Vaivén, Memorias desde el más acá -Roberto Bianchi

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oberto Bianchi nos cuenta una historia atravesada por componentes esenciales de lo bello: el dolor y la esperanza.Es la historia de un ser que no pudo ser. Alguien que carece de piel.Alguien sin vísceras. Sin linfa. Sin nombre. Rehén de una soledad infinita. Alguien capaz de verse «enredado en las notas de un violín», o de imaginar su presencia sólo «como el fondo de unos ojos». Alguien estremecedoramente humano que logra conmovernos por su intenso forcejeo con las profundas melancolías de su no vida. Es la historia de una mirada que mira, y lo mirado lo incluye y a la vez lo deja fuera.Con la impunidad del voyeur, el protagonista, «fruto de un amor inacabable», bucea en la intimidad de una pareja, la de sus padres. Sin embargo, se trata de un voyeur que no espía sino que acompaña y se hace cargo de las pasiones y desencuentros de dos seres que él ama desde la oscuridad de su no ser. Desde la imposibilidad de recibir. Y peor aún, desde la impotencia de no poder dar. «Me hubiera gustado que mamá notara mi presencia» expresa desde la orfandad de su destierro. Y esto se convierte en una obsesión.¿Puede tener recuerdos alguien que no fue? ¿Puede sentir? ¿Puede ser víctima de una desdichada historia de amor? ¿Puede presenciar con horror los avatares políticos y sociales de dos países donde millares de almas también fueron vilmente condenadas a no ser?Con un lenguaje intenso, tras el que se esconde en vano el poeta, Bianchi nos va dando, de a poco, una pista de quién es el narrador de esta historia que atrapa inexorablemente al lector. Y con sutil maestría nos obliga a escudriñar un mundo que transcurre ante nuestros ojos para que comprendamos, en toda su intensidad, el drama de unos personajes lanzados a experimentar las pérdidas que supone toda vida.A través de una lograda estructura de idas y venidas, en un «movimiento de vaivén» que recorre con éxito «los tiempos y las distancias», el autor nos entrega una excelente pintura impresionista de época, y nos obliga a abordar el Vapor de la Carrera para desplazarnos entre dos ciudades, Buenos Aires y Montevideo. Dos ciudades que, como telón de fondo, son suficientemente representativas de las marcas históricas que suelen dejar los sucesivos gobiernos totalitarios. Dos ciudades separadas por un maloliente río marrón, y cada una de ellas dividida por la crueldad de las diferencias.Pero a pesar de la simple y deslumbrante descripción de un desconsuelo, Bianchi nos regala un desenlace esperanzador. Nos ayuda a olvidar nuestra condición de seres desamparados y a huir de ese no sé qué de mediocre que a veces tiene la existencia. Susana Sisman


Montevideo - Brasilia - Buenos Aires - 2009


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PREVIO A

lguien podría decir que soy memoria viva. Tendría seguramente parte de la verdad. Los acontecimientos que testifico fueron sucediendo en un alrededor que me precedió, convivió conmigo, o desentrañé de esos fragmentos de historias que parecen a veces adueñarse de la gente y surgir espontáneos, como la miel de los colmenares. Roberto Bianchi 5


Pero seguro también que soy razón. Porque yo recuerdo, pero, además, comparo, evalúo, medito y opino. Todo eso es sin duda patrimonio humano, de la misma forma que los sentimientos que experimento frente a todas y cada una de las circunstancias y personas en quienes convivo. Lo demás no importa demasiado. Sobre todo ahora que el tiempo fue limando asperezas y aprendí que cada uno es un poco la suma de la ausencia de las otras memorias. Que aunque siempre estemos por ahí, muchas veces no se nos convoca y de no ejercitarnos, nos devora la amnesia.

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PRIMERA PARTE El nacimiento de la memoria

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I P

ienso que fue a través de mamá que se empezó a construir mi memoria. Seguramente en función de sus propios recuerdos. Tal vez durante la larga espera que hizo eclosión aquella tarde en la antigua Confitería del Molino, allí, en Callao y Rivadavia, frente al Congreso argentino.

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En la medida en que pasaba la tarde, nos sentíamos cada vez más aplastados por aquellas columnas de mármol veteado en tonalidades de marrón, con sus fantasmales manchas oscuras, que penetraban el negro de las vetas profundas. Desde lo íntimo de su vientre pude adivinar las siluetas, esa gente que elegía licores en las estanterías vidriadas, y sus sombras que caminaban las paredes, los vitrales, los pies ornamentales y los frisos. Sin querer transitaban el camino hacia la gran escalera de mármol y bronce, iluminada por la estampa del molino, imagen fundacional, que en el lateral del fondo, presidía la mágica escena. Tal vez nos distraía en parte el pregón del canillita que voceaba las noticias, mientras que a través de la ventana, mamá veía bajar esa llovizna azul inagotable, que calaba los huesos de los escasos transeúntes. ‘‘¡Hitler invade Polonia!, ¡Vea, vea!’’ -repetía aquella viva voz, tiñendo de alarma el aire somnoliento. Sin embargo, mamá solamente se mordía y sollozaba bajo. Sentía sus entrañas sacudidas por el fuego donde me gestaba, que le iba incendiando las paredes, y le provocaba un insoportable ardor. Sus ojos volaban de la ventana a la puerta, por donde papá debía aparecer en un momento. En un momento que se retrasaba y se escondía entre sospechas y aturdimientos. Ella había querido ir al puerto, como antes, a buscarlo. Papá fue que VAIVÉN

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insistió, no vale la pena, tú sabes que no estás fuerte, te tienes que cuidar de estos fríos. Y ella le decía, pero si no es nada, me gusta ver llegar el barco, es como un punto que se asoma a lo lejos, y tu imagen se empieza dibujar como si crecieras adentro mío... casi como nuestro bebé. Papá ya no llegaba a la hora prevista. En la cabeza de mamá volaban rayos y los viejos fantasmas de las horas disueltas querían aferrarse, resucitar. Pensó en la tormenta de la noche anterior, en el río levantando esas olas gigantes que movían su fondo negro casi despiadado, y en el Vapor de la Carrera, elevado como una cascarita en la espuma incontrolable. El dolor se hizo más agudo. Después, la sensación de desmayo y el final. Más tarde el desconsuelo, la ausencia absoluta, las lágrimas. Esas que irían a durar toda la vida. Las que salpicarían una a una las páginas de la memoria. Como si se acabase de sellar, hundir, un trozo de destino. Como si presagiase lo irremediable, el mundo, por contagio, parecía haberse decidido a incendiarse sin remedio. Probablemente fruto de ese infierno que parecía querer envolverlo todo, mi memoria se eleva, se sostiene a sí misma, se genera.

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II T

engo una hermana mayor. En realidad dos. En verdad se trata de dos medias hermanas. Permítanme aclarar todo esto: resulta que una es hija de mi mamá y de un hombre que no la reconoció. Es muy dulce mi hermana Sonia, pero lamentablemente no está con nosotros. Se casó Roberto Bianchi 13


con un médico y vive en España. Había estudiado medicina en Buenos Aires. Los dos estudiaban en la UBA. Ella, además, trabajaba en un laboratorio. Ahora, en Barcelona tiene uno propio, donde trabaja con su marido. Cuando mamá la visita, ella quiere raptarla, sujetarla allá, pero mamá siempre vuelve. Esta hermana mía es tan dulce como mamá. Me parece mentira que alguien pudiese pensar, como lo hicieron esos tipos, que ella estuviese metida en todas esas cosas. No por nada. Yo conocí un montón de gente que no le gustaba lo que estaba pasando, y se reunían con otros a discutirlo, y eso no quiere decir algo en particular. En esa época mi cuñado compartía el consultorio con otros médicos que habían sido sindicados como subversivos, o cosa parecida. Al principio soportaban el asedio telefónico y las persecuciones más que evidentes, después decidieron irse del departamento de Barracas. Mi cuñado debió abandonar su consultorio y su clientela, y ya casi ni aparecía por el hospital. Mamá se desesperaba cada vez más por esa situación. Trataba de ayudarlos, pero no sabía bien qué hacer. No entendía mucho lo que estaba pasando. Temía que les llegara a pasar lo mismo que a la vecina del otro piso, que no se supo más de ella, y la madre estaba como loca. En ningún sitio le informaban. Iba de comisaría en comisaría, o se comía las colas en Jefatura, tratando de que alguien le dijese algo. Una vez mamá la acompañó VAIVÉN

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a La Plata porque ella se lo pidió. Iban a intentar ver al Obispo, pero las despidieron en la puerta sin permitirles lograr su propósito. Antes de irse le dijeron que pidiera perdón por sus pecados. Fue por todo eso que mamá estuvo tan enferma y preocupada. Su marido no sabía cómo consolarla, cómo lograr que se tranquilizara. Él también estaba desesperado. Es que adoraba a Sonia, igual que a mamá. Aunque a mí no me agradara demasiado, debo reconocer que era muy bueno con ellas. Eso no significaba que les dedicase todo el tiempo. Estaba siempre muy ocupado con sus empresas y sus negocios, claro, pero nunca dejaba de atenderlas. Seguramente, por estar muy al tanto de lo que estaba ocurriendo en el país, aconsejó que decidieran la partida lo antes posible. Mamá no sabía qué era lo mejor. Estaba convencida de no soportar el alejamiento de su hija, pero comprendía, por ese algo intuitivo de las madres, que de quedarse, tanto mi hermana como su marido, así como todo lo que les rodeaba, sin distingos, correrían peligros indescriptibles. Así lo aseguraban los llamados anónimos. Mamá también había recibido alguno. Primero no entendió muy bien, pero luego quedó helada al escuchar lo que le dijo el tipo: ‘‘Vos sos la vieja, ¿no?’’se oían risas del otro lado y ruidos como de cadenas acompañados de gritos y quejidos - ‘‘Claro... sos la vieja puta. Decile a la yegua de tu hija y al comunista Roberto Bianchi 15


ese... sí, sí... puta... al macho de tu hija... deciles que son boleta, son... no te olvides vieja puta... Oíste bien, ¿no?’’ No le contó a nadie al principio, pero cuando empezó a sospechar que el automóvil verde, un Falcon que se paraba con tres tipos adentro, justo frente a su departamento, no era una casualidad, porque llegaba cuando su hija llegaba, y se iba cuando ella se iba, le comentó al marido y decidieron hablar con los chicos. Eran tiempos difíciles. Hasta para mí. Yo sufro con los que quiero. Me hubiera gustado ir con ellos a Europa, pero me pareció que no debía alejarme de mamá. A veces creo que sigo viviendo en ella. En sus mayores momentos de desesperanza y desconsuelo, yo conservo la calma y el raciocinio, probablemente para equilibrar nuestra sintonía. Por otra parte, creo que cierra perfectamente eso de sobrevivir en la memoria de los demás.

Mi otra hermana es hija de mi papá. Es la mayor. Me lleva casi doce años, igual que al otro, el que yo debí ser. Ambos son hijos de María, la esposa de papá. Mamá pensaba en lo forzada que debió resultarle a papá la elección. Por un lado ella, mi mamá, una mujer que no pudo o no supo darle un hijo, y por otro María, la legal, la que logró comprarlo con un parto. VAIVÉN

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Esta otra hermana mía se llama Isabel. Es seria y estudiosa. El orgullo de papá. Isabel ha ignorado siempre, a veces me pregunto sino en una forma deliberada, ciertas facetas de la vida de papá. Lo intuye, sufre las separaciones, pero también las reconciliaciones. Primero se defendió refugiándose en el estudio. Después, se sometió al ejercicio de la medicina. No sé si realmente Isabel supo de mí, o de mamá. Jamás hizo un comentario, ni yo escuché que nos mencionara. Esto faltará en mi testimonio. En cuarenta años pasan tantas cosas, que uno no sabe en qué quedaron algunas situaciones que fueron fundamentales, y tal vez recuerde en cambio momentos intrascendentes. ¿A cuál categoría pertenecerá esta escena tan viva en la memoria? Papá esperando que la figura deslumbrante que avanzaba por el salón comedor del barco, se aproximara a su mesa. Mamá decía que él era tan amable... ¿La habrá conquistado con sus gentilezas? Puede ser. Casi ceremoniosamente, decía mamá, se había inclinado cuando la vio venir. Al contar estas cosas, mamá solía hacer las representaciones del caso, con todos sus detalles. Se sonrojaba todavía tantos años después, cuando contaba lo que le había dicho en esa ocasión, mientras extendía su mano derecha señalando la mesa. Papá le interrumpió el paso elevándose en toda su estatura, mientras le decía, señora... si me permite... descuento que usted Roberto Bianchi 17


no lo tomará a mal... por favor, le ruego disculpe mi atrevimiento, pero en el comedor ya no queda lugar... le imploro que comparta mi mesa... Mamá sonreía cuando recordaba, seguramente con la misma sonrisa cincelada en su rostro, ante la galantería de papá. Sonreía y repetía que le había dado vergüenza, que en aquel momento no supo dónde meterse. Había mirado a Sonia que estaba con ella, según contaba, y luego alzó los ojos lentamente hacia la figura de papá. Le dijo, tantas molestias le hemos causado ya, señor... no quisiera abusar de su amabilidad, verdaderamente. Se consideraba abusadora porque no era en ese día la primera vez que se cruzaban. Según parece, al abordar habían coincidido en el acto de ascender a la plataforma de acceso y papá le había ofrecido ayuda llevándole un bolso, mientras ella hacía equilibrios con Sonia por la pasarela. Supongo que eso que es tan habitual entre personas corteses debió tener, además, una carga emotiva con esas miradas de simpatía cómplice, que se otorgan en ciertos casos. En ese viaje en el Vapor de la Carrera entre Montevideo y Buenos Aires, al parecer viajaba mucha gente. El barco soltó amarras y zarpó, mientras el puerto de Montevideo se iba haciendo cada vez más pequeño. Mamá llevó a Sonia a recorrer la nave, luego se instalaron en el camarote y descansaron un rato. Cuando advirtieron que se les hacía algo tarde para la cena, se dirigieron al VAIVÉN

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comedor pasando a través del bar donde los barman sacudían cocteleras sobre sus cabezas. Cuando ingresó al salón, los mozos almidonados que rondaban las mesas repletas de manjares, limpiaban rigurosamente con sus repasadores las brillantes copas de cristal. Al fondo, a la derecha, sobre el escenario, los acordes del piano y el violín se elevaban en un ámbito de luces esfumadas, candelabros, manteles de encaje, flores y bebidas de aromas y brillos multicolores. Los ojos verdes de mamá no alcanzaban a abarcar todo aquello de una sola mirada. Mientras caminaba sus bucles dorados se balanceaban sobre su espalda desnuda y los hombros de su lánguido vestido entallado. Fue un segundo nomás, pero le alcanzó a papá para verla y decirle, por el contrario, es un honor, tomen asiento por favor, me llamo Rafael... Rafael Lavigna. - Allí fue que supo mi nombre por primera vez -contaba mamá- le dije que me llamaba Elvira Barrios, y con mucho orgullo, que la niña era mi hija Sonia, -lo decía levantando el pecho, como desafiante- para que si no le gustaba, no siguiera avanzando. Quise que lo supiera allí mismo, sin más trámites. Me causa gracia ese auténtico sentido de defensa propia que exhibía mamita, de su integridad seguramente tan golpeada siempre. Pero más orgullo ponía todavía al culminar su relato. Se la veía feliz repitiendo las palabras de Roberto Bianchi 19


papá de aquella noche. Lo hacía palabra por palabra, como si de ese modo estuviese demostrando la sinceridad de aquella relación que entonces comenzaba. Agravaba su voz y repetïa: Yo soy el que debo estar agradecido Elvira, si usted me permite llamarla por su nombre de pila, le agradezco me permita disfrutar de la honrosa compañía de dos damas como ustedes. Mamá afirmaba que todos se sentaron muy sonrientes a la mesa, a disfrutar de una cena inolvidable.

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III M

e hubiese gustado viajar en el Vapor de la Carrera. Incluso en esos dĂ­as de mar de fondo en que parece que el enorme barco fuera un juguete abandonado a su suerte. En esos dĂ­as en que el tembladeral del rĂ­o amenaza con rezongos negros y violentos. Roberto Bianchi 21


Imagino aquellos viajes durante toda una noche, el camarote con cuchetas, los besos y las caricias que se darían mis padres en la penumbra de la boite, a ritmo de bolero. La travesía puerto a puerto del Vapor dejó su marca en los sentidos y se fue, o se está yendo o cambiándose por buques rápidos repletos de automóviles en sus bodegas. Mamá ya hace años que viaja sólo en avión, pero en aquellos días, todo era diferente. Eran auténticas aventuras de placer. La gente se vinculaba, se veía por fin. Se encontraba o a lo mejor se desvinculaba al cabo de esas horas, pero seguro que no permanecía indiferente. Alguno de esos viajes, sin embargo, debía ser el último para mis padres, mucho antes de que el progreso terminara con ellos. Veo a papá recorrer los titulares del diario, a mamá a su lado hojeando una revista, que se borroneaba entre lo acuoso de sus ojos. Tampoco él fijaba su atención. Tal vez aquella fecha de diciembre de 1939 que no decía nada entonces, lo significara después, aunque esa hora y ese día no representarían más que otros en sus vidas, salvo por las consecuencias. Papá había pedido dos escoceses y allí estaban, esperando, con el sifón y los cubitos de hielo en su balde plateado, tal como el mozo los dejase, sobre la mesita, frente a sus sillones. - Si estamos de festejos, no sé cuál es el VAIVÉN

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motivo -dijo mamá señalando la bebida- porque yo sí que no tengo nada que festejar- agregó, mientras dejaba la revista a un lado como con desaliento. Papá respondió, no se trata de eso, mientras el barco se balanceaba dejándole una sensación extraña de hormigueo en el estómago y ella murmuraba, es demasiado tarde. - No quiero filosofar -contestó papáentiendo que exageras, que todo esto ya está mucho más que hablado, y no creas que a mí no me duele. Mamá consideró que ya era inútil seguir agregando palabras y él debió reconocer que son los hechos los que determinan las actitudes. - Y yo no produzco ‘‘hechos’’, ¿verdad? -replicó mamá tratando de sofocar una crisis de llanto. - ¡Por favor, Elvira, sigues exagerando! - Entiendo perfectamente lo que pasa, agregó mamá-, te quedarás con ella de todos modos. Y es justo. Ella te atrapó. Yo perdí. Y te digo más, no perdí una batalla, perdí la guerra, como la República Española. No queda nada: el campo yerto dijo señalándose el vientre-, y yo sin rumbo, -sonrió tristemente-, como tantos miles de españoles que siguen llegando como refugiados. Papá volvió a jurarle, sabes que es a ti a quien quiero, la falta que me haces. Mamá asintió con la cabeza y le respondió, por eso me duele más todavía. Papá le apretó fuerte las manos y se quedó callado. Roberto Bianchi 23


Cuando vino el mozo le alargó unos billetes. Después se levantaron y se dirigieron al comedor, mientras papá sugería actuar como adultos, que era lo mejor. Si bien muchos pasajeros se habían retirado a sus camarotes, todavía había gente que deambulaba por los pasillos y por cubierta, aprovechando la cálida noche de verano con todo su perfumado olor a mar. En el salón comedor los comensales ocupaban la totalidad de las mesas, entre las que circulaban ajetreados mozos. Mamá y papá se ubicaron en una pequeña mesa lateral, y cuando fueron atendidos, pidieron algo sencillo de cocina, más para pasar el momento, que por el placer de la cena que transcurrió en silencio. Era tan joven entonces mi mamá, que le resultaba difícil entender cómo podían sumarse los fracasos. Yo hubiese querido consolarla, decirle que estaba allí, que no llorara por lo que no fui, que yo era lo que debía ser. Que mi existencia iba a ser liviana, cristalina, claro... que por más crueles que fuesen los momentos, por más indiferentes o egoístas que encontrase en mi camino, yo estaría igual, caminando aunque no me reconociesen y ocasionando sin saber, insoslayables consecuencias. Fueron a acostarse unas pocas horas, cada uno en su cucheta y en contínuo silencio. A las ocho tocaron puerto en Montevideo. Allí se amontonaban VAIVÉN

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los inconfundibles maleteros, empujándose para lograr un turno y una buena propina. Mis padres tomaron un taxi. La primera parada fue en la esquina de Hocquart y Miguelete donde quedó mamá. Después el vehículo continuó viaje, con mi padre solo.

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IV Y

o no seré jamás como el impostor. Ese niño tan bello, tan humano, tan normal, que ocupó mi lugar. Yo no seré jamás como él. Ni en lo que pienso, ni en lo que siento. Mientras trato de rodear a mamá y a papá de fidelidad y amor, y viajo incansablemente por las ramas que crecen y Roberto Bianchi 27


abanican el aire de todas las primaveras; mientras envejezco en las canas de mis abuelos, hablo en las charlas de mis hermanas, hago música en el violín de mi tío Juan, pero principalmente, testifico la vida de todos, él crece para sí, juega, come, pelea, estudia, busca novia, y en veinte años atraviesa con tránsito irregular, rebelde e inconformista, los avatares juveniles de los montevideanos. Es cierto que cada vez se parece más a papá. Como él, se pasa cuestionando el poder, discutiéndolo todo. Papá siempre fue así. Puras frases hechas. Me hace gracia verle hinchar las venas, levantar los anteojos en la punta de la nariz, balancearse con la silla como incorporándose, para lanzarse con su enorme cuerpo a desollar a todo aquel que encuentre en su camino, y levantando el índice a la altura de los ojos, afirmar que, no existe democracia sin justicia social. Ese otro hijo que me sustituyera en su devoción, en su dedicación educativa, en su amor y en su protección, pensaba como él. Y papá estaba satisfecho. Frente a cada actitud del hijo, crecía su orgullo. Lo constaté desde aquel día en que lo salvaron sus compañeros. Lograron sacarlo casi arrastrándolo por un claro que se abrió y por el cual se dispersaron por la calle Minas hacia Colonia. Cuando estuvieron lo suficientemente lejos, se pararon un momento a descansar. Desde allí todavía se escuchaban los estallidos de las granadas VAIVÉN

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de gases, que seguían resonando a la distancia. Lo hicieron bajo un farol, que pese a su luz escasa, les permitía advertir por primera vez el estado en que se encontraban. Julio y Ernesto –sus compañeros-, bastante embarrados y con algunos jirones en su ropa, pero ilesos. Él en cambio era el más lesionado. Nada que revistiera gravedad, claro, pero... ¿Cómo presentarse así, en su casa? - ¿Qué vas a hacer, Enrique? -le preguntó Julio. - Y... no sé... no soy el único, ¿no? -respondió, mientras se dejaba caer en la vereda y se recostaba contra la pared. - Si, debía de haber un montón de heridos agregó Julio- La botija esa... ¿la viste? - ¿Cuál? - La que se había metido en la galería ahí, frente a nosotros... donde estábamos nosotros insistió- le vi que tenía la cara y el cuello ensangrentados. - Pobre -dijo Ernesto pensativo. - ¡Pobre, las pelotas! -gritó Enrique fuera de sí- ¡Habría que haberla defendido! - ¡Sos loco... callate... no grites que se aviva la gente! -intervino Julio, mirando para todos lados y poniéndose el índice sobre los labios. - Mejor -siguió Enrique- así se enteran de que allá arriba están masacrando a los compañeros. - ¡Pará, héroe, que con eso no ganás nada! terció Ernesto. Roberto Bianchi 29


- Oíme, gil, lo que pasa es que siempre caemos regalados, por eso nos amasijan... si me dieran bola a mí... - Qué, ¿qué ibas a hacer? - Por lo menos, organizarnos mejor, ¡qué sé yo! Ahora vamos, -agregó incorporándose ¡capaz que llegan acá con los caballos! Los de la Guardia Republicana recorrían ahora montados en sus cabalgaduras todas las calles adyacentes. Las razzias pretendían hallar a los estudiantes que se habían escapado del encierro en la avenida 18 de Julio. Los muchachos vieron desde lejos, cómo pasaban en varias bocacalles. Tuvieron suerte de agarrar un ómnibus. Se quedaron en la plataforma y Enrique viajaba casi colgado, con medio cuerpo afuera para que no vieran sus lastimaduras. Los otros pagaron los boletos y le arrimaron sus cuerpos, para cubrirlo aún más de las miradas. Papá lo estaba esperando. Se quedó especialmente en su escritorio porque quería verlo antes que María. Se imaginaba lo que ella pudiera decir. Cuando sintió las voces y los pasos, se adelantó y los hizo pasar. Enrique quedó para el final. - Hubo de todo -dijo. - ¡A verte, hijo! -se acercó papá, mientras le pasaba la mano por la cara. - No es nada viejo... me caí y me arrastraron un poco... VAIVÉN

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- Pero si tenés sangre y moretones. Aquí estás bastante lastimado -agregó señalándole la ceja. Los acompañó hasta el baño de servicio, para lavarle las heridas y curarlo, mientras le repetía, que no te vea así tu madre. - Por suerte zafamos -dijo Ernesto, tratando de alivianar la cosa- ¡Éramos como tres cuadras de estudiantes! - Apretados... -agregó Julio. - Pero ellos eran más, viejo, te lo aseguro dijo Enrique. - O por lo menos parecerían -contestó papá que se había adelantado a encender la luz del baño, mientras los muchachos quedaron afuera asomados al marco de la puerta. Enrique se lavó la cara mientras miraban como el pómulo se le ponía más morado, allí donde le habían bajado el garrotazo. También vio reflejados en el espejo el corte sobre la ceja, por donde había brotado más sangre, y la nariz hinchada y azulada. - Le voy a decir a la vieja que me peleé resolvió. Papá permaneció callado mientras los muchachos por turno usaban el baño y Enrique volvía junto con él al escritorio. Papá lo llevaba abrazado y lo miraba con mucha ternura. -¡Son unos hijos de puta, viejo! -dijo Enrique en tanto se apretaban en un abrazo. Papá soltó unas lágrimas mientras aseguraba, esos, los milicos son asesinos y comprendía que su hijo también sollozara. Roberto Bianchi 31


Cuando advirtieron que Julio y Ernesto volvían, se separaron de inmediato, como avergonzándose de una debilidad. Se sentaron uno frente al otro en el escritorio de papá. Julio acercó un banco y se sentó con ellos. Ernesto se recostó contra la ventana que tenía las persianas bajas. - Creí que estas cosas no volverían -exclamó papá, tomándose la cabeza con ambas manos. - Mi padre dice que nos tendríamos que dejar de joder y dedicarnos a estudiar más -pensó en voz alta Ernesto. Papá alcanzó a murmurar, ...y eso que se trata de universitarios, pero son iguales que los otros... pero no continuó, prefirió el silencio. Silencio que quedó flotando un tiempo entre el humo de los cigarrillos y la penumbra de la habitación. - Es tarde, muchachos -irrumpió finalmente papá- Fue un día duro para ustedes -y dirigiéndose a su hijo, agregó- Tu madre estuvo llorando y te espera. Escuchó el informativo. Lo sabe todo. No le mientas.

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V M

aría lloraba, porque no sabía hacer otra cosa.

Se la pasa llorando y rezando, le había contado a mamá mi padre refiriéndose a su esposa. Mamá entonces no le respondía, lo miraba tranquila y serena, como contestándole, viejo qué pena, pero seguís con ella. Roberto Bianchi 33


La madre lloraba porque el hijo le daba tantos disgustos, porque el marido la engañaba, porque los hermanos, los suyos, eran unos desagradecidos, con todo lo que siempre hice por ellos, y los cuñados, pero sobre todo las cuñadas, eran de lo peor, siempre apañando a Rafael y hablando mal de mí, que María es esto, que es aquello, como si las viera con sus lenguas viperinas. Algunas de sus pocas amigas, o mi propia hermana, eran los sufrientes escuchas, fijate que nos tuvimos que venir a Montevideo a alquilar, teniendo Rafael cargos oficiales y de responsabilidad en el pueblo, por sus habladurías. Claro, lo indisponían contra mí, lo enloquecían. Isabel era su hija, pero, además, su confesora. Podía repetir palabra por palabra estas y otras retahílas, que semejaban las cuentas de un rosario. De ese rosario que nunca bajaba de las manos de su madre. La mayor de sus desgracias, sin embargo, parecía ser su hijo. Desde que nació Enrique sólo me trajo problemas, solía decir. Cuando bebé, no me aguantaba el pecho y como al parecer tenía hambre, lloraba como un marrano. De chiquito, a los tres o cuatro años, era tan enfermito, siempre con diarreas, con vómitos, con esa fiebre que lo postraba temporadas en la cama y como estaba tan débil, se pescaba todas las enfermedades que había por ahí. Y ella, por ser la madre, tenía que cuidarlo y encerrarse con él, así el otro, su marido, le hacía las calavereadas. VAIVÉN

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Por allí están todavía las fotografías del niño. Los ojos saltones en la cara pequeña, redonda como la de su madre, pero demacrada. Tenía un color verdoso que daba miedo, afirmaba. Un día papá creyó que el niño se moría entre los vómitos y la diarrea, ya al borde de la deshidratación, porque ni el agua le paraba en el estómago. Durante todo el día estuvo llamando al médico o yendo al consultorio a buscarlo. El médico estaba muy ocupado y no venía. Como a las once de la noche, papá se fue con su revólver a la casa del doctor, cuando llegó a la puerta, la golpeó con la culata mientras gritaba que si no salía e iba de inmediato, lo mataba allí mismo. Al final, el médico no fue, papá envolvió al chico en una frazada, lo metió en un taxi y se lo llevó al hospital. El juicio por omisión de asistencia duró un siglo y se podría haber cruzado con el de amenazas públicas con porte y exhibición de armas, que le pudo iniciar el galeno. Éste, que era un reconocido profesional, no recibió la sentencia condenatoria, porque murió al poco tiempo y mi papá tuvo que archivar el expediente. Mi hermana Isabel insistía en que el médico había muerto debido a las maldiciones de papá, que sumadas a todo lo vehemente de sus reacciones, no lo salvaron sin embargo de que María le recriminara siempre que no lo hubiera matado de un balazo.

