Hellfire Kiss 1. Hell-oween

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CAPÍTULO 1 Hell-oween

Golpeé la superficie de la mesa con mi puño cerrado por cuarta vez en la noche. Acababa de notar que, distraído, había sustituido un par de variables de manera incorrecta, lo cual había creado una ecuación monstruosa que me había tomado casi diez minutos "resolver”. Gruñí y maldije entre dientes mientras pasaba con enfado y con poca delicadeza la goma de borrar por encima de prácticamente toda la hoja de papel, deshaciendo el trabajo que había hecho en vano. Porque, por supuesto, era imposible que un cuerpo hipotético de mis deberes de física tuviese una fuerza gravitatoria que superaba a la de Alfa Canis Majoris… en negativo. Usualmente las cosas no salían mal cuando estaban a mi cargo; bajo la severa mirada de un genio como yo, era poco común que hubiese cualquier clase de equivocación. Aquella noche en particular todo ese desastre era culpa de aquellos insensibles mocosos, no mía. Parecían inundar las calles del barrio como una horda de bestias hambrientas en busca de carne fresca. Escalofriantes legiones que se abalanzaban sobre la frágil puerta de mi último bastión al vigoroso grito de… «¡Dulce o truco!» ¡Y era tan desesperante! ¿Cómo podía cualquiera concentrarse cuando el timbre no paraba de sonar y una multitud de momias, brujas y zombies en miniatura irrumpían en mi sagrado recinto de educación y conocimiento? Parecía que cada vez que quería posar mi lápiz sobre el papel, tenía que verme interrumpido, o por el desconsiderado griterío de allá afuera, o por una manada de vampiros y calabazas abalanzándose sobre el tazón de caramelos que Diana les ofrecía en la entrada. Diana… Mi querida compañera de residencia, tan inocente y ciega, no había podido evitar ser corrompida por los misteriosos poderes de las larvas humanas, ataviadas en sus falsas pieles y exhibiendo sus ojitos de ciervo encandilado. No sabría precisar si era una debilidad propia de ella o si era una desafortunada cualidad intrínseca en el sexo femenino, aquello de verse conmovido por aquellas ruidosas criaturas… pero sabía una cosa con claridad: No dejaba concentrarme. —Deja de abrir la puerta —ordené, cerrando mis párpados con fuerza y presionándome las sienes con las palmas. No habían pasado más que unos momentos desde que había descubierto que pronto me daría un dolor de cabeza. Y si no controlaba aquellos constantes focos de estrés, terminaría con una migraña legendaria.


Y no podía hacer tarea de física con una migraña. Era suficientemente cansino ya de por sí. Diana me ignoró, sin embargo. Sólo pude ver su cabello color cobre moverse como un látigo cuando rápidamente giró la cabeza para alejar la mirada de mí. Esa clase de gestos era una especie de costumbre entre nosotros dos: uno decía algo y el otro se hacía el loco. Era una de las implicaciones de vivir juntos, tener suficiente confianza para perderle el respeto a la otra persona. —Cuando el mundo esté a punto de ser destruido por un asteroide— empecé, pasando el lapicero por la hoja sin mucho interés—, y yo sea capaz de desviar su trayectoria para salvarnos a todos… agradecerás haber cerrado la puerta en ese lejano, lejano Halloween. Diana ni siquiera se volteó para verme cuando me respondió, más interesada en contar el número preciso de paletas y caramelos que recogía del tazón de la entrada: —Eso no es lo que hacen los astrofísicos… ¡Hola!, ¿de qué van vestidas, bonitas? La puerta había sido abierta de nuevo. —Podemos hacer muchas cosas… —musité entre dientes, no muy contento con la respuesta de Diana. Supuse que me la había ganado, pero no por ello consideraba mi situación precisamente justa. Aspiré con fuerza por la nariz, fastidiado, y volví a mis interesantes tareas de física, mientras la joven se ocupaba de halagar al grupo de larvas por sus disfraces y se aseguraba de pellizcar cada mejilla al menos dos veces. Tal vez mi vida me enfrentaba a aquella clase de desgracias de vez en cuando para compensar todos los dones que me había otorgado. Porque no sólo tenía que lidiar con todo el alboroto que se tenían armado allí afuera mientras trabajaba con mi física, sino que ni siquiera tenía muchas ganas de trabajar con mi física en primer lugar. La cosa era que había sido invitado a una fiesta esa misma noche, pero no tenía muchas posibilidades de atender; o más bien, de volver a casa tras hacerlo. Diana y yo compartíamos las llaves de la puerta principal por culpa de un desafortunado accidente; accidente en el cual éstas habían terminado en una cubeta de limosnas junto con el resto del contenido de mis bolsillos. En otro momento no hubiese sido un problema, porque evidentemente podría tomar las llaves mientras ella pasaba la noche durmiendo, pero por estúpidas razones femeninas que no entendía, Diana no quería ni prestármelas, ni acompañarme, ni abrirme la puerta a las tres de la madrugada. Intentar sacárselas de sus inhumanamente apretados jeans o tratar de escalar hasta la ventana de mi habitación al regresar… ambos eran suicidios asegurados. Lo único que me quedaba por hacer, entonces, era resignarme y


