AGORASALOM 23

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Psicología, arte y cultura. Un puente hacia la luz

cuenta, en el taxista que detiene su auto y me explica con detalles como la Catedral quedó milagrosamente de pie tras aquel terremoto que lo arrasó todo, en el vendedor de diarios que me corrió media cuadra para devolverme la moneda que le di de más. Pero estoy demasiado nervioso para poder recordar lo que debo decir; las ideas se esfuman, se entrelazan, se confunden unas con otras. Y de pronto el alcalde, o quién sabe quién, anuncia en voz alta: “¡Pablo Hernán Di Marco, autor de la novela Tríptico del desamparo, ganadora de la I Bienal Internacional “José Eustasio Rivera!” Y todos se ponen de pie y aplauden, los periodistas aplauden, el Dr. Plazas Alcid aplaude, los jurados aplauden, el Obispo de la ciudad aplaude… Es ahora. Ahora o nunca. Me levanto por primera vez en las tres horas que lleva la ceremonia y basta con avanzar unos pasos para que estalle el remolino: me entregan el diploma con mi nombre grabado, la escultura de cristal, el cheque (guárdelo bien, me susurran al oído, cualquiera que lo agarre lo puede cobrar), los flashes me enceguecen mientras nadie deja de aplaudir. Pienso en mi padre que ya no está; en mi madre que nunca dejó de confiar en su único hijo, aun cuando ya no quedaban razones para confiar; en mi esposa que vio en mí lo que nadie había visto antes, en mi hijo de 9 meses que a esta hora estará durmiendo, en Marcelo di marco que me dio las herramientas que me hacían falta, en los amigos que me corrigieron, apoyaron y alentaron. Entre la multitud que me rodea alguien me extiende una copia de la novela (“¡por favor, dedíquemela!”). La secretaria del Dr. Plazas Alcid lo aparta, le indica que las firmas vendrán después, que ahora es tiempo de mi discurso. Sí, Pablo; me

aliento a mí mismo, es tiempo de tu discurso. Tomándome gentil y firme del hombro la secretaria me acompaña al atril, los fotógrafos enloquecen, los periodistas acercan sus grabadores, y alguien acomoda el micrófono bien cerca de mi boca. Llegó la hora. Todos hacen silencio a la espera del discurso. Es tiempo de hablar. Me viene a la cabeza aquella ridícula idea de pararme, agradecer y escapar corriendo. Ya estoy parado, pero me parece que ya es tarde para lo demás. Y me aterro al darme cuenta que olvidé absolutamente todo lo que debía decir. Pero de pronto… de pronto miro mis manos apoyadas sobre el atril y noto que ya no tiemblan, ya no transpiran como canillas abiertas. Y entonces, parado solo frente al micrófono con todos los presentes pendientes de mí, súbitamente descubro que estoy en casa, entre amigos y familiares. No tengo que dar un discurso florido y pomposo, no tengo que simular ser quien no soy. Será suficiente con sonreír y dar las gracias. Sí, tan solo eso: dar las gracias a la Fundación por haber organizado un concurso literario limpio y libre de toda sospecha. Y en especial darle las gracias a cada uno de ustedes por haber confiado en mí, por haberme traído desde la otra punta del continente, por haberme abierto las puertas de sus casas. Sí, con eso basta. Porque a los hijos no se les exige discursos floridos y pomposos. A los hijos se les abre la puerta, se los hace pasar y se los abraza. Y sé muy bien que desde hoy yo soy eso para todos ustedes, querida Neiva: un hijo recién llegado de Argentina al que se le abre la puerta de par en par, se lo hace pasar y se lo recibe con un fuerte abrazo. Buenos Aires, 8 de diciembre de 2012

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