Editores: Daniela Alfaro y Enrique Alfaro F. Tuxtla Gutiérrez, Chiapas Sábado 6 de diciembre de 2025 Primera época
Ilustración de Gabriel Gallegos
Por los jardines de ricardo cuéllar
Ricardo Cuéllar Valencia
Ahora nuestro suplemento se viste de luto. La triste, inesperada partida de nuestro tan querido y admirado poeta Ricardo Cuéllar Valencia dio a luz múltiples líneas que bien ensamblarían un libro. De todo ese vasto universo literario, nos dimos a la tarea de fragmentar los contenidos que hoy pueblan estas páginas.
En una primera entrega, hemos decidido dar voz a sus seres queridos, su hija Cintia Ixchel, su hermano William, su amigo entrañable Luis Carlos, de la mano de una nota introductoria del maestro Javier Espinosa Mandujano, un recordatorio del poeta Hernán León Velasco, poemas sueltos y demás, envueltos por la portada del artista plástico Gabriel Gallegos. El próximo número dará cuenta de los textos entrañables pergeñados por sus amigos. Descanse en paz, nuestro tan querido Ricardo.
Jorge Mandujano
Cuéllar, como obrero de minas
Javier espinosa ManduJano
Nota introductoria al libro Carburo, de Ricardo Cuéllar Valencia
CARBURO se convierte, en la escritura de RICARDO CUÉLLAR VALENCIA, en la lámpara que buscamos como instrumento de adivinación del misterio de “la presencia”, porque cualquiera que sea la posibilidad o imposibilidad que tengamos de alumbrarla, de acertar a decirla de alguna manera, si es que “eso” puede darse en el espejismo en que las cosas existen, el ejercicio de la luz persiste, la sofisticada imaginación, la incertidumbre de no saber quién soy ni quienes mis compañeros de viaje en este tramo corto de mi respiración y de mis sueños.
Este texto del profesor Cuéllar es revelador. Aparece Cuéllar como obrero de minas, un minero que lleva amarrada en la frente una lámpara de carburo. Es un texto que alumbra las vetas cercanas y distantes, que el acetileno con su carga fosforescente nos trae ahora aquí, a nuestro isolado paraje, como placas conmemorativas de una plaza pública. Lo que escribe Cuéllar no es de nadie, se diría que es para el éter, para que ocupe y viaje con el aire, con la lluvia y el color de los montes. Lo que escribe no tiene dueño, ni él mismo puede hacer de su propiedad estas memorias del habla plena, la humanidad de la letra, el aliento que viene contradictoria-
mente de San Juan Apóstol, apocalíptico, y de San Juan de la Cruz, la humana humildad de su semejanza con la inconmensurabilidad de su creador.
Pero el profesor Cuéllar es, por otra parte, un hombre de fe, de esa fuerza que lo mueve por el mar de que son dueños —Cervantes hidalgo ejemplar entre ellos– pero también sus amigos de nuestra América, a quienes su fértil memoria une con guías vegetales que ahora necesitamos reverdecer, historias que no dejan de ser barcas que se mueven en el espacioso mar cervantino, y otras —Rulfo, García Márquez, Asturias, Mútis, “el raro
in-Paz y tantos más– que reman junto al gran capitán, el raro inventor que vieron los siglos” el mar que Cuéllar puebla en este relato con nombres y fechas como signos alentadores de nuestro tránsito sobre la faz del mundo. El inicio y la última parte de esta escritura, son, sin reclamo y advertencia de ninguna índole, una vuelta a sí mismo, a la recuperación de su experiencia vital, el campo de sus pasiones y enaltecimientos. Y es en este momento en que reunidos los hilos que tejen el relato, uno puede sentir que se dan los materiales para componer y expedir una declaración de fe y amor por la vida, por Colombia y Chiapas, sus dos patrias íntimas que arden tersamente a todo lo largo del camino, sus discípulos, sus amigos y Patricia y Cinthia Ixchel, prendas singulares de esta apasionante historia.
Javier Espinosa Mandujano
TRAVESÍA, HUELLAS Y SIGNOS de habitar la vida (Fragmento)
ricardo cuéllar valencia
De niño, a los cinco años, aprendí a leer sentado en las piernas de mi madre. Pero la maestra en el kínder me pegaba en la cabeza y jalaba las orejas por mis fallas en la dicción. Algo me traumó, pues gagueé varios años y mi ortografía es un desastre, pese a las dilatadas lecturas y estudios de gramática.
