LAJAS de Aravind Enrique Adyanthaya

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Lajas Aravind Enrique Adyanthaya


© Aravind Enrique Adyanthaya, 2002 © Aravind Enrique Adyanthaya, edición para Concepción 8, 2020

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Prohibida la reproducción, difusión, o representación total o parcial de este libro digital sin consentimiento del autor. Aravind Enrique Adyanthaya, Concepción 8 Libros y películas Apartado postal 3225 Lajas, Puerto Rico 00667 editor@concepcion8.com Los diseños en la página de título y en la última página corresponden respectivamente a los de las losetas hidráulicas existentes en la galería de la Casa Grande, 5 Calle San Blas, y en el balcón de la Calle Unión referido en el cuento “Laura y José”.

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Fe de errata Lajas, pueblo costero del suroeste de la Isla, nunca ha sido como aquí escrito. Todo (mujeres, hombres, eventos, cronologías, ideologías) ha sido falseado. Algunos nombres propios han sido resucitados de una línea mal oída o de otros cuentos igualmente ficticios (igualmente obscenos). Otros los construí en virtud de su sonoridad. Doy fe que en ningún caso son capaces de insinuar la realidad (la reputación) de persona viva o no. En referencia a los lugares, puedo decir, sin temor a duda, que la correlación de espacios en los sueños a espacios en la vigilia es más estrecha que la que los aquí presentes puedan aspirar a cualquier otro registro. Lajas apela un vacío que se negó a tener otro nombre. En este sentido estos cuentos son un error.

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La quema del Casino de Damas de Lajas Cuando el Casino de Damas de Lajas fue mandado a quemar en 1922, el pueblo formó un cordón humano desde el Chorro de Tona hasta el costado de la Iglesia Católica. Agua de quebrada infectada de bilharzia corría en baldes de mano en mano. Una recua de perros malos ladraba frente al siniestro. Alguien lloró que, en la Iglesia, la estatua de Nuestra Señora de la Candelaria estaba en llamas; alguien lloró que la Candelaria misma, en llamas, estaba aparecida. Pero era una locura. El Casino de Damas fue mandado a quemar en 1922. Y se quemó. Bien quemado, pero solo. El Casino de Lajas, el principal, el de los hombres y de ladrillo, inmediatamente adyacente al de las Damas, quedó estructuralmente intacto, aunque malamente chamuscado. Al devorar la edificación de las Damas, el incendio también redujo cuatro monumentales consolas isabelinas allí contenidas. De estas solo se rescataron pedazos de los mármoles de Carrara que hacían sus topes. La artesanía de la madera y los espejos pasaron a cenizas como pasarían con el tiempo los vitrales estrellados, las v


arañas de prismas, los rosetones, las pistolas en los hombres, los senos decorados, las joyas antiguas y los lutos largos. Esto se debe considerar como pérdida irreparable y verdadera pena, ya que uno de estos espejos era un develador. Un develador es un artefacto que expone las cosas en su justo valor y perspectiva. El largo de traje de domingo en los tardíos años diez, así como la separación entre tela y mujer eran dictados por el develador. Al entrar al casino o club social, era necesario pasar tres espejos antes de toparse con el mismo (el cual se encontraba junto a la ventana sur). Nada en la reflexión que proveía parecía extraordinario u opuesto a natura. En efecto, la reconstrucción física era la de un espejo cualquiera (con fondo de azogue y cierta opacidad como los tres ya pasados). Bastaba, no obstante, un principio de gesto para que la imagen manifestara un orden moral. Un develador es un artefacto que otorga a las cosas su propio uso y costumbre. Así, las damas al mirarse en él por un instante sentían un escatateo de trueno cosquilleándole las vértebras y un tirón (como si en alguna dimensión más allá del espejo se le estuviera rasgando el vientre, abriéndosele de par en par la vagina para dejar parir vi


mulas y bueyes y pesebres completos), pero no por esto perdían su compostura, muy al contrario, como si nada, continuaban sus funciones de casino, besando copitas de ponches, degustando el aire, urdiendo reinados, futuros, patologías, pasando las cuatro consolas, hasta llegar a alguna u otra circunstancia de la vida donde la memoria de lo inculcado las hacía transgredirse, recordarse. Doblarse en sí mismas. Como damas chinas rezando rosarios. Llegado el momento. Velándote desde retratos que te siguen con los ojos. Para comerse a los pobres. Para engullirse a los bastardos. Ante sus puercos con gabán de hilo. Carne, cuero y apellido. (Me quito la chaqueta. Me acuesto en el piso. Miro fiestas, vacíos. Por salas y comedores, boca arriba sobre losetas hidráulicas de diseños geométricos, patas labradas, quince pies de altura, dieciséis, mariposas negras saliendo de los cuartos. De camas de hierro. Pilares botánicos. De ropa de cama. De ropa. Antes de inventarse la polilla, la murcielaguina, la nostalgia. En amaneceres imposibles de fríos.) Las damas lajeñas regenteaban hombres. Dábanse. Los domingos. Después de misa. En su totalidad. Cuando abrían sus patios interiores a los limpios. A pueblo y campo. A monjitas que traficaban en proezas escultóricas de ramas de palma santificada, a santurrones allegados de talcos de nalgas, vii


tuertos peinados, cojos con bastones de sartas de jueyes a la venta, leprosos escapados, maquillados, incontinentes, coléricos, chumbos, pánfilos, morones. El maremágnum de personajes típicos de Lajas descarajándose en el patio a empujones y garnatás por fregao y hojitas de laurel y la limosna. La limosna se otorgaba como resolana de leche. Blanqueándose. A chorros. (Este documento de letanías es, a veces, simplemente un plano de deseo.) Porque la limosna se lleva en los ojos. Matriarcas de retratos. Un develador no engaña. En diciembre, hubo una epidemia de rabia en Lajas. Y las damas lajeñas enclaustraron a sus hijas para que no vinieran en contacto con los animales. Con manos enjoyadas entre las rejas de los zaguanes les pasaban retratos de machos decentes, pero a las niñas ya se les iba el alma por los poros. En huelgas de hambre pretenderían chantajear a sus familias por la aceptación del prospecto querido, por la aceptación de la poesía, serenatas febriles, de la pleamar de orquídeas salvajes, de la saliva en la pared, las astromelias devoradas, de la baba, coronándole el endulzamiento de las tetas, las tetas duras, el domo de cristal roto de la gardenia, de los pantalones, de sus propios órganos. Pero viii


morirían deshidratadas antes de casarse con el hombre equivocado. Porque en alguna generación (precisamente esta, la de nosotros dos) la decencia ha sido malentendida. Y la obediencia ha sido malentendida. (Las damas lajeñas domesticaban a sus hijas de novias para que se las violaran vestidas en los altares.) Y el cariño también ha sido malentendido. Y la abnegación. Hijas solteras para cuidar casas seniles. Té en plata y café a las once. Y de noche, senderos de arroz (blanco, desgranado, perfecto) desde sus camas hasta escenarios bucólicos donde retozan modestas odaliscas, cisnes negros, ninfos griegos. Las damas lajeñas se ensimismaban en estos parajes de ensueño jugando brisca con los ninfos y entreteniéndoles mediante la narración de folletines de radio a través del lenguaje del abanico. Con regularidad ordenaban sus panteones y los de su familia. Y desenterraban cementerios enteros para peinar a sus muertos. Un develador no miente. Las damas lajeñas mataban hombres. Vedadamente. Les alfilereaban escapularios de vírgenes en sus solapas para que al final la calle los consumiera. Para que se pudrieran despilfarrando tierra y hacienda por el juego y el licor de sus pingas. Proliferándose a sí mismos en sus queridas. Perforando niebla. A ix


lo sucusumucu. A lo no me olvides. A lo yo te lo dije. Y no me hiciste caso. Que esto (el amor, la escritura) no conduce a nada. Solo al placer. Revisa la hora. Solo a la carne tuya y a la carne mía (revísala). Que este papel es algo advenedizo, algo que podemos poner entre nuestros torsos y decir que nos estamos pasando. Que nos estamos pasando la lengua. Que ya vendrá el día en el que sea solo esto (el amor, la escritura). Entonces (no antes) despiértame. Las damas lajeñas se imponían dejando a sus consortes hacer lo que les daba la gana. Contrabando. Politiquería. Soborno. Incesto. Saquear, joder y caciquear. (En el vecino pueblo de Santa M. donde este punto en particular se dio así también, pero mucho peor, le endilgaban los nombres de estos señores a calles, a esquinas, a escuelas, a museos, a plazas, a árboles, a centros, a alcantarillados. Al final de una galería. A los cuartos del lado. Donde todo el mundo sabe. Atrás del último. Donde no se podía entrar y las sirvientes se desnudaban completas para dar de mamar.) Allí. Entre los restos de mil huracanes, las damas lajeñas calaban. Ensartaban. Pinchaban. Enbolillaban. Esperaban. Tanto. Estopillas y mundillos para satisfacer la tasa de mortalidad de los niños necesitados en los bautizos. Trajes de patriarcas bizantinos y x


virreinas españolas para vestir santos sin cuerpos en las iglesias. Las mortajas de sus amigas, entrañables ya, la artritis de sus manos, la textura intrincada de sus fantasmas. Utilizaban las damas lajeñas el fuego en sus venganzas. En madrugadas de vísperas cuando prendían velas para atraer a sus madres y a las madres de sus madres y a las madres de sus madres de sus madres. (La voluntad de las damas lajeñas era de algún material aún no descubierto en los planetas.) Y a las madres de las mismas. Para conjurar, esta es mi casa, esta mi vigencia. Mi silencio, templete y medio punto, mi quiosco árabe. (Porque las fiestas de antes se celebraban en el hogar.) El mundo podrá ser largo, pero en los límites de esta isla está el abismo del fin de la tierra. Obsesivas, engalanadas, artesonadas, presentes. Un develador no solamente define una dama, sino que la define en sociedad. Embraceletadas por la plaza. En febrero, en noviembre, en enero. Las damas lajeñas se entregaron a una tarea y un zénit. Preservar. Objetos. Miembros en bolitas de naftaleno. Abanicos de tendones. Filigranas para alargarse los lóbulos inferiores de las orejas al final de sus vidas. Yugulares de las putas que se han atrevido a ir en blusas de manguillos a misa. Minucias. xi


Las damas lajeñas rectificarían una generación hasta que ya no hubiera generaciones. Diamantes afilados para sus agujas de gramófono. Sino un fluir continuo. Ámbares, encarnaciones y ojos para sus lámparas. Una inmensidad. Techos de estaño labrado. Un mar. Nenúfares en parafina. Un recuerdo. A Eunice Frank le desbaratarían la cara por celos. A Eunice Frank le sacaron un ojo por celos. Eunice Frank todavía vive y se lee a sí misma en este cuento. Pero no se reconoce. Porque en determinado momento (el 2 de marzo de 1922, tal vez) el tiempo se rompió. Este chisme, esto, es testimonio de un tiempo roto. Para invalidar esta escritura. Las que fueron aceptadas. Las que fueron rechazadas. Las de bola negra. Las que donaron sus cabellos para hacer los retratos de los héroes de la patria. Las que nos vieron nacer. Las que perdieron su voz cantándole a cuatro paredes. Las que contaron nuestros días y no nos los devolvieron. Las que bebieron de la sangre del ángel. Las normas que rigen a un develador son las normas de los tiempos. xii


Las que no soportaron cuentas a medias. Las que no perdonaron traiciones. No. Me acaba de llegar la noticia. Eunice Frank ya no vive. En la brevedad de un invierno inexistente, las damas lajeñas morirían como vivirían, acompañadas del universo. Alguna vez se mandaron a hacer semblanzas literarias con poetas míticos (como don Atanulfo Diodonet) y trataron de emularse en la palabra, pero su propósito real estaba en otro sitio. En lo que hoy en esta Isla solo se nos da como un simulacro. Lo que hoy (en esta cordura de cemento, laberinto de esquinas, carajo íntegro de mediocridad) ya solo se nos da como una burla. Lo que hoy en esta escritura ya solo se me da como un desaire. La belleza. Aun ante la carencia de la materia. Porque sabían que la apariencia es la substancia. Y que lo demás es ya asustar márgenes y acurrucar el tiempo. Si las damas lajeñas persistieran (si el develador persistiera), Lajas no sería lo que es. No se demolerían arquitecturas antiguas. Ni se nos transpiraría completo el ser en esta calor de incertidumbre (degenere, democracia, droga). Ni se guardarían los viejitos en los asilos. Ni se aspiraría a algo mejor. Y se sabría quién es quién. Y se sabría la patria. Y nevaría sangre de espliego, de rosas, de pachulí, de esto es así, esto es todo, realismo mágico por siglos de xiii


siglos venideros, preclaros, olorosos en el Caribe. Y todavía habría una religión única y verdadera. Y todavía nos guardaríamos luto. Alguna vez oímos decir que el Casino de Damas fue mandado a quemar para efectuar cierta liberación (cierta historia). Nada más falaz. Lo correcto, lo evidente, es que las damas lajeñas estaban tan en paz con sus propios modos que apenas llegaron a percatarse de que existía un develador entre ellas. El Casino de Damas de Lajas fue mandado a quemar en 1922 por capricho de mujeres. Hoy los clubes de sociedad en este pueblo (y en la Isla en general) han venido muy a menos.

