Hellfire Kiss - 1-3

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Sinopsis

K

yle Flynn ha elegido no acompañar a sus familiares cuando éstos deciden mudarse, quedándose prácticamente solo a sus 19 años en la gran ciudad de Seattle, WA. Cuando el joven no aprueba su examen de admisión a la universidad, decide

pedirle a una familia que recibe estudiantes de intercambio que lo dejen pasar el año con

ellos, mientras se las arregla para mejorar su vida y prepararse para el examen del siguiente semestre. Por otro lado, Andrealphus, un súcubo de la legión de Mefistófeles, ha sido invocada al mundo humano para llevar a cabo un contrato demoníaco... Cuando por asuntos del destino estos dos jóvenes se encuentran en medio de la noche de Halloween, la "aventura" comienza. Y es que accidentalmente, Kyle ha firmado el contrato y como primer deseo se las ha arreglado para casarse con el súcubo.

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Protagonistas Kyle Flynn – 19 años Joven nacido en Costa Laguna, ciudad a la que su familia planeaba regresar a vivir. Sin embargo, atado por los estudios, Kyle decidió quedarse en Seattle en una casa de intercambio. Cuando conoce a Andrea, inicialmente no cree nada de lo que le dice y, cegado por la ignorancia, firma el contrato de matrimonio. Su cercano contacto con el Infierno y los demonios cambia su vida para siempre, pues ser un contratista no es nada sencillo...

Andrealphus / Andrea di Alfonsi – 551 / 17 años Los súcubos son demonios que se alimentan de la energía sexual de los hombres. Andrealphus, no obstante, odia con toda el alma esa clase de trabajo, el cual supuestamente su raza demoníaca debe desempeñar; así que ha preferido encargarse de la cacería de almas mediante el cumplimiento de contratos demoníacos. Como la contratista de Kyle, debe cumplir todos y cada uno sus deseos.

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Capítulo 1 - Parte Primera Helloween Kyle Flynn le dio otro rápido sorbo al frappucino mocca que sostenía entre sus manos, sin despegar los ojos de la entrada al cyber café en el cual se había refugiado de su perseguidora. Desde aquella mañana, se había esforzado por seguirlo a todos lados, como un acosador o un perrito faldero; desde que despertó al amanecer, durante sus clases remediales universitarias, trabajo en el videoclub, y durante el tiempo que se tomaba para pasear por la ciudad. Básicamente, llevaba siguiéndolo ya doce horas, haciéndolo sentir incómodo y arrancándole su preciada privacidad. Y lo que era peor, ya lo estaba asustando más de lo que los oscuros callejones de los barrios bajos podían hacerlo a las tres de la mañana. Vio pasar una larga y lacia cabellera con mechones morados frente al pequeño café. Rápidamente, Kyle se cambió de mesa y decidió entablar conversación con el hombre desconocido que se hallaba trabajando en su ordenador portátil, con tal de parecer un cliente más y no la persona que Andrea estaba buscando. Lamentándose en su mente, mientras intentaba hablar de trivialidades con el hombre de negocios, repasó mentalmente lo que había hecho mal el día anterior:

—¡Dulce o truco! ¡Dulce o truco! Las calles de aquel hogareño barrio de Seattle se hallaban inundadas por aquel agradable —o desesperante, para algunos— sonido de niños en búsqueda de caramelos. El timbre de la casa de los Delgado, la familia latina que alojaba a un estudiante universitario fracasado de Costa Laguna, sonó por enésima vez. Emocionada por ver la sonrisa de las momias, brujas, vampiros y zombis que se hallaban parados en su portal, Diana Delgado tomó un puñado de paletas y chiclosos del tazón de la mesa de entrada y abrió la puerta para recibir a los niños. Desde el comedor, Kyle miraba sin mirar la puerta de madera, que acaba de ser reemplazada por un trío de niñas. —¿Y vosotras de qué vais vestidas, guapas? —preguntó Diana, repartiéndoles los dulces a las pequeñas. —¡Yo un gato! 36


—¡Una novia! —¡Una calabaza, una calabaza! Kyle dejó escapar un bufido y regresó a sus derivadas e integrales, mientras su hermana adoptiva halagaba a las niñas por sus disfraces y les pellizcaba las mejillas. —¿Entonces es definitivo, Kyle? —preguntó la señora Delgado desde la cocina, con un acento latino que, pese a las décadas de haber vivido en Seattle, no había podido perder en lo más mínimo—. ¿Estáis seguros de que no queréis ir a esa fiesta de disfraces? —Segurísimos, madame... bueno, al menos su hija lo está... —¿Pero qué te resulta interesante de emborracharte y drogarte con decenas de imbéciles adictos y pervertidos sexuales, Kyle? —preguntó Diana, cerrando la puerta una vez más y girándose hacia su hermano. —Sabes que jamás me he puesto ebrio y que el cigarro no me agrada. Y ni hablar de las pastillitas, el crack y todo ese rollo. Lo que quiero... —Kyle se puso de pie y golpeó la mesa con los puños cómicamente— ¡es conocer chicas! ¡Halloween es una bella época, cuando los ángeles descienden a la tierra, Diana! —Y las zorras salen a cazar... —rió la señora Delgado, asomando la cabeza por el hueco del desayunador—. Ten cuidado, mijo, que no sabes qué clase de personas te puedes encontrar... —Y por personas, quiere decir enfermedades, básicamente —aclaró Diana, sentándose a la mesa justo al lado de Kyle, que aún seguía de pie en su lugar—. O alguna resbalosa cuyo novio mida dos metros de alto y de ancho. —Ya, ya... Obviamente estaba bromeando —se explicó el joven, completamente honesto—. Pero lo que sí es cierto es que vine a Seattle a divertirme y aquí me tenéis, repartiéndole dulces a manadas de Pikachus y Ligas de la Justicia. —Viniste a estudiar, Kyle —corrigió Diana—. Agradece que mis padres te dejaran quedarte y no dijeran nada sobre tus desastrosas notas en el examen de admisión... —¿Desastrosas notas? ¡Ja! Sólo estaba enfermo por tus asquerosas fajitas. Es obvio que soy un genio en todas las asignaturas y seré un excelente... Una mano se estrelló contra su coronilla. —Que el perro te haga la comida, entonces —espetó la chica, para luego irse hecha una furia por las escaleras. Kyle volvió a quejarse con un bufido, a la par que se frotaba la cabeza. Dispuesto a terminar los ejercicios para su clase de cálculo, volvió a sentarse como antes y jugueteó un 36


poco con el lapicero antes de colocarlo sobre la hoja del cuaderno. Pero el timbre volvió a sonar apenas hizo su primer trazo. Gruñendo entre dientes, se levantó y se dirigió a la entrada dando fuertes pisotones. Sin preocuparse siquiera por tomar los caramelos que la familia había dejado allí de antemano, Kyle abrió la puerta de un tirón. —¡Truco! —gritó un joven de tez oscura cuyo disfraz consistía en un smoking raído y lleno de telarañas falsas, quien después envolvió a Kyle con un fuerte abrazo que lo levantó un palmo del suelo. —¡Tyler! —le reconoció éste último, no sin algo de dificultad para encontrar el aliento necesario para hablar mientras los brazos de su amigo parecían envolverlo dos veces y media—. ¿Pero qué andas haciendo por aquí, tío? —añadió, una vez el otro, para su consuelo, lo volvió a dejar en el suelo. Luego, con una gran sonrisa, le estrechó la mano a manera de saludo. —¡Vengo por ti, hermano! —explicó el joven, como si fuese evidente—. Vamos, ponte una camisa, échale un poco de tierra y sube al auto. ¡Dicen que han venido unas canadienses! ¿Qué tal? Kyle miró alternativamente a su amigo, a las ventanas de la planta alta y al auto deportivo que se había parado frente al garaje. Balbuceando, se disculpó: —Perdona, tío, pero le dije a los dueños que no iba a salir de casa esta noche. Además, Diana está cabreada por sus dramas y tonterías y... pues ya sabes... —Joo... —se quejó Tyler, mas la mala noticia no pareció afectarle demasiado, pues inmediatamente cambió su actitud y expresó alegremente—: ¡Bueno, qué pena, qué desgracia, qué pesar! Entonces si no te importa, amigo, voy a conocer algunas señoritas hoy... Ya veremos si te envío una para acá, ¿hmm? —el chico guiñó un ojo, a lo cual Kyle respondió con una carcajada. Tras acomodarse su corbata y sacar las llaves de su auto de su bolsillo con un ágil movimiento, Tyler dio media vuelta y se alejó del portal de los Delgado. Luego de despedirse con un sutil “Nos vemos”, Kyle cerró la puerta con desánimo y se lamentó hacia sus adentros mientras subía la escalera con pasos pesados. Sin ganas de recoger sus pertenencias del comedor, se disculpó con su madre adoptiva, prometiendo que limpiaría todo en la mañana pero que en ese momento necesitaba irse a dormir lo más pronto posible. Y pensando en las rubiazas canadienses que seguramente se estarían restregando contra Tyler, maestro del baile en toda fiesta, Kyle se dejó caer, algo enfadado, en su cama. 36


