Los angeles no deberian pecar

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Los ángeles no deberían pecar Xavier Gassó Lorido


Los ángeles no deberían pecar Roma, fin -00 La mirada de Adriana cruzó en pocos segundos todo el vacío de la habitación. La mañana anterior se quiso prometer que no iba a cometer ningún error, pero dejó que el olvido se apoderase de sus palabras. Roma seguía tranquila, en silencio, fuera de aquel nimio rincón en medio de la ciudad. Hacía un calor insoportable, decían que era el peor verano de los últimos años y a aquella hora de la mañana pocos se atrevían con las ardientes aceras de la Eterna. Tal vez había confiado demasiado en su instinto. En los últimos tiempos fallaba muy a menudo. Nadie habitaba la 255, nadie excepto una araña que colgaba desafiante del mueble bar. No era la primera vez que viajaba a Roma. De aquello hacía tan sólo unos meses. Un viaje con la escuela. Adriana había sido internada en una de esas grandes instituciones sólo para chicas, una escuela religiosa y filosófica. Era tradicional que durante el último curso de bachillerato las alumnas visitaran la ciudad del Vaticano y algunos de los lugares más emblemáticos de la capital italiana. Siete días, con seis noches, que fueron posiblemente los más reveladores de todos los que había vivido hasta entonces. Aquel tiempo, a pesar de todo, parecía lejos en el recuerdo. Demasiado. La memoria incluso le empezaba a fallar sobre detalles concretos. Pero Roma, la auténtica Roma, seguía esperando que la conquistaran. Y Adriana supo desde el principio que ese era su destino. Tres meses después, sentada en la cama de la 255 y con la carga de todo lo que le había sucedido, aún tenía la misma sensación. Fue en ese momento cuando la puerta de la habitación se abrió de golpe. Tras ella apareció, quejosa y cansada, la figura desaliñada de Román. Adriana lo miró lánguidamente mientras él avanzaba hacia la cama. Era un cuarto pequeño, con un estrecho pasillo, una cama de matrimonio que ocupaba casi todo el espacio vacío y, en el extremo opuesto a la puerta de entrada, el lavabo, mínimo. Todo en los cuatro metros más largos que él jamás había tenido que recorrer. Adriana esbozó una leve sonrisa apenas correspondida. Lo que se había interpuesto entre ellos, aún sin saberlo, era más fuerte que sus propios sentimientos. No era el final, pero quería empezar a serlo. Román se sentó a su lado. Mantuvo inalterable el silencio durante unos espesos segundos. Después aspiró profundamente, miró cómo su reloj marcaba las nueve y veinte minutos de la mañana del veintiocho de agosto, y sacó una cajetilla de tabaco rubio de la mesita de noche. - ¿No deberíamos decirnos nada más…? - Tal vez esté todo dicho. Encendió el cigarro. El humo se apoderó con prestancia de la habitación haciendo suyo el poco aire fresco que aún quedara. Adriana se protegió con la mano derecha la boca y la nariz mientras él se detenía por un instante ínfimo en sus ojos. - Sólo una vez más, ¿verdad?.... y después... - Te lo juro. Sólo una vez más. La última. - Siempre dices lo mismo…

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Román se liberó de la camiseta empapada en sudor y de los shorts azules. Apartó a un lado de la habitación las chanclas y se acercó levemente al cuello de Adriana. La besó. Fue un beso dulce, de una infinita ternura evaporada en un instante. Resiguió con sus labios cada centímetro del rostro de la mujer. Los párpados, la nariz, y finalmente la boca que le supo en aquella ocasión más dulce que nunca. - Adriana… quizás no hagamos bien. - Los dos somos conscientes de eso. - Pero, después ellas podrían… - Ahora no pienses, por favor, no pienses. La última tarde en la capital se había hecho salada y dulce. Una mezcla de sabores, de sensaciones, de sueños rotos en medio de la nueva Roma. Adriana quiso que durara siempre. Ella, perdida en el pecho desnudo de Román, esperando un destino conocido y trágico. Él, inmerso en una lucha contra sus sentimientos, también consciente del final. Se vistieron a última hora de la tarde. La habitación seguía extremadamente cálida y el aire viciado. La oscuridad se apoderaba lentamente de los rincones mientras ambos compartían el más incómodo de los silencios. La razón entera de dos vidas había sido hallada y perdida por última vez en la 255, cerca de Termini. Allí, entre los autobuses y los trenes, Adriana miraba llorosa el rostro desencajado de Román. La estación empezaba a arder en el tradicional bullicio veraniego, las tiendas rebosaban y los cafés de comida rápida no daban abasto para satisfacer la clientela. La pareja mantenía el silencio en medio del más ruidoso de los mundos. Había violado por última vez las reglas. Los dos sabían qué consecuencias traería su rebelión. Pero Adriana no podía dejar de soñar con esa conquista de Roma, con esa conquista al lado de Román. Sin ataduras, sin normas, sin las limitaciones propias de su realidad. Durante el primer viaje a la capital de Italia una de las monjas, la directora, la llevó consigo a la habitación de las profesoras. Adriana jamás iba a poder olvidar aquella noche de castigos y sermones. - Eres un ángel, niña, y los ángeles no pecan. Los ángeles no deberían pecar, pero podían.

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Nana y Carlota-I Para empezar las monjas le olían mal. Siempre había escuchado decir entre las mujeres de su familia, todas ellas habían ido a escuelas religiosas de la Barcelona pudiente, que aquellas mujeres vestidas de negro y blanco tenían un perfume especial. Característico, según lo definía su madre. Fuera cómo fuese, a Adriana el perfume le parecía grotesco y desagradable. Esa especial desavenencia había marcado desde el principio su relación con las religiosas. No las quería, ni las apreciaba, tan sólo las respetaba. A ellas y a sus expeditivos métodos para enseñar. Tantas veces había recibido golpes en la yema de los dedos con la regla de madera de las profesoras que creía haber perdido la sensibilidad. Pero no, el fuego le quemaba tanto cómo el hielo. Además Adriana había aprendido con el tiempo a cultivar de una forma un tanto especial sus relaciones con las compañeras del internado. Nunca se había caracterizado por ser extrovertida, ni tan sólo amable con las demás. Aquello la había condenado a una cierta soledad. Ella soportaba las horas muertas encerrándose en su cuarto, escribiendo o simplemente soñando con todo aquello que deseaba de su vida. Con el tiempo lo dejó todo a un lado. Adriana se dedicaba en exclusiva a planificar su vida después de la escuela. Entre clase y oración se esforzaba en calcular al detalle cómo olvidar las monjas y todo lo que ellas significaban en su existencia. Era quizás la única forma que había descubierto para combatir la triste rutina de cada mañana. Fue una mañana de invierno, fría y lluviosa. Buscaba un lugar dónde esconderse, donde ellas no la pudiesen encontrar. Las religiosas se habían tomado cómo un deber superior la necesidad de devolver a la joven Adriana al buen camino, al sendero de Dios. Estaban convencidas que aquel era su destino y se esforzaban en cumplirlo. La vigilaban a cada segundo. La chica había perdido su intimidad en la habitación y le costaba encontrar algún sitio en el que poder dedicarse a sus tareas preferidas, planear la huida y renegar de las monjas. Aquella mañana aprovechó el mal tiempo para esquivar la vigilancia de la Hermana Maria José. Era una monja andaluza, bajita y rechoncha que era conocida entre las alumnas cómo Sor Sopor, en honor a su aspecto y a su carácter. Adriana entendió enseguida que su oportunidad pasaba por despistar a la más inocente de las religiosas. No le fue difícil. El convento era un viejo edificio de principios del siglo pasado repleto de pasadizos estrechos y puertas que comunicaban las habitaciones entre sí. Bajó al patio. La lluvia no tardó en empaparla pero asustó a su guardiana. La chica aprovechó el momento para escabullirse entre pasillos y cuartos. Finalmente llegó a una gran sala. Todas las alumnas del centro habían oído en muchas ocasiones las historias que las mayores explicaban sobre la existencia del Cuarto de Castigos. Algo parecido a una leyenda urbana que explicaba las desapariciones de las malas niñas. Adriana se estremeció. Apenas entraba luz en aquella habitación pero no era difícil escudriñar los rincones. En un segundo asistió estupefacta a la visión de centenares de libros apilándose unos encima de otros en altísimas columnas de papel. En el extremo opuesto a la puerta por dónde había entrado una mujer de avanzada edad se levantó lentamente de su silla. No llevaba hábito, tan sólo un largo vestido blanco de cuello a tobillos complementado por unas sandalias sobrias.

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- Bienvenida hija Adriana tuvo un primer impulso, recular. Pero sus músculos no supieron reaccionar a tiempo. Probó de sonreír. - No te preocupes, muchacha… ellas no van a saber que estás, o que has estado, aquí. La anciana señaló con la mano derecha una silla al lado de la suya. - Ven conmigo. Hace mucho tiempo que no tengo con quien hablar. La habitación parecía sacada de un libro de aventuras, oscura, misteriosa y repleta de secretos. La anciana mostraba una gran sonrisa blanca, sincera. Adriana se sintió reconfortada. Por segunda vez, desde que la internaron en aquella escuela barcelonesa, sentía que había conocido alguien en quien confiar. Se acercó a la mujer. - Ellas no me permitirían estar aquí. Dejó caer las palabras una tras otra, lentamente, cómo si tuviera miedo que esa extraña anciana fuera a delatarla. - No te preocupes, muchacha. Tampoco me lo permitirían a mí. Se sonrió levemente por debajo la nariz mientras señalaba con el índice el libro que coronaba la pila más cercana a Adriana. - Tráelo. Tengo mucho que enseñarte, joven. La escasa luz que entraba por la ventana se había atenuado en un momento. Adriana dedujo que debía ser primera hora de la tarde, quizás las cuatro o las cinco, en pleno mes de enero de principios del nuevo milenio. Fuera seguía lloviendo, a lo lejos se filtraban los gritos exaltados de la Superiora que seguía llamándola y buscándola por todos los rincones del internado. La anciana levantó los ojos del libro. - ¿Te asusta esa mujer? - ¿Debería? - Tan sólo si no te sientes preparada para enfrentarte a personas cómo ella. Entonces sí deberías estar asustada, joven muchacha. Pero tus ojos dicen lo contrario. - Mis ojos no hablan. Adriana mantuvo tenso durante unos segundos el silencio. No quería abrirse sin más explicaciones a los intereses de aquella mujer. Le parecía extremadamente rara. - Los míos tampoco hablan, pero seguro que en ellos podrás encontrar algo que te indicará cómo soy, ¿verdad? - Tal vez. - Y por eso mañana volverás a verme. - Tal vez. - Lo harás. Lo habrías hecho aún sin pedírtelo. Contestó afirmativamente con un leve movimiento de cabeza. - ¿Quién eres? - Es verdad, mi joven amiga. Todavía no hemos hecho las respectivas presentaciones. Pero tengo una ligera ventaja sobre ti, Adriana… - ¿Cómo sabes mi nombre? - Te he visto otras ocasiones, mientras te escondías de las monjas, o huyendo de tus compañeras. Sé más de ti de lo que puedas llegar a imaginar. No te asustes, seremos buenas amigas, ya lo verás.

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La chica quedó en silencio esperando más explicaciones pero la anciana se levantó de su silla. Le puso una mano sobre el hombro derecho mientras sostenía el libro con la otra. - Nana. Mi nombre es Nana. Espero que mañana nos volvamos a ver. Supongo que recordarás cómo llegar aquí, otra vez. - Claro. Abandonó la habitación con una tranquilidad pasmosa bajo la atenta mirada de Adriana. Después se hizo un largo silencio, profundo y lleno de matices. Aquella habitación debía ser, por fuerza, la de los castigos. Y con su existencia todas las leyendas que circulaban sobre ella debían ser ciertas. Se estremeció recordando las historias que hablaban de desapariciones misteriosas en el internado. Desapariciones con las que las alumnas mayores querían impresionar a las más jóvenes para adueñarse de su respeto. Sin embargo, si ese cuarto era realmente lo que suponía, Adriana no acertaba a comprender qué significaban aquellas pilas de libros viejos amontonados unos sobre otros. Más bien parecía un rincón repleto de conocimientos por olvidar abandonado por las monjas y el progreso. Pero sobretodo, si las leyendas fueran ciertas, la anciana que acababa de conocer no se correspondía para nada con la malvada religiosa de la leyenda. Cansada y hambrienta Adriana decidió que era hora de volver a la habitación. Cruzó rápidamente la oscuridad de la cámara, sin mirar atrás, presa de un largo escalofrío. La puerta se abrió sin ofrecer resistencia y en un momento se encontró en el pasillo. - Aquí estás. Maldita niña, maldita seas por darnos estos sustos. ¡Jesús, Jesús! Tenerte entre nosotras debe ser una prueba de fe… Los gritos de Sor Sopor la devolvieron a la realidad. Fuera de aquel cuarto las monjas eran las dueñas de los rincones y de los silencios. No había lugar, en aquella escuela, para las rebeliones. Se pagaban caras. - Verás, verás cuando te vea la directora. Se te pasarán las ganas de jugar al escondite. Vete preparando para un castigo de época. La monja hablaba en voz baja, casi susurraba para que Adriana no pudiera percatarse de todas sus blasfemias. Juntas atravesaron toda la escuela y se adentraron en el claustro. Allí tenían sus habitaciones las religiosas y tan sólo ellas podían entrar. Rara vez una alumna accedía, sólo las que iban a recibir un gran castigo lo hacían. Adriana no era la excepción. Un gran patio interior, repleto de plantas y con un pozo en el centro, hacía las funciones de núcleo de la vida contemplativa. Cuándo las Hermanas no daban clases ni se debían encargar de sus alumnas, solían reunirse en torno al pozo para conversar y cuidar del Jardín. Luego, cuando caía la tarde, se retiraban a sus respectivas habitaciones para librarse de sus cargas diarias. La Superiora estaba rezando cuando Sopor le comunicó que ya habían encontrado a la niña. Salió de su cámara con la cara desencajada por el odio. Todas las niñas del centro sentían pánico ante aquella mujer, menos Adriana. Se sentaron juntas en uno de los bancos del jardín central. Ambas pronunciaron un largo bostezo. El silencio se hacía insostenible, doloroso. Finalmente la monja clavó su mirada azul en los ojos marrones de la joven huidiza. - Nos irrita tu actitud.

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Calló enseguida. Adriana seguía esperando la explosión, el desbordamiento emocional de la monja, aquella demostración de poder y temperamento del que todas las alumnas mayores hablaban a escondidas. - Lo siento. - Todas lo sentís. Mantuvieron el silencio durante unos segundos. En aquel lapso de tiempo Adriana se entretuvo contemplando el Jardín. Las otras alumnas castigadas siempre hablaban de él cómo si se tratará del rincón más horrible del mundo, oscuro, lúgubre. A ella le pareció simplemente hermoso, repleto de vida. - ¿Qué piensas hacer? Adriana observó cautelosamente las facciones de la monja. Era una mujer madura, quizás cerca de los cincuenta, y nunca jamás la había visto sonreír. Ocultaba las bolsas que crecían bajo sus ojos con unas grandes gafas de cristales ahumados. Tan sólo se podía entrever el fuego en sus ojos azules. Ese fuego ardía esperando un motivo, el que fuese, para iniciar un incendio. Tragó saliva ante esa imagen y respondió con calma. - Nada. Sólo quiero volver a mi habitación y prepararme para la cena… si me lo permite Hermana. - Niña, nos das más problemas que todas tus compañeras juntas. Esta es una institución con una larga historia y tradición. Desde que empezamos nuestra misión aquí, de eso hace ya más de cien años, jamás hemos fracasado en la tarea de educar. No permitiré que tu seas nuestro primer error ¿lo has entendido? - Sí. - En ocasiones parece que lleves contigo la semilla del mismísimo diablo. Eres mala. Todas las Hermanas saben de tus travesuras y ninguna ha encontrado todavía la manera de pararte. - Ya. - Y ese descaro… esa actitud con la que quieres estar por encima del bien y el mal. Sólo eres una cría, una muchachita insolente y sabelotodo. El rostro de la superiora se endureció. Alargó los labios y se quitó las gafas para infundir mayor respeto. - ¿Me temes? A Adriana le sorprendió escuchar la misma pregunta por segunda vez aquella tarde. Pensó durante un par de segundos la respuesta. - ¿Debería hacerlo? - Aprenderás, te lo aseguro. Soltó una carcajada contenida. La tarde empezaba a caer aún más pesada sobre Adriana. La lluvia había dibujado charcos por todo el jardín haciendo más húmedo e intenso el frío. Se levantaron una después de la otra sin mediar palabra. María José se acercó rápidamente a su lado. - Llévatela. Esta noche no cena y mañana tampoco va a desayunar. Veremos sin con la barriga vacía es capaz de seguir por ese mal camino. La religiosa aceptó de buen grado aquella orden y agarró por el brazo derecho a la muchacha. Adriana buscó un último y desesperado contacto visual con la Superiora, pero sólo encontró rechazo y vacío. Resignada, siguió los pasos de la monja por los pasillos del internado. El edificio empezaba a caer ante el control de la oscuridad, pero tras cada puerta se oía el incesante rumor de las alumnas comentando la visita de Adriana al Jardín.