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El antiguo revólver de papá era un Smith Wesson calibre 32 largo, que años más tarde desapareció misteriosamente. Fue durante un período en que papá andaba tan mal, que María temió que hiciera una locura. Un día lo encontró debajo de la almohada y agarrándolo con la punta de los dedos por el caño, lo metió en el galpón del fondo de la casa, dentro de un cajón, junto a las porquerías y los fierros viejos. Días después, cuando estaban solos, llevó a Enrique al galpón, le mostró el arma y le pidió que la sacara de allí. Enrique pensó que papá se iba a enojar mucho y se lo dijo. - Los Lavigna son todos locos y tu padre no es excepción.- sentenció María. Enrique sabía perfectamente que sería inútil cualquier otra cosa, entonces dijo, está bien, agarró el revólver y lo llevó a la oficina de un amigo. Fue la última vez que lo vieron. El amigo, tiempo después no supo dar razón, explicó que lo había guardado y que alguien lo sustrajo, que seguro habían estado revolviendo y alguno lo desapareció, que tal vez aparecería el día menos pensado. Surgieron rumores que había ido a parar al Paraguay, en manos de guerrilleros del ‘‘14 de mayo’’. Corría el año 1958, y por allí habían andado los alzados, que se preparaban en Montevideo, para invadir su país. Enrique le dijo a su amigo, bueno... qué le vas a hacer, pero que tengan cuidado porque era de mi tío Miguel, así que debe tener algún muerto.

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En la época en que papá no mató de un balazo a aquel médico desaprensivo, guardaba celosamente su revólver en el cofre del automóvil. El auto estaba inutilizado sobre cuatro cajones en el garaje. Durante la guerra, era casi imposible conseguir neumáticos y la nafta estaba restringida. Papá hubiese considerado inadmisible obtenerlos mediante métodos no ortodoxos, como mercado negro y esas cosas, todo por lo cual, iba de a pie. Antes, cuando recién se casara con María, solían viajar bastante. Hacían el recorrido hacia y desde el pueblo a Montevideo en el viejo Chevrolet. Eran épocas en que se demoraba dos días por caminos de tierra. Después ya no viajaron más. Por lo menos juntos. Papá volvía a su pueblo en los cumpleaños de sus padres y en ferrocarril. Era el único viaje que realizaba, porque a Buenos Aires no volvió. Consideraba muerto su costado argentino. Yo, que lo veía por dentro, intuía todo lo que le pesaba su actitud, adivinaba su larga tragedia.

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VI M

e hubiese gustado que mamá notara mi presencia, pero sé que es imposible. Qué distinto hubiese sido poder tenerme en sus brazos. Ahora había quedado sola y desalentada. Durante un año no supo nada de papá, hasta que al fin le llegaron noticias a través de mi tío Juan, Roberto Bianchi 39


hermano de papá, que vivía en Buenos Aires. Juan tenía especial aprecio por ella. En el poco tiempo en que la trató, había aprendido a conocerla y estimarla. Mi tío envolvía su bohemia en una trasnochada sensación de todo o nada. De esa forma asumía tanto el tango como la amistad. Deambulaba el Buenos Aires de los bodegones y los boliches, en esos tiempos de las fritangas y el vino de tonel. Yo me quedaba muchas veces enredado entre las notas de su violín, cuando hacía los solos en los ensayos de la orquesta, o cuando en los bailes, emocionaba a las parejas envueltas en los cortes y las quebradas. Mamá andaba aquella tarde con Sonia por el barrio de La Boca y lo cruzó en Brown y Mendoza. Miraba el Riachuelo desde el muelle, con ese fondo oscurecido de cielo, recostado de lanchas y lanchones, a los que aún iluminaban los últimos reflejos, sin que todavía le hubiese castigado tanto la polución fabril. Allí, con su perfil, el violín bajo el brazo, el sombrero ladeado y el cuello del sobretodo levantado en una parte, parecía que Quinquela Martín lo hubiese incorporado a un cuadro. Sonia corrió hacia él como con un resorte. -¡Pero... miren esta gente! -dijo Juan- con una alegría bien visible, mientras levantaba en brazos a mi hermana y saludaba a mamá. Después, abrazados, se metieron en un barcito de la ribera. Charlaron un rato largo de cómo le iba a VAIVÉN

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cada uno, mientras bebían sus cafés y Sonia dibujaba todos los corazoncitos y flechitas que entraban en una servilleta de papel. Después nombraron a Miguel, aquel hermano menor de papá que estaba en la cárcel de Miguelete, en Montevideo y que papá defendía. Mi tío le contaba que pronto iba a salir su excarcelación anticipada. Mamá decía, pobrecito, pensar, cuánta tragedia que debió vivir... Juan también hablaba de sus otras hermanas que bajaron a Montevideo a estudiar de maestras y la ayudaban bastante a María con el niño, su sobrino, que al parecer no estaba bien de salud, porque no digería adecuadamente. Yo veía que a mamá se le atragantaba el último sorbo. Mi tío parecía no notarlo en el entusiasmo de su relato y continuaba diciendo que le habían curado del empacho, que Rafael si bien no creía en esas cosas, había tenido que acceder en ir a la curandera, ya que de todos modos María lo hubiese llevado igual, porque no la dejaba dormir nunca y al parecer era inaguantable. Yo quería mucho a este tío violinista. Me gustaba escucharlo y seguirlo en sus divagaciones y en sus alegrías, pero sentí en ese instante que algo se rompía entre nosotros. Ya no podría ser igual en adelante. Por la carita de mamá se asomaron un par de lágrimas que disimulaba torpemente y todos escuchamos el final del relato, como que viniera de muy lejos, del otro lado de ese río marrón y maloliente. - Fijate Elvira cómo será la cosa, que casi Roberto Bianchi 41


nos arruina la ceremonia del bautismo –continuó- se puso a llorar a los gritos y a vomitar a todos los que estábamos alrededor. Hasta el cura -agregó sonriendotuvo que andar eludiendo las lanzadas. Imaginate cómo me dejó a mí, que era el padrino-terminó diciendo.

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VII V

eo que los chicos se atropellan entre sí, en la calle o en el fútbol, simplemente porque tienen cuerpos y manos, y se imaginan más poderosos a sí mismos que a quienes enfrentan. Verlos bailar, salir con chicas, simplemente poder decidirlo, mientras me imagino a mí mismo, Roberto Bianchi 43


en cambio, como el cuerpo de un espejo, el fondo de unos ojos, la vibración del oído, jamás como brazos o piernas en acción. A veces me identifico con esas cualidades que la Iglesia le otorga a Dios. Esa posibilidad de estar en todo sitio, de ser omnipresente. Porque yo puedo obrar en consecuencia, verlo todo, enterarme de los más diversos hechos. Entonces me crezco como un globo al que le insuflan más aire del debido. Mi imaginación se satura, mis ideas se desintegran al punto que me parece estallar. Es cuando aparece el límite de mi inoperancia, cuando comprendo que no puedo intervenir, que mi condena será siempre ver pasar los seres y las cosas a mi lado, o a cientos de kilómetros. Adivinar intenciones, vislumbrar acciones, detenerme a analizarlas, dar marcha atrás para desmenuzarlas y volver al cauce de su desarrollo, para seguirlo controlando. Lo que no puedo es participar. No puedo advertir a nadie lo que se avecina, revelar lo que veo.

Las casualidades, que tal vez no lo sean, son más habituales que lo que la gente se imagina. Yo tengo como una atracción especial para descubrirlas. Podría estarme horas relatando hechos casuales que de haberlos descubierto sus protagonistas, habrían alterado muchos desenlaces. VAIVÉN

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Otros, los más, no hubiesen modificado las consecuencias, pero sí, exacerbado sentimientos, violentado reacciones, cambiado sustancialmente las sensaciones. Así le hubiese sucedido a mamá anticipadamente, aquella tarde en la confitería de Lavalle y Maipú, en pleno centro porteño, mientras esperaban con su marido que llegara la hora de comienzo de la película, saboreando sus cócteles brillantemente decorados. Medidas con los hábitos serenos y disciplinados de su esposo Raúl, esas salidas de los viernes, con escasas variantes, se repetían siempre en esos, por entonces, diez años de casados que llevaban. Mamá retocaba su maquillaje, cerraba la boutique e iba a buscar a Raúl a su oficina. Muy ufanos, como recién casados, que es como siempre se mostraron, cruzaban la Avenida de Mayo y tomaban por Diagonal Norte hasta Maipú y por ésta, hasta Lavalle. Allí, invariablemente Raúl compraba el diario y entraban en la confitería donde se sentaban en su mesa de costumbre, que parecía estarlos esperando. A Sonia la dejaban con sus tías, las hermanas de Raúl, que pertenecían a una antigua familia de comerciantes e industriales muy numerosa y notablemente conocida en la zona de Flores, donde vivían. Los viernes, al volver de sus estudios, Sonia quedaba en familia. Por eso mamá y su marido podían llevar a cabo su habitual ceremonia. Roberto Bianchi 45


Aquella tarde, mientras iban caminando por Lavalle hacia el cine, un grupo de muchachos visiblemente confundidos, seguramente extraños, les detuvo un instante. El que parecía comandar los hechos, le dijo a Raúl si por favor le indicaba para qué lado quedaba la calle Tucumán. Mientras le enseñaban la dirección, mamá miró fijo al que parecía más joven, menos fuerte. Algo en esa cara, pero algo muy profundo, para nada superficial, porque no se parecía específicamente a alguien que conociera, algo percibió mamá. Tal vez una llama interior alucinante. Fue un momento apenas que pasó antes de lo imaginado. Ya se estaban dirigiendo nuevamente hacia el cine. Los muchachos se habían marchado en sentido opuesto y yo no pude intervenir, ni advertirle siquiera a mamita que ese era el otro. Un atropello al amor de su memoria, hollando aquí también, ahora en sus primeros actos de independencia y sin saberlo, sitios, objetos, lugares que me pertenecían.

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VIII H

acía dieciséis años que papá ya no viajaba a la Argentina. La última vez que viajó, volvió a Montevideo un veintidós de diciembre. Papá argumentaba que no volvería mientras existiese el peronismo en ese país. Comentaba, ¿Les parece poco?, acabó con toda la oposición. Impuso sindicatos amarillos. Es fascista. Roberto Bianchi 47


La verdad es que entonces casi no había relaciones entre ambos países del Plata. Primero se enfriaron, después se congelaron. Papá afirmaba, ¡No podemos visitarnos por culpa del tirano! Familias enteras en que los cruzamientos habituales entre argentinos y uruguayos se habían efectuado, no podían verse y eso se traducía en intolerancia, base fundamental del antiperonismo uruguayo. Mi tío Juan nunca pudo hablar bien con papá de ese tema. De haber podido hacerlo él le hubiera dicho, sin el hombre, no habría nada. Les dio la dignidad. Son gente porque Perón les enseñó a serlo. Y papá habría contestado, les enseñó la dependencia, los educó obedientes y aptos para la genuflexión. Pero el diálogo no fue posible. Papá era bastante intolerante. Incluso tenía problemas dentro de su Partido Nacional porque los herreristas, eran partidarios del peronismo. Él aseguraba, y eso, te diré, sólo puede pasar en la Argentina, son ingenuos, crédulos, infantiles... Verdaderamente, el concepto no era exclusivo de papá. El odio a Perón se proclamaba directamente en Montevideo, que era lugar abierto para los exiliados opositores. Aquel Buenos Aires perdido, se amasaba con dichos y hechos condenatorios, en la calle, en las radios, y aún en los círculos oficiales. En esos días de 1955, Enrique, en las movilizaciones estudiantiles del liceo, clamaba por VAIVÉN

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igual contra Castillo Armas, que era la contrarrevolución en Guatemala, que contra Perón, víctima de un golpe de la ultraderecha gorila y reaccionaria.

Las motivaciones ocultas de papá para no volver a la Argentina, siguieron existiendo aunque ya no estuviese Perón. Le había puesto fin a sus actividades porteñas para esquivar aquel aguijón incontrolable, que perturbaba la sangre y paralizaba mediante golpes de memoria. Prefería la normalidad del sereno latido, del reposado estudio, del acostumbramiento sedentario. Pero había algo, sin embargo, que papá no podría controlar: el fervor, el entusiasmo de su descendencia. Enrique, con sus banderas, celebraba la caída de Perón, junto a los muchachos que llenaban las calles con sus consignas auténticamente libertarias, porque no podían llegar a interpretar que equivocadamente, se estaba celebrando el comienzo de la agonía dolorosa y prolongada, que ningún uruguayo hubiese querido para sus hermanos, pero que sin querer contribuía a alimentar. Alguna gente empezaba a reencontrarse con la Argentina, muchos de los más jóvenes la querían conocer. Excursiones de fin de curso se programaban a Buenos Aires como viajes de estudio, reconstruyéndose así en un todo, aquella normal Roberto Bianchi 49


circulación de otrora, llevada a cabo naturalmente, en los siempre vigentes buques que realizaban la carrera sobre el Río de la Plata. Enrique y sus compañeros se habían pasado todo el año vendiendo rifas, organizando bailes y otras actividades para obtener el dinero. Y decidieron por fin el viaje para ese fin de año. Que papá y su hermano Juan no se vieran a menudo, no impediría que el tío, que, además, era el padrino del muchacho, se ocupara de ir al puerto a buscarlo. Juan lo estaba esperando en la dársena sur. Lo vio, todavía a bordo, junto con otros muchachos que iban y venían por cubierta, casi colgándose de las barandas. Mientras los dos remolcadores se alejaban y se terminaban de realizar las maniobras de atraque, observó como los jóvenes a su vez señalaban noveleros como caía el ancla y se arrastraban las gruesas sogas que se amarrarían a los cables de proa y popa. Luego se colocó la escalerilla de descenso, y se aprestaron a descender, medio atropellándose y empujándose con sus bolsos y valijas. Todos querían ser los primeros y trataban de distinguir las personas que aguardaban tras los alambrados de seguridad. - ¡Miren, allá está mi tío! -gritó Enrique mientras sacudía la mano sobre su cabeza en señal de saludo. - ¿Cuál?... ¿el pelado? -contestó siempre a los gritos y burlándose Cacho, aquel grandulón al que parecía le sobraran brazos y piernas. VAIVÉN

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-Yo creo que no debe ser, che -intervino el petizo Hebert, que observaba con mucha curiosidad¿Dónde le ven el violín? -agregó, mientras se sacudía para reírse. Empezaron a bajar tropezándose torpemente. El tío Juan se adelantó entre otras personas que también esperaban y penetró a la aduana. Conversó algunas palabras con un funcionario, quien finalmente le permitió pasar a la sala de desembarco previa al control, donde se admite sólo a los viajeros. Por fin lograron abrazarse y Juan le decía, ¡qué grande estás! y ¿cómo están tus viejos? Enrique le presentaba a los compañeros y le advertía, a pesar de sus apariencias son buenos muchachos. - Ya lo veo -respondió el tío que también les iba dando la mano al petizo Hebert y a Cacho, y luego se cruzaba de lado para hacerlo con los otros dos. Les dijo, qué suerte que el barco llegó bastante en hora, y, ¿cómo fue el viaje, se movió mucho?, ¿pudieron dormir? No se habrán pasado en la boite, ¿no? y todos se reían de buena gana. Había que ir saliendo de allí y empezaron a caminar hacia la calle topándose con gente que ofrecía remises y hoteles. Afuera esperaba la larga fila de taxis con los motores encendidos. - Les voy a acompañar hasta el hotel muchachos, si me permiten -dijo el tío mientras Roberto Bianchi 51


cruzaban Pedro de Mendoza y se dirigían a la parada del 86- Este colectivo viene enseguida, por suerte agregó, mientras le pasaba el brazo por el hombro a Enrique- pero che, pibe, contame de tu vieja y de Isabel que hace tantos años que no nos vemos. Te digo que a vos casi ni te reconocía. Las cartas de tu padre a veces, ni tiempo tengo de contestar. La última que tenía las fotos, ¡qué linda! Y... tu viejo escribe bien, sabés. Siempre se destacó, desde chico. Cuando estuvo... un tiempo... no sé si sabés... viviendo aquí, con nosotros, colaboraba con una revista. Yo, en cambio, no. ¿Ves? A mí dejame con la música. ¿A ustedes les gusta el tango? -les preguntó, como generalizando la conversación. Los otros que venían a su lado, dudaban en contestarle. Cacho le dijo, ¡Claro, cómo no nos va a gustar...! y se baila... en Montevideo se baila... Enrique le preguntó por su tía, por él, por cómo estaban las cosas por aquí. Juan se recompuso como si estuviera haciendo un análisis profundo de la situación y le contestó, más o menos. - ¿No esperaban la Revolución Libertadora? - preguntó Enrique. - Y, yo no. Creía que no podría pasar. No así, de esa manera. No es fácil para mí... para nosotros. - Sí, me imagino. - No, no crean. Ustedes, allá... no entienden. No saben bien lo que pasó por acá. Vos y tus amigos, disculpen, no se ofendan, son muy pichones... Pero VAIVÉN

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sepan que acá es a muerte. La mayoría de la gente todavía llora. De noche, cuando no los ven, ¿sabés? No pueden creer cómo se llegó a esto. -dijo finalmente. - Disculpe, yo no quisiera hablar, ¿no? intervino Cacho quien se sentía con derechos por ser el mayor, el que ya había cumplido los dieciochoPero en definitiva acabaron con un dictador, ¿verdad? - ¡Qué sabés vos, muchacho! -contestó el tío mirando hacia los lados- De ésta sí que no sé cómo vamos a salir. No se imaginan lo que es esta gente. Quieren arrasar con todo. Hasta hubo fusilados -agregó hablando más bajito- pero nadie lo dice, ¿sabés? No se sabe todo lo que estos tipos están haciendo, porque los diarios y la radio se callan, o dicen lo que a ellos les conviene. Incluso yo, no tendría que hablar. Porque las paredes oyen y tengo que aguantarme si no quiero que me echen de la Sinfónica. Están persiguiendo a todos los peronistas. Perón es mala palabra ahora... Los muchachos lo tenían rodeado y hacían un grupito en la esquina, mientras los autos pasaban salpicando el agua de los cordones y los viejos edificios de las fábricas se recostaban contra un cielo que parecía ponerse de piedra. El tío se recuperó. Sacudió un poquito la cabeza y como cambiando de tono y de actitud les preguntó por el hotel. -Me dijiste que está sobre la calle Florida, yo los llevo -agregó- ¿Cuántos días piensan quedarse? Ustedes no conocen Buenos Aires... les va a gustar Roberto Bianchi 53


mucho, tiene mucha vida. En nada se parece a nuestra aldea montevideana. Los voy a orientar... si me hacen caso lo van a pasar fenómeno y no los van a afanar, miren -concluyó señalando el vehículo que se acercaba-, allí viene el colectivo.

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IX T

ardé en entender el alcance de mis posibilidades. Que no me sería posible persuadir, interferir, manifestarme. Que lo que el otro hiciera, me estaba vedado. Por otra parte, y desde otro aspecto, ¿cómo habría actuado yo en su lugar? ¿Me hubieran sucedido sus sucesos? ¿Hubiera sido yo Roberto Bianchi 55


mejor, un hijo modelo, o un rebelde? ¿En qué consiste una existencia así, como la mía? Cambiar el aire, como cambiar la historia, es eclipsar un sol o jinetear los huracanes. Yo, rondándolo todo, viendo a papá con su insomnio madrugador prepararse el mate y bajar a su estudio a revolver papeles. Esta vez, otra vez más, había dejado a María durmiendo su agotamiento de atender al hijo hasta un momento antes, cuando el niño dejó de llorar. Debe ser larga la noche de intervalos de vigilia, cuando los ojos pesan como piedras y se sienten calambres y hormigueos en el cuerpo. Cuando se tiene calor y sed, pero al segundo, frío y temblores y el sueño vuela en ondas majestuosas, torturantes. Mientras tanto yo estaba asomado a su realidad. Comprendí, empezaba a comprender desde entonces, la inevitable y sostenida relación con sus vidas. Mis padres habían movido y casi sin querer, los hilos conductores. Inexplicablemente sería testigo mudo. Vería a papá sufrir en silencio y sofocar el llanto oscuro de su impotencia frente al destino. Tal vez allí, en su estudio, en medio de los códigos y los legajos, yo podría interpretar mejor sus gestos, los más auténticos, los no disimulados, los que se desarrollan en la soledad, y evaluar el potencial de angustia en el error humano.

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Él estaba allí esa mañana, mientras el reloj de péndulo daba las cinco, y al agotarse el eco de la última campanada, su mano empezó a dar vueltas aquella tarjeta postal que leía y releía una y otra vez. Avellaneda, 24 de junio de 1922 A mi futura huésped señorita María Mercedes Gentile (la cantaora), en su día onomástico en nombre también de toda la familia, auguro mil felicidades. Su tío, Ángel Gentile. Al dorso decía: Buenos Aires - Plaza del Congreso, y se veía una triple plaza arbolada, con sus monumentos, una doble avenida a ambos lados de las plazas, con sus faroles que culminaban en bolas transparentes y algunos vehículos, pocos: un colectivo, uno o dos automóviles y un tranvía. Al fondo el Congreso con su bellísima cúpula abovedada. La dejó a un lado con una sonrisa triste y tomó otra que también estaba allí, en el cajón del medio del escritorio, como si se hubiesen asomado empujadas por una fuerza incontrolable para que papá las agarrara, las diera vueltas, las leyese y releyese otra vez más. Avellaneda, junio de 1923 Srta. María Gentile Roberto Bianchi 57


Querida prima: Recibe desde estos lugares las más grandes felicitaciones en el día de tu onomástico; que lo pases muy bien en compañía de los tuyos y que recibas muchos obsequios. Besos de papá, mamá, abuelita, los chicos, etc. Abrazos de Angelita. Del otro lado estaba la foto de una hermosa familia. El hombre sentado vistiendo un riguroso traje negro de la época, perfectamente afeitado y con el pelo muy corto, con grandes entradas en la frente, igual que papá. Tenía sentada en la falda a una niña de aproximadamente cinco años. A su lado, parado, con una mirada de infinito amor, otro niño los miraba. Frente a la mesa con mantel de encajes, algunas flores, tazas, lechera, tetera, servilletas con aro, y bandeja con una torta o pastel, una señora joven y bella, igualita a María, cortaba sonriente con un ancho cuchillo de postre. Sobre cada figura, escrito con tinta por la ‘‘buena de Angelita’’, decía: El pibe / Nenín I / Nenín II/ María, y aprovechando que la ventana del fondo que aparecía en la foto tenía, a usanza de la época, listones horizontales y verticales formando cuadros, y de esa forma no se torcerían las letras gracias a los renglones que se formaban, la pícara primita había agregado: Lo que te desea Angelita de aquí a unos años... VAIVÉN

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X L

os primeros tiempos luego de la separación fueron muy duros para mamá. Debía atender a mi hermanita Sonia, que cursaba un 4o.grado en el colegio, pero, además, debía trabajar en su boutique que estaba instalada en la calle Santa Fe, cerca de Rodríguez Peña. Pasaba allí la mayoría de su tiempo Roberto Bianchi 59


atendiendo a las clientes, seleccionando modelos, eligiendo telas o controlando la confección. Las prendas se realizaban en la trastienda, donde estaban las modistas que trabajaban con ella. Tenía una clientela fina, que venía de todas partes de la Capital, por lo que algunas veces, debía atender personalmente los vestidos de fiesta o gran soirée que le eran solicitados. Era en estas ocasiones que solía concurrir a probar o revisar los últimos detalles en los salones donde se llevaban a cabo casamientos o reuniones de gala, o en los propios domicilios de muchas señoras pertenecientes a la más rancia aristocracia porteña. Atendía a las integrantes de esa clase social que empezaba a ser arrinconada por la burguesía en ascenso. Los nuevos ricos nacidos de la industria cada vez más imprescindible para el sistema agroexportador, ansiaban la suma del poder. Podía encontrarse por entonces, junto a los nobles apellidos patricios, compartiendo los mismos palcos del Teatro Colón, o en los rosedales de Palermo en cualquier domingo de primavera, a especímenes de la talla de Raúl Rosso. Hijo primogénito y preferido del viejo signore Marco Rosso que aún en esa época evocaba con nostalgia en su casona del barrio de Flores, la querida figura de su sorella Teresa y su fratello Battista, a quienes debió abandonar en Savonna, treinta años atrás, para venir a hacer la América. VAIVÉN

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El primogénito Raúl era un hombre bastante alto, de complexión robusta y carácter fuerte, que hasta conocer a mamá había decidido mantenerse soltero, a pesar de sus casi cuarenta años. Tal cual había leído en esas revistas escritas para la gente que lo poseía todo, a la que odiaba y envidiaba por igual y a la que había que parecerse, si se quería llegar a algo, era imprescindible despertar admiración. Era su ideal supremo. Había que poseer para superarse. Por eso, tenía que hacerse los mejores trajes de medida en las sastrerías de lujo, y usar gemelos damasquinados en oro puro, camisas de seda natural y el mejor calzado de charol. Su colección de pipas se caracterizaba por ejemplares únicos orientales, que solamente se cargaban con tabaco turco. Había que ser el último en abandonar la temporada marplatense, aprovechando hasta el fin los diáfanos días de marzo, en que la atmósfera es transparente, verde el mar, azul el cielo, se empiezan a extinguir los ecos mundanos y a vaciarse los links del golf, los gramillares de los campos de polo, las rocas y las playas, las explanadas y la costanera, frente al océano. Claro, que todo esto no lo logró en un día. Conoció las jornadas agotadoras frente al torno y al balancín primero, mientras estudiaba ingeniería. Mejoró relaciones, pero, además, se destacaba en su capacidad administrativa y en los contactos Roberto Bianchi 61


comerciales. Luego llegó la fabricación de contenedores para la exportación, las inversiones en territorio nacional y en el extranjero, con su corolario de viajes a todo el mundo. En el tiempo en que conoció a mamá, se hallaba justo en el escalón intermedio. Si bien no podía optar por una dama de alta sociedad, que no le daría nunca cabida al hijo de un inmigrante, estaba sí, en condiciones de cortejar a una mujer de treinta y pocos años, en plenitud, a la que se le podía disculpar una hija de diez años, dadas sus condiciones especiales de poseer excelentes dotes de cortesana y una rara belleza. No se pueden olvidar aquellos encantos. Sus grandes ojos verdes, su piel, su voz. Sus atributos están atornillados a mi memoria, en el límite de mi entendimiento, sin un retorno cierto, sin siquiera una explicación de adivinanza. Raúl Rosso también lo tenía claro, pero sumaba, además, la necesidad de regularizar su vida, formar familia, tranquilizarse. Lo exigía cada vez más su posición social, sus padres y parientes, la sociedad que le esperaba. Obviamente trató que no se sospecharan las irregularidades en la vida de mamá. Algunos comentaron que le inventó una viudez, para poder presentarla con una hija. Lo cierto, es que le tenía prohibidos los comentarios de su vida anterior, fuese a quien fuese, y que mamá lo aceptó con natural resignación. VAIVÉN

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XI En la primavera de 1943 se cumplían tres años que mi tía Amanda, la hermana de mamá, viniera a Buenos Aires a trabajar y a vivir con ella. Para mamá había sido una gran ayuda y una buena compañía. Amanda tenía entonces treinta y dos años y era una morocha muy simpática y atrayente. No Roberto Bianchi 63


poseía una gran cultura, pero la carencia estaba muy bien sustituida por su buen sentido común. Mamá era quien generalmente hacía las consultas y ella la escuchaba con paciencia y disposición de hermana mayor. Aquel día, sin embargo, era mamá la consultada. -No sé que decirte, Amanda, -le contestó mamá- lo veo muy metido en eso de la revolución. -Bueno, pero en este momento están con el gobierno, -se defendió mi tía- Él me dijo que no estaba muy claro ahora el asunto, pero lo que sí sabe, es que lo de los políticos no puede seguir. Por eso fue que intervinieron en junio. Ellos piensan que hay necesidad de darle un nuevo espíritu, una nueva moral. Amanda evidenciaba repetir palabras que no le significaban demasiado. Era como que pensara que agregaba importancia a sus asuntos si los cargaba de dichos y declamaciones. -Está bien, hermanita, pero si anda en todo eso, que es muy peligroso, no creo que esté bien que te esté arrastrando el ala a vos, ¿no te parece? -Lo que te pasa a ti, querida -dijo Amanda con cierto dejo de rencor en la voz- es que el que se quema con leche, ve una vaca y llora. Hacía ya un tiempo que Amanda había conocido a un cordobés que andaba en trámites de exportación e importación. Un hombre de unos cuarenta años, separado y con dos hijos. Le había insinuado ya varias veces la posibilidad de una vida VAIVÉN

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en común, que no se decidía por el momento. Ahora, la acababa de invitar a pasar un fin de semana en La Falda, en la Provincia de Cordoba, porque tenía que participar en una recepción muy importante en el hotel Edén. Por eso Amanda consultaba a mamá. -Lo que me pasa a mí -contestó mamá de bastante mala manera, reaccionando contra el exabrupto de mi tía- es que yo conozco bastante más que vos de todo esto. -Puede ser -le dijo Amanda, mientras dejaba a un lado la costura, levantándose y encendiendo el calentador para colocar la pava con el agua- tú tienes más experiencia, pero Hugo demuestra ser muy serio y sabe lo que quiere. Fíjate -continuó, acercándose de nuevo a la mesa de costura donde estaba mamá- que él tiene amigos en esa liga de oficiales del ejército, que tienen tanta influencia... Gente de esa, me parece, es la que organiza la reunión en La Falda. -Yo no sé de eso -le contestó mamá- pero menos que menos. A mí nunca me gustaron los uniformes. -¡Pero si él no es militar, tonta! -Pero anda con ellos... -También anda con comerciantes, con industriales, con profesionales, si es por eso, ¿qué tiene que ver? -No, nada, claro. -Pero por supuesto, Elvirita. Mira -agregóel otro día precisamente me habló de un amigo que te quería presentar... Roberto Bianchi 65


-¡Ni loca! -interrumpió mamá. -Me dijo... nada más. Se hará como vos quieras, pero sería mejor que no escupas para arriba -agregó con tono de prevención- me dijo que se trata de un industrial que es un partido bárbaro, y, además, es soltero... -Ni lo piensen... -Pero claro, boba, te digo nomás lo que él me comentó y para que veas con quienes se codea. Me dijo que este tipo, que es dueño de una fábrica de tanques para exportar cereales, o cosa parecida, le había dicho que las cosas van bárbaras, que a pesar de que ahora hay todo este lío del golpe y todo eso. Incluso parece que están por sacar algunas leyes que aparentemente benefician a los obreros, a él lo van a ayudar. Por todo lo que conviene exportar con esto de la guerra, ¿te das cuenta? Mamá se había levantado y parada frente al espejo de cuerpo entero se probaba un vestido colgándolo delante suyo. Adelantaba y retrasaba un pie, para observar mejor el ruedo. Luego volvió a sentarse y le tomó las manos a Amanda, mientras le decía en medio de una de esas enormes y bellas sonrisas que tanto me perturbaron siempre: -¡Creo que estás enamorada, hermanita!