* Tic. Tic tic. Algo golpeaba persistentemente su ventana. Si se tratase de su habitación antigua, en la casa de sus padres, hubiese pensado que las ramas del árbol que crecía al lado de la puerta estaban rozando el cristal otra vez. Pero ahora vivía con los Delgado, creía... Sí, no estaba soñando; aquella casa, que no era la de ningún pariente suyo, no tenía plantas lo suficientemente altas como para llegar al segundo piso. Tic. Tic. Otras dos veces, ahora un poco más fuerte que todas las anteriores. Kyle despertó por completo y, enfadado con el universo, miró el reloj digital que descansaba en su mesilla de noche. Las 3:37, leía. —¿Pero qué...? —murmuró, girándose para quedar boca arriba en su cama. Frotándose la cara con tanta fuerza que se hizo daño, Kyle se incorporó hasta quedar sentado y se estiró para quitar el pestillo a la ventana, que quedaba coincidentemente sobre la cama en la cual dormía. Luego, de un fuerte tirón, la levantó por completo. No se preocupó siquiera en mirar al exterior para ver qué provocaba el ruido, pues, además de que las farolas de la calle no iluminaban lo suficiente, ya tenía sus sospechas sobre la causa del mismo: —¡Vuélvete al campo de algodón, puto negro! ¡Tengo que dormir! —gritó. Pero Tyler no estaba en el jardín y su auto no se hallaba estacionado frente a la casa de los Delgado. En realidad, no había nada ni nadie en lo que Kyle podía ver de la calle. Extrañado por la situación, el chico miró a un lado y a otro y, tras no encontrar nada que pudiese explicar aquello que lo había despertado, salió por el hueco de la ventana al tejado del portal. Luego de dar unos cuantos pasos, fervientemente dispuesto a encontrar la causa del ruido, se agachó para inspeccionar las tejas que tenía bajo sus pies descalzos. —¿Eh...? —su mano tocó algo afilado y húmedo, oculto en las penumbras de uno de los desniveles del tejado. Palpando con cuidado, lo tomó de donde, pensaba, no podía cortar su piel y lo levantó para que la luz de la luna lo iluminara—: ¡Joderjoderjoder! —exclamó luego, arrojando el cuchillo ensangrentado que había hallado, el cual terminó en el interior de uno de los arbustos del jardín—. ¡Tyler, no es divertido! Kyle resopló una vez más. Se limpió la sangre falsa en su pijama y se dio media 36


vuelta, con la intención de volver al interior de la casa a través de la ventana. Ya le reprocharía sus acciones a Tyler cuando lo viera en el videoclub; por lo pronto, tenía que recuperarse del susto y volver a dormir. —¿Eh? —balbuceó, advirtiendo que el alféizar también estaba manchado. Maldijo a Tyler en voz baja, dándole una última ojeada al jardín en penumbras, antes de comenzar la difícil tarea de volver a entrar. Y súbitamente, se dio cuenta de que era imposible que la ventana hubiera estado manchada desde antes de que él saliese. En caso de que hubiese sido así, su pijama estaría sucio y la mancha roja se hallaría corrida alrededor del alféizar. Ergo, algo o alguien había atravesado la ventana de su habitación desde que él había salido al pequeño tejado. Lo cual sólo podía significar una cosa, sencilla, mas no menos aterradora... Había alguien en su habitación. Kyle tragó saliva de una manera que le resultó bastante ruidosa, mas en otra situación hubiese sido apenas audible. Echó una última ojeada al jardín, esperando ver a su amigo asomándose, sonriente y orgulloso de su broma, desde las penumbras entre los arbustos. Pero no había nada; solamente la oscuridad abrazando el húmedo césped y los pequeños árboles. El chico respiró varias veces para intentar tranquilizarse. Volvió a tragar saliva, se rascó la cabeza vacilante y luego dio su primer paso. Le resultó pesado y fatigoso, como si llevase una carga en su pierna. Y el segundo no fue mucho mejor; de hecho, supuso un reto mucho mayor, igual que los que vinieron después, conforme se acercaba más y más a la ventana. Finalmente, posó su mano sobre el alféizar de madera. El líquido que lo manchaba estaba tibio y algo pegajoso, lo cual logró sólo poner más nervioso al muchacho. Torpemente, se metió por el agujero que ahora le parecía tan pequeño, haciendo lo posible por entrar rápidamente sin estrellarse contra la madera. Tras algunos instantes de forcejeo, sin embargo, falló y su pierna se enganchó con el cristal, provocando que el joven cayera recto como una tabla en la cama que había ocupado hacía unos minutos. De algún sitio surgió una risita femenina. —¿Quién está allí? —preguntó, sintiéndose algo estúpido al hacerlo, una vez despegó su rostro de las sábanas. Luego, con la espalda pegada a la pared, se deslizó hasta bajarse 36


de la cama y obligó a su mano a tomar lo primero que alcanzase con las yemas de sus dedos—. ¿Quién está allí? —repitió, apuntando lo que parecía el poste de una lámpara en direcciones aleatorias. Seguidamente, la luz se encendió, y frente a él apareció una muchacha un poco más joven que él, vestida en lo que parecía un disfraz de lolita o un conjunto gótico, de brillantes ojos de un color que Kyle no pudo reconocer, pero que le pareció sin duda peculiar. —¿Quién eres? ¿Cómo entraste? —cuestionó, amenazando a la sospechosa chica con el arma que había tomado en la oscuridad, que ahora resultaba ser un bate de béisbol que convenientemente había abandonado cerca de su escritorio. Sin embargo, el intruso no se inmutó en lo más mínimo; la joven se mostraba fría e indiferente ante el muchacho que tenía al frente e incluso parecía en sus ojos reflejarse arrogancia y superioridad. —Sencillamente respondí al llamado de mi contratista —contestó, con una voz carente de emoción alguna, pero extrañamente seductora y atrayente, como si se tratase de alguna de las sirenas que habitaban en los mitos. —Eso no responde a mi pregunta —protestó Kyle, alzando su improvisada arma hasta la altura de su nariz. La inesperada visitante dejó escapar una risita, como si se burlara de la ignorancia de su anfitrión. —Verás, mi nombre es Andrealphus, súcubo de la vigésima séptima legión de Mefistófeles, y vengo a proponerte... un trato.

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Capítulo 1 - Parte Segunda Capitale Peccatum —Mi nombre es Andrealphus, súcubo de la vigésima séptima legión de Mefistófeles, y vengo a proponerte un trato. Aquellas fueron las palabras con las que, si mal no recuerdo, se presentó aquella chica que había aparecido sin razón alguna en mi habitación durante la madrugada entre el 31 de octubre y el primero de noviembre. Las dijo con una naturalidad casi ridícula, aunque pude notar una pizca de orgullo en aquella frase. La joven realmente parecía metida en su papel, si soy sincero. Hice lo posible por no dejar salir la carcajada que llevaba guardada en el interior de mi pecho. Sin embargo, ante la situación, no pude evitar que una suave tos escapara por mi boca. —Mucho gusto, Andri-alfos. Mi nombre es Clark Kent, kriptoniano de hueso colorado, y se me ha quedado el disfraz en el auto. La chica parecía confundida ante mi burlona y sarcástica declaración, pues inclinó la cabeza como lo haría un animal confundido. Me pareció algo adorable, es cierto, pero no iba a dejar que la broma de Tyler llegara más lejos. —¿En verdad esperas que me crea esa tontería? —cuestioné, con una media sonrisa en mi rostro—. Es ridículo, poco creíble y nada elaborado. ¿Cuánto te ha pagado? ¿O es que le debes un favor o algo así? —¿De qué estás...? —intentó decir, pero continué, con plena confianza en mis habilidades intuitivas y mi instinto de detective, señalando sus fallos. —Podías haber usado un nombre más común, como Lucifer o Satán. ¿Andri? No seas tonta, ¿qué clase de demonio se llamaría así? Tu vestuario también está fuera de contexto. ¿Qué eres, una maid cosplayer? Si quieres parecer un verdadero súcubo, necesita más appeal y algo de cuero. Oh, y por favor... no me hagas comenzar con tu entrada. Admito que me acojoné un poco con la sangre falsa y la habitación a oscuras, pero... ¡Oh, esa niebla es un buen toque! En aquel momento no lo sabía, por supuesto, pero esa noche yo andaba increíblemente estúpido. Acababa de ofender a una desconocida que se las había arreglado para entrar a mi cuarto sin que lo hubiera notado, dejando una preocupante arma blanca tras de sí, y no me di cuenta hasta que aquella nube comenzó a brotar de algún lugar a sus 36


