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Ensayo- Rutinas

RUTINAS

MARÍA JOSÉ GONZÁLEZ

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Al final de una calle, en ese punto en el que se convierte en avenida, o más bien en ese punto donde la calle se introduce a la avenida principal, hay un poste negro, muy alto y con tres focos redondos. Cada foco tiene un color específico; el rojo es el círculo de arriba, en medio sigue el amarillo y al final el verde. Los focos no prenden al mismo tiempo, llevan un orden mucho más complicado del que nos imaginamos; los intervalos de tiempo en que cada color toma brillo no son al azar, sino que están estrictamente coordinados. Cada color tiene un significado, y no es necesario decirlos, todos los conocen, aunque unos cuantos, sino es que la mayoría, le han cambiado el sentido a uno de esos colores, y en vez de ser “empieza a frenar”, ahora es “písale, porque no pasas”. Este poste alto y negro que está al final de la calle tiene una función sumamente importante para las personas, no solo es decoración, créanme; y aunque a veces maldigamos la hora en la que ese poste este ahí… ¡Alto! Dejemos de llamarlo con ese nombre tan vulgar, “poste negro”, pongámosle su nombre a las cosas, semáforo.

Las tremendas maldiciones que hacen las personas a los semáforos cuando hacen que el tráfico sea más lento, o cuando hay prisa y el color nada más no cambia, y entre otras muchas situaciones en las que, ahora sí merecía un nombre corriente, el semáforo interviene en nuestras vidas y nos detiene. Hablar de lo molesto y estorboso que puede llegar a ser este artefacto del orden vial, puede tomarnos días, semanas y meses. Nunca acabaría por contar cada una de las veces en las que el semáforo fue un fastidio. Pero lo que sí puedo decir con toda seguridad es que la vida diaria de un semáforo no es más que rutina, no son más que tres colores que cambian a la misma hora, al mismo minuto, al mismo segundo cada día. Su rutina no cambia, no varía y siempre se trata de lo mismo: Rojo, verde, amarillo, rojo, verde, amarillo y así consecutivamente por todo el tiempo que funcione. Para esta señal de transito no existe el día ni la noche. Un amanecer es lo mismo que un atardecer y un día lluvioso no se diferencia de un día soleado. Solo importa una cosa, funcionar correctamente para no crear caos. Esto es una afirmación interesante, ya que lo único que sale de nuestra boca con respecto a los semáforos son cosas negativas, pero en teoría deberíamos estar agradecidos porque gracias a estos, podemos circular con orden y cordura, pues todos regresamos un poco a nuestra parte salvaje cuando estamos al volante. A fin de cuentas, la situación de un semáforo se resume a una sola palabra, a un solo significado: RUTINA. No hay más, no se puede encontrar alguna salida a esa vida invariable del semáforo, tristemente está condenado a su f r i r de monoton ía, y de verdad que lo compadezco. No c ua l- quiera diría “¡Yo!” a una tarea como esta. No creo que una llanta la pase mal, rodando por todos lados y siempre conociendo lugares nuevos. Tampoco creo que un poste con cables de luz se aburra, siempre tiene visitas, ya sean pájaros, ardillas, etc. Y fue con este pensamiento que llegué a darme cuenta cómo había estado martirizando a los semáforos y a su pobre vida rutinaria. Con esto no

quiero decir que verdaderamente los pobres no vivan en una regularidad terrible, pero sí tienen algo con que entretenerse, hasta podría decir que es mucho mejor que lo que una llanta ve o de lo que los pájaros tienen que contarle al poste; los semáforos cada día, cada hora, cada cambio de luces, ven a alguien diferente, ven un coche nuevo parado esperando sus órdenes. En esa aburrida rutina de tres colores, ellos siempre ven algo diferente, nada de lo que los rodea es igual. En la mañana se encuentran al oficinista o, mejor dicho, al “godín”, atareado y cansado, y entonces la luz cambia a verde. Ahora se encuentran con la camioneta de una señora con sus cinco hijos preparados para la escuela y todos gritan y se pelean, y ahora vuelve a ser verde. En la tarde, las caras cambian y ahora es un joven que lleva en su coche un ramo de rosas, esperando a que la luz roja le dé permiso de ir a conquistar a alguien. Por la noche ya no importa si es rojo, amarillo o verde, el semáforo ha perdido su autoridad y solo pocos respetan las reglas, como ese señor, ya mayor, que va muy arreglado con su esposa. Eso no es rutina ¿o sí? Si entonces no los he convencido y siguen pensando que los semáforos viven en monotonía, entonces déjenme les cuento que para la tarde siguiente, el semáforo nunca volvió a ver a ese joven enamorado, y nada de lo que pasó lo volverá a ver igual.