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- Verás cómo esta vez vas a aprender la lección. - ¿Tan mal me desea, hermana? La mano de Sopor apretó con más fuerza el brazo de la chica. - Yo, cómo todas las demás monjas de esta escuela, sólo quiero lo mejor para ti, muchacha. Adriana entró en la habitación a empujones. Pudo escuchar una leve carcajada de la monja mientras cerraba la puerta. Después silencio y la mirada inquisitiva de su compañera. Carlota era una chica que había llegado al internado para hacer sólo el último curso. Las religiosas creyeron que la mejor manera de integrarla era enfrentándola a la más rara de todas las alumnas. Sin embargo, el dialogo entre ambas era más bien escaso y la nueva había conseguido conectar sin problemas con las demás alumnas. Se observaron a trasluz. El rostro de Adriana parecía entero sin embargo su corazón latía con una fuerza extraordinaria. Se sentía excitada pero no por el castigo ni por la visita al Jardín. La anciana, Nana, había despertado en ella toda la curiosidad que su espíritu guardaba. - ¿Todo bien? Asintió levemente con la cabeza sin querer dar más explicaciones. - Las demás dicen que te han llevado al Jardín para hablar con la Superiora… Volvió a repetir el mismo movimiento afirmativo. - Eso quiere decir que hay castigo… - Tal vez - ¡Vamos! ¡No seas tan obtusa!... lo podemos hablar. - No. Carlota se estiró en la cama tras proferir un sonoro suspiro. Le hubiese encantado conectar con su compañera, le parecía una chica fascinante. Pero a Adriana lo único que le importaba era ocultarse a las demás, no dejar que nadie pudiese conocerla para evitar ser herida. Abrió su diario y empezó a escribir cuidadosamente sus experiencias. Aquella tarde había sido increíble. Nunca, en sus diecisiete años de vida habría imaginado conocer a alguien tan peculiar cómo Nana. Pero allí estaba, en aquel cuarto de los castigos, esperando volver a ser visitada. - ¿Jugamos al Trivial? La miró durante un eterno segundo. Había intentado cargar sus ojos con todo el desprecio del mundo, pero Carlota no se dio por aludida. - Venga, será divertido… - No. No me gusta ese juego estúpido. Siempre ganan las que más han jugado, pero no porque sean inteligentes, sólo porque al final se saben de memoria las respuestas. Carlota sonrió. Era cierto que de tanto promover partidas con las compañeras había conseguido adquirir una extraordinaria habilidad con el Trivial. - Vale… pues elige tú el juego. - Es que no me apetece ninguno. - Escucha. Sólo quiero que seamos amigas, buenas compañeras, ya sabes. Me esfuerzo por entenderte, pero te juro que en ocasiones resultas extremadamente complicada. - Te crees psicóloga… - ¡No te rías de mi!

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- No lo hago… La nueva se tapó la boca con las dos manos. Después se llevó la derecha a los ojos y amagó unas lágrimas. - ¿Ahora vas a llorar? - ¡Qué te importa a ti! - Cierto, no me importa en absoluto. Adriana se volvió a estirar en la cama. Los sollozos de Carlota se filtraban en el silencio de la habitación y llegaban muy diluidos a la otra cama. Tan sólo quedaban un par de horas para cenar y ambas decidieron hacer acopio de valor para no volver a mirarse siquiera durante ese tiempo. Mientras una seguía enfrascada en la escritura de su diario, la otra había decidido regresar a la lectura de la última revista de moda que su madre le acababa de enviar. La hermana María José, la Sopor, entró en la habitación para anunciar el inicio de la cena. Señaló a Adriana con el dedo índice completamente estirado. - Tú no puedes, ya lo sabes. - No importa, tampoco tengo hambre. Carlota se unió a la fila de las estudiantes que, cómo cada noche a la misma hora, emprendían el camino del comedor. Antes de cerrar la puerta dirigió una última mirada, cómplice, a su compañera de habitación. Enseguida volvió la soledad. Adriana había mentido. Tenía un hambre feroz y le costaba entenderlo. Generalmente nunca había sido una muchacha voraz. Más bien se consideraba poco comedora, lo cual había sido de gran utilidad durante sus castigos. Pero aquella noche su estomago rugía pidiendo algo con que llenarse y ella se sentía débil estirada sobre el ruidoso colchón de muelles de su habitación. Las cenas eran poco abundantes en la institución. Tan sólo en alguna ocasión muy puntual se permitían el lujo de añadir algo especial al típico plato de verduras más postre, pan y agua. Cada noche la misma austeridad. La cocinera, la única mujer sin ordenar que vivía en el internado junto a las monjas y las alumnas, era una persona seria, extremadamente seria. Lourdes jamás sonreía, tan sólo se situaba delante de la barra y se esforzaba en repartir equitativamente a cada niña la misma ración que a la anterior. Nunca más, en todo caso algo menos en función de la simpatía que las alumnas despertasen en ella. Adriana era de las pocas muchachas por las que la cocinera sentía algún tipo de cariño. Tal vez aquello explicaba que Carlota apareciese una hora y media después en la habitación con una pequeña bolsa de plástico escondida debajo de la bata. - Es para ti… de parte de Lourdes. Carlota le ofreció en silencio el paquete. Los ojos de las chicas chocaron durante una milésima de segundo mientras Adriana estiró la mano trémula para alcanzar aquel regalo del cielo. - Gracias Carlota. - No me las des a mi… yo no he sido. - Ya, pero podrías haberlo devuelto y ponernos en un lío a Lourdes y a mi… y en cambio no has dicho nada. Asintió con la cabeza mientras abría de nueva la revista de su madre. En la cama de al lado Adriana devoraba ávidamente la pequeña ración de patatas, judías y pan.

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- Te debo una. - Sólo quiero que seamos amigas. - Es que yo no tengo amigas… - Pues ya va siendo momento para encontrar una, ¿no crees, Adriana? Sonrieron la dos. Al final la tarde iba a acabar mejor de lo que presagiaba. Lourdes había contribuido enormemente a que se iniciara la amistad entre las dos chicas. Sin saberlo, aquel paquete se convertiría en una demostración de compañerismo que iba más allá de lo que ambas se imaginaban. - ¿Y mañana? - Tampoco puedo desayunar. - Ya veremos… - No hace falta que… - Lo sé, pero para eso están las amigas… y quiero que lo seamos. Adriana sonrió. La palabra amistad le causaba desde hacía tiempo un respeto tremendo. Nunca vio entre sus compañeras alguien que mereciese ni tan sólo un ápice de su tiempo, pero quizás su compañera de habitación era diferente. Además, la sonrisa de Carlota era la de un ángel.

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Marcela –II Adriana tardó una semana y media en cumplir las tareas que las monjas le habían encomendado a modo de castigos. Durante aquellos días se vio abocada a limpiar los pupitres y fregar las aulas, además le habían restringido las comidas y tan sólo podía desayunar y cenar. Con aquellas limitaciones le había sido imposible volver a la habitación con Nana. Carlota se convirtió en su único refugio. Durante las horas de reposo en la habitación aprendieron a conocerse. Se descubrieron lentamente entre partida y partida al Trivial. Siempre ganaba Adriana. Su estrategia era impecable y los conocimientos que había adquirido gracias a sus libros la convertían en una rival temible hasta para alguien conocedor de la mayoría de las respuestas. Cuando le llegaba el turno no lo volvía a soltar y vencía. Afortunadamente, Carlota sabía perder. Pasaron varios días hasta que Adriana logró esquivar de nuevo la vigilancia de la hermana María José. Fue en un descuido de la monja, que se abandonó al placer de la siesta durante unos preciosos minutos. La muchacha rehizo el camino que la llevó por primera vez junto a Nana. Cruzó el patio y se adentró en los pasillos del internado. Sabía llegar, Adriana siempre había tenido una memoria exagerada y aquella amalgama de puertas y pasadizos no iba a ser suficiente obstáculo. La noche anterior, durante la partida nocturna, quiso comentarle a Carlota su plan. Los días juntas y todas las confidencias que se hacían en la oscuridad parecían excusa suficiente cómo para compartir un secreto más. Pero Adriana no podía. Algo en su interior le frenaba, algo mayor que su propia voluntad. Por segunda vez en su corta vida se encontraba frente a una vieja puerta de roble macizo, con un pomo dorado y las iniciales M a la derecha y A en el extremo opuesto. Era fácil reconocer la entrada de aquella habitación que, perfectamente, podría haber sido el cuarto de los castigos. Tras el crujido metálico se abrió aquella cámara oscura y repleta de libros. La escasa claridad que se filtraba palideció en el rostro de Nana. - Llegaste. Te esperaba. - Ya… siento no haber podido venir antes - ¿Antes? ¿Cuándo? - Hace días, tal y como quedamos… - Tú estuviste ayer aquí… ¿cómo ibas a venir antes? La mirada de Adriana se ensombreció. - Llevo más de una semana castigada, sin un segundo libre para escaparme. He fregado pasillos, limpiado lavabos, y he descubierto una persona en la que confiar. Demasiadas cosas cómo para que ahora me digas que todo ha pasado en un día. - Yo no te digo nada, Adriana. Tan sólo que fue ayer cuando nos vimos por primera vez. - Lo dudo. - Para mí es así. - Insisto.

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- Mira, muchacha, si quieres creer que hace exactamente once días, tres horas y unos dieciocho minutos, aproximadamente, que nos vimos por primer vez… hazlo. No importa. El tiempo, cuando se trata de mi, es relativo. - Ya me doy cuenta. - Y bien, ahora que estamos de acuerdo, ¿qué me cuentas de tu nueva amiga, Carlota? Adriana resopló ruidosamente. - También sabes su nombre. - Claro. La cara arrugada de Nana se iluminó. Había pronunciado una leve sonrisa. Arqueó las cejas y cerró los párpados, parecía en paz consigo misma mientras se adueñaba del silencio que las envolvía. - ¿Qué más sabes sobre mi? - Sé, tan sólo, lo que tú quieres que sepa. ¿No me vas a explicar nada de Carlota? La chica volvió a resoplar. - Es mi compañera de habitación. Hace poco que ha llegado al internado, parece ser que ahora sus padres no se podían hacer cargo de ella, cosas de negocios… la historia de siempre. Tal vez por eso sea tan insistente, desde el principio quiso que fuéramos amigas y siempre me había negado. - Pero algo cambió. - Se ha portado muy bien conmigo… me ha demostrado que puedo confiar en ella. Yo no suelo confiar en las personas. - Lo sé, Adriana. - Sólo confío en dos… y Carlota es una de ellas. - La otra es… - ¿No eras capaz de saber tantas cosas sobre mí? Sonrió maliciosamente tras pronunciar una pregunta que alargó de forma excesivamente cínica. - Tal vez me estés sobrevalorando. - En ese caso… la otra empiezas a ser tú. - ¿Te das cuenta que ni tan siquiera me conoces? - Algo me dice que debo confiar en ti… tanto o más que en mi misma. - Sea lo que sea ese algo, debo agradecerle haber encontrado una nueva compañera. Le indicó con el dedo índice una silla al lado de la ventana. Adriana se sentó en silencio mientras contemplaba la sonrisa triste la anciana. - Quiero que leas este libro. - Claro. Tomó con la mano derecha el volumen que Nana le ofrecía. Era un ejemplar antiguo, bellísimo, encuadernado en piel marrón, con tres nervios en el lomo y un grabado de oro en la portada. El dibujo parecía un ojo, triste, tal vez a punto de llorar. - ¿Qué libro es? - Tú misma lo descubrirás a medida que lo vayas leyendo. Siguió contemplando en silencio el ojo que la miraba desde el libro. Lo sentía clavado en su retina, intentando adueñarse de sus secretos. - Ese es mi símbolo, Adriana. Tú misma tendrás uno tarde o temprano. La mujer asintió levemente con la cabeza mientras indicaba el ojo dorado.

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- Un símbolo… ¿por qué un símbolo? - Para identificarnos. - ¿Eso quiere decir que tú has escrito este libro? Nana ocultó una leve sonrisa - No, por supuesto que no. Sería incapaz de escribir nada con éstas… Hasta aquel momento Adriana no se había dado cuenta de la malformación que Nana tenía en sus manos. Los dedos pulgar y meñique se curvaban sobre sí mismos adoptando una postura animal, mientras el corazón y el anular reposaban deformados sobre la palma. Parecían más unas garras que las extremidades de cualquier ser humano. Tan sólo los índices habían conseguido resistir tal castigo. - No es doloroso. El tiempo pasa y el cuerpo se resiente, pero ya está. Hay que aceptarlo. Es necesario hacerlo. - Ya. Abrió el libro por el principio. En un primer momento temió que estuviera escrito en latín, o en alguna lengua romance por el estilo pero no tardó en darse cuenta que era perfecto castellano. En la primera página un grabado en forma de árbol ocupaba todo el espacio del anverso, pero en el reverso tan sólo aparecía una palabra, Angelis. - Esto parece un árbol familiar. - Lo es… - Entonces es la historia de alguna familia. - De la tuya. - ¿Qué quieres decir con eso? - Que debes leerlo para entender más. Callaron durante unos segundos. Adriana hojeó lentamente el libro. Cada página contenía escritos, reflexiones, en algunos casos grabados e incluso se repetía el árbol en muchas de ellas. Y siempre se enraizaba en Angelis. - Creo que deberías irte, joven Adriana. - ¿Por qué si acabo de llegar? - Te olvidas que el tiempo es relativo. Nana levantó los ojos del libro al que había dedicado su tiempo aquella tarde. Miró con firmeza el rostro juvenil pero cansado de la muchacha y sonrió con ternura. - Vas a tener mucho tiempo para preguntarme lo que quieras. Pero, por hoy, ya ha sido suficiente. Volvió a su lectura silenciosa mientras Adriana tragaba saliva y se levantaba. La chica se colocó el libro debajo de la axila izquierda y, sin volverse, abandonó la habitación tras el mismo chirrío metálico con el que había sido recibida. El camino de vuelta se hizo extrañamente corto. En pocos minutos volvía a encontrarse cómoda y segura en el refugio de su habitación. El recuerdo de Nana le golpeaba la memoria. La anciana parecía una mujer frágil, desvalida y cansada, pero sus ojos rebosaban energía y su voz mostraba un aplomo nada habitual. Fuese quien fuese, Adriana había decidido volver a su lado siempre que tuviera la oportunidad. - ¿Dónde has estado? Carlota salió del pequeño cuarto de baño que cada habitación tenía para las alumnas. Su pelo rojizo, habitualmente con un rizo exquisito, parecía poseído por una corriente eléctrica, encrespado y despeinado.

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- ¿Qué te has hecho en el pelo? - ¿Esto? La joven se señaló su propia cabellera sin poder ocultar una mueca de desesperación. - Mi madre. Me ha hecho llegar una caja hoy mismo, mientras estabas por ahí, con un aparato para ondular o alisar el pelo. Lo he probado y el resto de la historia… ya lo ves. - Al menos tus padres te hacen algún regalo. Los míos ni se acuerdan de mí, jamás he recibido nada de ellos desde que me internaron, y cuando estoy fuera tampoco se muestran mucho más efusivos. ¡Vaya familia tengo! Adriana calló de golpe. En el otro extremo de la habitación Carlota sonreía mientras realizaba exagerados movimientos con los brazos para dejar bien claro su total descontento con la grotesca imagen que había adquirido. Después volvió al cuarto de baño. Sola en la habitación de nuevo Adriana pensó en su familia. Siempre había creído firmemente que no se parecía en nada a los demás. Ella era especial, diferente, rara… le gustaban más los libros que las fiestas sociales que organizaba su madre, y nunca jamás había compartido ninguna afición con su padre. Para colmo, su hermana mayor era la perfecta réplica de una muñeca de plástico, dulce, artificial y con la cabeza rellena de aire. Pensó en lo que le había dicho Nana. Abrió otra vez el libro. El árbol y Angelis la contemplaban desde sus páginas. En silencio lo hojeó lentamente, observando los grabados, dibujos de generaciones enteras retratadas a través de los años. Finalmente la encontró. Sin saber el motivo, Adriana estaba segura que en aquel libro iba a reconocer cómo mínimo un personaje. La contemplaba desde una de las últimas páginas, a la derecha, ilustrada junto a una montaña de volúmenes literarios por descubrir. Nana, su Nana, mostraba la misma mirada fuerte e inquisidora, y su imagen seguía siendo la de alguien poderosamente frágil. - ¿Qué es ese libro? Carlota salía del lavabo con una toalla anudada a la cabeza. Era una chica de una belleza extraña, agradable, pero Adriana nunca había reparado en ello. Hasta aquel instante. - Es una edición antigua que he encontrado en la biblioteca. Chasqueó la lengua indignada. No quería volver a mentir a Carlota, sentía la necesidad de confiar aún más profundamente en ella. - Interesante. Parece muy viejo. - No es viejo… ya te lo he dicho, es antiguo. - De acuerdo. ¿Y de qué va? - ¿Cómo? - No sé, el tema, los personajes… ¿qué relata? - Es la historia de toda una familia, generación a generación. - Ajá… - Sí. Y por lo que he podido ver contiene unos grabados realmente bonitos, mira... Abrió el libro por la página 76. Una mujer ataviada con largos y abultados ropajes miraba al este mientras acariciaba el lomo de su gato. Carlota quedó en silencio contemplando el dibujo. - Todavía no sé quien son. Pero, aún así, será emocionante irlo descubriendo a medida que avance en la lectura.