A doña Aura le escuchaba con fascinación sus narraciones orales de todo tipo, las de su niñez, aspectos de la vida de su padre, don Antonio, hombre instruido, de talento e ingenioso inventor de objetos; sobre todo, me contaba narraciones que a su vez ella había oído referir por ciertas poblaciones del Viejo Caldas: Marulanda, Pensilvania, Balboa, Quinchía, Mistrató, Calarcá, donde nací, narraciones de los mitos, leyendas y saberes milenarios de los Quimbayas, Pijaos y Chibchas, estas últimas se las había contado mi padre, don Alfonso, de origen bogotano.
El hermano mayor de don Alfonso, Hernando, médico cardiólogo, vivía en Nueva York, casado con Aracely Lleras, prima de Alberto Lleras Camargo, quien fuera presidente de Colombia. En un viaje al país visitó a su
hermanito Envigado, sólo éramos tres de los once hijos que mis padres procrearon y me llevó de regalo la biblioteca de Espasa Calpe, diferenciadas las series por colores verde, café, naranja, que mi padre colgó al frente de mi cama. Me inhibía tocarla en un principio, me causaba algo de reverencia la presencia de libros en mi cuarto, pues no eran juguetes ni pelotas ni perritos. Pasados los días me lancé a observar el estante, acariciaba los libros, los ojeaba, los olfateaba hasta que decidí empezar a leer uno que otro. Me encantaban ciertas frases, pero poco entendía, me sumían los ritmos y el sonido de ciertas palabras que repetía en voz alta. En esos libros supe de la existencia de obras y nombres de autores españoles e hispanoamericanos que más adelante leería con atención.
A los nueve años mi madre decidió internarme en el seminario de los salvatorianos en La Estrella, población cercana a Medellín. Me encantaron las clases de historia, geografía y español. Los sábados nos llevaban a la biblioteca, donde había juegos de mesa; yo preferí los libros, me fascinaron Julio Verne, Emilio Salgari, los hermanos Grimm, Anderson, Ca-
rroll... El trato drástico, las normas de vida diaria eran exageradas y apabullantes, no las soporté. Un fraile alemán estimuló mi gusto por la música y algo pude aprender para leer una partitura y el manejo de las teclas de un piano. El rigor de las normas me expuso a la expulsión.
Apenas duré un semestre y terminé el quinto de primaria en Yolombó, tierra inspiradora del narrador Tomás Carrasquilla, autor, entre otras, de La marquesa de Yolombó, su obra maestra, en la que narra la vida colonial de la región.
Allí continué el bachillerato, dado que mi padre era profesor (interno), de inglés, trigonometría y cálculo; algo me enseñó de latín, repasando lo que había aprendido en el seminario.
Una tarde decidí entrar a un salón, siempre cerrado, con permiso del profesor de literatura y mi sorpresa fue encontrarme con una biblioteca tirada en el suelo, abandonada.
Descubrí varios libros, entre ellos, obras poéticas de José Asunción Silva, Porfirio Barba Jacob y Federico García Lorca. Lléveselos, me dijo el profesor, a nadie le interesan esos libros y se van a perder por la humedad. Fueron los primeros poetas que leí por mi cuenta, aunque conocía, por boca de mi madre, la poesía para niños de Rafael Pombo, encantador fabulista colombiano del siglo XIX. También tomé otros libros, por supuesto, novelas, cuentos y algunos ejemplares de historia. En una caja de cartón, debajo de la cama del internado, formé mi primera biblioteca. Los tres poetas me impactaron decididamente: la musicalidad de Silva, la vitalidad de Poririo y el canto en Poeta en Nueva York de Lorca por su crítica poética al orden social y cultural y el bello canto a los negros de Harlem.
Con un amigo, Miguel Ángel, leíamos con avidez y hablábamos diario de escritores latinoamericanos del siglo XIX, de los de principios del siglo XX y, obvio, de los románticos propios y españoles, que no soporté ni soporto por doctrineros y melosos, con escasas excep-
Con Dolores Castro
Sábado
ciones, por ejemplo, Bécquer, por supuesto.
Luego entré al Liceo Antioqueño (adscrito a la Universidad de Antioquia) de Medellín, donde la rebeldía y las lecturas encontraron cauce en las ciencias humanas y la literatura. Los profesores eran estrictos y connotados maestros.
