Rudolf Steiner de Gary Lachman

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GA R Y L AC H M A N

RUDOLF STEINER ATA L A N TA







I M A G I N AT I O V E R A

ATA L A N TA

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GARY LACHMAN RUDOLF STEINER INTRODUCCIÓN A SU VIDA Y A SU OBRA

TRADUCCIÓN BÁRBARA MINGO

ATA L A N TA 2012


1 Preliminares Steiner:Imaginatio vera

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En cubierta: Fotomontaje de una imagen cortesía cortesía de Verlag am Goetheanum En guardas: Escalera diseñada por Rudolf Steiner para el Goetheanum Dirección y diseño: Jacobo Siruela

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Todos los derechos reservados. Título original: Rudolf Steiner. An Introduction to His Life and Work © Gary Lachman, 2007 © De la traducción: Bárbara Mingo y Ed. Atalanta, S. L. © EDICIONES ATALANTA, S. L.

Mas Pou. Vilaür 17483. Girona. España Teléfono: 972 79 58 05 Fax: 972 79 58 34 atalantaweb.com ISBN: 978-84-939635-3-8 Depósito Legal: GI-398-2012


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ÍNDICE

Introducción La Rosa de Rudolf Steiner 13 Capítulo 1 El morador del umbral 20 Capítulo 2 El estudiante de campo 39 Capítulo 3 En el café Megalomanía 59 Capítulo 4 En los archivos Goethe 84 Capítulo 5 Berlín y el momento decisivo 109 Capítulo 6 La teosofía y la memoria cósmica 132

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Capítulo 7 Ascenso del doctor Steiner 159 Capítulo 8 La antroposofía 180 Capítulo 9 Últimos días y legado 208 Notas 238 Bibliografía básica 255 Para un estudio más profundo 256 Índice onomástico 258


5 BERLÍN Y EL MOMENTO DECISIVO

Aunque Steiner era una persona muy querida por sus conocidos, algunos de los cuales podían considerarse buenos amigos, a buen seguro muchos de ellos le considerarían un personaje un tanto peculiar A lo largo de su autobiografía, Steiner no se disculpa por reiterar con insistencia que tenía dificultades para relacionarse con el mundo exterior, el mundo de las «cosas vistas». Su mundo interior, fuera el de las ideas, el de las figuras matemáticas o el de las percepciones del espíritu, era para él absolutamente concreto, vívido y reconocible de una manera que a la mayoría de nosotros nos costaría apreciar. El mundo exterior, ese mundo contra el que la mayoría de nosotros nos topamos cada día con embotada regularidad, le parecía onírico e impreciso. Creo importante recordar que Steiner habló acerca de una primeriza forma de conciencia humana que denominó conciencia de la Antigua Luna. El firme anclaje de Steiner en el ámbito del espíritu y su zozobrante posición en la vida mundana permite suponer que muy a menudo diera la impresión de que, como se suele decir, «no estaba muy bien de la cabeza». Por supuesto, no queriendo significar que fuese una mente simple. Pero Steiner no estaba tan profundamente arraigado en el mundo físico como el resto de nosotros y, desde sus primeros 109


años, accedió a a mundos interiores y se desenvolvió dentro de ellos con una soltura y comodidad que quizá sólo unos pocos entre nosotros podrían adquirir tras años de preparación espiritual y mental. Sin embargo, sabemos que Steiner, aunque conocedor del espíritu, carecía de insidia hacia el mundo físico y que, de hecho, como científico, acataba su responsabilidad para oponerse a sus propias inclinaciones con objeto de alcanzar un entendimiento de éste. Hacia el final de su época en Weimar le sobrevino un cambio que contribuyó a afianzar esta actitud. Escribe que, hacia los treinta y cinco años, su vida comenzó a experimentar «una profunda transformación». En la mitad del trayecto de la vida –como Dante dice–, Steiner comenzó a percibir el mundo exterior con una renovada lucidez y precisión. Aunque siempre había sido capaz de captar con claridad las amplias conexiones sistémicas existentes entre las cosas, dado que eran principalmente conceptuales, poder aprehender con firmeza un elemento individual ante sus ojos siempre le había supuesto un reto. De súbito, y sin una razón aparente, todo esto cambió. En su interior se había despertado una «nueva apreciación de las cosas perceptibles por los sentidos» y si bien su abstracta prosa suaviza el impacto, aquel desarrollo debió afectarle hondamente. Los detalles se acentuaban y sintió que el mundo de los sentidos tenía algo que transmitirle, algo que sólo ese mundo podía revelarle, una intuición que podría haber compartido su mentor Goethe: «Se debería aprender a conocer el mundo físico puramente a través de sí mismo, sin la adición de pensamientos propios»,1 se dijo. Años más tarde, el poeta y ensayista alemán Gottfried Benn escribiría un ensayo en torno a esa reflexión titulado La visión primigenia, en el que habla acerca de ver las cosas con «claridad incomparable». Al parecer, Steiner estaba experimentando una especie de visión primigenia propia y, como en el Zen, el ser mismo de las cosas le convulsionó con estimulante vivacidad. Es destacable que Steiner constatase que lo que estaba experimentando entonces, a los treinta y cinco años, era un cambio que la mayor parte de las personas atraviesa durante la infancia. Del mismo modo que no aprendió a jugar hasta que empezó a 110


