Beata Inés de Benigánim nº 144

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EL ÁRBOL DE SANTIDAD DE LAS AGUSTINAS DESCALZAS

En el marco prolongado del 425 º aniversario de la fundación de las agustinas descalzas, sucedida desde el convento del Santo Sepulcro de Alcoy en 1597, resulta menester recordar cómo han sido presentadas a la sociedad, en su evolución histórica y de las mentalidades, las monjas que han sido reconocidas dentro de la orden y por la Iglesia como venerables y beatas. En esta primera parte nos vamos a detener en las primeras aunque los argumentos que esgrimiremos en la segunda parte –con las beatas Josefa de Santa Inés o Inés de Benigánim y la mártir Josefa de la Purificación Masiá – nos van a servir para fijar lo expuesto en estos primeros apartados. De esta manera, Dorotea de la Cruz, Mariana de San Simeón, María de Jesús Gallart, Juana de la Encarnación, Inés de la Santa Cruz, Margarita del Espíritu Santo y Vicenta del Corazón de Jesús , a través de sus trayectorias, permitirán retratar el escenario de vida espiritual y cotidiana a través de la fundación de los nueve conventos que llegó a disponer la orden en el tiempo inicial que se extiende entre 1597 a 1663, entre Alcoy y Jávea, casi todos ellos en un ámbito territorial cercano y respondiendo a las coordenadas de la Iglesia postridentina que continuaba reformando carismas religiosos ya existentes. Era la fascinación por la observancia, la recolección, la descalcez, dependiendo de los distintos ámbitos de origen. Aquí no vamos a hablar de agustinas ermitañas, ni de agustinas recoletas, ni siquiera de canonesas agustinas o canonesas regulares de San Agustín.

Tras el concepto de descalzas, sumado al de las monjas que siguen la Regla de San Agustín, encontramos el deseo de recuperación de una vida claustral de observancia, con un anhelo de mayor disciplina, contemplación, oración

y penitencia. Procesos fundacionales donde no estaban exentas las controversias, las rivalidades desde otros que se veían amenazados en sus presencias dentro de una sociedad sacralizada. No resultaba incompatible. Y todo ello, dentro del enorme papel de prestigio con el que contaba el clero regular, los anhelos de imitación que despertaban, incluso dentro de la vida femenina, de las mujeres y sus espiritualidades que estamos estudiando con intensidad los historiadores. Estas órdenes religiosas se convertían en familias en las cuales se ponía mucho énfasis en subrayar los hijos e hijas de cada una de ellas, los que habían destacado por su observancia en la vida claustral, aquellas que habían muerto en “olor de santidad”, fragancia física y “loor de santidad”, fama y prestigio entre sus contemporáneos. La comunicación y difusión de sus Vidas se realizaba de manera individualizada o bien dentro de las crónicas de estas religiones, auténtico escaparate de competencia de virtudes y santidad.

San Juan de Ribera

Unas monjas diferentes, las agustinas descalzas

Definamos el escenario de las fundaciones de las agustinas descalzas; los claustros donde vivieron estas mujeres, clausuras reforzadas por el Concilio de Trento, espacios donde también destacaron en la propuesta de modelos y en algunas maneras de comunicación como era la escritura cuando ellas no podían predicar. En este caso, fue un camino específico de reforma dentro de la Iglesia, así contemplado por una figura tan relevante como el arzobispo de Valencia Juan de Ribera. El patriarca, como se le conocía, no pudo dejar de verse fascinado por la figura y trayectoria de la madre Teresa de Jesús. Quiso que Valencia pudiese ser lugar de establecimiento de uno de sus primeros “palomarcicos” pero no lo consiguió con la acción directa de la propia monja abulense. Con todo, él se empeñó en continuar la reforma de los monasterios como un camino particular para la global de la Iglesia. Con el apoyo de Roma, en las agustinas canonesas de Valencia –el convento de San Cristóbal– se va a encontrar con mujeres sensibles a estos horizontes. Su vía se va a iniciar en una de las localidades más importantes de su diócesis, en Alcoy, y con una historia previa de robo, ocultación, recuperación y anhelo de la Eucaristía, con la presencia del Santísimo Sacramento. Ese impulso devocional ya se encontraba recorrido en el que va a ser desde 1597 convento del Santo Sepulcro –en esa vinculación del entierro y ocultación de la Eucaristía con el propio sepulcro de Jesús–. Para ello, va a disponer del afán de un grupo de mujeres fundadoras procedentes del mencionado convento valenciano de San Cristóbal y el magisterio de las carmelitas descalzas de San José, hijas de la madre Teresa en Valencia. Esa huida de las comodidades del siglo se simboliza en los nuevos nombres de las monjas agustinas descalzas –con referencias a los misterios de la vida de Cristo, su sagrada familia o los santos de particular devoción–, en sus hábitos –que son recuerdo de los propios del Carmelo descalzo aunque conservando el negro agustiniano– y en los documentos que