Cursaba cuarto de bachillerato. Tuve un excelente profesor de historia universal que me llevó a enamorarme de las culturas orientales, especialmente de la pintura y escultura de los egipcios, asirios y caldeos. El exquisito humor de don Mario, profesor de geografía, riguroso y fino expositor hacía de su clase atractiva y deleitable; una mañana nos animó a escuchar una conferencia del padre Camilo Torres Restrepo, líder rebelde, en el auditorio de Ingeniería, de la Universidad Nacional, cercano del Liceo. Ese día descubrí la corrupción y el desastre económico y político del país, en labios de un esclarecido sacerdote, carismático, alto, de ojos azules, de cabello rizado, vestido de pantalón y camisa negra. Teníamos clase de música clásica, que distrutaba con enorme placer. El profesor de anatomía nos sacudía la cabeza poniendo en cuestión las represiones del deseo sexual y de no dejarnos convertir en acólitos de ninguna madre mojigata.
Apenas duré un año en el Liceo antioqueño. Sufrí la segunda expulsión por participar en una huelga general: Estudié quinto de bachillerato en Ciudad Bolívar, tierra cálida, originaria de narradores costumbristas. En el Liceo San José de Citará fundé un centro cultural para leer textos nuestros y comentar libros de literatura, con el beneplácito del rector Samuel Cano. Lo mismo hice en el colegio de señoritas, conducido por monjas carmelitas, con la clara intención de acercarme a la bella Magdalena, mi primera novia metafísica. Fue una hermosa experiencia donde descubrí mi inmensa timidez y el fluir de la poesía amorosa. Allí con apoyo del rector del colegio, el alcalde y el profesor sacerdote de filosofía, organicé y edité un periódico, El arriero
En él publiqué un cuento del costumbrista Tulio González, con quien sostenía gratas tertulias los domingos, después de misa, en el parque del pueblo. Leía en las noches, con permiso, en un salón de clases, solo, y escribía con devota pasión cartas, notas periodísticas y poemas.
Del liceo de San José de Citará me expulsaron por no obedecer un castigo injusto de un
maestro a quien lo confronté con los demás compañeros y nos fuimos a la calle, pese a su soberbia. Iba yo conversando con Miguel Ángel sobre La náusea de Sartre, en la fila de los de sexto grado, yo era de quinto, el profesor me gritó, ordenó detenerme y determinó que entrara de último, después de una retahila insultante. No entré al comedor. Me ordenó no salir a la calle esa tarde noche, como era rutina ritual de los internos los fines de semana para ver la novia, jugar billar o caminar por las calles del pueblo. Me fui. En fin. Mi padre me respaldó y defendió ante el rector, pero no acepté regresar después de ser expulsado por rebelde ante las groserías del tal profesor.
Regresé a casa, ahora en la ciudad de Bello, colindante. con Medellín, donde llegó a vivir una temporada larga mi madre con la recua de hijos que ya tenía, pues iban de pueblo en pueblo, siguiendo, casi siempre, a mi padre y terminé el bachillerato en el colegio Fernando Velez.
Me encontré en Bello (nombre de la ciudad en homenaje al gramático Andrés Bello) de
nuevo al profesor de literatura que había tenido en Yolombó, don Luis Cano Espinosa, excelente lector y verdadero maestro; me prestaba libros de literatura inglesa, alemana y francesa; me comentaba en los recreos con claras y precisas anotaciones mis escritos de poesía y crónicas que publicaba en una cartelera crítica que colgaba en una pared del amplio patio del colegio, a pesar de la reticencia del rector, pero con apoyo y la autoridad intelectual del maestro Luis.
En la biblioteca municipal ubicada a un lado del Liceo, dirigida por el periodista Juan Roca Lemus, y gracias a él accedí a libros de Nietzsche, Dostoievski, Tolstoi, Camus, Hesse, Sartre, reservados para ciertos lectores. Entre los amigos del pueblo intercambiamos libros de Leopardi, Papini, Baudelaire, Rimbaud, Verlaine, Mallarmé, Sade, Miller, Faulkner, Dos Pasos, Apolinaire, Tzara, Bretón, Bataille, Klossowski, sin olvidar la maravilla de leer otros poetas y narradores dadaístas y surrealistas.
La ciudad era un semillero de escritores.
Con Gabriel García Márquez
Formamos un grupo, nos llamamos: NOSOTROS. Los años sesentas fueron de radicalidad crítica de la juventud colombiana. Habia nacido el Movimiento Nadaísta, integrado por poetas, pintores, grabadores, cronistas y novelistas establecidos principalmente en Cali, Medellín y Bogotá. Imitaban a los dadaístas y surrealistas alemanes y franceses de principios del siglo XX, en sus escándalos públicos, conferencias estrepitosas, publicación de manifiestos, poemas y textos que ponían en cuestión valores religiosos, principios filosóficos, literarios y estéticos. No todo lo compartí, el esnobismo no me agradaba, la forma de vestir extravagante tampoco; aceptar el amor libre fue una rebeldía decisiva para hombres y mujeres; las lecturas aumentaron, crecieron las ediciones de revistas y periódicos en el país, la actividad cultural se expandió por muchas ciudades, se respiraba un aire nuevo que animaba a pensar y crear, a ser otro, nosotros mismos.
