones de desazón que se desvanecen luego de una marcha, la compra de un símbolo o la consigna NO MÁS, luego de los actos ‘desresponsabi­lizadores’, los colombianos regresan a sus preocupaciones particulares, a esas penurias diseminadas incapaces de convocar grandes consensos. La búsqueda de comunidad como fortín para aliviar los miedos superiores a los individuos es hoy un deseo que agudiza el sentimiento de soledad; los hombres confunden cualquier expresión de júbilo con la unidad y anhelan esos espacios para estar con otros. Ante esta necesidad las instituciones escenifican acontecimientos, personajes y sentimientos que movilicen a los ‘ciudadanos’ a compartir soledades. Ejemplos de estas dramatizaciones son las campañas chauvinistas provenientes del Estado, los participantes de los reality shows y el repudio hacia pueblos enteros a causa de las informaciones de los noticieros. ¿Y ante esta encrucijada entre la soledad y la comunidad ficticia, encargada de ahondar la soledad en los marchantes cuando van de regreso a casa, no hay salida? Quizá, la única alternativa posible sea la propuesta por el filósofo italiano Antonio Negri cuando se percata sobre la ausencia de racionalidad en la realidad: “Cada vez se aprende más que, por nuestra parte, el único comportamiento posible es luchar hasta el final en esta situación desesperada, no ya para obtener una justicia imposible, sino para contribuir a romper y transformar esta máquina de opresión”. De esa inquietud nace esta publicación que usted tiene entre sus manos, es el resultado de la impotencia ante el enfoque instrumental de los medios, ante la desaparición de la comunicación como derecho y ante la ausencia de medios interlocutores de los conglomerados. Enelmedio pretende ser la válvula de escape para las conversaciones académicas, refugio de las conversaciones acaloradas en los pasillos y cafeterías de las universidades, y encuentro de nuevas voces, que confíen en un trabajo honesto, sin pretensiones y con errores que esperamos corregir con su presencia aquí, Enelmedio.


贸mar rinc贸n

orincon@javeriana.edu.co

ilustraciones de catalina linero


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os realities están aquí y han llegado para quedarse. El debate que generan es amplio, caliente e intenso. Sin embargo, muy a la colombiana los debates se hacen más por las formas y los procedimientos (así la pasamos tres años en el gobierno Pastrana y su zona de distensión, nunca superamos la discusión de los procedimientos) que sobre los rostros, conceptos y referentes de sujeto, colectivo y nación que intervienen en la construcción de este fascinante espectáculo de la vida. Para asumir lo que hay en estos programas hay por lo menos cuatro estrategias de comprensión: lo reality como pretexto para develar morales privadas, como formato de televisión entretenimiento, como práctica socio-política de control y como una cara de la democracia. Lo reality es una extensión de la sociedad de la vigilancia y el control Lo reality se convierte en un modo de producir conocimiento y control político en nuestra sociedad mediática y del entretenimiento. Todos queremos ser Dios, verlo todo, vigilar a todos y mirar en la vida íntima del otro. Dicen que Dios realizó el primer reality cuando expulsó a Eva del paraíso; otros dicen, que el antecedente está en Platón y su mundo de apariencias; muchos se refieren a George Orwell y la sociedad del control descrita en su novela 1984; lo más seguro, es que es una reactualización del panóptico de Foucault o de esa sociedad de la vigilancia y el control cada día es efectiva ya que las cámaras nos vigilan en todas partes. En este sentido, el reality actualiza en la pantalla televisiva esa sociedad de la vigilancia y el control pero con un gran truco, nos hace creer a todos los televidentes que somos Dios, que lo vemos todo y lo decidimos todo. ¿Seremos el ojo colectivo que todo lo ve? No, sólo disfrutamos un momentáneo sentimiento de divinidad ejercido sobre unos pobres hambrientos de fama fácil, al vigilar y castigar esa carrera desaforada por la superficialidad y la banalidad. El reality es un formato de televisión de alto impacto Al reality sólo es posible imaginarlo como modo televisivo gracias al directo, la mezcla de géneros y la vinculación masiva de audiencias. Se discute sobre lo real y la ficción, cuando se sabe que hoy lo real es lo entretenido y lo verdadero es

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lo ve­rosímil. En cuanto formato de televisión debe ser comprendido en sus especificidades como negocio que produce entretenimiento, pauta publicitaria, merchandising y conversación pública de manera efectiva y rápida; como realización audiovisual, los realities graban el human planet en sus modos de convivir y se construye una manipulación narrativa en la edición siguiendo estrategias dramatúrgicas del concurso, el melodrama, el documental, el noticiero y el videoclip; a las audiencias estos programas las interpelan masivamente, ellos y ellas convierten los programas en eventos de su vida diaria, y aunque critican su lenguaje, la glorificación que se hace de la agresión, la deslealtad y las malas costumbres, lo ven emocionados y se identifican con los sufrimientos de esos seres de verdad que viven de ficción. Simple, ¡el reality es sólo otro formato industrial de televisión efectiva! Los realities son pretextos para hablar de la sociedad