espaldas. Era color morado suave, pero eso no la hacía menos alarmante. Pensando en retrospectiva, no había manera alguna de que fuese un truco; pero mi mente, aún aferrada a la posibilidad de que aquello fuese una broma de mala calidad de mi amigo, no parecía entender la situación en la que me hallaba en aquellos instantes. Porque aquella chica sí que era un demonio de verdad. Los ojos morados podían haberse tratado de lentes de contacto y la sangre en el alféizar bien podía haber sido falsa, considerando la época del año en la que nos hallábamos. ¿Pero la niebla que envolvió mi habitación hasta transformarse en una nube de tormenta? (va en serio, ¡esa cosa tenía chispas adentro!) ¿La chica levitando a algunos palmos sobre el suelo? ¿Las alas de murciélago que habían brotado de su espalda? ¿Pero en qué diablos estaba pensando? —Tyler ha contratado a una profesional, ¿no? —halagué, aún ciego ante la situación —. En serio, una pro profesional que sabe lo que hace. —¿Te atreves a desafiar a un residente de las profundidades, ingenuo mortal? — amenazó la chica. No recuerdo muy bien, pero me pareció escuchar que su voz se doblaba, como si tuviese una gemela malvada que hablara al mismo tiempo. —Por supuesto que no, por supuesto que no —dije, intentando tranquilizarla—. No soy tonto, señorita Satán. ¿Qué se le ofrece, qué puedo hacer por usted? ¿Orinarme en los pantalones para que pueda llevarle una foto bien enmarcada a su jefe afroamericano? No, no, eso es muy extremo. Tal vez Tyler está... Pero un choque eléctrico me interrumpió. Como cuando alguien te toca en invierno y sientes una pequeña chispa en la piel, pero multiplicado por cinco. ¿Acaso un mini-rayo acababa de golpearme? —Invocar a demonios por tonterías como la diversión personal es una ofensa grave, usualmente castigada con una maldición potente o un cambio de forma —recitó, como si lo sacase de un libro de reglas—. ¿Qué te agrada más, sucio humano? ¿Las ratas o las cucarachas? Dejé salir una risita, lo cual pareció sorprender a la chica. Incluso si aquella noche cometí una equivocación de lo más grande, recuerdo haberme divertido un poco. La tal Andrealphus, como la farsante que yo creía que era en aquellos instantes, estaba haciendo un excelente trabajo al meterse en su papel. —Bueno, juguemos pues, Tyler —dije al aire, con la sospecha de que mi amigo había ocultado una cámara o un micrófono en alguno de los pliegues del vestido del supuesto 36


demonio—. Andre-alfos o algo así, ¿no? —Andrealphus —corrigió la chica—. Fui nombrada en honor del demonio pavorreal de la astronomía y la geometría. —Andrealphus, entiendo... ¿Qué es lo que quieres de mí? —Debiera ésa ser mi línea, humano —aclaró—. Me has llamado mediante un sacrificio de sangre y un círculo mágico del deseo nivel cuatro, ¿no es así? Mis labios articularon un “¿qué?”, pero no dejaron salir ningún sonido. ¿Un sacrificio y un círculo mágico? Definitivamente esta chica tenía frases preparadas para toda situación que pudiese alzarse, pues respondió sin dudar ni un instante. Y ésta me había tomado por sorpresa, sin duda, ya que incluso llegué a creérmela un momento. —Yo... yo no hice nada de eso. No estoy metido en rollos de necromancia ni magia negra. —Ésas dos son la misma cosa, humano —aclaró, para después señalar—: Y puedo percibir el olor y la leve presencia mágica de tu sangre en aquella daga de obsidiana afuera de tu ventana. —¿En aquella daga? —repetí, para después explicarme—: Nonono, debes equivocarte. No me hecho ni un solo corte y no he dibujado ningún círculo. De hecho, soy malísimo con la simetría. —Percibo esencia mágica y hemoglobina fresca en la parte interior de tu brazo derecho. ¿Vas a negar algo como eso? —¡Por favor, no seas ridí...! —me interrumpí. Como para demostrarle que se equivocaba, había levantado el brazo que había señalado, sólo para encontrarme con un alarmante corte de unos diez centímetros de largo, entre el codo y la axila. —Ya veo...

—expresó—. Un corte sencillo, para obtener la cantidad de sangre

deseada, y no muy peligroso para el contratista. Aparentemente tienes experiencia en esto, pero hubiese sido más eficaz haber hecho un... —¡Wow! —interrumpí, tajante y con los dientes apretados—. ¡Cortarme mientras duermo es ir demasiado lejos! ¡No me importa qué esté tramando Tyler, pero esto ya está yendo...! —¿Deseas que sane tu herida? Puedo concederte la invulnerabilidad si lo deseas — ofreció la chica, con una sonrisa que bajo la niebla me pareció más tétrica de lo que en realidad era—. Todo lo que tienes que hacer es, por supuesto, aceptar el contrato especificado. 36


—¿Con... contrato? —murmuré, mirándola a los ojos como para preguntarle sin decir nada a qué se estaba refiriendo. —Un contrato con un demonio, por supuesto. Tres deseos al precio de tu alma. ¿No es simple? No hay limitaciones mágicas, a excepción de la inmortalidad, por supuesto. Sin embargo, si así lo deseas, puedes pedir invulnerabilidad o juventud eterna, pero no ambas al mismo tiempo. —¿Estás hablando en serio? —pregunté—. Estás... estás demente. ¿Sigues con ese juego a estas alturas? ¡Dile a Tyler que es malísimo con las bromas! —Ningún Tyler me ha llamado —explicó Andrealphus. —¿Ah, entonces quién? Dime, anda —cuestioné. Si alguien llegaba tan lejos como para usar una daga en mi brazo mientras dormía, merecía que le rompiese la boca dos o tres veces. Y si no se trataba de Tyler, podía sentirme menos culpable al hacerlo. Andrealphus alzó una tableta táctil que antes no llevaba en la mano. Tras hacer algunos movimientos con sus dedos, leyó: —Kyle Flynn, diecinueve años, nacido el 17 de marzo de 1991 en Costa Laguna, Florida. Hombre, un metro ochenta y uno de altura, sesenta y nueve kilogramos y medio, ojos color caramelo, tipo de sangre cero negativo. Comida preferida..... Un escalofrío recorrió mi columna vertebral, haciendo que me estremeciera en mi sitio, cuando escuché a aquella extraña chica recitar todos mis datos biográficos, incluidos gustos y pasatiempos, como si hubiese pasado toda su vida estudiando la mía. Los dijo sin fallo alguno, sin dudar ni un instante, como una autómata. Mi mente quiso aferrarse a la única hebra de razón y sanidad que pudiese encontrar en aquella tan singular circunstancia: tenía que ser una broma; una que había llegado bastante lejos. Una bien pensada y planeada por una mente sucia y pervertida. Una negra, negra mente. Maldije a Tyler por enésima vez en el día. O noche, no importaba. Posiblemente ambos, considerando cuán disfrutable le resultaba jugar con mi pobre y agitada vida de estudiante (no tanto) soltero. ¿Tan lejos tenía que llegar para que me acostara con alguien? ¡Ridículo! —Me conservo tan puro como el capullo de una flor que espera la primavera —dije de pronto. La supuesta Andrealphus interrumpió su discurso, alzó una ceja y me miró sin comprender—. Y no voy a perder “eso” de una manera tan... extraña, loca y estúpidamente absurda. 36


—¿”Eso”...? —repitió la chica, aún incapaz de entender mis palabras... o ignorándolas —. ¡Ah! —añadió unos instantes luego, cambiando de semblante y dejando salir la ya mencionada expresión, evidenciando que había finalmente deducido el significado de mis palabras. O al menos, eso pensé, porque después continuó diciendo: —Si estás hablando de tu alma, se conservará intacta hasta el momento especificado por el contrato; si hablamos de uno estándar, éste sería el de tu muerte. —¿Mu... muerte...? —balbuceé. —La cual, por supuesto, no será influenciada en lo más mínimo por ninguno de nuestros agentes. ¿Qué? —¿Qué? —¿Preferirías una explicación detallada del pacto? ¿De qué demonios me estaba hablando? ¿Contrato? ¿Muerte? ¿Alma? ¿A dónde había ido a parar su tableta? Por un segundo, no entendí ni una media papa de lo que estaba diciendo, pero en un instante de tranquilidad sacada de no sé dónde recordé a lo que estábamos jugando. Y por primera vez desde que había llegado, decidí seguir aquella payasada por completo. —Por favor... —pedí, exhalando aire y recargándome contra la pared. La niebla comenzaba a desaparecer casi en su totalidad. —Entendido. Entonces, escucha con atención, contratista. >>Desde el inicio de los tiempos, los contratos con los demonios han sido uno de los recursos más utilizados por los agentes infernales para la obtención de almas frescas. Éstas suponen un producto apreciado para el Infierno cuando han sido empapadas de sentimientos negativos durante toda su vida mortal: >>Ira. Luxuria. Gula. Superbia. Acidia. Invidia. >>Avaritia... >>Los siete pecados capitales son aquello que mantiene al Infierno con vida. Por ello, salimos a cazar almas que hagan de combustible para el reino de la oscuridad; y nuestras estadísticas indican que en un 94% de los casos, el espíritu de aquellos que han aceptado el contrato ha sido ya corrompido por una o varias de las faltas ya mencionadas. Es por esta razón que ofrecemos a los humanos oportunidad que antes sólo podían imaginar, a cambio 36