Al tener la edad de entrar a la Universidad, dado que ya era lector de literatura, preferí estudiar Sociología y me enamoré definitivamente de las ciencias humanas. Tuve profesores talentosos, estudiosos y verdaderos amigos, recono-
cidos escritores como Antonio Restrepo Arango, Álvaro Tirado Mejía, Alejandro Alberto Restrepo, Víctor Paz Otero, Hernán Henao, Luis Alfonso Palau, Jorge Alberto Naranjo, Luis Fernando Restrepo, Federico García; era una franja antioqueña de intelectuales colombianos de primera calidad, emergentes a nivel nacional en aquellos años. Escuchábamos en diversos auditorios a Antonio García, Estanislao Zuleta, Germán Colmenares, Jorge Orlando Melo, Jesús Antonio Bejarano, Darío Mesa, Germán Arciniegas, Indalecio Liévano Aguirre, Otto Morales Benítez, Salomón Kalmanowitz, Danilo Cruz Vélez, Rubén Sierra Mejía, Rafael Gutiérrez Girardot, y otros más. Visité personalmente en otra parte (su casa en Envigado) al rebelde e iluminador filósofo Fernando González.
La vida universitaria en Medellín, a fines de los años sesenta y comienzos de los setenta, fue de auténticas sacudidas intelectuales, políticas, morales y filosóficas: serios debates, arduas polémicas públicas y mucho estudio individual y colectivo. Los discursos universitarios, los debates, las polémicas giraban en torno a tres ejes propios por la episteme occidental, configurada en los años 60 y 70, que en sus diversas tonalidades ge-
neraban preguntas y respuestas en torno a Marx, Nietzsche y Freud.
No puedo olvidar mi fructífera relación con el esposo de mi tía Beatriz Cuéllar, Ricardo La Rotta Salgado, médico psiquiatra. Durante varias estancias en Bogotá, durante las ansiadas vacaciones, en casa de ellos, me entregaba a la lectura en su selecta biblioteca. Leía de todo: literatura, filosofía, psicología, psicoanálisis, historia universal y de pintura y escuchaba música a mis anchas, pues ellos salían a pasear varios días por pueblos vecinos y yo me quedaba entre libros, música y mi escritura. El hombre me explicaba las relaciones entre literatura y las maneras de ser psicológicas de los humanos. Me invitaba a reuniones con sus amigos siquiatras los fines de semana en el Café Alemán, a tomar cerveza y a escucharlos hablar de los temas y de los pacientes de la semana. Eran muy generosos con mis preguntas. Mucho aprendí de mi maestro y amigo Ricardo La Rotta.
La poesía siempre ha sido mi fiel aliada y clara guía y más en esos años donde las diferencias entre política y literatura eran llevadas a extremos, por unos y otros. Yo leía, estudiaba varios pensadores europeos, americanos e hispanoamericanos y me sometía a los debates en boga; la discusión pública y obvia la más íntima, la cual ―a fin de cuentas– me llevó a no someterme a doctrinas, dogmas y menos a posturas partidarias en boga que dominaban el pensamiento del momento.
La poesía, desde entonces, me iluminó al entender, definitivamente, que el orden de la vida es casual, que nada es permanente en el azaroso devenir de la existencia humana, que estamos hechos por las burbujas de la gracia y la desgracia, sin darnos cuenta.
La poesía de Baudelaire y Rimbaud fueron mis acicates principales para pensar y entender la poesía. Baudelaire, desde un primer poema, ha referido la idea tradicional de la Belleza cuando escribe: Detesto el movimiento que desplaza las líneas, / y no lloro jamás, y nunca jamás río” (…).
Con
Álvaro Mutis
Vuela alto papito; agradezco el privilegio de ser tu hija, tu solecito Viniste a este mundo con la voz ideal para leer poesía, con la mente incansable para investigar, leer y escribir. Sé que vivirás en tu poesía, investigaciones y novelas pero, sobre todo, en mi corazón. En todos los cuentos que me leíste desde niña, en las novelas que leímos juntos, en los museos que visitamos y, sobre todo, en las miles de horas de pláticas donde me compartías tu sabiduría.