La televisión es un excelente pretexto para conversar y debatir temas de interés nacional: los valores que nos definen, la sexualidad irresponsable, nues­­tras prácticas de convivencia, el estilo de sociedad que estamos construyendo, nuestra moral arribista. En este contexto, son una gran oportunidad para hablar de lo importante para una sociedad. Los realities elevan preguntas éticas sobre una sociedad que ha convertido a la pantalla en diploma universitario, que celebra como norma la ‘nueva era’ de no pensar y las buenas energías, que activa la fama como sinónimo de éxito. Los realities son espejo cultural en el cual una nación puede reflexionar sobre sus formas de devenir colectivo, individuo, sociedad. Para hacer esta reflexión, aparecen en escena diversas posturas morales que develan más sobre los individuos que emiten juicios sobre los realities. Los intelectuales como Antonio Caballero y Óscar Collazos salen a demostrar cómo son de inteligentes al criticar la falta de intelecto de los televidentes; escritores como Jorge Franco y columnistas como María Elvira Samper aparecen como adalides del buen gusto; las morales conservadoras como la del comisionado Bustos y los rectores de colegio exponen que


la tele debe ser formativa sin pensar ni reflexionar en qué y cómo están promoviendo una sociedad más responsable desde la educación formal y la Comisión de Televisión. En conclusión, se habla poco de los realities, estos programas son sólo un pretexto para exponer las posiciones morales que cada uno tiene; estos debates dicen más sobre las morales de la sociedad que sobre el propio medio. ¡Por sus opiniones los conoceréis! Reality-democracia El formato reality actualiza tres tendencias propias de la democracia: privilegia la convivencia de las diversidades, la convivencia se construye con base en normas colectivamente aceptadas y la gente puede participar en la toma de decisiones de la comunidad ficticia. El reality es una imagen tan verosímil de la democracia, que nuestro sistema político se ha reducido a ser un concurso en el cual los gobernantes son elegidos y los indeseables eliminados. En este sentido, el reality sí es un excelente espejo de nuestra democracia, porque nos documenta como una sociedad que actúa con base en criterios emocionales de momento y que se hace colectivo mediante la eliminación de la diferencia, del que no nos gusta, del que piensa diferente. Sin embargo, la democracia debería ser más que un instantáneo estado emocional, ojalá supiéramos tanto de democracia como de realities, ojalá algún día la democracia deje de ser un reality y se convierta en un ethos y un estilo de vida asumido por todos. El día que sepamos tanto de democracia como de realities ganaremos como sociedad, el día que seamos tan parti­c ipativos, críticos, activos y decisores con la democracia como lo somos con los realities, nuestra nación será autén­ ticamente democrática. Por ahora, debemos contentarnos con una democracia de ficción representada en un presidente que se cree el Gran Hermano, quien todo lo ve y lo sabe, pero que al final sólo es otro Protagonista de novela, otra estrella televisiva que parece presidente, lo cual no significa que gobierne. Uribe es así, no es así por culpa del reality, o ¿sí? Lo patético es, pa­rafra­seando al maestro Jesús Martín-Barbero, que cabe más país en los realities que en los noticieros de televisión.

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mauricio gonzรกlez filmago2003@yahoo.ar

ilustraciones fernando guillot


Yo perdí aquel anillo de esmeraldas que tantas cosas me recordaba. No era cosa viviente, por supuesto, y por tanto no volverá a nacer. Sin embargo, la pérdida de algo es significativa, y yo creo que la pérdida es la fuente necesaria de una nueva manifestación. Alguna noche puede que vea aparecer mi anillo de esmeraldas como una estrella verde en algún punto del cielo. Yukio Mishima, Nieve de primavera

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as utopías colectivas han llegado a su punto cero, las empresas iniciadas por los hombres son cada vez más fugaces y el entusiasmo de unos pocos se opaca cuando encuentran en el mundo escasas razones para depositar toda su confianza en un proyecto único. La búsqueda de la trascendencia o el encuentro con la verdad, guías del espíritu Occidental, han cedido terreno a la incertidumbre constructora de individuos solitarios. Una revolución filosófica ha vaciado los entes de la esencia, oponiendo a la metafísica una lógica del antagonismo, del conflicto de fuerzas y de las relaciones de poder. Esta “irreversible revolución”, como la llama el filósofo italiano Antonio Negri, pone en entredicho la relación entre realidad y verdad; al no existir una esencia oculta en los entes, los hombres desechan la posibilidad de dedicar su vida a buscar algo detrás de las apariencias. De lo anterior, se puede afirmar que la búsqueda de la verdad no ha sido más que una dramatización de las relaciones de saber y poder; la verdad de la religión, la filosofía y la ciencia, se había luchado con anterioridad en la palestra de lo simbólico, para luego sí ser envestida con la certidumbre. Así pues, la configuración de la verdad haría parte de un proceso político iniciado con relaciones de poder entre individuos, que pasa luego a la definición de unas prácticas sociales rectoras —dictadas por el vencedor de la contienda—, y por último, se convierte en una máquina similar a la que Nietzsche define en la Genealogía de la moral como “esa especie de fábrica gigantesca, de enorme factoría en la que se produce el ideal”1. Hoy la humanidad es testigo del resquebrajamiento de una máquina. Desde la distancia, los hombres pueden ver los sitios en los que se han formado las verdades que los rigen, los tipos de saber y el ideal de sujeto producto de esta factoría. Con las huellas del pasado todavía dentro, los hombres de la sociedad sin ideología ni utopía ven una máquina caracterizada por la centralidad en la comunicación; allí donde los medios eran mediadores, con el paso del tiempo se han vuelto recreadores y refuerzo del ideal. Hace unos años, los mass media entraron en el escenario simbólico dando a los hombres la posibilidad de hacer públicos sus intereses privados, pero a cambio exigieron de ellos la confianza para manejar la verdad y el deseo. Posterior a este proceso, vino una serie de juegos de lenguaje, con traslados provenientes de escenarios donde la verdad era reconocida, para crear una