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- Cuándo te lo acabes podrías dejármelo… Acompañó la petición con una mirada tierna. Adriana suspiró en silencio mientras acariciaba, por primera vez, el pelo todavía húmedo, y ya desprovisto de la toalla protectora, de su compañera de habitación. - Eres guapa. - ¿Perdona? - Digo que eres guapa, no me había fijado hasta ahora, lo siento, pero en realidad eres realmente bonita. Ambas se sonrojaron. Adriana por el atrevimiento, Carlota por la sinceridad de su compañera de habitación. - Nunca antes una chica me lo había dicho. - Ya. Pero seguro que habrás roto el corazón de más de uno. - De uno, dos, tres y otros cuantos. No te lo sabría decir, un montón. Creo que, en realidad, mi madre me ha encerrado aquí para ver si hago algún tipo de voto de castidad, aunque no lo va a lograr… Se quedaron mirando en silencio durante un par escaso de segundos, después soltaron al unísono una larga carcajada. - Me parece que me está gustando esto de tener una amiga. - Ya te lo dije. Adriana volvió a sonreír. Luego se estiró en la cama e intentó conseguir un sueño ligero y corto. Pero los ojos se le abrían sin parar, intrigados, ansiosos por saber más sobre el libro y las historias que se escondían en él. Carlota, en la otra cama, había conseguido hacerse dueña de una buena cabezada. Incluso pronunciaba algún que otro ronquido leve contemplado desde el silencio y la oscuridad por su compañera. De aquella manera se hizo la hora de cenar que Sopor avisaba cómo siempre con una entrada victoriosamente sonora en la habitación. La monja se quedó mirando a las dos muchachas. - Esta tarde has vuelto a hacer de las tuyas. Había clavado su mirada en los ojos de Adriana. - No sé a qué se refiere, hermana. Yo tan sólo he ido un momento a la biblioteca y luego he estado aquí con Carlota… todo el rato. La mirada de la religiosa se desvió rápidamente hacía la otra chica. - Es cierto. Me ha ayudado a arreglarme el pelo. Carlota volvió a señalarse su cabellera encrespada y sonrió inocentemente. - Entonces puedes venir a cenar. Pero, por el bien de ambas, dejad de jugar a peluqueras. Lo que le has hecho a tu compañera más bien parece una obra de mala fe que un peinado. Adriana y Carlota asintieron. Las dos bajaron la cabeza mientras la monja salía de la habitación. - Me has vuelto a salvar. - No te preocupes…. Pero algún día me tendrías que explicar qué son estas huidas. Las dos sabemos que en nuestra biblioteca no hay libros cómo el tuyo, ¿verdad? - Sí. Enmudeció de golpe. Sentía un gran afecto por Carlota y la apreciaba cómo amiga. Pero todavía no sabía cómo explicarle sus dos encuentros con Nana. De hecho, Adriana se había dado cuenta que ni tan sólo ella misma era capaz de entender a aquella anciana y todo lo que significaba.

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- Bueno, tranquila, ya llegará el momento. Ahora qué te parece si nos vamos a cenar. - Perfecto… y, Carlota, gracias. - Sigue siendo un placer. Lourdes había preparado algo especial para aquella noche. La hermana más joven de la congregación, Marcela, cumplía los treinta y cinco. Decidieron festejarlo ofreciendo una cena diferente a las alumnas y, por primera vez en mucho tiempo, un buen trozo de pastel de chocolate para los postres. Las chicas devoraron gustosamente sus respectivos lenguados servidos con patatas. Después, en platos pequeños, su porción de dulce. Acabaron la noche cantando junto a las religiosas y a la cocinera el cumpleaños feliz para la religiosa. La mañana siguiente despertó lluviosa y triste. Una ambulancia esperaba en la puerta del internado mientras los lloros de las monjas retumbaban por todos los rincones de la escuela. Sopor llamó a la puerta de Carlota y Adriana. Cuando entró sus ojos aún conservaban restos de lágrimas y dolor. - Niñas, vestíos. En media hora debéis estar en el patio interior. Ha ocurrido algo trágico. - ¿Qué ha pasado hermana? - Terrible pequeña, es terrible. Sin mostrarse satisfecha por la respuesta, Carlota insistió con una mirada firme e inquisitiva. - Marcela, la hermana Marcela, ha muerto esta noche. No sabemos cómo. No sabemos nada. Tan sólo que esta mañana no estaba con nosotras en la oración, y luego cuando la hemos ido a buscar ya no… ya no… María José volvió a amagar un par de sollozos. Se excusó con la mano derecha y cerró la puerta tras de sí. En la habitación Adriana y Carlota se miraron boquiabiertas. Lentamente consiguieron reaccionar. Sacaron del armario el traje de misa y los zapatos de domingo y empezaron a cambiarse sin tan siquiera volver a cruzar ni una mirada. Vestidas y peinadas bajaron al patio en medio de un silencio sepulcral. Aún no habían sido capaces de pronunciar palabra cuando la Superiora alzó su voz. - Niñas. Hoy es un día triste para nosotras. Después de la celebración de ayer, el corazón de la hermana Marcela dijo basta. No pudo soportar tantas emociones y esta noche, mientras dormía, nos ha abandonado plácidamente. Durante toda la mañana y también esta tarde, quedaran anuladas las clases. Deberéis aprovechar este tiempo para orar por el alma de vuestra profesora. Es una jornada de reflexión, y cómo tal, confiamos en vuestra madurez para hacer lo que se os ha indicado. Ahora, recemos un par de avemarías y un padrenuestro para Marcela. El patio se convirtió durante unos minutos en una inmensa sala de oraciones. Adriana, con la cabeza gacha, recordaba entre estrofa y estrofa la sonrisa bondadosa de la monja fallecida. Posiblemente Marcela había sido la única religiosa que la había tratado con cariño. A su lado Carlota lloraba abiertamente con la mirada fija en el rostro desencajado de la Superiora. Iba a ser un día muy largo. Largo y solitario. Las alumnas parecían heridas, tocadas por el mismo silencio que se había llevado a Marcela, y las religiosas se habían encerrado en su claustro para guardar un sereno duelo.

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Carlota seguía llorando en el cuarto de baño mientras Adriana intentaba leer las primeras páginas del libro de Nana. La escasa luz de aquel día se filtraba por la ventana de su habitación. Hasta entonces nunca habían vivido la muerte de cerca y se sentían desorientadas y tristes. Sobretodo tristes. - Me gustaría morir cómo Marcela. Los ojos de Carlota la observaban detenidamente desde el extremo opuesto de la habitación esperando alguna respuesta. - A mi no. - ¿Por qué, Adriana, por qué no? - Porque prefiero morir haciendo algo útil en esta vida. Carlota resopló enfurecida. - Tú has empezado. - Yo tan sólo te he dicho cómo me gustaría morir. - Y yo que a mi no me gusta lo que a ti. No es tan difícil de aceptar, creo. Además, si te soy sincera, tampoco me gustaría morir de ninguna manera en especial… ni me lo quiero plantear. - A veces eres infantil. - A veces dudo que seamos realmente amigas. - ¿Qué te ha hecho a ti Marcela para que digas que no ha hecho nada útil? - Nada. Ese es el problema Carlota. Marcela no ha hecho nada, tan sólo se ha pasado el tiempo encerrada en este lugar perdido, apartada del mundo, inactiva. - Siempre se portó bien contigo. - Cierto. - Y ahora tú sólo puedes hablar mal de ella. - No lo has entendido. Todas queríamos a Marcela. Yo la primera. Nada más entrar en la escuela fue la única de las monjas que tuvo tiempo para consolarme. Ella, y nadie más, me escuchó mis largas tardes de angustia. Pero aquello es pasado y si lo piensas, te darás cuenta que, en el fondo, nadie la recordará dentro de unos años. Las chicas se quedaron en silencio contemplando una el silencio en los ojos de la otra. - Además, Carlota, ¿quién conoció a Marcela fuera de estas cuatro paredes? - Su familia, imagino. Y las monjas de la congregación. - Y ya está. - Quizás tuviera amigas… Adriana chasqueó la lengua. - Tal vez. Pero seamos sinceras, jamás salía de la escuela y se pasaba las horas en el claustro regando las plantas o con las alumnas haciendo sus tareas. Nadie la conoció realmente, ni tampoco habrá quien la tenga en su memoria cuando pase el tiempo. - Yo sí. - ¿De veras? Si es así me parecerá maravilloso. Pero lo dudo. - Entonces… - Sólo digo que no sé cómo quiero morir… mientras sea haciendo algo útil seré feliz. O eso creo. Carlota asintió lentamente sin perder de vista la mirada penetrante y cargada de desafío de su compañera.

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- Pues a mi, lo que de verdad me gustaría es morir sin sufrir, rodeada de gente que me aprecie, cómo Marcela. - Me alegro que lo tengas tan claro… y espero que la vida te lo permita. Adriana se levantó de la cama y pasó por delante de Carlota. Se cruzaron durante un segundo las miradas para ignorarse por completo. Salió de la habitación. El pasillo estaba oscuro y silencioso, tremendamente lúgubre y cargado de una tristeza infinita. Avanzó con sigilo. Por primera vez en mucho tiempo nadie vigilaba sus pasos, nadie iba a interrogarle sobre sus incursiones en el centro. Cuando llegó al patio vio un cielo desencapotado, de azul radiante, que anunciaba la llegada de un día soleado fuera de los muros de su prisión. La chica suspiró por aquella libertad tan ansiada. La puerta de madera maciza volvía a presentarse altiva ante sus ojos. Por tercera vez la habitación de los castigos, si es que lo era, se le ofrecía tranquila y segura de sí misma. Giró el pomo. Adriana oyó el mismo chirrío que el día anterior y de golpe esa luz tenue y triste se apoderó de los rincones de la cámara. Los libros, apilados en cinco columnas, rompían el vacío del que se había apoderado la oscuridad. Nana no estaba. Tampoco esperaba encontrársela. En realidad algo le decía que en aquella ocasión la habitación iba a estar vacía. Adriana cruzó con la mirada todo el espacio. Al final de la cámara, debajo de la ventana, seguía intacta la mesa de Nana y encima de ella sus libros esperaban una nueva revisión. Recorrió lentamente aquel espacio oscuro. Las montañas de novelas y otros volúmenes le imponían un respeto añejo, el de toda la sabiduría y las historias que se ocultaban tras las cubiertas de piel envejecida. Finalmente, sentada en el suelo, cerca de la ventana, abrió su propio ejemplar. “Angelis. Barcelona, 14 de marzo de 1859. En honor a todas las mujeres que han convertido esta familia en lo que es, por y para ellas, este libro será su propia historia, y de sus conocimientos dependerá el porvenir de nuestras futuras generaciones.” Firmaba M.A. Adriana dedujo que debía ser la autora del libro. Debajo de la frase la ilustración del árbol familiar se apoderaba de toda la primera página. Lo observó detalladamente. El tronco parecía robusto, pero se partía cerca de la copa. Por una parte nacían infinitas ramificaciones coronadas con tantos nombres cómo espacios vacíos. De la otra tan sólo un vacío extenso. La mitad del árbol poblada mientras la opuesta se adivinaba muerta, seca. - La historia de una familia de mujeres… Adriana susurró en medio del silencio. Todos los nombres eran femeninos. Magdalena Angelis, Eleanor Angelis, María Angelis, Encarnación Angelis, Josefa Angelis, hasta llegar al último de una larga lista, Adriana “Nana” Angelis. De repente se sintió angustiada, oprimida. El silencio de la habitación se hacía insoportable en sus oídos y hasta la oscuridad parecía crecer sin mesura. Cerró el libro y escudriñó cada rincón de la cámara. Seguía sola, tremendamente sola, pero no podía evitar sentirse observada. El corazón de Adriana latía con fuerza. Se levantó de un salto. Su cabeza no dejaba de darle vueltas a la familia Angelis, familia de mujeres. Pero no podía entender porque, sin previo aviso, aquella angustia se había apoderado de ella. No era una chica especialmente sensible ante el miedo, de hecho uno de sus placeres era buscar lugares recónditos, extraños y escondidos, dónde poder aislarse del mundo. Aquella habitación era perfecta, lo hubiera sido, de no haber mediado aquel sentimiento que le mantenía la respiración entrecortada.

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Detrás de la ventana el día empezaba a tomar camino de la tarde. Las monjas seguían recluidas en la capilla orando por su hermana fallecida. Carlota en la habitación lloraba la insolencia de su compañera. Adriana seguía sola. Cogió el libro con la mano izquierda. Lo apretó con fuerza contra su costado y empezó a atravesar la habitación. A cada paso sentía el crujir del suelo y el latido alocado de su corazón. Respiraba profundamente y con el estómago encogido giró el pomo lentamente. La puerta cedió. - No te vayas así, Adriana. Profirió un contenido pero sonoro aullido surgido de sus entrañas. La voz provenía del interior de la habitación y le resultaba especialmente conocida. Por un momento temió que las piernas dejaran de sostenerla, pero consiguió volverse hasta quedarse cara a cara con ella. - Alegra esa mirada, ¿no querías verme? Adriana quedó en silencio. Medio minuto antes estaba sola en la habitación y la puerta no se había abierto para nada. Era imposible que Nana estuviera allí. Se frotó los ojos con energía y sacudió la cabeza. Pero hiciese lo que hiciese, la anciana seguía observando desde su mesa debajo de la ventana. - Acércate Adriana. La chica quería hablar, preguntarle cómo había conseguido aparecer de la nada. Durante su infancia siempre creyó en hadas y princesas, pero aquello quedaba ya lejos en su recuerdo, y cuanto más miraba a Nana más creía ver en ella algo que trascendía su propia realidad. - Tendrás muchas ganas de hacer preguntas. Acércate Adriana. Intentó avanzar y salir de la habitación. Pero sus pies no acertaron a andar. El corazón ya se había desbocado definitivamente y parecía dispuesto a abandonar el cuerpo por la boca. - No te vayas. Tenemos mucho de qué hablar. - Más de lo que crees. Las palabras surgieron con firmeza y seguridad de la boca de Adriana. La chica reencontró de golpe toda la seguridad y el aplomo que había perdido durante unos segundos. De repente, la mirada de la anciana le parecía más bondadosa y supo que no había nada qué temer. - Y temo que lo que has de explicar va a afectarme más de lo que incluso ahora puedo imaginar. - Cierto, pequeña Adriana. Pero ven, siéntate a mi lado. Esta va a ser una larga tarde. A través de la pequeña ventana de la habitación se filtraba el sonido del redoble de campanas por la monja fallecida. Nana tenía los ojos brillantes y una alargada y jocosa sonrisa. No parecía tener la edad que debía poseer.

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Mauricia –III Que la vida iba a ser diferente en el internado había quedado claro. La Superiora pasaba los días encerrada en su habitación, había reducido sus clases y no atendía a ninguna alumna. Los menús de Lourdes eran cada vez más tristes y menos abundantes. La cocinera abandonó la escuela y se instaló tras muchos años en un pequeño piso de las afueras de la ciudad. Cada mañana entraba a primera hora para preparar los desayunos y tras la cena volvía a su soledad. El silencio en el internado la martirizaba. Los pasillos se habían llenado de rumores durante aquellos días extraños. Las alumnas mayores aseguraban que Lourdes y Marcela mantenían algún tipo de relación. Otras, en cambio, apostaban por una homosexualidad latente entre la Superiora y la religiosa fallecida. Nadie sabía nada de cierto, pero las actitudes que se habían desatado entre unas y otras no presagiaban algo bueno. Tan sólo el silencio, remedio a todas las preguntas, mantenía serenas a las más afectadas. En su habitación, y también sumergidas en un absoluto mutismo, Adriana y Carlota mataban horas muertas evitando cruzar sus miradas. Las partidas al trivial habían pasado a mejor vida, cómo los secretos, cómo las confidencias y las sonrisas. Se ignoraban a cada segundo. Fue a principios de mayo. La hermana Mauri, que acababa de llegar al internado para ocupar el lugar de Marcela, entró en la habitación de las chicas. Adriana se la quedó mirando en silencio mientras su compañera se acariciaba el pelo desafiando, con la mirada, a la nueva. Carlota no soportaba la sustituta y se lo había hecho saber fehacientemente. - Déjanos solas. - No. Me parece que no va a ser así. Más bien serás tú la que saldrás de la habitación para dar una vuelta… ¿qué te parece una ausencia de media hora? Carlota abrió los ojos sorprendida. - Estoy en mi habitación. - Vamos, mujer, sólo serán unos minutos. - ¿Y tú qué piensas? Adriana se encogió de hombros y sonrió. - O sea que te parece bien… esto es increíble. Me echáis de mi propia cama sin darme explicaciones y encima te hace gracia. - No te lo tomes así… - Me lo tomo cómo me da la gana, Adriana. Desde hace un tiempo no hay quien te soporte. Sólo te faltaba hacerte íntima de la nueva… Alargó una mueca de desprecio. Carlota había cambiado. Atrás quedaba la sonrisa siempre preparada y las palabras tiernas. Poco a poco se había marchitado y amargado, pero mantenía intacto todo su orgullo. Se levantó de la cama y alzó la cabeza mirando al frente para abandonar con calma la habitación. Desapareció con un portazo seco tras clavar, una vez más, su mirada cargada de rencor sobre Adriana. - Ya estamos solas. - Eso parece. Y a juzgar por la que ha liado, hermana, debe ser por algo muy importante.