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XII ‘‘Dios salve a América, tierra de paz’’ -soltaba

la radio a cada rato. Papá corría el dial de un lado a otro buscando una zarzuela, o aria de ópera, y sólo encontraba tangos o boleros, o algún episodio de radioteatro. Roberto Bianchi 67


-¡Ya no se puede escuchar nada! -protestó en voz alta, como para que lo entendiera todo el mundo. Su mujer trajinaba con los últimos aprontes del almuerzo, en aquella mañana de domingo. -A mí me gusta -le respondió la mujer- ¿por qué no pones Méjico canta? y abriendo la puerta del fondo, por donde asomó medio cuerpo, gritó: -¡Enrique... vení acá! -y continuó- Este chiquilín... ¡ahora vas a ver...! ¡Pero si me viene todo embarrado! Tú lo ves, Rafael... se va con los otros del fondo, al terreno de al lado que está lleno de barro... y, además, ¡rompen las plantas! -En algún lado tienen que jugar, ¿no? -dijo papá en forma pausada. -Sí, defendelo vos, -siempre igual- murmuró. -Pero si es un gurí, mujer... ya tendrá tiempo de joderse. -Como yo contigo -cortó secamente la mujer. Papá apagó la radio de golpe y se echó para atrás en el sillón mientras se pasaba los dedos de ambas manos por su cabello entrecano. Después cerró los ojos como entregado, mientras decía suavemente: -Por favor, María, no empieces otra vez, te lo ruego. -Claro... por supuesto... el señor no se quiere molestar, -dijo María agriamente y agregó- ¡pero soy yo la que me tengo que quedar aquí encerrada un sábado de noche, mientras él anda por ahí! -No ando por ahí, María, estaba en la reunión, y tú lo sabés. Te lo explico de nuevo por si no lo entendiste... VAIVÉN

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-Sí, ya sé, todo eso de la carta de las Naciones Unidas que me dijiste, pero ¿por qué tenés que ser tú y un sábado de noche?, ¿Se puede saber? -Tú sabés perfectamente que soy uno de los asesores del Partido. Yo no organicé la reunión. Ya estaba organizada, ¿entendés? A mí me llaman y tengo que ir. Es mi deber. ¿Tú no viste acaso los festejos? ¿No viste la euforia de la gente? Se terminó la guerra, ¿entendés? Derrotamos al fascismo, ¿te das cuenta? -Sí, sí... y eso ¿qué tiene que ver con nosotros? Estamos mejor ahora, ¿no es cierto? Bueno... en casa no se nota. -Escucha María, no te hagas la tonta, que de eso, tú no tenés un pelo... Ya te expliqué que en el Partido hay muchas posiciones. Está la gente que quedó lastimada porque afilaban al Eje y no queremos seguirnos dividiendo, porque lo único que ganamos es hacerle el caldo gordo a los colorados. ¿Te das cuenta o no? María sacudió lentamente la cabeza. -Entendé, mujer -continuó- esta firma de la carta de la ONU es fundamental para Uruguay. Son cincuenta países y nosotros estamos entre ellos. Hay grandes naciones y nosotros somos parte. Es muy importante que un país pequeño asegure las normas legales. Es su única defensa frente a los poderosos. Se trata de afirmar la paz en el mundo, se trata de que los chiquilines no pasen nunca más por esto, ¿entendés? Y nosotros tenemos que fijar una posición... Roberto Bianchi 69


pero, además, vieja y aparte de todo eso -continuó, cambiando la tonalidad y acercándose a ella para tratar de hacerle una caricia, de abrazarla- tú sabés que yo quise estar contigo... tú sabés cómo yo los quiero. - ¡Déjame Rafael, por favor! -le rechazó la mujer, y volviéndose a asomar por la puerta del fondo, gritó- ¡Enrique! vení de una vez... haceme el favor... mirá como te pusiste... parecés un chancho... Pero mirale la cara a tu hijo, Rafael -agregó volviéndose hacia el marido- pero, ¡a ti qué te importa!-concluyó mientras tomaba de un brazo al niño y le daba unos sacudones. Solamente yo, podía navegar los vericuetos cerebrales de mi padre, atormentados por vientos de memoria, aguijoneados por ideales y utopías, despedazados por cúmulos de errores que van dejando huellas indelebles. Tal vez más allá, todavía, sólo yo podía interpretar esos sueños que afloraban mientras papá dormía, o aún despierto, en esas madrugadas compartidas. Él no podía saber, por supuesto, que yo circulaba acariciando sus sienes, donde las canas luchaban por instalarse en forma definitiva y donde punzantes dolores intentaban aprisionarlo. ¿Sería posible para mí, de esa manera, mantener una tensión fluctuante de hilos, que alguna vez se retomaran? ¿Y hacer lo mismo con mi madre? Tal vez pudiera adelantarme a sus determinaciones, conocerlas antes que las tomasen. ¿Serviría eso para algo?

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Cuando mamá se casó, por ejemplo, o cuando papá apagó su último cigarrillo, observé desde antes, que ambos actos contenían un dejo de repugnancia. Papá dejó de fumar mientras miraba dos cartones de Chesterfield ingleses, recién obsequiados por un cliente. Apenas faltaba una cajilla que estaba abierta sobre el escritorio y con casi todo su contenido. Aquel hecho de ver las volutas terminar de diseminarse, al principio gruesas y después cada vez más delgadas hasta desaparecer y que él tomase conciencia en ese instante de su decisión, tal vez hicieron que yo adivinase que la resolución era mucho más concreta y definitiva incluso, de lo que él mismo imaginaba en ese momento. En aquel otro instante en que mamá dijo que sí, frente a un señor que inquiría sobre eternos lazos indestructibles, en aquellos juramentos de hasta que la muerte los separe, también pude ver anticipadamente el cumplimiento total en su resignación y en su entrega y la liberación propiciada por la muerte, anticipada en mi entendimiento y sus motivaciones. Cómo hubiese querido en cada caso advertirles, aliviarlos, decirles que yo quería ser la sal de sus sentidos, redoblar mi presencia inconmovible, desdoblar mis retornos, irme quedando tibio a sus costados. Pero papá veía a ese niño solamente, al que tenía mi edad, vestía la ropa que tal vez yo me hubiese puesto, se embarraba con sus vecinos y llegaba sucio y con los coscorrones de su madre, a refugiarse en Roberto Bianchi 71


sus brazos. Ese niño que andaba con sus piernas, pero no podía andar en pensamientos, ni filtrarse en los sentidos y en las sensaciones, ni había incorporado milenios como yo, infinitos, remotos, en nubes galácticas. No podía interpretar los ínfimos retazos, pedacitos atroces, únicos, a los que logré encimar, darles un sentido, y que no desaparecieran de mi memoria. Pero al mismo tiempo yo también tenía una edad igual a la del niño, y lo veía a papá inclinarse y levantarlo a él, tocarlo, besarlo. Y el niño le extendía brazos que yo no tengo y una cara que no poseo. Creo que fue entonces que me di cuenta, tal vez por primera vez, que a mí no me tocará jamás, por más que me le encime y contorsione en sus raíces, abrazándolo con imaginarias sombras de brazos que no han existido nunca, que son nada más que un absurdo indescriptible. Papá salió después del almuerzo. Se subió a su automóvil Citrôen Once Ligero, encendió el motor y estuvo un rato calentándolo. Mi hermana Isabel estudiaba en su habitación. María lo espiaba tras la cortina mordiéndose los labios, porque pese a toda su actuación, no había logrado retenerlo. El niño estaría nuevamente metido en el barro del baldío vecino. Papá arrancó dejando atrás la casa. Cuando dobló la esquina, yo era el único que le acompañaba. VAIVÉN

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XIII Cuando mamá bajó del taxi en la esquina de Hocquart y Miguelete, apretó fuerte la pequeña valija, y apuró el paso. No quiso volver la vista atrás. Simplemente, si lo hubiese hecho, habría visto la cara de papá, empequeñecida, mirándola por el vidrio trasero del vehículo. Caminó las dos cuadras hasta la Roberto Bianchi 73


vieja casa en que vivían sus hermanas y su madre, viuda joven que se había vuelto a casar. Era la casa familiar, que mamá dejara años atrás, cuando decidió probar suerte en Buenos Aires. Ahora la veía dibujarse al final de la calle empedrada, por donde el carro lechero marcaba su ruido peculiar, producido por el balanceo de las ruedas y los cascos del caballo. Iba pensando en su hermana Amanda. Le pediría que se fuese con ella, segura de no soportar tanta soledad, ahora que la separación con papá parecía definitiva. Amanda se había sentido muy bien, en esos pocos días compartidos en Buenos Aires la semana anterior. Habían charlado bastante con mamá. Tal vez de todas esas cosas que se debían de años. También se sintió atraída por mi hermanita Sonia. Con ella salieron tanto a caminar parques y calles céntricas de la Capital. Estaban tan felices juntas, que quisieron venirse antes que mamá a Montevideo y aguardarla cuando ya en el filo de las fiestas de fin de año, mamá también viajara. Cuando llegó, estaba sólo Rosa, la otra hermana. Su madre, Amanda y Sonia venían en viaje desde Lezica, casa de otros parientes, donde habían pasado el fin de semana. Los maridos de Rosa y de su madre, estaban en sus trabajos. Abrazó a la hermana. Le dijo que por fin estarían juntas unos días, le contó cómo había sido todo en Buenos Aires. Apenas si le habló de papá. Ellas estaban al tanto. Se les había hecho difícil este VAIVÉN

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tema. Sobre todo a mi abuela. Le repitió, si Amanda se quisiera venir conmigo para Buenos Aires... Estaba tan contenta estos días en que vino a visitarme... A ambas nos sería de gran provecho. A ti, ¿qué te parece? Rosa dudaba si Amanda se podría acostumbrar. Le dijo, nosotros también la extrañaremos, pero si es por su bien... Rosa era la mayor y como tal regenteaba la casa, la cocina, e incluso la vida de todos. -A Pepe le está yendo mejor -dijo, mientras escurría las milanesas- Desde el casamiento de mamá –continuó- anda con el camión del reparto. Claro, vos a Roberto, el marido de mami, apenas si lo conocés. Es buen tipo y ella está contenta. Y sí, -monologabamaneja bien la panadería. Por supuesto que tiene gente para la cuadra, pero a veces es sacrificado para él, por los horarios. Mamá a veces le ayuda, pero por suerte, también pasea mucho. -Menos mal que se arreglan aquí -señaló mamá- hubiera sido difícil para mami mudarse a otro sitio. -Roberto debió dejar su casa a la ex-mujer, pero se quedó con la panadería. Por eso se vino para acá. -contestó, mientras le pedía a mamá que pusiera la mesa- En cualquier momento llegan todos -afirmó. Mamá imaginaba que efectivamente estarían en camino. Deseó que llegara pronto mi hermanita, a la que extrañaba tanto. Tal vez, porque mamá pensaba en ella, comprendí la falta que le hacemos. Roberto Bianchi 75


Mi hermana, por supuesto, pero yo... ¿no hubiese sido lo más deseado, el fruto de una amor inacabable? Ahora, por ejemplo, en que cae sobre todos un año nuevo que llega colgado de almanaques sedientos, mamá debió gozar de una borrachera de días deslumbrantes y, sin embargo, estará allí, navegando en un recuerdo de enanitos raídos, minutos y segundos presos en sus angustias, cada vez más herida la piel. Los demás estarán cerca, pero no lo suficiente. No habrá testigos que compartan el agua de sus sueños. -Mamá... mamita, ¡al fin llegaste! -Sonia corría adelante entrando a la casa, para tirarse en los brazos de mamá. Más atrás, cansadas y sonrientes, llegaban Amanda y mi abuela. Mamá la recibió y la estrechó en un abrazo fuerte, fuerte, lamentando como siempre el haberla dejado sola, aunque fuera por unos pocos días y le prometía, le aseguraba, que no se iban a separar más. Después todas se abrazaban y entraban a la casa, iban colgadas de sus brazos entre reproches risueños y bromas felices. Mamá decía, hijita querida, tan linda, mi amor, tan buenita mi vida, y yo, no sé cómo, pero también lloraba, porque en aquel abrazo estaba incorporado, establecido, tal vez como los planos intercambiados, o las sombras que ya se acostumbraban a cabalgar sobre la vida, como para mí, habían galopado sobre la muerte. VAIVÉN

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XIV Me muevo entre esos seres signados por las tormentas y sigo girando como un trompo sin imagen, como un viento arremolinador. Los altos que realizo son para evaluar a cada uno, mientras reiteran sus errores. Las bestias atadas a la noria son iluminadas por su instinto y eluden los obstรกculos, pero ellos parece que prescindieran de sus experiencias. Roberto Bianchi 77


Aquel encuentro en el Vapor de la Carrera alcanzó sin duda para originar la urgencia de amarse. El departamento a los fondos del negocio de mamá sirvió de escenario a esos reencuentros día a día más frecuentes. En cada escapada, en cada viaje de papá a Buenos Aires, se confirmaban los lazos. Claro que en aquel lugar se podían soñar todos los futuros imaginables, y empezar a construirlos. Se podía tratar también de adivinar historias ocurridas, y supongo sin afirmarlo, porque nunca pude profundizar en la forma en que se habrán contado sus vidas, temerosos e inquietos. Imagino a mamá recordando una Elvira cinco años más joven, que veía desfilar frente a sí un mundo nuevo, increíble, de marquesinas, luces, vida activa y sin pausas, mientras recorría en un solo abrazo las interminables calles de Buenos Aires. La imagino comparando con la vida anterior en un Montevideo aldeano, clases de corte y confección, misa de domingo. Recordando su barrio de La Aguada, de calles empedradas y plátanos en las veredas arrojando pelusas que se meten en los ojos. Lugar en el cual tres niñas humildes debían someterse a una vida «pobre, pero honrada». Imagino a mamá recordando una Elvira de cabellos dorados, enormes y asombrados ojos verdes, que veían ahora incrédulos, una ciudad de bares siempre abiertos, confiterías, teatros, restaurantes y la pujanza de las salas cinematográficas que respondían a un Hollywood naciente.

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En esos días, mamá, con seguridad, hilvanaría proyectos de una vida distinta, una vida forjada en la pasión desatada e inexperta, originada cuando pasó una ráfaga a su lado, un huracán de fuego, con el cual escapó. Aquel hombre vino como el viento del sur. Cargaba un soplo removedor en sus entrañas. Nadie pudo, aunque lo procurara, desenterrar su origen, porque con un efecto rebote, arrastrando todo a su paso, regresó de nuevo al camino, deambuló un breve lapso y luego se perdió para siempre. Había convencido a mamá de recorrer el mundo. Parecía soñar con aires de marinero de neblina, con embarcar, recorrer todos los mares y pasear por tierras lejanas. Lo cierto es que a donde iba, buscaba trabajos de mera subsistencia, que apenas duraban lo imprescindible como para reunir fuerzas nuevamente y continuar la marcha. Con mamá, de la misma manera que habrá sido, supongo, muchas veces con otras, pese a los juramentos de amor eterno, en los que ella creyó fervorosamente, debió suceder así. De igual manera que en los radioteatros que ella y sus hermanas consumían junto a la abuela, el hermoso príncipe-mendigo llegó, arrastró, sembró y voló. El vuelo, según supe, porque mamá deploraba esa fecha, fue un 17 de agosto y lo emprendió desde la pieza que habitaban en La Boca, de donde salió raudamente, mientras mamá estaba en el baño. Roberto Bianchi 79


Ella lo notaba diferente en esos días. Como raro. Sobre todo desde que le había contado que estaba embarazada. Ella se lo había dicho con temor, aunque tal vez confiaba que la llegada de un hijo podría sedentarizar al nómada. Recuerdo como mamá invocaba con lo más profundo de su espíritu, en el más absoluto secreto de su corazón, toda la angustia que sintió cuando vio la puerta abierta, comprobó la ausencia de la valija y encontró su cartera vacía. Primero pensó en ladrones y en él persiguiéndolos por la calle. Sintió miedo. Pero la persecución tendría que haber sido inacabable, porque el hombre no volvió. Algunos vecinos le contaron después, que le habían visto irse para el lado de la Avenida Almirante Brown, llevando una valija. Mamá seguramente, debe haber ahogado varios días su impotencia mojando almohada, pero luego, con el apoyo de un matrimonio vecino, a quien ella cuidó sus niños muchas veces, inició su recuperación. Le ayudaba pensar en todo lo que había tolerado. Sus humores, sus trasnochadas, sus borracheras y malos tratos. Entonces reaccionaba torpe pero serenamente, hasta que al final adoptó su resolución irrevocable: s e a b r i r í a c a m i n o e n Buenos Aires, aunque hubiese quedado sola. No iba a volver al Uruguay reconociendo una derrota más que merecida. VAIVÉN

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Pienso que mamá y papá se relatarían sus vidas sinceramente. Sólo así pudieron llegar a entenderse tanto, mientras les duró. Imagino sus historias sobreviniendo después de las caricias. Tal vez después de haberse amado. Probablemente luego de mi gestación, mientras papá le acariciaba el vientre desnudo en el que yo empezaba a desarrollarme. En aquella habitación convertida en milagro de sueños y esperanzas, serenamente, con su voz dulce y profunda, le explicaría a mamá sus viajes a Buenos Aires antes de conocerla, con la intención de llegar a radicarse allí, como su hermano Juan. Le confió que había venido a probar posibilidades, escapando de alguna manera, de una situación insostenible en Uruguay. Papá pudo haber tenido una brillante carrera ejerciendo la profesión en su pueblo, si hubiera hecho caso omiso a lo que su honestidad le dictaba, y hubiese aprovechado la coyuntura política plegándose a la dictadura de Terra. Pero cuando empezaron las primeras detenciones políticas en 1933, supo que debía pelear por su gente, a quienes arbitrariamente se trasladaba y se encuartelaba. Ser abogado y pensar como él, únicamente le permitiría promover la defensa plena de los derechos atropellados. Después vinieron esos tiempos duros, cuando detuvieron a sus correligionarios más próximos, e incluso a él mismo. Allí pudo apreciar de cerca toda la violencia y la arbitrariedad. Nadie quería publicar sus escritos, porque en ellos asomaba Roberto Bianchi 81


entrelíneas el espíritu democrático y antifascista. Su actitud opositora le creaba un rechazo entre la gente acomodada, que no le podía aceptar sus peligrosos conceptos. Tampoco se lo iba a aceptar de buen grado su padre, cuyo estudio jurídico, en el cual trabajaba papá, atendía los asuntos de hacendados y comerciantes que por supuesto, estaban vinculados al gobierno. Tenían grandes discusiones. Papá quería convencerlo de la justicia de su lucha, pero el abuelo, que aunque también era blanco, se ocupaba más en la crianza de caballos de carrera y en sus intereses privados, que en la política, veía poner en riesgo su posición. El límite final lo puso su intervención para que liberaran a papá, que había sido detenido y acuartelado. En vez de agradecerle, papá le increpó sobre, qué les habrás dicho o prometido para que me soltaran, no creas que me van a doblegar... Y el abuelo, claro, se puso furioso y allí mismo se acabaron las relaciones. Pasaron años hasta que se reconciliaran, pero para entonces ya nada era igual. Si fue imposible que le entendieran en ese círculo conservador, tampoco podía esperar comprensión de su mujer. María era montevideana, hija de un matrimonio de humildes inmigrantes genoveses, con numerosos hermanos y muchísimas carencias. La posición social ahora conquistada con su matrimonio, le había dado seguridades que incluso privilegiaba, frente a las rencillas continuas que tenía con sus cuñadas, por celos y banalidades. ¿Cómo podía VAIVÉN

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aceptar un riesgo producto de ideas o posiciones políticas que ni siquiera comprendía? ¿Cómo podía entender un nuevo fracaso, después de haber tocado sitiales impensados anteriormente? Lo tuvo que seguir en el destierro, aunque se le desmoronara como príncipe encantado de su cuento. Me imagino que aquel retorno a Montevideo significó el fracaso para ella. Pero papá ni lo consideró, era una etapa más ya superada. Él pensaba más lejos, y creía, además, que por su seguridad no podría quedarse en el país. Fue por eso que empezó a vislumbrar la posibilidad en Buenos Aires.

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XV ¿H

abría ya un lugar para mí en aquel sitio? Los cuerpos habían dejado una marca, una insinuación tras el descanso. Había impreso un ritmo en el aire, en los rectángulos de luz. ¿Tendría yo un espacio anticipado? En aquel sitio todo era posible, porque había Roberto Bianchi 85


sido transformado por el amor y mamá trataba de embellecerlo y hacerlo confortable. Papá seguía viajando regularmente. Procuraba quedarse, estirar su estadía en Buenos Aires para compartir horas y caricias. Estaba decidido a realizar los trámites para revalidar su título y salía temprano a realizarlos. Aquella mañana mamá lo despidió una vez más con un beso y papá fue a tomar el colectivo para el centro. Subió, pagó su boleto y se sentó en el primer asiento. A esa hora temprana Buenos Aires desentrañaba a sus trabajadores en la pintoresca y vital aglomeración que se multiplica inexorablemente. Papá también estaba en otro mundo, al modo de los inmigrantes, tal cual le había pasado al partir de su pueblo. La edificación multiplicada hasta el asombro le introducía escalofríos. Las calles cada vez menos arboladas y más cubiertas de automóviles que transitaban sobre el empedrado de madera y en las aceras los comercios de los más diferentes ramos que abrían sus puertas y sacaban a la calle los más variados artículos multicolores como si se tratara de una feria. Pensó en María que le había pedido, andá a ver a mis tíos. Eran los que vivían en Avellaneda, en el Gran Buenos Aires. Buena gente. Qué pena... Se le mezclaron los recuerdos de aquellas veces en que vino con María y los visitó. En esa época paraban en el Hotel Savoy, en Callao y Cangallo, en la Capital, VAIVÉN

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pero dejaban a Isabelita en casa de esos tíos. La prima de María, Angelita, tenía una hija más o menos de la misma edad y ambas lo pasaban bien. Jugaban en los jardines repletos de rosales y ciruelos, durazneros y retamas. Afuera, en las calles angostas, los naranjos amargos daban frutos que se regaban en el suelo dejando un aroma atrapante, naranjas con las cuales las abuelas hacían exquisitos dulces. Ellos mientras tanto salían a toda hora, caminaban el centro, hacían compras, iban al teatro. Le vino a la memoria la temporada del Colón. Todo lo que les gustaba la zarzuela. ...Marina, yo parto muy lejos de aquí/ cuando no me veas, piensa en mí... /piensa en mí... se encontró murmurando. Había llegado. Seguro lo estaría esperando su hermano Juan para acompañarlo. Ya estaba sobre la parada y tuvo que bajarse de apuro. No estaba Juan en el bar. Pidió café con leche y medialunas. Mientras desayunaba miró varias veces el reloj. Pensaba, qué extraño ¿le habrá pasado algo? Como vio que se hacía tarde, pagó y se dirigió a la entrada del edificio de la Facultad de Derecho. Algo muy profundo lo retrotrajo a una década larga atrás, cuando siendo apenas un muchacho, ingresara por la puerta grande de la Facultad de Derecho del Uruguay. ¿Era empezar de nuevo? ¿Los mismos temores o una nueva generación de esperanzas? Otra vez la zarzuela se asomó: ...piensa en el que Roberto Bianchi 87


amante/ para ti vivió... / y en el que consorte... sólo a ti te amó! Entonces se dio cuenta del significado. Sacudió la cabeza y levantó los hombros, mientras atravesaba el umbral. -¡Mirá qué hora es, Sofía! -dijo mi tío Juan a su mujer, mientras se revolvía en la cama. Luego se levantó casi de un salto. Sofía sabía de la existencia de mamá desde el principio. Papá se las había presentado un poco con temor. No era de las cosas que se contaban, aunque se hicieran. La compañera de mi tío comentaba, para Rafael, una amante es natural, con la mujer que tiene... y Juan acompañaba el comentario con gestos afirmativos. Envuelta en las sábanas y todavía entre dormida le escuchó. Juan dijo, quedé en acompañar a Rafael y mirá la hora, mientras corría por la pieza calzándose los pantalones. Sofía le contestó, son las nueve, mientras se incorporaba y buscaba con la punta del pie las chinelas. -Por eso. Yo quedé en encontrarme con él a las ocho. -Es inútil que vayas ahora. -Para colmo perdí un botón -rezongó Juan, señalando con los ojos y un movimiento de cabeza el medio de su bragueta. Sofía se puso el salto de cama que apenas le cubría el camisón mientras le aconsejaba, no lo trates como un niño aunque sea tu hermano menor, VAIVÉN

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hacés mal. Juan le contestó, no me acostumbro, pero, además, anda como perdido, el pobre. Tal vez pensaba en su propia experiencia, cuando creyendo que no había nada mejor que el tango y que su violín era imprescindible en los piringundines, les dijo a todos, no me esperen, me voy a Buenos Aires. En Montevideo no tienen alma, pensaba rigurosamente. Para que sea tango tiene que ser porteño y arrancar en el bajo. Allí se siente de veras. Entonces cargó una valijita, el estuche donde estaba bien guardado el violín y las partituras, los doscientos pesos de sus ahorros y entre los llantos, los abrazos y las quejas de toda su familia, se fue del pueblo, bajó a Montevideo un día y de noche se subió al Vapor de la Carrera. -¿Te parece seguir insistiéndole en que se venga? -preguntó Sofía mientras calentaba café y colocaba las tazas en la mesa de la cocina. -Tal vez sea lo mejor para él, ¿no te parece? -contestó mi tío, que enmantecaba rodajas de pan tostado. -Puede ser -dijo ella- Elvira no parece mala mujer. Lo que creo, es que si te metés y después las cosas salen mal, pueden llegar a reprocharte. -Rafael jamás lo haría... -Rafael no, pero... - ¿Pensás en María? -Y... vos la conocés mejor que yo. No se va a conformar así nomás. -¡Ah! Eso sí, nunca se va a conformar, te lo aseguro. Roberto Bianchi 89


-Vos siempre contás que no se llevaba bien con tus hermanas, cuando recién se casaron argumentó Sofía, mientras sorbía lentamente su café. -Bueno... bastante jodidas son mis hermanitas -dijo con sorna Juan. -No te lo niego -se sonrió Sofía- pero tener problemas con tu vieja, que es una santa... -Eso es cierto, pero no te olvides que convivían. Estaban siempre pegados y en un pueblo chico, eso se siente. Nosotros, porque los vemos alguna vez en años, que si no... a lo mejor... también andábamos trenzados. -Mirá querido -dijo Sofía- lo mejor es que cada uno decida sus actos por sí mismo, como hiciste vos -agregó, mientras estiraba su mano por encima de la mesa, como para tomar la de mi tío. -Sí, claro. Yo le ayudo porque está en problemas y porque me lo pidió. Bien sabés que no estoy de acuerdo en que se ande metiendo en líos de política, pero es su vida... Él ya sabe, porque yo se lo dije, que tendrá que arreglarse, pero no le puedo negar una mano en estas circunstancias. No te preocupes, todo tiene un límite -afirmó mientras tomaba el último sorbo de café, y colocaba lentamente el pocillo en el plato.

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XVI ¿A

lguien podrá recoger todas estas experiencias que asoman en mis recuerdos? ¿Ideas... simples ideas, o realidades formalizadas? Van desde lo oculto del pensamiento hasta la superficie, en un movimiento de vaivén que recorre los tiempos, las distancias, las vidas que han transcurrido vertiginosamente. Roberto Bianchi 91


En aquellos inicios de que hablaba... cuando ya intuía su amor, cuando sentía a papá apoyarse suavemente sobre el vientre de mamá, durante las noches de largo aliento, mientras yo iba gestándome, adivinando la caricia, incorporaba a mis sentidos ciertos sonidos mágicos, aceleraciones en el pulso, ecos de las palabras pronunciadas a medias, o apenas dichas en el acto conmovido de los amantes, entre susurros, o luego, ante la paz, en el reposo, la felicidad de estar juntos. Pocas noches se separaban durante las estadías de papá en Buenos Aires. Sólo alguna que otra vez que papá acompañó a su hermano mayor en sus andanzas. Papá siempre recordaba el calor y la humedad mientras iban caminando hacia el obelisco por la calle Corrientes, buscando en el bajo la añorada brisa fresca, el aire no encontrado en la cantina en la que acababan de cenar. Venían del Abasto, donde el alma de Carlos Gardel todavía armaba los ecos de su canto, para que conmovieran la noche. Su voz aún despertaba los viejos rincones de los boliches, acariciando estaños, mesas, acaso las historias que empezaban a deslizarse en las esquinas. En la cantina de Nicola, que regenteaba todo parando en cada mesa, atendiendo privadamente a cada uno, saborearon la cazuela de mariscos, la picada de sorpresatta, queso provolone y aceitunas, con ese vino tinto irresistible que servían en jarra. La religiosidad en que se sumían estaba sellada VAIVÉN

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con tangos, en que viejos violines y aporreados bandoneones, otorgaban patente de guapo. Casi todos los músicos saludaban a Juan. Se paraban a contarse anécdotas, a discutir de partituras o de mujeres, a pedirse cambio para el baile del sábado, o proponerse para alguna de las salas, bares o teatros, de los muchos que exhibían orquesta en la calle Corrientes. Pudieron tomar un colectivo, pero preferían caminar. Todo el incendio del mundo asomaba en la calle. Caminaron pensativos, muy lento, como si el esfuerzo fuese insoportable mientras se iban aproximando a la calle Callao. Juan le dijo con sorna, no se puede comparar a la Rambla montevideana, ¡pero fijate qué paisaje! mientras señalaba una elegante señora que pasaba. Papá se sonrió, sacudió su cabeza y contestó, yo no estoy para eso. El tío se detuvo, lo tomó de un brazo y se entrepararon. Entonces, mirándolo fijamente a la cara, le inquirió: - ¿Qué pensás hacer, hermanito? Papá se sorprendió. Tal vez ni él mismo se había hecho esa pregunta en forma tan directa. Todo parecía funcionar aquí sin inquisiciones ni respuestas, contrariamente a lo que inevitablemente sucedía en Montevideo al retorno. Podía ser que asumir una responsabilidad de tal naturaleza costara mucho. Que se prefirieran los paréntesis. -No sé a qué te referís... yo me quiero venir a Buenos Aires. -contestó. Roberto Bianchi 93


-¿Con María...? -al pronunciar estas palabras, Juan ya se había arrepentido. No le gustaba acorralar a la gente y menos que menos a su hermano. Sin embargo, contrariamente a lo esperado, papá fue drástico en su respuesta, como si no cupiera otra. -Yo no podría estar sin Elvira -dijo sin dejar pausa. Pero luego explicó que no iba a ser fácil y lo sabía, que María ya se dio cuenta, es infalible la intuición femenina, el mes pasado no me podía desprender. Ella no quería que yo viajara. Le dije que tenía que terminar mis trámites, que no podíamos seguir inactivos en Montevideo, que no nos iban a dejar en paz. -¿No creés que lo mejor sería decirle la verdad? -aconsejó Juan, mientras retornaba la marcha. -Tengo que estar seguro... tengo que estar seguro... -repetía papá. - ¿Qué dudas tenés? -Todas... me pasé la vida emigrando. Para estudiar en Montevideo tenía que pasarme el año entero en la pensión. En el pueblo no era más que una visita. -Qué me decís a mí de eso... -Claro, como vos, es como a vos. Pero luego, me caso y me digo, bárbaro ahora se acabó, de acá no me van a mover. -¿Y entonces? -Entonces, la dictadura. Los problemas de trabajo, los familiares, la falta de entendimiento de VAIVÉN

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María, con nuestra gente, y... de vuelta a Montevideo. Hasta ahora no he podido enderezarme. Con María no se puede contar. Ella es así, tiene problemas... -Por eso te enganchaste a Elvira. Papá chasqueó los labios como que no estaba totalmente de acuerdo con la expresión de su hermano. Suspiró hondo mientras le decía, no, no, es distinto. Con Elvira es otra cosa. Es como encontrarse con la vida. Mirá, yo conocí a otras mujeres en estos años, vos sabés cómo son estas cosas. Sólo me servían de distracción, probablemente para salir de ese engranaje funesto de la riña, la reconciliación momentánea, la nueva disputa, el desacuerdo diario. Tal vez incluso como una pequeña revancha... pero esto, nada que ver. Yo la amo, Juan. Juan le pasó el brazo por los hombros y reconoció, a mí me parece buena mujer Elvira. Está bien para vos, pero entiendo que te va a ser muy difícil este asunto. Mientras pasaban por uno de los bares de la calle Corrientes, Juan vio en el mostrador a alguien con quien debía hablar y entraron un minuto. Papá quedó un poco atrás, apenas traspasada la puerta. Alcanzó a ver a los hombres acodados al mostrador bebiendo fuerte. La gente cubriendo las mesas, muchos hombres solos, algunas parejas riendo estruendosa, interminablemente. Los mozos con sus servilletas en los hombros y las bandejas repletas fileteando sillas y más allá el billar, las carambolas de Roberto Bianchi 95


tres bandas, el polvo de tiza azul en las manos y los puños blancos de los jugadores. Encorvado en su asiento, el bandoneonísta clavaba sus dedos en las teclas redondas de marfil, mientras un largo y seco violinista, se movía al ritmo que su brazo le imponía al arco, arrancando una suave melodía en ascenso. Cuando levantó los ojos de la partitura, el violinista miró a Juan, quien le saludó alzando un brazo. Le respondió con una breve inclinación de cabeza, mientras mantenía su mentón clavado en el violín. El pianista, de espaldas, aplicaba toda su energía al teclado, siguiendo el compás con el pie y mordiendo su lengua ladeada en la boca. De vez en cuando miraba a los parroquianos como preguntando si todo iba bien. En medio de ese mundo extraño, indisciplinadamente joven, papá recordó las palabras de su hermano apenas unos meses atrás, cuando mamá todavía no había irrumpido y ya estaba decidido a radicarse en Buenos Aires. Juan pensaba que eso era lo mejor, le había dicho, averiguá las reválidas y te venís. Vas a ver que todo va a andar. A las mujeres les gusta pasear, elegir, desenvolverse. ¿Vos creés acaso que María podrá estar más contenta en Montevideo que acá? Se va a acostumbrar. Por otra parte, en Buenos Aires un buen profesional, enseguida m’hijito... -había hecho un gesto con la mano derecha puesta de perfil, sacudiéndola varias veces- se va para arriba. VAIVÉN

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Convencete, al Uruguay se lo agarraron los colorados y lo exprimen como una esponja. -hizo entonces el gesto de retorcer con ambas manos un objeto inexistente- Y vos sos más blanco que una sábana, querido hermano..., que una sábana. O como dijera papá de la gente de Aparicio Saravia: ‘‘blancos como güeso de bagual’’.

