La huida

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La Huida

Escritores Sobrevivientes Revista Boreales 2011 1


La Huida Plaquette de literatura puertorriqueña Suplemento especial Revista Boreales 2011 Por Yolanda Arroyo Pizarro La Huida nace del Taller para Sobrevivientes de Yolanda Arroyo Pizarro. Este taller estuvo dirigido a redactar textos que abordaran las diferentes maneras de supervivencia a las que se ha expuesto el ser humano. Los poemas y/o narraciones nacidos a partir del mismo se incluirán en una futura edición de Revista Boreales y serán leídos en el acto de lectura pública el jueves 9 de junio a las 7:00 pm en el local Poets Passage de Viejo San Juan, frente a la Plaza de Armas, 107 Calle Cristo. Las aportaciones recibidas durante el taller fueron donadas al Proyecto Matria, organización sin fines de lucro creada para trabajar con mujeres sobrevivientes de violencia por razón de género. La Misión de esta entidad es apoyar el desarrollo y autosuficiencia de las mujeres de Puerto Rico, para que éstas superen situaciones de agresión y discrimen, y puedan ejercer su derecho a una vida plena de logros individuales, y libre de violencia. Invitamos al público a compartir este logro con los participantes del taller. Los esperamos para seguir sobreviviendo.

Escritores Sobrevivientes Incluidos en La Huida Nydia E. Chéverez Rodríguez Iris A. Maldonado Carmen Rodríguez Walberto Vázquez Pagán Cindy Jiménez Vera José Raúl Ubieta Gloria Nazario Angélica Andújar de Jesús 2


Huir o enfrentar la huida Nydia E. Chéverez Rodríguez Los instintos básicos biológicos en cualquier ser viviente ante un ataque o algo que percibe como amenazante son dos: huir o enfrentarlo. En inglés, se hace referencia a este instinto como las dos f: Fight or fly. Huimos de lo que percibimo que nos puede quitar la vida, de lo que sabemos nos va a causar dolor, ya sea físico o emocional. Por eso a veces nos estancamos en relaciones tóxicas, por miedo a la soledad o por percibir erróneamente que no podremos sobrevivir solos. Sin embargo a veces es imprescindible enfrentar el dolor que nos provocan las despedidas, porque al fin y al cabo suelen ser menos dolorosas que permanecer en el maltrato eternamente. No siempre que se huye, se es cobarde o débil. A veces es la única o la mejor opción, especialmente cuando literalmente te juegas la vida si te quedas inmóvil. Otras veces, lo necesario no es huir sino enfrentar nuestros temores y traumas para derrotarlos de una vez por todas. De lo contario, seguimos en el círculo sin fin de las adicciones y otras patologías que minan nuestra salud en todas sus dimensiones. Hay que desarrollar esa capacidad de estar alerta, o lo que llaman ahora inteligencia emocional, para que, ante los retos de la vida, saber cuándo es preciso enfrentarse y cuando es vital salir corriendo. Desarrollar ese “awareness” es lo que nos hace perfeccionarnos y trascender.