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Mauri era una mujer joven, más aún que la propia Marcela. Acababa de cumplir los treinta y todavía no había sido ordenada. Tal vez por eso seguía conservando la sonrisa pícara y la belleza descarada de su edad. - Es importante, Adriana. - Pues usted dirá… - En primer lugar, por favor, nada de usted. Nos vamos a tutear, yo soy Mauri para ti. Lo de las reverencias y el respeto se lo dejamos a la Superiora, ¿te parece? - Claro. - De acuerdo, pues. Vamos a empezar por el principio. ¿Qué sabes de la anciana del cuarto oscuro? De repente a Adriana le cambió la cara. La sonrisa desapareció y en su lugar hizo acto de presencia una ligera mueca de desconfianza. - No conozco ese cuarto… ni tampoco ninguna anciana. La única vieja que hay por aquí es la hermana Leonor, la de recepción. - Ya. Pero verás, a mi no me vas a poder engañar cómo a la Sopor, ¿es así cómo llamáis a María José, verdad? Sé que la has visto, sé que la visitas a menudo. Y quiero saber por qué. - Insisto. No sé de quien me hablas. Mauri sacó de debajo el hábito un libro. Se lo acercó a la muchacha. El volumen era un ejemplar antiguo, perfectamente encuadernado en piel marrón, con tres nervios en el lomo y un grabado de oro en la portada. Todo él se parecía al de Adriana, incluso en el dibujo, un ojo, triste, a punto de llorar. El símbolo de Nana. - Qué bonito… Adriana hizo ademán de despreciar el ofrecimiento, pero la religiosa insistió hasta que la muchacha lo cogió entre sus manos. El mismo árbol, las siglas, las mujeres. Todo era idéntico, hasta el final, hasta Nana Angelis. - No puedo entender nada. - ¿Nada, eh? Tampoco entenderás cómo sé yo todo esto, y cómo ha llegado este libro hasta mí…. seguro que tú también tienes uno igual. - Ya me gustaría… soy muy aficionada a los libros antiguos. Adriana intentó sonreír pero se encontró el rostro duro y serio de la religiosa. En seguida volvió el silencio, una calma que ambas mantenían inalterable esperando que fuese la otra la encargada de romperla. - Dentro de unos días llega el viaje. La misma tradición me llevó hace doce años a Roma. Entonces la Superiora acababa de llegar y la hermana María José era la más querida en la escuela. Las cosas cambian. Fueron unos días asombrosos. Nada volvió a ser igual desde entonces. - ¿Fue allí dónde recibiste la llamada de la vocación? Mauri se acercó a la cama de Adriana. - Tan sólo he tenido una revelación en mi vida. Y, créeme, la compartimos. - Yo no quiero ser monja, para nada. - Tampoco yo. La habitación volvió a llenarse del mismo silencio incómodo durante un par de eternos segundos. - Roma lo va a cambiar todo. Os acompañaré en el viaje y, allí, no podrás seguir esquivando mis preguntas. Te lo aseguro. Adriana, sólo quiero ayudarte a entender. Es mi única intención, es para lo que estoy aquí.

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La monja se incorporó. Mantenía un gesto firme, con el rostro ensombrecido y la mirada clavada en los ojos de Adriana. Lentamente, con una parsimonia desmedida que hacía de sus pasos el andar de una enferma, avanzó hacia la puerta. - Nada, Adriana, nada volverá a ser cómo lo habías conocido. - ¿Qué nada? - Todo cambiará después de Roma. Tu familia, tus amigas, tus palabras o tu silencio. Escúchame, he venido aquí porque sabía que te encontraría, porque creo que podré ayudarte a comprender lo que va a pasar en adelante con tu vida. Levantó el libro con la mano derecha mientras mantenía aún fija su mirada sobre la de la chica. - Éste es el principio de todo. El final no lo vas a encontrar con facilidad. Escondió el volumen en su hábito. Había vuelto la dulzura a su rostro y parecía más relajada. Adriana se levantó de la cama. - No es casualidad que le caigas tan mal a Carlota, ¿verdad? - Ella, sin saberlo, tiene mucho que ver en todo esto. Pero, Adriana, no te dejes engañar, Carlota no va a poder ayudarte. - Sigo sin entenderte. - No te preocupes. Lo harás muy pronto. Mauri sonrió levemente. Giró el pomo y abrió la puerta. El pasillo se adivinaba oscuro y solitario. Silencioso cómo toda la escuela. La monja avanzó un par de pasos para salir de la habitación. - Hasta luego. Asintió con la cabeza y cerró la puerta tras de si. Adriana, todavía de pies, se esforzaba por buscarle un sentido a todo aquello. Se lavó la cara con agua fría en el cuarto de baño y buscó su libro detrás del espejo. Todo estaba bien. Nada parecía haber cambiado y, sin duda, el ejemplar que poseía Mauri no era el mismo que el que sostenía en aquel momento entre sus manos. Volvió a guardarlo. Chasqueó la lengua y negó con la cabeza. Fuese lo que fuese aquello que Mauri quisiera explicarle ella deseaba saberlo, pero su instinto le recomendaba lo contrario. Travesó el patio y recorrió los mismos pasillos hasta dar con la puerta de madera vieja de roble, el pomo dorado y las iniciales. La abrió, detrás del chirrío metálico recibió de nuevo el saludo de la oscuridad y de los libros apilados. Al fondo, sentada en su silla, Nana leía tranquila un libro encuadernado en rojo. - Adriana, hija. La anciana no pareció sobresaltarse. Levantó su mano izquierda y con el índice le indicó la silla dónde siempre le hacía sentarse. - Vamos, ven. Seguro que tendrás algo nuevo que explicarme. Cruzó cuidadosamente el espacio que las distanciaba hasta llegar a su derecha. - Nana, he recibido una visita. - ¿Y qué te ha dicho Mauricia? La muchacha tragó saliva. Se había acostumbrado a las extrañas habilidades de aquella mujer de blanco, pero en algunas ocasiones le parecía desesperantemente siniestra. - ¿Cómo sabes que ha sido ella?

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- Recuerda lo que te dije. Sé más de lo que puedas llegar a imaginarte. A estas alturas ya deberías haberte dado cuenta, mi joven amiga. - No me ha gustado Mauri. Tiene algo que la hace parecer siniestra. Sabe mucho, y tiene un libro igual que el mío. Todo esto me empieza a superar. Adriana no pudo contener un par de lágrimas y algún que otro sollozo. Apartó su mirada de Nana y la fijó en una de las muchas estanterías vacías. - Estás algo equivocada con respecto a esa mujer. - ¿Quién es?... ¿y por qué parece saber tanto de mi?... no entiendo por que todas me conocéis más que yo misma. - Hija, no lo lleves todo al extremo. Me gustaría poder explicártelo, pero no va a ser posible. Hoy no. - ¿Por qué? - Por esto. El chirrío metálico resonó con fiereza en todos los rincones de la habitación. Adriana giró instintivamente la cabeza y se encontró con la mirada asustada pero inquisidora de Carlota. - Deberías empezar a explicarme todo esto. - ¡Carlota!... estaba hablando con… - ¿Con quién? Porque cómo no sea con el fantasma de tus antepasados…. Adriana, sonrojada, se levantó de la silla. - ¿Cómo que con un fantasma? Hay que estar ciega para no verla. Estaba hablando con ella… Se volvió para señalar a Nana, pero en su lugar había un silencio y un vacío insultantes. Tan sólo quedaba el viejo libro de cubiertas rojas y el aroma de la anciana, un olor dulce que se evaporaba rápidamente. - Empiezo a creer en lo que dicen las demás. - ¿Quién? - Nuestras compañeras. Todas insisten en que estás chiflada, que hablas sola. Y en la habitación, siempre en silencio, siempre con ese libro extraño que te ha absorbido. Me das miedo. - Yo… yo no puedo explicarlo. No puedo porque ni tan sólo lo entiendo. - Venga… tranquila. Volvamos a la habitación. La voz de Carlota recuperó el tono dulce y compasivo. Adriana la miró durante unos segundos antes de cogerla de la mano y abandonar juntas el viejo cuarto oscuro. - Quiero que me lo expliques todo. - Te juro que me gustaría, pero no puedo. No sé por qué, pero hay algo dentro de mí que me lo impide. Carlota… Adriana rompió a llorar en el pasillo. Sus sollozos retumbaban y se agrandaban en el silencio enfermizo del internado. - Cálmate. Todo tiene su momento, ya encontrarás el instante para explicármelo, estoy segura. Caminaron durante unos minutos procurando no ser encontradas, pero las monjas ya no hacían guardias y habían abandonado sus tareas más rutinarias. Llegaron a su habitación en la más absoluta calma, en silencio. Carlota ayudó a Adriana a estirarse sobre su viejo colchón de muelles. El cuerpo de la chica causó cómo era habitual un tenue sonido metálico al apoyarse en el somier. Se quedaron quietas, mirándose a los ojos, calladas.

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Y Carlota se estiró lentamente a su lado. Todos aquellos días de palabras escuetas, de miradas perdidas, y de malas contestaciones habían producido una tristeza infinita en el corazón de la chica. Se abrazó fuertemente a Adriana. Durante unos segundos pudo notar el corazón alterado de su amiga, bombeando por encima de lo normal, saltando al galope, hasta que se calmó y desapareció lentamente su alocada cadencia. Después cerraron los ojos. Adriana se aferró al brazo de Carlota que le rodeaba y, aún sin saberlo, le protegía de todo lo que no entendía. Más allá de la puerta de su habitación, más allá del pasillo y del patio, se extendía para Adriana un mundo que no sabía si iba a poder afrontar. Un mundo que la otra no podía ni acertar a imaginar. Los días siguientes transcurrieron en calma. Las alumnas ultimaban los preparativos para el viaje mientras las monjas decidían las que debían acompañar a las chicas. Aquel año era cosa de la Superiora, la hermana Ramona y María José, pero la Sopor causó baja en el último momento tumbada por una supuesta gripe. Su lugar, tal y cómo Adriana había adivinado, iba a ocuparlo Mauri, la recién llegada que no había sido capaz de caer bien a nadie. Las niñas de la escuela la miraban con recelo y sin entender qué hacía una mujer tan joven y bella embutida en aquellos harapos en forma de hábitos. En el otro extremo de la balanza, ninguna de las monjas había conseguido encontrar en la nueva un mínimo interés por la religión. No rezaba, no ayudaba en las tareas diarias y su rutina se concentraba en leer y contemplar el paso del tiempo desde la ventana. Cómo profesora, sin embargo, no desentonaba en absoluto. De hecho parecía ser, de largo, la más preparada para impartir clases en una institución de semejante tradición. Seria, callada y muy disciplinada, Mauri era temida cómo maestra y cómo persona. Tal vez aquello fue lo que condujo a las demás religiosas a aceptar su nombre cómo profesora acompañante. O no. Quizás ni la propia directora era capaz de saber los motivos reales de aquella decisión. Se encontraron en la cámara de la Superiora. La situación requería medidas rápidas. Nada debía hacer presagiar a los padres de las alumnas que la escuela había perdido el control, aunque de muros para adentro, la situación empezaba a ser insostenible. La hermana María José no podía soportar la presión del viaje y de luchas contra las alumnas. No aquella vez. No después de los acontecimientos dentro de la congregación. En alguna parte de lo que no estaba escrito todas las monjas sabían que a Sopor le tocaba subir un peldaño tras la muerte de Marcela, pero la aparición de Mauricia había frenado su ascenso. Discutieron agitadamente durante toda una noche, sin dormir, sin descansar y bajo la atenta mirada de su Jesucristo clavado en la cruz de la capilla. Los gritos se oían desde las habitaciones, desde el claustro, pero todas entendieron que lo mejor era ignorarlo. Tras el alba y las oraciones matinales la directora convocó a todas las monjas. La cita era a primera hora de la mañana, en su pequeño habitáculo. Mauricia llegó la última. Cansada, ojerosa y con un extraño libro de piel marrón y con un grabado de oro en la portada. Todas la miraron recelosas hasta que la Superiora las ordenó sentarse, donde pudieran. Mauri aprovechó una de las esquinas de la cama. - Ya sabéis que en unas semanas viajamos a Roma. Las monjas asintieron con vehemencia. - Es tradición. Por eso este año, a pesar de todo…

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Mantuvo un ligero silencio contenido ante las vidriosas miradas de sus compañeras de claustro. Sólo Mauricia permanecía ajena a aquellos sentimientos. - … a pesar de todo no íbamos a hacer ningún cambio. La hermana Ramona, María José y yo misma decidimos ser las acompañantes de este año. Sin embargo… Se produjo entre las religiosas un rumor bajo, casi soterrado ante la inquisitiva mirada de la Superiora. - El problema soy yo. María José tomó la palabra en contra de lo que habían acordado con su directora hacía tan sólo unos minutos. Se miraron en silencio. - Lo siento. No me encuentro… preparada. Hay algo, no lo puedo describir, algo que me frena, que no me deja ir. No sé cómo explicarlo. Es superior a mi razón. - Está bien, tranquila. - No… escucha. Ya te lo he dicho hace unos minutos. Es temor. Miedo, pánico. Me quema en las entrañas y lo presiento desde hace días. No debemos ir a Roma… y si decidís lo contrario no contéis conmigo. Estaré enferma. Las religiosas se quedaron en silencio contemplando a Sopor. No era habitual verla derrumbarse de aquella manera. Pese a no ser de las más respetadas, y mucho menos temida, todas sus compañeras creían que era una mujer cómo mínimo fuerte. - Está bien. Ya lo sabéis. Lógicamente, no va a haber cambios a pesar de la oposición de la hermana. Así que pido alguna voluntaria para sustituirla y ocupar su lugar en el viaje. Mauri no podía evitar una ligera sonrisa de satisfacción. Al final todo acababa cuadrando. Cómo siempre. - Por favor, hermanas. Sólo pido una de vosotras para completar el grupo de acompañantes. - Iré yo. Todas se giraron cómo poseídas por un rayo. Mauricia se había levantado de la cama y se mostraba satisfecha. - Si no encontráis ninguna razón en contra, me encantaría ir. No he vuelto a Roma desde el viaje que hicimos cuando aún era alumna. La Superiora también se incorporó. Lo hizo lentamente, buscando a marchas forzadas alguna razón de peso para evitar semejante idea. Por supuesto que no le hacía ninguna gracia, pero tampoco podía negarse sin más. - No sé… deberíamos sopesarlo. - ¡Oh, vamos!… estoy segura que seré una buena acompañante. Soy estricta, soy seria y me gusta más que a nadie el rigor y la disciplina. Conmigo estarán más que seguras. Las demás monjas no se atrevían a levantar tan siquiera la cabeza. María José había intentado decir algo en contra, pero su lengua no respondía las órdenes que le llegaban del cerebro y acabó por desistir. Cómo ella, la directora del centro tuvo que claudicar. - De acuerdo, pues. Si no hay más candidatas… Jamás se había sentido tan ridícula. En sus treinta años de profesión siempre había encontrado argumentos para rebatir incluso las ideas con las que estaba de acuerdo. Pero por más que lo intentase su cerebro se había bloqueado.