de aquella pequeña cosa que ya no valoran en lo más mínimo. >>Es por esta razón que he respondido al llamado que has hecho esta noche, Kyle Flynn. Para ofrecerte tres deseos a cambio de aquellos débiles latidos de tu pecho — Andrealphus se acercó a mí y me puso su dedo índice sobre el corazón. Me estremecí cuando sentí su fría yema incluso por encima de la ropa y su uña algo larga haciéndome cosquillas. —Entonces... ¿me darás lo que yo pida? —pregunté. —Cualquier cosa —respondió la chica, apoyando su cabeza sobre mi pecho y rodeándome con sus brazos. El olor a flores llegó hasta mi nariz y me hizo sonrojarme. Intenté apartar mi rostro de ella y evitar mirarla, pero aún así me resultó difícil sentirme tranquilo con su delgado y atractivo cuerpo pegado al mío. ¿Espera, qué? ¿Realmente estaba cayendo en aquello? ¡No, por supuesto que no! —¿Lo que sea? —volví a cuestionar, después de tragar saliva. Antes de responder, Andrealphus levantó su rostro para mirarme y me sonrió. —Lo que —me guiñó un ojo. No lo había visto antes, pero eran de color lila— sea. —Entonces... Sonreí. Yo iba a ganar este juego. —Acepto tu contrato. Andrealphus se apartó de mí con una expresión de satisfacción dibujada en su rostro y luego, danzarina, dio una vuelta sobre la punta de su pie. Cuando volvió a quedar frente a mí, llevaba su tableta en la mano y un bolígrafo de plástico para la misma. —Entonces, amo, firme aquí —pidió, tendiéndome el aparato y el stylus. Sin darle el placer de verme dudar, tomé ambos de inmediato y dirigí mi atención a la pantalla. Yo, Kyle Flynn, por el presente contrato renuncio a mi alma, espíritu y esencia vital y transmito su propiedad a Andrealphus, súcubo de la vigésima séptima legión de Mefistófeles, a cambio de tres deseos sin restricción mágica, a excepción de las señaladas en la sección... No quería leer más. Era obvio que se lo habían currado. ¿Habrían conseguido ayuda de alguien que estudiaba derecho o algo así? A primera vista, parecía un documento perfectamente redactado y organizado, y no tenía duda de que fuese así en realidad. —Os habéis modernizado, ¿no? —reí, mirando el trozo de pantalla donde se suponía que firmara con el bolígrafo de plástico. Y luego, unos segundos después de fingir considerar mi decisión una vez más con una última mirada al documento, firmé. 36


Pero eso no significaba que había perdido. —Entonces mi primer deseo será... Arrojé la tableta sobre la cama y me acerqué a Andrealphus, quien me miró sonriente. Había obtenido lo que quería, según parecía. Pero no era así: era yo quien iba a salirme con la mía. Un pequeño sustito que le hiciera soltar la sopa ya. —A sus órdenes, amo Kyle. La tomé de la cintura. —Como mi primer deseo... La acerqué a mí hasta que nuestros rostros casi se tocan. —Yo, Kyle Flynn, te ordeno a ti, Andrealphus... Sonreí. Yo había ganado. —Cásate conmigo.

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Capítulo 2 Crescendo El sol matutino se colaba con suavidad por la ventana y acariciaba cálidamente mi rostro, mientras los pajarillos que disfrutaban de pararse en los árboles de nuestro jardín cantaban en caótica armonía. La fresca brisa de Seattle se las arreglaba para deslizarse al interior de mi habitación y mezclar sus azarosos aromas con el delicioso olor a salchichas fritas que provenía de algún lugar de la planta baja. Era un hermoso y perfecto día, sin duda alguna. Exceptuando que eran las jodidas siete de la mañana, por supuesto. Gruñí como un oso enfadado y me cubrí el rostro, intentando recluirme del mundo exterior y volver a los brazos del dios del sueño. Tras unos segundos de intentarlo en vano, sin embargo, arrojé mi improvisada máscara al suelo, con tanta fuerza que podría haberla roto... si no se tratara de una almohada, por supuesto. Odio los lunes. No importa que ya no vaya a la universidad ni que mi turno laboral sea en las tardes. Los odio, los odio, los odio. Si el concepto de “lunes” tuviese una forma física, o humana a ser posible, lo secuestraría y lo llevaría a una bodega abandonada, donde lo encadenaría a la pared y le arrancaría trozos de piel con una navaja sin filo. Luego crearía una deliciosa salsa con distintos tipos de picante, bastante limón y una gran cucharada de sal y lo usaría como loción para masaje. Probablemente algunos choques eléctricos y algo de acupuntura (con abejas vivas, a ser posible) me harían ganar algunos puntillos extra, también. Sí, probablemente ahora entiendas cuánto odio los lunes. Alguien alguna vez me dijo que le agradaba pensar que la semana empezaba en miércoles, para sentir que ésta estaba apenas acabando cuando despertaba después de un relajante domingo de descanso. Le dije que se fuera al diablo y que cerrara bien su casa antes de irse a dormir. Pero mi inexplicable odio hacia los lunes no es lo importante aquí. Lo importante es cuánto me costó levantarme de aquella cama, como si me hubiesen pegado con cantidades peligrosas de pegamento industrial a ellas. La verdad, no me importaría. Pero, de una u otra manera, posiblemente ayudado por la mano de algún ser celestial que se apiadaba de mi sufrimiento, logré sentarme en la cama. Ponerme de pie tomó otros buenos cinco minutos. Y cuando finalmente me hallé allí, en el medio de mi habitación, con las piernas apenas capaces de sostener mi peso, decidí que era momento de volver al mundo real. 36


Resignado, me froté fuertemente los ojos, casi como si sacudiese mi rostro entero, intentando despertar por completo antes de bajar a desayunar. Solté un bostezo tan grande y largo que pensé que mi mandíbula podría dislocarse y dar vuelta sobre sí misma en cualquier momento. Era como un ritual: frotar, sacudir, bostezar... ahora sólo faltaba el estirón final y me hallaría “listo” para un día nuevo. —¡Agh! —grité, sintiendo un horrible tirón en la parte baja de mi brazo derecho. No, no un tirón. Algo peor, y que implicaba un líquido tibio bajando por mi axila. ¿Un desgarre? ¿Pero cómo? Quejándome entre dientes, examiné mi recién adquirida herida con cuidado y maldije por lo bajo. Larga, aunque no profunda, pero sí lo suficiente para causarme un ardor tremendo y mancharme la ropa de sangre. ¿Cómo demonios había sucedido aquello? Decidí que lo mejor era no preocuparme por las razones, sino por las acciones. Salí de mi habitación y entré al cuarto de baño que se hallaba justo al frente, donde desinfecté mi herida con delicadeza (e incluso si lo hubiese hecho con rudeza, mi grito no pudo haber sido más fuerte) y me fijé algunos trozos de papel higiénico con cinta médica para no mancharme más de sangre. Y luego, teorizando que alguien abajo había escuchado ya mis gritos de agonía, decidí bajar a comer algo. —Buenos días a todos... —murmuré, todavía bastante adormecido, mientras tomaba la primera silla que mi mano podía alcanzar y me sentaba en ella. Desde el hueco del desayunador, advertí la cabellera de Diana cerca de donde se hallaba la estufa—. Diana, ¿podrías ser una dulzura y traer algo para mí? —¿No dijiste que odiabas mi cocina? —cuestionó, sin darse la vuelta para mirarme. ¿Seguía herida por lo de la noche anterior? —Oh, no digas eso, disfruto mucho tu comi... —me interrumpí al instante y cambié de parecer—: No. Algo de fruta estaría bien, no importa. Alcancé a escuchar un gruñido desde la cocina. Sonreí para mis adentros. —Vamos. Y prometo amarte para siempre, ¿síii? —insistí, haciendo lo posible por darle una entonación tierna a mi voz... y fallando terriblemente. —Eso no es algo que debas decir frente a tu novia, Kyle —respondió. Espera, ¿mi qué? ¿Frente a quién? —Buen día, Kyle... —saludó Andrealphus, con una sonrisa de oreja a oreja, desde el otro lado de la mesa. 36


—Oh, buen día —respondí. ... Espera, ¿qué? Giré la cabeza para mirarla una vez más a los ojos: sus brillantes y poco naturales ojos de color lila. Al instante, como un tsunami, un torrente de recuerdos, voces y sensaciones inundaron mi mente. Un Halloween deprimente, yo yéndome a dormir temprano, una joven entrando a mi habitación en la madrugada, una herida en mi brazo que no sabía de dónde había salido, un contrato algo especial... Algo hizo clic en mi mente y, en unos instantes, las líneas vacías se llenaron con palabras clave:

Contrato, demonio, súcubo,

alma, muerte, infierno, firma, deseos... Andrealphus y Kyle Flynn: Matrimonio. —¿¡Qué estás haciendo aquí!? —grité, levantándome de golpe de la mesa y rodeándola corriendo hacia Andrealphus. Con un rápido movimiento, quité el florero que estaba en el centro y halé el mantel hasta que cubrí completamente el cuerpo de la chica, en un horrible intento por ocultarla. —Somos un matrimonio... es natural vivir juntos, ¿no? —explicó, buscando mi confirmación. Sentí su cabeza girarse hacia mí, incluso si no podía verme. —¿Qué voy a hacer si los dueños te ven? —pregunté, tomándola de los hombros e incitándola a levantarse. —¿Es por eso que estoy cubierta por un trozo de tela? Afirmé con la cabeza. Ante su falta de respuesta, recordé que no podía verme, así que repetí mi contestación en voz alta: —Correcto. No puedo arriesgarme a que vean tus alas o tus ojos, ¿no? —agregué un poco después—. ¿Cómo voy a explicarles que hice un contrato con un demonio? —Así que ahora aceptas quien realmente soy, ¿no es así? —quiso corroborar, mientras me seguía hasta la sala, donde le quité el mantel de encima y la obligué a sentarse. Frotándome la cabeza frenéticamente, intenté pensar en todo lo que había sucedido la noche anterior. Al instante, sentí pena por el ingenuo Kyle que se había encontrado con Andrealphus y había firmado el contrato con ella. ¿Acaso había sido tan estúpido y ciego como para no darme cuenta del peligro? ¿Cómo me había metido en un problema tan grande como aquél? —No me queda otra opción, ¿no? —contesté algo burlón, sintiendo que lo decía más para mí mismo que para responder la pregunta de Andrealphus. 36


—Increíblemente, no. La concepción social de “matrimonio” establece que los esposos permanecerán juntos hasta... —Hasta que la muerte los separe, ¿no? —terminé por ella, citando la frase frecuentemente utilizada por la religión católica cuando se llevaba a cabo dicha ceremonia. —Correcto. Y como tu primer deseo fue “Cásate conmigo”, Kyle, debo seguir todo aquello que el casamiento o matrimonio implique. —¿Qué clase de implicaciones? —pregunté, sentándome a su lado. Ella se recargó en mi hombro apenas tomé asiento. Me sonrojé un poco al oler su perfume a flores. —Como vivir juntos, por ejemplo. Si no cumplo dichas implicaciones, entonces mis acciones no pueden ser consideradas como un “matrimonio”; y si no lo es, entonces no estaría cumpliendo el deseo establecido en el contrato. Y cuando pasa eso... —¿Cuando pasa eso...? —repetí, apremiándola a que continuara, incluso si en el fondo sabía que no me pondría de buen humor escuchar cualquier cosa que pudiese decir aquel súcubo. —Entonces ambos morimos. Tragué saliva. Eso sonaba como un precio muy muy alto para algo que no había sido en absoluto mi decisión. Bueno, sí lo había sido, pero no me hallaba en mis facultades mentales cuando la tomé. ¿Podría anularse el contrato de alguna manera? —Fantástico. Asombroso, gracias —añadí en voz alta, sarcástico—. La muerte para los dos, perfecto. Estoy jodido. Porque el matrimonio implica estar jodido, ¿verdad? —No según mis fuentes, no —contestó la chica, sin mostrar realmente una reacción ante mis palabras. O no comprendía por completo el concepto de “matrimonio”, o no le interesaba. Probablemente ambas. —Espera... ¿puedas morir? —pregunté un poco incrédulo. Inclusive si quería satisfacer mi profunda curiosidad por el Infierno y sus habitantes (después de todo, me llamaba la atención comparar la realidad con las visiones religiosas), también quería saber si, en caso de que rompiésemos el contrato, ella tenía algo que perder además de sus sueldo. —Bueno, por supuesto —respondió, apartándose de mi hombro y mirándome algo ofendida e incrédula ante aquella cuestión. Así que los demonios podían morir. No sabía si eran siempre jóvenes o si su percepción del tiempo era distinta a la nuestra, pero sin duda no eran invulnerables. Los demonios podían morir. —¿Cómo morimos? —cuestioné. 36


—¿Aquello que ustedes llaman “combustión espontánea”? —quiso confirmar. Asentí con la cabeza, recordando los contados y misteriosos casos a través de los siglos: gente a la que le prendía fuego así, de la nada. Se convertían en gelatina quemada. Giu. Había pocos individuos documentados, sin embargo, y aún menos que pudiesen ser explicados de alguna manera. >>Producto de nuestra magia —continuó Andrealphus—. El tatuaje que llevas en tu cuerpo es tu cadena y guillotina. Aquello me tomó por sorpresa. ¿Estaba marcado, como una cabeza de ganado? ¿Era un número o una matrícula? ¿Un prisionero? —¿Qué tatuaje? —quise saber. Como para mostrarme, Andrealphus llevó su mano hacia mi antebrazo. Ya que llevaba puesto el pijama, no pude ver a lo que se refería, pero supuse que señalaba la marca en cuestión. Levanté una ceja, esperando una explicación más convincente. La joven captó mi indirecta y, tras dejar salir un resoplido, tomó el cuello de su blusa. Y sin decir nada, comenzó a bajársela por un lado... —¡Wow! —exclamé, sorprendido y algo asustado, mientras intentaba detenerla, frenético. Las manos me temblaron tanto ante la posibilidad de ella descubriéndose frente a mí que, estúpidamente, terminé por jalarle la blusa todavía más. —¡Aahh! Si pudiera, trataría a ese tal Murphy, quienquiera que fuese, como me gustaría tratar a los lunes. Y es que por sus convenientes leyes, resultó que precisamente en ese momento la familiar figura de Diana se recortó contra la entrada de la sala. —¿Q-q-q-qué...? ¿¡Qué estáis haciendo!? —gritó apenas nos vio, prácticamente uno sobre el otro en el sofá. No la culpo, en realidad. La situación era fácilmente mal interpretable, después de todo: la blusa de Andrealphus desabrochada al tercer botón, con mi propia mano bajándola por un lado, mi cuerpo casi encima del suyo debido al susto... —Le muestro mi... —comenzó Andrealphus, pero inmediatamente se vio interrumpida por la voz en grito de Diana: —¡No quiero saberlo! —rugió—. ¡Eso no es algo que puedas hacer donde te plazca, Kyle! —¡No estábamos haciendo nada! —repliqué, levantándome hasta quedar sentado, con una pierna cruzada sobre el asiento y la otra colgando—. Fue simplemente un accidente —añadí luego, mientras cuidadosamente me ocupaba de abrochar la blusa de Andrealphus 36


(la cual en realidad era una camisa, notablemente grande para ella, que seguramente había robado de mi armario al despertar). No supe si era debido a dicha acción o a la manera en la que Diana nos había encontrado, pero me pareció notar cierto rubor en sus mejillas. —Andrea, no tienes por qué ceder ante sus... —Diana me miró con una pizca de repulsión— provocaciones... Si es que se puede usar esa palabra. ¿Andrea? —En realidad, la idea fue mía —confesó el súcubo, con una sonrisa inocente. La otra chica pareció algo asustada ante aquella declaración y prefirió retirarse con un gesto desaprobatorio de cabeza, sin decir nada más. —¿Andrea? —repetí, una vez las cosas se habían calmado y mi hermana se había marchado, a la par que alzaba una ceja. —Puedes llamarme así si quieres —contestó la joven—. No me molesta. En realidad, es conveniente que mi nombre pueda contraerse así, a un nombre frecuentemente utilizado en los humanos, si lo piensas. No necesito un seudónimo o alguna tontería así que termine por confundirnos a ambos. —Bueno... supongo que eso simplifica las cosas —coincidí, asintiendo con la cabeza e intentando hacerme la idea de comenzar a llamarla por el diminutivo. No sonaba tan difícil, en realidad, aunque Andrea seguía siendo un nombre un tanto exótico en un lugar como Seattle. Espera... ¿qué? ¿Por qué discutíamos nombres falsos, exóticos seudónimos o agradables diminutivos? ¿Qué estaba planeando aquel demonio? ¿No estaría pensando en...? Oh, mierda, no... —¿Por qué has bajado? —cuestioné, apuñalándola con la mirada, como para obligarla a ponerse nerviosa y a responder mi pregunta. No funcionó. Con una expresión tan neutral como (casi) siempre, me respondió sencillamente: —Para desayunar... —No estaba hablando de eso —reproché. Bufé y me llevé los dedos de una mano a las sientes—. Mira... Con Diana no hay tanto problema... Tanto.. —puse los ojos en blanco—. Pero los dueños... —me atoré un poco con lo que quería decir y balbuceé algunos sinsentidos antes de rendirme y volver a empezar, no sin antes soltar otro bufido—: Mira, se me permite quedarme en esta casa sin ser estudiante con varias condiciones. Uno —alcé el dedo meñique para ilustrarme—, ayudar en todo lo que sea posible en las tareas de la casa. 36


