BOCA DE SAPO Nº5

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La violencia de la ilusión

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La tensión entre lo occidental y las pluralidades identitarias ha alcanzado en los últimos tiempos picos de violencia extraordinaria. El Premio Nobel en Economía, Amartya Sen, analiza aquí ese proceso a la luz de las deudas materiales y simbólicas dejadas por los Imperios Coloniales. por AMARTYA SEN

Amartya Sen (India, 1933) Recibió el Premio Nobel de Economía en 1998 por su trabajo en el campo de la matemática económica. Su obra más conocida es Pobreza y hambruna: un ensayo sobre el derecho y la privación, de 1981, en la que demostró que el hambre no es consecuencia de la falta de alimentos, sino de las desigualdades en los mecanismos de distribución. Los fragmentos aquí reproducidos pertenecen al libro Identidad y violencia. La ilusión del destino, Buenos Aires, Katz Editores, 2007, traducción de Verónica Inés Weinstabl y Servanda María de Hagen (págs.23-26; 121-123; 135-137).

E

n su autobiografía de 1940, The big sea, el escritor afroamericano Langston Hughes describe la euforia que se apoderó de él cuando partió de Nueva York hacia África. Arrojó sus libros estadounidenses al mar: “Fue como deshacerme del peso de un millón de ladrillos.” Iba camino de su “África, ¡patria de los negros!”. Pronto experimentaría “lo real, ser tocado y visto, no tan sólo leído en un libro”.1 El sentido de identidad puede ser fuente no sólo de orgullo y alegría, sino también de fuerza y confianza. No es sorprendente que la idea de identidad reciba una admiración tan amplia y generalizada, desde la afirmación popular de amar al prójimo hasta las grandes teorías del capital social y la autodefinición comunitaria. Y, sin embargo, la identidad también puede matar, y matar desenfrenadamente. Un sentido de pertenencia fuerte –y excluyente– a un grupo puede, en muchos casos, conllevar una percepción de distancia y de divergencia respecto de otros grupos. La solidaridad interna de un grupo puede contribuir a alimentar la discordia entre grupos. Es posible que de modo inesperado nos notifiquen que no somos sólo ruandeses, sino específicamente hutus (“odiamos a los tutsis”), o que no somos meramente yugoslavos, sino que en realidad somos serbios (“los musulmanes no nos agradan en absoluto”). De mis recuerdos de la niñez sobre reyertas entre hindúes y musulmanes en la década de 1940, relacionadas con la política de partición del país, viene a mi memoria la velocidad con que los tolerantes seres humanos de enero rápidamente se transformaron en los implacables hindúes y los crueles musulmanes de julio. Cientos de miles de personas perecieron en manos de individuos que, encabezados por los comandantes de la masacre, mataron a otros en nombre de su “propio pueblo”. La violencia se


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