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De alguna manera Mauri conseguía siempre lo que se propusiera. En poco tiempo aglutinó las clases que pertenecían a Marcela y las de una cada vez más deprimida María José. Sara, la Superiora, incluso aceptó que impartiese las clases de religión en su lugar. Jamás, en toda la historia de la institución, la directora del centro había dejado de dar aquella asignatura. Era una especia de tradición, de premio, sólo las que habían demostrado su fe y su valía lo conseguían. Pero a Mauri le bastaron dos semanas para lograrlo. Sencillamente, nadie conseguía oponerse, nadie encontraba razones para llevarle la contraria. Excepto dos muchachas. Adriana y Carlota. Durante aquellos días convulsos en el centro, Adriana había abandonado temporalmente la lectura de su libro para dedicarse por completo a su compañera de habitación. Entendió que se habían abandonado mutuamente y quería recuperar ese tiempo. Fue el primer domingo del mes de Mayo. Una semana antes de embarcarse destino Roma. Mauricia entró por segunda vez en la habitación. Carlota esperaba con el pelo recogido a que su compañera acabara de ducharse para poder hacerlo ella. Se quedó mirando fijamente a la monja desafiadoramente. - Deberías aprender a llamar a la puerta. Es lo que hacen todas. - Todas no son yo. - Eso es cierto… Carlota se mordió la lengua. Sabía que Mauri, muy a su pesar, había conquistado mucho poder en el escaso tiempo que llevaba en la institución. No era cuestión de comprometer su futuro en la escuela. - Adriana estará acabando, supongo. - Imagino. La monja sonrió cínicamente ante la postura soberbia y tirante de la muchacha. - Pues la esperaré aquí mismo. Avanzó hasta la cama de Adriana y se sentó sobre ella. Carlota contemplaba la situación entre sorprendida e indignada. - No creo que le guste que mires entre sus cosas. Mauricia levantó los ojos y los clavó con fiereza sobre los de la chica. Durante dos o tres segundos le lanzó un clarísimo mensaje desafiador. Después, relajada, volvió a rebuscar entre la ropa y los libros de Adriana. - Hermana. Tengo la impresión que está violando la intimidad de mi compañera. No era casualidad que Carlota volviese al registro formal. Tragó saliva y avanzó un par de pasos hacia la monja. Estaba convencida que, ante una postura más seria, Mauricia iba a dejar de molestarlas. - Mire, señorita Rovira, sé perfectamente cuales son mis responsabilidades y mis limitaciones. Tal vez sea usted la que se está extralimitando, quizás deba tomar cartas en este asunto de una vez por todas y proponer su expulsión al claustro. Carlota reculó aquellos dos pasos y otros tres más. Nadie desde que había entrado en el internado la había llamado por su apellido. Bajó la cabeza y, asustada por la amenaza, intentó evitar de nuevo la mirada de la religiosa. - Bien. Veo que al final nos vamos a ir entendiendo, ¿verdad Carlota? Tranquila, por esta vez te daré un voto de confianza.

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La chica sonrió desde la oscuridad. Debía temerla, pero su corazón le dictaba otras normas mucho más severas y rebeldes. La odiaba. Era algo que le nacía en las entrañas y le carcomía cada vez que se cruzaban. Nunca, pasara lo que pasara, le iba a caer bien. Finalmente Adriana salió del cuarto de baño. Mauricia la contempló durante unos segundos en silencio. A dos escasos metros, Carlota imitaba a la monja clavando los ojos en su compañera de habitación. Adriana se había dejado suelta su larga melena castaña. Aquellos rizos aún mojados le caían libremente sobre los hombros desnudos y en sus mejillas se contemplaba el rosado intenso que había dejado el agua tibia. Por todo atuendo llevaba una toalla blanca atada por encima de los pechos y que llegaba hasta el principio de los muslos, mostrando una piel tersa que hacía entrever un cuerpo perfectamente modelado. Adriana reprimió el grito que le subía por la garganta, pero no pudo evitar el instintivo gesto de cubrirse con las manos. Se compuso rápidamente, torció la mueca de los labios e inyecto una mirada febril sobre la monja. Separó levemente las piernas y arqueó los brazos hasta colocarlos a cada lado de la cintura en posición amenazadora, esperando una explicación. Carlota se dio cuenta que había desaparecido en un instante todo rastro de inocencia en su amiga, incluso la tez sonrosada había adquirido un marcado tono rojizo de indignación. Finalmente Mauricia se levantó de la cama y se acercó lentamente hasta la chica. - Deberías vestirte. La joven levantó extendió el brazo izquierdo y meneó a un lado y a otro el dedo índice. - No creo. Estoy en mi habitación. Este es el único lugar en el que puedo hacer lo que me plazca. Ambas se mostraron sendas sonrisas cargadas de tensión. Adriana cruzó la habitación con la mirada hasta encontrar la de Carlota. Ella seguía apartada, cerca de su cama, entre sonrojada y avergonzada. Apartó lentamente sus ojos de los de su compañera agachando la cabeza. - Lo que me parece a mí es que no acabamos de conseguir caernos bien. Adriana ignoraba las palabras de Mauri. Su única preocupación era el aspecto entre triste y desconcertado que expresaba en el rostro su compañera de habitación. - ¡Carlota! La chica volvió a levantar la cabeza. Enseguida recuperó el contacto visual con su amiga. Los grandes ojos marrones de Adriana parecían cargados de ternura, de comprensión, e incluso de algo superior a todo aquello. Entonces ella le dedicó una gran sonrisa cómplice, una sonrisa en la que le daba a entender que compartían más de lo que la monja pudiera entender. Carlota, en silencio, le devolvió el gesto y se sentó en su cama esperando. - ¿No ibas a ducharte? Mauricia parecía decidida a romper aquel silencio tan intenso. Adriana asintió lentamente con la cabeza tratando de convencer a la pelirroja. - Claro. Pasó por delante de la monja con la mirada extraviada, rápidamente, y se detuvo ante Adriana. Le acarició el pómulo derecho, de nuevo rosado, en un gesto cargado de ternura. Después la besó dulcemente en la mejilla y sonrió.

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- Enseguida acabo. - No te preocupes. No tardaremos mucho. Adriana miró el rostro firme de la religiosa. Mauricia esperó hasta que Carlota cerró la puerta del baño para acercarse algo más a la chica. Avanzó los tres pasos que las separaban y le colocó la mano sobre el hombro, aún desnudo. - Veo que te costará confiar en mí. Y te equivocas, yo sólo quiero ayudarte a entender todo lo que te está pasando. - No creo que lo sepas. - ¿Estás segura? Tengo treinta años Adriana. Hace tan sólo doce yo misma visitaba a menudo a Nana mientras ella me explicaba su historia. La nuestra. Estamos más cerca de lo que quieres reconocer. ¿Cómo sino tendríamos las dos el mismo libro? Clavó de nuevo su mirada en la de la joven que seguía sin dar su brazo a torcer. Adriana sonrió lánguidamente mientras negaba con la cabeza. - Ya te lo dije. No sé de qué me estás hablando. Mauricia suspiró largamente y suavizó su gesto. - Tranquila. En Roma lo aclararemos. - Claro… - Nana ya te ha dicho que a partir de este viaje todo va a cambiar, imagino. Adriana hizo un claro ademán de negación, pero no pudo evitar una pequeña mueca de preocupación. - Ya te lo he dicho. No sé de qué Nana, ni de qué anciana, ni de qué libro, me estás hablando. - Entiendo. O sea que el libro que tienes debajo de tu almohada, un volumen con las tapas marrones, y un ojo dorado en la portada. Ese que es, exactamente, igual que el mío. Adriana… - Te has atrevido a espiarme. - Sólo me he informado. - Ahora se le llama informarse. O sea que entras en mi habitación, no sé exactamente cómo pero consigues acobardar a Carlota y encima registras mis cosas. Adriana empezó a aspirar profundamente el aire que las rodeaba. Lo sentía quemar en sus pulmones mientras la boca se le llenaba de un sabor agrio. - Hermana. No debería estar aquí. Le pido, por favor, que respete nuestra intimidad. Mientras se mordía la lengua dejó caer la toalla que aún cubría su cuerpo. - Cómo puede ver estoy desnuda, y no creo que sea demasiado recomendable su presencia en este momento. Voy a empezar a chillar, hermana. Mauricia no tuvo ni un segundo para reaccionar antes que Adriana empezase a vaciar todo el odio que almacenaban sus pulmones. La monja se llevó el índice a la boca pidiéndole calma, una calma que en los gritos de la chica se transformaba y adquiría una presencia aún más amenazadora. La puerta del baño se abrió dejando tras de sí un bao espesísimo. Carlota, escasamente envuelta en una pequeña toalla, contemplaba sorprendida a su compañera desgarrándose las cuerdas vocales.

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Se hizo un segundo de silencio y Adriana volvió a desafiar a Mauricia. La religiosa no había dejado de contemplarla y escucharla con el gesto desencajado. Carlota avanzó hasta llegar al lado de su amiga y la volvió a ocultar tras la toalla. - Me parece que, al final, no vamos a ser demasiado buenas amigas. Adriana alargó la última palabra cargándola de un cinismo casi enfermizo. - Ya verás cómo sí. La religiosa giró sobre su eje y abrió la puerta dejando detrás dos muchachas casi desnudas y desquiciadas. Carlota se abrazó con su amiga mientras notaba cómo el corazón de Adriana regresaba lentamente a la normalidad. Entre ambas las dos toallas se esforzaban por resistir en su lugar, y la espuma del champú en la cabellera pelirroja empezaba a dejar sus rastros por todo el suelo de la habitación. Ambas se rieron de la situación mientras se sentían de nuevo calmadas. - Creo que deberías acabar lo que has empezado. - Seguro. - Gracias por estar a mi lado. - Por un momento temí lo peor. Cuando escuché tus gritos yo… Adriana le cerró los labios situando sobre ellos su mano. - Tranquila. Seguiré a tu lado durante mucho tiempo. La sonrisa de Adriana, en aquella ocasión, no era franca.

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Roma, principio – IV El avión aterrizó en el aeropuerto internacional Leonardo Da Vinci a primera hora de la tarde de un quince de mayo. Italia se extendía eterna bajo los pies de las alumnas y las profesoras esperando ser conquistada por alguna de ellas. Adriana no pudo evitar al recoger la maleta un rictus de preocupación en sus labios. La ciudad eterna escondía demasiados interrogantes, demasiadas respuestas, para su aún corta edad. A su lado Carlota esperaba intranquila una señal de la Superiora para emprender el camino hacia el autobús. Unos metros más allá, fuera de la terminal, Mauricia volvía a respirar aliviada el aroma cargado de fuego de la Roma imperial. - Niñas. A partir de este momento sólo se hará lo que yo diga. Todas las alumnas asintieron al unísono. Nadie se atrevía a llevar la contraria a la Superiora. Sara, a pesar de todo lo que había ocurrido en la escuela, seguía siendo una mujer tan respetada cómo temida. - En mi ausencia, y por este orden, quedáis bajo la responsabilidad de las Hermanas Ramona y Mauricia. Las dos monjas sonrieron desde la puerta de la terminal. - Pero que quede claro. Jamás una orden de ellas pasará por encima de ninguna de las mías. Ni se os ocurra pensar que esto es un viaje de ocio. Aquí vais a estar tan controladas cómo en la escuela, y no espero problemas de vosotras. Más os vale estar tranquilas. Cruzó todo el basto espacio que las rodeaba con la mirada hasta detenerse amenazadora en los ojos de Adriana. - No quiero problemas. Estamos aquí por tradición, sólo por tradición y para intentar culturizaros. A la primera que se salga de lo escrito, la encierro en su habitación. Adriana tragó saliva y apretó con fuerza la mano de Carlota. Desde la puerta, mientras esperaba la llegada del autobús que debía llevarlas hasta su hotel en el centro de la ciudad, Mauricia alargaba un rictus de desagrado. No le habían gustado las palabras de la directora, pero tampoco le preocupabas en exceso sus normas. - Hermana, debería vigilar esos gestos… Ramona era una de aquellas monjas de convicciones firmes. Tal vez la más devota, la más religiosa y, seguro, la más inteligente del internado. Nadie sabía a ciencia cierta su edad, aunque muchas aseguraban que ya había superado los cincuenta. Lo único cierto es que se pasaba las horas leyendo libros. Era una profesora de historia y de filosofía obsesionada en relacionarlo todo con la figura de Dios, Jesucristo y la Santísima Trinidad. De esa manera, todo lo bueno que había deparado la humanidad a lo largo de su existencia era producto de la inmensidad divina, y por el contrario, lo negativo había sido causado por la desobediencia del hombre. El pecado, para Ramona, se aparecía en cada rincón, incluso en las palabras o en el gesto medio escondido de un labio ligeramente arqueado. - ¿Perdona? - Le digo, Hermana Mauricia, que debe vigilar más. Le ocurre demasiado a menudo que no puede controlar sus emociones y esto se traduce en muecas de desprecio o de descontento. Esto es la comunicación no verbal. Sin decirlo, sin tan siquiera proponérselo, nos deja claro cuál es su opinión sobre las cosas.

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- Nadie tiene porqué saber mi opinión sobre nada. - Por eso, Hermana, precisamente por eso. Yo la respeto, a usted y a sus opiniones, y por tal motivo le pido que vigile. La Hermana Superiora no pasa por un buen momento, y tal vez no esté dispuesta a hacer determinadas… concesiones. Sin duda, de todas las características de Ramona la mayor, la que mejor la definía, era su extrema bondad. - Lo tendré en cuenta… y gracias. Por aquello, Ramona era la única monja a la que Mauricia apreciaba. La única en la que confiaba ciegamente por encima de todas las demás. - Adelante, muchachas. El grupo avanzaba rápidamente entre los turistas y los ajetreados hombres de negocios. Las monjas marcaban un ritmo rápido. Ramona y Sara vestían los hábitos de la congregación, pero Mauricia llevaba unos vaqueros con camisa blanca y el pelo recogido en un moño castaño. Desde el mismo momento en que habían salido de la escuela todas las muchachas se habían quedado sorprendidas del aspecto de la joven religiosa. Mauri era una inagotable fuente de sorpresas. Adriana seguía abrazada a Carlota cuando se sentaron en el autobús que debía llevarlas hasta el centro de Roma. La autopista se hacía interminable dibujando la silueta de la ciudad eterna ante los ojos de las chicas. Durante unos minutos parecía una aparición imperial. Sólo hasta que Carlota rompió el silencio. - Cuando volvamos tengo una sorpresa que darte. - ¿Qué sorpresa? - Les he hablado mucho de ti a mis padres. Se mueren de ganas de conocerte. - ¿A tus padres? - Sí… te aseguro que son geniales. Ya lo verás. Quieren que te vengas a pasar unos días con nosotros. - ¿En vuestro piso de Barcelona? - No. En la casa que tenemos en La Garriga. Había oído muchas veces hablar de esa mansión. La familia de Carlota la mantenía desde hacía varias generaciones. Su amiga la definía cómo un pequeño palacio modernista en medio de la montaña. - Y bien… ¿qué te parece la propuesta? Adriana se aferró aún más al brazo de Carlota y le enseñó una sonrisa blanca y pura. - Sabes que estaré encantada de pasar más tiempo a tu lado. - Verás cómo nos divertiremos. Asintió con la cabeza dejándose llevar durante un momento por la imagen que su mente había recreado de la mansión de los Rovira. La interrumpió la brusquedad de los frenos del autobús. Roma se extendía ya ante sus ojos. Las muchachas se esforzaban por captar todos los detalles de la ciudad. Se habían abocado a las ventanillas del vehículo y murmuraban ante los monumentos, las iglesias, las calles y los italianos. La gran ciudad a sus pies. Carlota suspiró de emoción mientras Adriana trataba de entender porque su corazón se había desbocado. - Esto va a ser emocionante.

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Carlota había pronunciado toda la frase con los ojos fuera de órbita y la boca extremadamente abierta. - Creo que va a ser más emocionante de lo que nos imaginamos. El hotel quedaba a escasos quinientos metros de la estación de Termini. Por primera vez en mucho tiempo las religiosas habían decidido cambiar de residencia. Tradicionalmente, siempre habían escogido un hostal tranquilo y muy acogedor cerca del Vaticano, pero en aquella ocasión, influenciadas por la opinión de Mauricia, aceptaron escoger un hotel moderno y de reciente construcción en medio del bullicio de la capital. Adriana entró por primera vez en la 255 de la mano de Carlota. La pelirroja mantenía la excitación en sus gestos y una emoción contenida en la voz pero su amiga sólo pronunciaba monosílabos perdidos entre el silencio. - Esta será vuestra habitación. Sara, la Superiora, se detuvo detrás de las jóvenes. La puerta todavía abierta mostraba un cuarto pequeño, con una cama de matrimonio al fondo y un cuarto de baño extremadamente estrecho. - Y yo seré, personalmente, la encargada de vuestra vigilancia. Las chicas se miraron en silencio, Adriana seguía ausente pero sus ojos denotaban pese a todo una cierta preocupación. - ¿Nuestra vigilancia? - Por supuesto, Adriana. No olvido tus escapadas en la escuela, ni tu extraña actitud de las últimas semanas, y no estoy dispuesta a permitir que nada estorbe la paz durante este viaje. La monja esbozó una sonrisa cínica y alargó su mano hasta alcanzar el hombro de Carlota. - Ojalá fueses tan buena cómo tu compañera de habitación. La mirada de Adriana recorrió en un momento los ojos de Carlota y los de Sara. Se detuvo en la Superiora. - Creo que sí. - ¿Qué? - Que sí voy a estorbar la paz durante este viaje. La religiosa intentó alzar la voz pero de su boca surgieron tan sólo cuatro sonidos guturales indescifrables. Presa del nerviosismo se acercó hasta la muchacha. Sus ojos se habían inyectado en sangre y le temblaban las manos, pero la chica seguía firme. - Al fin estoy segura. Adriana mantenía el tono amenazador y desafiante en su voz. - Segura… ¿de qué? - De si debo temerte o no. - ¿Y? Cuando Mauricia entró en la habitación se encontró a su directora enfrentada a una de las alumnas. Adriana parecía excesivamente segura de sí misma ante la afectada Superiora. Algo apartada, sentada en la cama, Carlota conservaba el gesto entre preocupado y sorprendido. - Hermana, vayamos a nuestra habitación. Sara agachó la cabeza y abandonó el cuarto de las chicas caminando delante de Mauri. Al cerrar la puerta Carlota se abalanzó sobre su compañera hasta conseguir tumbarla en la cama. - Te has pasado. - Lo sé.