Dos —otro dedo—, tener mi propio trabajo para mis gastos. Tres, asistir a clases universitarias y... Andrea no había articulado palabra desde que comencé a hablar. Por eso me detuve, como esperando que tuviese algo que decir al respecto. Pero nada... me seguía mirando, como... ¿interesada? ¿Admirándome? ¿Estudiándome? Sus ojos lila brillaban como los de una niña escuchando una historia. —Y no causar problemas... —terminé, finalmente levantando mi dedo índice—. Lo siento, pero traer chicas sexys a mi habitación a las tres de la madrugada califica como un “problema” —aclaré luego. —¿Se... “setzis”...? —inquirió Andrea, inclinando la cabeza sin comprender mis palabras. —Eh... erm... “guapa”, quise decir —corregí, aunque no se trataba de un sinónimo de los más preciso. La chica asintió con la cabeza para mostrarme que entendía. —¿Entonces debería hacerme invisible o algo? —preguntó. Me permití soltar una ligera carcajada. —Sí, claro... —coincidí sarcásticamente. Andrea no me imitó—. Espera... ¿vas en serio? —pregunté, alzando una ceja inquisitivamente. Era cierto que mi mente estaba muchísimo más abierta que la noche anterior y que había asimilado, de cierta manera, que había hecho un contrato con el demonio que tenía en frente. Pero... ¿creer que podía hacer algo como eso?—. ¿En serio crees que voy a seguir tragándome todo ese rollo de la esencia mágica, los hechizos, el alma y todas... esas... co... Me detuve en súbito, olvidando por completo las palabras que iba a pronunciar. Y es que en ese preciso momento experimenté una de las sensaciones más extrañas, sorprendentes y poco naturales que jamás había sentido en la vida... pero hago notar que no por ello la última que sufriría junto a Andrea. El pie que tenía colgando fuera del sofá ya no tocaba el suelo. Ni tampoco los de Andrea... Ni el sofá, ni la mesa, ni el librero, ni la planta decorativa... —¡Woah! —grité, ciertamente sobrecogido y alarmado ante aquel surrealista evento. Cuando mi coronilla hizo contacto con el techo, me puse más nervioso todavía. Comencé a agitarme frenéticamente en mi sitio, ignorante a cómo reaccionar—. ¿¡Por qué te parece divertido!? —rugí cuando vi que Andrea se cubría la boca en un intento por ocultar una risita. Dubitativo, intenté bajar del sofá. Me giré y acomodé las dos piernas como si tocara el suelo (¡pero no había!) y me incliné hacia adelante para dejarme caer. No pude, empero, 36


pues mis agallas me abandonaron en el último instante. —¿Ocurre algo...? —preguntó la voz de Diana desde el pasillo. Al instante, dejé salir un agudo “¡Mierda” y perdí el equilibrio por intentar bajar apresuradamente. Antes de que me diera cuenta, había caído un metro y medio de espaldas hasta el suelo después de golpearme fuertemente la boca con la mesa de centro. —Putaputaputaputa... —solté, sacando a relucir mi lado más vulgar y levantándome lo más rápido que el dolor me permitió. Mientras echaba a correr en dirección al pasillo, saboreé la sangre en mis labios—. ¡Diana, no vengas! —vociferé, lanzándome hacia la entrada a la sala y bloqueándola con mi propio cuerpo, piernas y brazos abiertos. Diana, quien ya iba en camino, se detuvo en seco cuando nuestros ojos se encontraron. —¿Por qué... est... ás...? —murmuró, pero su voz se perdió poco a poco, como si algo la hubiese hecho callar. Lo ignoré y continué hablando: —Erm... nopasanadanopasanada... ¿por qué no regresas a... hacer... lo que hacías? En ese momento hubo una especie de destello en sus ojos, cuyas pupilas luego se dilataron y perdieron el brillo. Como un autómata, Diana expresó: —Entiendo... —comenzó, con una extraña voz mecánica, sin variaciones de volumen o tono. Como algo... inhumano—. No ocurre nada en la sala y no tengo razón para investigar. Ahora volveré a la cocina... —y dichas estas palabras, dio media vuelta y regresó por donde había venido sin decir nada más. Todavía sin entender qué acababa de pasar, imité su acción y volví a la sala, donde los muebles habían regresado ya a su lugar. —¿Qué tal ha ido? —inquirió Andrea, quien se hallaba sentada en el mismo sitio que antes, como si aquel innatural espectáculo no la hubiese interesado ni una pizca. En su rostro seguía dibujada una prepotente sonrisa. —Ajá, obra tuya, supongo... —contesté sarcástico, referenciando a la extraña actitud de Diana. La chica de inmediato notó mi poco entusiasmo en respuesta a su pregunta. —Todavía no crees mis palabras, por lo que veo... —reprochó, fulminándome con la mirada. Como la noche anterior, noté que una suave niebla de color morado brotaba de algún sitio detrás de ella. Sin previo aviso, Andrea extendió unas enormes alas de murciélago, tan largas como la mitad de la sala, acompañadas por un poderoso aleteo. De entre sus labios escaparon dos colmillos, como un estereotipo de vampiro, y el color lila de sus ojos comenzó a brillar con intensidad. Tragué saliva cuando la chica lanzó sus brazos a mi cuello y acercó su rostro 36


lentamente al mío. —“Hasta que la muerte los separe”... —murmuró. Luego, sus labios se unieron a los míos. Me esperaba un beso salvaje y apasionado, debido a su personalidad y al hecho de que se trataba de un súcubo; sin embargo, Andrea me besó de manera dulce y algo insegura, como si realmente no supiera qué hacer pero se esforzara por hacerlo de todas maneras. Y por alguna razón, me encontré correspondiéndole. Las suaves y tibias caricias de sus labios en los míos, sus colmillos traviesos pellizcándome, sus delgados dedos enredándose en mi cabello, su fina figura pegándose a mi cuerpo... tantas sensaciones, acompañadas por nuestros frenéticos besos, entrecortadas respiraciones y ese excitante olor a flores me convirtieron en un impaciente enamorado. Abracé y besé a Andrea como si la conociera de toda la vida... y nunca pude explicar por qué. Tras lo que parecieron días y días de entregar nuestros besos al otro, el demonio se separó de mí. Con una mirada que me pareció bastante provocativa, seguramente digna de su raza, se relamió un hilillo de color rojo que corría de la comisura de sus labios. Volvió a acercarse a mí, pero esta vez prefirió solamente tomarme de la mano. Las palabras no fueron necesarias. Mi cabeza ya había considerado aquella posibilidad durante unos brevísimos instantes, pero la acción de Andrea pareció confirmarlo: guió mis dedos hasta mis labios y me apremió a palparme, no para recordar sus caricias, sino para corroborar mi teoría. Ya no había herida alguna. Ni un rasguño, ni cicatriz; ni siquiera una gota de sangre. Aquellos dulces besos no sólo habían agitado y confundido mi joven corazón: me habían... me habían sanado. Por primera vez, no miré a Andrea a los ojos, sino a Andrealphus, súcubo de la vigésima séptima legión de Mefistófeles; aquel demonio a quien había entregado mi alma a cambio de tres deseos, uno de los cuales, me quedaba claro, había utilizado de una manera muy problemática. Por primera vez, reconocí su existencia y declaré: —De acuerdo... Te creo...

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Capítulo 3 Runaway —Ya te lo dije: clases remediales —expresé, por enésima vez, ya ni siquiera esforzándome por mirar a Andrea a los ojos o girar mi cabeza hacia ella. —Pero sigo sin captar el concepto... —confesó el súcubo, claramente apenada ante su ignorancia. No es que fuese malo no saber, y menos preguntarlo, pero comenzaba a tornarse desesperante. Ambos caminábamos por la gran avenida que me llevaría a la universidad. Como dos simples conocidos... ¡nada de “esposos” o algo así! Ni manos, ni abrazos, ni nada que pudiese ser malinterpretado. Y es que digo “mal” porque... ay, dios, qué difícil me es decir esto... porque eso es lo que éramos, en teoría. ¡Esposos! ¡Imaginad! ¡Esposos, he dicho! Y como tales, según Andrea, debíamos permanecer juntos y expresar la relación que teníamos. Por esta razón, mi supuesta pareja había insistido en acompañarme por el camino. Al final cedí porque tenía miedo de dejarla en casa y por cuánto me insistió Diana. —Mira... están las universidades. Escuelas de grado superior. ¿Lo entiendes? —quise confirmar. —Ajá. También tenemos escuelas en el Infierno, ¿recuerdas? —me contestó ella. Asentí con la cabeza, recordando su breve explicación sobre los caminos que un demonio podía tomar en su vida y dónde podían formarse para ello. Andrea me comentó sobre aquellos que podían salir al mundo humano (muy pocos, cabe decir), como “los contratistas”, “los vigilantes”, los recolectores de almas y una especie de equipo de seguridad o policíaco. Tenía muy vagas ideas de qué hacía cada uno, pero en aquel momento no le quise pedir más explicaciones. Los empleos en el Infierno, por otro lado, no eran muy diferentes a los de la Tierra, aunque obviamente existían varios únicos del reino de la oscuridad, como los eruditos mágicos, los “tratadores” de almas y “los buscadores”. Fuera de ello, no parecía muy diferente. —Tremendo asco. Ni siquiera los seres sobrenaturales hacen algo divertido, ¿verdad? —bromeé. Andrea respondió con una leve, mas vacía sonrisa. —Todos en el Infierno están obligados a servir de alguna manera —dijo—. Así que sí... sí, es un asco. En sus ojos no pude ver si sólo me seguía la broma o si realmente le disgustaba su trabajo como contratista. Luego, intentando sentirme algo empático, descubrí que no sabía 36