ejercer como tutor, pasados los veinte años, Steiner estaba experimentando entonces el tipo de transición que se produce a una edad más temprana, cuando un niño pequeño reconoce la existencia de un mundo independiente y objetivo fuera de su persona. Los niños autistas y marcadamente introvertidos no logran llevar a cabo esa transición y permanecen encerrados en su propia subjetividad. Aunque muchas personas –quizá la mayoría de nosotros– tienden igualmente a habitar en el interior de sus propios mundos, reconociendo la realidad objetiva externa lo suficientemente como para tratar con ella, pero no en un sentido verdadero o profundo. De ahí el efecto de algunos psicotrópicos, que parecen disparar el grado de realidad que se percibe, algo comparable a subir el volumen en un equipo de música. Menos arriesgadas, y quizá más beneficiosas, son las disciplinas de meditación como el Zen, cuyo propósito es precisamente conducir a sus practicantes al tipo de percepción inmediata del aquí y ahora que estaba experimentando Steiner. Con frecuencia, la consecuencia de ambos es que la persona asegura, a propósito de una flor, un árbol o una piedra, que se siente como viéndolos por primera vez. En cierta manera, Steiner estaba descubriendo lo que sería el núcleo de la fenomenología, la rama de la filosofía que previamente he citado, cuyo consigna era «el retorno a las cosas en sí mismas», algo que, en esencia, constituía también el enfoque de Goethe. Steiner habla como un fenomenólogo cuando proclama que «si el mundo de los sentidos es abordado objetivamente, independiente de toda subjetividad, revela aspectos sobre los cuales la intuición espiritual no puede opinar».2 Y la certeza de esto, como descubrió, se hacía aún más patente en sus encuentros con personas. Se descubrió capaz de ver a cada individuo en su esencia, sin emitir juicios o críticas ni otorgando aprobación, reconociendo cómo esta capacidad le ayudó asimismo en sus percepciones espirituales, las cuales no fueron en absoluto mermadas por su nueva apreciación de las cosas vistas. Cuando lo físico podía ser percibido por lo que es en sí mismo, también lo espiritual era discernido con mayor nitidez. Steiner reconocía que una ventaja de adquirir esta nueva relación con el mundo exterior ya como adulto era que –frente a la mayoría de perso111


nas, que experimentan esta diferencia durante su infancia– para él los dos mundos no se mezclaban. Se mantenían distinguibles, lo que le permitía aprehender sus realidades individuales con exactitud. Una introducción demasiado precoz en la realidad del mundo exterior –que es, dice Steiner, la experiencia más frecuente– provoca que éste y el mundo interior se entremezclen, generando una especie de mixtura homogénea. Ésa es la razón por la que la mayoría de nosotros tenemos dificultades para separar ambos mundos y confundimos uno con otro. La nueva relación de Steiner con el mundo exterior amplió su comprensión del mundo espiritual y le permitió reconocer con más sutileza las diferencias entre ellos. Y sintió que aquélla era la clave fundamental para alcanzar también una mayor comprensión del mundo como un todo. De nuevo, su abstracta forma de expresarse minimiza el efecto de su reflexión, pero pueden reconocerse en ella los ecos de los buscadores espirituales que le antecedieron, como Nietzsche; aún más, en la idea de Steiner se perciben reminiscencias de William Blake, el poeta visionario al que ya he tenido ocasión de referirme. La visión de Blake, al igual que la de Nietzsche, es la de un mundo dinámico de fuerzas y energías complementarias que han entablado una perpetua danza de antagonismo y reconciliación. Nietzsche expresó este concepto en su primer libro, El nacimiento de la tragedia, abordando el contraste entre Apolo, dios de la contemplación, y Dioniso, dios del éxtasis: de su unión nacieron las obras maestras de la tragedia griega. La poesía de Blake está colmada de imágenes de fuerzas espirituales pugnando entre sí y éste escribe que «la oposición es la verdadera amistad», que «sin contrarios no hay progresión».3 (El título de una de sus obras más conocidas, El matrimonio del cielo y el infierno, es totalmente elocuente.) Steiner es menos conciso pero su reflexión es la misma. A diferencia de algunos filósofos y místicos que se empeñan en erradicar el contraste entre los mundos físico y espiritual –curiosamente, Steiner destaca el monismo–, él lo exalta y lo convierte en la clave vital. «Allí donde hay vida», escribe, «la disonancia de los factores en contraste es también activa. La propia vida no es sino una continua superación y re-creación de contrarios».4 Años después, Steiner desarrollaría su propia per112