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- Deberías aprender a controlar tu instinto. - Tal vez. - Adriana… - De acuerdo, de acuerdo. Cuando sea el momento me disculparé con la superiora. Carlota y Adriana se abrazaron. Desde la cama, estiradas, tan sólo podían ver el cielo azul de Roma. Fuera, en la calle, hacía un día soleado pero agradable. La tarde italiana se presentaba tranquila y mística. Por eso, tal vez, cuando el Vaticano se alzaba en su majestuosidad ampulosa ante los ojos de las muchachas Adriana no pudo evitar sentir un largo mareo. Y cuando volvió a abrir los ojos tras su desmayo la mirada de Mauricia parecía un regalo. - ¿Te encuentras mejor? - Sí. - Si quieres podemos entrar a visitarlo. Adriana miró el templo. San Pedro del Vaticano, vestido de un mármol ajeno a la realidad del mundo exterior, se mostraba altivo y amenazador. - Creo que no. - Vas a perderte la atracción estrella de nuestro viaje. - Ambas sabemos que no me interesa… Adriana calló inmediatamente. Se llevó la mano a la boca y miró con ojos inquietos la sonrisa incipiente de Mauri. - Deberíamos hablar. - Ya te dije que no tenemos nada que compartir. - ¿Nada? - Sólo lo estrictamente referente a tus clases. Yo soy alumna, tu alumna y punto. La voz lejana de Carlota retumbó entre los santos que decoraban la plaza del vaticano. A lo lejos, Adriana pudo vislumbrar la melena cobriza de su amiga bailando con el viento. La voz de la chica llegaba difuminada, lejana, pero muy próxima. - Me parece que hasta aquí ha llegado nuestra conversa. Mauricia quedó en silencio ante la sequedad de Adriana. - ¿Estás recuperada? - Totalmente, gracias. - En tal caso, debemos reincorporarnos al grupo. Las alumnas empezaban a salir lentamente del interior de la basílica. Detrás de ellas, cómo era habitual, Sara hacía las funciones del mejor guardia de seguridad. Contaba una y otra vez las cabezas y vigilaba los gestos e incluso las miradas. Al más mínimo detalle que no le gustara alzaba su voz por encima del murmullo general y las muchachas callaban esperando que volviese la calma. Todas temían a la Superiora. La mayoría habían oído las historias que durante años se explicaban sobre ella y sus expeditivos métodos para forjar señoritas. Aquello explicaba que absolutamente ninguna se atreviese jamás a rebelarse contra la directora. Sólo Adriana. Al verse bajo la sombra oscura del hábito, la chica volvió su mirada hacia la religiosa y sonrió levemente. Durante un par de segundos masculló en voz baja alguna que otra palabra malsonante, pero después se relajó. Siempre era mejor ceñirse a las normas. Acatarlas resignadamente.

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La primera vez que intentó incorporarse Adriana sintió el mismo mareo nauseabundo recorriéndole la cabeza y el estómago. Segundos más tarde conseguía aguantar la verticalidad del brazo de Carlota. Sara observaba intranquila la situación. - Niña, siempre estás con sustos. - Lo siento, Hermana. Suspiró profundamente dejando ir una gran bocanada de aire que se perdió entre los rizos pelirrojos de su compañera. - Si te sientes con fuerzas puedes acompañarnos. - Claro. Adriana intentó inyectar su mirada con la mayor fortaleza y entereza posibles. - Pues adelante, no perdamos más el tiempo. La Superiora empezó a andar dando unos pasos exageradamente grandes. Detrás de ella, las alumnas junto a Ramona y Mauricia la seguían casi corriendo. - ¿Seguro que puedes? Los ojos de Carlota parecían preocupados. - Sí. - Yo estaré a tu lado si te encuentras mal. - Lo sé. - ¿Vamos? Asintió con la cabeza y emprendió el camino que cruzaba la Plaza hasta salir de ella. A cada paso Adriana notaba que su fuerza y la de sus piernas le eran devueltas. Respiró profundamente, aliviada. La basílica quedaba ya muy atrás. Minuto a minuto la tarde transcurrió sin más sobresaltos. El museo del Vaticano parecía una inmensa extensión de obras y antigüedades pertenecientes a otro mundo ante los ojos de las escolares. Cada sala más de lo mismo y, en todas, las palabras cargadas de devoción, emoción y un cierto didacticismo de la Superiora. Adriana, Carlota y Mauricia habían dejado de prestar atención nada más cruzar la puerta del centro. Desde hacía tiempo, aún sin saberlo, compartían una única obsesión, la famosa capilla sixtina. Todo lo que demorase su visita era un obstáculo. Finalmente se abrió ante sus ojos. La pequeña sala estaba repleta de turistas intentando grabar o fotografiar de forma casi clandestina algún detalle de la más famosa de las capillas. En seguida se cruzaron los sentimientos. Sara contenía la respiración. Siempre lo había hecho, desde el primer momento que piso aquel suelo. A su lado, la mayoría de las muchachas abrían los ojos absolutamente hechizadas, intentando captar el misticismo de cada rincón. Cómo ellas, Carlota tragaba saliva tratando de situarse en medio de semejante obra de arte. Pero Adriana sintió una gran punzada en el corazón. No era aquello lo que había soñado. Casi sin darse cuenta emitió un leve gruñido acompañado por un chasquido de su lengua. Mauricia la abrazó por detrás. - No te gusta, ¿verdad? - Me la imaginaba diferente. - Sé lo que quieres decir. - ¿Te pasa lo mismo? - Cada vez que he venido, desde que lo hice a tu edad hasta hoy.

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- En fin, supongo que sobre gustos… - Claro. Si realmente tiene algo que ver con los gustos. Mauricia sonrió y estiró su brazo derecho para indicar la figura pintada del Padre y el Hijo. - Una de las imágenes más copiadas y utilizadas de la historia. Adriana asintió y susurró en voz baja al oído de la monja. - Tampoco es lo que me esperaba. - Ya lo sabía. Nada aquí lo va a ser. El pinchazo en el corazón se había ido trasladando lentamente hasta convertirse en una sensación desagradable en el estómago. - ¿Por qué todo esto? - Nana ya te lo habrá explicado, imagino. - Volvemos a empezar… - De acuerdo, tranquila. El grupo avanzó lentamente hasta abandonar la capilla. Adriana mantenía todavía el gesto torcido en la cara, a su lado Mauricia empezaba a sonreír. - ¿Mejor? - Mucho mejor. Adriana suspiró ligeramente. Su mente seguía fijada en la imagen de los ángeles de la capilla. Pensó en ellos durante la vuelta, pensó en ellos mientras Carlota se duchaba para quitarse de encima el cansancio de la jornada. Pensó en ellos hasta la cena, y mientras se llevaba a la boca las primeras hojas de lechuga de su ensalada. Después levantó los ojos del plato y chocó con la mirada de Sara. La Superiora se había levantado y caminaba lentamente con la cabeza exageradamente levantada. Los ángeles habían desaparecido, y con ellos su silencio imperturbable mantenido a lo largo de los siglos. Cuando llegó a la mesa de Adriana el comedor entero mantuvo la respiración. Mauricia observaba cómodamente sentada en su silla aquella escena. A su lado Ramona había agachado la cabeza ocultándola entre sus manos. El ambiente se enrareció en un segundo. Más aún cuando Adriana se incorporó quedándose cara a cara con su directora. Pero Sara todavía se sabía aún algo superior. - ¿Quería algo hermana? - Pues sí. Para empezar, te agradezco que ya te hayas levantado. Ahora tú y yo vamos a salir de este comedor para tener una agradable charla. Alargó la sonrisa, lo hizo hasta adoptar un gesto excesivamente forzado. Pero sus ojos no habían perdido ni un ápice de fuerza. - Claro, hermana. Adriana cruzó una mirada cómplice con Carlota e hizo el mismo gesto con Mauricia. Ni ángeles, ni santos, ni el padre y el hijo, tan sólo la madre Superiora y ella atravesando el comedor hasta el ascensor. - Bajamos a mi habitación. La chica asintió. El recuerdo de la mirada de Nana contrastaba con la rudeza del rostro de la Superiora. - ¿Qué he hecho de malo ahora? - Todavía no lo sé… de eso quiero que hablemos. Por cierto, supongo que estarás mejor. - Sí, ya me encuentro bien.

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- Perfecto, porque lo de esta tarde me había preocupado. - ¿Los mareos? - Sí. Los mareos, y la debilidad, y el desmayo. En todos los años que hace que existe nuestra institución jamás… - Jamás nadie se había mareado, ¿es eso? - No exactamente. Las estrecheces del ascensor incomodaban a las dos por igual. Decidieron mantener el silencio mientras no llegasen a la habitación. - Hace unas semanas tuvimos otra conversa. Supongo que la recordarás. Adriana cerró los ojos y rememoró los olores del jardín. Claro que lo recordaba. - Sí, por supuesto. - Te pregunté si me temías. - También lo recuerdo. - Y te dije que aprenderías a hacerlo… La chica mantuvo la respiración intentando comprender las palabras de su directora. Siguieron caminando en silencio entre los pasillos estrechos del hotel hasta que llegaron a la 251. - Aquí es. Insertó la tarjeta en el lector y la puerta no tardó en ceder. Se abrió lentamente, dejando tras de sí un profundo aroma a naftalina. - Entra. Tres pisos por encima, Mauricia planteaba a Ramona la necesidad que una de las dos estuviera con ellas en esa habitación. La segunda monja negaba constantemente con la cabeza y con una expresión más que vehemente en sus ojos. Cerca, más allá de las ventanas, Carlota había dejado de comer preocupada por lo que iba a acontecerle a su amiga. - Quítate toda la ropa. - ¿Cómo? Adriana deseaba no haber escuchado esas cuatro palabras. Aún tenía la esperanza que hubiesen sido fruto de su imaginación cuando la Superiora tuvo la idea de repetirlas. - Te he dicho que te quites la ropa… quédate desnuda y échate sobre mi cama. Su mirada, detrás de los cristales enormes de las gafas que siempre llevaba, se mantenía firme y dura. - Jamás en nuestra institución hemos tenido tantos problemas, nunca. No puedo permitir que tu seas la primera que mancille nuestro honor, y menos aún bajo mi dirección. Eso, niña, no va a ocurrir. Pero su rostro se había empezado a ensombrecer bajo un gesto cada vez más imperturbable. La chica debía obedecer. Empezó por el jersey, de punto, que Carlota le había regalado a principios de aquel mes. Lentamente se desabrochó las zapatillas y se quitó los calcetines. Detrás suyo, Sara observaba impasible esperando su turno. Cayeron los pantalones, tejanos desgastados, y el polo rosa de cuello blanco que se había comprado en las rebajas de verano del año pasado. En ropa interior se quedó mirando fijamente los ojos ensombrecidos de la directora. - Te he dicho toda la ropa… y luego te echas en la cama.

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Seguía impertérrita, con el gesto perfectamente encajado y un cierto alo de satisfacción en su mandíbula inferior. Toda. Adriana se estiró desnuda sobre la cama de la Superiora esperando nuevas instrucciones. Su corazón se había desbocado hacía ya unos minutos, lo sentía latir en la boca, y no podía apenas controlar la respiración entrecortada que vaciaba constantemente sus pulmones. Cerró con fuerza los ojos. Adriana no quería llorar, no quería darle esa satisfacción a aquella mujer. - Muy bien. Ahora abre las piernas. - ¡Está loca! - No. Tan sólo que, aquí, mando yo. Su tono había alcanzado una fiereza desencadenada que ni Adriana sabía cómo contener. Vaciló durante un par de segundos hasta que notó la mano gélida de la monja intentando ganarse camino entre las rodillas. - Pero… - ¡Te he dicho que me obedezcas! - Usted no puede… - ¡Sí, puedo! Con un último esfuerzo consiguió separar lo suficiente las dos piernas de Adriana hasta que alcanzó el sexo de la joven. - ¿Crees que no me he dado cuenta? Los mareos, tus cambios de humor, el desmayo y las ganas de devolver hoy durante el viaje de vuelta en el autobús. No hay que ser excesivamente lista para entender cual es tu estado y lo que éste comportará para nuestra institución. Eres un ángel, niña, y los ángeles no pecan. Adriana sollozó y esbozó dos tímidas lágrimas que recorrieron velozmente sus mejillas. Había cedido a la presión de la directora y se sentía incómoda y deshonrada. - No entiendo a lo que se refiere. - ¿Cómo? Sólo dime cómo lo has hecho. No sales de la escuela más que en verano y en invierno. Quiero saber quién ha sido, dónde, en qué momento. Esto es tan negativo para nuestra imagen… La chica no podía entender lo que Sara quería decirle por más que se esforzará. Su corazón se había volcado y en su mente tan sólo reposaba la imagen de dos ángeles con la mirada perdida y cara inocente. Dos ángeles que luchaban contra aquella mano impune. - ¡Quiero saber cómo y cuando te has quedado embarazada! Los gritos de la Superiora no tardaron en alojarse en el cerebro de Adriana. - Embarazada… Abrió los ojos y se quedó mirando absolutamente vencida la cara ya desencajada de la directora. Adriana intentó pronunciar alguna frase, pero de su boca tan sólo fluyó un sonido incomprensible, gutural, roto. En ese momento, derrotada en lágrimas, sintió un punzante dolor en la entrepierna que le recorrió el cuerpo hasta convertirse en un chillido casi imperceptible. Un grito que se ahogaba mientras perdía el conocimiento ante la incrédula mirada de Sara. Los ojos de Mauricia saludaron su despertar. Adriana se incorporó. Aún sentía un cierto dolor en el vientre bajo, una sensación molesta que Mauricia comprendió en seguida.

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- Te ha roto el himen. Señaló la cama, aún con pequeñas manchas de sangre. - Lo siento, Adriana. - ¿Pero por qué?... no puedo entenderlo. - Creía, de hecho estaba convencida que tú… - ¿Embarazada? - Sí. - Pero eso es una locura. Nunca he estado con un chico, jamás he tenido ninguna relación excesivamente íntima… ya me entiendes. ¿Cómo iba a estar embarazada? Eso es imposible. - Ella estaba segura, y hasta yo misma… - Pero no es así, ¿verdad? - No lo entiendo. Quizás no sea todavía el momento. Adriana entornó los ojos y se quedó callada ante el rostro tranquilo de Mauri. Aunque Nana se lo había intentado explicar, todavía no podía entender lo que acababa de pasar en aquella habitación. - Tranquila, Adriana, las cosas han vuelto a la normalidad. Mauricia señaló a la Superiora, que rezaba con el rosario en mano, debajo de la ventana de la 251. - Nada volverá a ninguna parte. La chica se levantó de golpe aún desnuda. Se vistió apresuradamente y salió a empujones de aquel cuarto. Adriana sabía que todo acababa de empezar.