pasar la noche en casa, consolado sólo por el imaginario abrazo de mis ecuaciones. Igualmente, si tuviese manera de concentrarme, aquellas ecuaciones serían un juego de niños. Tal vez era mejor que no pudiese terminarlas tan pronto, así me mantendría entretenido… Fue entonces cuando, después de darle un sorbo a la taza de café que Diana me había preparado previamente, me acomodé en la silla hasta que encontré una posición cómoda y apropiada, Jugueteé un poco con el portaminas y luego lo coloqué de nuevo sobre la hoja, dispuesto a acabar finalmente con ese problema. Pero el timbre volvió a sonar apenas hice mi primer trazo. Perdí mi concentración de nuevo y rompí la puntilla, dejando un desagradable garabato a mitad de la ecuación. Estuve a punto de expresar mi desacuerdo con el universo con un par de maldiciones y algunos golpes en la superficie de la mesa, pero no tuve oportunidad para hacerlo, sino que la voz de Diana me interrumpió antes. —Kyle, es para ti. Si hubiese tenido un espejo frente, estoy seguro que podría asegurar con la máxima certeza que mi rostro se iluminó como el de un niño en la mañana de navidad. Que hubiese alguien a la puerta buscándome a mí y a mí precisamente podía sólo significar una cosa: Salvación. No supe si realmente me levanté de la silla o si mi manotazo en el respaldo la apartó con tanta fuerza que ni siquiera tuve que incorporarme; lo único que puedo recordar con claridad fue que me costó sólo un par de zancadas cruzar del comedor a la recepción, mientras el mundo a mi alrededor se convertía en un torrente desenfocado de colores. Me planté frente a la puerta de un salto y saqué la cabeza por el marco, asomándome al exterior para apreciar a quien fuese que Diana había recibido. —¡Truco! Esa súbita exclamación me hizo retroceder medio paso. Pude reparar en que había escapado de la sonriente boca de un joven de tez oscura; alto, bien parecido y, oh gracias al cielo, de rasgos conocidos y familiares. Si aquel delgado muchacho no me hubiese envuelto en un abrazo tan amplio que parecía rodearme dos veces, muy seguramente habría contemplado con mayor atención el sencillo pero elegante disfraz que llevaba puesto: un traje negro ajustado, que en él quedaba bastante bien, y un llamativo corbatín en forma de murciélago; además de excesivo maquillaje blanco. —¡Ty… ler! —reconocí con entusiasmo. Sentí que me levantaba unas cuantas pulgadas del suelo. Sobra decir que mis pulmones se encontraban