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Idem Nydia E. Chéverez Rodríguez Sobrevivo a tu abandono. Sobrevivo al desamor, a duras penas, pero sobrevivo. Echo mano a todas las estrategias que se cruzan en mi camino, además de las que invento o modifico en mis ansías de vencer el dolor que me produce tu partida. Dicen que en la guerra y el amor todo se vale. Creo que esa máxima también aplica cuando de sobrevivir se trata. Eso incluye hacer cosas que en otros momentos consideraría absurdas y risibles, sobre todo en una persona que cada vez se acerca más al agnosticismo. Pero ahora se vale todo; como hacer rituales en los que quemo tus recuerdos, escribir poemas de despecho o de tristeza y de reclamos por tu ida. Prendo velas y me tienta la idea de hacer una cita con la señora que lee las cartas, pero la situación económica no está como para botar $50.00 dólares para que te digan lo que tú ya sabes o lo que quieres oír. También considero llamar al psiquiatra, pero cedo ante la idea de que me saturen de químicos que me anestesian las emociones y me matan la libido. Esto último no debería importarme, pues ya no estás, pero prefiero tener la capacidad de excitarme, por si se me antoja masturbarme. Opto por algo más económico: alquilar películas tristes para provocarme una catarsis de llanto y masoquearme hasta que el cansancio y el hastío de llorar me lleven a los brazos de Morfeo. O mirar tus fotos y repasar una y otra vez los momentos felices y volver a llorar a mares tu ausencia. Ahogo un grito para que los vecinos no piensen que me he vuelto loca, mientras aprieto los puños y me pregunto por enésima vez: ¿por qué? Trato de entender inútilmente cómo es que, quien supuestamente te amaba, te deja de querer de ahora para ahora. ¿Cómo, si apenas semanas antes hacíamos el amor? A veces, cansada de sentir este dolor absurdo, me impongo el sacarte de mi mente y de mi cuerpo a como dé lugar. Entonces, rebusco entre los libros y rescato, algo escéptica, alguno de los libros de autoayuda, aquellos que antes descarté por considerarlos estúpidos y porque pienso que sólo son una estrategia mercantil y de auto ayuda, sí, pero económica para quien los escribe. Mas hago una excepción con Walter Riso. Releo las estrategias para subir mi autoestima e intento poner en práctica la terapia cognoscitiva. Así que, una vez más, hago una lista de tus defectos y tus actos hostiles, intento demonizarte y convencerme de que debo agradecer que te hayas ido. Salgo a caminar o pongo un cedé de salsa y bailo sola hasta sudar copiosamente en un empeño de aumentar las endorfinas. Pero a veces, aún así se impone la angustia, entonces corro a la nevera y busco ansiosa, galletitas, bizcochos,

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dulces o chocolates. Me atiborro de ellos y luego me siento culpable por las libras que debo haber engordado, amén de los triglicéridos, el colesterol, la glucosa y todas esas cosas que a mi edad, debo vigilar con más empeño. Intento mimarme. Entonces, me pongo el delantal y con parsimonia cocino espaguetis integrales y me esmero en personalizar alguna salsa que me parezca gourmet para verterla sobre ellos. Me doy un atracón. Supongo que me aumentan los niveles de serotonina, pues siento que disminuye un poco mi tristeza. Mas, nuevamente, me preocupan las calorías consumidas en exceso. Me impongo caminar un poco más en la tarde. Mientras camino, me enchufo a los audífonos del celular y comienzo a llamar, hasta que tengo la suerte de que me contesta alguna de mis amigas verdaderas, que tolerante en extremo, me escucha pacientemente por hasta una hora, aún cuando ya conoce de memoria mis quejas. Luego me doy un baño con alguno de los jabones italianos que me regalé de Marshall. Me embadurno el cuerpo entero de crema humectante y masajeo con especial énfasis en los ojos y el cuello. Me miro al espejo desnuda. Y pienso en cómo me verías si aún estuvieras, si este cuerpo desgastado sería capaz todavía de provocarte el deseo. Lloro nuevamente y como todo está permitido, vuelvo a creer en Dios. Le pido: aparta de mí este cáliz. Haz que el tiempo pase rápido, que se vaya volando este año. Eso es porque dicen los psicólogos, que en la mayoría de las personas el duelo dura de 12 a 18 meses. Y quiero creer que voy a comportarme dentro de esa norma. Imploro: ¡Dios mío, que no sea yo una de esas que se pasan el resto de su existencia sin poder rehacer su vida! No quiero padecer del síndrome de Pénelope(me refiero a la canción de Joan Manuel Serrat). Entonces, invento una excusa para convidar a mis amigas a matar las horas mientras nos bajamos varias botellas de vino tinto. Además las obligo a escuchar mis poemas y embelecos literarios. Otras veces, prendo el televisor y trato de enajenarme con algún programa insulso, de esos que normalmente no vería porque los considero mata neuronas (algo así como Don Francisco), algo que me embote para no pensar en ti. A veces lo logro, pero otras, mi tolerancia es demasiado baja y prefiero apagar el televisor. Procuro leer y cuando percibo que ya es tarde y voy otra vez camino al insomnio, me doy permiso para zumbarme una Ambien y obligarme a dormir, porque ni siquiera puedo permitirme el lujo de quedarme como zombi en la cama y sumergirme en la depresión. ¡No!, debo funcionar. Y en efecto, funciono, más o menos. Más lenta y menos efectiva, pero me empujo. Me esfuerzo y me maquillo para esconder las ojeras. Salgo tarde de la casa porque siento que nada me queda bien. Me visto y me desvisto varias veces, hasta que al fin, vacío el clóset y llena la