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Perros de cemento Con ojos sin pintar, mi tía bisabuela, Josefina Escalona, observaba a mi tío bisabuelo loco, Pepé Escalona, construyendo perros de cemento. Ambos eran maestros y como buenos esposos dormían juntos. Él, sin embargo, era incontinente y frecuentemente meaba la cama. Mi tío bisabuelo era poeta y escribió cuentos que no se conservan. Ya en la cama, ella le amarraba una soga pelúa alrededor de la cabeza del pene y así evitaba que los meaos se le salieran. Cuando Pepé penetraba a mi tía bisabuela, la soga salía del cuerpo de ella y como animada por culebras se retorcía sobre las pertenencias de la casa asegurándolas contra ladrones destartaladores y mozalbetes con sed de venganza. (Recordemos que a los niños de antes se les pegaba en las escuelas.) Como es natural en su posición de dueña de casa, a mi tía bisabuela le gustaba tener sus cosas seguras. Sus sirvientes. Sus comidas a tiempo. Sus billetes de lotería. Sus ángeles de loza. No hay razón ni sentencia es este relato. Aunque nunca tuvieron hijos.

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La John F. Kennedy La escuela elemental de Lajas, la John F. Kennedy, era un hospital. Don Jack Delano en uno de sus libros tiene una fotografía de un enfermo y de una cama. Es de este hospital. Su cartografía es conocida. El ala derecha albergaba a las mujeres, el ala izquierda a los hombres. El centro, la oficina del doctor de servicio. En el mirador vivía doña María, la enfermera. La extensión del martillo era para las curaciones y las autopsias. Para los niños que vivían en aquel entonces (carentes de sistemas binarios, de pantallas de imágenes, pantallas de ausencias, de baños, de tantas cosas), las atracciones del sitio lo eran los cadáveres y la sopa. La sopa sucedía al mediodía, en la cocina, un cuarto muy pequeño, como un apéndice a la estructura, al final de un balcón muy largo y claro. Los cadáveres eran menos regulares. A Juan María Goicochea lo trajeron aquí. A Pompeya Salgado la trajeron aquí. A Domingo Ortiz y Sosa le metieron la culata hasta el galillo después de castrarle los pelitos del pecho por problemas de faldas. Se la metieron hasta el galillo viejo, lo trajeron aquí. A Marianita Asencio, la pobre, dormida en su cama de muerta xvi


porque a alguien le dio por olerle la boca, aquí. Y se piensa en cierto tipo de violencia, aun en los velorios más acurrucados, los de chocolate, ataúd cerrado, la familia sin extraños. Cierto tipo de violencia. Que no está contenida en las agonías largas, ni en el hecho de sangre. Que no está contenida, punto. Porque se nos da como completamente natural. Que a aquellos a quienes vivimos (no a Juan María Goicochea, ni a Pompeya Salgado, ni a Domingo Ortiz y Sosa, ni a Marianita Asencio, la pobre, dormida en su cama), sino a los otros, los nuestros, los propios, los ansiados, un día cualquiera después de muertos se les vaya a ir la semejanza. Precisamente lo que podríamos decir, sí, es él, ella, y nadie más porque es su aire, su dorso, su columna, amada, descomponiéndose en una oración para dejarnos creyentes, en vela, rezando lápidas. En esta oración. (Calle San Blas número dos, Esquina Salvador Ramírez.) Aquí, los niños de la John F. Kennedy (cuando la misma era hospital) atestiguaban esta reducción de la identidad operándose de repente en disección, sobre sábanas blancas en cuerpos traídos de la calle, cuerpos que en vida habían visto solo de lejos. Hubo un cadáver que se reconocía hasta que le extirparon las uñas de sus manos, las uñas largas de sus pies, las de su manzana xvii


de Adán. Ortiz y Sosa fue el mismo fue el mismo de todos los domingos bebiendo sal y alcohol en la gallera, hasta que le inyectaron algo duro en sus arterias, formalina por sus orificios. Doña Pompeya, sobre la mesa metálica, idéntica a como se desplazaba desde la Plaza de Mercado cada mañana, con sus macutos cundíos de viandas, sus faldas de ñames, yautías en las mangas, los mangoes, los brazos aguacatones, las piernas elefantoides, brotándole verde de sus pliegues de algodón y de sus oídos, matas enteras de platanutres en bolsitas. Súbitamente, una aplicación de colorete leve, un retoque barato de la mejilla, la transformación, porque con esta acción (con esta pasividad, con este truco) se esfumaron verduras y bolsitas y Pompeya para pasar, efectivamente, a lo perecedero, lo póstumo. Lo transmigrado. Como cuando a Edelmira Gómez le cosieron los labios, a Titiño Quirós le sacaron los sesos o a Juan María Goicochea le quitaron los calzoncillos. Póstumamente. Dejaron de ser sí mismos. Ya no se parecían. En nada. Y a Marianita Asencio, la pobre, rendida en su cama de muerta, porque a alguien le dio con que y que las Asencio no se quedaban naturalmente dormiditas sin levantarse. Y alguien sugirió que la vida de Marianita (pintando con sus labios rostros de niños ajenos), que la vida de Marianita había sido larga. xviii


Y que la vida de Marianita (con esa voz de credo al decir tu nombre) había sido triste. Y que… y que la vida de Marianita (sonriente) había sido sola. Carajo. (Lo que ni siquiera a las carnes más ebrias, ni a los asesinos más claros.) Ni en cementerio masónico, ni en fosa común, ni en tierra de nadie. La obscenidad. (La mente extirpada de Titiño Quirós se la dieron de almuerzo a los perritos.) ¿Y en dónde la pondremos ahora? (Los niños lo veían todo asomados por puertas.) ¿En dónde la pondremos a la pobre? ¿En qué tierra? Carajo. (Los niños lo veían todo asomados por las ventanas.) Y un día el cuerpo de Marianita compró veneno. Y comió. Y durmió. Y hubiera podido permanecer íntegro. (Hasta el día de su muerte Mariana Asencio fue intacta.) Pero no. (Los niños parados uno encima de otros.) La estasajaron. (Asomados por clavos, por rendijas, por tránsitos, por soles.) Porque los suicidas no van al cielo y tenemos que metérnoslos por los huecos de la sangre. (La semejanza.) Y el veneno no se le quiso quedar adentro y empezó a salírsele. A salírsele mucho. Y era el día de su velorio. (Tenía que serlo.) Porque alguien se le acercó a su cara como quien da besos de compromiso en tardes de resurrección. Y a alguien le dio por olerle la boca. La pobre. No duró. Con solo ponerle el dedo encima. xix


Después estos niños pelearían guerras y amarían y no podrían comer carne por una semana. Ya en los setenta, el hospital se convierte en escuela. Asistí a ella. Albergaba grados primarios. Sistemas de signos, socializaciones, emblemas. Sitios que olían mal. Otros niños. Aprendiendo a dormir sobre toallas. Perdí a mi padre mientras estaba en esta escuela. Cajas de arena y meriendas de helado en el patio de concreto. A pesar de los árboles y las losetas ajedrezadas y las maestras. “Cual bandada de palomas que regresan al vergel.” (A la Escuela John F. Kennedy el huracán le llevó parte del techo, pero ya estaba abandonada hacía años.) Y hoy aquí, uno tiene que darse el tajo y pegarse el grito. (Hemos personas que, a veces, sin sentido aparente, nos cortamos la piel.) Porque es la única forma de convencerme de que lo que tengo al frente, de que la escalera de concreto y los árboles y la piel y las losetas ajedrezadas y la navaja y la John F. Kennedy y tú y yo somos y existimos. Y no nos vamos. Hay una edad de crueldad y egoísmo. Hay una edad en que todo es posible. Y hay otra en que aun lo no posible es viable, sin ser locura, solo un privilegio de la edad. Hubiera podido curar la

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integridad de mi piel a esa edad y el grito. Porque aĂşn la gente no estaba diferenciada.

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Notas sobre la fundación del pueblo Lajas se fundó, como las ciudades propias, por una aparición. Pero por una aparición concreta, que se podía tocar, que el jíbaro encontró bajo una higuera, cogió, la metió en el saco y se la llevó para su casa. Y al día siguiente, volvió y de nuevo la encontró, la metió en el saco y se la llevó. Fue esta (estatua, virgen de yeso o de palo, figura) la que exigió iglesia de cal y canto y en 1883, la villa. Que una imagen de la Virgen y no la Virgen como tal hubiese instigado la fundación de un pueblo es un hecho raramente resaltado, pero que se insinúa oblicuamente en ciertas idiosincrasias posteriores. Por ejemplo, que se destruyan implacablemente los santos que los devotos dejan en la vieja ermita de San José en la carretera 101. Que se presente un olor a molusco ciertas noches y plagas de caculos voladores y granizo. Que en Lajas no haya caridad. Aunque la hay. Y mucha. Que en Lajas se pierdan las cosas. Uno se pregunta qué pasó con esa estatua, la que fundó el pueblo. El hombre cada noche la ponía en una mesa junto a su xxii


cama. Por la mañana ya no estaba ahí y la encontraba, nuevamente, bajo la higuera. Cada día. Hasta que una mañana en vez de virgen e higuera encontró la primera piedra. (Relacionados con la historia se mencionan otros nombres: Don Teodoro Jácome Pagán, rico hacendado quien donó las tierras de la municipalidad; el cacique Yogueras, quien solía vivir aquí antes, pero ya no; “laja”, término dado a un tipo de roca plana y caliza que abunda en las fuentes de agua del lugar.) Uno se tiene que preguntar qué pasó. Con esa estatua. Si todavía anda dando vueltas por ahí, junto a otras cosas que se han extraviado. (Junto a las canicas que en el parquecito Vivoni, jugando, se las traga la tierra; o los gatos de las cocinas que un día se van para no volver.) Si ha sido hecha pedazos. (En la ermita de San José, fundada por mujeres piadosas en la década de los 20, donde se celebraron tantas novenas, hoy en día entre la maleza, detrás de las piedras y las lenguas de chucho, yacen las cabezas y los cantos de los santos.) O si permanece. Transformada. En el McDonald´s de la 116. (Lajas es un laberinto donde se encuentra una sola cosa.) En ese espacio donde el pueblo diverge de su escritura.

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(Es aquí donde uno empieza a dudar de la palabra, de su materialidad, de que sea una violencia o una esperanza. “Tú eres mi roca.”) Si algún día esto es papel y tipo y encuadernación, prometo llevarlo a la ermita de la 101 y orar porque se pierda.

