Al faro
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Nació el 4 de abril de 1957, en Comitán de Domínguez, Chiapas. Es hijo de Augusto Molinari Bermúdez y de Hilda Cecilia Torres Córdova.
Estudió la licenciatura en Lengua y Literatura Hispanoamericana, en la Universidad Autónoma de Chiapas; y el Diplomado en Acción y Desarrollo Cultural, en el Museo de San Carlos, de la Ciudad de México.
Es escritor, dibujante y pintor. Su obra gráfica fue expuesta en la Galería del Instituto Chiapaneco de Cultura, en la ciudad de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas; y en la Galería del periódico SÍNTESIS, en la ciudad de Puebla, Puebla. Ha publicado novelas breves y libros de cuentos.
Es Director General de la revista ARENILLA; y Director de Difusión y Extensión de la Universidad Mariano Nicolás Ruiz Suasnávar.
Editores: Daniela Alfaro y Enrique Alfaro F.
Las opiniones vertidas en esta sección son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan, necesariamente, el pensamiento de esta publicación.
Desde lejos, la casa parecía como cualquier otra de Chiapas. Su fachada tenía una puerta imponente; un techo que era como un copete de pájaro con teja de barro; y dos regios balcones de madera, finamente labrados. Pero era una casa excepcional porque sus balcones tenían nombres: el de la izquierda se llamaba Macbeth, y el otro balcón se llamaba Las Tres Brujas. Sus nombres eran esos porque Don Ausencio Arcadia, dueño de la casa, quiso hacer un homenaje al escritor inglés William Shakespeare.
─ Velo, qué alzado este mudenco –dijo, don Anselmo, el dueño de la casa de junto─. Pucha, entonces yo bautizaré con los nombres de Adán y Eva a mis dos ventanas para
homenajear a la Palabra de Dios─. Pero don Anselmo no lo hizo porque le pareció un acto de soberbia; para celebrar a su Dios bautizó el jardín de su casa con el nombre de Abraham porque los árboles más prominentes eran unos ahuehuetes. Abraham, en primavera, era el jardín más bello del vecindario y los colibríes lo preferían porque estaba lleno de unas flores amarillas que producen un néctar único; pero en otoño e invierno se convertía en un bosque gris.
La gente del pueblo denominaba a la casa de Don Ausencio la “Casa del Balcón de Las Tres Brujas”. Pero a las brujas esto no las satisfacía (todas las brujas son gruñonas), porque la casa la tenían que compartir con Macbeth.
Macbeth, siempre cándido, soñaba con saber que escuchar que alguien dijera que era descendiente de bosques regios escoceses y veía a todos con desprecio desde “su altura”. Las Tres Brujas gozaban al imaginar el momento en, que por fin, eliminarían a Macbeth. ¡Ah, soñaban con que una mañana la fachada de la casa apareciera como rostro de pirata y ellas fueran El Ojo! Por esto, a diario insistían:
─Buenos días, su alteza ─decían Las Tres Brujas─. ¿No tiene su Eminencia algún deseo para que le cumplamos esta hermosa mañana?
Se sabe que los deseos son el viento de la esperanza. Cuando una bruja (o un hada) cumple el deseo de un hombre o de una mujer el deseo desaparece y con él desaparece
la esperanza. Las Tres Brujas gozaban al imaginar el momento en que, por fin, fastidiarían a Macbeth.
A Las Tres Brujas les llegó la oportunidad por azar. Una mañana, la piedra trescientos dos de la banqueta del frente platicó con la puerta de la casa.
─¿En dónde naciste? ─preguntó la piedra.
─Soy del mismo lugar de Macbeth.
─¿De Escocia? ─abrió los ojos como búho.
─¡No, no, qué Escocia ni qué nada! Nosotros estamos hechos de madera de pino de acá de por la zona de Los Lagos de Montebello. No sé de dónde a Macbeth le dio por creerse de madera azul.
El balcón Macbeth oyó la plática
y se hinchó, pero no de orgullo, sino de coraje. Su madera crujió, como si fuese un hueso de guajolote en temporada invernal. Macbeth supo que su madera era modesta, pero, se recompuso y dijo que su nombre le imponía algo de gloria; por esto pensó que en algo debía diferenciarse de la puerta. ¡La puerta plebeya había dicho que eran del mismo barro, qué boba la puerta, no es lo mismo bacín que jarro! Así que escondió su orgullo, tantito, y decidió pedir a Las Tres Brujas le concedieran su deseo: ¡una corona para ceñir su capitel!
─¡Hey, Brujas! ¡Concededme una gracia!