Convento de Nuestra Señora de Loreto (Denia)

Convento del Santo Sepulcro (Alcoy)

Convento de Santa Úrsula (Valencia)

Convento del Corpus Christi (Almansa)

Convento San José y Santa Ana (Ollería)

Convento Beata Inés (Benigánim)

retratan su modo de comportarse como carisma. Otorgados por el arzobispo Juan de Ribera, son la mencionada Regla de San Agustín, las Constituciones de la madre Teresa y la carta que dirigió a la mencionada Dorotea de la Cruz, cabeza fundadora de la orden, aunque por entonces cada convento resultaba autónomo.

Monjas que despiertan atracción aunque lo realmente importante era el modo de vivir en la recolección o descalcez. Eso es lo que le importaba a Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, marqués de Denia, duque de Lerma, valido de Felipe III, cuando le solicitó al arzobispo Ribera un convento descalzo para sus estados valencianos: el patriarca elige y lo hace dentro de su camino particular de reforma femenina. Así nace el convento de Nuestra Señora de Loreto (1604) de agustinas descalzas en Denia con monjas de Alcoy encabezadas por la mencionada Dorotea de la Cruz. Con la multiplicación de vocaciones, procedentes de los lugares de fundación, no podía tardarse mucho en disponer de una propia junto a la sede del patriarca, en Valencia. Habría de culminar, con los efectos de un claustro anterior que fue extinguido, la fundación del convento de Santa Úrsula (1605) con hermanas de la casa primera de Alcoy. De esta manera, lo que hacía el arzobispo Ribera, lo imitaba la viuda Ana Galiano con sus recursos en Almansa , ya en la diócesis de Cartagena. El convento del Corpus Christi (1609) comenzó con monjas de Denia, surgiendo problemas para mantenerlas económicamente cuando se multiplicaron las vocaciones. Y hablando de reforma, catecismo y de Juan de Ribera, no podían dejar de aparecer los moriscos. Para todo ello los hermanos Tudela, en Benigánim , disponían de una estrategia de catequización con la meta de la conversión. La expulsión decretada por Felipe III condujo a que, lo que tenían pensado para esta última localidad valenciana, se convirtiese en un convento bajo la advocación de la Inmaculada Concepción y San José (1611) con monjas procedentes de Santa Úrsula de Valencia y en el momento en que fallecía el patriarca. Entre los hermanos Tudela había

un baile o bayle, cargo foral de la Corona de Aragón que se encargaba de administrar los bienes del rey, en este caso en esa localidad. El que tenía esa misma responsabilidad en La Ollería imitó el modelo ese mismo año de 1611 , en la fundación de un nuevo convento de agustinas descalzas bajo la advocación de San José y Santa Ana . En muchos de ellos existía un sentido familiar en las nuevas vocaciones que lo poblaban, pues entre las primeras monjas se documentaba la profesión de sobrinas de los fundadores. Habrían de entrar en juego los obispos que rodeaban a Juan de Ribera. El de Segorbe, Pedro Ginés de Casanova prosiguió la reformación conventual femenina y con monjas de La Ollería, Denia y Valencia y comenzaba en 1613 el convento de San Martín de su ciudad episcopal. De nuevo, cuatro de sus sobrinas fueron símbolo de la relación familiar y muy comprometida con su dotación y construcción, hasta el punto que el convento se convirtió en su heredero y morada de sus restos. El pastor de Cartagena, Francisco Martínez, contempló lo logrado en Almansa y quiso hacer otro Corpus Christi en Murcia (1616), con la oferta de dos hijas del marqués de los Vélez. En el camino existieron muchos impedimentos, incluso episcopales de sus sucesores, para con lo que había deseado este obispo de Cartagena. La mujer esencial fue, de nuevo, Mariana de San Simeón, priora y madre de uno y de otro, en Almansa y Murcia. Impulsó rentas para sobrevivir, en esta ocasión con el trabajo de la seda –antes lo había realizado con la lana–. Este fue el núcleo de las fundaciones en menos de veinte años. Habrá que esperar cuarenta y siete más, en 1663, para llegar al noveno y último convento de San Felipe Neri y Santa Mónica de Jávea. La iniciativa, en este caso, la tuvo la madre María de Jesús Gallard, procedente del de Denia donde había conocido bien a la fundadora de los primeros días como era la madre Dorotea de la Cruz, como maestra de novicias.