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cama de ganchos y de ropa que luego debo guardar, decido ponerme lo primero que me medí, porque ya estoy demasiado retrasada. Salgo a trabajar, arrastrando los pies. Enciendo el radio del auto. Aprovecho en el trayecto hasta el trabajo para hacer la catarsis de llanto otra vez. ¡Y se jodió el maquillaje! Se corre el rímel, me miro en el espejo y tengo los ojos rojos e hinchados. Me pongo las gafas negras de sol, las grandotas bien oscuras que me encantan porque ocultan mi mirada triste. Llego al trabajo y comienzo mi actuación desde que llego al parquin. Saludo efusiva a todo el que me encuentro hasta llegar a la oficina. Me encierro. Busco el espejito y el maquillaje que tengo en la gaveta del escritorio. Me retoco un poco. Trabajo todo el día. Funciono. Puede ser que hasta salga a almorzar con alguna amiga con la que me vuelvo a desahogar. Y otra vez, me sumerjo en mis labores y en la computadora y así sobrevivo el día. En la tarde, de camino a la casa, me detengo en la farmacia o el colmado a comprar leche o alguna cosa que falte para la cena. Pongo un cedé de Lucesita y repito la catarsis de llanto hasta llegar al hogar. Disimulo al entrar si veo algún vecino. Igual frente a mis hijos. No quiero que noten mi tristeza. Enciendo el televisor y mientras cocino, me sumerjo en las noticias y desastres del país. Salgo a caminar nuevamente. Al regreso, después del fregado, de limpiar la cocina, preparar las loncheras del almuerzo de mañana, de lavarme los dientes y bañarme otra vez con el jabón de olor y hacerme el embarre de crema; cuando bajan los niveles de endorfina que produjo el ejercicio, en la soledad de mi cuarto, me visita nuevamente el ataque de llanto, especialmente cuando percibo la cama tan grande, ¡es demasiado espacio para mí solita! Mentalmente, repaso a Walter Riso. Otra vez me engancho a la terapia cognoscitiva. Trato de cambiar los sentimientos que me asaltan por las razones por las que no debo perder el tiempo pensando en ti. Me repito una y otra vez como si fuera un mantra que no vale la pena recordarte, que no mereces mis lágrimas ni mi angustia. Pero vuelvo a llorar. Agarro un libro de cuentos o una novela de las muchas que tengo pendientes de leer, cercanas a mi cama. Si es un libro bien escrito, me engancha su lectura, me relajo un poco y duermo varias horas. Si no, me distraigo encontrando y marcando los errores u horrores, del autor o el editor. Entonces, miro el reloj, una y otra vez y al comprobar que nuevamente el insomnio se impondrá, para no hacer de la Ambien una costumbre, tomo tres grandes buches del agua de azahar que descansa al lado de la cama. Duermo un rato, hasta que una pesadilla me vuelve a despertar, casi siempre tiene que ver contigo. Repito el ritual. Me duermo otro rato. Esta vez el sueño es más profundo por el cansancio acumulado. Entonces me despierta la alarma. Debo levantarme para ir a trabajar.

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Debo funcionar. Voy a la cocina, pongo a hervir el agua para colar el café. Antes de regresar al baño a asearme, miro el almanaque en la pared. Tacho el día de ayer. Calculo cuánto falta para que se cumpla un año de tu partida. Agradezco al menos que ya pasó el día de los enamorados, tu cumpleaños y el mío y el día de las madres. Lanzo un suspiro, se me brotan dos lágrimas. Regreso al baño, y el resto del día, ídem.

