Suplemento Al Faro #49

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Editores: Daniela Alfaro y Enrique Alfaro F. Tuxtla Gutiérrez, Chiapas Sábado 28 de junio de 2025 Primera época
JOSÉ NATARÉN
Fotografía: María Auxilio Ballinas Coutiño
Triscar de UberTo sanTos
José Natarén

Triscar de Uberto Santos

Apunto algunas impresiones sobre la palabra arrobada de Uberto Santos (Venustiano Carranza, Chiapas, 1960), y lo que de ella me conduce a la experiencia poética. Más que un ejercicio crítico, correspondo a lo que su escritura en llamas me concede: libertad bajo palabra, enemigo rumor, pugna sagrada, la poesía; me otorga, por instrucción de Apolo y Dionysos, lo que eriza los vellos de la barba al afeitarse, el ronco crepitar de amargo sol, que resuena en mi conciencia cuando termino de leer -y me leo entre versos, me descifro en la palabra“Triscar de la serpiente”, poemas publicados por primera vez como parte del volumen Clamor de luz (2012). La poesía de Santos se canta y se cuenta, se padece y se celebra, se engulle y se asimila, se vive y se muere: substancia amarga que refulge, por gracia de la alquimia verbal y de la inteligencia inocultable para nombrar las esencias, en ese quebrantamiento del lenguaje hasta la transparencia a través de la cual vemos las esencias del amor, la vida, la muerte y Dios, como bien dijo Gorostiza.

Celebro la publicación del libro Triscar de la serpiente, contemplada para el 2025, en la que se ofrece al lector la oportunidad de conocer los poemas del conjunto original más otros, pero en su estado prístino: textos de puño y letra, merced a la edición facsimilar de manuscritos. Cuando el poeta escribe sus poemas en una hoja, siempre los escribe por primera vez, siempre para su primer lector, aquel que descubre el mundo y lo nombra por primera vez con él. Cuando el poeta escribe, el espacio se expande y se contrae a un solo punto -el ser inhala y exhala-, el tiempo ordinario se detiene y mana el tiempo mítico, con su ritmo circular, cuando el poeta rasga el silencio para que haya más ser en el mundo: cuando canta.

Uberto Santos pertenece a una sucesión de poetas que han sido en Chiapas, a una especie de una “tradición” constituida en el siglo XX por: Rosario Castellanos y Jaime Sabines; Óscar Oliva y Juan Bañuelos; Elva Macías y Eraclio Zepeda; Efraín Bartolomé y Óscar Wong; Roberto López Moreno y Joaquín Vázquez Aguilar; Raúl Garduño y José Falconi; en orden de duplas no

arbitrarias. Pertenece a un corte generacional (nacidos entre 1954 y 1969), junto a Roberto Rico, Eduardo Hidalgo, Gustavo Ruiz Pascacio y Uvel Vázquez, tan próximos en años a Socorro y Marisa Trejo, Marvey Altúzar y Elda Pérez Guzmán.

En la poesía de Santos cabalga una vocación por llevar al límite al lenguaje y expresarse desde el lenguaje del límite, del límite de lo humano. Porque somos humanos en tanto somos lenguaje, somos palabra y esa es nuestra realidad, nuestra condición ontológica sine qua non, si bien, los sectores más pesimistas de la inteligencia se inclinan a señalar lo indecible, lo sórdido y horrible, como lo real. Por la palabra son todos los seres, todas las cosas; en el principio, el Verbo -el Logos, luego acción y destino- era,

y en presente continuo, es. La palabra se encarna en el mundo, alumbra la sombra, da a luz a las bestias y a los ángeles, nombra a natura y la libera de la tiniebla de lo inexpresado. De la boca del poeta manan luces y sombras. Uberto Santos pronuncia:

¡Surjan de mí, criaturas tenebrosas!

¡Al claro, sierpes, cienos, hojarasca! ¡Veneros atorados en mi frente!

Por supuesto, somos tierra y sangre y somos lo dado para la muerte, somos cuerpo y como tal, nos dolemos desde el primer día, cuando el veneno de la serpiente nos abrió de par en par

Triscar
Natarén

las puertas de la percepción, del discernimiento, cuando se inauguró el pensamiento y el fruto del árbol del bien y del mal se convirtió en la capacidad de transformar la realidad a voluntad. Y esta acción del hombre frente a la fiereza natural es un grito de júbilo sobre el horror de no ser, es canto de vida:

¡Y qué feo que la muerte a mi oficio no le agrade!

¡Y qué triste, digo, que hasta la piedra quiera elevar su lengua y se le enrosque!