sonificación de esa lucha primordial de contrarios mediante sus enseñanzas sobre los dos seres espirituales, Lucifer y Arimán. Steiner cuenta que esta perspectiva le estimuló a profundizar de manera activa en los enigmas de la vida, a involucrarse en ellos antes que a entenderlos únicamente de manera teórica. Observó que, cuando la vida presenta un problema, tendemos a tratar de resolverlo pensando en él aunque, de hecho, es la propia vida quien se encarga de resolverlo, aportando una situación, acontecimiento o individuo que supone en sí mismo la respuesta al misterio.5 A los treinta y cinco años, Steiner estaba comprendiendo que había una clara diferencia entre pensar en el mundo y superar activamente sus dificultades. Estaba plenamente seguro de que el mundo entero no es sino un imponente acertijo cuya solución es el ser humano. Aquello hizo reverberar con mayor fuerza y claridad un pensamiento que otrora le había ocupado: la cognición, el acto de conocer, es un proceso real, un elemento esencial en la evolución del mundo. Steiner entendió que los seres humanos no son simples observadores que contemplan insulsamente los procesos cósmicos que tienen lugar a su alrededor. El conocimiento no es una posesión privada y subjetiva sino parte del propio proceso cósmico. El mundo podría existir si no hubiera una conciencia que lo percibiera, pero su existencia sería limitada. El mundo, comprendió, sólo alcanza la compleción a través del acto del conocimiento. De ahí que el conocimiento de las cosas no sea algo complementario, agregado al mundo por el acontecimiento casual de la vida inteligente despertando en un universo accidental. Nuestro conocimiento del mundo es una parte del mundo: el cosmos es completado a través de nuestro conocimiento; sin él, no sería más que un mundo a medias. Para Steiner, eso significaba que nuestro conocimiento no es simplemente una colección de imágenes mentales situadas individualmente en cada una de nuestras cabezas, un repertorio de imágenes producidas por los sentidos y el cerebro, sin la menor relación con una realidad que nunca podremos experimentar directamente ni sobre la que podremos ejercer ningún tipo de efecto. Comprendió que no somos «copistas» sino «co-creadores», socios que tienen la misma participación en el negocio de la evolución del mundo. 113