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(sobre) Vivencias Nydia E. Chéverez Rodríguez Según el diccionario, quien sobrevive es aquel o aquella que supera una prueba, situación o circunstancia muy dura o difícil. Sobrevivir significa que ante la posibilidad de dejarnos aplastar por lo que nos agobia, elegimos armarnos, no hasta los dientes, sino hasta el alma: con valor, creatividad, energía y tesón suficiente para reinventarnos ante la adversidad. Significa que aunque a través del prisma del dolor podemos pensar, erróneamente, que somos débiles e incapaces de vencer; tenemos la capacidad innata de renacer, más fuertes y convencidos de que, más que apreciar, tenemos el deber de vivir con entusiasmo la única vida que se nos ha otorgado. Aquellos que elegimos seguir viviendo, que subsistimos o perduramos a pesar de, cualesquiera que haya sido la situación que puso en peligro nuestra integridad, física o emocional, constituimos el ejército de los que adoptamos el estilo de vivir sin miedo. Yo, mujer boricua, veterana de múltiples y variadas batallas, respeto mucho a quienes sobreviven, porque son personas muy valientes que han decidido vivir por encima de la situación que los marcó y les infestó el alma de dolor. Especialmente, porque en nuestra sociedad, abundan las oportunidades para aferrarse a la huida, como el alcohol, las drogas y otras adicciones, legales e ilegales, legítimas e ilegítimas. En mi caso, mi experiencia de sobrevivencia favorita ha sido el reto que me planteó la maternidad de mis dos hijos especiales, porque en el empeño de llevarlos a desarrollar al máximo su potencial a pesar de sus limitaciones, me he convertido en lo que soy. Sobre todo, porque aunque a veces me creo gigante, me recuerda que aún quedan adversidades a las que deberé sobrevivir. Eso sí, siento que soy buena sobreviviendo. Esto es así, porque la diosa Isis que en mí habita, me hace poderosa y capaz de sobrepasar cualquier situación difícil. Además, me siento agradecida de que mis vivencias han impactado positivamente a otras mujeres al demostrarles que sí es posible, salir del anquilosamiento de la auto compasión y hallar sentido a la vida, más allá de la sobrevivencia.

ISIS: Hija de Geb y de Nut. Esposa de su hermano Osiris. Es la contrapartida de Hator, dama del amor, diosa de la fecundidad, de la alegría y de la feminidad triunfante. Maga por excelencia, capaz de devolver la vida, pero también de provocar la muerte.

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Peligro de Muerte Iris Alejandra Maldonado Tanto miedo de mí me provoca dejarme de vez en cuando encerrada en el closet de mi cuarto. Por qué esta habitante se empeña en manejarme a su antojo. Huyo de mí para no alcanzarme. Trazo una línea recta y se va por los abismos a su alrededor. Es un camino rodeado de precipicios. Un camino recto al fin. El peligro de muerte llegó para ambas. Ya no se trataba de la una huir de la otra para salvarse. Queríamos por vez primera algo en común. El camino se levantó montañoso. Ella me dio la fuerza para mantenerme en pie. Tanto que le huí. Y allí estábamos juntas huyendo del puñal.

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Celaje Carmen Rodríguez A gran velocidad. Huida con los pies enredados, lacerados. Huir con mi niño y una tonelada de lágrimas en una pequeñísima maleta.

Z-a-p-a-t-e-o. Camino en huida a cámara lenta. Me arrastro como en un trance hasta la comandancia de donde me envían a otra sala y a otra y a otra. Si no me ha dicho palabras soeces si no me ha mordido ni me ha dejado moretones en la piel [lo sentimos, el número que usted ha marcado no está en servicio].

Mi madre me acoge aunque no sepa de qué huyo. Cómo iba a imaginar nadie que me apuntaría con su revólver; si las armas se reservan sólo para el enemigo, si se pulen para retirarles el óxido de la indiferencia de las masas, si se guardan en la sala de espera de la revolución.

Una y otra vez el ridículo en los tribunales que tienen la mano engrasada de pánico y amenazas del futuro prócer y mártir de la patria. ¿Qué otro rumbo podría tomar el montaje de la escena judicial, si los estandartes de la toga que veían a esta tipa tan etérea tan linda pareja con el muy doctor decidió dejarlo.

¿Quién iba a pensar jamás que debutarían para enfrentarme a mí? ¿Quién si yo tampoco lo creía, si cantamos juntos todas las consignas si el enemigo NO PODÍA SER YO?

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Que pague. ¡Apedrearla!

tuve que huir. Aunque a veces, como los judíos, tenga que cubrir el cristal de mi espejo para huir de mí.