nada de ella. Tenía tantas cosas que preguntarle... —Pero en fin... —intervine, para continuar con mi explicación—... para entrar a la universidad tienes que tomar un examen, una prueba que mide tus conocimientos. Si la apruebas, entonces se te permite entrar y estudiar allí. —Y si no lo apruebas, no puedes entrar, supongo —terminó Andrea—. Igual que acá. —Sip. Sin embargo, mi examinador decidió recomendarnos a cierto profesor (a mí y a los demás desaprobatorios) que podría ayudarnos para aprobar el próximo examen. Con un costo, evidentemente. —¡Ah, ya veo! —exclamó Andrea, comprendiendo de pronto lo que le estaba explicando—. Así que es un servicio independiente y con costo adicional... —Pues claro, ¿no lo había dicho antes? Todo en la vida (y aparentemente, también en la supra vida) tiene un costo —dije, poniendo especial atención en acusarla, indirectamente, de sorda o distraída entre palabras. De reojo, percibí un ligero puchero dibujarse en su rostro, así que me permití una leve sonrisa. —¿Entonces eso es lo que haces cada mañana? —quiso confirmar, inclinando la cabeza para poder verme a los ojos. Cuando me encontré con el inquisitivo lila de sus pupilas, me hallé sólo con un brillo curioso, como el de una niña que pregunta “¿Por qué?” a toda situación, y no con el estudiador y escrupuloso motivo de un demonio examinando el mundo humano. Me estaba asustando menos, debo admitir. Si no fuese por el tatuaje en mi antebrazo y los muebles flotantes, aún creería que Andrea era una chica común jugándome una elaborada broma. El tatuaje... antes de salir de casa, me aseguré de por lo menos echarle una ojeada. Me las arreglé para encontrarlo sin más indicaciones por parte de Andrea. En realidad, se hallaba en la parte interna de mi muñeca, por lo que sería bastante sencillo ocultarlo con manga larga o con muñequeras en un futuro. En un principio, pensé que se trataba de una estrella de cinco puntas, como las frecuentemente utilizadas como signo místico y esotérico, más propio de lo demoníaco. Cuando descubrí que no tenía cinco picos, sino seis, volví a pensar que se trataba de otro símbolo conocido: la estrella de David. No obstante, la punta inferior era mucho más larga que las demás y la punta más alta se veía coronada por un pequeño diamante. O por lo menos en mi caso. 36


Por suerte, tanto a Andrea como a mí, la ropa nos cubría el tatuaje. No me habría gustado la idea de andar por allí con un símbolo extraño en alguna parte visible de mi cuerpo. ¿Qué clase de miradas me ganaría? Aunque, para ser sincero, me disgustaba más el hecho de ir exhibiéndola como una marca de ganado. Antes de que me diera cuenta y pudiese salir de mi ahora tan usual periodo de ensimismamiento, Andrealphus se adelantó unos cuantos pasos, para luego dar una media vuelta y lanzarse a mi cuello sin previo aviso. Me besó. Tal y como había pasado más temprano aquella mañana, sus labios tuvieron un efecto embriagante e hipnotizante en mí, obligándome a devolverle las caricias. De nuevo nos permitirnos perdernos en nuestros besos, sin importar cuántos transeúntes se molestaran por nuestra expresión de afecto o por simplemente bloquear el paso, mientras los sonidos citadinos parecían ser ahogados por un enorme velo y el aroma a flores inhibía mis sentidos. Nos limitamos a pegarnos a la pared, envueltos en frenéticos abrazos y caricias. Agresiva, Andrea me tomó del cuello con ambas manos y... —¡Ah! —exclamé, apartándome al instante de ella—. ¿¡Qué diablos!? —volví a soltar, con un sentimiento entre furia y miedo, haciéndome a un lado y apretándome contra uno de los pilares del edificio en el que habíamos estado recargados. De inmediato noté mi urgencia por besarla desaparecer y el mundo que parecíame antes tan dulce y colorido volverse gris y melancólico. Las miradas que antes me provocaban sólo indiferencia ahora me ponían nervioso y avergonzado. Los ruidos del tráfico volvieron a mis oídos y el perfume a flores fue reemplazado por humo y polvo. —¡Me mordiste! —acusé, poniendo especial atención en bajar el volumen de mi voz para que otros peatones no decidieran voltear a vernos. Y era cierto. Andrea me había mordido el labio. No de una manera suave, dulce y, tal vez, sensual, como habría de esperarse de un beso. No. ¡Me había mordido! ¡Mordida como tal, con el colmillo! ¿Qué demonios? Sangraba. ¿¡Qué!? ¿¡Demonios!? Antes de que pudiese reaccionar, Andrea me sorprendió con un nuevo beso, limpiándome una gotilla de sangre con sus labios, para después apartarse sin que le dijera nada. Se relamió. Durante un instante, volví a sentir aquella urgencia por abrazarla, atraerla hacia mí y perderme entre sus besos. Y tan pronto como llegó, sin embargo, desapareció. Y luego uní los puntos: Andrea era un súcubo. Un demonio sexual que absorbía el 36


alma de los hombres a través de... erm... bueno, mientras “duermen”. Obviamente sus caricias tenían propiedades especiales; era como si cada vez que sus labios tocaban los míos, pareciera que sus besos se hicieran tan necesarios como el aire. Como si soltarla me dejara a merced del triste y cruel mundo que sólo ella podía iluminar. Como si nuestros besos supusieran los pilares del universo. Como si la amara con toda mi alma y persona... ...cuando obviamente no era así. Soñé que navegaba un mar negro sin olas, a oscuras, remando yo solo en una pequeña canoa de madera. Con la mera fuerza de mis brazos, llevaba lentamente mi barco a través de la interminable oscuridad en dirección a un pequeño faro. Me sorprendía no haberme cansado después de horas y horas seguidas de navegar, que era lo que, según mi ciega e ignorante mente soñadora, había pasado desde que había subido a aquella canoa. Aquel pensamiento fue el que, supongo, me hizo moverme más rápido para alcanzar la pequeña estrella en unos pocos segundos. No brillaba con mucha intensidad, pero me hizo sentir extrañamente cálido por dentro, como si alguien familiar y querido me abrazara. Aquella esfera era pequeña, muy pequeña; del tamaño de un melón, ¿tal vez? La envolví entre mis brazos, con cuidado de no caerme de la barca, y la atraje hasta mí, pegándola a mi pecho. Y en ese momento supe que abrazaba mi propia alma. La sostuve con fuerza, como queriendo protegerla de todo lo que pudiese dañarla, o acercársele siquiera, casi intentando devolverla a mi pecho donde, creía yo, pertenecía realmente. Era mi alma. Sostenía a mi propia alma en brazos. Tenía que poner todo de mi parte, estar a su lado, porque ella me necesitaba. Porque ella era ahora Andrealphus. Y me miraba con sus brillantes ojos lilas, dedicándome una de sus vampíricas sonrisas y mostrándome sus largas y oscuras alas negras, como de murciélago, extendidas a su espalda. Entre nuestros pechos aún brillaba la pequeña estrella, aunque con un fulgor morado, como los ojos de Andrea, y latía con fuerza entre nosotros, como si nuestros corazones se hubiesen unido en uno solo. Estábamos unidos… …hasta que la muerte nos separara. Hubo un silbido, como una afilada hoja cortando el aire, y una extraña fuerza 36


proveniente de yo no sabía dónde que me empujó hacia atrás y me separó de Andrea, arrancándome el aliento de golpe y arrebatándome mi alma de entre mis dedos. Un líquido caliente brotó de mi pecho y, aunque no sentí nada, supe que estaba sangrando. Andrealphus sonrió con malicia y se llevó mi alma fuera de mi alcance, acercándosela y mostrándome el color rojo sangre que había tomado su luz. Su afilada cola se separó de mi pecho y luego, como si fuese un látigo, me empujó con fuerza fuera de la canoa, a las profundas y oscuras aguas… —¡Aahhh! La fría sensación que, pensé, era el agua helada envolviendo mi cuerpo resultó ser solamente el aire entrando súbitamente a mis pulmones después de boquear como si la urgencia de respirar realmente me hubiese afligido. Por poco y caigo de la silla en la que me hallaba sentado, aunque me las arreglé para contener mi sobresalto al agarrarme con fuerza del borde de la mesa. Sin embargo, mi grito (o sonora inhalación, más bien) atrajo la atención de todos los presentes en la sala; incluido, por supuesto, el profesor, quien al encontrar su mirada con la mía, sentenció en voz alta: —Señor Flynn… Tal vez… eh… iluminado por su momento de meditación en el… erm… nirvana, sería usted capaz de darnos la integral definida de nuestra… eh… función. Alcé la mirada y la posé sobre lo que se hallaba escrito en la pizarra. Una división con algunas raíces que la hacían parecer complicada y unos límites sencillos. Descubrir la respuesta no me tomó más que unos instantes. —Logaritmo natural de veintisiete sobre cinco… —respondí rápidamente, mientras le dirigía una mirada altanera a mi profesor. Noté las miradas posarse en mí ante la rapidez de mi cálculo; algunas incrédulas, otras envidiosas y, algunas pocas, muy muy escasas, de admiración. También advertí cómo profesor hacía una mueca de enfado y evidenciaba su derrota con un ligero tic en los dedos. Pude saborear la vergüenza en su voz cuando murmuró a desgana: “Correcto”. Cansado y algo enfadado por el intento de ridiculización del maestro, me llevé la mano a la frente y solté un bufido. Coincidentemente, mi quejido se combinó con el suave resoplo de quien estaba sentado a mi lado, una chica menudita de cabello color cobre y ojos azules. Al notar mi mirada, permitió que en su rostro se alojara una sonrisa. —Hablas dormido, ¿sabes? —me comentó en voz baja. ¿¡En serio!? 36