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estrategia de legitimidad. Así, aparecieron en el lenguaje mediático palabras como credibilidad, objetividad y veracidad. Sin embargo, desde que los grupos económicos y el Estado entraron a disputarse el control de los medios de comunicación masivos, los criterios de certidumbre quedaron relegados a la publicidad de las cadenas noticiosas. La televisión para entretener se robó el show y los informativos, en su afán por lograr más audiencia, adoptaron el modelo dictado por la espectacularidad y la publicidad. Hoy se asiste a la pérdida de credibilidad en los medios. Es común que la academia emita expresiones como “los medios nos engañan”. Los hombres producto de la factoría en ruinas ven crecer el poder mediático cuando se crean guerras en los noticieros, presidentes ganadores de antemano en las encuestas y explosiones de júbilo o desazón sincronizados, producto de un triunfo de la selección nacional, una victoria de un protagonista de novela o un escándalo en la vida privada de un político. Los realities: el cruce de dos fenómenos A pesar de la conciencia que se tiene sobre la falta de credibilidad en los medios, los hombres son cazadores de los bienes ofrecidos por estas industrias del entretenimiento; las instituciones sociales y los grupos económicos han ‘marketizado’ la familia transparente, la relación de pareja, la compulsión consumista y la calidad de vida sólo posible para unos pocos. Los hombres trabajan para alcanzar sus deseos que en realidad han sido creados, son instados a abandonar viejas costumbres y adoptar nuevas, las cuales tienen un alto grado de incertidumbre ¿Y para qué? Para que de inmediato se devalúen y sean obligados de nuevo a abandonarlas. La incertidumbre se ha tomado la existencia de los hombres. Contraria a la posición de muchos teóricos, hay abundancia de líneas orientadoras


y de consejeros reclamando un poco de confianza, quizás el problema no se encuentre en la ausencia de opciones sino en que ya no hay seguridad en la durabilidad de ellas o como diría Zygmunt Bauman “ya no parece razonable invertir nuestra confianza irrestricta en cualquier regla o línea de orientación, dado que tarde o temprano resultará desastrosa debido a la evidente volatilidad endémica que parece aquejar a todas ellas”.2 La actitud para enfrentar esta incertidumbre es la del camaleón, y los actores que han cumplido con mayor acierto este rol son los sistemas económicos y los medios de comunicación. Estos últimos han reconstruido sus formatos para ser de nuevo generadores de deseo, renovaron sus juegos del lenguaje y ahora ofrecen una cercanía a la realidad, sin libretos, a través del directo. A esta capacidad camaleónica, se añade otra transformación social evidenciada por el declive de la política en el espacio de lo público, para permitir en su reemplazo la entrada de la vida íntima, y romper así con el tabú de no revelar las experiencias privadas. En la televisión este fenómeno tuvo su origen en Francia en 1983, cuando una pareja afirmó frente a las cámaras que tenía problemas sexuales3. Este acto despertó la pasión por los conocidos talk shows y a su vez redefinió lo público como lugar de publicidad. La unión del directo con el talk show, puede ser uno de los orígenes de los realities que por estos días cautivan la atención de la gente. El directo garantiza la transparencia de la realidad, así como la sensación de inmediatez, garante hoy de verdad; por su parte, el espacio abierto por los talk shows impide el escándalo capaz de ocasionar la suspensión de los programas, ya que algunas emociones han tenido aprobación pública. Además, el público guiña un ojo con complicidad al reconocer su intimidad en la pantalla, o por lo menos al ver en un gran hermano o un protagonista de novela lo que hubiera querido ser. Incluso la narrativa de ficción se ha visto seducida por este fenómeno y ha intentado ridiculizarlo en melodramas como Pecados capitales o El auténtico Rodrigo Leal. Estos sólo demuestran el impacto de este formato televisivo, el deseo por ser visto, la ambición por un éxito inalcanzable y el culto a la moralidad ad hoc tan arraigada en Colombia. Los reality shows son el nuevo mundo de las ideas. No representan la realidad porque en ninguna ‘casa estudio’ se refleja el miedo al desplazamiento o al desempleo, este no es el ejercicio de mostrar un país, sin embargo, es tan real que en el espíritu de los hombres ocupa un horario triple A, capaz de animar la realidad para que imite la ficción. 1 2

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Foucault, Michel, La verdad y las formas jurídicas, Barcelona, Gedisa, 1992. Bauman, Zygmunt, En busca de la política, México, Fondo de Cultura Económica, 2002, p. 29. Ibídem, p. 72-73.