Extrañaré que me recibas con girasoles los fines de semana, porque decías que es la flor que representa al sol y eso soy para ti; los domingos cuando me preparabas arepas y chocolatito, tu desayuno típico desde niño, tus abrazos que me hacían sentir protegida y me daban fuerza en los momentos difíciles, en los recuerdos de tu voz cuando cantabas y siempre cambiabas la letra y tonalidad de las canciones, en tu forma única de bailar que siempre me sacaba una sonrisa.
No hay suficientes lágrimas que me quiten el dolor que me deja tu partida, pero sé que siempre vivirás en todos los girasoles que vea. Te amo eternamente, papito.
Cintia Ixchel Cuéllar Mota 20-nov-2025 Texto leído ante sus cenizas.
Vuela alto, papito
Con Cintia Ixchel Cuéllar Mota, su hija
Morir de dolor por la Patria Grande
WilliaM cuéllar valencia
Nacimos en un hogar donde la palabra, la disciplina y la dignidad eran oficios cotidianos.
Hijos de Alfonso Cuéllar Zorro, docente, exmilitar y hombre severo que repetía con orgullo: “Soy Alfonso Cuéllar Zorro, más
zorro que Cuéllar”. Y, de Aura Valencia Hoyos, mujer valiente, solidaria por excelencia, política; quienes sacaron adelante la tropa familiar, que sumaba 11 apóstoles.
Mientras Luis se hizo abogado para regalar una nevera a nuestra madre y com-
prar la primera biblioteca, Alberto resolvía con maestría todos los problemas de Baldor, Ricardo ya meditaba sobre los problemas geopolíticos del mundo, en especial los...colombianos.
A la casa llegaban, desde 1963, revistas
cuyo papel olían a arroz oriental; hermosas, pulcras, con fotografías de lujo visual que alimentaban el alma y la vocación al lector.
Antes de ser docente, nuestro padre Alfonso Cuellar Zorro estudió medicina, prestó servicio militar y aprendió el “paso de ganso”. Ese rigor castrense lo aplicó siempre en casa. Cuando nuestro padre fue profesor de Ricardo, este sacaba calificaciones perfectas en matemáticas 5, arbitrariamente, le asignaba 3. Ricardo reclamaba ante el rector, quien respondía: “Donde manda capitán, no gobierna marinero”. En cada evaluación, las reglas familiares eran aparentemente insólitas: “El que corche a Ricardo, 5 a Ricardo, 1. Y usted, señor “Crespín”, maneje la libreta de calificaciones para que no haya ninguna duda”. Aquel trato no lo quebró, lo hizo sólido y lo preparó para las batallas intelectuales de la vida.
Ricardo fue interno en Yolombó y Ciudad Bolívar, debido a las limitaciones económicas familiares. Allí fue monaguillo, sacristán, cuidador de biblioteca, casi sacerdote. Dominó las rutinas del silencio y la disciplina, y comprendió el valor del
pan-techo-lecho, como garantías mínimas de dignidad humana para producir ciencia y conocimiento literario.
En esos años fundó el periódico estudiantil El Poste, nombre que aludía a los testigos mudos de las ciudades y zonas rurales, que se instalaron a mediados del siglo XIX, y eran sospechosos porque mostraban luces y sombras; eran cómplices silenciosos en todos caminos y vivían cansados de tanto mirar y callar.
En ciudad Bolívar dirigió la Banda de Guerra Musical, con señoritas de un piernaje impecable, caballeros dignos a toda prueba, emitían ritmos sincronizados bajo el uniforme verde de esperanza y blanco pulcro. Manejó la batuta con el arte de un malabarista de talla mundial, como si fuera un instrumento para dirigir no solo música, sino la vida misma.
En ese pueblo nació su amor profundo por Simón Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios, a quien estudió cerca de 60 años. Su libro sobre Bolívar ―casi― está listo.
Una familiar, Aracelly Cuéllar Lleras,
enviaba cada diciembre desde Estados Unidos cajas llenas de ropa elegante, lápices, borradores ―que eran de “punta redonda diametral y con escoba en el otro costado–, cuadernos y agendas. Ropa que nuestra madre arreglaba con su arte magistral de sastre social y gratuita en el barrio
El Carmelo, convirtiendo prendas usadas en trajes dignos: de poetas jóvenes y docentes calificados. Nuestra madre con la máquina Singer, nos hacía estrenar a los 10 hijos para todos los días de Semana Santa. Aunque nunca supimos si Aracelly Cuéllar Lleras era pariente de los expresidentes Carlos Lleras Restrepo o Alberto Lleras Camargo, la ilusión siempre estuvo latente: no por el dinero, sino porque una sola tarjeta de presentación le hubiera significado a Ricardo una gran probabilidad de estudiar y publicar más.