Convento del Corpus Christi (Murcia)

Convento de San Martín (Segorbe)

Convento de Sant Felip Neri y Santa Mónica (Jávea)

Fundadoras, mujeres de gobierno, místicas y escritoras

Entre las venerables destacadas por los cronistas y por la memoria de las agustinas descalzas, tenemos en un tiempo de expansión a las fundadoras. La setabense Dorotea Torrella, después profesa como Dorotea de la Cruz, inició su vida claustral en las agustinas canonesas de Valencia donde ya se destacó como mujer de gobierno. Allí la encontró, el que habría de ser su director espiritual, el arzobispo Juan de Ribera. En las primeras fundaciones, ya como agustinas descalzas, fue priora de Alcoy y Denia. La podemos considerar sin rubor como la madre de esta orden reformada. Controlaba la incorporación de monjas a los conventos valorando más la “observancia que la riqueza”, aunque sabía que los claustros que se abrían no se podían sostener únicamente con los entusiasmos iniciales. Dentro de esa sacralización taumatúrgica se le atribuían intervenciones milagrosas a la hora de multiplicar los alimentos. Se decía que como monja no buscaba límites a los tiempos en el coro, ni para hablar de Dios en sus conversaciones. Su experiencia la convirtió en maestra de novicias en el tiempo final de su vida. En estas fundadoras existía una capacidad de gestión notable. Ejemplo perfecto es María Ana Simeón, profesa como Mariana de San Simeón (1571-1631). Nacida en Denia, era hija de un marinero y comerciante, dentro de una posición acomodada –que era el recurso adecuado cuando no se trataba de una familia noble–. Se la mostraba como entusiasta por la lectura, la escritura y la contabilidad, extraordinariamente autónoma dentro de un retrato femenino del siglo XVII como huérfana de madre y con un padre que estaba mucho tiempo fuera de la casa. Los cronistas afirmaban que había recibido el don de conocer la lengua latina –Quevedo veía de muy mala forma, en “La culta latiniparda”, a las mujeres que se acercaban a la cultura clásica, “más conocida por sus circunloquios que por sus moños”, con “más nominativos que galanes”–. Pero el latín a Mariana de San Simeón le iba a permitir rezar el oficio y leer

las Sagradas Escrituras antes de ser agustina. Indicaban que el confesor quería impedir que tuviese esta posibilidad, poniendo “freno a todos los fervores de Mariana que rayaran en exceso”. Entró en el claustro de Denia, elegida después por el arzobispo Ribera –y por indicación de los visitadores, no de las monjas– para ser fundadora de Almansa, convento que pertenecía a la diócesis de Cartagena. Y allí apareció la “descalza” que había sabido manejarse en diferentes negocios y aseguró el sostenimiento de este claustro y del posterior de Murcia. En la primera de las localidades, sabía que tenía que contribuir a favorecer su vida cristiana, procurar la formación del clero y, para ello trató de conseguir el concurso de los jesuitas con sus misiones populares. Mantuvo especial comunicación con Lázaro Ochoa, sacerdote de Almansa, que fue además su director espiritual. Una monja que era presentada con el don de discernimiento de espíritus, no solo entre sus monjas sino también con los mencionados eclesiásticos. Por eso, Jerónimo Gracián de la Madre de Dios, nombrado por Ribera visitador de las descalzas y expulsado de la Orden del Carmelo –después admitido como carmelita calzado–, indicaba al patriarca que cuando veía a la madre Mariana de San Simeón le parecía estar contemplando a la propia Teresa de Jesús. José Carrasco, padre de la Compañía de Jesús –los jesuitas estuvieron muy interesados en resaltar la santidad de algunas de estas agustinas descalzas que tuvieron próximas– publicaba más de un siglo después un título muy significativo para difundir la vida, virtudes y prodigios de esta venerable fundadora: “La Phenix de Murcia” (1746). Pero ella misma se denominaba la “Hermana San Simeón”.