—Oh… ¿En… serio…? —Ajá… Sisisí. La revelación me golpeó como una bofetada. Hasta donde yo sabía, no era sonámbulo ni de sueños muy emocionantes; sin embargo, por las miradas y murmullos de quienes estaban cerca, supe que era cierto y que precisamente por ello me habían descubierto. —No, no… no lo creo… —negué, más para mí mismo que para mi interlocutora. Sudando mares, me pregunté qué clase de cosas habría dicho. No me creerían de todas maneras, pero si hubiese mencionado algo sobre el Infierno o el contrato demoníaco, habría quedado en ridículo. Recé a los ángeles para que me ayudaran (¡sé que existís, cabrones, que si yo me he casado con un demonio vosotros no sois ninguna broma!). Después de todo, un sonámbulo no tiene una dicción precisamente buena, así que cabía la posibilidad de que sólo hubiese murmurado babosadas. —¡Sí! Yo no miento —continuó la chica, aceleradamente—. ¡Oh, casi se me olvida! Me llamo Natasha, pero puedes decirme Nat. Todos me dicen Nat. Aunque si te disgusta, puedes también… ¿Quién era ésa y de qué clase de planeta con atmósfera azucarada provenía? En un principio, había sonado simpática y dulce. Bueno, dulce seguía siendo, pero por culpa de las alarmantes cantidades de glucosa que corría por sus venas. Pero en una segunda instancia, descubrí que jamás había conocido a alguien que pudiese enlazar las ideas con tanta facilidad y que pareciera tan entusiasmada como ella… —Soy Kyle… —respondí, interrumpiendo su discurso, que por alguna razón había terminado en la historia de cómo, si hubiera sido un niño, se habría llamado Nicholas. —¡Mucho gusto, Kyle! Dime, ¿tienes novia? Ah… Así que de eso hablé mientras estaba dormido. —N… N-no… No tengo nov-—¡Bueno, sonó como si tuvieras una! —me cortó. De tajo. Así, sin más. Cuánta rudeza…—. ¿Quién es Andrea? ¿Por qué no te quieres casar con tu novia? El matrimonio es algo que debe ser mutuo, ¿sabes? Porque si no hay amor en una pareja… Natasha era una de esas personas. Una de esas personas con las que no puedes aguantar hablando durante más de cinco minutos porque tu cuerpo siente la urgencia de meterlos a un exprimidor de frutas o rallarlos como a un queso parmesano. Y para colmo, tocaba un tema con el que realmente me ponía sensible. 36


—Yo creo que si realmente te vas a casar con… —¡¡Yo no me voy a casar!! —rugí, levantándome de la mesa y golpeándola fuertemente con la palma de mis manos. Aunque después me daría cuenta que los ángeles estaban de mi lado, pues en el preciso instante en el que exploté con la fuerza de diez Krakatoas, la campana del fin de clases, colocada en el pasillo justo enfrente de la puerta, repiqueteó con la fuerza de once Krakatoas. Mi grito se escuchó de todas maneras, aunque por suerte no tuvo el mismo impacto que hubiese tenido si me hubiese levantado de semejante manera en medio de la clase. La gente empezó a abandonar el aula. No estoy casado y no me pienso casar... repetí, esta vez más tranquilo. Metí con poco cuidado mis cuadernos y mis notas a la mochila y, tras cerrarla fuertemente, me la puse y al hombro e hice ademán de irme de allí. Fue un gusto, Natasha. Me pregunto por qué no me habré sentado contigo antes me despedí, con una de las sonrisas más hipócritas que jamás he esbozado en mi rostro. Por supuesto que sabía por qué no me había sentado antes con ella: era una lunática. Una cosa que adoro en el mundo son las multitudes. Lo cual es extraño, porque a muchas personas les disgusta verse engullidos por aquel monstruo social, de una tibieza asquerosa y fragancias no tan agradables. A mí, en cambio, me gusta el hecho de que no soy molestado, salvo por algunos empujones leves. Si tengo algún problema, voy y me sumerjo en la fila del metro o me cuelo a alguna tocada con Tyler. Aquel día no era la excepción. Apenas tuve la oportunidad, decidí perderme entre el grupo de alumnos de las clases remediales, con la cabeza siempre gacha, pero la vista al frente. Desde aquella mañana, en la que Andrea me había vuelto hechizar y me había mordido, había tomado la decisión de perderla. Por más demoníaca que fuera, seguramente no era omnipresente, y no podría encontrarme en la gran ciudad de Seattle. Y con suerte, tal vez no volviera a encontrar la casa de los Delgado nunca más. Capté un destello antes de darme la media vuelta súbitamente. Un destello de muerte: una chica de larga cabellera negra con mechones de color morado, vestida con algunas prendas de mi hermana adoptiva y recargada sobre la reja de los jardines. Intentando no verme muy sospechoso, me moví en la dirección contraria a la que la multitud se dirigía,

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empujando a cualquiera que se me atravesara al grito de: “¡Lo siento! ¡Mis disculpas! ¡Con permiso!”. Volví al interior del edificio y, allí sí, comencé a correr. El alumnado se quitaba de mi camino al ver mi prisa, aunque me gané bastantes miradas y algunos insultos. Pese a ello, no me detuve ni un instante. Di varias vueltas por los pasillos hasta que finalmente llegué a uno más estrecho y vacío, donde no había nada más que un extintor, una palanca de alarma, un solitario bote de basura y una puerta de emergencia. Eso era lo que yo necesitaba: como los de mantenimiento la usaban para sacar la basura varias veces al día, no estaba equipada con una alarma, por lo que era completamente seguro salir por allí. Y lo mejor, como era precisamente una puerta de emergencia sólo la usaban los de mantenimiento. Esa puerta no daba más que a un callejón entre el edificio de la universidad y el muro externo. Perfecto… murmuré. Como del otro lado había una avenida, arrojar la mochila no era muy buena idea. Tenía que subir con ella en la espalda. (Des)afortunadamente, yo no era un alumno de la universidad en pleno derecho, por lo que mis pertenencias eran más bien pocas. A mi izquierda, unos bancos rotos, sucios y abandonados. ¡Perfecto, perfecto, perfecto! Los acomodé como pude, me subí encima de ellos e intenté alcanzar el borde de la barda, estirándome todo lo que me era posible. No lo logré. Tenía que arriesgarme, así que di un salto, con la intención de asirme de la orilla. Si no hubiera podido, el aterrizaje sobre los bancos rotos no hubiera sido muy agradable, pero por suerte me las arreglé para hacerlo. Subir hasta que pude sentarme fue otro asunto: los músculos de mis brazos me quemaron como nunca y tuve que patalear para darme impulso a mí mismo. Bajar de un salto al otro lado se me hizo una bendición, por lo fácil que resultó. Y salí corriendo, dispuesto a perderme en la gran ciudad.

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Capítulo 4 Acepto ¿Qué demonios pasa con esa chica? ¿Qué clase de sexto sentido posee? Corrí en completo sprint hasta el primer callejón que pude encontrarme, donde tuve que separar a una pareja de un empujón para lograr hacer un giro a toda velocidad. Me hice el sordo ante los reclamos, pues mi mente se ocupó más en intentar mantener el equilibrio mientras intentaba saltar un contenedor de basura abierto que me bloqueaba al saltar en los bordes del mismo. Con más suerte que habilidad logré mi maniobra y llegué al otro lado, donde me apresuré a ocultarme tras varias bolsas de basura. Apestaba horrible, pero seguramente sería suficiente para que Andrealphus me perdiese la pista. Probablemente seguía el olor de mi sangre, de aquella que había bebido dos veces ya. Y es que, pese a que todas mis heridas habían sido sanadas gracias a sus poderes de súcubo, seguramente algo tan fino como la piel no era ningún obstáculo. Bufé e intenté calmarme mientras llevaba una mano a mi cabello. No podría correr por mucho tiempo. Después de la hora de comer tendría que presentarme con Tyler a atender a los clientes en el videoclub en el que trabajábamos durante las tardes. Y si no me aparecía por allí me iba a caer una bronca de la buena; y no sólo por parte de Tyler que, aunque revoltoso, cumplía sus compromisos; sino por parte de nuestro jefe. Miré mi bolsillo. Siete dólares y treinta seis centavos. Lo suficiente para comer y tomar el bus si sabía administrarlo. Supuse que no podría permitirme una hamburguesa, la cual se me antojaba sobremanera, así que tendría que conformarme con algún kebab de desconocidos y peligrosos ingredientes. Eran las calles de Seattle, después de todo.

[...]

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