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XVII S

í, pocas veces se separaron mamá y papá en esos días. Necesitaban un contacto constante para no sentirse mal. Parecía que separarse era como desenchufarse, irse a un abismo de soledad, quedar inactivos por falta de estímulo. Como una radio que cesa su emisión. Como un reloj que no tiene más cuerda. Roberto Bianchi 99


Pero mamá debió viajar a Montevideo. Fue en junio, cuando quedó embarazada. No sabía si contarlo o no. No iba a ser fácil. Incluso hubiera preferido no ver en esos días a su familia, pero no quería faltar al cumpleaños de su madre. Dijo, no quisiera dejarte, justo ahora que estamos disfrutando el estar juntos, preparándonos a lo que vendrá. Él le respondió, qué lástima... debería viajar contigo, pero precisamente me dieron entrevista esta semana, esperé tanto... está visto que no embocamos una. Mamá le recordaba, debemos conocer nuestros límites, no nos podemos dejar entusiasmar demasiado, mirá si las cosas no salen bien, cuánto vamos a sufrir... Papá no se dejaba convencer así nomás, e insistía... fue cuando mamá le dijo, por un lado es mejor que te quedes vos con Sonia, ella se lleva bien con mi amiga, pero mejor con vos. Te quiere como a un padre... Papá terminó convenciéndose y la despidió esa noche en el puerto. Casi entumecidos continuaban abrazándose al pie de la escalerilla. Pidió para acompañarla hasta el camarote y la dejó sólo cuando por el parlante dijeron, es el último aviso los acompañantes deben abandonar el barco, ya estamos próximos a zarpar. Lo último que vio mamá desde la borda, envuelta en su chal, el cuello de su tapado bien alzado, fue la mano de papá que todavía saludaba desde el muelle. VAIVÉN

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Mamá caminaba la calle Miguelete por la vereda del sol. Esas cuadras desde la calle Sierra, donde la dejara el ómnibus, eran así más tolerables. El viento del sur mueve las copas de los plátanos y desprende residuos que lastiman los ojos, que a veces son como una verdadera cortina voladora. Siempre pensó, desde chica, cuando pasaba por allí, que seguramente desde el edificio de la cárcel que estaba enfrente, la estaría mirando con desesperación alguno de los convictos que pagaban con condenas sus errores. Algunas veces se había cruzado con una mano que la saludaba desde las ventanas pequeñitas del edificio. Por eso ahora volvió a recordar a papá y pensó, cuánta distancia separa a la gente, qué difícil es encontrarse. También imaginó algún recluso saliendo de repente, con su cara pálida, su bulto atado a la espalda, su acción aún no coordinada. La libertad, ¿qué significa para quien la tiene? ¿Qué otra cosa es, para quien la ha perdido y la recupera? Ese hombre estaría enceguecido y deslumbrado por el tránsito tan de cerca, acostumbrado como estaba a verlo desde aquella ventanita. Ahora tendría allí delante la calle, el empedrado, los carros y los ojos de mamá. ¿Qué cosas le imploraría entonces el hombre con la mirada? ¿Qué actitud habría tomado ella? Al doblar la esquina, apenas pasando el taller, mamá volvió a ver la casa vieja con su enorme puerta de madera. Atravesó el umbral algo oscuro, Roberto Bianchi 101


y luego el patio de la gran claraboya. Su hermana Rosa ya se asomaba tras escuchar su llamado, profiriendo voces de alegría, mientras gritaba hacia dentro, al fondo de la casa, Amanda... Amanda, mira quién llega, apúrate, y dirigiéndose a mamá para estrecharla en un abrazo y llenarla de sus besos gordos y sus lágrimas de alegría, agregaba, Elvirita, Elvira, ¡qué suerte que llegaste, querida! Luego las dos, o las tres, cuando llegó Amanda desde el fondo, hicieron un bellísimo coro, y pasos de danza con sus mantillas y pañuelos en el aire, con las faldas estremecidas, alzándose las manos a la cara y tomándose en brazos, alternando gritos y gozos, entre el aire de malvón y madreselvas que llegaba desde el patio descubierto de paredes grises, donde el tiempo se queda casi siempre dormido. - Sabés que no siempre puedo traer a Sonia -dijo mamá cuando ya estaban instaladas en la cocina, mientras recibía y apretaba con sus manos, como para calentarlas, el mate recién cebado. Aquel mate uruguayo tan distinto. Recordaba cuando ella era niña, verlo en manos de su padre, que se levantaba de madrugada y lo tomaba antes de salir para su trabajo en el ferrocarril y en las de su madre, que también lo apretaba fuerte, como un pañuelo, paradita en la puerta, viéndolo alejarse. Después, su madre vería asomar las primeras luces mientras hacía tostadas y las VAIVÉN

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preparaba a todas ellas para ir a la escuela, con sus túnicas blancas, sus moñas y sus cafés con leche con pan y manteca. -Pero bien podrías traerla un fin de semana, ¿no? Fíjate cuánto hace que no la vemos, pobrecita... -No es fácil Rosa, vos sabés cómo me gustaría... -se quedó como masticando esas palabras, porque había algo que no le gustaba nada. -¿Por qué decís pobrecita, se puede saber? -agregó. - Yo creo que pobrecitas somos todas nosotras, que tenemos que vivir separadas y cada una con lo que le tocó en suerte -dijo Amanda mientras devolvía el mate vacío. Mamá estuvo años para volver al Uruguay. Aquel fracaso original, aquel absurdo desencuentro con la vida la inhibían para el retorno. Pensaba en la burla, en el ridículo o directamente, en que la ignorarían. Recién cuando mi hermana Sonia estuvo para cumplir cuatro, volvió de visita por primera vez. Después, de vez en cuando, aprovechando para cruzar algún modelito que le encargaran, o conformando alguna necesidad de su familia. Muchas veces dejaba a mi hermana con amigas o vecinos que la querían mucho y con quienes la niña se sentía bien. Pero ni Rosa ni Amanda podían entenderlo, del mismo modo que tantas cosas que no entendían de su hermana menor. Mucho menos todavía podía hacerlo mi abuela. Ella sí que no aceptaba. Permanentemente le reconvenía por sus actos y sobre Roberto Bianchi 103


todo en lo relativo a Sonia. Al principio, mamá le discutía, luego se fue acostumbrando, y últimamente ya ni escuchaba seriamente las observaciones. Tal vez por eso en sus viajes más recientes se limitaba a sonreír, en el sobrentendido que no habría acuerdo posible. Lo que sí no estaba dispuesta a admitir, era ni el menor asomo de lástima en la actitud de nadie. -Creo que no hay motivo para compadecernos, Amanda -afirmó mientras sorbía su turno de mate- Cada una de nosotras eligió libremente su camino, ¿no? A mí, por ejemplo, nadie me obligó a escaparme con un loco y si no estoy viviendo en Montevideo, es porque me acostumbré a estar allá, porque trabajo y no molesto a nadie. Las veo a ustedes bastante seguido. Incluso a mamá, que no perdona una... Cada cual tiene su carácter -agregó finalmente con un gran gesto de certeza en sus convicciones. -Yo sólo decía... pensaba más bien... en que vos sola, allá en Buenos Aires y nosotros acá... que no te podemos ayudar en nada, digo, ¿no? -Balbució Amanda, ante la brusca respuesta. Mamá se levantó de su silla y se acercó a la ventana. La habitación daba sobre un patio en el que asomaban las madreselvas y se amontonaban las macetas con malvones. Un rincón de hortensias daba un aire lila a las sombras amuralladas. En ese momento volvió a brillar el sol en el espectro de la mañana fría y el pálido resplandor impuso su VAIVÉN

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magnetismo sobre el rostro de mi madre, insertándole una ancha sonrisa, que les devolvió a todas de inmediato el clima habitual. Entonces les dijo, no estoy sola, -mientras se daba vuelta y las envolvía en la mirada- se llama Rafael, es uruguayo y, además, es abogado. Las hermanas se miraron entre sí sorprendidas y se le abalanzaron reclamándole que les contara, reprochándole habérselos mantenido en secreto. Querían saber todos los detalles. -Bueno, poco a poco -les contestó mamá-, estamos conviviendo, prácticamente, porque él se separó de su mujer. Ella vive aquí, con una hija. Se les notó la decepción. Sus caras perdieron esa luminosidad de la alegría. Mamá les dijo, bueno, qué esperaban, ¡yo tampoco puedo hacer milagros! Rosa contestó, claro y viendo el entusiasmo de su hermana, ambas optaron por hacer caso omiso a los detalles confusos y contradictorios, y la empezaron a llenar de besos y recomendaciones. Era hermoso verlas contándose recuerdos con la algarabía que dan las buenas nuevas, expresándose deseos de bienestar y felicidad. Por eso, porque debe ser en un buen clima donde se expresa la fertilidad y se dispara el futuro, porque si había alguien que debía saberlo antes que nadie, era su gente, su familia, su sangre, en fin, es que se resolvió a comentarles que estaba embarazada de mí.

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XVIII E

ra apenas unos años más tarde, y todo tan distinto. Papá parecía sentirse bien sólo cuando estaba tapado de trabajo. Instalados en Montevideo con María y los hijos, realizaba las tareas específicas de su estudio en la planta baja de aquella casa que alquilaban en la calle Municipio. Por entonces papá se perfilaba como uno de los mejores asesores del Roberto Bianchi 107


Ministerio, que el Nacionalismo Independiente tuvo durante el gobierno de Amézaga. Ya no se sentía perseguido y eso le posibilitaba desarrollar su potencialidad de otra manera. Recuperada la tradición liberal, con el país en crecimiento por la guerra en Europa, hay que desenvolver el nuevo impulso a la seguridad social, decía papá, que sin reconocerlo miraba como siempre a la otra orilla, donde Perón introducía una vuelta de rosca con las vacaciones pagas, los aguinaldos y otros beneficios para el pueblo. Por entonces tal vez recomenzó la guerra particular con María, que no podía aceptar que se quedara en el boliche, aunque fuese el de la esquina, o en la peluquería de la otra cuadra, donde había uruguayos que discutían todo el tiempo, sobre todas las cosas. Predominaba la contradicción permanente de papá entre este anclarse o aquel emigrar que había ensoñado y abandonado en desorden, como también veía que la relación que llevaba con María, transcurrido el período mínimo de entusiasmo por el nacimiento del varón, se deterioraba irremediablemente. También se disipaban en el tiempo que transcurría inexorable, los recuerdos de lo vivido con mamá, pero era como una malla elástica que se estiraba y yo saltaba en ella descompuesto en mi pánico por la falta de equilibrio, por la desorientación. Papá, lógicamente, pobrecito, no podía saber que yo caminaba su tristeza. Me hubiese dicho a lo mejor despacio en el oído, VAIVÉN

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tenemos que perdonarla... No es mala, sabés. María es una buena mujer... no quiero reprocharle nada. Ella sufrirá históricamente. Es como si la ruina le subiera desde las raíces. Por eso es que cuando resolvió tomarse vacaciones casi de primavera, porque empezaban con setiembre y viajar a su pueblo, yo hubiese preferido que lo hiciera solo. De todos modos partimos ese viernes 1º, en el Citrôen, con María, el pequeño Enrique y mi hermana Isabel. El día anterior ya habían discutido. Papá quiso inaugurar esa licencia en un asado con sus compañeros del Partido y habían ido todos al club, donde las señoras se encargaron de las ensaladas y los hombres de la carne y los copetines. Sobre todo de los copetines, dijo María, porque son todos unos borrachos que no tienen medida, y después se propasan y dicen palabrotas, sin medir que hay mujeres y niños. Papá le había contestado, ¡ah! Por favor, ¡no es para tanto! Eso alcanzó para que ella le recordase que él era de la misma calaña que todos sus amigotes, por algo andan siempre juntos, pegoteados... las mujeres no tienen vergüenza, ¡les siguen la corriente y se ponen en pedo igual que ellos! ¡Conmigo no cuentes más para estas cosas! Está bueno, mujer, ya alcanzó... le dijo papá, y entonces el llanto y la queja continua y el llanto y la queja continua y el llanto... Roberto Bianchi 109


En la noche del sábado dos, había luna llena. Estaban en el pueblo, los chicos acostados y se habían disipado los rumores de saludos y vista de parientes. María y papá, permanecían cada uno en la cama echados boca arriba, sintiendo el cansancio pero sin poder conciliar el sueño, con toda la luz de la luna entrando por las persianas entreabiertas. Papá intentó y acaso pudo endulzar la acritud del aire, apostando a la reconciliación que María no quería, pero que luego lentamente dejó hacer, como si la resignación fuese la virtud soberana, incluso superior, al aguante que hay que tener con un hombre así, que me vino a tocar para mi desgracia, como no se cansaba de comentarle a amigas, sobre todo a las que habitualmente se flagelaban por haber osado tener malos pensamientos y se encontraban rigurosamente todos los viernes por la tarde, cuando concurrían a rezar a la iglesia del Señor de la Paciencia. Papá le hacía el amor a su mujer y yo pedía por favor no estar allí, no adivinar las caricias ni los besos unilaterales. Intenté distraerme siguiendo el brillo totalizador de la luna, que desesperadamente penetraba por la ventana, llegando hasta la piel sudada donde relampagueaba su reflejo, en la carne sometida a los latidos trotadores. Allí, donde crecían los sentidos, se sublevaba la sangre volando, describiendo un salto alado y descendiendo finalmente, inacabablemente su derrumbe de pájaro. Mientras tanto yo, sin poder irme, sin poder VAIVÉN

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ignorarlos, casi dispuesto a la resignación de un sufrimiento lindero con la asfixia paralizadora de mi entendimiento. Entonces fue que se oyó el maravilloso quejido, un estertor, casi un suspiro de aquel niño. Estaban allí uno por uno sus cuatro años, seis meses y dos días, despertándose en llanto. Juro que entonces, por primera vez, no vi tan mal su existencia. Aplaudía mi conciencia aquel acto que yo no podía realizar. Aquella interrupción tan ajustada, tan precisa. Aquello que me estaba vedado, lo podía hacer el otro con el simple hecho de estar en el dormitorio, a los pies de sus padres. Fue una distracción mínima, apenas un instante, lo suficiente para quebrar algo que ya no se podía reconstruir. Casi de inmediato el niño volvió a dormir su tranquilo sueño de inocente. Esos días tan mal inaugurados transcurrían demasiado despacio, y se manifestaban con todas las características que solían darse en el pasado reciente. Las indirectas de mis tías paternas que azuzaban a María por un lado, y la lástima que papá les causaba arrastrando su situación irresoluta, por otro; los reproches de mi abuelo que le recriminaba su alejamiento, con aquello de que, ahora el estudio es inexistente, los abogados que quedaron no sirven para nada y fijate, para qué, al final, uno se rompió el culo queriendo que las cosas fueran de otra manera y para qué se te dio una carrera que vos desaprovechás, porque lo único que te interesa es la política. Roberto Bianchi 111


Sí, papá... sí, papá... decía de vez en cuando mi papá al suyo, para que él le contestara de mal tono que, ni eso, porque si de veras te revolvieses en el ambiente con alguna habilidad, vaya y pase, podrías muy bien ser aunque sea secretario del ministro, y no un oscuro asesor que no aparece nunca en el diario. Papá había estado revoloteando a su alrededor con el termo bajo el brazo. El mate lustroso donde asomaba la bombilla de plata con las iniciales de mi abuelo fileteadas en oro. No le quería contestar, o por lo menos tenía que medir mucho las palabras, porque el padre es el padre y éste que le tocó en suerte no es peor que otros. Me di cuenta que papá pensaba en esas cosas viéndole los ojos entrecerrados y la sonrisa triste, y me di cuenta también que en cualquier momento iba a explotar y así fue que cuando ya no pudo tolerar le dijo, ¡Ay viejo! ¿A quién le importa eso?. No ves que nosotros teníamos razón -y allí estaba la parra histórica que no le dejaría mentir, ahora sin hojas, bien podada para que pudiese pasar el sol de esa primavera que haría nacer en pocos días más los brotes temerarios que aconsejan estarse allí para esperar el fruto. Tanto teníamos razón -le continuó diciendo- que tuvieron que tenernos en cuenta después de tantos años. Yo estoy más que conforme con lo que hicimos, fijate las jubilaciones, la seguridad social, y eso es lo que pretendíamos desde que estábamos en las cuchillas con Aparicio -y vos lo sabés mejor que nadie porque andabas entreverado- mirá, esperame... ¡fijate! VAIVÉN

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El abuelo miró cómo papá entraba a la cocina como una tromba y casi nada lo que demoró en salir, que nos sorprendió porque volvía sacudiendo un diario en su mano, mientras que en la otra aún mantenía el mate que se enfriaba, como si se hubiese olvidado de apoyarlo en el posa mate sobre la mesa. Después, al darse cuenta, lo apoyó y repitió: ¡fijate!, mientras buscaba una columna del periódico y leía en voz alta. Yo casi no le reconocía en ese hombre brusco, lleno de razones y de firmeza en la convicción, que parecía haberse olvidado del entorno y solamente tenía frente a sí la noticia en ese diario y a su padre, mientras subía aún más el tono y leía que ‘‘La V-2 entró en acción ayer con el disparo de un A-4 contra el París recién liberado. Se trata de un cohete que puede llevar en cinco minutos una tonelada de altos explosivos a 350 kilómetros de distancia, sin que se le pueda detener ni desviar tras el disparo; un disparo que puede hacerse desde cualquier cuadrado de tierra firme de unos ocho metros de lado...’’ ¿Te das cuenta, papá?, es otro mundo diferente. Ahora ya no será como antes. El abuelo parecía no escuchar. Su mirada estaba perdida en las flores de ceibo, más al fondo. A veces se rascaba detrás de la oreja y se sacaba los anteojos para ver por qué estaban nublados. Esto a papá lo sacaba de casillas, nunca se lo había soportado. Era como una táctica de ablande que usaba el viejo, probablemente le había servido mucho en esos largos juicios sobre contrabandos o abigeatos. Roberto Bianchi 113


Entonces, a las cansadas le respondió, sí, que está claro, nos volvieron a comprometer, nos pusieron contra la pared, y allí estamos apremiados como siempre. Van a seguir legislando y regalando sin financiación ni producción, llenando todo de empleados públicos para ganar votos. Gente que no sirve ni pa’ comida de los chanchos, y vos y tus colegas están más que enganchados con ellos... Papá, que se había sentado para escuchar más atentamente, se levantó de golpe y le dijo, ¡pero viejo! no somos estúpidos, nuestro compromiso está bien delimitado... Entonces se levantó el abuelo y se le puso delante como para atropellarlo, pero lo que lograba era sorprenderlo. Yo no podía creer en una escena así, era como la representación de un cuadro de teatro griego, por la solemnidad de los gestos. Tan así que me sorprendí aún más cuando miraba a papá que no sabía qué decir, cómo defenderse. Sobre todo cuando el abuelo dejó de hacer referencias generales o colectivas, y señalándole el pecho con el índice de su enorme mano de dedos retorcidos por la artrosis, le increpó: -No entiendo cuál es tu papel en todo esto. Si sos el mismo idealista de siempre, como me supongo, te metés en camisa de once varas ayudando a los colorados, que nunca van a cambiar... ahora, si por lo menos, en lo personal, sacases algún rédito, te lo aceptaría, pero mi opinión, si me la permitís, y te pido que no te ofendas por lo que voy a decirte, es que estás haciendo el papel del bobo. VAIVÉN

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XIX M

i madre descansaba en Mar del Plata, aprovechando hasta el fin los diáfanos días de marzo, en que la atmósfera se trasparenta y el mar se une con el cielo allá en el horizonte, donde los ojos se ponen a volar.

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Los buenos ojos que Raúl sabía poner a los conspiradores, los que irían a derrocar a Perón y defenderían mejor sus intereses. Lo que al principio parecía bueno se empezaba a conformar molesto, en este Régimen, en que los ‘‘cabecitas’’ lo inundan todo y pretenden decirme lo que debo hacer, ¡quién lo ha visto!, ¿a vos te parece que voy a estar tranquilo cuando estemos en Europa? Ay mamá, ¿por qué no me escuchás? Si yo pudiera... ay, si yo pudiera. Todo me pareció tan pensado, tan elaborado. ¡Cuántas dudas tengo ahora! Tu matrimonio era como número puesto, como cantado de antemano, y ahora, ¿sos feliz mamá? -no me parece- ¿sos feliz? Por otra parte, ¿qué hago yo aquí tan invadido y sin poder interferir, sin poder deslizar siquiera una simple sombra?

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XX C

uando pude introducirme en los sueños, empecé a comprender su contenido liberador. ¡Cuántas dificultades para entenderlos! ¿Cómo descifrarlos? Andaba sobre un impulso que había adquirido forma y movimiento. Era alucinante. Revelaba un Roberto Bianchi 117


avance lumínico totalizador que enceguecería a quien lo viese, si hubiera podido existir en la realidad. ¿Pero, cuál es la realidad? ¿En qué plano es posible creer que los hombres existen? Es mágico un cielo constelado con sus millones de soles inalcanzables, cambiantes. En el microcosmos también real de un solo individuo, asoman ideas e imágenes como soles tallados incesantes, que tienen obviamente las dimensiones del universo, reducidas a un pensamiento. Por eso fue posible mi presencia en sus sueños y la tentativa inconsciente de liberación y de evasión. Yo empezaba a percibir entonces un avance lumínico totalizador dentro de sus sueños. Formaba parte de un todo monolítico, de donde partían cabezas arrastrando cadenas que recorrían en su evidente condena, un camino de ojos ciegos, adonde ciertos traidores habían sido capaces de entregarles. La imagen de papá que se erguía temblorosa, estirando los brazos y las manos para rescatarlas. Súbitamente las veía crecer intentando morder, arrancar, llenar un paisaje de viento con llaves y cargas de crímenes audibles, gemidos mentidos, dolores. Cargaban la suerte temida que dejaba lugar a una pradera donde pastaban ovejas, corderitos y un arriero de a pie, que los iba trasladando. Acercándonos vimos un niño. Era papá niño que corría, ahora corría por aquella pradera casi azul VAIVÉN

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porque algo o alguien grande, peligroso, muy terrible le perseguía. En la carrera empezaba a crecer rápidamente y a hacerse hombre y luego envejecer y llegar de pronto al fin con una raya en el piso que le impedía pasar. Detrás de la línea veía a mamá que intentaba darle un libro que papá rechazaba con temor. Papá miraba a los lados como en un ventanal de un piso alto con la ciudad a sus pies. Vistas de postal. Allá la avenida. Pequeños los automóviles como grupos de manchas avanzando lentos. Después se detienen para volver a avanzar en una permanente y organizada persecución. Y todo en una única marcha interminable con obstáculos insalvables. El tren colmado. Papá queriendo subir, rogando, empujando, colgándose del pasamanos del estribo y todos los de arriba protestando y empujando hacia abajo. De pronto se hizo como un vacío. Como la nada. Comprobé que en el sueño la nada es posible. Nadie lo creería, ¿no? Papá dormía entonces, pero ya no soñaba. Su respiración se había hecho apenas perceptible. Creí comprender la razón de su sueño, pero no lo podría explicar, seguramente. Por eso no lo intento.

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XXI L

a chapa de letras redondeadas que rezaba METALMAS, coincidía con el enorme cartel que coronaba la planta fabril que, además, aclaraba: CONTENEDORES METALICOS. Pero la chapa decía, además, algo más abajo y en caracteres menores: Raúl Rosso - Ingeniero. Roberto Bianchi 121


Hugo, el cordobés, pasó casi de largo al lado de la portería, como hacen los habitués de los lugares. El guardia de seguridad se limitó a mirarlo y levantar dos dedos en señal de saludo o de aprobación. Hugo continuó rápidamente su marcha, dispuesto a recorrer los cincuenta o sesenta metros entre la entrada y las oficinas que se divisaban sobre la derecha de la planta. Casi tan rápido como él y en sentido opuesto se acercaba otro hombre. - Adiós contador, ¡te vas temprano hoy! dijo Hugo al pasar a su lado y deteniendo el paso, mientras esbozaba una sonrisa burlona. El otro hombre era muy pequeño, y estaba vestido con pulcritud, como queriendo sobresalir con los detalles de su aspecto. Contrarrestaba con la voluminosa osamenta imperfecta y propensa a la obesidad de su interlocutor. Mientras el llamado contador se detenía a medias, Hugo agregó, ¿está el patrón? El otro contestó, vengo de estar reunido con él, está muy preocupado... -¿Por cuál de las tres cosas? -interrumpió Hugo. El otro dijo ¿cuáles cosas? En medio de una estúpida sonrisa Hugo preguntó a su vez, ¿la política, el casamiento o el poker? -¿La inestabilidad de la situación? -alcanzó a preguntar el contador, sin contar con que Hugo profundizaría su sonrisa, diciendo entonces, por las tres. Hugo le pasó la mano por el hombro y VAIVÉN

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empezó a caminar a su lado hacia la salida. Apenas unos pasos y se detuvieron. - Le dije mil veces que no tiene que preocuparse; lo que pasa es que no confía; toda la oposición que hacen los consorcios, la Universidad e incluso los partidos no va a poder con el gobierno, y menos con el hombre. Lo de octubre te lo demuestra, la población civil lo apoya. Raúl no se quiere dar cuenta porque nunca creyó en él, pero yo se lo vengo diciendo desde hace dos años. Te puedo asegurar, además agregó bajando un poco más la voz todavía, hasta ser sólo un susurro- que de ahora en adelante no va a existir nada fuera de Perón, lo demás está totalmente liquidado. El otro movía la cabeza con desconfianza y Hugo, como afirmando, sos igual que él, dijo solamente, te lo aseguro. El otro refirió reconociéndolo, y…vos andás más en eso. -Pero claro, hombre -y le palmeaba el hombro como si se tratara de un enanito del circo al que había que rescatar de la boca del león. Le pareció que era la hora de despedirse, así que le recordó que tenían una cita, esta noche en la partida, ¿sí? Al otro se le aflojó la cara y recordó, a las nueve, como siempre. Hugo confirmó, en lo del tano. Hubo un de acuerdo y un saludo cuando Hugo dio la espalda y empezó a caminar. A medio camino, y antes que el Contador se alejara, agregó, voy a ver si lo calmo.