Hasta llegar a ser una fundadora, la monja podía haber vivido muchas situaciones, pues el proceso vocacional del siglo XVII no era tan sencillo como a priori podía parecer en una sociedad sacralizada como aquella. Y así la ocurrió a María de Jesús Gallart (1612-1677), que procedía de una familia vinculada de la nobleza valenciana, de Oliva. Huérfana de padre, fue pretendida en matrimonio concertado

como eran la mayoría, conducida por dos hermanos franciscanos al convento agustino de Santa Lucía de Alzira hasta que decidió entrar en las descalzas de Denia. Culminó la tardía fundación de Jávea donde vivió los últimos catorce años de una vida en la que también destacó como escritora continuando modelos ya muy consolidados. Una de sus obras se titulaba “Camino de Perfección”. Escritora también fue la alicantina Jerónima Nicolini (1588-1651), hija de nobles genoveses establecidos en esta ciudad y hermana de un canónigo de la Colegial de Játiva. Era la suya una familia levítica pues cuatro hermanas profesaron en las descalzas de La Ollería, cercano a la mencionada ciudad setabense y a Benigánim. Su nombre de religión fue Inés de la Santa Cruz (1588-1651). Desarrolló veinte años de priorato y aunque era presentada como mujer de penitencias y cilicios, su confesor –el padre Barberán– le mandó plasmar su trayectoria en sus “Apuntes espirituales”.

Como mujer espiritual más allá de las tareas fundacionales se encontraba Juana de la Encarnación (1672-1715), monja vinculada con el Corpus Christi de Murcia. Para su conocimiento debemos recurrir a la obra que ofreció su confesor, el también jesuita Luis Ignacio Ceballos. En su lecho de muerte recibió el manuscrito donde esta agustina descalza plasmaba su experiencia espiritual en la Cuaresma y Pasión de 1714. Él lo ordenó y se lo entregó a la imprenta de Madrid en 1720 con el título “Pasión de Cristo, comunicada por admirable beneficio á la Madre Juana de la Encarnación”. Compendio de esta obra más extensa fueron las cuatro ediciones de “Relox doloroso para jueues y viernes santo”. Estamos ante una obra de gran interés en el panorama de la mística española, en lo que Ángel Peñalber ha considerado como “epígonos” de una tradición que viene heredada de Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. El propio Ignacio Monasterio, en su estudio sobre los místicos agustinos hace casi cien años (en 1929), la convertía en un precedente de la alemana Anna Emmerick (1774-1824). A pesar de la mística, el obispo de Cartagena, Luis Belluga, la obligó a ser priora aunque pronto renunció.

Las vidas en los conventos no eran paraísos terrenales. Hemos intuido que el discernimiento vocacional, en el siglo XVII, tampoco resultaba fácil pues las candidatas al claustro tenían que luchar contra los planes familiares, con los matrimonios concertados, incluso con los cambios de conventos. Margarita del Espíritu Santo (1647-1719) entró en el convento de carmelitas descalzas de San José de Valencia con solo catorce años, profesó con dispensa en 1661. Cuando tenía treinta y cinco años, el arzobispo valenciano fray Tomás de Rocaberti le ordenó junto con otras tres monjas que saliese de este claustro para realizar la fundación del Corpus Christi, también de carmelitas descalzas, que habría de estar sujeto a la autoridad del ordinario. Un año después, en junio de 1683, y bajo la autorización de un breve de Inocencio XI, pasó al convento de Santa Úrsula de Valencia, de la reforma descalza agustiniana donde profesó. En ésta su tercera casa falleció en enero de 1719 aunque sus restos hoy se encuentran en la ermita de Santa Ana de las agustinas de Benigánim después del cierre del claustro en el que moró y murió. En comunidad no demuestres tu habilidad, dice un refrán que puede ser aplicado a los conventos y a otros ámbitos de convivencia. Mariana de San Simeón, tan vinculada a virtudes y talentos que no solían estar asociados a mujeres, en sus primeros días en el claustro de Denia, trató de ocultarlos. Sin embargo, los cronistas resaltan una interesante vida mística, una especial comunicación con la divinidad. La mencionada Margarita del Espíritu Santo Rodríguez tocaba desde muy pequeña el arpa. Era hija del cirujano Antonio Rodríguez. Indicaba Maltés y López que “su agudeza en el discurrir, componer algunos papeles en verso y notar las cartas, era un prodigio. No tenía más de cinco años y así en las labores como en escribir, leer y contar, podía ser maestra”. No se puede olvidar la dimensión devocional, la eucarística por ejemplo que permitió que Mariana de San Simeón favoreciese que los dos conventos que fundó, el de Almansa y el de Murcia, recibiesen la advocación del Corpus