Símbolo térreo por excelencia, la serpiente es también potencia lumínica; un poder crepuscular y portadora el misterio del alba, lucero de la mañana, terrible Prometeo que roba el fuego en la primera transgresión. Sierpe que trisca, que entremezcla el día y la noche, la luz y la oscura tierra, el nombre y la arcilla, el barro sonoro con la que los magos forman al gólem, como el poeta crea un cuerpo de palabras para contener la vida, la poesía. Símbolo de la curación o del comercio, cuando se enrosca en un bastón, en su forma de caduceo o vara de Esculapio, también es insignia del conocimiento. Y la poesía -como lo supieron los antiguos, luego los románticos y más cerca de nosotros, los surrealistas- es una vía de comprender o al menos aproximarse a la realidad, a nosotros mismos, a nuestras motivaciones esenciales y manifestaciones más propias, a lo humano y lo divino, a lo abstracto como a lo con-

creto, a los más personal pero también a lo que nos hermana con toda la especie humana, la voz colectiva de resonancia universal. Y el cantor en su osadía interroga, aunque él ha creado a la sierpe con canto, porque desconoce el último reducto de su deseo, el sueño de la serpiente, reposo mineral en el que, acaso, el propio poeta finca su existencia. Desconoce o ha olvidado sus propias razones, su propio sueño. ¿Con qué alimenta el poeta a su creación? ¿De qué manera poetiza? Más bien ¿De qué manera sucede el milagro de la poesía? Y más allá; tal vez, él sólo es imagen en el letargo del reptil, el poeta no es más que la obra de su propia creación. ¿Quién inventa a quién?

¿Qué sueñan los reptiles?

¿Con qué pezones amamantan?

¿De qué manera nos escriben, nos describen?

A la vez, el poeta pregunta a sí mismo y al otro que es, a los otros que lo somos:

¿Quién advirtió que de mi voz ríos de sierpes surgían trepidando?

¿Qué llama hostil clavose en mi virtud para después desmoronarse como el sueño?

¿Cómo explicarle a mi altivez, a mi preñez, que de mi escama sólo he de ser volátil [ poderío?

Más que respuestas, preguntas; el poeta inquiere

para trastocar el universo con la sonoridad de su palabra, para perforar el tiempo y se filtre la luz que revele la última estación de todas las cuestiones, el misterio de la vida, las razones del dolor, lo fugaz de la alegría, el asombro por todo, y más por el don celeste de poetizar, de crear el mundo, una casa para habitar, e insertar el ser en ella. Una casa que es él mismo, porque el poema es su propio cuerpo, y él mismo es la serpiente entre la bruma. ¿No lo habíamos intuido?

¿Cómo es posible que al amasarme no se hayan percatado que al irme dando forma iban también moldeando una serpiente?

Refigurar la realidad, rotarla, trasladarla al territorio de lo humano. Sobre todo, el poeta canta a mitad de la noche para hacer el día, para conjurar su contradictoria condición de ser, entre el placer y sufrimiento, entre lo sagrado y lo mundano, entre la vida y la muerte. Canta para descubrir quién es, para comprenderse, porque en el conocimiento de sí mismo estriba el entendimiento del universo y de los dioses, bien dice el lema délfico. Santos dice:

¿Por qué alarido nací?

¿Por qué en hervores me doy?

Si soy el gozo de dos, ¿por qué navajas parí?

Triscar de UberTo sanTos
José Natarén

¿Por qué me doy contra Dios?

¿Por qué vomito furor?

¡No quiero sedas ni olor ni azules que den zafir, hoy quiero saber quién soy, oh, tierra amarga de mí

Con la conciencia de la singular condición del vate, aquel capaz de ver más allá y más acá de los demás. Afirma, con mayor honestidad que soberbia: “Soy fuego”. En efecto, este vate está traspasado por el relámpago del verbo y se convierte en llama, sierpe entre la bruma y el tizón, está enamorado, henchido, sobrecargado de la poesía, un torrente que arrasa como plaga para purificar el silencio. La voz del hombre que toca y trastoca el mutismo de los seres y las cosas inertes, más bien inexistentes hasta despertar en la lengua del poeta, que proclama:

Agítanse las rocas si las rozo, enróscanse las aguas si las nombro.

¿Cómo pasar sin que el espejo y la sordera se rebelen?

¿Por qué resquicios de los sueños [escurrirme?

¡Maldita sea la noche de placeres efímeros en que mi propio vientre concibió este [castigo!

Voz de fuego, de serpiente y de pájaro en llamas, Uberto Santos signa con el ígneo sello del reptil que se arrastra por la entraña de la tierra y se impregna de mortal sabiduría. Inocula lucidez, agrio veneno del saber, o se yergue para revelarse triunfal como lo hizo en los días de Moisés contra la magia muerta de los falsos poetas, de los estériles versificadores o los charlatanes de la pirotecnia verbal que bailan al son de las tendencias de moda y los compromisos con cuanto oportunismo resulte rentable. La serpiente, emblema de los ámbitos terreno y sagrado, de la condición a la vez telúrica e ígnea, -en el esquema de fundamento ontológico de las poéticas en términos de los cuatro elementos, según Gastón Bachelard- en la poesía de Uberto Santos se rebela contra las imposiciones contemporáneas: la puerilidad y la moda, los temas de actualidad y la mera descripción de la realidad. Es la gran poesía, la verdadera, la sagrada la de siempre. Y el poeta es el gran delirante e inocente, es el blasfemo y el cantor de lo sagrado, es el santo y el criminal, se encabrita, se calza de cólera y golpea los cuatro costados del vacío con su proclama:

Ahora viene, cual confesante, la culebra:

—Si lo furtivo no es de Dios, ¿en quién buscar entonces lo que tuve?