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XXII E

l correr del tiempo parecía haberle devuelto la tranquilidad a mamá. Aquella mujer que intentara una sobredosis de barbitúricos, al tiempo de dejar con papá, fue abriendo paso a un ser calmo y resignado a su suerte. Todos esos hechos apresuraron el viaje y establecimiento de mi tía Amanda en Buenos Aires. Roberto Bianchi 125


La compañía de su hermana, el trabajo, el paso de la vida misma, fueron transformando a aquella mujer desesperada en esta señora que, aunque siempre dubitativa, ahora preparaba su boda. A través del cordobés que noviaba con Amanda había conocido a su prometido. Simplemente por curiosidad al principio, más que nada presionada por su hermana, que se sentía enamorada de Hugo y veía en Raúl un excelente partido para mamá. Mamá resistió todo lo que pudo aferrándose a sus recuerdos, recordando los días vividos con papá, minuto a minuto, en todas sus horas, mientras trabajaba, pero sobre todo cuando se encerraba en su habitación a leer y presumiblemente a llorar. Amanda le hablaba en esas tardes de labor que parecían interminables y que nunca alcanzaban para poder cumplir con un trabajo que se había hecho cada vez más difícil. Después, todavía más complicado, cuando las clientas empezaron a multiplicarse, porque a través de Hugo se relacionaban mejor. Eso de por sí, ya era un antecedente favorable para profundizar la relación con ellos. Entonces Amanda reiteraba, tienes que pensar en Sonia, ella merece tener una familia. Las dos lo merecen. Fíjate, tú que tanto luchaste por tus cosas, qué mejor que tener un hombre a tu lado que no te deje faltar nada. Entonces mamá sonreía y confirmaba, VAIVÉN

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claro... Raúl Rosso, el mejor candidato, ¿no es cierto? Amanda se reía y contestaba, ¿y por qué no? No me puedes negar que te colma de atenciones. ¡Ojalá Hugo fuera tan atento conmigo, como lo es el pobre Raúl, que está loco por ti! -No le hagas más propaganda, hermanita, se alteraba por entonces mamá, o bien lo tomaba a la ligera, y ni siquiera respondía, cuando al decir de mi tía, le daba la crisis de silencio. No lo soporto, parece uno de esos -solía repetir, mientras señalaba alguno de los ostentosos manequíes en donde se apoyaban modelos trabajados. Sin embargo, no podía dejar de reconocer las atenciones, las galanterías, la dispendiosa generosidad de Raúl, fundamentalmente con Sonia, a la que traía costosos juguetes, o le compraba zapatos, o la llevaba al Parque Japonés, o a la costanera en volanta, muchas veces prescindiendo incluso de mamá. Toda esta actitud iba seduciendo y venciendo lentamente las resistencias cada vez más debilitadas de mi madre. En aquel controvertido invierno de 1945, cuando todavía no se podía imaginar un vuelco tan enorme en la irritada política argentina, como el que provocó la marcha de los trabajadores el 17 de octubre para liberar a su líder y cambiar la historia, en aquellos días de julio previos a estos hechos, Raúl logró arrancarle la promesa de casamiento. Arremetiendo con todo y en la certeza de que cumpliría cabalmente con su protección, amparo, Roberto Bianchi 127


respeto, sin pedir nada a cambio. Solamente que lograse liberar su memoria de un pasado infeliz, donde todo había sido conculcado, donde no se pudo cimentar nada positivo, donde incluso yo, era irrelevante para ella. Yo ni siquiera pude significar un lazo, un compromiso, una asunción al estamento inmediato adonde reinara el amor, en lugar del fracaso extremado que mamá debió beber en trago largo.

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XXIII N

o me gusta estar con él. Me da mucha rabia verlo abrazar a mamá. No lo soporto. Sé que tendré que acostumbrarme, porque a pesar de todo ya llevan casi cinco años de casados y a decir verdad él es tan bueno con mamá, que se los ve felices. No estoy seguro, por supuesto. Casi diría que a veces le Roberto Bianchi 129


observo gestos a mamá como de desconcierto con su situación. No sé si estará convencida definitivamente. Aquel arrebato de la boda, toda la conspiración de mi tía Amanda y de Hugo, su novio, que rindió los frutos esperados, ya que consumó la unión matrimonial, no certificó el amor, no podía hacerlo. Tendría que conformarme, ¿no? Me imagino... Primero, porque a mi mamá se la ve segura, más tranquila. Después, porque como dice todo el mundo, Raúl es un tipo que va a triunfar. Ahora mismo tiene en sus manos negocios y asuntos importantes, y eso, obviamente, redundará en la suerte de mami. Por último, por mi hermana y hasta por mí, que aunque no necesito nada físico, ningún reconfortante, ningún bien, he comprendido, sin embargo, que me siento tan cerca de ellos, de todos ellos, que sus vicisitudes se transforman en las mías. Sí, es cierto, por más que no me guste estar con él, debo reconocer que el departamento de la calle Rivadavia que compró el año pasado, tiene todas las comodidades. Allí estamos frente a la avenida, con su tránsito impresionante, donde podemos acceder a los comercios sin dificultad, pero si optamos por algo más tranquilo, caminamos dos cuadras y disfrutamos de los jardines de su casa paterna que parece palaciega. Yo me quedo con el departamento porque tiene más vida y Sonia puede disfrutar de los sillones de terciopelo, donde se desparrama a escuchar los episodios que pasan por la radio. Aunque otras veces lee esas novelitas de amor VAIVÉN

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que una amiga le presta y que ella tiene escondidas en el ropero, detrás de las cajas de los sombreros, que es donde mamá nunca mira. Mamá siempre dice, el barrio de Flores está un poco lejos, pero es tan lindo... Mirando bien, es cierto, porque tiene las posibilidades del centro, en cuanto a comercios y servicios, pero es bien barrio, con buenos y cordiales vecinos. Mamá no quiso dejar su boutique, y creo que hizo bien. Mantener la independencia y distraerse, dos objetivos alcanzados, ahora sin los apremios de que se trate del único ingreso, reconforta y alegra la vida. La imagino si no fuera así, siempre en casa, y en la práctica rindiéndoles cuentas a los familiares de Raúl, sobre todo a las hermanas que viven en la casa paterna. Veo que a Sonia no le gusta demasiado la relación, pero mamá y Raúl siempre dicen que la favorece, porque al no tener otros parientes cerca, ellos componen su familia, la mejor referencia para una jovencita que, además, está alejada de mamá y de su padrastro tantas horas diarias. La veo ir y venir y me parece imposible que no podamos comunicarnos, ya que estamos compartiéndolo todo. Ella es tal vez, el ser con quien más quisiera estar conectado, excluyendo a mis padres, por supuesto. Yo creo que mamá repite lo que dice Raúl aún sin estar de acuerdo. Le hizo caso hasta en eso de nacionalizarse argentina, porque Raúl se lo pidió. Le dijo: Roberto Bianchi 131


-Hay que ver que en todos los países civilizados las mujeres son ciudadanas y votan, aquí también se tenía que dar, ¿no? -Bueno -le contestó mamá- en el Uruguay hace años que votan y sin embargo yo nunca lo hice, no sé por qué lo tendría que hacer acá, que no soy argentina... Raúl se le aproximó como cuando tenía que dar una sentencia y le confirmó, tendrías que hacerlo porque vivís aquí, trabajás aquí, fijate que con Evita las mujeres ya son protagonistas, ¿no? Lo dicen todos los días... estamos en pleno progreso... ya hace 100 años que murió San Martín: te lo dicen a diario en todos los impresos, en los noticieros ‘‘1950, año del Libertador’’. Y mirá, nosotros, los empresarios, prosperamos; los obreros tienen lo que necesitan y están disciplinados y de acuerdo con todo, acaso ¿no gobiernan con Perón? Bueno, faltaba que las mujeres se pusieran a tono, no vas a faltar vos, ¿no te parece? No sé si mamá estaba o no de acuerdo, pero le hizo caso. Es que mamá es dócil, pese a su independencia. Si no fuera así, no habría aceptado sin luchar, el abandono de papá, y a lo mejor hoy, que es 27 de noviembre, papá no estaría de mala gana y decepcionado en el teatro 18 de Julio en Montevideo, acompañando a su mujer que quiso ver la ‘‘Romería’’de la Revista Gitana. Mientras María disfruta los giros del ballet de María Escudero y Ángel Pericet desde la platea del teatro, papá repasa VAIVÉN

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mentalmente el título de tapa de aire opositor del diario ‘‘El País’’, de la mañana: ‘‘Reafirmó la ciudadanía en el acto eleccionario’’. Oigo su pensamiento divagante, tan lejos del espectáculo que está presenciando, pensamiento que ahora puedo leer porque está sometido a la idea fija del inmovilismo, del país estanque, donde los colorados volvieron a ganar. Piensa seguro, nosotros no pudimos ni picar y empezamos a aceptar la derrota anticipadamente, porque la suerte ya no se podrá variar. Es como que ya estuviese decretado el fracaso, y fueran fundamentales otras noticias alternas, como la incontenible ofensiva en Corea, o el accidente ferroviario en Nueva York con 78 muertos, o que en la Argentina los radicales imploran la libertad de Balbín... ...en Argentina adonde se alza un muro impenetrable, adonde la memoria se vuelve gris y recortada, y papá no quiere o no puede acceder. Porque, recordar, implicaría reprocharse la falta de coraje, de resolución, y en definitiva, su vida parece flotar también en un estanque en donde no hay corrientes, ni vientos que modifiquen la quietud, la calma insoportable.

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XXIV ¿Y

si soy parte de la poesía...? ¿Apenas un aliento murmurador de concepciones ideales que buscan la realidad? Por algo, cuando escucho los poetas, me parece crecer, corporizarme. No lo sé, pero el hecho de adivinar las sensaciones de los otros, me otorga ventajas. Algo así como un marco Roberto Bianchi 135


de superioridad. Al mismo tiempo, la inconsistencia de mi individualidad, conspira contra los verdaderos alcances de mis juicios, de mis definiciones. Puedo, sin querer, estar expuesto a responder a criterios de otros, porque a lo mejor he asimilado un comportamiento o un proceder ajeno, y lo efectivizo sin que se produzca mi intervención. ¿Será mi memoria, mía, realmente? Aquel poeta Chamsi, tan amigo de papá, decía, como sobrevolando las cabezas de los que le estábamos escuchando, algo que empezaba más o menos así: ‘‘¿Qué pasa en el ángel/ moviendo el espacio/ en la distancia interior del ángel/ en su relámpago impasible donde vela/ escondido/ su designio.’’ Y yo pensaba si él no me habría detectado, visto, no sé, ¿oído tal vez? ¿Qué será más sabio en definitiva, vivir una experiencia propia, o compartir desde el anonimato lo que viven los demás? No sé ni siquiera hoy, si cambiaría mi sensibilidad y mis conocimientos instantáneos y permanentes, por una cuota de acción... de vida. La vida terminantemente, es un lamentable suceso. Opera como un mecanismo indescifrable que empieza o acaba entre vorágines sin sentido y sin determinación. Uno nace o muere en cualquier sitio, bajo cualquier circunstancia, positiva o no, en un VAIVÉN

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momento brillante u opaco. Cuántas veces escuchamos: ‘‘se murió tan joven, pobrecito...’’ o ‘‘justo ahora que empezaba a vivir’’ o ‘‘no sé por qué Dios no se acordará de él... con lo que sufre’’. Conmigo, nomás, la suerte endemoniada se ensañó. Yo estaba allí, en su vientre... sentía sus movimientos aunque no sabía de qué se trataba, no existía un código de entendimiento, de comprensión. Después, analizando, entendí que algunas sensaciones se correspondían con caricias, otras con golpes o malas posiciones físicas de mamá, pero más allá, o más acá de ese proyecto de ser, en ese individuo que se formaba, influían los dolores y las alegrías, los pesares y las esperanzas. Después fue como si se hubiese abierto una puerta de golpe, o se prendiera una mecha combustible y la luz en expansión penetrase de golpe a mi inteligencia. Ya no tuve secretos, nada me fue ajeno desde entonces. Incluso tuve la intuición de una acción intempestiva de mamá. Papá no había llegado, y mamá salió casi arrastrándose de la confitería Del Molino. En la esquina de Rivadavia paró un taxi, que algo remolón se encaminó a la casa. Comprendiendo que papá llegaría muy tarde, o tal vez incluso al día siguiente, estaba esperanzada que aún estuviera alguna de las muchachas que la ayudaban en el taller. No encontró a nadie, sin embargo. Sólo yo pude ver su paso entrecortado hasta el baño, la sangre Roberto Bianchi 137


desbordada que salpicó los azulejos, arrancando los restos carcomidos y los coágulos casi putrefactos de carne muerta, mientras los gritos y los desgarros histéricos de mamá, atravesaban las paredes en el minuto definitivo. Siempre que veo la realidad hago diagnósticos, malabarismos. Veo trompos, requiebros, y me quedo con una perniciosa sensación de haber vivido. Reniego en esos momentos, porque me parece como si fuesen propios, cuando son de la responsabilidad única de quien los vive. Por eso, como decía Chamsi a mi papá, cuando quería que le diese opinión de sus versos, atendeme...atendeme, ‘‘ el ángel se mira en el espejo /el espejo / refleja al ángel y se disuelve en agua/ en rostro se disuelve /y el rostro caído/ trepa el cuerpo del ángel /y se sumerge /en la cara del ángel /que se disuelve y se convierte en espejo /y el hombre se mira en el ángel /se reconoce detrás de él/ con un rostro que recuerda haber perdido.’’ Papá ya no podría reconocerse en mí y yo hubiese preferido no tener que verlo aquel día. Claro, él no se podía imaginar lo que iba a ocurrir conmigo y con mamá. ¿Cómo se iba a imaginar? Debió, eso sí, intuir por sus sensaciones inexplicables y extrañas, que algo insólito ocurría. Pero no, no fue así. Insultó a la tormenta frontal que había impedido la salida del vapor la noche anterior y que seguía aún en la VAIVÉN

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mañana; llamaba a cada rato a la empresa Dodero sin éxito, para que le confirmaran la salida del sábado de noche. Pero no sólo la tormenta conspiraba contra su viaje. El pasaje estaba sobre la mesa del living, tal vez puesto a propósito como para desafiar o como para asegurarse que la apuesta está hecha, la decisión tomada. Generalmente sacaba pasaje a bordo. Eso era lo regular. Sin embargo, en esta oportunidad lo tenía adquirido ya desde hacía varios días, y casualmente se lo había olvidado sobre la mesa. ¿Un desafío? Ese mediodía María sirvió pollo al horno, y la tortilla de zapallitos exprimidos que le gustaba tanto a papá... ¡ah!, y ¡arroz con leche! Isabelita no lo podía creer y le preguntó a su madre si tenía invitados. Ella la miró torcido y comentó, ¡como si yo nunca cocinara...! Después poniendo los puños contra su cintura le reprochó casi en serio, tené cuidado con tu lengüita, nena, no hay nada más desagradable que una mocosa mal educada. Mi hermana se fue riendo y dando todos los saltos necesarios como para que sus rulos, tan trabajosamente formados, golpearan sobre su cabeza. María continuaba con sus preparativos mientras murmuraba, esta chiquilina está hecha una atrevida. Entre los preparativos se incluía, además, una especial siesta de sábado. De las tantas veces que pasó el plumero a los costados del sobre que contenía el pasaje, se Roberto Bianchi 139


evidenciaba el deseo de que aquel plumero fuera la varita mágica, que hiciese desaparecer de improviso el maléfico rectángulo de papel gris, que por nada del mundo ella se hubiese atrevido a tocar, y que simbolizaba el vértice de su angustia. María había vuelto a respirar desde hacía tres semanas. Incluso resolvió no decirle nada aunque llegase tarde, o porque se fuera al club con los amigos. A su amiga Lala, única con quien tenía cierta confidencia, que, además, era vecina por los fondos de la casa, le había dicho días antes, me parece que esta vez no vuelve a Buenos Aires. Fijate que no programó nada... y él es tan meticuloso... Lala, que era bastante descreída lo puso en duda, pero no quería mortificar a su amiga. Simplemente comentó, ¡Claro querida, lo que pasa es que Rafael tendrá bastante trabajo atrasado en Montevideo, con lo que ya estuvo afuera...! Pero todos los cálculos de María se vinieron al suelo cuando papá apareció con el pasaje en la mano y le comentó que viajaba porque el lunes próximo tenía entrevista a primera hora en la Facultad y no podía perder esa oportunidad que era definitoria y, fijate que si la consigo, ya estaremos mucho más cerca de la posibilidad del cambio... -¡Tengo tanto miedo, Rafael! -le había dicho ella endulzando la expresión cuando supo que su esposo volvía a irse a Buenos Aires. -No veo por qué -le contestó papá. VAIVÉN

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-Viejo... tú sabés de sobra que tengo motivos... -No me gustaría que volvieras con lo mismo -eludió papá, porque a esa altura de los acontecimientos, ya no sabía qué decir, ni qué contestar a las preguntas insistentes de su mujer, que permanentemente hurgaba en la penosa situación, con sus interrogantes desesperados. En otro tiempo, cuando aún no había conocido a mamá, le pedía que confiara en él, que lo que importaba era progresar, para poder llevar una vida más digna, que aquí no hay futuro porque me dejaron de lado, y mientras gobiernen los colorados en el Uruguay, soy un desterrado, un paria que lo único que puedo es emigrar. Pero ahora habían cambiado las más íntimas motivaciones, y ya no se atrevía a mentir. Sabía que la omisión también es una mentira, pero al menos algo más soportable en la conciencia. Aquello de ojos que no ven, se hacía cierto ahora. Pero papá sabía que si bien su mujer no veía, sí, tenía una enorme intuición, y una desconfianza natural, fundamentalmente basada en su inseguridad personal. Toda una ternura inconcebible, pero presente en la tarde del sábado entre las sábanas a las que los planes de María habían arrastrado a papá, estaba logrando sus frutos en esa fría y brutal jornada y en las mismas horas en que yo corría la arena rabioso, resistiendo la ola, el naufragio perverso, indignante. Roberto Bianchi 141


Porque mientras yo sentía la muerte arrasado del vientre de mi madre, en la otra orilla bordada de cálido abrigo, se henchía la sangre invadiendo la carne en el sentido de la vida, abonando la tierra ardorosa, segura, dispuesta a retenerla. Nunca podré arrancarme la llave atornillada. Ni me podré alimentar con lluvia mansa. Ni dejar de llorar ese tigre marrón que no puedo leer, porque desapareció enlutando todos los lustros. Ese último tigre que venía entibiando las llagas y quedó sin retorno de pronto, desgarrando con uñas y dientes la arteria, el cordón de la vida, y acabó sumergido, crispado, salpicado contra las paredes.

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XXV L

os aniversarios son esas ocasiones que cierta gente se busca para celebrar emborrachĂĄndose, comiendo a panza llena, en una palabra: haciendo lo que se hace todos los dĂ­as, pero mĂĄs intensamente.

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En particular, mis aniversarios fueron siempre un fracaso. Tuve que cumplir comparando con las oportunidades de los otros, sin poder pensar en cumplirlos efectivamente. Un día igual que todos, como decía María cuando se acercaba el suyo, sin acordarse de sus propios comentarios, hechos tantas veces, de lo brillantes que habían sido esos particulares días durante su juventud. Papá se había enamorado precisamente de su alegría. Los que la conocieron en aquellos tiempos solían repetir, difícilmente se encuentre una chica más alegre y dispuesta a divertirse que ella. Hablaban de sus cuentos de los carnavales, cuando se salía disfrazado en carrozas, de sus bromas y de los bailes; de cómo se burlaba de sus hermanas vergonzosas y tímidas. Ella relataba, eran unas aburridas que nunca se decidían y remoloneaban en salir cuando las invitaban a bailar, escondiéndose tras las polleras de mamá. Pero, claro, sus cumpleaños eran memorables entonces, cuando no importaba cumplir años, e incluso, los deseos manifiestos eran llegar a cada etapa rápidamente, como para poder satisfacer anhelos de metas deseadas y soñadas. Yo hubiese querido que alguien, simplemente, se acordara de mí. Entiendo cabalmente lo cruel que debe ser para cualquiera, estar recordando las fatalidades. Aquella interminable polémica entre si es mejor olvidar, o ejercer la memoria, da VAIVÉN

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generalmente más adictos al olvido por ser menos doloroso, aunque los riesgos sean mayores. Digo que hubiese preferido que me recordaran, tal como yo estoy presente en todos ellos, dispuesto a incorporarme a sus alegrías. Pero para mis padres, obviamente, en caso de que me rememoraran, mis cumpleaños serían potencialmente días de duelo. Todos los poemas pasan ahora por mi fiebre. Los que escuchaba rondar las largas noches de mis progenitores, los que le veía llover a mi hermano sobre su escalera de crecer y sus rebeldías incompletas... ...aquel que escuchaba tan envuelto de mensajes: al multiplicar/ lo hago con los puentes extendidos/ tal vez de esa manera/ no tendremos que quedar /con palabras atoradas/ y esdrújulas/ anclándonos terrores en los párpados/ de no poder abrirnos la camisa/ y derramar la sangre incontrolable... Poemas que escuchaba rondar la noche de mis padres separados, mientras comprobaba que nunca resultaría fácil para nadie, entender el sentido de su separación. Creo que ni siquiera lo resultó para ellos mismos. Es por eso que da la impresión que se hubiesen puesto de acuerdo en vivir vidas separadas, pero dejando un hilo conductor entre ellos, por el Roberto Bianchi 145


cual yo pudiese transitar libre, independientemente de mi voluntad. Cada uno me arrastraba a su surco. Papá con su empecinamiento. Mamá con su amar genérico, pero absolutamente infecundo. Sus vidas resultaron ser dos líneas paralelas perfectamente trazadas, que sólo se rozaban en los recuerdos de mamá, no necesariamente equiparados en la memoria de él. Papá consideraba imprescindible la lucha constante, que no podía tener pausas ni excusas. Su objetivo siempre fue la justicia. - ¿Con sus leyes burguesas? -hubiese preguntado Enrique. Por qué no con las manifestaciones rebosantes derivadas de su empeño... Por supuesto: justicia al fin. En eso no tendría contradicciones de fondo con su hijo, aunque estuviesen en el antípoda de sus juicios históricos. Debe admitirse que para poder atender tanta materia, yo debía tratar de borrar otras impresiones más íntimas y privadas. Nunca supe realmente si lo lograba, porque en mis infinitos recorridos por las ideas y sentimientos de papá, hallé apenas alguna vez, atisbos de recuerdos de su historia personal. Siempre asomaba su vida pública, la pasión por lo social y lo político. Y las contradicciones. Cuando Enrique empezó a militar en el Comité de Solidaridad con la Revolución Cubana, papá puso el grito en el cielo. Dijo en medio de su furia, se volvió loco este mocoso... miren cómo se vino a enganchar con los comunistas... VAIVÉN

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Se lo comentaba a los más íntimos, porque le avergonzaba la situación, e imaginaba qué dirían sus correligionarios si se enteraban. Claro, enseguida lo justificaba, decía simplemente, es un muchacho rebelde, como todos los chicos de su edad. Es izquierdista por novelería. Está bien que proteste y todo lo demás, como pelear por la Universidad y sus derechos. Lo que no debe es dejar que lo usen. De alguna manera, su razonamiento era justificado. Mi hermano no tenía claro todavía su panorama vital. Confundía sus sentimientos, sus gustos, las manifestaciones de sus actos. Estudiaba derecho por inercia, atendía una novia por costumbre, mientras se entreveraba con todo lo que fuese femenino sin señal, pelo ni marca en especial. Salía con sus amigos, iba a los bailes y al estadio, y participaba de todas las revueltas estudiantiles. Lo cierto es que entre dichos y realidades, declaraciones y hechos objetivos, mi hermano se formaba, tomaba conciencia, como le confesaba a sus compañeros. Al contrario que papá, mamá respondía a una vida privada sin vacilaciones, ignorando casi en su totalidad la realidad de su tiempo y de su entorno, salvo la que asomase la cabeza en las revistas Para ti o Radiolandia. Su vida se dividía entre el hogar, la Roberto Bianchi 147


familia, las reuniones sociales, y la atención de Raúl. Él era quien determinaba. Ella se limitaba a aceptar sus decisiones. Descansaba en aquel hombre la formación de su criterio. Primero por comodidad y luego por el reconocimiento de la capacidad que le demostraba. Raúl era un tipo que sabía defender sus intereses a satisfacción. Le transmitía a mamá su incontenible espíritu empresarial, que le permitiría navegar favorablemente, en cualquiera de los convulsionados ríos históricos argentinos. Supo mantenerse perfectamente erguido, si estaban Frondizi o Illia en el gobierno, como se rebuscaba perfectamente con los militares, en cada oportunidad que los derrocaron. A medida que el tiempo pasaba, se afirmaba más, pues eran mejores las relaciones que conquistaba en los ámbitos de influencia. Mamá le secundaba en todo. Se había acostumbrado a conceder, tal vez porque había comprendido que haciéndolo, terminaba cumpliendo mucho mejor sus deseos. Así sus viajes por aquellos años: A Nueva York en 1963, cuando reabrió la Feria Mundial, y luego a Barcelona por Pan American, para después recorrer toda España. A Roma en 1965 al Festival de la Canción, donde los preferidos, Doménico Modugno, Adriano Celentano, Rita Pavone, estaban allí, esplendorosos, en medio de la locura del espectáculo, donde Raúl aplaudía ostentosamente y vociferaba, bravo... bravo, VAIVÉN

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en el italiano chapuceado que arrastraba desde su infancia, y mamá a su lado (¿feliz?), luciendo sus modelos Balenciaga y sus finos calzados Far o Cosentino, su cabello corto a la garçón de Alexandre, y el maravilloso maquillaje de tez luminosa, ojos profundos y labios fulgurantes. Sonia no alentaba ninguna de esas frivolidades. Aceptaba de buen grado que viajaran, porque los viajes alegraban a mamá, pero todo ese afán de figurar de Raúl, toda esa estupidez fomentada por sus tías paternas atentas a la última moda, y siempre recriminándole, Sonia, m’hija, ¡ay! Mirá lo que parecés así vestida... siempre de pantalones y zapatillas, y se miraban entre ellas murmurando, ¡qué muchacha ésta! Si no parece hija de Raúl... la madre podrá no ser de familia, pero al menos tuvo su roce y, además, se sabe vestir y presentar... pero lo que es ella, por Dios, fijate... mirá lo que parece... y seguían criticando, la culpa la tiene el novio, que no debe andar en nada bueno. Nunca termina de recibirse porque anda siempre metido en líos de estudiantes y de política... y la otra le retrucaba, puede ser, pero yo pienso que la culpa de todo la tiene ese tortuga de Illia, que permitió que la Universidad se convirtiera en un relajo. Y se persignaban, y la primera confirmaba, sí, sí, tenés razón, como en todo lo demás... Hasta que generalmente concluían como de costumbre, aquí va a tener que venir alguien a poner orden, querida, así ya no se puede seguir más. Roberto Bianchi 149


Yo puedo confirmarlo, porque por algo tenía que estar allí y enterarme de tanta zanguanguería. Debo reconocer que me divertía, sobre todo por las picardías de mi hermana Sonia. Tantos principios y dale, qué bien que se aprovechaba de las situaciones. Yo hubiese hecho lo mismo, así que no me puedo asombrar, pero ella siempre encontraba los medios para ubicarse. Se independizaba pero sin abandonar el barco. De las contradicciones con mamá, usufructuaba el apoyo manifiesto que Raúl siempre le hiciera, y de los escasos encontronazos con él, sólo en casos muy extremos, de la descontada complicidad de mamá. Así logró sobrevivir los años ingratos de la primera hora, cuando todavía tenía que padecer los errores de mamá. Luego aceptó el matrimonio de ella con Raúl, incorporándolo poco a poco, sin que nunca la terminase de convencer. Concretó su educación a su amparo, y luego de casada, en 1976, cuando los asesinos se encaramaron al poder, para lograr sortear su peligrosa situación.

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XXVI ¡Q

ué extraña mi relación con mis hermanos ahora que lo pienso...! Nunca los tuve a todos juntos. Conviví con cada uno de ellos, e integré su entorno. Estuve recorriendo varias veces sus vidas para incorporarlos a mi luz, a mi recuerdo posible. Porque hay otro, el Roberto Bianchi 151


imposible, perdido en el tiempo, motivado en las cosas que hacían cuando estaban distantes, y yo a veces captaba y en otras se me escapaban tangencialmente, como esas chispas fulgurantes de algunas hogueras, que no sólo consumen madera, sino huellas, residuos, fragancias, historias. Mis hermanos y yo formaríamos un curioso grupo, si hubiéramos podido estar reunidos en algún otro sitio que no fuese mi imaginación. Pero realmente, los únicos que se consideraban así, entre ellos y para los demás, eran Isabel y Enrique. Se trataba de hermanos de sangre de padre y madre, hijos de un matrimonio perfectamente concebido, que cumplió todos los ritos victorianos aún vigentes y que se mantuvo como si fuese eterno, pese a la convicción en contrario de sus miembros. María y papá no ocultaron nunca la imposibilidad real de su convivencia. Sobre todo papá que desdeñaba la hipocresía. Sin embargo, así y todo, disimulaba sus desencantos y su angustia, en el ininterrumpido proceso de su tarea cotidiana. Diría, es por los hijos, si se le apremiaba una razón. María deambulaba entre la incertidumbre de encontrarse sola y su íntima debilidad, y el convencimiento que a su manera, ella era la señora, la que tenía los derechos. Después que Isabel se casó y se marchó, la situación se hizo mucho más difícil entre ellos. Isabel, de alguna manera, era un muro de contención para VAIVÉN

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desplantes y contrariedades. Ella sabía interceder ante uno u otro oportunamente, y evitar que se profundizase el enfrentamiento. Mil veces le decía, mamá, vos sabés cómo es papá... no lo vas a corregir... Verdaderamente ella era total y definidamente partidaria de su madre. Había sentido siempre el impacto de la separación real, la ausencia de papá, que aunque había durado poco, coincidió con el tiempo en que ella abandonaba su infancia, tal vez el momento en que más debió necesitarlo. Nunca olvidó que él se iba pese a su llanto, y tuvo que compartir la desesperante tristeza de su madre en las tardes sin fin. Nunca logró entenderlo. Ni antes ni después. Jamás asoció el desgaste de la relación de sus padres a la incapacidad amatoria de María. Por el contrario, siempre estuvo convencida que la responsabilidad estaba únicamente en los incontrolables deseos de papá. Pecaminosos deseos. Por eso se distanciaban con Enrique. Mi hermano parecía más y más ajeno a la realidad de su familia en la medida en que el tiempo pasaba y en cuanto incursionaba en su propia vida algo desordenada. Isabel no le podía perdonar su indiferencia. No entendía que era el fruto preciso del noenjuiciamiento de la relación de sus padres, que estaba convencido que no le correspondía realizar, y de su negativa absoluta a fomentar una Roberto Bianchi 153


reconciliación artificial, que María exigía permanentemente, y que él creía indeseable e inmoral, pues estaría únicamente basada en algún sometimiento. Por otra parte Enrique tenía sus propios desencuentros matrimoniales, que mientras vivió en Montevideo no pudo superar y luego, cuando emigró con su familia, tampoco pudo recomponer. Papá y Enrique, alternativamente, y en lo suyo cada uno, repitieron la intolerable historia del escape fallido. Papá empezaba a resignar, o yo creo que lo estaba haciendo, porque el camino que entendió debía recorrer, era sinuoso y retorcido. Eludió cargos públicos entre el ‘58 y el ‘65 durante los gobiernos nacionalistas, para no tener que responder a una línea partidaria que encontraba cada vez más y más injusta. Después perdió el tren. Tras el triunfo de Gestido que trajo un nuevo gobierno colorado, su calidad de opositor se iba desdibujando lentamente. Ya no interferiría en la militancia de Enrique, con quien por entonces mantenía una relación algo lejana, como de expectativa, y en su estudio profesional, que era como el espejo de su vida, el derecho civil y comercial hacían su entrada triunfal no disimulada, trayendo, sobre el tedio del mercantilismo, los beneficios económicos que mantenían a raya las constantes rencillas matrimoniales, mediante la satisfacción de algunas viejas aspiraciones. VAIVÉN

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Lejos habían quedado los tiempos de las ardorosas defensas penales durante la dictadura de Terra, o la profundidad de los estudios constitucionales o laborales imprescindibles, tanto para la organización partidaria, como para la defensa a ultranza de los trabajadores. Hubiera querido por entonces poder interferir. Me golpea aún el no haber podido vivir y ser único en esta ausencia, en este rol. Hubiera querido transmitirle a papá el pensamiento de Enrique, tan igual y tan distinto al de él, y a su vez, tan increíblemente lejano del mío. Yo hubiese sido dócil, amable con él... papá, que no sé si eres tú o yo, quien no existe, pero sí sé, que no acepto que Enrique no se te hubiese acercado y hablado franco, haberte dicho, viejo, yo sé que vos no estarás de acuerdo con lo que voy a hacer, pero es que ahora es imprescindible. ¿Hasta cuándo vamos a imaginar la revolución? ¿Entendés que es nuestra hora? La de nuestra América, de lo que en el fondo vos siempre quisiste a tu manera, lo sé, pero no se podía. ¿No es acaso también lo que quería Aparicio, y mucho antes, nuestro Artigas? Y papá le hubiese mirado como jamás me podrá mirar a mí. Aunque no le hubiese entendido demasiado, sabría que su sangre está saltando dentro de las venas del hijo. No pronunciaría palabra, pero le volvería a mirar esta vez más dulcemente. Roberto Bianchi 155


Enrique te pondría una mano en el hombro y te diría que está dispuesto a luchar, aunque no se vislumbre un triunfo inmediato, porque cree, él cree que si se cae o se muere en la lucha, la razón no es estéril, no significa que te hayas equivocado. El triunfo no da la razón... las banderas se recogen sin tiempo y sin victorias, porque los verdaderos triunfos están en merecernos.