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Küsheck Según mis tías abuelas, el cura más bonito que ha tenido Lajas lo fue el padre Küsheck. No solo el tipo era joven, rubio y con sotana, sino que también era un artista privilegiado que plasmaba exquisiteces bíblicas en los muros desnudos de nuestra parroquia. Su latín era impecable. El castellano lo entonaba con un levísimo acento europeo que tornábase torpe en los trámites más secretos del sagrado sacramento de la confesión. En adición a la pintura y al oficio, al padre le gustaba pasar mucho tiempo solito en la playa. Hoy en día, esta afición de pasar mucho tiempo solito en la playa sería incapaz de levantar sospecha más atroz que la del tráfico de estupefacientes (perico, polvo de ángel, coca, hierba, crack, éxtasis, mafú) o uno que otro pecadillo del venéreo. Hoy en día nuestras posibilidades son limitadas. Pero entonces era 1935, el tiempo de los villanos. Del mundo y los monumentos. La escasez de la carne. Inmundicia versus heroísmo. La adoración de la radio y, en las plazas, los soldados desconocidos por venir.

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Y una mañana de esas de aquí cuando el sol (la luz) hace las cosas exquisitamente precisas, hallaron la radio de onda corta entre los paños de la sacristía. Él estaba en la playa con los binoculares bajo la arena de los pies y el submarino alemán a la distancia. El sol lamía la mar, los pelitos de la piel, rubios, despojados de la cruz en cadena. Centelleando garzas. Se lo llevaron. Se lo llevaron los malos. Los de él. Se lo llevaron y ya nadie más en el pueblo supo nada más de Küsheck. En vida. Para hablar con él tendrían que esperar a 1957. Víctima de una fiebre. El año en que falleció en Múnich el padre Hans Frederick Küsheck, la espiritista más grande que ha tenido Lajas, doña Merela, que era ciega, habló con él en una sesión que presidió en casa de los Figueroa. Doña Provi y don Paco. Doña Provi Figueroa, una de las tres mujeres más hermosas que ha tenido el pueblo de Lajas. Don Paco, su esposo. Los Figueroa. En la sesión en casa de los Figueroa se manifiesta. Se sacaban los quinqués y se les quemaban los pabilos. Con el vaso en su sitio. Con la mesa. Cortina de damasco verde profundo. Doña Provi, de negro. Don Paco. Merela, como paloma. Dos personas más a la mesa. Tres, cinco, más. Las legiones espirituales. Completas. Vino Kardec. Hasta las cenizas. Hasta el tuétano. xxvi


Vino Küsheck. Y le preguntaron. Y le preguntaron. Küsheck en Merela. Imagínense, el sacerdote, un sacerdote espía en una médium espiritista. Medio Lajas en casa de los Figueroa. Aquello era caníbal. Aquello era teatral. Merela. Merela pasaba fluidos como quien no quiere la cosa. Gitanas, madamas, indios, budas. Y entonces le preguntaron por Lajas. Le preguntaron por los hijos de familia que murieron soldados, si estaban bien. Doña Provi, por sus dos hijitas difuntas, si hubieran sido tan bonitas como ella, si rencarnarían en reinas de belleza. Le preguntaron por los nacionalistas asesinados, si todavía estaban en el limbo. Por el almanaque Bristol, si de verdad era escrito por el demonio. Por los espiritistas más grandes de la historia, si todos eran ciegos, como doña Merela. Por loterías, bingos, tripletas, por accidentes, por futuros. xxvii


Le preguntaron por Lajas; si en Europa, Alemania, sabían dónde Lajas estaba en el mapa. Y al fin le preguntaron. Para que Lajas pudiera reírse de Macondo. Y vivir en casa de cemento. Y resistir la calma del huracán. Le preguntaron si él había sido bueno. Entonces Küsheck, en el cuerpo de Merela, abrió los ojos inmensos para ver a los lajeños y profetizarles el porvenir en sus semblantes. Pero como la espiritista era ciega, el espíritu no pudo decir nada.

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La Guámpana En Lajas había una sonámbula. En Lajas había un cruce de caminos. En el barrio La Haya de Lajas (donde había nacido un obispo y un cardenal, una excelencia criolla, una eminencia) se cruzaban los espíritus con las piedras. Se cruzaban maldades. Salían. Cosas. El pelú. La pelúa. La cuco. Un niño feroz que devoraba gansos. Una cabra decapitada que hacía berridos, que hacía “Bééé, Bééé” sin cabeza, que lo hacía por el cucú, que hacía “Bééé, Bééé”, hacía “Bééé, Bééé”. Lo hacía (“Bééé, Bééé”, “Bééééé”). Lo hacía, lo hacía, lo hacía por el fonfón. Salían muchas cosas. Salía el fonfón. Salía la caca. Salía cosita fea. Salía Satanás. Salía Lucifer. Salía Buey Cebú. Salía cosita mala. Salía María Pandilla y toda su parentela. Salía el jacho con los cuarto gatos muertos y el alcalde de la Mona. Salían monos. Gallinas de palo. Indocumentados. Salía el coño, la puñeta y el carajo. Salía el miedo. Y salía su mamá. Y muchas cosas más. Georgine Guampanot fue importada de la Francia, como el queso. Porque a Horacia Guilinguini no le hacían ni gota de gracia xxix


las enaguas nativas. El servicio burdo. Georgine fue importada por doña Horacia para servir. Rosando arquitecturas caladas, animales domésticos, fantasmagorías de manteles, finuras, vinos de champagne, Sèvres, la piel roja en tomos titulados Les Maladies de

l’Anatomie, La Mécanique Générale, L’Aviation, las tapas de cuero, la lengua. ¡Doña Horacia Guilinguini tiene deseos de Francia! La blancura de Georgine. (Horacia les hacía fueros a sus vecinas.) Horacia quería a Georgine para que cada mañana, al levantarse, Georgine la viera en su cama. Para que allí, en el sopor del día, le diera comida y la viera casi dormida. Para que le viera el rubor del contacto de tela en mejilla. Para que le viera la noche. Para que viera que, a pesar del trópico, de los hijos, ella se marcaba. (Dicen que la requintabuela de doña Horacia era como la mía, conga, linda, mandinga, y carbalí.) Para que la viera con don Guilinguini sin ropa, despeinada, sola. (Doña Horacia quiere a Georgine para figurear.) Y entonces cuando el día fuera inminente, inevitable, ya comida, la vistiera. La vistiera y la viera. Bien vista. Horacia quiere a Georgine. Pero no le aguantó mucho. Se hizo puta. Rompió la soga. Tiró pa’l monte. Botó la bola. Se pasó de la raya y del castaño oscuro. Se plantó en sus treinta. Ay, xxx


cosita rica, echa pa’acá. Esbarató el molde, se ensució en Pateco y se fue con quien nunca la trajo. ¡Ay, cosita rica! La Guámpana se hizo puta de las buenas. En la Calle de Abajo hay evidencias carnales. Iniciaciones. Avatares. Los hombres nos volvíamos distintos con Georgine. (Sus clientes.) Nos volvíamos pendejos. Después del viaje largo. Después de la infelicidad. Nos quitábamos la correa. Nos desnudábamos los pies. Nos acariciábamos los cojones. Y yo me acuerdo. (A Georgine Guampanot le pegaban.) Yo me acuerdo de los ojos de ella. (Le pegaban mucho. Sus clientes.) Yo me acuerdo de los ojos de ella antes de cerrárselos con un beso. No, embuste, de cerrárselos con dos. Y yo me acuerdo de lo bueno que era ir allá. De lo importante. (Decían que, a pesar de todo, Georgine Guampanot era bonita.) Un sábado bailamos como en la calle, pero adentro. Hablamos mucho. (A Georgine Guampanot le cortaron los labios con un cuchillo. Una vez.) Hablamos mucho. De muchas cosas. (Le cortaron los labios del sexo.) Ella y yo. Como si nos estuviera viendo todo el mundo. (Murió en 1945.) Por eso no esperen oír a Georgine hablando en este relato. (Murió de algo del hígado, antes de yo nacer, murió joven.) Porque yo no

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soy de esos hombres que les da por hablar por sus mujeres. Ellas tienen bocas. (Georgine.) Que las usen. Después del semen, La Guámpana dormía. Y dormida (desnuda), caminaba. Iba al barrio La Haya de Lajas, donde todavía no ha nacido un papa, ni nace, ni va a nacer, ni que lo sueñen, ni aunque nieve, truene y relampaguee, y las gallinas meen y nos volvamos beatos, feministas y maricones, ni nacerá, porque aquí sí que se cuece mucha cosa fea, aquí sí que hace calor, aquí sí que se goza) y, sonámbula, se instalaba en medio de un cruce de caminos. Al amanecer los carreteros la veían y se santiguaban (así estaba ella, tan parecida a sí misma).

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El fotógrafo de la obscuridad El tercer fotógrafo que tuvo Lajas era de apellido Ladrón de Guevara, pero nadie lo recuerda. Tenía su laboratorio en la trastienda del teatro del pueblo, el “Rairi”, el cual pertenecía a mi familia. En las tardes carentes de matiné, los días tristes y beodos, el fotógrafo arreglaba el escenario del Rairi con falsos telones y abalorios hipertrofiados contra los cuales colocaba matemáticamente a su clientela. Su especialidad eran fotografías comunes. Irse a retratar después de comerse una empanadilla de perro en la plaza. Así es la vida. No hay más nada. Cundía en Lajas para aquel entonces cierto furor por el baile. Las parejas incesantes en las terrazas de fiesta. Gravitación, bombillas y la escueta juventud de estar en el epicentro del mundo. He aquí la descripción de las parejas. Él riéndose. Sin afeitar. De labios finos. Y tenía las manos anormales. Ella con una lámina de sudor lila trepándosele. Los ojos inyectados en el revés del alma, desdibujándose a sí misma en inhalaciones de época, en pasos, en xxxiii


cortes, en muslos, en todo. Él con los pies viajeros. Ella de beso, boca y reloj. Él con seriedad de fin de fiesta. Fin de mundo. Adolescente. Lamiéndose los puños de las camisas, la sangre gris de los machucones de las rodillas, comiendo banco. Ella, real. La fuente de soda y la música. Al fotógrafo le llegaba esta música a su cuarto, hasta después de dormido, hasta después que se acababa. Desde sus coordenadas fijas de nube parcialmente soleada, compueblano presente, malo en precogniciones hípicas y malo en dominó, Ladrón de Guevara tuvo un sueño de años. Cuando llega a ser aquel entonces, cuando el teatro pasa a ser cine, el fotógrafo ya oye las películas. Las oye desde su trastienda. Como quien ha ido y ya ha venido. Las oye todas. El cinematógrafo de enamorados. El cinematógrafo de la risa. El cinematógrafo de la intriga. El cinematógrafo de aventuras y el del susto. No se le pasaba una. Como quien oye llover. Tenía aquí cuarenta y cinco años y acababa de despertarse boca abajo con el pelo oscuro se su pareja de baile de la noche anterior xxxiv


cubriéndole esa piel que todos tenemos sobre las alas de las clavículas. Era la media de un cuento apócrifo de literatura tropical, de otro confabulario malo con sensación de borra, tormenta y café. Hacía calor, por lo que le tomó lentitud y cariño desencajarse de la posición. Se paró de la cama. Se dio cuenta de que había dormido con medias. Se encontró fuera de sitio. No se mareó. No se le fue el mundo, ni el aquí. Solo mal puesto. (Enderézamelo.) Se enfocó en la pared del cuarto que era color madera. Punto fijo. La estoy viendo por primera vez, pensó. Pero de sopetón se dio cuenta de que era embuste. No solo la había visto desde antes de chiquito, sino que su construcción era la de las cosas casi marinas, la de las cosas frías, las cosas de existencia permanente y descarada. Se volvió hacia la cama. Madera es madera. Y como quien no quiere la cosa, xxxv


nada en el mundo pudo ya sorprenderle. Hay un instante (lo hubo) en que se inventó la fotografía (1835 o 1839, Louis-Jacques-Mandé-Daguerre) y que hizo las cosas distintas (la máquina de luz de Nicéphore Niépce, el calotipo de Talbot, las colecciones de ruinas y fósiles, el equipo de laboratorio, los puentes, las torres, copia de la naturaleza, medio transparente, espejo de la modernidad, la imagen de un gigante tirolés c. 1870 en la Bibliothèque Nationale de París, el autorretrato de Hippolyte Bayard como un ahogado frente a una lámpara, la familia real de Vahitao en el Museo del Hombre y las numerosas de Sarah Bernhardt, Lai Ah Fong, una calle en Cantón, todo esto lo saqué de un libro, la mano de la Sra. Röntgen con dos aros de matrimonio, polvos de magnesio, la pornografía de anatomías de culos, chochas, tetas y bichos, todo bien grande, la cromogeometría de la locomoción, juguetes ópticos, omniscopio de Henry Dumont, fotobioscopio de Cook y Bonelli, zoopraxiscopio de Muybridge, kinetoscopio de Edison, el fenakistoscopio, el taumatropo, el zoótropo, la persistencia de la retina, el cinematógrafo). Hay un instante en que la tarde pasa a noche. Lo viví en Vermont en 1998 acostado en el suelo en medio de un bosque de xxxvi