aprisionados bajo aquella bromántica expresión de afecto, por lo que me hallé con no poca dificultad para encontrar el aliento necesario para hablar—.¿Pero… pero qué estás haciendo por aquí, hombre? —añadí después, una vez Tyler me permitió volver a posar mis pies en la acera, muy para mi consuelo. Sin poder ocultar una sonrisa, le estreché la mano con tanta fuerza como pude. —¡Vengo por ti, hermano! —explicó el joven, extendiendo las palmas de sus manos en mi dirección, como si su intención fuese evidente. Y, de cierta manera, lo era: no era difícil adivinar que estaba allí para recogerme; o, al menos, eso era lo que a mí me gustaba pensar—. Vamos, Flynn. Ponte una camisa vieja y sube al auto. Te pondremos algo de tierra y cátsup y diremos que eres un zombie. ¡Es un clásico! —Tyler rió victorioso y echó el brazo por encima de mi hombro, dándose la media vuelta y buscando apremiarme a caminar con él—. ¿Sabes qué? Ned Thompson dice que sus primas canadienses se han tomado un año sabático y precisamente esta noche están de visita. ¿Qué tal? Estuve a punto de negar con la cabeza, pero la duda y la tentación se apoderaron de mí, por lo que miré alternativamente a mi amigo, a Diana, quien todavía estaba recargada en el marco de la puerta, y al auto deportivo azul que me esperaba, invitante, estacionado en la acera. Repetidas veces, en realidad, mientras mi mente maquinaba las distintas alternativas que me permitían acompañar a Tyler sin tener que pasar la noche en el banco de un parque. Casi todas, sin embargo, terminaban con Diana transformándose en una bestia furiosa que me desmembraba sin esfuerzo en cuanto abría la puerta del recibidor. La verdad era que ya me había resignado a pasar la noche en casa, pese a que conservara la mínima esperanza de que alguien arribara a rescatarme como lo había hecho Tyler. Era cierto que me había comprometido a no salir; no sólo con Diana, sino también con sus padres, los dueños. Y si no cumplía con esa palabra de honor, mi cuello bien podría estar en juego. —No se puede —expresé, fingiendo una mueca de dolor. Tyler detuvo su caminar para escucharme—. Había dicho que no iba a salir esta noche y Diana está algo sensible por sus dramas y tonterías y… pues ya sabes… —¿Y? —respondió el joven, como si no encontrara problema con aquello y esperase que yo se lo explicara—. Eres un joven independiente, Kyle. Te puedes cuidar tú sólo y tu familia está a kilómetros de aquí. Sólo sal. —Diana tiene las llaves —Tyler siseó con los dientes como alguien que entiende, pero no envidia, el dolor ajeno—. Accidentalmente pude haber metido mis llaves en la cubeta de un veterano ciego en el metro, junto con las pocas monedas que me quedaban —expliqué. Hubo unos instantes de silencio, durante los cuales Tyler pareció repetirse mis palabras mentalmente antes de afirmar con sequedad:


—Imbécil —me soltó y se cruzó de brazos, ante lo cual respondí plantándome frente frente a él y mirando a sus ojos con la ofensa reflejada en los míos. —Sí, pero aunque ella dice que eso es lo que pudo haber pasado, no recuerdo haberlo hecho. —Lo cual te vuelve todavía más imbécil por no haberte dado cuenta. Gruñí, pero no dije nada. Podía tener razón o podía no tenerla, pero igualmente seguía existiendo una importante ausencia de llaves. Y discutir el cómo había llegado a esa situación no iba a solucionarla. Miré hacia arriba, al segundo piso de la casa de huéspedes. Y concretamente, a la ventana de mi habitación, la que quedaba justo por encima de la entrada. A menos que fuese posible conseguir superpoderes de parkour en la fiesta, aquella escalada era imposible para un sujeto completamente promedio como yo. ¿Era la posibilidad de dormir en un parque tan mala? No hacía tanto frío afuera e igualmente no llevaba nada valioso encima, salvo tal vez mis zapatos… los cuales igualmente no serían una gran pérdida. Si me acurrucaba lo suficiente, tal vez podía caber en un banco; o si no, el césped seguía siendo una cómoda alfombra donde descansar… No. Sacudí la cabeza por haberlo al menos considerado. Tenía que haber otras opciones… Claro, podía intentar quedarme en casa de Tyler. O podía terminar pasando la noche con aquellas primas canadienses. No sabía cuál era menos probable, ya que la familia de mi amigo no era tan comprensiva y yo no era precisamente un galán. —No lo… yo no… —balbuceé. —Deja la puerta abierta —sugirió Tyler. Dudé por unos segundos ,considerando la propuesta, antes de responder. —Diana bajaría a cerrarla. No es tonta —descarté. Aproveché la mención de la chica para mirar a la entrada. Ya no estaba allí, pero la puerta seguía abierta para mi inevitable regreso. —Pídele asilo a alguien, entonces —continuó mi amigo, pasando por la misma idea que se me había ocurrido antes—. No a mí, claro. O consigue una señorita. Bufé con fastidio. —Viejo. Soy Kyle Flynn —aclaré, abriendo los brazos para ilustrarme—. Es como si tú fueses la única persona que no me considera un imbécil petulante.