Christi. En la meditación de la Pasión de Cristo se centraron tanto Juana de la Encarnación en Murcia como Inés de la Cruz en La Ollería. Muy pocos datos tenemos de Vicenta del Corazón de Jesús, aunque sabemos que era profesa en Valencia. Su propio nombre indicaba “una devoción notable por la humanidad de Jesús y su Corazón Sagrado”. Esta última espiritualidad no era nueva en el siglo XVII pero desde las revelaciones de la monja salesa Margarita María de Alacoque y la dirección espiritual de los jesuitas había contado su culto, desde Francia, con una dimensión pública. Después se difundió por España desde las nuevas revelaciones del joven jesuita Bernardo Francisco de Hoyos y la publicación de distintos libros devotos y tratados sobre el mismo como sucedió con “El Tesoro Escondido” del padre Juan de Loyola. Por eso, no resultó extraño que en distintas órdenes religiosas, las nuevas profesas y profesos incluyesen esta devoción y espiritualidad en sus nuevos nombres. En las venerables encontramos hechos milagrosos o extraordinarios que no parecían tanto entonces. Así cuando la madre Dorotea Torrella salió de su convento valenciano de San Cristóbal, contaba en su celda con un cuadro de la Santa Faz –tan devoto en estas tierras levantinas– y en el momento en que emprendían camino las monjas, disponía la narración que el rostro de Cristo también se pronunció y afirmó: “yo también quiero ir con vosotras”. Recibían la confirmación divina de lo que estaban emprendiendo y fue entonces cuando se lo llevaron a Alcoy a la primera fundación. Hoy se conserva en Benigánim. A Mariana de San Simeón se la atribuyó la intercesión para la recuperación, casi resurrección, de un obrero que cayó de un andamio mientras estaba construyendo la nueva iglesia para el convento del Corpus Christi de Murcia. Esa repercusión social de estas monjas en clausura, se apreciaba a la hora de su muerte, con la recogida de sus escritos, con la edición de sus confesiones y apuntes, con la predicación de sus honras y oraciones fúnebres. Cuando falleció Inés de la Cruz en mayo de 1651, su muerte fue reco-

nocida como santa entre sus monjas. Sus restos fueron conservados, en un arca de madera en el hueco de una pared, fuera de la sepultura común del convento. Un cuerpo que desapareció en La Ollería en el contexto de la Guerra Civil en 1936. Tendremos que seguir poniendo en relación formas de comunicar y hacer historia en diferentes siglos para disponer de una visión más completa de la realidad histórica de estas monjas y sus percepciones. Hace poco tiempo un joven doctorando de la Universidad de Alicante, Jesús Martínez, nos ha descubierto en el Trabajo Fin de Master la trayectoria de una nueva monja descalza Josefa de Jesús, del convento del Santo Sepulcro de Alcoy, moradora del siglo XVIII como corresponde a una prima del jesuita Juan Andrés, después un notable erudito en el exilio de los jesuitas expulsos en Italia (Continuará)

ORACIÓN

¡Oh Dios mío!, que adornaste a la Beata Josefa María de Santa Inés de Benigànim con abundantes gracias elevándola a la más encumbrada santidad, otorgando por su intercesión señalados favores del cielo, concededme ahora por mediación de vuestra enamorada sierva

la gracia que deseo alcanzar (aquí se expresa la gracia que se desea obtener)

a fin de que sea pronto glorificada y coronada con la diadema de los santos, para gloria de Dios y esplendor de nuestra fe. Amén.

Beata Inés de Benigánim

M.M. Agustinas Descalzas- Monasterio la Purísima, San José y Beata Inés- c/Leonor Ortiz, 4 46830 Benigánim (Valencia) Teléfono: 962 92 02 94 info@beatainesbeniganim.com www.beatainesbeniganim.com
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