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nadie tiene mirada, todos la hemos perdido en una fotografía. Estamos congelados en el tiempo y en el espacio, sin embargo nos movemos tanto, tanto que sólo

Acabas de ingresar a Hiperbórea; el planeta de cristal, de mares de lágrimas, de montañas, de espejos… aquí


no olvides nunca que el hielo quema y que el cristal se puede romper con la mirada. Aquí amamos a las máquinas, llámalo tecnofilia si quieres, pero ellas son tal vez

después de mucho tiempo lo lograrás percibir. Unos estamos congelados entre hielo, otros entre cristal...


Fragmento de Hiperbórea o La Casa de Muñecas, por Carmen Gil Vrolijk. Hiperbórea es un proyecto que integra instalación, vestuario, fotografía y multimedia, se las únicas que no nos abandonan... llámalo aislamiento, a veces es mejor así por eso vivimos tras cristales.


presentó en el Centro Wiedemann de Cultura Contemporánea la noche del 31 de octubre del año 1996.


javier ordóùez

javier_o_a_@hotmail.com

ilustraciones de roland melĂŠndez


Puestos en la tarea de encontrar precursores en el arte de la moda de los realities, sin duda Sophie Calle saldría triunfante a la palestra. Parisina, heterodoxa dentro del mismo arte, realizó ‘obras de arte’ con aquello que tenía más a la mano: su vida. Exploró su cotidianidad, sus deseos, sus obsesiones, incluso sus terrores, con la invencible confianza de estar rodeada de amigos imaginarios en ciudades imaginarias. Una de sus primeras ‘investigaciones filosóficas’ consistió en invitar a personas que encontraba en la calle a dormir en su cama; su propósito era verlos dormir, si sonreían, si hablaban, tomarles fotos, establecer un contacto neutro con ellos a través de sus imágenes de durmientes, compartir —por 8 horas con cada uno— la intimidad de su sueño; lo hizo en 1979, casi 20 años antes de la plaga televisiva. Otra vez, cuando regresó a Francia, tras siete años de ausencia y sin tener adónde ir, decidió seguir a personas desconocidas con el fin de que decidieran su itinerario. En otra ocasión invirtió los papeles: invitada a hacer parte de una exposición de autorretratos, hizo que un detective privado la siguiera para que diera cuenta del uso de su tiempo e hiciera un registro fotográfico. En resumen, Calle desde hace ya más de 20 años le sigue la pista a esas sensaciones que resultan de ser observado y de observar, y amplifica y da resonancias inesperadas a nuestras nociones —más inquietantes ahora que nunca— de intimidad. Hace poco en el periódico, leí a un reputado columnista de televisión que defendía todas las palabras “importadas” por los medios masivos con el pobre argumento de que no habían expresiones en español que sugirieran exactamente lo mismo. Creo que traducir mass media, talk show, realities, no es asunto de poesía. La traducción de algo concreto —en este caso el formato de un programa de televisión— es sólo cuestión del consenso que se deriva de la costumbre; siempre hay equivalentes en cada lengua, y sólo hay que

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procurar encontrar la expresión “ correcta”. Llamar a los realities “televisión real” o “televisión de la realidad” o de cualquier otra forma, es un problema de pura costumbre, no hay matices que se pierdan porque el objeto que designan no va a cambiar. Si terminamos denominándolos como los denominamos ahora, sería quizá una manifestación de nuestra dependencia cultural, y, por qué no, el fracaso de la democracia en un mundo manejado por publicistas, descuidados periodistas y modelos. Nos podemos a­p ro­ ximar inagotablemente, desde los trabajos de So­­­phie Calle, a la pregunta sobre el significado de los rea­lities. Esto es posible gracias a que sus indagaciones nos brindan una medida de respeto, inteligencia y significativa espontaneidad, de los que tanto carecen aquellos programas. Una de sus ‘obras’ consistió en trabajar en la limpieza de cuartos en un hotel de Venecia y llevar un diario en el que registraba minuciosamente los objetos que dejaban a su paso, cada día, los huéspedes. Sus anotaciones (de lacónica precisión) sugieren innumerables y diminutas historias, con las que urdía la sensación de encontrarse en un sitio que no era suyo. Seguramente encontraba (con su inteligencia y sensibilidad), entre las cosas que los pasajeros desperdigaban en su personal desorden, otras que ella nunca había perdido y que ahora le pertenecían. Cf. Steiner, George. “La distribución del discurso” en Sobre la dificultad y otros ensayos, Fondo de Cultura Económica, México, 2001.