«El hombre», decía, «no está aquí únicamente para conformarse una imagen del mundo acabado, en absoluto. Él coopera en la tarea de hacer existir al mundo».6 Aunque articulada de una manera menos explosiva que Nietzsche, su afirmación es exactamente igual de revolucionaria. Indica que, llegado a ese punto, volvió a reconocer la absoluta necesidad de alcanzar con plena claridad una percepción del espíritu, muy distinta de la manera indefinida, vaga y emocional –cuanto menos, así él lo creía– con que lo habían hecho los místicos que le precedieron. Sin embargo, entre los muchos acertijos que había ante él, sobresalía uno particularmente acuciante. Su contrato en Weimar estaba a punto de expirar y debía decidir qué haría a continuación. Muy posiblemente habría encontrado un modo de permanecer allí pero el ambiente de Weimar empezaba resultarle irritante. Le impelía la necesidad de progresar y, aún con más ímpetu, la de comunicar sus pensamientos a través de un medio más directo que los libros. Quizá le apremiara a tomar esa determinación su amistad con el círculo de los Von Crompton, un grupo de escritores y músicos, que le habían acogido como devoto de Nietzsche, y para los que el clima cultural de Weimar resultaba asfixiante. Steiner había adquirido la posición de miembro experto en Nietzsche, lo que le haría ser muy respetado, pues se trataba de un grupo que se consideraba auténticamente nietzscheano. Aquel grupo era de la opinión que, pese a su pasado glorioso, Weimar debía considerarse en aquel momento más un obstáculo que una baza. Un punto de vista con el que Steiner debía concordar. Sus vivencias en este círculo le inspiraron a la hora de escribir Goethe y su visión del mundo, un libro que, como los anteriores, plasmaba su interpretación sobre la visión del mundo de Goethe, aunque esta vez expresada a través de una voz más personal, al menos según él mismo afirmase. Seguía manifestándose a través de Goethe y su pasión por la visión del mundo de éste es inconfundible. Con este libro se arriesgaba y proclamaba: «Esto es lo que yo creo». Si cualquiera de sus colegas de archivo lo leyó, debió tener la impresión de que un prometedor investigador había, lamentablemente, infringido con gravedad las reglas de la etiqueta académica. Pero si alguno de ellos hizo pública su opinión, podemos 114


NOTAS

Berlín y el momento decisivo 1. Steiner, An Autobiography, pág. 277. 2. Ibid. 3. Ésta es la idea central que subyace, por supuesto, en el símbolo chino del yin y el yang. 4. Steiner, An Autobiography, pág. 78. 5. Los lectores familiarizados con la psicología junguiana reconocerán aquí la expresión de lo que Jung llamaba «la función trascendente»: la idea de que cuando un individuo se enfrenta a un problema psicológico dado, éste nunca se soluciona, en el sentido habitual del término, sino que se sobrepasa. Entre el individuo y su inabordable problema emerge un tercer elemento inesperado –arrojado, según Jung, por el inconsciente– que es precisamente aquello que el individuo necesita para avanzar. La vida lleva al individuo más allá del problema, algo que me parece muy similar a lo manifestado por Steiner en este punto. 6. De Goethe’s Conception of the World, citado en McDermott, The Essential Steiner, pág. 49.




Ima gi na t i o vera A pesar de la gran influencia que ha ejercido en el siglo XX –es el creador, por ejemplo, de la pedagogía de las escuelas Waldorf, las granjas biodinámicas o las comunidades Camphill para discapacitados–, la obra filosófica del austríaco Rudolf Steiner (1861-1925) es apenas conocida por un reducido número de personas. Arquitecto, pedagogo, artista, agricultor, pero sobre todo filósofo y místico, Steiner destaca en el panorama del primer tercio del siglo XX como una de sus figuras más versátiles y creativas; no sólo por sentar las bases de la educación alternativa, la medicina holística y la agricultura orgánica, sino por haber establecido una vía de conocimiento espiritual para el hombre moderno –que bautizó como antroposofía– de no fácil comprensión. En efecto, si sus obras sobre Goethe y la filosofía alemana del XIX son un modelo de claridad y comprensión, el desarrollo de su pensamiento esotérico se abandona a las brumas de un misticismo hermético de fuentes a veces desconocidas y lectura opaca. Era necesario un libro que hiciera accesible el pensamiento de Steiner situándolo en su contexto histórico y esotérico. Gary Lachman lo ha conseguido con esta biografía, que recorre toda su vida y sus ideas, desde sus comienzos intelectuales en la Viena de fin de siglo hasta su reconocimiento como líder del movimiento teosófico y la fundación de su propio sistema, que llegó a sumar numerosos adeptos. Gary Lachman es escritor y músico. Nació en Bayonne, Nueva Jersey, en 1955, y desde 1996 vive en Londres. Entre 1975 y 1977 fue bajista, letrista y miembro fundador del grupo Blondie, y en 1981 guitarrista de Iggy Pop. Actualmente escribe y colabora para The Guardian, Mojo y Times Literary Supplement. Es autor de A Secret History of Consciousness (2003), de próxima publicación en Atalanta, In Search of Ouspensky: The Genius in the Shadow of Gurdjieff (2004), A Dark Muse: A History of the Occult (2005), Politics and the Occult: The Left, the Right, and the Radically Unseen (2008) y Jung The Mystic (2010), entre otras obras, así como de numerosos artículos.

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