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XXVII E

n algún incontrolable recodo de su memoria mamá archivaba aquel año de maravilla y de desdichas que vivió con papá. Sus emociones de esos días, sólo tenían parangón con aquellas otras vividas con el fantasmal padre de mi hermana Sonia. Roberto Bianchi 157


Muchos años después, mamá llegó a confundir y a mezclar en el tiempo sus experiencias. Tal vez, porque lo que conoció primero, lo experimentó en profundidad con papá, en la brevedad de su convivencia y fundamentalmente en la eternidad de su enamoramiento. En el medio estuvieron los años de soledad, en que la imagen de un mundo que se venía abajo, no podía estar mejor representada en el centro de Buenos Aires, que por aquella cicatriz que le dolía tanto a los porteños, la que representaba lo que había quedado de la calle Corrientes en lo que iba de Pellegrini a Esmeralda. Toda la magia que había encerrado, era por entonces sólo escombros. Aquella calle vieja y estrecha y de difícil tránsito, que siempre parecía llena de una multitud desgastada en roces y que había escondido los sueños y las esperanzas, las pasiones y los ruidos en sus bares y en sus bodegones desbordados de tangos, ahora se ensanchaba. Como esas imágenes de uno mismo, que eligiéndose entre interminables vivencias, prevalecen, estuvieron aquellas que pude interpretar y rescatar de mamá con Sonia en brazos, metida en su vestido oscuro, con su pequeño sombrerito ladeado que le escondía la frente, en mayo de 1936. La imagino como en una estampa, paradita en la esquina de Esmeralda, mirando al fondo un obelisco recubierto de andamios, los escasos tranvías estacionados a lo largo de Corrientes distanciados entre ellos, lo VAIVÉN

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suficiente, como para que varios grupos de peatones transitaran, alternando la pena y el asombro. En la vereda de enfrente los enormes cartelones de ‘‘cierre definitivo’’, ‘‘liquidamos totalmente las existencias’’, ‘‘ensanche de Corrientes’’, hacían base al enorme afiche que rezaba ‘‘demolición de edificio’’, que presidía aquel escenario donde se distinguía algún automóvil estacionado muy cerca del ruido de los picos, las máquinas demoledoras y los carros que se llevaban los recuerdos. Si bien no era lo suyo lo que se iba y más bien para mamá aquello significaba una novedad y un síntoma del progreso acorde con su juventud, no dejó por eso de advertir la tristeza de aquellos que pasaban a su lado, de esa gente que sí, serían los suyos desde ahora y tendría que aprender a descifrar y a comprender en adelante. Si alguna duda quedaba de ello, en sus brazos estaba su bebé, aquella pequeña nacida en Buenos Aires, que también ayudaría al arraigo, a la decisión definitiva de quedarse allí y arreglarse como pudiera en aquel sitio. Y mamá se fue ligando a la suerte de los argentinos de tal modo, que llegó a ser una más de ellos, sobre todo después de su casamiento con Raúl, que la enmarcara en la luminosa participación del modo de vida de una clase media alta dominante, absolutamente segura de su poder. La familia de Raúl Rosso, él, mi madre y mi hermana, eran un prototipo de ese estilo de vida, de la significación de peso en el desarrollo de las Roberto Bianchi 159


actividades productivas, mientras fue así, y en la especulación improductiva, cuando se generaron esas condiciones. Pero la seguridad pasa indudablemente también, por períodos de crisis incluso para quienes como Raúl están sólidamente establecidos. En el verano de 1973, cuando insólitamente resolvió suspender sus vacaciones marplatenses y se volvió con mamá rápidamente para Buenos Aires. Se aproximaban las elecciones que había otorgado el gobierno de Lanusse a un pueblo argentino que pugnara durante años por la apertura y la democracia. Lo peor para Raúl, eran los rumores de un posible triunfo peronista a través del Frejuli. No porque él no hubiese sabido adaptarse a las circunstancias, como siempre lo había hecho, sino, porque su vínculo fundamental con los peronistas había sido por intermedio de Hugo, el marido de mi tía Amanda, residentes en Córdoba. Las distancias y los diferentes enfoques les habían alejado y en casi dos décadas se habían visto sólo en ocasiones. Eso no impedía que se hubiesen relacionado en función de negocios u operaciones combinadas, pero carentes del trato personal indispensable para una buena relación. Mi tía Amanda se había venido a radicar a Buenos Aires en setiembre de 1940, y fue seguramente la compañía que mamá necesitaba, tanto que un VAIVÉN

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tiempo después de su radicación, mamá convirtió milagrosamente su angustia en una paciente tranquilidad, y a partir de entonces como si hubiese concurrido a un analista, encontró un singular derrotero. En algunas largas madrugadas de hablar y aconsejarse entre ambas, Amanda reconoció que no debía sentir miedo en enfrentarse a una gran ciudad y que el hecho de estar solas las dos hermanitas debía bastar para que sus pies anduvieran con plomo, y sus cabecitas febriles se tornasen serenas. Mamá, por su parte, mientras afirmaba que los hijos, cuando nacen del amor, son lo más maravilloso que existe, terminó reconociendo lo grave que es, no poder evitar que el amor se extinga, pero que interfieran dolorosamente fabricando cadenas, haciendo prisioneros. Los días previos al 11 de marzo de 1973, Raúl se mostraba realmente alterado, y mamá que se explicaba la situación y que sabía perfectamente por dónde podía venir el alivio, se ofreció para escribirle a Amanda y tantear el asunto. Como no llegó respuesta, y se imaginaron muchas cosas diferentes, desde la indiferencia hasta enojo, las horas previas a las elecciones nacionales, fueron un tormento para Raúl, que en los últimos años, lo había apostado todo a sus vinculaciones personales con el régimen que se agotaba. Ya desde la estadía de Perón el anterior noviembre, todo su imperio industrial comenzó a percibir, digamos, algunas vibraciones. Roberto Bianchi 161


Las primeras horas de la noche del domingo 11, se veían movilizar grupos manifestantes tempraneros que con sus dedos en V y banderas argentinas, empezaban a ganar las calles. Los gritos de ‘‘Cámpora al gobierno, Perón al poder’’ y de ‘‘el Tío presidente’’, atronaban en las gargantas de millones de argentinos. Luego vino la tensa espera, las horas de sueño intranquilo y sobresaltado, porque lo que se esperaba, por todos lados, no era un simple cambio de gobierno, sino una profunda transformación que variaría la correlación de fuerzas. Por la mañana Raúl se levantó temprano y solamente quiso tomar un té. Mamá insistió en que se tranquilizara, que de todos modos, le dijo, yo sé de tu capacidad para desenvolverte... - Perdoname, pero vos no sabés nada -le contestó un Raúl bastante desconocido, ya que se le veía como temeroso y pálido. - Es que supongo que te vas a arreglar -le reiteró mamá. - Vos suponés, vos suponés... -le replicó Raúl levantándose de su asiento y caminando de un lado a otro, envuelto en una liviana bata de seda, y arrastrando las pantuflas sobre el piso alfombrado. El amplio y luminoso ambiente, le permitía un desplazamiento envolvente que alcanzó a marear a mamá. Se lo dijo. -¡Ay, Raúl, por favor! VAIVÉN

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-¡Mirá Elvira! -dijo entreparándose un instante, para recomenzar más rápidamente - Vos los conociste bastante, así que ya sabés qué nos espera... - ¿Te arreglaste o no, entonces? - Si, claro, pero estaba Hugo. Además ahora es distinto, -continuó mientras se desplomaba en el asiento, como si estuviese definitivamente agotadoson diecisiete años, Elvirita, diecisiete años fuera del poder. Están ansiosos, ávidos. Además tienen enormes pujas internas. Ni ellos saben cuál sector predominará. La situación del país, por otra parte, ha cambiado totalmente, y la internacional también. Todo es distinto. El día entero lo pasaron más o menos así. Cuando llamó Sonia, y mamá le contó, mi hermana le recomendó que le diera un Valium y le dijo, hoy no voy entonces, porque para discutir, es mejor que no me aparezca. Mamá le preguntó qué le había parecido el resultado, y sobre todo qué decía su marido. Ella le dijo, imaginate, Oscar está en la gloria, dice que es un momento histórico, que ahora sólo falta que vuelva el viejo y se ponga al frente. Dice que ésta es la verdadera ‘‘hora del pueblo’’. -Bueno, pero ¿todavía no está definido en los resultados, no? -preguntó ingenuamente mamá. Del otro lado del teléfono, se oyeron exclamaciones asombradas. Sonia le decía, pero mamá, date cuenta que es un hecho, ¡el Frejuli arrasó con todo! A las 22.30 Lanusse anunció que ‘‘aunque cabe aguardar la homologación de los resultados por parte Roberto Bianchi 163


de la Justicia Electoral, como marca la ley, Héctor José Cámpora se ha convertido en el presidente electo de la Nación’’. La tensa espera de toda la jornada, los nervios vividos en tales circunstancias, habían agotado a Raúl y a esa altura mamá ya no sabía cómo ayudarle a recomponerse. Antes de medianoche el sedante que le administrara durante la cena hizo su efecto y Raúl pasó por fin una noche tranquila. A la mañana siguiente sonó el portero del edificio y mamá saltó de la cama para contestar. Escuchó y dio paso a quien llegaba, mientras despertaba a su marido. Nuevamente sonó el timbre, pero esta vez de la puerta del departamento. Mamá le dio su propina al muchacho de Encotel, y tomó el telegrama que venía a nombre de Raúl Rosso, y había sido librado en Córdoba. Raúl se terminó de despertar con el llamado de mamá anunciando el telegrama, y sorprendido le dijo sentándose de un salto en la cama: - ¡Pero abrilo de una vez, mujer, qué te pasa...! En su apresuramiento mamá rompió parte de la hoja mientras trataba de desplegarlo. Como era muy breve, lo leyó de una ojeada, y con una sonrisa de alivio se lo estiró a Raúl. El hombre lo tomó en sus manos, ya de rodillas sobre la cama leyó puntillosamente las cinco VAIVÉN

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palabras que componían el texto del mensaje, mientras que con un gesto de alegría se dejaba caer hacia atrás, donde su cuerpo dio un rebote en el mullido colchón. Mamá se acercó y se sentó a su lado abrazándole, mientras Raúl le decía, aprontate, hoy me tomo el día para salir a festejar. Quiero verte de lo mejor. Mamá asintió, y presurosa inició su actividad, mientras al costado, en el piso, cerca de las pantuflas de Raúl, el pedazo de papel que había caído, mostraba su esquemático texto: Alarma innecesaria (Stop) continuidad asegurada (Stop) Hugo

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XXVIII M

e hubiera gustado decirle, marcarle las diferencias. A veces Sonia le decía lo que yo, de poder hacerlo, hubiese querido. Pero no es lo mismo, ¿no? Sobre todo, porque Sonia no podía saber cómo se desarrollaba mientras tanto, la vida de Roberto Bianchi 167


papá. Solamente a mí, me hubiera sido posible hablarle de miedos y de semejanzas, de heroísmos y de diferencias. A mamá le era muy fácil llevar aquella vida, tan lejos de los conflictos. Por lo menos, hasta que se inició el asedio telefónico, las amenazas a Sonia y su marido, los insultos y la violencia. Entonces ató cabos que durante todo ese tiempo que ella creía indefinido e idílico, funcionaba un mecanismo tortuoso preñado de crímenes e injusticias. Para hacerle honor a la verdad, aunque gozaba de sus privilegios, nunca dejó de pensar en los suyos. Cíclicamente ayudó a su madre y a sus hermanas, en muchas ocasiones. Sonia, por su parte, ignoró durante su adolescencia que hubiese otras formas de vivir, diferentes a la suya, que era la que vivía la familia de Raúl. Pero luego empezó a comprender. En sus viajes a Montevideo fue adquiriendo casi sin notarlo, una idea de lo que es una vida ajustada. Allá la vida de hogar dependía para el sustento diario, del jornal ganado a pulmón. Sus tíos, su propia abuela, con quien de más chica solía pasar pequeñas temporadas, eran gente de trabajo. En Buenos Aires en cambio, todos los que le rodeaban, familiares y amigos, tenían una posición encumbrada, y no disimulaban su aire aristocratizante que denostaba a los cabecitas negras y a los villeros. VAIVÉN

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Sonia culminó su cambio ideológico con Oscar, quien después fue su marido. A partir de entonces se fueron marcando cada vez más las diferencias de criterio con su padrastro, hasta llegar finalmente a la dura crítica. También discutía con mamá, pero con ella se dirimía fácilmente la cuestión. Sonia le señalaba su origen, le hablaba de Rosa, o de su abuela y mamá aceptaba. En cambio, de parte de Raúl no había tolerancia, consideraba que quienes simplemente hablaran de temas emparentados con las cuestiones sociales, eran malvivientes. El miedo, terrible consejero, se empezó a apoderar de él, desde que irrumpió un fenómeno que dejaría trágica y perdurable huella: el de las organizaciones guerrilleras. Primero con Vandor, y luego con el ex-presidente Aramburu, se iniciaron los secuestros y los asesinatos en 1969. Desde entonces se inventaba corazas, medios de protección. Estableció un altísimo número de medidas de seguridad en su empresa, que iban mucho más allá del verdadero riesgo que su condición social y económica, aparentemente le podía producir. Está bien que nadie podía estar seguro en medio de aquella guerra informal, virtual competencia de sangre absolutamente macabra, entre el terrorismo y la contra-insurgencia movilizada para frenarlo, en cuyo transcurso quedaría inmolada buena parte de una joven generación. Roberto Bianchi 169


Habría que ver por otra parte, las aristas desconocidas de sus vinculaciones, y hasta dónde estaba comprometido con determinadas actividades muy lucrativas, pero nada transparentes en sus procedimientos y consecuencias. Lo cierto es que impuso a su familia una rigurosa disciplina en cuanto a resguardos y seguridad personal, que Sonia desatendía permanentemente. - ¡Es un ridículo mamá! -le decía, cada vez que se enteraba que había puesto custodia, o renunciado a determinada actividad pública, por temor a tal o cual cosa. - Él sabe lo que hace -lo defendía mamá, a veces bastante airada por encontrarse entre dos fuegos- tiene quienes le asesoran... en definitiva está cuidando de nosotras, ¿no te parece? - Lo que está cuidando es su dinero, como hacen todos los capitalistas, mamá, y hace bien, yo lo entiendo, pero que no cuente con mi complicidad. Si vos querés seguirlo, hacelo, pero yo ya soy bastante madura como para cuidarme sola y además no tengo nada que defender. - Por qué serás tan desagradecida, nena... con todo lo que siempre hizo por nosotras... Te lo advierto, no escupas para arriba, que no sabés lo que te puede pasar a vos misma, o a Oscar... - ¡Ay mamá, cómo no entendés! Yo no tengo nada contra Raúl, sé lo generoso que ha sido, todo lo que nos apoyó siempre y le estoy muy agradecida, pero también te digo que estoy hasta VAIVÉN

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aquí -y se cortaba la frente con su dedo índice- de que nos quiera dirigir la vida a todos. Y después trataba de explicarle a mamá lo que estaba pasando, según su criterio, en la Argentina de los ‘70. Una y otra vez lo hacía, como si se tratase de un niño a quien había que educar y yo pensaba en que pobre mamá, si no hubiese sido mejor aceptarla como era, con sus tés con las amigas, las clases de gimnasia, sus obras de beneficencia en el Rotary y su enorme y especial paciencia hacia Raúl. Sonia no le aceptaba nada de todo esto. Yo, en cambio, la hubiese rodeado con mi aliento y hubiese tratado de advertir su mueca a perpetuidad donde se había detenido un río y se quedó vidriado un movimiento muerto. Si yo hubiese podido establecer un contacto, seguro que todas las miserias se habrían estremecido, mamá... mamita... ¡ay, mamá!

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XXIX U

n rato después que dejó de ver el barco, papá metió la cabeza entre los hombros y arrastró los pies hasta llegar al antiguo Citrôen, como si hubiese envejecido todo de golpe. María no había ido a despedir a su hijo, porque estaba en medio de una profunda crisis depresiva y mi hermana Isabel tampoco fue, porque le correspondía guardia en el hospital. Roberto Bianchi 173


Me abrumó la soledad y sensibilidad exacerbada de mi padre. Había permanecido moviendo su mano casi temblorosa, aunque el vapor ya se había perdido en las aguas oscuras y allí sólo le quedara esa sensación ahora más punzante en el oído, de las permanentes y desagradables sirenas policiales, que cruzaban la noche montevideana. Cuando pasó por el portón de entrada al puerto, ya de retorno a casa y lo paró el marinero, para preguntarle de dónde venía, le respondió violentamente, sujetándose para no insultarlo. Le gritó por la ventanilla, ¡del Vapor de la Carrera! Como si lo obvio de su respuesta fuese el mayor insulto que pudiera expresarle. Después lo miró y pensó, pobrecito, ni siquiera debe saber quién le da las órdenes. Había, además, otro cerca, que corría sin saber por qué y trataba de expresarse en su portuñol de ignorante medio tartamudo, trasmitiendo una orden o una consigna o a lo mejor permiso de ir al baño, que sería de a priori denegado, por tratarse de una licencia inoportuna para alguien que está de guardia. Continuó su marcha lentamente y cruzó la Ciudad Vieja, para tomar la rambla, y dirigirse a su casa en el Buceo. De reojo miraba hacia la playa, donde alcanzó a ver la gente que poblaba la rambla y hasta el agua, en la brillante noche de verano. Empezó a repasar de un modo inconsciente su archivo de los asuntos que estaba defendiendo, VAIVÉN

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y concluyó en que el cerco se iba cerrando. En este momento tenía entre manos innumerables casos de defensa de sus propios colegas, que habían sido incriminados por el demérito de defender ‘‘subversivos’’. Él mismo, no sabía cómo había venido escapando hasta ahora. Pensó que lo importante era saber que Enrique estaría a salvo en unas horas y que si bien no era lo deseado, sí, lo único aconsejable dada la situación. Pensó, se va a arreglar bien allá, Juan lo va a ayudar. En el fondo no sabía cuánto ni en qué forma lo podría hacer, pero confiaba en que lo hiciera, pese a lo distanciados que habían estado entre ellos, y de lo difícil de la hora. Sin querer, le vino a la memoria cuando él viajaba a Buenos Aires, cuando su hermano le iba a esperar al puerto, todo lo que le había ayudado en su momento. Después vinieron otras circunstancias pensó, ¡tantas cosas que nos separaron! Y se escuchó decir a sí mismo en voz alta, ¡Juan sí que fue generoso! En el momento en que pasaba por el Parque Hotel, se acordó precisamente, de aquel viaje de Juan a Montevideo, sólo por atenderlo a él.

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XXX S

u hermano había viajado sorpresivamente una mañana de otoño, y sin llegarse hasta la casa de papá, le llamó por teléfono apenas bajado del barco. Papá se había sorprendido al escucharlo, pero más aún, cuando le dijo que sin hacer comentarios, fuera a encontrarse con él en el bar Tupí Nambá, si podía en Roberto Bianchi 177


una hora, ya que lo que le tenía que comentar era delicado. Papá, por supuesto, acudió enseguida. - Pensé, cuando te oí, que venías a conocer a tu nuevo sobrino -le dijo papá, mientras le daba un fuerte abrazo. Después acomodó el sombrero y el abrigo sobre la silla vacía, y ambos se sentaron frente a frente. - Debiste decir: ‘‘a tu ahijado’’, porque supongo que aprovecharemos para bautizarlo, ¿no? - ¡Pero claro que sí, hombre, faltaba más! contestó papá mientras ordenaba su café. No había muchos parroquianos a esa hora temprana. Sólo los habituales madrugadores que venían a desayunar y los guardas y choferes de tranvías, que acostumbraban a realizar allí su parada de Plaza Independencia. Algún canillita voceando El País, El Día, o la Tribuna Popular, y el lustrador de botines. En el ambiente flotaban los resultados del clásico de fútbol de Peñarol y Nacional y las tristes noticias de la guerra en Europa. -Mirá, Rafael -dijo Juan poniéndose serio de repente, tras los comentarios familiares de rigor- te llamé acá para hablarte de Elvira. Pensé que era imprescindible que lo supieras. Papá miró el gesto duro y desolado y le vino enseguida a la memoria aquel último viaje con mamá y sus palabras mientras él pretendía consolarla diciéndole que la quería, que aún le hacía falta. Ella había dicho, sí, lo sé. Por eso me duele más todavía... VAIVÉN

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La frase le había quedado resonando desde entonces. La escuchaba mientras ella retornaba con Sonia a Buenos Aires sin volver a verlo, mientras esperaba el desenlace del embarazo de María, e incluso cuando nació Enrique, momentos en que todo el mundo lo felicitaba y él no cabía en sí de gozo y concluía que su decisión había sido la acertada. Juan se inclinó sobre él, sin decidirse todavía a contarle. Lo seguía mirando como cuando eran niños y debía protegerlo en la escuela, ya que era el hermano mayor, responsabilidad que no podía eludir. Al final se decidió: - Elvira se quiso suicidar -dijo, atropellando las palabras. Papá se echó hacia atrás en su silla, mientras sus ojos se inyectaban y su gesto se hacía una mueca y su puño golpeaba contra la mesa, haciendo saltar y vibrar las tazas y cucharitas de los cafés acabados. - Pero... ¡la puta madre...! -exclamó, mientras que con los dedos índice y pulgar de su mano izquierda se frotaba fuerte la frente maltrecha, tal vez como queriendo incorporar un alivio a tanta desesperanza. - Calmate Rafa -dijo Juan apretándole el brazo con su mano derecha- ahora ya está bien. Se tomó una caja de pastillas para dormir. Casi suena, pero se salvó porque de casualidad llegó una de las chicas que la ayudan, y la encontró desmayada en la cama. Roberto Bianchi 179


-Pero, ¿y Sonia...?- preguntó papá ya demudado. -A la gurisa había decidido ponerla pupila, por eso no estaba con ella cuando sucedió. Seguramente su intento fue el resultado de un rapto de desesperación y de soledad, nada pensado, porque no había tomado ninguna providencia con la niña, que por suerte, ni siquiera se enteró. Papá preguntó sin levantar la cabeza, ¿cuándo fue todo eso? - En febrero -dijo Juan- nos llamaron el mismo día. Mi mujer fue al hospital y se quedó con ella. - Hubo que dejarla internada, no me digas... -el tono de papá era desesperado. - Pero claro, hombre, debieron hacerle un lavaje de estómago y no sé que otras cosas. Pero salió bien. - ¡Pobrecita! -exclamó papá, agarrándose la cabeza con ambas manos- ¡Lo que debe haber sufrido! - Mirá, la atendimos lo mejor que se pudo, dadas las circunstancias. Hablamos mucho. Al principio no quería ver a nadie, porque por efecto de las drogas se le cayó el pelo, pero después accedió a conversar. Se confesó débil y enamorada de vos, muy de veras. Pero también tiene muy claro que después de lo sucedido, vos no vas a abandonar a María, ni vas a volver a Buenos Aires.

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Papá terminó de dar la curva de la muerte en la rambla del Buceo y debió de frenar en forma violenta, debido a la pinza que estaban llevando a cabo dos camionetas del ejército repletas de soldados armados en pie de guerra, y un auto policial. Los policías se encargaban de revisar los automóviles que detenían, y de exigir documentación personal a todo el mundo. Mientras las fuerzas conjuntas llevaban a cabo el operativo y él atendía con desagrado sus exigencias, volvió a pensar en Enrique y supuso, ya no tendrá que pasar por estas cosas. Cuando por fin le dejaron paso libre, sonrió satisfecho.

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XXXI Montevideo, julio 29 de 1978 Querido hijo: Estuvimos pensando con la vieja todos estos dĂ­as en escribirte, aunque no hayamos recibido respuesta, a nuestra Ăşltima del mes pasado. Siempre esperando y esperando y resulta que con todo lo Roberto Bianchi 183


que está pasando, tenemos mucho miedo. Por fin nos decidimos a volver a escribir, confiando que esta vez llegue, pues también pensamos que la otra pudo no haber llegado y así tal vez recibamos respuesta a vuelta de correo. Sabemos, aunque no conocemos personalmente a Beatriz, que llegará a ser una excelente compañera para ti, hijo, como un remanso para todo lo que has sufrido. Mamá, sabes, que no comparte para nada ese tema de las separaciones de las parejas, porque considera que los que sufren son los nenes, pero el otro día, en tu caso, llegó a admitir que lo comprendía. Como te darás cuenta, hay días en que está bastante lúcida. Coincidió en que sorpresivamente, recibimos carta de tu ex-mujer, con fotos de los botijas, que encontramos grandes y hermosos. Nos contaba que trabaja mucho (?) y que si bien anda fenómeno en su empleo, no ha logrado ponerse de acuerdo contigo en la asignación y en el régimen de visita, aunque lo que ella no acepta es que los niños se relacionen con tu ‘‘amiga’’ (así dice, más o menos), aunque cuenta que los chicos le dicen que no tenga miedo, que ella es ‘‘única’’, que es quien ‘‘gana mucha platita para darnos todos los gustos’’. Confiesa que le vinieron ganas de llorar por esta ‘‘salida’’del mayor, pero que ‘‘se aguantó y no les respondió, aunque pensaba, cómo los niños se dan cuenta de todo, y saben reconocer las cosas’’. Cree que no podía esperar nada menos de sus hijos, a quienes les ha dedicado todo su esfuerzo. VAIVÉN

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Reconoce por otra parte que ella es medio ‘‘chiflada’’ y que vos, Enrique, sos un soñador y con un carácter muy débil y que ella tal vez se había cansado de ‘‘hacer el papel de mujer y de hombre, de tomar resoluciones y de decidir cosas y que todos los problemas tuviesen que pasar por sus manos’’, etc. etc. Nos termina diciendo que nos quedemos tranquilos -al menos por ella y los chicos- que en el fondo considera que no hay culpables de la separación y que si los hubiese, serían los dos. Verdaderamente no sé si mamá entendió todo lo que tu ‘‘ex’’ decía en su carta, pero lo tomó bien, extrañamente. Ese día lo pasó rezando por todos y curándose una grippe que le duró toda una semana. Es que aquí el mal tiempo parece enseñorearse. Llueve todos los días casi sin parar. Te diré que me ‘‘aconsejaron’’ no tomar más casos en el estudio. Ya ha habido varios ‘‘accidentes’’ en las inmediaciones y los muchachos no cesan de llamarme por teléfono. Yo sigo firme, pero a veces me fallan las piernas, sobre todo porque de los colegas que trabajan conmigo, dos ya no están, y el tercero está por irse y yo ya no tengo edad ni ganas de seguir remando solo. Hubiese sido distinto si vos hubieras seguido la carrera y ahora tomaras el timón, como yo quería, pero... Te pido que te cuides, hijo. Nos han contado de allí muchas cosas intranquilizantes, (de esto ni le hablo a mamá) de las cuales seguramente tú tendrás mención. Lo real es que en todos lados la vida está difícil.

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Es tentadora tu invitación a que te visite, aunque ya van a hacer cuarenta años que no voy a Buenos Aires y no sabría dónde estoy parado. No creo por ahora que acepte. A pesar de todo, sé que la vieja me necesita. No se puede valer por sí misma y en estos días, con su estado gripal, la esclerosis fue en aumento. Enrique, ya va a hacer cinco años que no te veo. Espero reconocerte cuando nos encontremos, porque mi vista ya no es la misma. Espero también que sea pronto. Tu padre que los ama. PD: Tu hermana ha sido amenazada de cesantía en su cargo. A principios de diciembre vence su contrato y no se lo renuevan si no presenta ‘‘Certificado de fe democrática’’, el cual le niegan por haber suscrito antes de las elecciones un manifiesto de quinientos médicos que apoyaban al Frente Amplio. ¡Qué cinismo! No importa nada que se haya ganado su cargo por riguroso concurso (y en dos instancias) PD 2: Aquí dicen que Argentina ganó el mundial con fórceps. Fue raro, ¿no?