—Pero lo eres —dijo el otro a manera de respuesta, lo cual me hizo fruncir el ceño—. Yo sólo aprendí a lidiar con ello para sobrevivir. Es evolución. —Gracias —declaré de manera sarcástica. Tyler hizo caso omiso a mi intención y sencillamente se encogió de hombros, aceptando mis palabras como si hubieran sido sinceras. Hubo entonces un silencio incómodo entre los dos, durante el cual ambos nos quedamos sin ideas; mientras yo hundía las manos en el interior de mis bolsillos, Tyler se sacudía nerviosamente a la par que sus ojos se deslizaban traviesamente en dirección a su auto. Aproveché para dejar salir un bostezo. —Okay… —murmuró. —Okay. —Entonces no puedo convencerte —confirmó finalmente. Dejó salir un suspiro mientras yo apartaba la mirada, delatándome. Quedaba claro, pues, que los dos habíamos mantenido vacías esperanzas y nosotros mismos habíamos terminado por despedazarlas poco a poco. O tal vez era cierto que ya me había convencido a mí mismo y por ello había sido tan difícil ceder ante Tyler. De cualquier manera, ambos habíamos terminado por aceptar, a desganas, mi terrible destino. —Bueno… —mi amigo mostró una sonrisa pícara, para mi asombro—. Si no vas a divertirte, tendré que traer la diversión a ti… Mis sentidos entraron en estado de alerta. Casi al instante sacudí la cabeza y eché las manos al frente, como si así pudiese apartar las ideas de Tyler. Como si no pudiese adivinar lo que se le pasaba por la cabeza… —¡No, ni se te ocurra! —rugí, poniendo después mis manos en sus hombros para obligarlo a darse la media vuelta y volver al coche—. ¡N-no vas, no vas a enviarme una prostituta o-otra vez! —farfullé. A Tyler se le escapó una carcajada. —No dije eso —reiteró, divertido. —Lo estabas implicando —precisé con severidad—. Y la última vez… —¡Okay, está bien! —me cortó entre risas, apartándose de mí con un grácil giro. »Será una amiga. Mujer. Una que sólo quiera divertirse, como tú. De alguna manera no se me antojaba como un escenario plausible y no estaba muy seguro sobre la posibilidad. ¿Se me podía culpar por ello? Sencillamente era que esas cosas no solían funcionar. Y cuando estaban en manos de Tyler, mucho menos. Aunque para ser justos, el tipo era bueno para