árboles gigantes. En ese momento lo que es figura y lo que es sombra se intercambian. Pero lo del fotógrafo no fue un instante (entiéndase, no fue síncope, fuga, Aleph borgiano). Fue una condición de ir por la calle (por cada latido, por cada signo) y pensar que a cada persona (cada cara, cada cuerpo) le había hecho el amor o lo había engendrado. Una condición presente. De maravilla. Así es que empiezo a encontrar su cuento, el que le pertenecía (porque ya nadie lo recordaba). Descubriéndolo en trazos. Con mi libreta frente a los narradores. Viéndolos a los ojos mientras dejaba mi lápiz respirar sobre el papel. Sentado sobre fondos de pajilla en salas tranquilas de casas chiquitas con cortinas en las puertas o sobre un lugar en sus propias camas (asilos, residenciales, cuartos de pueblo). Copié muchos cuentos. Ninguno fue sobre él. Nunca nadie mencionó su apellido, ni su profesión, ni su peripecia, aun cuando las palabras se extendían y me ofrecían agua y café y mi mano sudaba la página. Y así, sin nada dicho, nada oído, fue que empecé a sentirlo. Lo que le sucedió. Lo empecé a sentir en los silencios. En las lagunas de las historias. En las pausas demasiado largas en recuentos por memoria de novelones desquiciados (El

Judío Errante, Águila frente al Sol), los suspiros aspirados entre las xxxvii


líneas de Rafael Pérez y Pérez, las deconstrucciones. Íntegro entre las mujeres que se pierden y los ancestros que se niegan. De cuerpo entero cuando se nos va el hilo. Algunos gestos involuntarios, algunos gustos (adiviné en dos ancianas, tal vez de las que lo amaron, cierta indiferencia, cierta invulnerabilidad al recuerdo). Lo vi ahí entre los nombres cambiados de los chismes y las omisiones. Ultimadamente en las fotografías que hizo. (En una de bodas en la que ni los semblantes ni las piernas de los novios se distinguen.) Se me dio inevitable con la inevitabilidad simple de la existencia de una persona (Ladrón de Guevara) que a los cuarenta y cinco años de edad se despierta con el conocimiento entero y vencido. La inevitabilidad de que la profesión de esta persona fuera la reproducción de la realidad (la fotografía). Eufórico, enarbolado en su propia desnudez con medias, completamente abierto, de primera intención el fotógrafo gozó mucho al darse cuenta de lo que ni más ni menos era el mundo. “Una silla, la silla de mi cuarto.” Y la comprendía y por la ventana… “Un ramo de trinitarias violeta.” Y lo sabía. Bodisatva en rapto principio de éxtasis; Mesías recién hechecito, nuevo. “Un pedazo de colchón, el cielo.” Lo imaginamos abriendo la puerta y siendo una religión. Pero estaba en un cuarto amando. “Otro ramo xxxviii


de trinitarias violeta.” (De haberla visto hubiera podido comprender una rosa.) “Los cromos de santos en la pared, el cuerpo entre las sábanas.” (Sin tocarla.) “El polvo.” Sobre las superficies. Sonreía. (El fotógrafo sonreía tanto que se le veía la lengua entre los dientes.) Hasta que vio. “El pilar de mi cama.” Clavado en uno de los pilares de la cama. “Una fotografía.” La potencialidad de alterar el orden de las cosas. Esa noche, Ladrón de Guevara fue a la terraza de baile. Allí una mujer (de las que había bailado con él antes) le dijo: “Estás muy feo, Ladrón. ¿Quién te está cuidando?” Ella sintió el airecito frío de la madrugada, aunque apenas había oscurecido, y empezó a bailar con él un bolero. Había ido al cine el sábado anterior y se lo había imaginado detrás de la película, donde sabía que él trabajaba, parado, acariciando con sus párpados la lona gruesa de la pantalla. Ahora, sin embargo, se distraía con otra imagen. La del fotógrafo, quieto en sus brazos y lo demás dando vueltas. Él la vio también (la piel que se imprimía con la presión de sus dedos al guiar el baile). “Te veo quieto en mis brazos.” La música pasaba de bolero a cumbia, guaracha, mambo, derivados del son. La aceleración de las mesas y los trajes que por compás se le escapaban, al pelo de la sensación. “Te veo quieto.” El fotógrafo xxxix


se dijo, ahí, en ese vértigo, en esa imprecisión de lo que se mueve, del margen (ahí), en la difusión de lo que no para, tiene que estar (la partícula que no conforma el modelo de Bohr, la forma platónica sin idea, accidente sin substancia, carta de baraja sin destino, un paso fuera del baile). Ahí, se dijo, ese punto, ese espacio (tan claro, se dijo) que por virtud de salirse de la realidad puede mandarla al carajo. Ese punto o espacio (repito, se dijo) existe. “Te veo…” Y yo voy (por malo, se dijo) a fotografiarlo. Cuando bajó las escaleras de la terraza, detrás de él, un ruido de risas y brillantina le dio la hora (era la dimensión de la madrugada en que los señoritos del pueblo se encaminan a jolgorios y bodas de campo a emborracharse con vino de cocinar y pelear). Recordó un sueño que tuvo en que mataba y lo mataban en uno de esos rosarios de la aurora. Pero ahora comprendía la levedad de sueños pasados. La neblina que bajaba hasta el nivel de los techos esa noche le trajo una confirmación. Cruzó la plaza de Lajas hacia el teatro. Al día siguiente cambió la manera de su oficio. Habló con uno de los dueños del cine, mi bisabuelo, don Jerónimo Irizarry del Toro, sin que el otro dueño lo supiera. Habló con el otro dueño del cine, mi otro bisabuelo, don Salvador Ramírez Bascarán, sin que nadie lo supiera. Finalmente, hablaría xl


con Sangre que era como se llamaba el operador de los proyectores. Los clientes que llegaron a fotografiarse para aquel entonces quedaron desagradablemente impresionados. Idos estaban los falsos telones, los abalorios hipertrofiados y en su lugar el blanco de la pantalla de cine auguraba porvenires inciertos. Con suma amabilidad, Ladrón los hacía posar frente a la pantalla, Sangre corría el proyector y cintas cinematográficas foráneas se proyectaban sobre los lajeños. Así, se imaginaban. (La cara de don Toto Vega riendo de cuerpo presente junto a la de Buster Keaton; Pito el Gato en rutilantes banquetes, selvas furiosas, en una de las primeras películas de vaqueros, en el mismo cuarto que Mary Pickford; Olana Finí desmadejándosele en los brazos a Rodolfo Valentino mientras solo podía pensar en John Barrymore.) Ladrón enfocaba la cámara y apretaba el gatillo. Pero al revelarse, las fotografías solo mostraban borrones entre los cuales, de cuando en vez, las burdas siluetas de los lajeños se adivinaban. La gente se quejó. A los dueños del cine. A mi otro bisabuelo Salvador Ramírez Bascarán, a quien conocí al final de su vida cuando estaba ciego de ambos ojos en su casa de madera con lirios rojos y palmas de desierto, detalles afrancesados, losetas de selva y xli


un arcón con la escritura de sus cuatro hijos varones, sin hembras. A mi bisabuelo Jerónimo Irizarry del Toro cuya casa (la Casa Grande) pertenece a otros cuentos. Pero no fue necesario hacer nada. Ladrón de Guevara abandona la trastienda del cine-teatro Rairi. Un 5 de junio por la mañana. Lo ven irse. Con su equipo en los brazos. Lo ven. Después. Corriendo descamisado por las calles a las dos de la tarde con su trípode a cuestas y la cámara al aire. Le ven las cicatrices. Las líneas en las palmas de las manos. Le ven los brazos. Lo ven loco. Antes, ella había ido donde él para decirle que Los Hijos de la Noche estarían tocando en la terraza. Él le había enseñado su colección de fotografías de borrones y nubes. “No se distinguen, Ladrón.” Él le sonrió. Estaba desnudo. “Que son un chorro de porquerías. Que no se distinguen.” Él bajó lo que tenía puesto y la penetró. “¿Cuál es la que menos se distingue?” Entonces, ella tomó una en que los borrones se disipaban en sombras. Como un pintor con diferentes etapas, Ladrón de Guevara, el tercer fotógrafo que tuvo Lajas, pasó de la confusión a la nada. xlii


Esta fue, sin duda alguna, su edad más sobresaliente. La fase de imágenes negras. Con la cámara y el trípode ya articulados al cuerpo por el uso continuo, como apéndices. Como un insecto que busca (y cuando busca no encuentra), como una exhalación. Fugándose de un intersticio a otro. Asiendo sombras. (Ladrón de Guevara era de esos flacos que son fuertes.) ¡Las obscuridades que retrató! En sitios tan distintos. Debajo de las mesas, debajo de las suelas. Cuando las tomas se hacían demasiado cercanas. Como entre las llantas de un automóvil en movimiento. O demasiado lejanas. En los tránsitos de un bautismo. Tomas altas. En nidos de palafitos en el tendido eléctrico. En la capacidad del agua en el filo astillado de un vaso de cristal de Bohemia. Cerrando el iris. No dejando pasar la luz. En el vaho de los tugurios. En orificios. De cabezas de comején. En eso que respira en las casas antiguas cuando llueve. Ese espacio entre el plafón de madera y el techo de zinc. Y en las cosas que no han debido haberse botado. Ladrón se flexionaba todo para lograr el ángulo perfecto. En tapices purpúreos de tigres fosforescentes, en águilas federales y en ciertas cosas (la cara católica de John F. Kennedy, años después), que no han debido haberse botado. Los otomanes de mimbre. Teléfonos xliii


negros, teléfonos de rueda. Árboles de Navidad. (Y es que nada de esto ha debido haberse botado.) Bulbos de flores variegadas, auténticas, perfumadas. En la vibración de un músculo. (Nada de eso ha debido haberse botado.) Paños monogramados. Figuras de cuerda. Figuras de cera, esmaltadas. Balanzas. Pianolas. (Nada de eso…) En la plata. En la tierra bajo las uñas, la loza pesada. (…ha debido haberse botado.) En el sudor de tus ojos. (Nada de eso ha debido haberse botado.) En tu calor. (Porque nada de eso ha debido haberse botado.) Pero se botó. Algunas de estas obscuridades lanzaban fumarolas de miedo al retratarse. Algunas lograban cierta popularidad con la gente y perpetuaron cierta boga de coleccionismo. [Ver nota al calce.]* --*[Nota al calce. Una señora de Yauco perdió la cordura viendo uno

de estos retratos negros. Asesinó a su marido y le disecó su grasa con la cual confeccionó una línea de jabones exquisitos que la señora (llamémosla “X”) ofrecía como óbolo de aprecio a sus amigas más íntimas en ocasiones especiales. Las amigas, eufóricas y fuera de sí exclamaban: “X, pero que cosa tan buena para el cutis.” Y “X”, desbarrada, desmelenándose en guasa les ripostaba: “Niñas, mejor que en vida”.] xliv