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Buenos Aires, 15 de agosto de 1978 Queridos viejos: No crean que no me acuerdo de ustedes; los ratitos que nos vemos con Beatriz -que son bastante escasos, porque aquí hay que trabajar mucho y duro, los pasamos contándonos nuestras historias y en mis relatos, ustedes siempre están presentes. Si a veces soy medio remiso en contestar, es porque realmente no me queda tiempo. Este domingo por fin vi a los chicos. Tuve algunas escenas, como era de esperar, pero parece que las cosas irán mejor de ahora en adelante, al menos en relación con este asunto. Les diré que por aquí no cesan las resonancias del mundial y los triunfalismos y patrioterismos brotan por todos lados. Tememos que toda esa euforia desenfrenada de los últimos dos meses, sirva de pantalla para acallar otros gritos. Por algo han aparecido todos esos cartelitos que dicen: ‘‘los argentinos somos derechos y humanos’’, y demás promociones parecidas. Si bien las ventanas están herméticas, muchas veces se cuelan rayitos aquí o allá, que nos permiten vislumbrar alguna lucecita. Lamento lo de Isabel, pero yo estaba ya extrañado de que no hubiese sucedido antes y en cuanto a vos, viejo roble, te diré que si bien nunca es Roberto Bianchi 187


demasiado, creo que ya hiciste bastante y aunque nunca nos resignemos, es hora de empezar a dejarle el paso a los que vienen atrás. ¿Qué tal si te ajustás un poco a tu jubilación, tan honrosamente ganada? Viejo: sé que viajar con mamá es imposible y que también es imposible dejarla sola ahora, pero a lo mejor podés arreglar, para la primavera, y cruzar el charco -ahora no es como antes en el viejo Vapor de la Carrera, hoy se puede ir en un ratito en el alíscafo o en el avión a Colonia y los ómnibus a Montevideo son cómodos- Si te animás a venir podré por fin verte y los gurises podrán confirmar que realmente tienen un abuelo, el papá de su papá y que no es un cuento. Parece que nos vamos acostumbrando a escribir y recibir cartas codificadas. Después de haberla escrito me doy cuenta, pero son los tiempos que corren. Algún día van a cambiar, ¿no es cierto? ¿Sabés que Beatriz escribe algunos poemas? Qué diferencia, ¿no?, bueno, te paso uno a ver qué te parece: Por la palabra que me cabe/ propicia/ migratoria/ porque le auguro un cuerpo a esa sonrisa/ un diente a cada acento/ alrededor las bocas/ sin silencios/ los labios/ impermeables /por la palabra rota/ en la garganta/ los ausentes que rondan. Me gustó mucho, porque creo que tiene algo que nos toca, ¿no te parece? VAIVÉN

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Beatriz quiere conocerte. Quiere preguntarte unas cuantas cosas sobre mí, que me dice no acaba de descifrar. Verdaderamente no sé a qué se refiere, pero cuando me lo dijo, me miraba fijamente la panza. Te diré que Beatriz, igual que todos los entrerrianos, ama al Uruguay. Dicen que tiene con los uruguayos grandes coincidencias y que hasta hablan un mismo idioma. Debe ser por la forma de tomar mate, aunque ellos le echan mucho azúcar. Papá: te digo que los extraño enormemente. A todos. Aquí, cuando se puede -que es muy poco-, nos reunimos con algunos amigos por ahí, y escuchamos llenos de moco algún cassette del Zita o los Olima y siempre tratamos de hacer el asado con leña. Pero realmente no habría que quejarse, basta mirar alrededor. Me interesa todo eso del canto popular uruguayo. Averiguame, porque parece importante. Es un movimiento desconocido aquí y lo poco que escuché, era de un grupo que creo que se llama ‘‘Los que iban cantando’’, tiene una hermosa poesía. Bueno, no te escribo más porque se me terminó el papel. Abrazos para todos y mamá y tú, reciban un beso enorme de Enrique

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XXXII D

ecir que yo no estaba de acuerdo, no tiene en el fondo ningún significado. Primero porque es algo que me pruebo sólo a mí mismo. Después, porque de todos modos nunca hubiese podido interferir.

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Ellos, todos, manejaron sus vidas, o dieron simplemente rienda suelta a sus destinos que marcaron los itinerarios que quisieron. Yo hubiera preferido algo más doméstico, más familiar, una vida sencilla. Me atrae sobremanera la música, por ejemplo. Suelo viajar deslizándome en ella, como si físicamente pudiese andar sobre rieles. ‘‘Hay un largo andarivel/ en donde el modo/ se guía paulatino...’’, al final está el remanso y yo creo que últimamente estoy buscando demasiado el final, ese que no atisbo ni comprendo, como tampoco pude entender el principio de algo que ya estaba terminado, acabado. Si presiento el final, será porque ha pasado demasiado tiempo, (se entiende: en el devenir de la vida humana) y yo he estado acompañando alternativamente a todos ellos, mi gente, mis vidas racimadas, impotentes para detectarme, descubrirme en ellos. Pero por otra parte, irreductibles para mí, que me entero del hecho, del daño, del encuentro siempre en un área marginal, digamos de afuera, como cuando se sale al balcón a ver un desfile. ¡Cuántas cosas no hubiesen realizado de saber que yo era testigo! ¡Cuántas veces acumularon errores que quise haber evitado sin poderlo! ‘‘Dios todo lo ve’’, dicen los religiosos. Se le otorgan poderes casi milagrosos a los videntes, a quienes presagian sin saber que ese peligroso atributo es un castigo, una terrible maldición. VAIVÉN

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Hay hechos, que mi hermano Enrique hubiese querido borrar a fuego hasta de su propia memoria. Tal vez temeroso que se hubiesen conocido, tal vez, a lo mejor, porque no hubiese querido cometerlos. No lo puedo saber. Pero eso realmente me sorprende, ¡es bárbaro! Encontré algo que puedo ignorar entre tantas cosas que por saberlas, me aterran. Me siento al borde de todos estos años, incorporando relojes devorados sin pausa. En ese centro de equilibrio que me guía y que no sé dónde ubicar, ha crecido un audaz sentido tolerante. Puedo llamarle hermano a alguien que ocupó mi lugar, tal vez mi nombre, obviamente el amor que me pertenecía. Veo, huelo, no sé verdaderamente cómo expresar algo que depende de los sentidos sin poseerlos, pero a los efectos del entendimiento digamos que abarco todos esos frutos mordidos, masticados, que se mantienen bellos y olorosos, sin embargo. Mi paciencia no tiene deterioro. Le sé la causa al ruido y a la vergüenza, al hambre y al desaliento, a la mañana camuflada de ocaso, a los hombres cantando entre las ruinas de sus edificios desplomados. Conozco todos los filos de la muerte. Y los conozco a ellos, los que me rodearon. Por eso no estuve de acuerdo siempre con sus actitudes. Roberto Bianchi 193


(Hago una excepción con mi tía Amanda. Disfruté algunos años de esa noble mujer. Hasta que se casó con aquel Hugo y se fue a vivir a Córdoba. Cuando por la noche decía sus oraciones, la sentía rezar por el alma de quien yo debí ser. Según ella dijo alguna vez, al no haber nacido, el pobre careció de todos los atributos del amor y de los sentimientos que adornan a cualquier alma que se precia de justa, pero se salvó a su vez de todos los horrores y condenas del pecado, manteniéndose pura y fresca, como la de un ángel.) ¿Qué tenía acaso papá que conseguir? ¿Pensaba que podría modificar algo? Tantos años persiguiendo una esquiva justicia, cuando tenía la burla a la puerta de su historia. Los poderosos se ponen de acuerdo enseguida para defender sus intereses, pero en cambio, ¡qué difíciles e intrincados los caminos que eligen los justos! Y mi hermano... más triste todavía. Creyó que podía apurarse y vivir en una sociedad mejor inspirada, más honesta, sabiamente organizada, y se encontró con una guerra cruel, donde todo el peso del poder del Estado, era para aniquilar. Llegó un momento en el cual sus compañeros caían como moscas al insecticida. Lo peor era la traición, la inseguridad, el miedo. Se mutilaban esas vidas jóvenes –tal vez de muchos de los mejores- que hubiesen empezado recién entonces a sembrar, a reponer la savia tantas veces VAIVÉN

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regada inútilmente. Se apresaba con un odio salvaje todo lo que oliese a vida, a dignidad. Enrique lo sabía, lo vio enseguida. Nadie lo engañó para enrolarlo en esa causa. Él mismo pidió ser incorporado. Se justificaba diciendo que la lucha que no llevara a cabo él, la tendría que pelear sus hijos. Tal vez tenía razón, pero creo que estando en su lugar, yo habría hecho un cerco alrededor de los míos y me hubiera atrincherado en el amor, en la paciencia. Porque la violencia es una plaga, se sabe cuando empieza pero no cuando va a terminar. Sé que él diría que la violencia la generaron los explotadores y que lo único que él y sus compañeros hacían era responder consecuentemente. Pero no me convence con tales argumentos, porque yo le preguntaría, si pudiera, a quién consultaron para hacerlo. De todos modos, pobrecitos, fueron entregados, delatados, traicionados. Y después pagaron los demás, porque los represores no distinguían y les daban a todos por igual. Hasta los que no tenían nada que ver y que ni siquiera protestaban, cayeron víctimas de los desmanes de las fuerzas conjuntas, que actuando interconectadas por el Plan Cóndor en el Cono Sur, como una furia desatada, allanaban, violentaban, destruían todo a su paso. Y papá, ¡pobre! Había creído siempre en otra metodología. Era un retórico de la política. Honesto Roberto Bianchi 195


siempre. Prudente. Él entendía la heroicidad de la lucha que habían llevado a cabo los caudillos de otrora en las cuchillas, pero no podía asimilar los mecanismos de una guerra de guerrillas. Solía decir, antes se peleaba a cara descubierta. Esos eran verdaderos patriotas que peleaban cuerpo a cuerpo, no como ahora, que asesinan desde las sombras. Entonces mi hermano enfurecía y le gritaba, vos ves lo que te parece nada más, las detenciones en la Cárcel del Pueblo, son actos de justicia contra delincuentes encubiertos, no como las sesiones de tortura que ejecutan en los cuarteles o en las dependencias de Inteligencia y Enlace, con los detenidos. Cómo no te das cuenta, viste cuando me llevaron por medidas de seguridad, y me dieron vuelta la casa, simplemente, por querer vivir sin trampearme. El pueblo no eligió el hambre, ni la represión, ni las torturas, ni el analfabetismo, ni la enfermedad, ni la muerte. El propio presidente lo es por casualidad, porque el verdaderamente elegido se murió. Mirá, papá, en las cuchillas, como vos decís, durante las guerras civiles, cada uno por su lado, a los prisioneros los terminaban degollando... Yo no pude entender ni a uno ni a otro. Si hubiese podido disuadirlos les hubiera dicho que no está mal resistir lo injusto, pero que la vida que ellos tenían y que yo no había podido vivir, era una sola. Que cuando el tiempo pasara y se encontraran con que no les quedaba nada más que su sombra y un VAIVÉN

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pasado destruido, sería tarde para recomponerlo. Que entre las ruinas que ellos también habían ayudado a forjar, estarían enterradas las ilusiones, los proyectos, las esperanzas, todo. Y lo peor, es que destruyéndose al mismo ritmo que sus vidas, estarían las de los suyos, que inocentes de toda responsabilidad, deberían pagar por todos los errores, los equívocos, las ausencias que ellos promovieron. Pero lo único que estaba a mi alcance, lamentablemente, era girar sobre sus impaciencias, sobre sus esqueletos triturados, que pretendían generar un día con alas.

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SEGUNDA

PARTE

... a lo que importa, le falta suceder.

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XXXIII L

a campanilla del teléfono parecía sonar de otra manera. Como señalando algún acontecimiento extraordinario. Sin embargo, nada. Cuando papá levantaba el auricular, nadie contestaba desde el otro lado de la línea. Simplemente vibraba la ausencia consustanciándose con el abandono Roberto Bianchi 201


circundante. Un abandono cimentado en la postración definitiva de María, cuya esclerosis le había provocado demencia senil. Isabel solía atender a su madre en determinados horarios y durante la noche, la enfermera que papá había contratado, hilvanaba los pliegos del manto de espera de la muerte. Enrique, en Buenos Aires, era tan inexistente como yo mismo para papá, y un Montevideo desconocido, en el que se pensaba que se habían apagado todos los fuegos, ayudaba a profundizar el vacío. Que se tratara o no de las habituales intervenciones que durante esos años se hacían en los teléfonos, no aumentaba el riesgo para papá. Estaba convencido que si había llegado hasta el ‘80 sin mayores contratiempos, era debido más a su edad, que lo hacía poco peligroso para las autoridades, que a su escasa participación en la resistencia. Últimamente, con los partidos políticos suspendidos en sus funciones, la gente se podía volcar únicamente al desarrollo de lo profesional, pero como papá se había jubilado, era sólo consejero ocasional de sus colegas más jóvenes y ocupaba su tiempo más en redactar memorias y mantener con regular eficacia su apartamento del Buceo, que en su casi inexistente vida pública. Redactó, eso sí, la nota de reconocimiento de su agrupación a Adolfo Pérez Esquivel, el VAIVÉN

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argentino a quien se otorgara el premio Nobel de la Paz, por su defensa de los derechos humanos a través de métodos no violentos en América Latina. Aprovechó la ocasión para destacar los fundamentos en que el Comité del Parlamento de Noruega se basó: ‘‘si bien Argentina vivió en la década del ‘70 una forma de guerra civil en que organizaciones terroristas crearon inseguridad y miedo, el sistema militar argentino también recurrió a métodos extremistas... miles de personas -se había consignado en el documento- han desaparecido y tenemos conocimiento de otras muchas personas torturadas y muertas, lo que sucedió en el más completo silencio y sin juicio alguno’’. Papá buscó todas las formas de difusión posible de estos hechos en su entorno y en el exterior, aprovechando esa oportunidad como caída del cielo. El teléfono insistía al menos una vez por semana, pero la única vez que las endemoniadas llamadas llegaron a molestarlo verdaderamente, fue en la mañana del lunes siguiente al plebiscito. Se había quedado hasta última hora con el mayor esfuerzo para alguien como papá, a quien el sueño vencía a las diez de la noche, pero que disciplinadamente estaba despierto a las seis de la mañana. En la noche del domingo, o mejor dicho, en la madrugada de ese lunes, papá se había quedado Roberto Bianchi 203


prendido a la radio, que informaba ante la sorpresa generalizada, el ya inevitable triunfo del NO, a la reforma constitucional auspiciada por el gobierno cívico-militar, dando un revés, por cifras realmente impensadas, a las pretensiones de la dictadura. Como en el pasado y después de tantos años de oprobio, los uruguayos reconquistaban su dignidad y yo abarcaba la totalidad de la alegría de papá, que iba de un lado a otro de la casa, sin saber qué hacer y comentándole a María todo el proceso y los números, que el 53% sobre el 38%, arrasamos!... ¡qué mierda!...¡los reventamos!... ¡ya deberían estar haciendo las valijas! Y saltaba alrededor de María, que al parecer, aunque no entendiera nada de lo que estaba pasando y continuara en esa nebulosa permanente, tal vez por alteraciones del ambiente no se había dormido y parecía seguir con la mirada, las circunvalaciones de papá a su cama y por el cuarto. Papá le había dado libre a la enfermera esa noche y no estaba en condiciones de dejar a María, pero si hubiese podido, se habría sumado a las caravanas que desde antes de la media noche, recorrían Montevideo celebrando con enorme alegría un triunfo indiscutible, pese a todas las predicciones. Así como los demás uruguayos festejaron hasta la madrugada, papá no quiso apagar la radio hasta que estuvo absolutamente seguro de la victoria. Luego, con profunda satisfacción, consideró VAIVÉN

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que había sido una jornada aleccionante y se durmió tranquilo después de haber acomodado debidamente a María. Lo despertó, la insistente llamada del teléfono. Miró su despertador y eran las ocho menos diez. Despotricó contra todo como es normal al despertarse en forma brusca. Miró a María que dormía sin alterarse para nada y se incorporó en la cama. La campanilla del teléfono seguía sonando intermitente. Se calzó las chancletas y así, en calzoncillos y camiseta, tal cual estaba, se encaminó hacia su escritorio, donde continuaba el teléfono sonando. Mientras arrastraba las piernas, murmuraba, esos hijos de puta no nos quieren dejar en paz, carajo... Cuando estaba llegando, el sonido cesó de improviso. Entonces se acordó del triunfo del plebiscito, y mirando hacia el aparato telefónico hizo un corte de manga, ese conocido gesto de repudio a algo o a alguien. En este caso los nadie perturbaban su reposo, de la misma manera despiadada que habían alterado la vida de todos sus seres queridos y la suya propia. Ya volvía hacia la cocina, para calentar el agua del mate y el tesito para María, mientras esperaba la llegada de Isabel que no demoraría, cuando el teléfono volvió a insistir. Papá dio media vuelta sobre sí mismo y se dirigió a levantar el tubo. Estaba satisfecho. Iba pensando en que a ellos también les llegaba el final, Roberto Bianchi 205


‘‘más pronto que ligero’’ como decían en su tiempo y que pese a todo el daño que habían hecho, no lograron quebrarnos, no pudieron destruir el espíritu indoblegable de este pueblo, la heroicidad de los orientales. -¡HOLA! - gritó en el pequeño micrófono del teléfono, como si quisiera arrasarlo para siempre. Entonces escuchó. Era un sonido de ciertas antiguas campanas que alguna vez había oído, allá en la profundidad de su memoria, pero que ahora, en este instante no le decían nada. Simplemente le llamaban, le rescataban entre años y llantos, como si pretendiesen hallar lo inhallable, descubrir la entraña perdida. Sí, le llamaban: Rafael. Le decían que tenía un nombre no olvidado. Seis letras mantenidas en suspenso por aquella voz que el tiempo no había podido alterar. La única voz que hubiese sido imposible no reconocer aunque se emitiera en otra época, aunque la última vez que fuese oída había quedado enterrada en un recodo de la vida, al que nunca más se miró, ni siquiera con el vistazo inútil del recuerdo vano o nostalgioso, tal vez porque se la quiso realmente sepultar en forma definitiva. - Rafael... no te alarmes... soy yo, Elvira. dijo la voz del otro lado de la línea.

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XXXIV N

aturalmente mamá no se lo había comentado a nadie. Yo lo sabía, por aquello de mi deambular por sus sentimientos y sus ideas, pero jamás supuse que se atrevería. Su determinación se originó después de la muerte de Raúl. Roberto Bianchi 207


En el oculto tembladeral en que el proceso argentino se debatía a fines del 1979, cuando la Junta Militar de Gobierno aprobó las bases políticas, se empezaba a generar el principio del fin de una insostenible situación política y económica. Raúl había tenido que variar sustancialmente su estrategia comercial, y obviamente, en esa natural adaptación que lo caracterizaba, procedió a volcar sus esfuerzos en la importación y la especulación financiera. Pero sus propias fuerzas se estaban agotando, en parte por lo avanzado de su edad, así como por la enfermedad que lo debilitaba. Al principio trataba de evitar la participación de mamá en los negocios, que consideraba cosa de hombres y atendía las empresas familiares con el apoyo de sus cuñados y sus sobrinos, pero mamá, que ya había pasado tantas en la vida, no se descuidó. Aprovechando ciertas imposibilidades físicas que Raúl iba adquiriendo, lo acompañaba cada vez más en los manejos de plazos fijos bancarios, comercialización de acciones de la bolsa y demás inversiones. Así aprendió bastante más de lo que era de esperarse. Tanto que cuando Raúl ya no pudo dedicarse más, literalmente lo sustituyó, con la ventaja para ella que como todo era novedoso, lo encaró con firmeza y espíritu renovador. Hacía ya bastante tiempo que no tenía actividades económicas propias, desde que disolvió su sociedad con la tía Amanda, cuando ella se fue para Córdoba, VAIVÉN

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por lo cual estaba, digamos, bastante descansada y dispuesta. Los cuñados y por supuesto las hermanas de Raúl no lo vieron con buenos ojos, pero frente a la tozuda decisión de mamá, no pudieron hacer nada, simplemente se dedicaron a vigilarla. Mamá atendió a Raúl de la forma más afectiva que le fue posible, pero en el comienzo del otoño, Raúl le dio un abrazo muy grande y esa madrugada se murió. Mamá no se cansaba de reiterar que había sido un ‘‘velorio imponente’’. De todo Buenos Aires llegaron coronas florales. Telegramas del interior y exterior solidarizándose con el ‘‘dolor familiar’’ ante la ‘‘irreparable pérdida’’. El toque más distinguido fue, sin embargo, la nota fúnebre enviada por el ceremonial de Casa de Gobierno, llegada en el preciso instante en que se oficiaba la misa de cuerpo presente ofrecida por la familia Rosso. Mamá lamentó que mi hermana Sonia no pudiese estar con ellos, pero recibió el imprescindible consuelo telefónico, a través de la extensa comunicación con su hija, desde España. Sonia le recomendó por sobre todo que cuando esto hubiese pasado, realizara el ya varias veces postergado viaje, que tanto ella como Oscar, su marido, así como su nieto español, hijo de ambos, le esperaban muy ansiosos. La enorme multitud que concurrió al entierro, hizo que un cortejo imponente siguiera parsimonioso, interrumpiendo el tránsito al cruzar Roberto Bianchi 209


las avenidas, a la carroza fúnebre y al carro auxiliar con las coronas. La empresa había puesto a disposición de la familia más de una docena de automóviles, a la que seguían innumerables coches particulares. El tiempo fresco con el tibio sol de abril, permitió un desarrollo normal de todo el acto, que culminó con el discurso ceremonial del presidente del Club de Leones, quien agradeció las tantas y tantas acciones generosas del occiso que ‘‘durante toda una vida dedicada al beneficio de la comunidad, con un inmaculado comportamiento empresarial sin que le temblara el pulso cuando debió tomar las máximas determinaciones en aras del bienestar de sus subordinados. Realizó las obras reconocidas en todos los ambientes públicos y privados, acreditándose innumerables condecoraciones y distinciones otorgadas por las más altas autoridades locales, provinciales y nacionales, llevando en alto los estandartes de la paz y el progreso a todos los ámbitos internacionales donde concurriera en representación de sus conciudadanos y hasta el último momento de su vida regada de buenos ejemplos. Nos deja el legado de una familia argentina genuinamente patriota y bien constituida, heredera de las mejores cualidades y dispuesta a todos los renunciamientos en su afán de proseguir el camino señalado por quien hoy nos abandona, pero habiéndose ganado el merecido descanso por los siglos de los siglos... ’’ Luego dobló la hoja del discurso y la guardó en su bolsillo, resignando su sitio a los deudos, entre quienes en VAIVÉN

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primer lugar estaba mamá con sus ojos enrojecidos, su cerrado luto y su más cerrada custodia de cuñados y sobrinos que parecían apuntalarla en su dolor. Ellas, las hermanas, marchaban más atrás murmurando entre sí, entre rezos y sollozos. Yo me mantuve lo suficientemente lejos. Nunca pude apreciarlo al pobre Raúl. Ahora le veía allí, en el cajón lustroso de madera dura, esperando para entrar en aquel panteón familiar. En verdad era un departamento, con sus ambientes principales, su oratorio, su lugar de meditación y de reposo perfectamente amoblado para el caso. Su sitio de depósito de cadáveres y urnas colmado de floreros, jardineras. Abarrotado de objetos religiosos, fotografías enmarcadas y demás elementos del rito fúnebre. Allí quedaría el pobre Raúl a quien al parecer, no le había servido de mucho aquello de llegar. Tal vez él creyera en serio que se había asegurado el futuro, no sé... Lo que sí puedo confirmar es que a su manera la quería a mamá y eso es suficiente para mí. Él trató de darle lo mejor. Ahora puedo verlo de adentro, acabado, preludio de la sombra inevitable.

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XXXV Y

a lo había intentado unos días antes. Eran terribles las dudas que la asaltaban. Una decisión de esas características implicaba desandar cuatro décadas, movilizar mecanismos oxidados, improvisar hasta un lenguaje. Pienso que lo que la tiene que haber movido finalmente, fue la curiosidad. Roberto Bianchi 213


Mamá no había vuelto a Montevideo desde la muerte de su madre, hacía ya muchos años. Tal vez ahora, conversando con su hermana Rosa... a lo mejor recordando tiempos idos, debe haber pensado, ¿qué será de su vida...? Su ritmo se había alterado desde el desenlace de Raúl. La atención de los negocios le ocupaba gran parte de su tiempo. Debía dividir el resto entre sus cuñados y las reuniones de caridad, donde se hacían juegos de ‘‘canasta’’ en beneficio de tal o cual. Ahora le quedaba un tiempo propio, algo no compartible, inherente a su ser, como un dibujo superpuesto a sus perfiles cotidianos. En el marco de la disponibilidad de su tiempo, había decidido volver a Uruguay, visitar a su hermana y a su cuñado, ver a sus sobrinos, cuanto más a sus sobrinos-nietos, que eran casi desconocidos para ella. Prefirió llegar sin avisar a nadie, como una rigurosa turista. Viajó en el vuelo regular de Aerolíneas que realiza el puente aéreo, y arrendó en Carrasco un remise que le permitiera trasladar las numerosas valijas y paquetes de regalos que traía para los suyos. Se dirigió directamente al Victoria Plaza Hotel, que por estar en pleno centro de Montevideo, le facilitaría traslados a cualquier horario, y que, además, conocía, por haberse alojado allí en el último viaje que hizo con Raúl. Una vez ubicada confortablemente, desde su habitación solicitó la llamada al teléfono de una vecina de su VAIVÉN

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hermana. Cuando se pudo comunicar con ella, recibió de Rosa todas las recriminaciones a saber, por qué no avisaste que te íbamos a buscar en el ‘‘cachilo’’, qué cosa esta mujer, con todo el tiempo que hace que no nos vemos, ahora estoy deseando verte, por qué no te venís ahora mismo, qué haces en un hotel, pudiendo estar aquí con tu familia. Y cuando pudo respirar exclamó, por fin, Elvirita, ¡por fin...! Después empezaron los planes. Mamá programaba y concluía, no sería mala idea invertir en alguna casita en la playa, para venirme a pasar el verano, porque después de todo estoy podrida de Mar del Plata y ahora sin Raúl, ¡para qué...! Tal vez alguno de los chicos podría venirse conmigo. ¡Qué divinos son tus nietos, Rosa! y vos misma, che, que después de todo no vas nunca a ningún lado. Ya estamos en edad de empezar a disfrutar de algo... que a todos nos llega la hora, y si no, ¡fijate en el pobre Raúl! Y Rosa la apoyaba, claro Elvirita querida, ¡qué vas a estar esperando! Vos que podés... tenés que disfrutar y de paso te sacás un poco de encima a esos vejestorios aburridos de tus cuñados... porque vos sos muy joven todavía... ¡Y tan bonita siempre!...ay, perdoname, pero no pude dejar de pensar en Rafael... si él te viera... si te pudiese ver ahora... tan bien como estás... Por ahí se produjo un corto-circuito que ninguna de las hermanas se hubiese imaginado. Estoy seguro que a mi tía Rosa, la mención de papá, le Roberto Bianchi 215


había atravesado cuarenta años de células, caminos e historias sin finales. Para asomar así, naturalmente, como si se tratase de que viera pasar el ómnibus y lo que había visto pasar era un fantasma aligerado, imposible, indescriptible, que se había trasladado desde un fondo de naves sin retorno, al medio de su lengua. Mamá se quedó paralizada un segundo apenas y quiso evitar que se le notara sin lograrlo. De todos modos creyó que lo mejor era decir algo: - No te preocupes querida. A nuestra edad ya no se piensa en esas cosas... - ¡Pero por favor, querida! -insistió mi tíavos sos joven aún... de todos modos, te ruego me disculpes, no tenía derecho a recordar cosas ya enterradas -agregó, pensando en que no había hecho bien en permitir que afloraran esos recuerdos indiscretos. - No es nada, mi tesoro -le respondió mamá- está bien. Simplemente que ya hacía mucho que no pensaba en Rafael. No sé siquiera si vivirá... - Yo lo vi hace unos años, -le contestó Rosaiba con otras personas y no me reconoció. Pero ya hace mucho tiempo de esto. Su estudio jurídico es de los más conocidos, pero si vive, no creo que trabaje más... ¿cuántos años? - Muchos... Mamá y la tía Rosa habían dado por concluido el tema, pero aquella charla dio frutos, maduró inquietudes sembradas a lo largo de casi medio siglo. Días después mamá realizó su primer intento. VAIVÉN

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Buscó teléfonos del Estudio Lavigna y se atrevió a llamar. Quienes allí le respondieron, le dijeron que el doctor no estaba. Obviamente ella calculó que de quien se trataba, de quien le habían dicho, era del hijo de papá. Cuando volvió a insistir, al otro día, preguntó por el doctor Enrique Lavigna. Le dijeron, no, perdone, el doctor es Rafael Lavigna, pero no se encuentra en el Estudio. Mamá pensó que no podía ser. No podía estar tan confundida. El hijo de Rafael, aquel niño que de alguna forma había torcido el rumbo de su destino, se llamaba Enrique. Se lo había dicho Juan en su momento, cuando lo bautizaron, y ella lo había grabado muy bien en su memoria. ¿Cómo Juan se iba a equivocar con el nombre de su ahijado? Había pasado el tiempo, pero ella estaba muy segura. Lo que podría ser es que tenga los dos nombres: Enrique y Rafael y que por razones laborales o de otra índole, ¿política tal vez?, hayan preferido nombrarlo como a su padre, se dijo, no, es muy difícil, se respondió. Entonces se dio cuenta que para saberlo con certeza, debía tomar una decisión definitiva y concluyó, debo llamarlo a su casa. Le estuvo dando vueltas a la idea durante varios días. No se atrevía porque no sabía con qué o con quién se iba a encontrar.