sugestionar a las personas, especialmente a las féminas; sus encantos funcionaban en muchos ámbitos, no sólo en la seducción, sino también en la manipulación… …y a veces incluso yo caía en sus astutas trampas. —De acuerdo —mentí, sólo para hacerlo callar. Fingí una sonrisa que no pude sostener más que unos instantes; antes de que mi fachada se viniera abajo, logré darme la media vuelta. Tyler me conocía, por lo que probablemente no se tragó el engaño… y sin embargo, me dedicó una palmadita en el hombro. —Venga, nos vemos luego, viejo —se despidió, esperando a que yo volviera a entrar a la casa. No me di la vuelta; caminé hasta la entrada y posé mi mano sobre el marco, sopesando las posibles consecuencias de mi decisión. Tyler aprovechó ese efímero momento de duda para añadir burlonamente: »Estoy seguro que tendrás una grandiosa noche. *¨*¨* Reparé en que había caído dormido en cuanto desperté de un sobresalto. Lo hice varias horas más tarde, eso lo supe por la extensión del charquito de saliva que había dejado sobre mis apuntes, los cuales ya podía dar por muertos, y la desagradable escama que se me había formado en la mejilla izquierda. Claro, también me lo señalaba la oscuridad en la que la casa entera se había sumido, con todas las luces apagadas; el sepulcral silencio que había poseído al vecindario, antes repleto de ruidosos niños; y la manera en la que la luz de la luna iluminaba el exterior, visible desde la puerta de cristal que llevaba al jardín trasero. Los párpados me pesaban, también, y la espalda me dolía horrores por haber decidido que la silla era un buen lugar para pasar la noche. Sabía que en algún momento, tal vez a causa del aburrimiento, tal vez a causa de la fatiga, irremediablemente había terminado por ceder. Probablemente había decidido descansar la cabeza contra el respaldo o sobre la mesa, y a partir de allí todo se había venido abajo. Bueno, igualmente no era como si hubiera necesitado quedarme despierto. Eso sí, me arrepentía de no haber subido a mi habitación, a mi cómoda y tibia camita, a pasar la noche. No llevaba ni medio minuto despierto y ya gran parte de mis músculos se quejaba a gritos por mi terrible decisión. Aunque… tanto como “decisión”… ¿Y cuánto había dormido, también? Preguntándome aquello, me saqué el teléfono móvil del bolsillo y miré la hora en la pantalla. Unos cuantos minutos más y serían ya las dos de la mañana. No sabía en qué momento me había quedado dormido, pero si recordaba bien… me había despedido de Tyler alrededor de las nueve y media. Probablemente no había pasado más de media hora en el comedor antes de “descansar mis ojos”.


Supuse que había tenido más sueño del que esperaba. Había pasado gran parte de la noche allí sentado, maldita sea. ¡Y qué descaro el de Diana, que muy seguramente me había visto en el comedor y no me había despertado! ¡Si incluso había apagado la luz y todo! Me levanté entonces entre gruñidos. Descubrí que estaba todavía más tenso de lo que había creído anteriormente, por lo que mi prioridad se volvió subir a la segunda planta y arrojarme sobre mi cama. Miré los apuntes que había tenido en la mesa e hice una mueca; mis propios fluidos repugnantes los habían vuelto un completo desastre. Nada que no pudiese rescatar al pasarlos en limpio, sin embargo. —Vaya, para lo que me has servido —murmuré amargamente, reparando en la taza que todavía contenía uno o dos tragos de café frío en ella. En el fondo de mi conciencia sabía que no había sido culpa de Diana, pero aun así no podía evitar sentir algo de visceral resentimiento hacia ella. Respiré profundamente y decidí que mejor limpiaría todo por la mañana. Tendría que despertar un poco antes que los demás para arreglar aquello; pero por suerte, no sería muy difícil hacerlo en un domingo; y lo sería mucho menos con la siestecita que me había dado. En aquel momento lo único que quería era reposar mis músculos y refugiarme del frío en… ¿Frío? No entendí por qué de pronto aquella sensación me resultó extraña. Es decir, tenía sentido que lo fuese: después de todo, en el refugio de nuestra casa el aire fresco de noviembre no debía ser perceptible, pero era curioso que me hubiese dado cuenta de repente. Agradecí haberlo hecho, sin embargo, porque de no ser por ello, no me habría puesto a preguntarme el por qué de la situación. Y, consecuentemente, jamás habría notado la puerta de cristal abierta de par en par. Inmediatamente me imaginé lo peor; que alguien se las había arreglado para deslizarse al interior de la casa desde el jardín, con las intenciones de llevarse los objetos valiosos. Miré a mi alrededor, nervioso y en alerta, esperando encontrar huecos donde antes no los había… o a alguna figura desconocida observando desde las sombras. Pero afortunadamente, no había nada. Si realmente era eso lo que había sucedido, era probable que el rufián se hubiese retractado de su decisión al verme allí en la sala. Tal vez no era de los sujetos que preferían inmovilizar o amenazar a sus víctimas, por lo que… ¿se había dado la vuelta y se había marchado? O tal vez la puerta se había quedado abierta en primer lugar… no, no era plausible. Diana nunca se dejaba nada sin revisar, y tampoco lo hacían sus padres. En el lejano caso de que Billy o Marie, los otros dos estudiantes que alquilaban habitación, hubiesen bajado a cerrar puertas y ventanas, entonces sí era posible que hubieran pasado ésa por alto. ¿Pero por qué habrían de hacerlo