Colateralmente, el hecho de que la polución de los realities haya reemplazado las fingidas lágrimas, los triángulos trágicos y las irremediables pasiones de las telenovelas o culebrones, nos conduce a hacernos la pregunta sobre la confianza misma que, desde siempre, hemos depositado en el seudo-arte de la televisión. Dicho de otra forma: el éxito de los realities, acaso, ¿no corresponde indirectamente a la pérdida de la facultad de entretenernos —ya ni siquiera aprender, alimentarnos— con la ficción? No sabemos si sea pasajera esta invasión, es decir, no sabemos si sea excesiva la pregunta, pero, dado el caso de que no, ¿qué significaría haber derrumbado el refugio y el amparo que nos habían brindado desde siempre nuestras invenciones? ¿Acaso el arte y sus productos subsidiarios como las ficciones televisivas son el opio del pueblo que es necesario combatir? “¿Quizá nuestros ojos no son más que una película fotográfica virgen, que nos retiran al morir, para revelarla en otra parte y proyectarla como biografía en la pantalla de un cine infernal, o expedirla como microfilm hacia el vacío sideral?” (Jean Baudrillard, Cool Memories). Frente a la pantalla del televisor, en la franja de más alta audiencia, vislumbro, cada vez con más nitidez, el enigmático rostro de una sirena. No canta espléndidamente. Tampoco me subyuga con su silencio. Dejo que pase el tiempo para que se me muestre mejor. Parece defendida por un espejo turbio. Parece que habla, pero no con nadie sino consigo misma. Comienzo a encontrar detalles en su rostro, un poco menos salvaje la bruma marina. Me sorprendo, contrariado, porque sospecho que imita los gestos con los que la miro. Imita mis gestos, mi rostro demacrado, la forma como la miro, mis pensamientos. He perdido la noción del tiempo, y ya no sé quién se anticipa a quién, atrapados por la telaraña que ha tejido la muerte. Visítanos en www.javeriana.edu.co/Facultades/comunicacion_lenguaje/digitario/digitario.htm

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josĂŠ luis guevara joluguesa@hotmail.com

ilustraciones de diego muĂąoz

los realities como representaciĂłn de nuestros temores


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l miedo ha sido un sentimiento imperecedero en Occidente, sin embargo, su presencia ha adquirido formas y facciones distintas dependiendo del grupo social donde se encuentre. Es un sentir mutante, que se interrelaciona con la cultura, la muerte y la sociedad. Los hombres para protegerse de él y de sus encarnaciones han creado mecanismos de seguridad, que van desde cambiar de acera cuando alguna persona ‘sospechosa’ se acerca, hasta fortificar ciudades enteras como sucedió en la Edad Media. Por eso hablar del miedo es entrar a lugares donde una sociedad reconoce sus debilidades, sus enemigos, fracasos y temores. En la sociedad colombiana los miedos pueden ser reconocidos en los medios de comunicación. En los noticieros, por ejemplo, se evidencia un conjunto de temores hacia distintos actores de la realidad nacional, de igual forma, los melodramas dan cuenta de los miedos hacia la soledad, el desamor, la falta de dinero y el engaño, entre otros. De acuerdo con lo anterior, es posible entender lo reality como un documento donde los miedos se hacen visibles, es una oportunidad para analizar nuestra sociedad mediante su producción cultural. El inevitable camino al fracaso En muchos de los realities realizados en Colombia durante los dos últimos años, la estructura narrativa ha estado basada en la formulación de una contienda con varias competencias, donde el perdedor se convierte en un candidato a abandonar el concurso. El programa es una competencia donde supuestamente el ganador es el personaje con más habilidades, aunque en realidad la victoria dependa del apoyo de sus compañeros y del ‘país’. En este camino hacia el triunfo individual, muchos son los perdedores debido a los grados de exigencia que impone la audiencia. El precio de habitar la pantalla del televisor no se alcanza a percibir cuando se oprime el encendido, sino cuando se ven los señalamientos realizados sobre la humanidad de los participantes. Pero para todos los competidores ninguno pierde, todos ganan experiencia, madurez, unos kilos menos, contratos y dinero; según ellos la televisión no puede ser el lugar donde se pierden los valores, la humanidad y la dignidad, es el escenario donde se crece personalmente. No está permitido hablar de fracaso ni de error; la comunidad de los realities es una ‘secta’ cuyos principios están erigidos sobre el triunfo, la victoria y el éxito. Según lo anterior, la primera causa del desasosiego sería el miedo al fracaso. Los realities, entonces, son una representación de la imagen recalcada del éxito en la farándula, de la moralidad excluyente, de la belleza y el dinero, pero no puede haber nada más terrible y escalofriante que una sociedad gobernada por esos parámetros imposibles de seguir. Para los concursantes la consecuencia de su adhesión es el inevitable camino al fracaso.