Entonces pasó una noche (el pueblo entero se imaginaba que Ladrón no dormía siendo las noches las regiones más propicias para captar obscuridades). Ella pasó emperifollada por la plaza. Él estaba ahí hecho un caracol. Se pararon frente a frente (dos líneas paralelas interceptando el centro del pueblo). Él sacó las fotografías, todas completamente negras, y las compartió. Una a una, como postales. Aquí está el mundo, ella pensó, pero sin verse. Y mientras se las pasaban parecían dos niños intercambiando cromos. (Dios mío querido, Ladrón de mi vida, y de mi amor, ¿quién te está cuidando?) Uno de estos, pensó ella, tiene que ser el retrato que no me va a dejar llegar esta noche al baile. (En su casa de bañera de patas de león y bancos de concreto, “Buenahora 1914”, mi otro bisabuelo, don Salvador Ramírez Bascarán, saca cuentas.) Una de estas va a ser la imagen que no va a caber en mi vida y cuando la vea, mi vida se va a romper. (En su casa de vitrales y celosías, en la que perteneció a don Víctor y doña Gloria Buenahora, Salvador Ramírez Bascarán divide su herencia en vida.) Él la vio buscándola como la última estampita que falta para completar el álbum. Le sonrió. Entonces ella la encontró. El final que demanda este cuento es tal vez el final del Fin del Mundo. Que en el momento de encontrarse esa fotografía de una xlv


obscuridad que contradice el universo, nos hubiésemos hecho todos portentos, premoniciones y cataclismos; Lajas, fragmentos y granos de haluros de plata danzando como fantasmagorías de película en la retina. Pero Lajas existe (este, su cuento, existe). Por lo tanto, no pudiendo ser esto, el final tal vez lo sea la eliminación de la memoria, de ella, del fotógrafo de la obscuridad. Esto, sin embargo, es también inaceptable. Ellos existen (ya que este, su cuento, existe). Creemos entonces, que el final de este cuento tiene que estar en otro sitio, tal vez en algún lugar fuera del cuento mismo. Con el pasar de los años, el cine-teatro Rairi de Lajas sufrió muchas transformaciones. Finalmente, por su posición privilegiada (frente a la plaza pública), la Iglesia Católica solicitó a mi familia que se le otorgara como donativo y fue demolido. La terraza de baile permaneció en desuso hasta hace muy poco cuando el gobierno de esta municipalidad la adquirió con la intención de hacer de ella un museo.

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Hombres pájaro Hubo en el pueblo un joven que se abrió el costado tratando de volar como el hombre pájaro. El hombre pájaro era un itinerante deslizándose por un tensor desde el Cerro hasta una de las terrazas de la Calle Lealtad. Después (era domingo) amenazó con lanzarse desde el campanario de la parroquia, pero ya en lo alto juró que tenía familia y la gente se compadeció. Esa noche, el joven (quien dicen que era sobrino de Monserrate Garrastazú) se abrió los puños de las mangas y recordó al hombre pájaro. Lo imaginó nuevamente en la torre de la iglesia, pero esta vez las campanas sonaban. (En Lajas las campanas suelen tocar: “Si no me dan café con pan le rompo la crisma al sacristán”.) Sin compasiones. Sin tensores. Esta vez voló como el demonio del mediodía, aspirando el polvo de las botánicas, los lamentos de la gente, su fe, el talco de las barberías. Este, mi cuerpo, no va a volar. Ocho veces he intentado traspasar los letreros, rehacer la anatomía (verjas de alambres de púa, fincas de cacería, zonas xlvii


limítrofes, la laguna). Reanimar las presas, echarles agua. Rezar la carne. Beber el agua. Marcar las armas. Y a la novena va la vencida. (Pensamos que el hombre pájaro no le había devuelto los chavos a la gente y esto era verdad.) En su cuarto, el sobrino de Monse Garrastazú se enrolla las mangas de la camisa y siente los vacíos extendiéndose desde sus brazos. Y bebe el agua. Al abrir la ventana. Para entonces el hombre pájaro ya se encontraba en otro pueblo.

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De lo que doña Alma María Ríos viuda de Salcedo obró después de haber oído de los actos abominables perpetrados por los indígenas de la isla de Borikén en el cuerpo de su esposo Una lista de piezas arqueológicas encontradas en el conchero de “Las Cucharas” (barrio Palmarejo de Lajas) enumera: “…187. Mango de vasija, zoomórfico, arcilla roja, 3.4cm x 3.0cm x 2.7cm) / 188. Varilla de abanico, nácar (3.8cm de largo) / 189. Punta de hacha…” El artefacto 188. no debería pertenecer a esta lista. Lo que sigue es una breve elaboración de este artificio.

Doña Alma María Ríos viuda de Salcedo rezó por la salud de su esposo una última vez antes de oír al mensajero. Entonces exhaló sobre una vela y rezó por su propia fe. Era de madrugada en San Cristóbal de Granada. La mantilla sobre su cara, tocando encaje negro, no esperando nada, de alguna forma ella recordó la carne. Era 1511 y la madrugada asustó al mensajero. Sola, entonces, en esa iglesia de San Cristóbal de Granada doña Alma María Ríos habló por largo tiempo en 1511. No le estaba hablando a Dios. Y al final de la madrugada, ella se dio cuenta de que no le estaba xlix


hablando a Dios. Solo entrenaba su voz para que la historia no pudiera grabarla sino en registros de silencio. En esta empresa, aun si por contexto y circunstancia más que por voluntad propia, tenemos que admitir que la viuda de Salcedo logró éxito en gran medida. Así, solo nos llega que doña Alma María Ríos era de cierta familia, cristianos viejos, limpios de sangre, que abandonó España en 1512, cuando ni siquiera a las moras y las judías se les permitía acompañar a sus maridos. Siendo viuda, tenía libertades. En la carabela viajó con hombres. Conservando, sin embargo, el decoro de su rango. No dejaba su cabina. Estaba enlutada. Cubierta. Una década después la corona española se daría cuenta de la invitación a la concupiscencia que constituía un hemisferio de colonias de machos blancos. En 1525, una cédula real promulgaba la exportación de sirvientes europeas esperando poner fin a la raza mestiza. Pero cuando la viuda de Salcedo pisó la isla, el suelo todavía era esa mezcla de sudor, sangre y minerales que las blancas no conocían. Ella se quedó por tres días en la villa fortificada de San Germán de Auxerre. Entonces, ya no estuvo más allí. Doña Alma María Ríos viuda de Salcedo camina las vertientes del Río Loco rogando por memorias. El historiador don Gonzalo l


Fernández de Oviedo habla de cómo el Capitán Diego de Salcedo llegó a un río como ese un año antes. Él quería cruzarlo. Alma María solo lo bordea. Gentilmente, al capitán, quince o veinte aborígenes le habían ofrecido su ayuda. Gentilmente, le dieron comida, le cambiaron sus vestidos, lo llevaron al sitio donde las aguas son más profundas y lo ahogaron. Doña Alma María quiere recordar a ese hombre. Pero sus propios pasos solo le traen líquenes y ruidos y pieles oscuras. Y si es cierto que quince o veinte nativos mantuvieron a su esposo cogido por el pelo por horas bajo el agua, y si lo llevaron a la orilla y le rogaron perdón a su cuerpo, si lo velaron por tres días con miedo a que resucitara (él había sido joven), si solo la putrefacción mató la creencia, nada de eso impide a la mujer beber de las aguas de ese río, muchas veces. De hecho, es solo cuando los indígenas la rodean que ella piensa en su esposo. Al fin, piensa, esta es la gente que tuvo que desmembrarlo a él para convencerse de que los hombres españoles no son dioses. Ella levanta su mantilla para verlos más de cerca, tocando encaje negro, no esperando nada, ella piensa que de alguna forma recuerda a Dios. Pero es solo la sonrisa de la historia borrándose a sí misma en su propia carne. li


Los camposantos de Lajas Tiene Lajas tres cementerios oficiales, uno al lado del otro. El más nuevo queda más al noreste, el más viejo al suroeste. Están guardados por sendos portones que se cierran (candados y cadenas) una vez finaliza la tarde. Su funcionamiento regular (abriéndose de nuevo cada mañana) no inhibe aquí la proliferación de otros cementerios, entendidos como espurios, accidentales o ambulantes. Surgen así con el tiempo las siguientes premisas: un osario lapidado entre las paredes de la Casa Alcaldía; un montículo de tejidos blandos que aparece y desaparece por el vertedero municipal; un cubujón de cemento donde vuelan las auras; el mar; otras. Fue en los años ochenta cuando un periódico trajo la noticia. Algunos veteranos de guerra, quienes realizan sus reuniones y despedidas de duelo frente al último portón, habían visto el cementerio viejo dividirse en la noche. Seis tumbas se habían abierto y restos de ropa y de comida yacían en criptas y capillas. Hablan de ñáñigos cubanos y de fraternidades. Hablan de una deidad africana cuyas fiestas patronales son ahora celebradas públicamente frente a su morada. Y todos sacrificamos, sin lii


saberlo. Hay la leyenda viva de una familia pobre que habita este cementerio. Esta familia está completa. (Se ha encontrado ropa de hombre, ropa de mujer y ropa de niño.) Quienes los han visto notan que, lejos de lucir como mendigos, son dignos. Su aspecto siendo más bien el de una lámina de escuela (como sería la familia de nuestros campos). No limitándose, sin embargo, a la nostalgia, la aparición ha impulsado a sus visionarios a traficarla en distintas iniciativas. Es un hecho, por ejemplo, que se han manufacturado cromos de esta familia que últimamente se distribuyen en las botánicas de Nueva York junto a estampitas de médicos venezolanos y patriarcas chilenos. Como es un hecho que su arcano se ha utilizado en el diseño de ciertas cartas de la fortuna confeccionadas especialmente para novias preñadas. Y así, propagada (duplicándose en el aspecto dorsal de los antebrazos de padres solteros, en azabaches y lunares congénitos de madres divorciadas). Y así todos (siendo Lajas un pueblo fundado por la aparición de una imagen y el mundo, en gran medida, tan pequeño) acudimos al cementerio esperando ver a la familia. Como fuimos cuando jóvenes a los campos quemados de Olivares para ver a los extraterrestres. Y yo, por lo menos, no los vi. Y en vigilia. Hasta liii


que se vaya la luna y surja la bioluminiscencia. Aspiramos el aire. Sin pisar las tumbas, sino más bien fumando a su alrededor. Las partículas de los muertos. Es grande el número de camposantos no oficiales (y ambulantes) de Lajas y se piensa que aumenta en cada inhalación.

