con suavidad, sin dejar de mirarla, el desconocido la tomó en brazos y se alejó con ella bosque adentro.
Zuinana y sus hijas quedaron paralizadas, mientras Mesaud Larbi intentaba, en vano, perseguir al captor. Su avanzada edad y lo intrincado del camino le dificultaban la búsqueda. Al cabo de más de una hora, se dejó caer en tierra sollozando y llamando a su pequeña. Así lo encontraron las mujeres cuando llegaron a su encuentro.
En silencio, sin apenas mirarse unos a otros, completaron el camino hasta
llegar
a
la
cabaña
de
sus
parientes
donde
contaron,
atropelladamente, lo sucedido. Todos los miembros de la tribu, provistos de antorchas, se internaron en el bosque. Diez días y diez noches tardaron en recorrerlo, palmo a palmo, sin poder hallar ningún rastro de Aixetu ni del extraño hombre de piel blanca. Unos opinaban que debía proceder de alguno de los pueblos que existían más allá del océano; otros pensaban que era un enviado del dios del centro de la Tierra y algunos, -entre ellos el abuelo de mis abuelos- estaban convencidos de que había bajado de las estrellas.
Después de un mes, la familia volvió a su casa. Las muchachas habían perdido la alegría y se pasaban las horas en silencio. Zuinana, antes activa y laboriosa, se tornó lánguida y abatida. Nadie nombraba a Aixetu, pero ella estaba presente en todos y cada uno de sus pensamientos.
Una mañana, Mesaud Larbi se despertó muy temprano, cogió el hacha que había pertenecido a todos los primogénitos de su familia, y sin decir nada a nadie, se dirigió al bosque. Decidido, sin apenas parpadear, la levantó con fuerza e hirió de muerte al primer árbol. En el silencio de la mañana, sólo se oían sus golpes secos y certeros. Ni siquiera los pájaros,
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