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Magdalena -V Habría deseado que Nana estuviera equivocada. En su mente sólo quedaba lugar para el dolor, pero por más que lo intentara no conseguía sentir ningún tipo de rencor. Sara, sencillamente, había desaparecido de su cabeza. Todo aquello quedaba lejos. Muy lejos. Adriana caminaba a oscuras entre las calles de la Roma nocturna. Su mente evocaba una y otra vez el recuerdo de las palabras de la anciana. Estaba segura que todavía no había llegado el momento, no lo sentía. Ni tan sólo, realmente, la había creído. Hasta aquella noche. No iba a temer a la directora. No iba a hacerlo. Sara había caído demasiado bajo cómo, tan sólo, para llegar a mantener un cierto respeto hacia ella. Se presionó la entrepierna con el dedo índice. El dolor aparecía cómo un resquicio para que no olvidase. Con cada pequeño pinchazo crecía aún más la misma necesidad. Adriana quería, por encima de todo, saber de una vez lo que le estaba pasando. Más allá, incluso, de lo que Nana le hubiera podido explicar. Cerró los ojos. Allí volvía a estar la anciana vestida en blanco. Detrás de los libros, aparecida de la nada y con una ligera sonrisa surcando su cara. - Tendrás mucho que preguntarme. La habitación de los castigos. Tan sólo unos días antes Nana le había preguntado si temía a la Superiora. Aquello había adquirido un nuevo significado en Roma. - Tendrás mucho que preguntarme. Abrió los ojos. Termini, la estación, seguía frente a ella. Inmensa, clavada en medio de la ciudad, rodeada del bullicio más nervioso. Sí. Adriana tuvo mucho que preguntarle aquella tarde en su rincón secreto. Adriana avanzó lentamente hasta llegar a la majestuosa plaza de la República. Las calles de Roma se abrían ante ella, esperando ser descubiertas. Andaba a ciegas, sin saber hacia dónde ni por qué. Sólo caminaba, meditaba y se susurraba en voz baja una y otra vez la misma frase. - Esto no me puede estar pasando. Llegó a la Plaza Venecia. El paseo había sido largo, y no sabía exactamente cuanto tiempo llevaba dando vueltas por la ciudad. Suspiró profundamente. Era una noche tranquila, agradable, una noche de primavera que invitaba a un helado. El primero del año. Mientras lo pagaba Adriana pensó en Carlota. Se la imaginó preocupada, mirando a través del cristal de la 255 esperando verla de vuelta. Y en Mauricia. En aquella religiosa que sabía demasiado. Bocado a bocado se dio cuenta de cómo necesitaba aquel cucurucho de frambuesa y yogur. Siguió paseando lentamente. Nunca en su vida había estado en Roma pero cada calle de la ciudad eterna le parecía extrañamente familiar. Avanzó la vía del Corso y giró a la derecha. Las calles se estrechaban entre tienda de souvenires y restaurantes. El núcleo del turismo abierto a sus ojos, representado por la más famosa de las fuentes. Trevi. Se sentía muy lejos. Lejos del hotel, del internado, lejos de la Superiora, de Mauricia e incluso de Nana. Quería estar lejos de todo. Sentada, en silencio pero rodeada de decenas de turistas lanzando febrilmente monedas a la fuente, empezó a relajarse. - Debes tirar una moneda, así seguro que volverás a Roma. Adriana miró sorprendida detrás suyo.

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- ¡Vamos! Era un chico algo mayor que ella. - ¿Cómo?... - Que eches una moneda a la fuente. Trae suerte. Sonrío amablemente mostrando una dentadura blanca y perfecta. Adriana bajó los ojos y negó con la cabeza. - Yo te conozco. - Imposible. - De verdad. Ya sé que tu a mi no… aunque me gustaría pensar que sí. Volvió a mirarlo, de reojo y procurando no parecer excesivamente descarada. Llevaba el pelo largo, una media melena castaña que le caía ondulada sobre los hombros. Su cara era muy alargada, algo huesuda, pero tenía un brillo intenso, muy especial, en los ojos. Le hubiera gustado, pero no lo conocía de nada. - Estoy segura que no nos hemos visto antes. - Y yo. De eso también estoy seguro. No nos hemos visto, ni nos han presentado nunca. Pero eso no quita que sepa quien eres, hay otras formas. Adriana empezó a inquietarse. Sola en medio de la ciudad, se dio cuenta que era un bocado apetecible para todo tipo de maleantes. Su rostro se ensombreció. - Me gustaría que no me molestases más. El chico no tardó en darse cuenta del giro que había tomado la situación. Sonrío y se sentó al lado de Adriana. - Tranquila. Soy Román. - No conozco ningún Román. Se levantó inquieta y algo nerviosa. Sus ojos buscaban con rapidez alguien a quien pedir ayuda, pero la policía destacaba poco en medio del tumulto de turistas. - Escucha, siéntate. No me tengas miedo, mujer. Soy de fiar. Me llamo Román, eso lo sabes, vengo de Barcelona a pasar unos días porque mi novia está en la ciudad… - ¿Y? - Que soy el novio de Carlota, tu mejor amiga. A Adriana se le hizo un nudo en el estómago. No sabía que Carlota tuviera pareja, y aún menos que le hubiese hecho viajar hasta Roma para estar cerca. Nunca había hablado de él. - Mira. Román sacó de su cartera un par de fotografías. En la primera aparecían él y Carlota juntos. Iban abrigados hasta el cuello y ella lucía alegre un gorro de Papa Noel. Era en Navidad, de eso no cabía duda. La otra era mucho más reciente. Adriana la reconoció de inmediato. La habían hecho tan sólo unas semanas antes en el internado. Las dos amigas sonreían disfrazadas en la fiesta de carnaval de la escuela. - Esta eres tú. Y esta mi novia. El chico volvió a sonreír. - Ya veo. Pero ella nunca me ha hablado de ti. - Me doy cuenta… eso me entristece, porque cuando nos vemos, y en las cartas, no hace más que explicarme cosas de vuestra relación. De cuando empezasteis a ser amigas, de tus fugas por el internado… sois íntimas. - No tanto, según parece.

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- Bueno, seguro que se guardaba la sorpresa para este verano, en casa de sus padres. Adriana asintió con la boca abierta. Le reconfortaba haber encontrado alguien con quien poder hablar aquella noche. - Toma. Román le ofreció una moneda de cincuenta céntimos. - Es para que la tires a la fuente. Ella, más tranquila, la cogió con la mano derecha, se puso de espaldas a Trevi, y la lanzó al aire. No abrió los ojos hasta escuchar el sonido de la moneda entrando en el agua. Entonces, y sólo entonces, recuperó la serenidad. - Me has ayudado a recuperarme de un mal rato. ¿Quieres que tomemos algo juntos? El chico miró su reloj y chasqueó la lengua. - Lo siento, Adriana. No va a poder ser, tengo que encontrarme con Carlota dentro de un rato. Cuando las monjas estén dormidas ella se escapará y nos veremos. - ¿Vas a ver a Carlota? Tienes que hacerme un favor. Prométeme, no, júrame que no le vas a contar que me has visto. - Te has fugado… aquí también. - Es mucho más complicado. Tal vez ella te comente algo. Pero, por favor, no quiero que nadie sepa nada de mí. No hoy, no me siento con fuerzas. Román la miró fijamente. En sus ojos se podía leer una cierta comprensión entremezclada con grandes dosis de intriga. - De acuerdo. Te lo juro. Pero a cambio tendrás que hacer algo por mí. - Lo que quieras. - Mañana, a la misma hora, aquí, en la Fontana. Tú y yo tomaremos esa copa juntos. A Adriana le saltó el corazón. - Perfecto. Yo estaré aquí si tú me guardas el secreto. - Lo haré. Pero deberías volver al hotel. Ninguna ciudad del mundo es segura a estas horas, y menos para una chica joven y sola cómo tú. - Tranquilo. Sé lo que debo hacer. - Muy bien, muy bien. Entonces mañana tenemos una cita. Adriana se sonrojó. La palabra cita le parecía excesivamente comprometedora, pero aún así, asintió con la cabeza. Román se levantó y le beso la mejilla. - Nos vemos mañana, señorita fugitiva Levantó su mano derecha y la mantuvo en alto durante unos segundos hasta que Adriana le perdió de vista. Entonces, de golpe, el murmullo volvió a poblar la fuente y Adriana se sintió engullida por la multitud. Debía volver al hotel. Deshizo sus pasos. El camino se le presentó largo y confuso entre calles que, en realidad, nunca había conocido. Sacó el mapa del bolsillo de su chaqueta y lo miró con cierto desdén. Le costaba horrores orientarse en aquella jungla de calles y nombres en italiano. Al final se rindió a la evidencia. Estaba perdida. Perdida en medio de la Roma tradicional. Su reloj marcaba primera hora de la madrugada. Se imaginó a Mauricia y a Ramona tras ella. Buscándola. Tal vez angustiadas, cómo ella misma.

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En pleno mes de mayo, las noches romanas todavía refrescan. Adriana se alzó el cuello de la chaqueta y resguardó sus manos en los bolsillos mientras resoplaba de frío. Necesitaba resguardarse. Avanzó unos metros. Recordó la sonrisa reconfortable de Román y quiso olvidar su relación con Carlota. Todo lo bueno era imposible. Sus compañeras de clase siempre le decían que nunca se iba a enamorar. Ella no quería. No quiso querer, aunque, en ocasiones, determinadas situaciones no se pudiesen forzar. Tal vez en aquel momento, él paseaba de la mano de su novia por las céntricas calles de la capital italiana. Era posible que se estuviesen abrazando, tal vez besando, o, puestos a imaginar, cerró los ojos y los imaginó en la cama de un hotel cualquiera en medio de Roma. Sudando, entregándose mutuamente. Adriana sacudió fuertemente la cabeza ante la mirada sorprendida de un carabinieri romano. Aumentó el ritmo. Sentía su corazón alterado, nervioso y preocupado pero no le apetecía intentar hacerse entender con un guardia romano. Sin embargo, la ciudad seguía creciendo bajo sus pies, y no parecía llevarla a ningún lugar en especial. Paso a paso, sencillamente, Adriana se perdía un poco más. Finalmente se paró, cansada y llorosa, ante un viejo portal. Se sentó en el primer escalón y se echó angustiada las manos a la cabeza. Adriana pensó en la Superiora, en Mauricia, Carlota y sobretodo en el chico de la Fontana. Cerró los ojos y suspiró. En el fondo esperaba que alguien la encontrase en aquel portal oscuro. - ¡Muchacha! Adriana se volvió poseída por un temor algo desaforado. - ¡Muchacha…! Al final de la escalera, en el último rellano, se había aparecido una mujer vestida en morado y azul. Lucía una larga cabellera cobriza y mantenía firme la mano en alto con el índice señalando a Adriana. - Ven aquí. Ven conmigo. La joven se tapó la boca para ahogar el incipiente grito que le subía por el cuello. En Italia, en una sola noche, todo el mundo se le había dirigido en castellano y se sentía cada vez más extraña en aquel país desconocido. Pero la voz de la mujer se filtraba entre el largo espacio que las separaba y parecía cálida y confortable. - Ven, sé que estás perdida. Te prepararé algo para que te encuentres mejor. - ¿Es usted española? La mujer sonrió. - No, hija, soy de todas partes. - Porque usted habla mi idioma, y estamos en Italia… - ¿Acaso eso importa? Tú necesitas un lugar donde descansar y recuperar fuerzas. Además, te podría indicar la forma de volver a tu hotel. Adriana bajó la cabeza. En realidad tenía un hambre terrible, su estómago rugía, y su cabeza se había nublado. Cualquier ayuda, por muy desconocido que fuese su origen, era bienvenida. - De acuerdo, gracias. Entró lentamente en el hall del edificio. Era un espacio basto, inmenso, decorado en mármol y con una gran alfombra que llegaba hasta las escaleras. Adriana avanzaba lentamente, sin perder de vista la figura de aquella mujer.

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- ¡Vamos, que a este paso no llegarás nunca! Su aspecto era el de una mujer de cuarenta años, segura, algo altiva y muy señorial. Adriana pudo comprobar que era aún bella y atractiva, incluso a sus ojos. Sin embargo, algo místico la hacía parecer lejana, por encima de todos los demás. Uno a uno, con pausa pero sin dar tregua al tiempo, la chica subió las muchas escaleras que las separaban. Más allá, la mujer, sonriente, había empezado a andar en dirección al final del pasillo, dónde una puerta abierta las esperaba. Entró e hizo una señal a Adriana para que la siguiese. Ella obedeció. La puerta parecía de madera noble, tenía un par de pequeñas ventanitas de vidrio translúcido y un gran pomo de cobre con la figura tallada de un monte. En el marco, en una placa dorada, las iniciales M y A saludaban a todos los que cruzasen el umbral. Adriana se estremeció. - ¿A qué esperas? - Estas iniciales… - Son de mi nombre. Me llamo Magdalena. Adriana cerró los ojos. Recordó la puerta de roble macizo del internado. En un momento le volvió a la memoria la mirada confortable de Nana y su sonrisa. Incluso le pareció escucharla a lo lejos, perdida en su mente. Tal vez, sólo la confundía con el sonido del televisor que Magdalena tenía abierto en su piso. - Ya voy. Entró en el apartamento. Se encontró frente a un espacio diáfano, prácticamente sin muros y repleto de grandes ventanales. Aperturas al mundo desde las cuales, de día, se debía poder ver el Tíber, la ciudad del Vaticano y la mayoría de los monumentos de la Roma imperial que aún quedasen en pie. Por toda decoración, Magdalena tenía grandes estanterías repletas de libros y escritorios por todo el piso llenos de papeles manuscritos. Las paredes exhibían una desnudez impactante, y tan sólo la cocina, extremadamente austera, aportaba un mínimo de color a una casa ajustada al beige i al granate. Adriana aceptó una taza, de porcelana blanca inmaculada, rellena de un líquido acuoso de opaca resistencia. Lo probó en un sorbo corto y ligero. Era té con limón, una de sus bebidas preferidas. La chica suspiró algo más aliviada y le prestó mayor interés al brebaje. En un momento, se volvió a sentir cálida y confortable, cómoda y dispuesta a conocer a aquella mujer. - Gracias, Magdalena. - No hay de qué. De verdad, estoy encantada de haberte ayudado. - Sabes… no es la primera vez que veo tus siglas en una puerta de entrada. La mujer sonrió ligeramente antes de volver a rellenar la taza de Adriana. - Lo imagino. - ¿Cómo que lo imagina? - Suponía que no te iban a pasar desapercibidas, las mismas que has podido ver en varias ocasiones en tu escuela. ¿Verdad? - En mi escuela… En otra ocasión, Adriana se habría dejado impresionar más. Pero aquella noche, el ambiente agradable del piso y el gusto amargo del té parecían mantenerla en calma.

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- Sí, en tu escuela. En ese internado religioso tan horrible en el que te encerraron tus padres. Adriana. Ni té, ni ambiente. La chica se levantó de la butaca y se quedo mirando en silencio a su anfitriona. - Vamos Adriana. Ni te molestes ni seas impertinente, tampoco. Creí necesario dejarte claro que algunas presentaciones serán innecesarias. Yo lo sé todo de ti. - Cuando dice todo… - Quiero decir todo lo que debo conocer sobre ti. - Por ejemplo mi nombre. - ¿Y qué hay de raro en eso? ¿Acaso tú no conoces el mío? - Eso es diferente, usted me lo ha dicho. - Y tú a mi… aunque no lo sepas. O no lo recuerdes, joven Adriana. La chica suspiró profundamente. La verdad es que se había acostumbrado a que, en su vida, todo el mundo supiera más de lo normal. Sobre ella, sobre todo lo que la rodeaba. - Y bien. Al final te has acabado perdiendo. - Eso parece. - ¿Te duele? - ¿El qué? - Podría ser el honor, la honra, o la dignidad. Pero me refiero al dolor físico. Magdalena señaló con un leve movimiento del índice a la entrepierna de la joven. - No. No me duele. Adriana no quiso preguntar. - No debes tenérselo en cuenta. Determinadas situaciones la superan y sobrepasan. Jamás podría aceptar tu realidad. - De eso ya me he dado cuenta. Se sintió ligeramente más reconfortada tras tomar otro sorbo del te con limón. - Quizás quieras preguntarme algo. Adriana asintió con los ojos. Apoyó los dos brazos sobre los respaldos del butacón y aspiró un poco de aire. - ¿Quién soy? - Lo sabía. Todas, absolutamente todas, una tras otra, siempre me hacéis la misma pregunta. Cada vez que os tengo frente a mí y os veo con esa cara de falsa seguridad y el profundo temor que os recorre las entrañas sé exactamente cual va a ser vuestra pregunta. “¿Quién soy?” o “¿Qué soy?”. En fin… Adriana, mírate a ese espejo y dime qué ves. Obedeció algo sorprendida por la reacción de la mujer. Se giró lentamente. De una de las paredes del edificio colgaba un pequeño espejo redondo, con el marco plateado coronado por una figura angelical. Juraría no haberlo visto antes, pero aún así se miró a sí misma, su imagen, y procuró ser escueta en la respuesta. - Me veo a mí. Adriana sonrió. - Lo imagino. Pero, exactamente, ¿cómo te ves? - Me veo joven, algo delgada y pálida, pero bien en general.