ellos cuando Diana había estado en el recibidor recibiendo a las larvas disfrazadas? O estaba pensando demasiado las cosas, me dije al final. De tal manera que le resté importancia al asunto al encogerme de hombros y decidí sencillamente ir a echar una ojeada al jardín. Sólo sacar la cabeza por unos segundos, mirar alrededor y volver a entrar. Y claro, cerrar bien la puerta. Aunque sólo por si las dudas, tomé también como arma improvisada un candelabro decorativo que manteníamos en la mesa. Sólo… sólo por si las dudas.

La noche se había transformado de fresca a gélida en tan sólo unas pocas horas. Por poco y me arrepiento cuando di varios pasos afuera y sentí el aire frío abofeteándome el rostro y arañándome los brazos. No pude evitar estremecerme, ataviado como me hallaba con sólo con una sencilla camiseta de algodón y unos jeans viejos y raídos. Aspiré con fuerza, intentando reponerme; luego hice acopio de valor y terminé de salir al jardín. Todavía con el candelabro en mano, oteé el familiar patio a mi alrededor y examiné cualquier recoveco que me era posible, agachándome y estirándome hasta los límites humanos para no tener que moverme de mi sitio y tener que aventurarme en las penumbras proyectadas por nuestros setos y árboles. Estuve así por un buen rato, esperando a que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad, dando vueltas sobre mí mismo, pasando mi arma de una mano a otro… Pero nunca apareció nada. Aparentemente, mis teorías habían sido injustificadas por completo… Debía admitir, la verdad, que a veces podía ser un poco paranoico, por lo que, tenía que aceptarlo, en algunas ocasiones terminaba especulando más de lo debido. Balanceé el candelero entre mis dedos, inquieto e intranquilo. Si tenía que pensar en alguna posibilidad, generalmente se me ocurría la más rebuscada, improbable y, particularmente, que me afectaba directamente. Apreté los labios y cambié mi peso de una pierna a otra, indeciso sobre si debía encontrarme aliviado o decepcionado. Sabía que debía corregir aquellas actitudes; o de lo contrario continuaría teniendo aquellas paranoias nocturnas. Así que me desahogué con un suspiro en cuanto volví a cruzar el marco y cerré la puerta de cristal tras de mí. Podía volver a respirar con tranquilidad y a disipar la tensión en mis músculos, consolándome con que no tendría por qué volver a pensar en tonterías dementes aquella noche. Así que dejé el adorno en su sitio y me quedé de pie en el comedor, a oscuras y en silencio, por unos breves momentos, apreciando la tranquilidad de la noche. Sólo yo, las sombras, el sonido lejano y enmudecido del tráfico nocturno, y el eterno tictac del reloj de pared. Me sentía privilegiado de poder experimentar


