Gente de pueblo

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Por este motivo esta tradición del juego de las chapas se suscribe sola y únicamente en todo el año a la noche y madrugada del Jueves Santo, alargándose en no pocas ocasiones por mor de los “hartibles” a la mañana del Viernes Santo. Estos rezagados suelen ser los perdedores que pretenden a toda costa recuperar parte o todo lo perdido. Pero, como los ganadores ya se han retirado con su botín, el destino que les espera a estos inconformistas residuales es perder hasta el flequillo y el sueño, ganando solamente un triste amargor de boca y un enorme vacío en el ánimo y en la cartera. Lo cierto es que en esa noche mágica todos los hombres del pueblo echan un pulso a la suerte, unos con moderación y otros con inconsciencia. Obviamente, para los moderados, que arriesgarán poco dinero, las ganancias serán testimoniales y las pérdidas del mismo calibre. En cambio para los inconscientes, que apostarán fuertes sumas de billetes, las ganancias les supondrán un buen pellizco y las pérdidas les pueden ocasionar un grave perjuicio para la cartera. La noche de esparcimiento está asegurada y el negocio para bares y tabernas también, pues son seguros ganadores de una suculenta soldada, ya que al montante de las consumiciones se añadirían unos pellizcos de repetidas propinas que debían soltar los lanzadores de las monedas cada vez que el azar hacía que al caer al suelo presentaban las caras. Los rostros al llegar la mañana delatarán la suerte que ha tenido cada uno. Amplia sonrisa lucirán los ganadores y los perdedores no podrán disimular su desgracia en sus semblantes decaídos. Y es que el nivel de los bolsillos es un buen termómetro para medir la temperatura de la euforia o el decaimiento del ánimo. Antonio y Rafael, cuando estaba en Dehesilla Nueva, despreocupados de cargas familiares, sin hijo ni botijo ninguno de los dos, acomodados relativamente, a veces desvergonzados y deslenguados siempre, daban pleitesía a estos vicios de las cartas en el casino una noche sí y la otra también. La timba contaba con una tertulia fija de jugadores, la mayoría solterones y amantes de la juerga nocturna. De vez en cuando se presentaba algún esporádico borrachín al que la inconsciencia de los vapores etílicos obnubilaba la mente y la visión de los peligros e inexorablemente le empujaba al desplume de la cartera. A estos incautos se les llamaba “palomitos”, por aquello de que su estado eufórico les proporcionaba valentía suicida en el juego y candidez con total ausencia de picardía en los envites. Por eso eran esperados y bienvenidos por los habituales aguiluchos de la mesa de juego en la completa certeza de una ganancia segura. Cada cual vivía noches blancas y noches negras. Así Antonio confesó a su amigo Rafael que en cierta ocasión llegó a perder en una sola noche jugando al jiley la cosecha de la uva de su viña de todo un año. El dolor y el sufrimiento por tan tremendo desastre sólo duraría el tiempo de ahogarlo en un par de chatos de vino, que más se perdió en Cuba y para la próxima, a lo mejor, cambiaría la suerte.

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