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Laura y José La imagen es de una permanencia exquisita. Una mujer con las manos en la cabeza declamando el poema. Arriba y abajo de una casa alquilada en la Calle de Abajo. Después de Aguadilla, antes del Manicomio Insular. La mujer no es Laura. Y si no conocen la historia, pueden ir a buscarla (Arce de Vázquez, Margot. La Obra

Literaria de José de Diego. San Juan de Puerto Rico: Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1967, págs. 387-388. / Negrón Flores, Ramón. Del amor a la locura. San Juan de Puerto Rico: Tip. San Juan, 1939, 20p. / Rosa Nieves, Cesáreo. Laura: mujer, sombra y

mito. Río Piedras: Universidad de Puerto Rico, 30 de septiembre de 1954. / Meléndez, Concha…) Así vemos en Lajas el lugar donde estuvo la casa, la Calle de Abajo, donde hoy hay una funeraria. Y prevemos la imagen (una mujer caminando con las manos en la cabeza declamando el poema). Cuando se nos viene el mundo encima. La elegía “A Laura” de don José de Diego consta de ciento setenta endecasílabos agrupados en cincuenta y dos tercetos y un lv


serventesio final. La rima es consonante siguiendo un esquema ABA en los tercetos y encadenando cada estrofa. Se dice que la composición exhibe un tono triste la cual la define en su género. Fue escrita en 1888, cuando él estaba en Barcelona y enviada (“A Laura”) como una carta. Abre admitiendo la pérdida de la amada. Sucesivamente alterna justificaciones, apóstrofes, dudas, reproches, recuentos de lo pasado, admoniciones de orden moral y finalmente el perdón al agravio. Esto la completa. Generaciones han memorizado el poema (declamaciones en actos e intimidades), lo han copiado. Encierra, como todo arte, una resistencia intrínseca a cualquier comentario sobre el mismo. Tal vez si lo transcribiera en esta página tendría la capacidad de borrar lo que he escrito (la casa, la imagen, sus referentes). Otra casa, la de José de Diego en Santurce. El Puerto Rico Ilustrado del 20 de noviembre de 1915 en las páginas 20 y 21 de su “Crónica Social” la describe: “…aquella mansión mitad templo de Arte, mitad templo de Patriotismo…aquellas salas, llenas de lo más selecto de la sociedad de San Juan. Salas con valiosísimos adornos: un busto de Napoleón; un ánfora del Siglo V; un calendario azteca; un ‘pisapapel’ que llevó Méndez Núñez del Callao en su navío; la célebre ‘onda’ de Brujerau; una piel de tigre; unas tablas romanas; lvi


cuadros de Campeche, de Oller; una Madona insuperable”. José de Diego en el comedor octagonal, la luz de los vitrales orgánicos transmutando su rostro (sus bigotes) entre las sombras de los doscientos invitados. Alguien le pide unos versos del poema, él los declama. Al mismo tiempo, en Lajas, está el balcón. Yo creo en la maldad de ese poema (en su seducción). Algo que hechiza la verdad, que la supera. (La verdad la ventean en Lajas en anónimos. Que mandan de madrugada. Que se meten por las persianas.) Cuando nos vamos a acostar y habiendo visto y oído no sabemos (qué es moralidad, presente, sueño) o cuando tenemos duda. Siempre amanece en papel y tinta negra. La seguridad de que sí, a pesar de este calidoscopio, de esta visión, hay planos fijos. El pueblo cubierto. Cenizas de paja de caña en tiempos de zafra. Esto es lo que dicen: QUE JOSÉ DE DIEGO NO ESTABA ENAMORADO AL ESCRIBIRLO. QUE LA TRAICIONÓ. LA ABANDONÓ. QUE EN BARCELONA TUVO OTRAS MUJERES. MUCHAS. QUE EL POEMA FUE COMPUESTO COMO UN EJERCICIO Y SOLO ASÍ (mediante la fabricación de una culpa invertida acrecentándose en su propia belleza) PUDO LLEGAR A SER (casi) PERFECTO. (En estos renglones los anónimos se chorrean viciosos regodeándose en atrocidades que lvii


aquí solo osamos mencionar en sus aspectos más genéricos: las perversiones de la métrica, las pendejaces de la crítica literaria, la cabronería de los próceres.) Por otro lado, aquella señora quien en verdad no se llamaba Laura, casada con un hombre guapo, docto, amable, SE CASÓ POR AMOR. TUVO HIJOS CON SU ESPOSO. CON SU FAMILIA FUE COMO TENÍA QUE SER. QUERIDA Y FELIZ. INMENSAMENTE. Como tenía que ser y como fue. Ya que si al final creemos (o descreemos) en todo esto, solo nos queda la imagen (la mujer con las manos en la cabeza…) y su imposibilidad. En la imposibilidad de la imagen está la repetición. Repetir el poema para encontrar el código (las lagunas de la palabra). Repetir el poema para encontrar la fisura (ya no del tiempo, sino de la mujer, de sí misma, del espacio). Repetir el poema por el placer, por demostrarlo hermoso, tenue e inútil como una época, como una adivinanza. Repetir el poema para aniquilarlo. En el balcón de la casa alquilada a doña Petra Figueroa, telefonista en Lajas por tantos años. Repetir el poema para engendrar en cada vuelta del verso, de la ficción, en cada comisura, el otro poema (el suyo, el indecible, el único, el de doña Carmen Echevarría de Koppish). lviii


La anécdota (la historia) tiene un fin. Un amigo le dice al prócer: “En el manicomio hay una loca que no hace mas que declamar tu poema”. Él contesta: “Por curiosidad voy a verla”. El balcón de la Calle de Abajo (de la Calle Unión) se transpone a una sala del Manicomio Insular. Él ve la imagen, la reconoce, poco después, ella muere. Pero las imágenes (la verdad) se quedan girando como armas con filo en el ojo del alma. José, amputándosele una pierna en 1917. Su casa desmembrada. Su comedor octogonal, la oficina de nuevos grandes maestros masónicos. Su escritorio de mosaicos de nácar, hecho una pieza de museo en la biblioteca del Ateneo Puertorriqueño. Una de las puertas de cristal esmerilado con sus iniciales, inexplicablemente en el baño de un restorán en San Germán. Su patio interior la tumba de Chago Palmer. José de Diego frente al sepulcro de su madre, ya inválido, muriendo de septicemia, diciendo algo que no es el poema, algo que nadie entiende. El balcón de la Calle de Abajo pasquinado de arriba abajo. Con anónimos que nos esforzamos en descifrar. Con la esperanza de que sean suciedades. Obscenidades que nos mantengan despiertos. Se esclarece una línea. En voz alta se lee: POR CURIOSIDAD VOY A VERLO. Y sin necesidad siquiera lix


de abrirse la tierra, despejada, desde su mรกs profundo, la mujer, quien nunca fue Laura, resucita.

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El reinado de Divina Lluch No se habían acabado de zurcir los últimos ruedos ni de extirpar las puntas feas a los crisantemos cuando alguien dijo: “Es Arabia”, “Bagdad”, “Es la India”. “No”, se replicó, “Es Alejandría”. Frente a nosotros se extendía la materia del Reinado de Divina Lluch. “No terminaremos.” Pega de acerola. Cartón. Torres de escarcha. Aunque hacía ya más de un año que se habían ordenado los mundillos a Moca y las coles a Bruselas y los siquitraques al Hong Kong. Frente a la mesa de las coronas, Palmira tenía la lista. “No terminaremos.” (¿Serían coronas de muerto?) Fue una época en mi vida, después de la escuela de medicina, cuando empecé a soñar con lugares. Estos sueños no tenían presencia de personas ni de tramas. Solo sitios. Poco a poco me fui dando cuenta de que los sitios se mantenían de sueño en sueño, una identidad expandida formando tejidos o dominios. En definitiva, que todo podía ser dibujado en un papel. Que eran mapas. La bidimensionalidad del Reinado de Divina Lluch. “Es el Oriente.” Se habían seleccionado lxi


los retazos con más brillo, con más obra. Se habían rasgado los ojos con tiza y peraltado los arcos. “Es el Oriente, que embiste.” Habíamos limpiado el pueblo, pero se veía igual. Por las calles con postes de Lajas hay una recua de odaliscas bebés esperando su participación en el Reinado de Divina Lluch. Las cuidan batuteras con lenguas de fuego. Hubo que alinear los huecos de las casas con los huecos de las fachadas. Hubo que enmascarar el calor. Hubo que codearse con cafres y con saltimbanquis. Y erigir un paredón para aleccionar a un bruto que no supo distinguir entre el papel de estraza y el papel maché. Hubo que hacer un programa y seguirlo. “Es la China”, dijimos. “Es el Japón.” Es lo mismo. Porque ya los huecos de adentro coincidían puntualmente con los huecos de los frentes. (Se hizo una excavación para una cápsula del tiempo, pero salió al otro lado.) “Es el Acrópolis griego, el Coliseo romano.” En la plaza del pueblo tocan en aparatos de cuerno discos gramofónicos con aplausos grabados. “Es el Siglo de la Invención, Europa. Es la corte completa del Gran Inca con vírgenes, con disparates, con cenotes. Es nuestro Agüeybaná, Maximiliano, Carlota y Lao-tze. Juntos.” Y se añadió, “Coño”. “Es la Patagonia, Santiago de Cuba.” Y empezamos a tachar de la lista. lxii


Lo que ya se había hecho. Las decoraciones de los ujieres. La composición de las danzas. Las esquelas ridículas. El quítate tú pa’ponerme yo. La suspensión de la incredulidad. El deseo. “No, no terminaremos.” El ponche de jugo e’piña. El adiestramiento de los bomberos. Las frituras y las murallas. La cuarta pared. Los justos por pecadores. Los centros de mesa. (Porque inadvertidamente lo escribimos dos veces.) El deseo. La quema de los libros. La exaltación de los buenos. Las inspecciones de higiene. Para detenernos en el “hall”. En la Casa Consistorial. Casi dormidos. Extirpando raíces a las heliconias. Hubo tantas lxiii


producciones después del Reinado de Divina Lluch. Tantas reducciones, tantos montajes. Santificando las palmas. Para que alguien tuviera los cojones de venir a decirnos a las tres de la mañana: “Se les ha quedado algo”. Y al salir afuera, el sereno completo contra nuestras caras encontráramos que sí, que era verdad, efectivamente, algo se nos había quedado. (Entonces no pudimos darnos paz. Irrumpimos en las botánicas. Sin pagar un solo clavo. Saqueamos las esencias amarillas, las esencias rojas, las arterias, las vaciamos y sin tregua ni fuga, se nos quedó el calor.) Yo he visto (de vuelta ya a las cartografías). Las topografías de mis sueños. En ellos, Lajas vuelve como una serie de techos, como determinados interiores, como un cuerpo. Las conexiones de los cuartos, el orden de los salitrales, una figura (de quien apenas conozco que vivió solo hasta sus treinta y que después de su reinado ganó mucho peso y conservó la cara bonita). Concebida ya no como una persona, sino como un esquema, como un dominio más en los mapas. Presento este escrito como aclaración. La producción del Reinado de Divina Lluch no estuvo terminada. Su exotismo, su corporeidad fueron imperfectos. (Como este, su cuento, es el más imperfecto.) Su orientalismo, inventado. Y aunque muchos dicen lxiv


que nunca se ha dado ni se dará nada igual en este pueblo, después del espectáculo, los que lo montamos seguimos tejiendo los ruedos.

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El reinado de Molly Paz El reinado de Molly Paz, aunque posterior y menos ambicioso que el de Divina Lluch, sobresalió por la presencia en el mismo de doña Ruth Fernández, “El Alma de Puerto Rico Hecha Canción”. A la tierna edad de quince años, doña Ruth fue a cambiarse a un dormitorio de la Casa Grande, siendo mi bisabuelo Jerónimo uno de los dueños del teatro. Y cuando salió del cuarto ya portaba el atuendo fabuloso de sirena, el peinado exacto, y las falanges endiamantadas que la caracterizarían hasta el sinfinal de su fama. Así, puesta como es, subió la cuesta hacia el teatro. Viajaba mucho viento por la cuesta esa noche y hacía (a pesar de ser naturalmente un conducto aireado) un frío que no era normal. Tanto así que se llegó a decir que Ruth Fernández había traído el frío a Lajas como Fela la nieve a San Juan. En el tope de la cuesta, el escenario del “Rairi” la esperaba cubierto de una corte de mariposas y luciérnagas infantiles. En su centro, en su trono, presidía Molly Paz quien al seleccionar el tema de sus efemérides se había adelantado a su época en su gusto por los artrópodos. lxvi


Enmarcada por el tableau viviente de una plaga niña de insectos antropomorfizados, deleitó doña Ruth con dos piezas, entre las cuales sonó la pianola. Fue durante la segunda canción (algunos piensan “Ilusión”, otros, “Cuando vuelvas”, otros, senilmente, “Gracias mundo”) que ocurrió el fenómeno. La madera del teatro retumbó. Empezó a expandirse y a emitir sonidos de chelo. Con esto, piso y paredes cedieron a la tentación de transpirar un licor rojo y todo se puso inverosímil. Hoy en día inferimos, por la física, la causa en el frío. El enigma, sin embargo, persiste: ¿De dónde salió el rojo? (El sábado anterior habían peleado sobre este escenario Félix Semidey y Martín García, siendo el boxeo, como otros, deporte de sangre y la madera, porosa…) ¿Sería la voz? ¿Sería (es necesario decirlo) el sentimiento? Fernández de rumbera, con su vestido blanco sobre las tablas colorás sería un signo. Y las niñas cogieron miedo. Le cogieron miedo las mariposas y las luciérnagas infantiles y los niños, caballeros acompañantes, que eran grillos y saltamontes y las damitas más grandes que rodeaban el trono y que a pesar de ser tan nuevas y nenas y ajenas todavía, tendrían, cronológicamente, la misma edad que Ruth Fernández.