El responsable directo de la vida intelectual de Ricardo fue el tío político y psiquiatra Ricardo La Rotta, cuando tenía 17 años. Con obsequio se convirtió en su estrella polar que generó inquietudes máximas, desde entonces nunca volvió a vivir sin li-
Ricardo, Luis, William y Yolanda Cuéllar Valencia
bros. Llenó casas, salas, comedores, baños y zarzos; dejaba bibliotecas dondequiera que habitara. En vacacionales siempre llegaba con ideas y convicciones más estructuradas. Conversaba con pintores e intelectuales: Estela Cardona ―su primera novia y amiga eterna–, Piedad Gil, Juan Ramón Bedoya “Jesucristo”, Héctor Cardona, Ramiro Cadavid y Jaime Meneses.
Un día, en el barrio El Carmelo, la policía lo detuvo por “sospecha”. Su único delito: fue sin duda, ser un intelectual consagrado, alto de estatura, con barba espesa, larga, mirada altiva y una aura de dignidad que las autoridades no comprendían.
En una temporada de vacaciones, por necesidad inmensa, trabajó en la fábrica Juguetes Búfalo. Allí, mientras operaba máquinas y su mente giraba como un surtidor con Smith-Ricardo-Marx: capital, valor, salario, precio, ganancia, renta, oferta y demanda, plusvalía. La tensión entre trabajo manual y reflexión filosófica, le provocó un estallido nervioso. Y, al mismo tiempo, un fantasma salvador le habló con claridad:
—Estás en el lugar equivocado. Tenía razón, a los 19 años ya sabía cuál era su camino: Ricardo fue primero profesor universita-
rio y fundador de universidad que bachiller
Propuso el nombre de la Institución de Educación Superior y participó en su fundación; fue profesor de la Universidad Autónoma Latinoamericana ―UNAULA–.
Allí enseñó con nuestro hermano Alberto y fue docente de nuestras hermanas mellizas Aura y Yolanda.
UNAULA es hoy una universidad enorme y prestigiosa; había nacido en aquel entonces en una humilde casucha alquilada. Después trabajó como profesor, investigador y crítico literario en Manizales, Pasto y, finalmente, en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas (México), donde vivió 35 años, se autoexilió de manera definitiva y donde nació su hija Cinthya, ese “pedazo de piel transparente”, como diría su mejor amigo en Colombia, Víctor Paz Otero. Fue finalmente su motor e ilusión de vida.
Publicó Fatiga de los cereales, El secreto sereno de morir, Pasos del sueño, Mitos de Coyatoc. Obras históricas y biográficas: José María Melo primer presidente indígena de Colombia muerto en Chiapas, Rodulfo Figueroa, Armando Duvalier, Fray Matías de Córdoba; fue director de la revista Boca de Polen de la UNCACH.
Obras inéditas: Bolívar, Manuelita Sáenz, Jaime Sabines, El Quijote, bajo la lupa de cinco biógrafos (tesis doctoral en España).
Lo acompañé de manera representativa en los últimos 5 años. Lo vi estudiar y conversar hasta 10–12 horas. Y, por esa razón, quedé estupefacto cuando lo vi, 33 días inconsciente ―totalmente ido del mundo―. La ciencia y la técnica médica dijeron textualmente: “Lo curamos de cinco infecciones mortales... vamos bien.” Despertó y me dijo literalmente: “William... William... dame la mano. Sácame de aquí. Quiero caminar”. No se quería morir, tenía cuatro libros listos, para los últimos plumazos.
Richi me dijo que Michel Foucault citando a Nietzsche argumentó: “La tercera guerra mundial no será atómica, sino filosófica”. Ese planteamiento lo comprobé en uno de dos libros que no recuerdo la página exacta: Pensamiento y vida de Foucault, de Paul Vence y/o Defender la sociedad, de Foucault.
Mi hermano no murió de infecciones que los médicos curaron, ni de senectud, murió de dolor humano, dolor geopolítico, murió de dolor por la Patria Grande.
Rodrigo, Martha, Aurita, Yolanda, Alberto Cuéllar Valencia, Margarita, Luis y Ricardo Cuéllar Valencia, Vicky y William Cuéllar.
Aurita Valencia, mamá de los Cuéllar.
Con sus niñas gemelas, Aurita y Yolanda Cuéllar Valencia.
El abrigo de luz de tus sueños plasmados en palabras quedará por siempre entre nosotros, ¡amigo desde siempre y para siempre!
El parpadeo de tu voz deletrea caminos ciertos y verdades antiguas con qué doblegar adversidades.