Sin apoyo repleta de ex amigos sin empleo y sin un centavo

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Realidad inexistente Walberto Vázquez Pagán Huyendo de la realidad de mis defectos Y aún más de mis virtudes Una sombra encontré, Y reflejo puro de mi corazón es. Ahora intuyo el porqué decía, Me matan siempre en la raya Y era yo, el que simplemente me dejaba morir, En la prepotencia de mi ser. Huyendo de mí ser, frágil como un papel quede, Quisiera doblarlo y hacer un barco con el Que pudiese navegar hasta lo más profundo de mi corazón Y ver lo que puedo hoy, hacer por él. Huyendo, he muerto en vida Por quedarme callado ante tanta injusticia, Despierto y comprendo, que tan solo muere vivo El que calla su verdad, por aceptar una mentira que no es suya. Hoy no huyo ni de ti, ni de mí Más bien acierto que somos una sola persona. Que jamás habrá, distancia ni tiempo que nos separe, Porque te llevo siempre, en el alma mía.

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Miradas Cindy Jiménez Vera Esa costumbre de escudriñar miradas ajenas me tienta a mirar los rostros, a buscar uno que conozco. Indago en el tren, entrecruzo mi atisbo verde con contemplaciones de muchos colores, busco una mirada negra, violenta, temblorosa, fría. De noche, aparece en el duermevela, esa mirada que aprendí a odiar por piedad, que me llena de rabia, por lástima, que niego a perdonar por tantas largas noches de no dormir, (yo amaba soñar). Busco esa mirada para cobrarle con multas de retraso Todos los sueños robados.

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Aureola Cindy Jiménez Vera Entre las cavidades físicas hay muchos espacios. Yo nunca estuve en ninguno de ellos. Llegué por casualidad o por la necesidad de traspasar objetos. Llegó el temor, yo no sabía. Descubrí pasadizos de arena, pasillos con alfombras de terciopelo. Sudaba la piel sobre mis labios, mi frente, mi entrepierna. Huí para llegar a alguna parte en la que fuese necesaria mi presencia, a una parte en la que se notara su ausencia. Cuando las miradas multicolores dieron con la mía, cuentan que llevaba una aureola sobre las greñas y un arma entre las manos.

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Metamorfosis de una huida José Raúl Ubieta Huyamos a las playas del sur. Atravesemos los túneles de flamboyanes. Somos peces fugitivos, que cargamos bajo las aletas las huevas de oro, para nadar por el oscuro mar de la conciencia, que se encharca al final de toda travesía. No desmintamos a los espejos...pues son la promesa del infinito. La aguja de un tocadiscos grita la sinfonía muda de la muerte. Pero no escuchamos, bailando arrebatados junto a la orilla que invita. Bailemos hasta que nuestros pies se vuelvan escamas y los pulmones queden justo atrás de las aletas. Esperando la marea alta nos vamos volviendo viejos. La sal aérea arruga nuestras pieles. Ya no se ciñen las escamas que se deshojan. Regresamos al mismo mar que hoy se vuelca y nos rechaza. Hoy el alma no es más que un tutú quebradizo.

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La huida Gloria Nazario Me pisan los talones y echo el resto. No hay mucho tiempo pero sĂ­ voluntad. Esa voluntad que sin pensarla te llega pues echas a correr por la vida. Me pisan los talones demasiado cerca y ahora tengo que razonar. Plan B. Si me alcanzan, tengo que pelear. Me pisan los talones, ya lo siento. Me detengo. Me encrespo. Doy un zarpazo. Plan B, tengo que pelear. Le sorprendo con mi fuerza y ataco. Me sorprendo con mi fuerza de animal.

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Mi huida Angélica Andújar de Jesús Confieso que huyo entre las paredes perforadas, por aquellos atajos casi imperceptibles. Para no tropezarme entre la madera rota, que deja la polilla del pasado. Desaparezco entre la gente, el nublado camino, el aire espeso y caliente que recorre mis turbios pensamientos. Escapo de las palabras hirientes, burlonas, huérfanas para quedarme siempre sola. Abandono oportunidades por miedo al rechazo, a la risa y al no resonante en cada pared. En las paredes de mi cama, en los huecos del hormigón de la casa, de aquella escuela verde menta dónde todos me dijeron no lo lograrás, no eres bonita, no eres importante, nadie te va a querer. Las voces gritaban, mi cabeza daba vueltas en sí: quería explotar. Me encadenaron al espacio, a las costumbres, y al qué dirán. Mi boca se hizo violeta, las venas cortadas, el pecho agitado y el grito en suspenso. Quería explotar. Buscaba salida, di puños entre el cemento, la madera, el hierro, pero solo me hizo más daño. Nadie se dio cuenta, aún no se dan cuenta.

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