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“Oye, cállete”, gritó una de las más chininías que estaba de mariposa. Pero Ruth (quien en algún momento de su vida sería esposa de pelotero) la ignoraba. “Oye, cállete.” Pero Ruth cantaba. Y como “Oye, cállete” no funcionara, la mariposita empezó a emitir un “Shhhh” que se extendió por toda la corte. Todos los niños en la misma nota, nota de “Shhhh”, desarrollándose en revolú de insectos que se despeñaban despavoridos desde los bordes del proscenio hasta las faldas de sus madres, como suicidándose contra la luz. La misma nota, base de otra interpretación, una futura (el “Lamento Borincano” en las exequias del prócer en la catedral). (Recordemos.) El “Shhhh” de los caballeros grillos. La descomposición de las damitas. Gritería en el gallinero y Molly, quien perteneció a una de las familias más republicanas, más distinguidas, más blancas y más queridas de Lajas, quedándose sentada. Hasta que termina la canción y Ruth sale (al examinar bien el traje de reina de Molly Paz notamos que este también conformaba un coleóptero, aunque ficticio) acompañada de catorce hombres que eran músicos. lxviii


Se dice que Ruth Fernández (quien en varios momentos de su vida manifestó particular admiración por los países nórdicos) trajo el frío a Lajas. Pero tal vez fue más. (Esa noche Ruth y los catorce hombres viajan en un auto grande. Esa noche sobre la cúpula de latón de la sala de la familia de Molly se siente granizo.) Como Fela la nieve a San Juan.

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El ajusticiamiento de los conejos Dos bandos. Los conejos estaban gordos y los muchachos flacos. Existe la reflexión (en los ojos de uno de los conejos) de uno de los muchachos, el de catorce años, besándose las manos. En sus respectivas jaulas los demás conejos se hacían de la vista larga. A la mañana siguiente, el conserje de la Superior Luis Muñoz Rivera encontró en el traspatio de la escuela once conejos fuera de sus jaulas y degollados. “¿Quién va? ¿Quién busca el grado?” había preguntado un muchacho a los conejos. “¿Quién precede al primer vigilante? ¿Quién llama?” Los muchachos (por alguna razón) ahora se tocaban las manos y las caras los unos a los otros y se destapaban la tetilla izquierda. Horas después, en su oficina, bajo el ventilador de aspas anchas, mi bisabuelo Jerónimo Irizarry, principal de dicha escuela, los manda a buscar. Porque en Lajas todo se sabe. Porque por los pasillos de piso de cemento quemado cuatro muchachos de trece y uno de catorce caminan y piensan sin mirarse. Ya frente al umbral de la oficina es el momento. Ya todo está vencido y nada nos lxx


podrá (vencer). Ya nos hemos lavado los pies con saliva, con piel. Ya nos hemos hecho. (Se dice que los muchachos crecieron demasiado rápido.) Dividiéndose los cargos. Bajo el palo de mangó. Escupiendo a los conejos como a culpables. Como a menores. Condenándolos a un proceso donde ellos, los cinco, perversamente se turnaban de jueces, verdugos, escribanos, observadores. (Se dice que los muchachos se metían disfrazados a bares, a logias, a templos, a cuartos nupciales. Se dice que de aquí tomaban modelo.) Pero también se dice que al ejecutar este proceso no contaron con el futuro. Que se estableció un trópico, un ecuador (el contacto con sangre a los trece o los catorce años, el palpitar de los conejos contra la carne, la ruptura, del orden neoclásico de la Escuela Luis Muñoz Rivera) y se esperó demasiado del mismo. Es por eso que ya dentro de la oficina del principal con solo el ruido de las aspas y los cuerpos derechos, los muchachos miran al frente y sin poder evitarlo (los cinco respirando) el rito se les proyecta en los ojos. “¿Quién va? ¿Quién busca el grado? ¿Quién tocó (y no se le abrió)? ¿Quién estuvo ahí? ¿Quién nos ha dejado?” (Se dice en Lajas que los conejos fueron ajusticiados por los crímenes de los hombres, pero aquí, tal vez, se cristianiza demasiado el hecho.) ¿Quién nos ha dejado? Esta pinta lxxi


de peloteros. Quién. Este marfil de dominós en las mesitas de juego de los caciques borinqueños. Este monte. Este sentirnos Dios, o mejor, cuando llega el momento de meter. D-i-o-s. (Se dice que los muchachos tenían un circo.) Estas sillas plegadizas en la acera a los setenta años. Las anécdotas de Lajas, las otras, las que son simples y jocosas y brillantes. Este silencio de aspas. Un día, mi bisabuelo don Jerónimo Irizarry, recibió una carta del Duque de Kent, invitándolo a Charleston, Virginia para otorgarle el grado treinta y tres de la masonería, pero ya era demasiado tarde en su vida. En este momento, sin embargo, la tarde después de la matanza, don Jero en la plenitud de su mediana edad, se encuentra en la cocina de la Casa Grande inmerso en el proceso de hacer su famoso fricasé de conejo. Sus brazos hasta los codos en adobo, aceite de oliva de mano a mano, amalgamando cabezas de ajo, salsas con carne. La cocina es una nube. Escurre pimientos morrones. Siete de sus descendientes viendo cómo se hace. Todo empapado en olor. Justo cuando va a echarle las gotitas de coñac, se da cuenta de que ha dejado a los muchachos en la escuela, parados, mirando hacia el frente. Considera regresar. Pero se le pasaría de su punto el fricasé. Ya saldrán, les dice, oliéndolas,

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a las presitas de conejo guisado, cuando se den cuenta de que estรกn solos y que las calles conectan a las ventanas.

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Itinerario 5 de abril de 1930 En la página 8 del Puerto Rico Evangélico del 5 de abril de 1930 en su homenaje póstumo al Reverendo Emilio Castillo y Sánchez, Armando Sarrameda (en Moca) escribe: “El Rvdo. Emilio Castillo y Sánchez pasó a mejor vida en la noche del trece de marzo de 1930. / El viernes catorce, a las tres de la tarde, fui sorprendido por el mensajero que ponía un telegrama en mis manos, dándome la noticia triste de haber muerto en el pueblo de Lajas, el Rvdo. Emilio Castillo. Una infinita congoja agobió nuestro espíritu y sentimos pena profunda por la pérdida temporal…” -7:00 A.M., 1916 Emilio Castillo sale a esperar un tren que llegará a las nueve de la mañana. Llega a la Estación Pueblo a las siete y diez minutos. Lo que es puntualidad desmesurada es también estar a tiempo para la espera. -lxxiv


7:00 A.M., martes 5, 2000 Yo también salgo para el sitio donde estuvo la Estación Pueblo (hoy detrás de una panadería). -1884 Deseando poner fin a los tiempos locales, representantes de veinticinco naciones se reúnen en Washington, D.C. La Conferencia Meridiana Prima propone establecer a Greenwich como el meridiano cero y así determinar para siempre la duración exacta de un día, la división de la tierra (en veinticuatro zonas equidistantes), la separación de dichas zonas (una hora justa), el comienzo preciso de la mañana universal. -17 de marzo de 1868 Emilio Castillo nace en San Germán, cursando más tarde estudios elementales en las escuelas públicas de esta ciudad donde se destaca por su eminente religiosidad. -1897 Hasta este año es sacristán católico. -lxxv


29 de diciembre de 1902 Ingresa formalmente a la religión presbiteriana. -1916 Enferma. -20 de septiembre de 1953 La máquina 68 (“La Nena” de la American Railroads Company) en su último viaje de San Juan a Ponce se detiene en Lajas. Y ese es, otra vez, el evento. La gente vitorea el silbato que viene del Culminante. Llega el Caballo de Hierro desde la Ciudad de Cristal. Con quesos y heridos y peces y asientos de pajilla en vagones de primera, madera en segunda. Se recuerdan los tramos malos: el puente de Guajataca (que era puente de hierro y puente de agua), la Cuesta Vieja de Aguadilla el martes 7 de noviembre de 1944, aquella Chiva Loca, el Tren Batata, el turno eterno. Para maquinistas, cobradores y fogoneros, fue un amor en cada pueblo. La estrechez de los rieles como se usaba en Europa. El interior se alumbraba con quinqué. Don Agustín Sepúlveda Vega espera a La Nena en el andén. El guardabarrera se ha quedado dormido con su cabeza sobre la vía, pero su esposa le cubre el puesto. lxxvi


-octubre, 1916 Don Emilio Castillo empieza a llegar cinco horas, seis, medio día más temprano a los sitios. -1912 Pero no fue suficiente, el Meridiano de Greenwich. Persistieron. Los tiempos locales, las imprecisiones solares (los relojes de sol de los chinos), los gongs, las campanadas en la India, los disparos contra las sombras, los almagestos, las lecturas astronómicas, estrellas fijas. La falta de uniformidad en la transmisión de las señales de las horas imperaba. Por eso, [el presidente francés Raymond Poincaré] llama a la Conferencia Internacional Sobre el Tiempo en 1912, París. -23 de abril de 1965 Hablamos de (existen) los llamados atavismos. Atavismos de facha, atavismos de lengua. Formas de pararse, un ademán de los dedos, de sonreír, que nos vienen distantes de generaciones. Modos que inconscientemente requintan. -lxxvii


verano 1914 Don Emilio y su esposa, Doña Ángela, se van a vivir a Maricao, pero tienen que mudarse por el frío. -Tres de la tarde Doña Alice Roosevelt, en Lajas, saluda desde el tren a la gente de una calle que más tarde se llamaría como ella. -marzo Su cuarto en el martillo de la Casa Grande, contiguo a la galería. De tarde, mi tatarabuelo, Emilio Castillo, toca el órgano virtuosamente y canta con voz clara. Los muchachos del pueblo pasan por la acera del frente y le gritan. El abre la ventana y les tira piedras a las cabezas. -1875 Su ancestro era un tranvía de sangre que en Mayagüez cruzaba hasta la playa. -26 de abril Yo también salgo para donde estuvo la Estación Pueblo. lxxviii


-26/04/58 Juego con los números de esta fecha, los opero aritméticamente para producir palabras. Por premonición o decisión. (Se aproximan al día de mi muerte.) -1984 Desaparece la Casa Grande. -1888 El Sr. Durandeau propone que el ferrocarril pase por Lajas. -11 de septiembre de 1912 En Isabela recibe las órdenes de presbítero. -4:17 A.M. Esta es la nota del itinerario que no quiero escribir. La que daría forma (no es graduación, ni matrimonio, ni conversión). Esta es la nota del itinerario que no se escribe. --

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noviembre de 1918 A mi tatarabuelo ya no lo dejan salir de la Casa Grande. -jueves Y así es como era la casa. Por si algún día se llegan a hacer las columnas dóricas que disminuyen en perímetro mientras suben. Por si algún día se encuentran los vitrales estrellados y las losetas hidráulicas para cuyo diseño de flor eran necesarias cuatro. Por si se encuentran los diseños de los bordes, de las cenefas. Por si algún día se reconstruye. -1ero de enero, 2001 El Reverendo Emilio Castillo y Sánchez tenía un apodo o nombre familiar el cual no se utiliza en este itinerario. -1970 Le quitan el nombre de Alice Roosevelt a su calle para otorgarle el del lajeño muerto en Vietnam José M. Toro Basora. --

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5 de abril de 1930 Armando Sarrameda escribe: “…Pero de él podemos decir lo que dijo Jesús de Juan el Bautista: ‘Él era antorcha que ardía y alumbraba’”. -1977 En la galería de la Casa Grande todos sentimos la metronimia del órgano. -1999 Yo salgo hacia la estación.