La piel se ha derretido en la música de tus pasos. Las sabias huellas de tu trasegar por esta esfera azul que nos contiene son saberes enlunados para cicatrizar el caos.
Duerme tranquilo, tal vez la lluvia disipe las lágrimas que almacenan tu ausencia.
¡Nos dejas un traje donde cabemos todos!
Luis Carlos Vargas Medellín, Colombia;
19 de noviembre de 2025
Por los jardines de ricardo cuéllar
2010-03-19
Presentación del Libro - Paradigmas de un mismo paisaje
AL MAESTRO Ricardo Cuéllar Valencia
Hoy, el viento abrió la puerta secreta del tiempo y el Maestro Ricardo Cuéllar Valencia emprendió su viaje a la eternidad. No se va: se transforma. El poeta regresa al silencio de donde brotan las palabras. El pensador vuelve a la raíz de la luz. El maestro entra en ese territorio donde el espíritu ya no necesita cuerpo para seguir enseñando.
Colombia, su tierra natal, y México, su patria elegida, se unen hoy en un mismo latido. Dos países que lo acogieron, dos culturas que él supo abrazar sin fronteras, comparten ahora la misma orfandad luminosa que deja un hombre cuya vida fue un puente: de lenguas, de ideas, de mundos; puente entre América y su propia conciencia.
Ricardo Cuéllar Valencia vivió convencido de algo que muchos olvidan:
Hernán león velasco
que la cultura es la forma más alta de la libertad y que el cultivo del espíritu humano es la verdadera tarea de la existencia. Lo expresó en sus clases, en sus libros, en cada conversación que compartía con una pasión extraordinaria. Tenía la certeza de que la humanidad avanza cuando avanzan sus pensadores, y que cada libro es una semilla que, al caer en un alma despierta, puede cambiar la historia de un hombre —y, con él, la historia del mundo—.
Fue poeta, ensayista, editor, profesor universitario; pero, sobre todo, fue un sembrador de conciencia.
En la Benemérita Universidad Autónoma de Chiapas, donde formó generaciones enteras, su palabra era brújula: enseñaba que la literatura no es un adorno, sino una forma de habitar el mundo; que leer es la manera más silenciosa de
alzar la voz; y que todo ser humano tiene en la lengua su patria verdadera.
Hoy su familia de Colombia llora al hijo, al hermano, al amigo de siempre. México llora al maestro que llegó en 1981 y nunca se fue. Pero es su hija Cintia quien guarda en su corazón la llama más profunda: la del padre que le enseñó que la vida es un poema en construcción y que cada día —incluso el más triste— contiene un resplandor secreto que vale la pena descifrar.
A ella, a toda su familia y a todos sus amigos de Colombia y México va este mensaje: no se ha apagado la voz del Maestro Ricardo; se ha vuelto más profunda, más amplia y más nuestra. Su obra permanece. Su ejemplo arde. Su lección continúa.
19 de noviembre de 2025.
Esmeralda
verde
A Ricardo Cuéllar Valencia †
Los poetas como tú, no vienen del polvo de las estrellas, miente quien afirme eso; los poetas somos una parte de cada astro, nebulosa, estelas de luz migratorias, Ángel de la esmeralda verde codiciada de Colombia. El aire fino de la memoria del trueno y el rayo nos lo recuerdan al vacío, al eterno retorno del ancestro camino del corazón, la lluvia en la montaña, las cascadas musicales, ríos fugitivos, parvadas de pájaros huyendo del frío y el fuego, ay, el fuego indomable de la lengua de la serpiente sabia, inteligente va en curvas a su capullo de lotus.
A Chiapas llegaste peregrino, bonachón, urgido, queriéndote comer los libros sagrados mayas, el corazón del jaguar sanador de la grande época, otro cielo, otro licor de la lluvia bajo el umbral de la cierva arisca del lenguaje cósmico. Acercaste tu corazón deópalo al murmullo de la tierra, al zafiro de tu amada, a la ternura del colibrí en su ronda y su mirada de Deus. El escriba no muere, no agota su ascenso, es otro, el del regreso a la casa mayor de la mónada, el reino sin prisa, reloj, desierto, sed, arpegio, la eterna flor del mar de la poesía, la amada de Sirio, la Venus del poeta y su candela. Nos embriagamos una de las tantas noches y concluimos a carcajadas: “la muerte no existe”
Ulbester Alemán
19 de Noviembre de 2025. 2:34 am
HORA ALOJADA
El espacio blanco que acuartela la espera
—clara levedad de estar quieto
Arropado por el aire nocturno de la playa—
Caminando
Permanezco
Pertenezco
A la hora alojada
En el corazón del mar
RC
Los viajes son grato reposo para ordenar
Olores, objetos, seres y visiones
El deleitable gozo de la espera
Inicia el tiempo ritual de la muerte
Para suspender, por un instante, el hastío
Deseo escribir
Y veo el agua caer en el abismo vigilada por los espejos
Y la espuma invadir los espacios
Y vuelvo a ver
La raíz de la sombra colada en la ventana
Estás allí
Bailando al compás de gestos y gracias
Te palpo
De caída al infinito
Esta noche en el mar
Con Francisco Álvarez y Joaquín Vásquez Aguilar
ELOGIO DEL VAGO
Para Héctor Brioso Santos
Departi son a mout grant poinne.