Lo dijo como si en realidad fuese un Noble. Las Tres Brujas se rieron, pero una de ellas, la de los seis dedos, calló a sus hermanas con un gesto. Macbeth, por fin, estaba pidiendo un deseo.
─¿Qué se le antoja a su majes-
tad? ─dijo la bruja que tenía los ojos y el cabello de color piedra de desierto, y asfixió la risa detrás de su mano. *
Macbeth dudó en responder. Sabía, por las historias y leyendas que contaban los del pueblo en noches laminosas, que son las noches contrarias a las luminosas, que las brujas eran mujeres perversas (aunque no entendía a cabalidad el concepto de lo perverso intuía que convertirse en sapo después de haber sido un príncipe bello era una maldad soberana).
─¡Concededme una corona!
─Sus deseos son órdenes ─dijo, la bruja más narigona, mientras las tres se frotaban las manos. El deseo de Las Tres Brujas estaba por cumplirse─. ¡No se preocupe, su Alteza, le haremos la corona más bella del mundo!
Las Tres Brujas formaron un
triángulo y le concedieron el deseo.
─¡Moronga de mona / mona de tonga / tanga moronga / aparece la corona! ─gritaron las malvadas al tiempo que señalaron a Macbeth, con sus dedos torcidos de rama vieja. El balcón sintió algo como una descarga eléctrica. Tuvo miedo, pero subió sus manos y palpó su cabeza con emoción. ¡Su deseo le había sido concedido! Pensó que así, sin duda, el Rey Macbeth lucía en su castillo.
Por lo regular los Nobles no agradecen nada, así que Macbeth bajó sus brazos con la dignidad de quien repasa la seda de su vestimenta real y, sin ver a las brujas, dijo:
─¡Os debo una!
Las Tres Brujas sostenían sus panzas flácidas y gelatinosas por el ataque desmedido de risa.
─No nos debes nada, nada, nada ─dijeron Las Tres Brujas a coro.
─Ahora su Majestad debe dar el paseo triunfal ─dijo una bruja, mientras caminaba como si ella fuese una reina de trapo─. Todos sus súbditos claman por su presencia en el Jardín Real.
─¡Sí, sí! ─apoyaron las otras dos brujas─. Baje su Majestad y reciba el saludo de la plebe.
Macbeth oyó las trompetas y los gritos de la multitud en su honor (en realidad, qué pena, lo que Macbeth escuchaba como fanfarrias eran sonidos agudos que Las Tres Brujas producían con trompetillas y con pedos).
Macbeth cerró los ojos e imaginó que sus súbditos regaban con pétalos de rosa su camino; imaginó que lo vitoreaban como el máximo Rey Escocés de Chiapas (claro, este término es inadecuado, pero Macbeth, en su delirio de grandeza, así lo imaginó). No dudó más. Con un
ligero movimiento de hombros se desprendió de la pared que lo alojó durante tantos años.
La tarde en que Macbeth bajó a recibir el saludo de su pueblo, no supo que se despedía para siempre de su condición de altura. Más tardó en poner los barrotes sobre el suelo, que Las Tres Brujas en hacer un pase mágico para cubrir el vano. ¡Por fin, las malvadas habían logrado su objetivo! Para celebrarlo se pedorrearon con más ganas; Macbeth, rumbo a Abraham, creyó que eran fuegos artificiales en su honor. Pero apenas entró al jardín sólo halló una alfombra de hojas secas que crujió con dolor ante su paso. La tarde era fría. El jardín era como la colcha triste de un mendigo. Macbeth sintió una opresión en su pecho, como si su corazón fuera una esponja húmeda y alguien se la exprimiera.
A pesar de que, como ya se dijo, Macbeth era cándido se dio cuenta de la trampa que le tendieron las brujas. A lo lejos vio la fachada de su casa y halló que su lugar ya no existía.
La gente del pueblo no se percató de la ausencia, siempre es así. A la casa la siguieron llamando Casa del balcón de Las Tres Brujas, y cuando alguien decía: “Oí, vos, ¿no había otro balcón en esa casa?”; el otro decía: “Pero, ¡qué mudo, sos! Si así hubiera sido la casa se hubiese llamado La Casa de Los Dos Balcones”. “¡Tenés razón!”, aceptaba el primero y con esto ponían punto final al comentario.
El dueño de la casa nunca se enteró de la ausencia permanente de Macbeth, porque las brujas hicieron un hechizo, con el cual, desde el interior de la casa, todo parecía inalterado. La mañana en que don Ausencio salió a la calle y creyó que algo le faltaba a la fachada de su casa, su amigo oftalmólogo le confirmó que su ojo izquierdo había perdido la visión.