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Orégano Orégano, pico más alto de la Sierra Bermeja. Cuando vamos de madrugada, solos, en el carro, la radio prendida, entre cañaverales y sentimos la presencia. Orégano es una especie medicinal, preciosa. Y la estática es más clara y es más fuerte. Orégano es una especie que se extingue. Es un círculo en congregación de personas sentadas (seis). Cuando nos damos cuenta de que se nos ha ido el siglo (código postal 00667) en un suspiro y festejamos. Submarino subatómico cada semana de aquí hasta la Isla Nena y desde ella. Orégano es el culto y es el canto. Orégano es el monte. Empieza con estar perdido y con sed. En las playas tristes de Mangalore donde mi familia va por las tardes envueltas en paños (inverosímiles) a coger el fresco de un mar gris y a hablar de un faro. Mrs. Sheila V. Shetty, esposa de Dr. K.V. Shetty, “quien ya no les más” (“who is no more”), me dice que la próxima vez que venga iremos al faro. Y así es la substancia de la memoria. Sílice y ventolera. Entre tierra y ceniza. Como las playas de la India.

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Quiero recordar a mi familia. Están comiendo cosas picantes con las manos en una estancia larga, pero sus manos se me escapan. Recuerdo escalones y una terraza pequeña. Mrs. Sheila V. Shetty, hermana de mi padre, Bombrana Aravind Adyanthaya, “quien ya no lo es más” (“who is no more”), me recibe en su casa. Es una residencia terrera en la villa de Kaup con cuartos de distintos colores y una trinitaria creciéndole al frente (es asombrosa la similitud de vegetación entre ambos trópicos). Veo álbumes en la casa. (Por ambos lados, por ambas familias, llega un momento en el que la mente se empieza a ir.) Mrs. Sheila V. Shetty, mi tía, quien por muchos años ha mantenido correspondencia. Eventualmente su inglés se vuelve más fragmentado (más arcaico). Las letras se retuercen. Llega un momento en que le escriben las cartas. Orégano es una rebelión contra esa pérdida. Empieza con estar de madrugada conduciendo el carro por una carretera entre cañaverales. Imaginándome a la persona que no existe sentada en el asiento de atrás. Visionando. Del monte sale una luz. Trato de perdérmele, pero se acerca. La luz se abre. Ciencia Ficción. [En el barrio Olivares de Lajas, los O.V.N.I.S raptaron a una señora y le hicieron el amor. Quedó preñada del lxxxiii


ente. Y cuando tuvo la criatura, los O.V.N.I.S se la llevaron. Se la llevaron en la nave nodriza. Después metieron al bebé (que era medio humano y medio O.V.N.I.) en la base de submarinos subatómicos que existe debajo del monte del Orégano. Esa base originalmente pertenecía a la marina de los Estados Unidos de Norte América, pero desde septiembre 11 es O.V.N.I. El aeróstato también. Se dice que a la gente raptada por O.V.N.I.S les hacen exámenes médicos invasivos y pruebas de laboratorio extremadamente costosas y les injertan agallas para mutarlos en garadiábolos y en traficantes de drogas. Esto es incorrecto. En realidad nadie sabe de dónde vienen los garadiábolos (ni siquiera los O.V.N.I.S mismos). Tampoco nadie sabe nada de los hombres de negro con la posible excepción del alcalde de Lajas. El alcalde de Lajas es O.V.N.I. Eso es así. Lo sabe de cada casa un muchacho. O más. Lo saben hasta los Rosacruces que se reúnen en la Biblioteca de La Parguera. Yo espero que también haya O.V.N.I.S mujeres. Cuando el nene medio O.V.N.I. creció se fue para el barrio Salinas y para el sector El Papayo. Ahí efectúa muchas curaciones y consulta a gente que viene de San Juan y a la farándula y arregla chasis y sopandas de carros. Esto es verdad e hicieron una película. Yo creo en el alcalde de Lajas. Por lo menos lxxxiv


la mitad de la población de Lajas son O.V.N.I.S Encubiertos. Esto también lo sabe de cada casa un muchacho.] Voy conduciendo el carro. Entre cañaverales. La música cambia a estática. Si las memorias de una vida, las de los viajes, las que han debido ser más intensas (mi único tiempo en la India en junio de 1992), se simplifican; si pueden erosionarse como los días, en un solo párrafo… Es junio de 1992. Recuerdo estar en una camionetahospitalillo recorriendo las villas del sur (villas de polvo y tiza) con un chofer, un interno y una monja. Dispensamos antibióticos. La giardia es endémica. Hay puestos de medicina distantes marcados por cobras de muchas cabezas donde los internos, aislados, pasan meses. Recuerdo preguntarme (desear) cómo sería vivir en estos puestos. De regreso, el hospital Saint John de Bangalore es como una urbe. Recuerdo el té que se tomaba con leche, a toda hora. El jardín zoológico desierto que rodeaba la oficina del director. Una biblioteca que me fue cotidiana. (Pero no recuerdo los libros.) La respuesta a una pregunta que nadie más supo (“Henoch-Schölein

purpura”). (Madejas neurofibrilares. Placas amiloideas. Calcificaciones. Aluminio en las ollas.) Días después. En lo que fue el club de oficiales ingleses en Bangalore. Hoy un restaurante. En lxxxv


vidrio y mármol. (Los mozos fantasmas, las salsas espesas.) Hay cabezas de tigres en las paredes. (Creo recordar. Esto es incierto. No es falso. Simplemente no sé si es la memoria de las cabezas de tigres en las paredes o la imposibilidad de concebir el antiguo club de oficiales ingleses de Bangalore sin ellas.) En la barra, pido cerveza, aunque no estoy acostumbrado a beber. Ya en el automóvil, me llevan por distintas vistas. (Un palacio de gobierno; un aviario descomunal donde se celebran bodas; un parque donde toda la ciudad va a ver el sol ponerse, pero ya es de noche.) Mi familia de Bangalore quiere enseñarme la India en una noche, mi familia de Bangalore quiere que recuerde la India mediante una noche. Mi familia de Bangalore se difumina. Me quedo dormido en el carro. Entonces me veo. Ciencia ficción. Se piensa que fueron los espiritistas de principios de siglo que los atrajeron con sus Ouijas y objetos parlantes. Se piensa que fueron los biólogos marinos de Magueyes que un día aciago en los 70 entre hipnotismos psicodélicos y torsos desnudos los revolcaron del ápice del Triángulo del las Bermudas (del Ápice del Triángulo de la Muerte que somos), mientras alguien escribía “Yankee go home” en las paredes. Que de alguna forma ilusionaron a una generación que siguió avistándolos más allá de lxxxvi


las estrellas de las banderas. Que, de alguna forma, susurraron un futuro. Que vinieron de otro planeta. En un sueño que tuve en la India en junio de 1992, supe la respuesta al enigma de los O.V.N.I.S de Lajas. No recuerdo el sueño, pero sí recuerdo la respuesta. La respuesta es: “Sí.” Y ahora, conduciendo, entre cañaverales. La estática de la radio explota. (Recuerdo cuentos de raptos en Lajas. Detallada, vívida, perversamente, recuerdo todos los cuentos fantásticos mientras olvido mi vida.) Siento la presencia. Del monte (del Orégano) sale una luz. (Ya no recuerdo qué es la India.) Trato de alejarme. Frente a frente. (Ya no recuerdo cómo llamarla.) La luz se acerca. (He envejecido.) Ciencia ficción. La luz se abre.

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El marinero y la muerte La Parguera, Lajas, en víspera del Día de San Juan El marinero había naufragado cinco veces. Soñó con un sexto naufragio y que moría. El marinero dormía vestido de blanco sobre una cama de hierro. Dormía solo. Al día siguiente naufragó. Con los ojos en la ola y el horizonte a su nivel, el agua hasta el cuello y su cuerpo en ella, el marinero se sintió dueño del cielo y se dejó llevar hasta la orilla, como siempre. Llegó entre restos de botes, de velámenes y una escuela de peces iridiscentes que no brillaban porque todavía no era de noche. Concibió sus brazos, sus pies, su torso y los concibió azules por el frío y por el mar. Salió a la luz encarnada de la tarde y, a diferencia de otras veces, no besó el salitral, ni hojas. No besó sus labios mismos. En la distancia, en la playa, vio al viejo. Lo distinguió mal porque lo tenía contra el sol. Se acercaron. Conversaron. – ¿Eres pescador? lxxxviii


– Soy marinero. – ¡Ah, marinero! (El viejo maldijo.) Hace tiempo muchas personas salieron del agua como tú. Tenían la ropa en las manos, pero no estaban desnudos. Vestían de algas y porquería de animales de la mar y daban peste a jazmines por sus dientes de jóvenes. (El viejo rio.) Estaban desorientados. – Yo no. He naufragado. – ¿Vas a hacer un barco nuevo? – Sí. – ¿Cómo? – Con mis brazos y madera. Como todo. Sin ayuda. – Entonces necesitarás ayuda. El marinero miró al viejo en el resplandor temprano de la noche, porque la noche (como todo) también había llegado. Por primera vez lo vio bien y vio que era la muerte. Aquí (en este instante) la historia se acaba. Después, el marinero besó al viejo brevemente en la boca y en el pelo (ya que después de todo el viejo era inocente de ser la muerte). Después le amortajó la boca con sus brazos y le hundió los ojos en sal hasta que las cuencas estuvieron vacías. Después, con una piedra de

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manglar le descarnó la cabeza. Pero el viejo, como era la muerte, no cesaba. De madrugada, en la quietud, la marea le trajo dos corales anómalos, de filo violento con los que deshizo las costuras del cuerpo reseco. Lo desgarró hasta sus partes más óseas y más internas. Pero el viejo, no cesaba. Con el hambre y las primeras garzas vino cierta lucidez. El marinero, entonces, se despojó de los últimos trazos de tela blanca que se asían a su desnudo y se vistió con el cuerpo del viejo. Fugaz, en un roce, sintió sus seis barcos enteros perdérsele de nuevo en el borde de la sangre (porque el marinero, cabe recordar, era solo un hombre y como tal, esclavo de una vocación, de un modo) y tuvo que convencerse del cuerpo como una presa o un regalo para poder seguir vistiéndolo. Al final lo vistió con facilidad y desenfado, sintiéndolo bien entallado y perfecto. Caminó hacia el mar. Entonces no hubo marinero, ni barcos (ni siquiera muerte). Sino una respiración ligera que le trae un presentimiento de caricia a los abortos, y fuerza destellos de amante en la piel de los enfermos, y les restaura pétalos náuticos a rosas tatuadas en escamas, en días, en sexos, y escupe el mar como xc


si lo poseyera, y nos ordena la ropa en las mañanas. Ciencia de espíritu, anémonas y paraísos. Mucho vino, melodías, más besos y la desesperación inmensa porque hace mucho esta historia ya no se hubiera acabado.

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Índice Fe de errata

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La quema del Casino de Damas de Lajas

v

Perros de cemento

xv

La John F. Kennedy

xvi

Notas sobre la fundación del pueblo

xxii

Küsheck

xxv

La Guámpana

xxix

El fotógrafo de la obscuridad

xxxiii

Hombres pájaro

xlvii

De lo que doña Alma María Ríos viuda de Salcedo obró después de haber oído de los actos abominables perpetrados por los indígenas de la isla de Borikén en el cuerpo de su esposo

xlxi

Los camposantos de Lajas

lii

Laura y José

lv

El reinado de Divina Lluch

lxi

El reinado de Molly Paz

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El ajusticiamiento de los conejos

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Itinerario

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Orégano

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El marinero y la muerte

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Esta ediciĂłn contiene tipografĂ­a Garamond, Baiti Mongol & Linotipo Palatino.

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