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La dominación de los espacios

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Al analizar el espacio donde se llevan a cabo estos shows, se devela la ausencia de una comunidad porque todos los participantes asumen el mismo rol. Su misión dentro del grupo es la misma, ganar sobre los demás, aplastar a la competencia, igual que las leyes del mercado, el éxito es el objetivo primordial. Nuestras agrupaciones sociales han logrado sobrevivir porque dentro de ellas existen funciones determinadas para cada uno de sus integrantes. Ante la carencia de esos papeles específicos es de esperar la multiplicación de los conflictos, las riñas y las peleas. Pero la contienda en el reality nunca llega a tragedia, los límites los impone el espectáculo y, de la misma forma que en el espacio real de la ciudad, la violencia es controlada y restringida; hay lugares para desahogarse: el estadio, los conciertos y los bares, y hay sitios donde se debe mantener la compostura: el trabajo, la escuela y la universidad. Los habitantes de la sociedad colombiana se encuentran controlados por la dominación social y cultural de los espacios; detrás de una tensa calma, se esconde una situación de estrés constante donde cualquier palabra puede ser el detonante de hechos inesperados. Pensar en el segundo miedo de los realities se puede resumir en frases como: “hay momentos y lugares para todo” o “estás en el lugar equivocado”. Este es el temor a salirse del engranaje, de la norma y del sistema. El miedo al Otro Son muchas las ocasiones en las cuales el miedo al Otro se ha expresado en Occidente. La más reciente de todas ellas: la caída de la torres gemelas, expresa el miedo hacia una cultura que posee valores, costumbres y pensamientos distintos. Oriente se presenta como la antítesis de Occidente, reforzando en este


conflicto no sólo las posiciones culturales de diferencia sino también las identidades. Es así, por oposición y reflejo, como se van tallando las figuras culturales de cada civilización y sociedad. En el caso de los individuos los conflictos funcionan de una forma similar. El miedo a lo diferente se expresa cuando se encuentra en la exclusión y en la negación una vía válida para enfrentar los temores que el Otro nos produce. En este sentido, se reproduce la brecha social existente en sociedades como la colombiana y la posibilidad de reconocimiento de la diferencia se queda sin espacio en el escenario público. Dentro de esta lógica se pueden entender ciertas dinámicas dentro de los realities como son las ‘salidas’ y las ‘nominaciones’; en ellas además de encontrar a la exclusión encarnada en expulsión, entra a figurar el factor de la competencia. Este elemento aumenta las distancias entre las personas, deja a un lado la posibilidad de comenzar un diálogo y un proceso de entendimiento. El Otro se convierte en el obstáculo para lograr mis metas y proyectos; su presencia es no deseada y su conocimiento es negado y superficial. En este contexto un acercamiento al Otro resulta difícil, valores como la amistad se ven reducidos al precio de los favores y necesidades cumplidos, dejando a un lado el proceso de conocimiento de la otra persona y por consiguiente su reconocimiento. Es triste pensar en los miedos representados en los realities debido a que estos temores están dentro de una parte de la sociedad cuyo aislamiento de las problemáticas y situaciones nacionales es muy amplio. En este sentido pensar que los miedos televisados por estos programas representan a una sociedad entera es entrar en una falacia, al contrario, sólo podemos entender a estos programas desde su momento de producción, es decir, desde la pequeña capa adinerada de la sociedad colombiana.