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Mientras tanto intimó con sus sobrinos. Sobre todo con la muchacha que era enfermera en el Hospital de Clínicas y le contaba cosas insospechadas sobre las dificultades que se tenían con la salud, en un lugar que había sido ejemplo para América por su nivel científico. Su marido era taximetrista y como trabajaba de noche, mamá se quedaba algunas veces acompañando a Clarita, quien venía a ser mi prima, que debía trajinar con una muchacha ya casi adulta, un adolescente y otro más chico, que eran sus hijos. Le traía dulces y bebidas. Le cortaba telas para confeccionar alguna ropa para los muchachos. Le contaba de sus viajes a Europa, de Raúl, de sus negocios. Supongo que a veces debía creer que estaba con Sonia. ¡Pobre mamá! Siempre pienso que yo tendría que haber tenido la posibilidad de mostrarme, de hacerle conocer mi existencia. A lo mejor así no se sentiría tan sola. Cuando discó el último número del teléfono de la casa de papá, se quedó esperando un milagro. Algo que sucediese de pronto y que interrumpiera esa comunicación. Algo que no fuera provocado por su mano, sino por la del destino, o cosa parecida. Nada sucedió. Simplemente contestó mi hermana Isabel. A esa hora, diez de la mañana, no podía ser de otra manera. Papá hacía mandados para la casa, o simplemente cumplía su caminata matinal por la rambla. VAIVÉN

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Iba hasta el puertito del Buceo. Tal vez los pescadores ofrecían buena corvina recién pescada y era su oportunidad para llevar alguna para la cena. Los que corren por la rambla, invierno y verano, son atípicos, a veces con sus perros, o trotando; muchos con termo y mate, para darle el arranque a una de las mejores pasiones montevideanas, recostarse al mar. ¿Al río? Papá se anticipaba a las críticas de sus amigos extranjeros, es un estuario, les decía ceremoniosamente. Los montevideanos solían no hablar del tema, cuando se bañaban en la playa decían simplemente, voy al agua. - ¿Quién habla? -preguntó mi hermana. Mamá tragó saliva y sintió que no le salían las palabras. Se había preparado mucho para esta conversación, pero ahora, cuando se había establecido, no atinaba a contestar. Al fin lo hizo balbuceante. - El doctor... Lavigna... por favor, ¿se encuentra? -dijo. - No, no está... ¿de parte? - Esteee... mire -respondió mamá- es por un asunto legal. ¿No sabe cuándo lo encuentro? - El doctor no está -contestó Isabel- pero si es por ese tema, usted debería dirigirse al Estudio Lavigna. Este es el domicilio particular del doctor ¿quiere que le dé los números? Mamá quedó un segundo sin contestar. La Roberto Bianchi 219


frialdad de la respuesta típicamente profesional, si bien le facilitaba el diálogo, la empezaba a descomponer. Pensó qué estaba haciendo, ¡qué estúpida se sentía removiendo historia y pensó, qué necesidad tengo yo a mi edad, de estar haciendo lo que haría un escolar! Le dieron ganas de mandar al diablo a la tonta que le había contestado. Después pensó que se trataría de alguna empleada y que no valía la pena tomarse la molestia. Iba a cortar sin responder, pero prefirió seguirle la corriente. - No, gracias -dijo firmemente ahora- ya me dirigí allí y me dieron este número. Por eso llamo. Sabía que estaba mintiendo en forma descarada, pero concluyó que ‘‘la empleada’’ no se daría cuenta. Isabel quedó sorprendida. No entendía por qué le habían dado el número particular de papá en el Estudio, si papá ya no atendía ‘‘asuntos’’, ni tenía ‘‘clientes’’. Así lo manifestó: - ¡Qué raro! -respondió- El doctor ya no atiende asuntos nuevos, y sus clientes se asisten en el Estudio Jurídico... Mamá no lo pudo evitar. Le salió como de la raíz. Su contestación fue como un latigazo. - ¡Mi asunto es muy viejo, señorita! Pero no se preocupe, yo me arreglaré; ¡buenos días! dijo, mientras cortaba la comunicación.

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XXXVI M

amá no entendía nada de todo aquel alboroto. Le preguntó a Rosa por qué Pepe, su marido, había dicho, del resultado de hoy depende todo. Mi tía le explicó entonces bajando la voz, que los milicos quieren reformar la Constitución para quedar ellos arriba. Hay gente que va a votar por SI, porque están Roberto Bianchi 221


acomodados con ellos, y eso para ellos está bien. Pero hay otros imbéciles que también votarán por SI, porque creen en la propaganda de la ‘seguridad’, la ‘paz’, y la ‘democracia’. Como mi vecina de acá al lado, que todavía dice que ‘‘si no hubiera sido por ellos, quién sabe lo que nos hubiera pasado en el ‘73, cuando ya no se podía andar por la calle con los secuestros y los robos de los subversivos’’. -¡Ay! ¡Sí! Era cosa de locos -dijo mamá sin pensar- allá pasaba igual, nadie podía estar tranquilo. No había guardia que alcanzara. Llegó un momento en que nosotros, con Raúl, pensamos que nos tendríamos que ir... Rosa estaba parada frente a ella, y cuando la escuchó, creyó notar algo que no encajaba bien. Se puso las manos en la cintura, y le preguntó: - ¿Vos no los estarás defendiendo como mi vecina, no? Mamá quedó cortada. Para ella había sido natural que se combatiera guerrilleros y revoltosos. Pensaba, en algo andarían, cuando alguien comentaba sobre centros clandestinos de detención, dependientes de las Fuerzas Armadas y se hacía cruces cuando escuchaba referencias de gente que había sido torturada durante semanas, o cuando se hablaba de los desaparecidos o de madres que le habían arrancado sus hijos y no los habían visto más. Ella suponía que podía haber habido excesos. Pero cómo pensar que un oficial del ejército, alguien como quienes ella había tratado, que habían estado en su casa, o que en Mar VAIVÉN

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del Plata compartían fiestas o cruceros, podía haber manchado sus manos con sangre... Lo único que le había parecido injusto fue el caso de Sonia, pero eso probablemente se trataría de un error... No estaba segura de quiénes habían sido aquellos que en esos días la llamaban en forma anónima, para insultarla o decirle porquerías. Por eso ella no defendía, ni atacaba a nadie, decía, yo no pongo las manos en el fuego por ninguno... así lo expresó: - Claro que no. -dijo muy segura. - ¡Ah! Creía... -dijo Rosa- menos mal, ¡porque estos milicos no tienen perdón! Mamá se dio cuenta que allí razonaban de otra manera. Pensó, se ve que aquí la pasaron muy mal. Por las dudas se dijo, ¡Dios me libre de meterme en las cosas de ellos! Cuando Pepe, más tarde, le preguntó si ella no votaba, le dijo, en Argentina, porque Raúl me pidió y allí me tuve que nacionalizar y votaba... sí, a veces voté... pero acá no. - ¿No tienes credencial?- preguntó Pepe. - No, nunca saqué. - Entonces no puedes votar. -concluyó su cuñado. - No, no, claro, no puedo -respiró mamá aliviada. Esa tarde, cuando todo pareció calmarse por las calles y la gente se volvió para sus casas a esperar los resultados, después que todos fueran a votar, mamá, que había pasado el día con ellos, se quedó Roberto Bianchi 223


mirando la televisión, que iba dando los resultados en forma progresiva. Vio como su hermana y su cuñado primero se comían las uñas hasta los codos, y luego, de a poco se iban entusiasmando, para terminar bailando abrazados por toda la casa, en la medida en que triunfaba el NO. En el fondo se alegró con ellos y terminó celebrando su alegría. El taxi la dejó en Colonia y Juncal, porque no podía llegar hasta la Plaza Independencia, ya que por allí estaba lleno de gente que manifestaba. Los notó entusiasmados, pero temerosos, como si no se animaran demasiado a festejar, más por temor a una posible represión, que se olía en el aire, que por la inseguridad en los resultados. Trató de entenderlos. Pepe le había contado que durante toda la dictadura, las protestas se fueron marcando con ‘‘cacerolazos’’. Que se fijaba un día y una hora y desde miles de lugares salían los ruidos de los golpes sobre cacerolas, chapas, o cualquier objeto ruidoso. Le dijo, no te imaginas lo que era, aquí golpeamos todos, por allí hay todavía unas ollas que no van a servir más, es como sacarte toda la bronca en cada golpe. Y eso, que duraba un rato, era como una oleada de fuerza, de poder popular. Mientras Pepe contaba, yo recordaba aquel candombe de Julio Lacarra, un argentino que parecía oriental, dedicado precisamente a esas ‘caceroleadas’... VAIVÉN

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‘‘Tambor de aluminio/ quinto de lata/ quien para el revuelo/ que hizo la mulata/ no hay sable que ponga freno al jaleo/ empezó María con su balanceo... /Ay, ay, María me lo va a contar/ mientras golpea su olla en el Uruguay!’’ Mamá se acordó de Sonia una vez más. En esos días se había visto en ella más que nunca. Tal vez, porque se sentía muy sola allí, en esa ciudad que verdaderamente nunca había sido suya. Que rechazaba de plano no sabía bien por qué. Y, sin embargo, le gustaba tanto. Amaba su pequeñez, su gente bien dispuesta, tan sencilla. No parecía encontrarse feliz allí, sin embargo. Se sentía extraña a sus hábitos, aunque reconocía que no era un día normal el que estaba pasando. Instintivamente se apuró para llegar al hotel. Sentía miedo. Pepe no quería que se hubiese ido, pero ella lo prefirió. Él le había dicho, es que puede haber líos, Elvira, con aire preocupado. Rosa lo regañó con la mirada, como solía hacerlo cuando le parecía que su marido ‘‘metía la pata’’. Mi tía comprendía que su hermana, en un día como ese, debía sentirse como ‘‘sapo de otro pozo’’, y estaría más cómoda en el hotel. Claro que no le podía decir que se fuese temprano por la tarde, como hubiera sido lo mejor, pero... ya que resolvió irse en un taxi, bienvenido sea. Todavía no era tan tarde, y con ella nadie se iba a meter. Era una señora, al fin y al cabo. Mamá dio un suspiro cuando entró al hotel. Pidió la llave y subió presurosa a la habitación, luego Roberto Bianchi 225


de ordenar se la despertara al día siguiente a las siete y media de la mañana. Había recordado viejas costumbres. Hábitos... se dijo, los hábitos no se cambian. Se acordó que papá era de despertarse muy temprano. Él decía siempre, de madrugada nadie me molesta, y aprovechaba para trabajar a las tempranas horas. Mamá pensó, no puede haber cambiado tanto, voy a llamar en ese horario, en el cual, seguramente, va a estar solo. Después meditó, ojalá me atienda él mismo, porque no creo soportar otro fracaso. Se acostó rápidamente, pero no se podía dormir. Miraba el cielorraso y las paredes, dándose vuelta a cada rato. No sé por qué, me pareció, -me doy cuenta de que es ridículo- creí sentir su llamado en algún ángulo, en cierta constelación que me pertenece. Sabía que no era posible, pero me apresuré a incrustarme en su entrecejo fruncido. Probablemente me vuelva a equivocar, pero lo cierto es que quedó distendida. Hasta me pareció que antes de dormirse, sonreía.

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XXXVII C

uando papá escuchó la voz en el teléfono, quedó paralizado. Estaba seguro que se trataba otra vez de los eternos ‘pinchazos’, a los que en ocasiones contestaba colgando el tubo, otras tomándose el trabajo de decirles que no le molestaran, pero las más de las veces con una puteada completa. Roberto Bianchi 227


Esos tipos estaban embarcados en una verdadera persecución y esto no era cosa de hoy. Fueron años de violencia, amenazas, anónimos, o cosas peores aún. Por eso, esta vez papá no entendía ni medio. Él desconocía la llamada anterior de mamá, la que habló con Isabel, creyendo hacerlo con una empleada doméstica. Isabel había preferido no hacerle comentarios, de la misma forma que le recetaba medicamentos o le prohibía el alcohol. Eran sus mecanismos. Según ella, papá ya no estaba para atender asuntos jurídicos, ni hacerse mala sangre. Le había llamado la atención eso de ‘‘viejo asunto’’, pero entendió que era más un reproche por un juicio mal resuelto, que una cuestión personal con papá, por lo que creyó que lo mejor, era no darle importancia. - Me oís, Rafael... ¿estás allí? -su voz temblaba en el teléfono. Mamá llegó a dudar. - ¿Elvira? -la voz de papá no tenía asidero, era como hueca, desvirtuada. - ¡Sí, sí! Mi querido... yo... yo... aunque no lo creas... ¿podés hablar? Para papá, esa voz en el teléfono, tenía algo de fantasmal, de irreal. Era demasiado tiempo el que había transcurrido. Demasiado silencio para la irrupción sorpresiva de un sonido inesperado. De todos modos llegó a reaccionar. - ¿Pero cómo tú? ¿Pero... por qué? No me imaginaba siquiera... VAIVÉN

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- ...mi existencia... sí, te entiendo. Yo no sabía si te iba a encontrar... - ...vivo. Sí, estoy vivo. - Siempre fuiste un cabeza dura... - No es tan fácil acabar conmigo, te aseguro... pero, ¿dónde estás? ¿Qué estás haciendo? - Estoy acá, en un hotel del centro. Todavía en la cama. Estoy esperando que me traigan el desayuno. - ¿En un hotel? ¿Y por qué? - Porque no tengo tu suerte. No tengo un departamento en Montevideo. Así que no me cabe más remedio que parar aquí... Papá, doy fe, no podía creer nada de lo que oía. Se sintió transportado a otro tiempo. Reeditaba diálogos, ahora renovados y adaptados a un presente insólito. Mamá le insistió, dudando sobre las posibilidades de continuar la conversación. Se empezaba a sentir una intrusa en ese teléfono, que había penetrado una intimidad definitivamente ajena. Por supuesto que ignoraba que María estaba imposibilitada, pero era de pensar que anduvieran otras personas rondando a papá. Él no se acordaba en ese momento ni por asomo de otras personas. María dormía y si hubiese estado despierta, era lo mismo. La empleada vendría de tarde, e Isabel, quien era tal vez la única persona en el mundo a la que debía cierto estado de cuentas, todavía no había llegado. Roberto Bianchi 229


Pero, además, ¡qué carajo importaba cualquier otra cosa, ante semejante situación! Desde donde estaba al teléfono papá alcanzaba a ver la caldera con agua que hervía amenazando derramarse y creyó escuchar ruidos que provenían del dormitorio, como que su mujer estuviese despertando. Todo eso lo llamó a la realidad, entre tantas cosas medio milagrosas, pero permaneció allí, apretando fuerte los ojos, como si temiera despertar. - Voy a cortar -dijo mamá en el teléfono. - ¡No... no, espera! -le contestó de inmediato papá. - Quisiera, pero no debo seguir hablándote allí. Lo hice porque no sabía como encontrarte de otra forma, pero esa es tu casa y seguro no estás solo. - Como si estuviera, no creas. - No sé. No sé nada. Pero no me corresponde hablar allí. Ya me lo dijeron el otro día. - ¿Cómo? - Sí, me querían dar los teléfonos de tu Estudio. - ¿Con quién hablaste? - Yo que sé. Con una mujer. - Sería mi hija. - ¿Viste? Pudo ser... pero no importa. Casi no te llamo más, pero no sé. - Llamaste. - Sí. - Hiciste bien. - ¿De veras te parece? VAIVÉN

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- Sí. - Está bien, pero no quiero seguir hablándote allí. - Entiendo. - Voy a cortar... Papá sintió simplemente que algo se le estaba escapando entre los dedos, y que no lo podía definir claramente. Le preguntó, ¿te vas a quedar en Montevideo? Y mamá le dijo, no, apenas unos días. Entonces le quedó claro. Tenían que encontrarse. Se lo dijo. Ahora era mamá la que mantenía sus ojos apretados, la que no se atrevía a responder nada, pero que en el fondo, sabía que sólo existía una respuesta posible.

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XXXVIII Buenos Aires, 10 de enero de 1981 Papá, papá querido: cuando recibí tu telegrama se me revolvió todo por dentro y te juro que si no hubiera sido por Beatriz que me frenó, habría salido corriendo para Aeroparque y hubiese ido para allí de un salto, fueran cuales fueran las Roberto Bianchi 233


consecuencias. Son demasiadas cosas las perdidas y ahora se suma lo de mamá. Tal vez ella fue la que menos sufrió de todo esto, porque según sé, no se daba cuenta de nada, pero me imagino... vos y la pobre Isa... ¡Cuánta bronca y cuánta impotencia! ¡Cómo han podido rompernos bien el culo sin más trámite! Reconozco que fue bueno lo de noviembre, pero no es bastante, no se debería descansar hasta rajarlos definitivamente y hacerlos pagar una a una todas las que nos hicieron. Acá lo mismo. Aunque creo que ahora se está con mejor clima que allí. De verdad, se me fue la birome. No sé como te digo todo esto, si vos estarás más que angustiado con lo de mamá... pero todo está muy relacionado, fijate que no sería tal vez lo mismo para vos o para mí, si yo pudiera acercarme y consolarte, como es preciso. Papá, ahora sí quiero que vengas. Que te estés con nosotros todo lo que quieras. Siempre, si querés. Me resulta egoísta mi felicidad con Beatriz cuando vos, me imagino, no darás pie en bola con tu vida, aunque en el fondo lo sucedido signifique un alivio para ustedes. De veras quiero que te vengas, viejo. Acá es chico pero tenés un lugarcito y quién te dice, cuando vienen los gurises de visita, puedan estar todos junto a nosotros. La vamos a pasar fenómeno, te juro. Bueno papá, todo mi cariño va en el abrazo que te mando. ¡Pobrecita, pobrecita mamá! Te quiere mucho, Enrique. VAIVÉN

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Montevideo, 28 de enero de 1981 Querido Enrique: Deseo que al recibo de ésta estés muy bien, junto con tu compañera. Tenés razón en todo lo que me decís. ¿Cómo no poder estar, por culpa de esos hijos de puta, al lado de tu madre muerta? Si te sirve de consuelo te diré que no sufrió físicamente nada -aunque dudo que se diese cuenta en caso contrario- Hacía tanto que la pobre no conocía ni entendía... Se quedó allí, en su cama, a la hora de la siesta, tal vez mientras dormía... Era muy grande su deterioro. Pienso que tal vez sea mejor que no la hayas visto así y te quedes con su imagen de antes, la que seguramente recordarás. Tu hermana se ha resignado y se dedicó de lleno a concursar, porque tiene grandes posibilidades de entrar en una mutualista, y yo, que quieres que te diga... Me ha sucedido un milagro. Es largo de contar y seguramente altere los últimos años que me queden por vivir. Roberto Bianchi 235


La persona que te entregará esta carta es una gran amiga, de antes de que nacieras. Se portó muy bien conmigo y me ha acompañado mucho. Pronto te contaré, porque te hago la formal promesa de visitarte, así conoceré a tu compañera y me reuniré contigo y con mis nietos. Creo que llegó el momento de pensar un poquito en mí. A veces, en estos días, cierro los ojos y me pregunto si será verdad que a mi edad y luego de toda una vida, haya encontrado un afecto que había perdido en otros años. Parece que tuve suerte. Era hora que se me diera alguna, ¿No te parece? A Isabel no le dije nada todavía, porque no lo entendería. Contigo es distinto. Sos hombre, y aunque no pienses como yo, aceptas algunas cosas como éstas. Por eso te pido recibas a Elvira como a mi mejor mensaje. Perdona la sorpresa y el atrevimiento. Hijo, seguro que muy pronto podremos abrazarnos. Estoy arreglando aquí algunos asuntos, pero te prometo que a la brevedad, viajaré. Se acabaron los fantasmas. Te besa y los quiere mucho, papá. PD: Elvira es estupenda. Se va a llevar muy bien con Beatriz. Vas a ver. Lo de noviembre, es una bisagra en la historia de este país. VAIVÉN

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XXXIX E

sta vez era invierno. En el puerto de Montevideo asomaban las luces artificiales, porque el día ya se estaba yendo. Yo deambulaba entre ellos. Claro. ¡Cómo privarme de verlos, oírlos, disfrutarlos juntos! Siempre en sentido figurado, ya que no Roberto Bianchi 237


tengo los mismos sentidos que ellos, ¿no es cierto? ¿Pero a quién le importa eso? Si el todo no tiene explicación, si no se conoce el límite, ¿cómo definir las partes? La cuestión es que estaban allí, en esa especie como de plazoleta llena de yuyos y basura que había en el antepuerto. Me gustó la cara de papá, cuando al pasar en el taxi, el marinero preguntó a dónde iban y el chofer tuvo que hacer las explicaciones de rigor. A pescar, le dijo papá por lo bajo a mamá, que soltó una carcajada. Tan estruendosa, que el miliquito los miró medio raro, pero no dijo nada. Era temprano todavía para la salida del vapor, pero como la tarde no era fría, ellos paseaban. Claro, lo hacían abrazados como no habían dejado de hacerlo en los meses transcurridos últimamente. Salvo los días, poquitos de cada mes, en que mamá hacía el puente aéreo. Entonces renovaba los plazos fijos, disponía los pagos, se peleaba un ratito con sus cuñados, mandaba al carajo a sus cuñadas... Bueno, no era tan así, pero más o menos y se volvía a embarcar para Montevideo. ¡Daba gusto verlos abrazados como a colegiales! Están juntos. Son ellos quienes encontraron el modo adecuado. Obviamente que ambos quedaron libres. La muerte de María, como resultado de su enfermedad, VAIVÉN

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vino finalmente a expeditar una vía más simple. Pero no sé en verdad, si la relación no se hubiera reanudado igual, en un caso distinto. Lo cierto, es que están allí y yo los vine a despedir. Mamá vino a buscar a papá y si bien ya no pueden embarcarse en el Vapor de la Carrera, igual podrán navegar ese río del vaivén. Su viaje a Buenos Aires cierra un círculo que estaba truncado en algún sitio indefinido. Viene a complementar también todos los mimos, todo el itinerario del reencuentro, incluso, para papá, el volver a abrazarse con Enrique. Pero esto que hoy tiene desenlace, volvió a iniciarse con un encuentro inenarrable. Imagínense a mamá cuando lo vio llegar manejando un once ligero; sí... sí... un Citrôen de aquellos. ¿Se acuerdan? Sí... treinta y cinco años por lo menos el cachilo. Y para nada en onda de ser recuperado. De esos que cuestan una decena de miles de dólares porque son de colección. No. Simplemente viejo... viejo, un auto antiguo y que anda de casualidad. Ese es el automóvil familiar. Cuando mamá le vio llegar, tomó la determinación, Rafa no puede andar así, que maneje el Falcon por lo menos, o si no, le compro aunque sea un Volwagen brasilero, pero en ‘‘eso’’, no puede seguir. Pero no le dijo nada. Le vio la dignidad al estacionar. Parecía un caballero antiguo con su coche de caballos. Mamá se sintió emocionada al verlo. ¡No es para menos!, papito tiene todo su cabello. Roberto Bianchi 239


Blanco. Con ciertos hilos negros que matizan en un gris pálido. Alto, erguido... papá... son casi ochenta, ¿no? ¡Increíble! Rocé la piel de mami y estaba erizada. Aquel hombre siempre había sido suyo. Resolvió comprarle ropa. Todo. No podía verlo con aquellos pantalones raídos, aquellos zapatos perfectamente lustrados, pero de una inocultable ancianidad. ¡Faltaba la mano femenina en ese porte, cuidado sin oficio, a puro instinto! Entonces mamá se dijo, acá o en Buenos Aires, no sé, pero Rafael tendrá lo mejor, lo que merece un hombre que trabajó la vida entera, y que no tiene la culpa, el pobre, de no haber tenido quien lo cuide. ¡Claro, la mujer no tenía tampoco responsabilidad, estando allí postrada...! Había querido, antes del desenlace, pagarle un geriátrico, pero no quería interferir con Isabel. De todos modos, se lo había dicho a papá. - Rafael -le dijo-¿no pensaste en ponerla en una casa de salud? Te aseguro que allí la cuidarían de lo mejor y para ella, fijate, es lo mismo. Vos no te podés sacrificar siempre. ¿Y tu pobre hija? Porque el otro no está acá, así que todo recae en ustedes, pobrecitos. Esa señora debe dar mucho trabajo. - Estamos acostumbrados, Elvira. - Nadie se puede acostumbrar a una tortura. - ¡Por favor! No hables así, no se trata de eso. - Sigo pensando que internarla es lo mejor. - Indudablemente -repetía papá- pero Isabel VAIVÉN

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no lo aceptará. Siempre dice, muerta la van a sacar de aquí. - ¡Qué horror! - Mi hija es así, querida... - No lo dudo, pero debería comprender, es una profesional. - No me gusta decirlo, pero creo que de alguna manera me está haciendo pagar culpas antiguas.

Se escondían por Montevideo. Se encontraban en la rambla de Pocitos al principio, pero mamá llegó a pensar que allí era muy fácil que alguien los viera juntos. - ¡No me importa!-decía él- a mi edad ya no me importa nada. - No digas eso -contestaba mamá- hay que pensar en nuestra reputación... - Hay que pensar en que todos se han muerto. Mis hermanos, fijate, pobre Juan, y yo sin verlo, amigos... tantos compañeros... es un milagro que yo esté vivo. Así que no me importa nada de nada. Ahora que te encontré apuesto todo a ti. -y allí mismo la abrazaba, donde estuvieran y le daban unas ganas locas de bailar y contarle a todo el mundo su felicidad y mamá se sonrojaba. ¿Cómo es posible que mamá todavía se pusiera colorada? Es infantil... es extraordinario... No sé. Alguien Roberto Bianchi 241


nos tendría que poder explicar, cómo puede el amor irse complementando con sus propias huellas y que la heredad del fuego se siga propagando indefinida, entre los seres ligados por la misma llama inaugural. Recuerdo aquel poema sobre la importancia de las cosas que Beatriz le había escrito a Enrique cuando él desesperaba por su situación: Nada de eso tiene la menor importancia/ que estén las nubes/ y de a poco se forme la tormenta/ no tiene la menor importancia/ que lleguemos al fondo/ que muchas veces miremos hacia atrás/ y casi no podamos mirar hacia delante/ al punto que le asomen bigotes a los hijos/ y no podamos empatar/ porque de noche estiro un pie con miedo/ que ignores que allí sigo /o sean sólo cinco los minutos tal vez/ en este insomnio/ no tiene la menor importancia/ a lo que importa/ le falta suceder. A mis viejos, el viento se les fue acomodando en los perfiles y se quedó incrustado en las ventanas abiertas, desplegadas, con la capacidad colmada de milagros. Se encontraban a las horas más insólitas por el puro gusto de entregarse. Entregarse de veras, pues papá entraba al hotel, a la habitación y a la cama. A mamá se la veía tan feliz. Totalmente recuperada de angustias y miedos casi ancestrales. VAIVÉN

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Papá seguramente sabía demostrarle de una u otra manera que era él, el único. Si hubiese podido, yo le hubiera dicho a veces, te olvidaste de todo, mamá, pero ¿para qué? Ya bastante la jodía su ‘‘familia’’, los unos y los otros. Y ella era una niña enamorada. Papá... bueno, increíble. Un potrillo, un muchachón ansioso.

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XXXX E

stoy decidido a dejarlos en paz. Lo juro solemnemente. Soy lo suficientemente maduro, me parece, como para obsequiarles su intimidad. Por otra parte, nunca se conocen las historias reales en su totalidad. Nadie puede saber todo lo que pasa, es insano. Roberto Bianchi 245


Pobre Dios, si es que todo lo sabe. Debe estar como loco. Cuando digo obsequiarles es porque se merecen un regalo, pobres viejos y yo no les puedo dar nada material, ni espiritual, ni satisfacciones, ni ejemplos, ni nada. Así que lo tengo resuelto, hoy me despido para siempre. Verdaderamente ya no tengo necesidad, además, de andar en su rastro. No creo siquiera que tenga necesidad de andar, incluso. ¿Podré decir: misión cumplida? No sé, nunca lo sabré en verdad. Tal vez sea el final de mi extraña situación. Probablemente, ya que ¿qué sentido tiene ahora estar, si el vínculo invisible de mantenimiento de una memoria de amor, que a lo mejor llegué a representar, ya no es necesario? En un rato el barco va a iniciar su viaje una vez más. Ellos, mis padres, o verdaderamente, quienes pudieron serlo, suben muy lentamente la pasarela. Hay poca, muy poca gente. El personal del buque es escaso y algo desaliñado, como si les hubieran pasado cuarenta años allí mismo, en sus ojeras. Aquellas formas elegantes, son apenas un pálido reflejo ahora, pero ellos no notan diferencias. Todo está disuelto en la niebla de la felicidad. Si esto, esta situación, esta armonía de la vida, dura un instante o mil años, es lo mismo. Lo han logrado. VAIVÉN

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Todos los remotos horizontes parecen verticalizarse para incorporar los rayos y parir esa paciencia vegetal que se fue enmarañando en torno a sus vidas (a mi vida). En cada crecimiento se retuercen mensajes inesperados. Esta situación durará seguramente hasta el punto de equilibrio que no se puede medir en cantidades. Cada instante valdrá por años, tal vez, y en la ansiedad de poseerlos, quizá ellos desaprovechen coyunturas, pero seguro, que no serán demasiadas. Su experiencia valora los hallazgos, entona circunstancias, abarca hechos ahora victoriosos. Atrás quedó la maldita suerte que ya no significa siquiera contornos. Todo se deshizo, simplemente. Apenas hasta hoy, yo lo recompuse con milagros, y ya sabemos que nadie cree en ellos. Así que nadie tiene por qué creer en mí, ni en lo que dije, porque soy como este mundo, no tengo explicación. Se puede dar la prueba más científica de una presunta verdad y habrá alguien que la dude lo mismo. Se enfrenta la fe resuelta contra una convicción basada en sesudos estudios y comprobaciones de lo opuesto y sale triunfadora. Ellos manejaron sus ritos, llegaron uniéndose en las aguas, desenvolviendo sus arrullos de sal, Roberto Bianchi 247


tenían espejados azules en las manos de acariciar el aire. Supieron de inmediato que la sangre presidía, serpenteando viejas escaleras. En cada rincón volcaron sus antiguos himnos de madera. Pienso que les queda apenas lo que aún no murió. Eso es sin tiempo medible. Nadie sabe cuánto durará. Ni siquiera ese río como mar que en este junio novelero, impaciente, maneja la nave en un vaivén incontrolable. Ese barco que empieza y termina su historia en cada puerto.

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Índice PREVIO ........................................................................ 5 PRIMERA PARTE ............................................................. 7 I ................................................................................ 9 II ............................................................................. 13 III............................................................................. 21 IV ............................................................................ 27 V ............................................................................. 33 VI ............................................................................ 39 VII ........................................................................... 43 VIII .......................................................................... 47 IX ............................................................................ 55 X ............................................................................. 59 XI ............................................................................ 63 XII ........................................................................... 67 XIII .......................................................................... 75 XIV ......................................................................... 79 XV .......................................................................... 87 XVI ......................................................................... 93 XVII ...................................................................... 101 XVIII ...................................................................... 109 XIX ....................................................................... 119 XX ........................................................................ 121 XXI ....................................................................... 125 XXII ...................................................................... 129 XXIII ...................................................................... 133 XXIV ..................................................................... 139 Roberto Bianchi 251


XXV ...................................................................... 147 XXVI ..................................................................... 155 XXVII .................................................................... 161 XXVIII ................................................................... 171 XXIX ..................................................................... 177 XXX ...................................................................... 181 XXXI ..................................................................... 187 XXXII .................................................................... 195 SEGUNDA PARTE ......................................................... 203 XXXIII ................................................................... 205 XXXIV .................................................................. 211 XXXV ................................................................... 217 XXXVI .................................................................. 225 XXXVII.................................................................. 231 XXXVIII ................................................................. 237 XXXIX .................................................................. 241 XXXX ................................................................... 249

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