aquella serenidad. Después del desastre que Halloween había supuesto, realmente necesitaba ese perfecto e imperturbable… —Kyle Flynn. Me recorrió un terrible escalofrío, una onda gélida y estremecedora que ascendió por mi columna en un instante y que me hizo dar un respingo y contener el aliento. Mi corazón primero dio un vuelco y seguidamente comenzó a latir tan fuertemente que incluso creí poder escucharlo tan claramente como había escuchado mi nombre brotar de las penumbras. La dueña de aquella voz, firme y calmada, con un atisbo de dulzura natural y una sutil pizca de autoridad intrínseca, era una chica. La localicé en tan sólo unos segundos, recargada contra el muro frente a mí. Y digo chica porque parecía joven, bastante, probablemente sólo un par de años menor que yo, lo que le daría 17 o 18 a lo sumo. Sobra decir que era una completa desconocida. No tenía absolutamente nada que ver conmigo. Un rostro enteramente nuevo. Y por eso se me escapó una especie de lloriqueo, un gemido que pretendía ser un brusco y amenazador <<¿Y tú quién mierda eres?>> pero de alguna manera terminó convirtiéndose en un: —¿Tú mi-mierda? Aquello sólo logró que la chica arqueara una ceja con extrañeza; y seguramente, también, que se viera asombrada por lo escasas que eran mis cualidades mentales. Soltó un bufido de fastidio, aunque no separó su mirada de la mía, y seguidamente repitió: —¿Tú eres Kyle Flynn? Primero balbuceé algo inentendible, poseído por una sorpresa absoluta. La chica había vuelto a hablar. Eso la había ascendido un grado más en mi escala de ‘Real’, lo cual volvía la situación todavía más preocupante. Al final logré musitar un nervioso <<Sí>>. Reparé en lo extrañamente frágil que me comportaba, incapaz de defenderme siquiera o cuestionar la situación con firmeza, y yo mismo me causé vergüenza. Mientras, ella asintió con la cabeza. Con lentitud. Y como queriendo confirmar que realmente había pensado en lo que había dicho, repitió por segunda vez: —¿Tú eres Kyle Flynn? —entonces se adelantó un par de pasos y brotó de las penumbras, dejándome observarla con más claridad—. ¿Tú me llamaste? — añadió.


Instintivamente posé una mano sobre el bolsillo de mi pantalón, en el cual llevaba metido mi teléfono celular. —No— pude responder con mayor tranquilidad esa vez—. No, yo no he hecho nada. »¿Quién demonios eres tú y qué estás haciendo en mi casa? —cuestioné finalmente, intentando sonar firme e intransigente. Avancé medio paso en dirección a la joven, pero ella no se apartó ni una pulgada. Sí, era más pequeña que yo. Tanto en cuestión de edad como de estatura; como me llegaba a la altura de los labios, debía medir cerca de un metro con sesenta. Tenía una figura delgada y sus curvas femeninas, aunque estaban claramente presentes, parecían haber sido trazadas con sutileza. Iba vestida con una camiseta sin mangas, blanca, con un diseño de los Sex Pistols; aunque por el largo, bien podría haberle quedado también como un vestido pequeño. Y con unos mini-pantalones de mezclilla, unas medias negras raídas y unas botas con más correas de las necesitadas, quedaba más que claro que la joven optaba por ataviarse en un estilo clásicamente punk. Era curioso… que sus ojos, grandes y brillantes (pero por alguna razón, desprovistos de expresión y vida), refugiados detrás de sus gafas de montura gruesa, tuviesen el mismo color violeta que las mechones que adornaban su ondulado cabello azabache. Su piel parecía tan pálida y delgada, por otro lado, pero tampoco sabía decir si era cosa suya o era debido a la luz: llevaba puesto algo de maquillaje, como su delineador, la sombra de sus ojos y el brillo labial, pero eran igualmente tenues y delicados, como el resto de ella. Sus delgados labios, resplandecientes, se curvaron en una sonrisa leve y exquisita, con un atisbo de diablura asomándose en ella. — Mi nombre es Andrealphus, súcubo de la vigésima séptima legión de Mefistófeles, y vengo a proponerte... un trato.


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