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mauricio gaviria

gaviriamauricio@hotmail.com

ilustraciones de diego mu単oz


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sta mañana, camino a la universidad en bus, leí un graffiti: te quiero Vagina. Sólo hasta la tarde, de vuelta a casa, me di cuenta de que había cometido un error pasajero: el graffiti, visto con más dete­ nimiento, decía: Te quiero Virginia. Cansado, porque es ya el segundo día de universidad, preferí no pensar en las turbulencias de mi sexualidad que un psicoanalista podría descubrir a partir de aquel desliz. Sin embargo, el episodio me provocó una risa interior que, en una fracción de pensamiento, se transformó en una solitaria carcajada. Recordé una falta —en ese entonces crimen— cometida hace años. El protagonista soy yo, pero la culpa toda de ella: una niña con una cola inmensa que se llamaba Virginia. Ahora me acuerdo de las circunstancias en que todo sucedió. Con ello no busco justificarme; es más, yo de mí, evitaría revivir esos tiempos en que no tenía pies ni tierra donde ponerlos. Fue la época en la cual vestí por inercia la camiseta del ejemplar púber, el momento de la vida en el que sin darme cuenta y sin poderlo evitar me empezaron a salir, además de todo, pelos en la lengua. Eran ya las primeras fiestas, daba personalidad tener apodo, era importante tener botas texanas “de mi talla nunca hubo”, el baile era un método tan necesario como el cigarrillo, la amistad se pactaba en una ‘vaca’ para el trago, las niñas se reconocían por el aliento de sus chicles o por el perfume que le robaban en tres splashes a la hermana mayor. Estaban los besos, las peleas. Llegar de últimos o de primeros porque había otras fiestas, otros amigos. Eso daba de qué hablar. Atravesando esa edad borrosa nadie sabía cómo enfrentar el molino de las relaciones sociales; la moda era otra carga además del colegio, nadie sabía qué hacer con las manos, si esconderlas en los bolsillos o copiar la manía de peinarse el mechón cada cinco segundos, todo comentario era un rastro de babas repetido. Lo malo, o lo bueno, eran las ganas mal guardadas de mostrarnos unos a otros, esas ansias por buscar la independencia del cuerpo y la palabra que llegaba tristemente siempre adulterada por los efectos del alcohol. Y así se cometían distintos tipos de delitos: niñas besando más de un feo por fiesta, accediendo a fumar tres cigarrillos al tiempo para satisfacer el morbo de algún idiota o generando, inconscientes de su salvaje talento para el arte del chisme, peleas callejeras entre muchachos que se castigaban con puños, puntazos de texanas o hebillas de cinturón. Los tipos, por otro lado, nos ‘encaletábamos’ la ropa interior de la hermana modelo del amigo o nos robábamos de un bar sin vigilancia un vino para beberlo a pico de botella, sin imaginar que su contenido nos doblaba en madurez. Lo que me sucedió aquella noche fue un pellizco de confusión. Estábamos en la casa de Virginia. Ella tenía que hacer fiesta porque era viernes o sábado por la noche y sus papás estaban de viaje. Todo había sido planeado por ella y sus amigas y ejecutado con el patrocinio de Nefertiti, la empleada

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alcahueta de toda la vida. Yo sabía que estaba invitado porque sí y allá llegué bien vestido, intentando ser el modelo a escala del prototipo Girbaud. La mesa del comedor había sido privada de sus asientos y sobre ella estaba dispuesto un buffet de chitos, tostacos y besitos. El vodka parecía nunca acabarse gracias a un jugo de naranja postizo con el que Nefertitti hacía rendir cada vaso. En la sala habían mandado instalar una miniteca con todas su parafernalia: música house, luces pastel, un strover que robotizaba cada movimiento, bola giratoria de espejos y una de esas máquinas de humo artificial con un aterrador olor semejante a una pócima de incienso y ambientador de baño. Por supuesto nadie bailaba, contra una pared estaba todo el grupo de niñas que yo y mi entonces grupo de amigos calificábamos con adjetivos que poco o nada decían: buenas, ricas, lindas. Para ellas seguramente no éramos más que un rebaño de potenciales borrachos de diferente especie: solapado, coqueto, agresivo, depresivo, romántico, político o suicida. A mí me atraía particularmente Virginia. Creo que se debía, por encima de todo, a las curvas traseras de sus jeans. Me tenía enamorado hasta el punto en que ya comenzaba a imaginarme cada momento de mi existencia a su lado. Ella era la meta de mi noche, tenía que acercármele, lograr por lo menos que me diera su teléfono para llamarla el viernes siguiente e invitarla a un helado o a lo que eso quisiera decir. Entonces me serví un generoso vaso con vodka puro, me aseguré de tener la cremallera arriba y fui a buscarla. Rompí el hielo con maestría: en vez de la hora le pregunté si tenía chicles. Le pareció extraño, mi prioridad claramente era el vodka, pero yo le dije, con un rastro de babas repetido, que me gustaba el vodka con chicle. Del bolsillito de su chaqueta de muñeca sacó dos, uno de fresa y otro de patilla. Me preguntó cuál quería. El que tú me quieras dar. Y así las cosas, todo siguió fluyendo paralelamente a los tragos que Nefertiti me ofrecía con complicidad. Dos horas más tarde, Virginia me dejaba explotarle las bombas color media velada caqui producto de todos los chicles que le habían ido regalando. A mí ya se me habían aflojado la lengua y el cuerpo lo sufi­ciente como para sentirme capaz de acercármele un poco más. Y sin importar lo que mis piernas pensaran, di el paso, la invité a bailar advirtiéndole que no era muy bueno para eso. Durante toda la ronda musical mantuve el chicle debajo de la lengua porque hombre precavido, y me enamoré más y en silencio de su olor, de su cuello, de mis manos en sus caderas. Ella alabó mi forma de bailar, yo