Erec s’en va; sa fame an moinne,
Ne seto u, mes an aventure.
Chrétien de Troyes
(Erec y Enid, año 1170)
Ser vago
Es aprender a desprenderse
De todo lo inútil
En cada camino
Vagar es discurrir
Por sendas del azar
Extrañezas del destino
Cabalgar, insumiso, en la aventura
Salir al aire libre
Todos los días y noches enteras
Saludar al desgaire en los parques
Pasear por los trechos y caminos,
Ir por riberas y orillas
Del mar y de la tierra
Con la plena inocencia
La necesidad, el placer del viajero
Reside en buscar, solo en buscar...
Ser vago
Desde que me conozco
Me encanta
Gracias a que nunca
Me he perdido
En ningún sentido,
Más si equivocado
Mil y una veces
Cuando encuentro sitio,
Lugar, aposento, casa
Es apenas, lo advierto, un breve reposo,
Si, reposo indispensable
Para reordenar toda la sangre;
Tirar, sin miedo, la sangre sobrante, O simplemente vomitar
Buena parte de la miseria
Que me habita inescrupulosamente
Ser vago
Llegar a serlo
RC
Que habita el sentido del viaje,
Ir, claro, ¡no sé a dónde!
Y llegar a alguna parte
Con la gracia plena
De habitar la incertidumbre,
Ese lugar grato, perpetuo,
Allí, el viajero no confunde el ir o el venir
Y regresa, al mismo tiempo,
A otra parte extraña, maravillado,
Donde la multiplicación de llegadas y salidas
Son un inocultable laberinto
Pleno de signos y preguntas
Como es la misma búsqueda
Aunque no encuentre nada
En perfecta condición
Es un privilegio
Una protección del destino
¿0 no, X-504?
Yo no soy el vago, El siempre deseado, ¡Ah! Pero como disfruto
Vivir distanciado del poder
Y de todas sus miserias
(.) Se marchan con gran pena. Erec se va, se lleva a su mujer,
No se sabe a dónde, sino a la aventura.
Alcalá de Henares. Febrero 24 de 2006
CANTO DE LA FLOR
La bellísima luna
se ha alzado sobre el bosque;
Va encendiéndose en medio de los cielos donde queda en suspenso para alumbrar sobre la tierra, todo el bosque.
Dulcemente viene el aire y su pertume.
Ha llegado en medio del cielo; resplandece su luz sobre todas las cosas. Hay alegría en todo buen hombre.
Hemos llegado adentro del interior del bosque donde
Nadie (nos) mirará lo que hemos venido a hacer.
Quedaos como llegaistes aquí
Sobre el mundo.
Vírgenes, Mujeres mozas...
(Canto XI de Cantares de Dzitbalché)
LA BOCA
LRC
Hemos traído la flor de la Plumería, la flor del chucum, la flor del jazmín canino, la flor de...
Ya, ya
Estamos en el corazón del bosque, A orillas de la poza en la roca, A esperar
Que surja la bella
Estrella que humea sobre El Bosque. Quitaos
Vuestras ropas, desatad
Vuestras cabelleras;
a boca no tiene fin en la boca
Larga ovalada cerrada
La boca tiene hambre
Cerrada o abierta
La boca es espuma o sangre
Silencio o puro silencio
La boca es sabia e ignorante
El fin de la boca es el comienzo
De la palabra tragada
Hundida
Dispersa en el cuerpo
Buscada en la hiel de los huesos
Transita en el nervio
Cuajada en los dedos que escriben
Aún torturada
Sonámbula
Dormida
Ida
La boca es reposo
En el lago del saber y el ser
Ahora
Siempre
Editores: Daniela Alfaro y Enrique Alfaro F. Las opiniones vertidas en esta sección son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan, necesariamente, el pensamiento de esta publicación.