Te he perseguido hasta los más lóbregos rincones, ¡carne mía! ¡Y me he saciado, igual, como se hartan [los malditos!

Y su palabra traspasada por la fuerza primigenia, el grito del parto primordial, el rayo del ser que surge de la noche original, por el dolor, el coraje, la impotencia ante las verdades del mundo -enfermedad, vejez y muerte- y que chorrea a borbotones a veces como imprecación. Se yergue, cual el príncipe tenebroso de Milton y hace escándalo de las buenas conciencias cuando clama:

¿Quién, hizo de mi ser un ser mordaz, rapaz, como de barro malformado, malparido?

¿Y quién en vez de andar, trotar, me puso a restregar sobre mis nudos?

¡Preferible el abrojo que mi carne!

¡Oh, bestia tentada por el diablo!

Me une al poeta Uberto Santos, el amor a la musa, a la poesía. Una febril vocación por la palabra y por el fuego, a él por escribirla y a mí por comentarla. Una pasión gozosa por el verbo. Porque amor y lenguaje se funden en la poesía. Amor y lengua convergen en la necesidad legítima de restituir lo que el vacío, el horror y la insignificación dejan como estragos: insertan sentido donde sólo la oquedad de lo inhumano, donde sólo los objetos y el mundo natural, exento de conciencia son, previa la irrupción del Ser, del amor, de la palabra, de lo humano. Tremenda veta de estudio para filósofos, lingüistas, psicoanalistas y pensadores del último siglo.

Triscar

La poesía, permanece, persiste desde su fundación por aquellos que se asumieron un diálogo, un habla y un escucha al unísono, portadores del don celeste de la ley suprema por la que el nombre, el ser se filtra por las ranuras que la palabra poética -la propia luz que a chorros luego se revele manantial, río, mar- para alumbrar y transparentar las murallas que a la par nos protegen y asimismo nos dividen los unos de los otros, los unos de la realidad. La poesía, afrenta y conjuro contra la muerte, contra la fugacidad de todo cuanto es en este mundo y, a la vez, sólo se precisa del instante para dejarse conducir o ser tomado de golpe por la corriente sin caudal por la que la que la experiencia poética nos revela lo más propio de nosotros mismos, nuestro rostro, forjado con la materia del sueño por la libertad y la muerte. A la vez que nos revela, nos permite trascender nuestra angustiante certeza de finitud. La poesía, como la religión y el encuentro con quien se ama, suspende el vértigo y la modula la marcha de los seres y las cosas hacia lo oscuro

original, hacia la nada, hacia el silencio mineral, donde nada es ni nada está. Sobre la poesía, Uberto Santos dice:

Oh, Permanencia como la más atenta de mis hijas me confortas.

A veces me confundes con baluartes. Otras, con las murallas o pilastras. ¡Oh, tropelía de piedras maniatadas!

Pero no sólo eso. Uberto Santos también surca las procelosas aguas de la pasión amorosa, del amor filial y la necesidad de honrar la memoria del clan, de la familia cuyos muertos nos hablan a perpetuidad, y con ello viven a través del poeta. Con poesía de viril exuberancia, la presencia femenina -amada, madre y hermana a la vez- se sitúa no como el negro sol de la melancolía, sino como la rivera del sueño de Adán, el sitio de gozo prenatal en el que el primer hombre hallaba solaz, antes de emerger del vientre de su compa-

ñera para convertirse en su contención. El vate canta:

Tú eres el sueño, mujer, yo soy la piedra: entre mis cuencos te aposento, te contengo.

¡Oh, engarce de pulcras llamaradas!

Y es sueño de los que vagan alrededor de la región florida de la poesía sin ingresar a ella, sin acceder a la eternidad de la palabra creadora, y es sueño lúcido, en vigilia y en delirio, porque mientras escriba Uberto Santos, sus muertos no podrán dormir. Y menos los poetas de otras edades, porque va cantando sobre hombros de gigantes. Y su voz salta y se arroja al abismo bajo el signo de la sierpe, la marca de genios tutelares del panteón personal: Vallejo, Pessoa, Bonifaz Nuño, Paz, Omar Khayyam, León Felipe, Artaud, Neruda y Baudelaire, con el que dice y conjura: “¡Ven! ¡Oh ven! a viajar por los sueños/ lejos de lo posible y de lo desconocido”.

Triscar de UberTo sanTos
José Natarén

Sábado 28 de junio de 2025

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José Natarén

Las opiniones vertidas en esta sección son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan, necesariamente, el pensamiento de esta publicación.

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