Después de la operación, don Ausencio continuó con su rutina. Todas las mañanas abría los postigos de ambos balcones, luego, colocaba sus manos sobre el barandal del balcón izquierdo y veía la calle; en seguida, hacía lo mismo en el
balcón derecho. Los niños que pasaban por la calle lo veían en el balcón de Las Tres Bujas y decían, en voz baja: “Mirá, mirá, ahí está el pirata Arcadia”, y se alejaban corriendo porque sus mamás les habían dicho que don Ausencio se quedó tuerto por el embrujo que unas malvadas brujas le hicieron.
¿Qué pasó con Macbeth? Cuando don Ausencio lo bautizó con ese nombre le marcó su trágico destino. No hay peor cosa para un Noble que convertirse en lo que Macbeth se convirtió: un balcón de piso. ¿Qué sentido tiene ser un balcón si no está en lo alto? Con resignación se acercó a un ahuehuete, el más viejo, y le pidió permiso para descansar en él.
─¡Qué bonita corona! ¿Es usted un Rey, acaso? -preguntó el ahuehuete, mientras, con sus ramas llenas de arrugas, ayudaba a Macbeth a recargarse sobre él.
─No ─contestó Macbeth─ soy un simple balcón.
─¿Simple? ¡No, qué va! Usted es uno de los balcones más bellos que he visto y vaya que conozco
muchos (el ahuehuete, en su juventud, había sido un árbol hippie).
─¿Usted cree? ─preguntó Macbeth. No sabría explicarlo, pero comenzaba a sentirse bien.
─Sí, usted es un balcón bello.
─Soy bello -dijo en voz baja-, un “ple-bello”.
Macbeth se encogió tantito y buscó acomodo en un hueco del tronco y ahí se quedó para siempre.
A veces, cuando los nietos de don Anselmo llegan a casa, juegan en el jardín. Arturito, que es el nieto más pequeño siempre se acerca a ver el balcón (que ya está integrado perfectamente al tronco, tanto que parece que su lugar hubiera sido ese desde el principio). Arturito repasa sus manos sobre los barrotes e imagina que es un Rey, sube al balcón y desde ahí presencia el desfile de los ejércitos de su reino.
*Si el lector piensa que en el desierto no hay piedras, ya puede imaginar perfectamente de qué color tenía los ojos y el cabello.
“Venid hijos, hijos míos, juguemos a la palabra, a la parola”. Nosotros, niños y niñas, tomados de la mano le hacíamos ronda. Éramos como diez titirices. “Parola, palabra, parola, ola”, y hacíamos movimientos como si llegáramos a la playa, dando vueltas, muchas vueltas. “Palabra, parola, hola”, nos soltábamos y saludábamos con las manos, como si fuéramos limpiaparabrisas. Reíamos, reíamos mucho. La tía Inés nos veía desde el corredor, sentada en un butaque, hilando, hilando.
“Venid hijos, hijos míos, juguemos a la palabra, a la parola, bola”. Nos soltábamos y con las manos nos inflábamos como globo, hinchábamos los cachetes y las panzas, nos tirábamos y nos hacíamos bolita, como esos animalitos
que en Comitán llamamos cuchitos. “Parola, palabra, cabra”. ¡Javier!, gritaba la tía Inés, nosotros, niños, veíamos como ese nombre viajaba desde la boca de la tía y se estrellaba como un gran bofetón en la cara del tío Javier, que, ignoraba el reclamo y seguía: “parola, palabra, cabra, cabrito” y nosotros brincábamos, ahora con uno, ahora con otro pie, nos poníamos frente a frente y jugábamos a darnos de topes. En ese momento, la tía dejaba el bordado en la silla y veía fijamente lo que hacíamos, tal vez le llamaba la atención ver nuestro juego de cabritos, riendo, sudando. Volvíamos a hacer la ronda en espera de la siguiente sugerente orden.
“Venid hijos, hijos míos, juguemos a la parola, radiola”. Y ahí tenés que todos nos volvíamos radios, dábamos la
hora, cantábamos, nos volvíamos locutores, y ahora escucharemos la voz de Pedro Infante, mientras por otro lado alguien cantaba let it be.
“Venid hijos míos, juguemos a la palabra, abra”. Nosotros abríamos los brazos y las piernas, la tía se paraba.
“Venid hijos míos, juguemos a la palabra, cabra”. Brincábamos con las piernas abiertas, nos dábamos de topes, la tía corría.
“Venid hijos míos, juguemos a la parola, chupándola”. La tía llegaba, movía los brazos y gritaba: ¡se acabó el juego, hasta mañana! Los niños reíamos, las niñas no entendían el porqué del término y, decepcionadas, se retiraban. Hasta mañana, decían. Hasta mañana, decían los tíos. Mario decía: ya no nos la chuparon.