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estaba muy concentrado en su calor y solo atiné a decirle que me fascinaba Jerry Rivera porque además de sus canciones él sí baila bien. No me daba cuenta pero me estaba precipitando a la embriaguez. Cada canción requería unos cincuenta giros sobre mi propio eje, sería necesario hacer la multiplicación de cinco merengues y tres salsas para comprender mejor lo que siguió. Empecé a sentirme en un laberinto de espejos deformes, el piso giraba cómplice de la gravedad que se burlaba de mí, la manzana de Adán me oprimía como la conciencia a Caín, el vaho de fiesta me asfixiaba. Estaba totalmente borracho, no podía responsabilizarme de mí, y lo peor: ya era móvil potencial de delito. Del mundo de los sobrios llegó a Virginia la noticia de que se estaba armando una pelea porque a Rugeles le había dado por gritarle groserías a un pandillero de conjunto cerrado. Ella se alejó de mí sin pensarlo dos veces, sin decirme “ya vengo” ni nada. Bueno y malo, porque para ese momento yo había dejado de pensar en el coqueteo, en el imán de su cuerpo, en su cadera y mis manos, en su cola y mis dedos, en su cara y sólo sus labios y en la forma de preguntarle qué iba a hacer el viernes después del colegio. La meta había cambiado, ahora lo único que importaba era mi bienestar físico; me entregué a los brazos acolchonados de un sofá que me acogió sin importarle lo que estuviera pasando afuera. Caí dormido con la boca abierta. Si la inconciencia se dejara conocer, esa habría sido nuestra noche.


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Tuve que ayudarme con los dedos para despegarme los párpados. Todo era distinto, la luz que alumbraba era doméstica, no se escuchaba música ni algarabía, sólo el cuchicheo del grupo de amigas de la anfitriona. Habían planeado todo menos la forma de llegar a sus casas, y mientras aparecía una solución, hablaban del pobre Rugeles y de la cicatriz que iba a marcar sus gritos de independencia. Me di cuenta de que, después de todo, había logrado crear un vínculo con Virginia, ella estaba sentada a mi lado sobre el mismo sofá donde caí boquiabierto y me ofrecía un insinuante vaso de agua. Con voz de beso intentó que me aprendiera su número telefónico, pero yo convertí todo en juego debido a la prolongada desconexión de mis neuronas. Entonces sus amigas interrumpieron rebuznantes de astucia: “porqué no pedimos un taxi los cinco” A Virginia le pareció bien y me preguntó si yo estaba de acuerdo con la idea de que las dejara a todas en sus casas antes de ir a la mía. En letra pegada le respondí “sí, no hay problema. Y que gracias” Yo me alcancé a sentir recompensado sin merecerlo y supe que, en mi estado, las cosas habrían podido ser mucho peores. Al fin y al cabo, era muy bueno eso de la confianza depositada, de la responsabilidad de la llegada a casa. Mi embriaguez no había llevado a ningún delito sino a un azar que me convertía en el fundador de una religión sin ánimo de lucro: el Borracho Especial. Ahora Virginia nos iba a pedir un taxi y se incorporó de espaldas a mí para llamar a uno de esos teléfonos a domicilio que casi se pueden inventar. Me bebí el vaso de agua en un suspiro porque mientras ella marcaba el número en ángulo recto, yo contemplaba en palco y a una cuarta de distancia su mejor vértice. Ya los vodkas se habían desvanecido lo suficiente como para que mis ojos pudieran enfocar claramente, en la convexidad del bolsillo trasero de sus jeans, lo que parecía ser el cadáver del chicle rosado que nos había servido de cupido, el mismo que había perdido en la incon­ciencia. Y eso no lo podía permitir, era como encontrar un pelo en un plato exquisito, tenía que quitarlo. Confiado de la cercanía concedida durante la noche, hice


de mi mano una pinza ‘atrapachicles’ y con un certero pellizco removí aquel pegote rebelde. Pero fui malinterpretado. El pellizco de cola era catalogado como la depravación más descarada que podía cometer cualquiera. Virginia se dio vuelta con un gesto de rabia e indignación que no hubiera podido ser fingido. Un coro de reproches proveniente de las cuatro ‘mensas’ reforzó mi ‘arrugamiento’. Ninguna se dio cuenta de mi buena intención, nadie creyó nunca mi versión; el antes bendito chicle que no pude sostener bajo la lengua se debió haber fundido en el tapete, jamás encontré evidencia que le diera una segunda oportunidad a mi testimonio. Nadie en mi defensa, ningún amigo al rescate en carcajada solidaria. Estaba perdido, había cometido el peor de los pecados y ni siquiera lo disfruté. El desenlace es un madrazo de Nefertiti, un portazo que me machucó la honra y un taxi para mí solo tomado en el frío de la calle. Morboso, irrespetuoso, borracho solapado; nada de cordial ni servicial. O “especial”, como me habría bautizado la justicia. Al lunes siguiente tenía más raiting que la expulsión de Rugeles. Fui estigmatizado con el apodo de pillín, sobrenombre que aun después de una década sigue vigente. Hoy día el pellizco tiene una connotación afectiva, es como un piropo bonito que hace sonrojar. No me culpo por haber bebido sin saber de traiciones ni por haberme concedido una confianza desesperadamente anhelada. Todos errores pasajeros. Me culpo por no haber sudado mi propia camiseta hasta el final. Por no haber tenido la valentía, en algún momento de aquella horrible pero necesaria ronda musical, de aferrarme a su cola con la arrogancia de un enamorado sincero y sin tráfico y en una sola dirección, mirándola fijamente a los ojos, decirle con pasión: Te quiero, Virginia.

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