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- Lo que ves es a una chica, un poco perdida y desorientada. Pero en el fondo, no dejas de ser exactamente eso, una mujer y nada más. - ¿Una mujer? - Pues claro. Tal vez esperases ser algo más. - Puede. - En eso Nana es demasiado extrema. Siempre explica las cosas de una forma un tanto complicada. Al final os acaba haciendo creer que sois algo así cómo una especie de seres divinos. Pero, lo siento, joven Adriana, sólo eres una mujer, una chica todavía. Tragó saliva y se quedó mirando el rostro desencajado de la joven que se sentaba frente a ella. Magdalena se había enfrentado en multitud de ocasiones a esta situación, y conocía el guión casi de memoria. - Pero entonces, todo lo que dijo Nana es mentira. - No. Es su verdad, su forma de explicarla. - ¿Qué sabes de Nana? ¿Quién es? - Es lo mismo que tú. Ni más ni menos. Es tu origen y tú su final. - ¿No quieres saber lo que me explicó? - No, no lo necesito. Imagino que te dio el libro, cómo debía hacer, y luego intentaría explicarte algo sobre esa historia que se esconde entre las páginas de Angelis. Cómo lo hiciera no me concierne. Lo importante es que hoy estás aquí. Así debía ser. Adriana se levantó incómoda de la butaca. Avanzó un par de pasos hasta llegar a una de las ventanas que se abrían a un mundo oscuro pero ligeramente iluminado por las farolas de la ciudad. Se apoyó bruscamente en el marco y respiró profundamente, sonoramente, vaciando y llenando sus pulmones en varias ocasiones. - No lo entiendo. Magdalena imitó sus pasos hasta llegar al lado de la muchacha. La abrazó por la cintura y aspiró el aligerado aire de la noche romana. - Pues debes empezar a hacerlo. Y nosotras te ayudaremos. - Vosotras. Nana, tú… tal vez Carlota. - No. Carlota no tiene nada que ver con esto. - Casi lo hubiera preferido… - En el libro no salimos todas. Tan sólo algunas, las que tenemos el peso de mantener la familia. Nana es la última, y debe elegir sucesora. - ¿Y tú? La mujer sonrió. - La primera. Dejó caer las dos palabras lentamente esperando a ver la reacción de Adriana. La chica se separó de la ventana y se quedó mirando a su anfitriona. - Tú eres la autora del libro. - Sí. - Pero eso es imposible… deberías tener una edad abismal y no pareces mayor que mi madre. - Eso es divertido. No parezco mayor que tu madre. ¿A qué madre te refieres, Adriana? La chica se mantuvo callada. - Mira, muchacha. El tiempo, cuando se trata de nosotras, es relativo. - Eso lo he escuchado antes. - Entonces, procura entenderlo de una vez.

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Cerraron la ventana y volvieron a sentarse en las butacas. El reloj de la pared marcaba las tres. En la calle reinaba el silencio. En aquel momento Román y Carlota debían compartir la mullida cama de algún hotel céntrico. Mauricia y Ramona patrullarían las calles de la ciudad esperando encontrar a la alumna perdida y la Superiora seguiría encerrada en su habitación rezando rosarios. Adriana pensó en el tiempo perdido, en todo aquello que nunca querría que hubiese ocurrido y en lo que la había llevado hasta el piso de Magdalena. Pero, en su cabeza, seguía clavada la sonrisa agradable del chico de la fontana. - No te hagas más daño. - No te entiendo. - Mira Adriana, hay algunas cosas que deberás aceptar. Tu naturaleza es diferente en algunos aspectos, aunque en el fondo nunca dejarás de ser tú misma. Pero será necesario que sacrifiques más de lo que imaginas. Adriana cerró los ojos. Poco a poco había llegado a entender lo que su situación implicaba. Se imaginó a Nana sentada detrás de su mesa, leyendo el libro y sonriendo a la luz del día. - Quiero ver tu ejemplar. La mujer se levantó sorprendida. Ninguna de las anteriores le había pedido algo tan sencillo cómo ojear su Angelis. Avanzó unos pasos y se acercó a una de las estanterías. Rebuscó durante unos segundos hasta que en su cara se marcó un gesto de satisfacción. El volumen estaba encuadernado en piel marrón, con tres nervios en el lomo y un grabado de oro en la portada. Pero no era un ojo, cómo en el libro que Adriana guardaba celosamente entre su ropa. El símbolo del Angelis de Magdalena parecía más bien un monte, una forma triangular. En su interior, las mismas palabras, el árbol partido y los nombres de las mujeres. Desde Magdalena hasta Nana, pasando por todas las historias y los grabados de una familia de mujeres. Adriana cerró el libro y se lo devolvió a su propietaria. Suspiró en silencio y buscó en los ojos de Magdalena. Pero no encontró nada. - El mío es casi igual. - Sé cómo es el tuyo. - Entonces, yo formo parte de esta familia. - Así es. - Soy una Angelis. Magdalena atorgó en silencio. - Pero entonces hay muchas cosas que quiero saber. Cosas sobre mi madre, mi pasado. En el libro no hay padres, ni parientes masculinos. Hay tanto que no entiendo… - Nana no te lo ha explicado. - La verdad es que lo intentó. Pero tampoco le presté mucha atención. Adriana recordó con una cierta amargura aquella tarde en el internado. Nana le había intentado contar historias sobre la familia, las mujeres de Angelis, historias sobre ella misma. Sin embargo, la chica se había cerrado a cualquier explicación porque seguía sin acabar de creer en aquella extraña anciana. - Lo quiero saber todo.

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Magdalena se volvió a levantar de su butaca y se acercó lentamente hasta la que ocupaba Adriana. La miró con calma, buceó en sus ojos, la cara de la chica había perdido la compostura. Sus nervios rezumaban por los cuatro costados, pero no era intranquilidad lo que la poseía. -Esto también es curioso. - ¿Qué es curioso? Lo que de verdad poseía a Adriana era el deseo, transformado en ardor dentro de sus entrañas, de conocer sus orígenes. La respuesta a la primera pregunta, quien era ella en realidad. - Es curioso que todas, cuando ya os marcháis, me pidáis lo mismo. Queréis saberlo todo. Lo que no sabéis es que yo no os lo puedo explicar. Es necesario que lo aprendáis por vosotras mismas. - Yo no me quiero ir, todavía… - Sin embargo, en esta ocasión voy a hacerte un favor, Adriana. Ella te va a ayudar. - ¿Ella? ¿Quién? Se abrió lentamente una puerta al fondo de la habitación. Adriana entornó los ojos intentando escudriñar más detalladamente la silueta que se empezaba a dibujar a través de los claroscuros que poblaban la sala. Avanzó poco a poco, alargando los pasos, manteniendo la respiración, bajo la mirada nerviosa de la muchacha. Cuando Mauricia levantó su mano derecha y saludó a Magdalena Adriana apenas pudo contener un gesto de sorpresa. Después, Mauri se acercó hasta la chica y le acarició el pómulo derecho. Mantenía una sonrisa firme y cariñosa. - Ya te lo dije. Después de Roma todo va a cambiar. Adriana agachó la cabeza y se mantuvo en silencio. Magdalena había empezado a despedirse de Mauricia e hizo lo mismo con la chica. Fue un gesto mínimo, casi imperceptible, un leve arqueo de la ceja derecha acompañado de un beso lanzado al aire. Después se retiró calmadamente. - Deberíamos volver al hotel, Adriana. Asintió con la cabeza. Sentía la mirada de Mauri adivinando todos sus miedos, sus preocupaciones. Bebió el último sorbo de la taza de té con limón y se cogió de la mano de la monja. En aquel momento lo vio claro, por fin. Nada volvería a ser cómo antes.

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Roma bajo sus pies -VI Si de todas las noches aquella era la que iba a cambiar la vida de Adriana, lo cierto es que había cumplido de maravilla con su cometido. La madrugada romana caía lentamente sobre sus cabezas mientras Mauricia avanzaba entre las calles de la ciudad. Roma empezaba a recuperar el aroma de una ciudad civilizada aunque el silencio seguía siendo el dueño de casi todos los rincones. Adriana miró al cielo. Aquella noche se podían ver las estrellas, algo demasiado extraño en las grandes ciudades. La luna compartía resplandor con un pequeño punto luminoso que se había asentado a su derecha. Era una estrella que brillaba con una intensidad desmesurada hasta que, en un instante, se apagó. La chica se detuvo en seco y con ella la monja. Ambas se quedaron mirando aquel cielo que volvía a parecer oscuro y opaco. No tardaron en llegar al hotel. Mauricia acompañó a Adriana hasta su habitación. A tan sólo unos metros, un reloj marcaba las cuatro de la madrugada de una noche de primavera. Mauri abrió la puerta. Detrás de ella tan sólo se había aparecido un silencio calmado y la oscuridad de la noche. Seguramente Carlota ya habría llegado. - La has visto, ¿verdad Adriana? Los labios de Mauricia casi fregaron la oreja izquierda de su joven acompañante. Adriana se revolvió algo incómoda hasta quedar cara a cara con la monja. En sus rostros brillaba una luz especial, intensa. - ¿A quien? - Has visto la estrella. - He visto muchas estrellas esta noche. - Sabes a lo que me refiero. Adriana sonrió. Había entendido que los tiras y aflojas con Mauricia ya no tenían sentido. - Sí. La he visto. Pero no sé qué era. - Es tu estrella. Se te ha presentado para que la conocieses… Mauricia le devolvió la sonrisa y le beso en la frente. - Mañana, a estas horas, tu mundo y el mío van a estar mucho más cerca de lo que imaginas. Cerró la puerta detrás de Adriana dejándola en la oscuridad de su cuarto. La chica pudo oír los pasos de Mauricia alejándose hasta llegar al final del pasillo. Creyó escuchar el tenue chirrío de la puerta del cuarto de las profesoras y después volvió el silencio. Dos mundos que iban a ser uno. Adriana se sentía exhausta. La noche había sido demasiado intensa para intentar adivinar el significado de las palabras de Mauricia. Abrió la luz y pudo comprobar que Carlota aún no había llegado. Lo aprovechó. Se lavó la cara, se quitó la ropa y, casi desnuda, abrió la cama y se estiró. El sueño, a pesar de las emociones, no tardó en apoderarse de ella. El reloj marcaba las cinco de la madrugada cuando Adriana tuvo que abrir los ojos. A su lado, Carlota, radiante, entraba en la cama. A pesar del dolor, el cansancio, y unos párpados excesivamente obstinados en caer bajo su propio peso, Adriana se quedó unos segundos mirando fijamente el rostro iluminado de su compañera. - ¿Dónde has estado? - Mañana te lo explicaré. Tengo que contarte un secreto…

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Adriana tuvo el impulso de explicárselo todo. Pero el rostro sonriente y misterioso que Carlota contenía la hizo desistir. Decidió seguirle el juego. - Cuando nos despertemos. - Te lo prometo, Adriana. La abrazó por detrás y besó ligeramente su pelo moreno. Adriana no tardó en sentir el aliento reposado de su amiga en la nuca, hasta que se volvió a dormir. Aquellas pocas horas de descanso, las pasó soñando. Soñó con calles oscuras, con huidas y persecuciones en medio de una ciudad desconocida. Soñó con mujeres malvadas, que se enfrentaban a las buenas, en una lucha sin cuartel abanderada por una agradable anciana vestida de blanco. A su lado, Mauricia, despojada de cualquier hábito, emprendía el camino hacia una muerte segura enfrentándose a la más cruel de las moradoras de aquel submundo. Ella, lo observaba todo desde la ventana de un piso vacío, tomando una taza de té con limón mientras una monja malvada con el rostro de Sara clavaba la daga mortal en el vientre de Mauri. Adriana se despertó sobresaltada bajó la mirada atenta y sorprendida de Carlota. El reloj marcaba las ocho y veintisiete minutos. En tan sólo unos segundos empezaría a sonar la alarma. No valía la pena volverse a dormir. Las dos chicas resoplaron cansadas. No era la mejor forma de empezar un nuevo día. - Me ducho primera. Carlota ni se lo pensó. Que Adriana entrara primero en el baño le daba un escaso margen más de tiempo para seguir remoloneando en la cama. - De acuerdo. Luego, si quieres te explicaré lo de anoche. - Claro. Tenían media hora para ducharse, cambiarse y presentarse en el ático y desayunar. Adriana aprovechó sus diez minutos bajo el agua para relajar su tensa piel. Se enjabonó lentamente y aplicó una mascarilla sedosa a su cabellera ondulada. Después del aclarado, se apoyó en la pared y dejó fluir el agua libremente. Seguía muy cansada. En la entrepierna aún quedaban restos de la acometida de Sara. Los limpió y dirigió un chorro abundante hacia esa zona. Cualquier cosa con tal de olvidar, pasar página. Al salir de la cabina se encontró frente a frente con Carlota. Estaba sentada en el váter. La miró de reojo sin poder evitar una pequeña punzada en el vientre. Su compañera no fue tan discreta, le dedicó una larga repasada. - Te has quedado algo más delgada. Pero aún así sigues siendo la más bonita. Adriana se sonrojó. No tenía dudas sobre su sexualidad. A ella le gustaban los hombres, y más concretamente desde la anterior noche, le gustaba el hombre de Carlota. Aún así, aquel comentario, viniendo de su mejor amiga le había parecido exento de cualquier inocencia. - Tú cada día estás mejor. - Sí, es verdad. No me puedo quejar, no. Carlota se levantó, tiró de la cadena y bajó la tapa del váter. Limpió el vaho que desdibujaba sus imágenes en el espejo y se quitó la ropa. Durante unos segundos, ambas se quedaron quietas, calladas, casi manteniendo la respiración mientras se repasaban la una a la otra, desnudas, en el mejor momento de sus vidas. - En fin. Somos guapas y estamos bien ¿qué le haremos?

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Adriana sonrió mientras empezaba a taparse con una de las toallas que el hotel había puesto a su disposición. Tal y cómo le había dicho Magdalena, sólo era una mujer, una chica. Carlota, por su parte, entró en la ducha para disfrutar de sus diez minutos. El tiempo empezaba a hacerse más corto. Fuera de la habitación Roma había despertado soleada y con una temperatura agradable. Mauricia y Ramona hacía ya unos minutos que esperaban a las alumnas en el comedor y Sara había decidido pasar el día recluida rezando. Todo se ajustaba a la más tensa de las normalidades. Cinco minutos antes de las nueve Adriana y Carlota entraban en el ascensor que debía llevarlas al ático. El plan de la jornada incluía una visita guiada a las catacumbas de San Calixto, las de Domitilla, la Vía Apia antigua, y el Coliseo para acabar en el Foro Romano. Se presentaba un día extenuante para todas. Pero Adriana intuía todavía algo más. Desayunaron rápidamente entre el murmuro de las alumnas. Adriana se había convertido en foco de atención tras lo sucedido durante la pasada cena. Entre sus compañeras circulaban todo tipo de rumores, algunos de tipo académico, otros más bien señalaban las extrañas tendencias sexuales de la directora. Ninguna tenía la más remota idea de cuál era la verdad, sin embargo, el vacío que Sara había dejado aquella mañana en la mesa de las profesoras no pasaba desapercibido. Carlota fue la primera en acabar. Cogió del brazo derecho a Adriana y la levantó a empujones. - Te lo voy a explicar ahora… ¡vamos! Agarró una última tostada y bebió lo que quedaba de su café con leche antes de seguir a su compañera. Adriana seguía pensando que quizás lo mejor sería decirle la verdad a Carlota, pero algo en su corazón se lo evitaba. Aquella noche tenía una cita con Román y ella, su mejor amiga, su confidente, la novia de él, no debía saberlo bajo ningún concepto. Volvieron a su habitación. Tenían escasamente quince minutos antes de reunirse en la recepción con las demás alumnas para coger el autobús. Carlota se sentó en la cama e hizo que su compañera se sentara a su lado. - Ayer estuve con alguien. - ¿Sí…? Adriana intentó exagerar la cara de sorpresa. - Nunca te he hablado de él. Tengo novio. - ¿Cómo, novio? Volvió a alargar la mueca de extrañeza. Adriana enseguida se dio cuenta que lo estaba forzando demasiado. - Sí. Se llama Román, y también es de Barcelona. Lo conocí antes de entrar en el internado, y hasta mis padres lo conocen. De hecho, se queda muchas veces a dormir en nuestra casa de La Garriga. Ellos lo adoran… y yo, claro. - ¿Y por qué no me habías hablado nunca de él? - Porque quería presentártelo este verano y darte una sorpresa. - Ya... No, si de hecho lo entiendo, lo entiendo, pero esperaba que no tuviésemos secretos. - Bueno, Adriana, tampoco tú eres un ejemplo de sinceridad. Todavía hay determinados asuntos que no me has explicado.

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Se quedaron las dos calladas y mirándose fijamente a los ojos. Aquello había sido un dardo envenenado. Adriana intentó desviar la atención de su compañera. - ¿Y cómo es que él está aquí? - Cuando supo que iba a venir se le ocurrió la idea de viajar él también. Así nos íbamos a poder ver a solas, y con más intimidad que cuando nos vemos en mi casa. Es comprensible ¿no? - Sí, en caso que tengas el dinero necesario… - Ese no es problema para él. Su padre es propietario de una cadena de hoteles y está forrado. Puede hacer lo que le plazca. - Ya entiendo. - ¿Quieres conocerlo? Adriana creyó que el mundo se iba a desmoronar bajo sus pies. - No, prefiero la sorpresa en verano. - Me parece bien. Será divertido. - De eso no me cabe duda. Carlota se levantó de la cama y se encerró en el lavabo. Desde el otro lado de la puerta, Adriana la escuchó limpiándose los dientes. Después de unos minutos de silencio volvió a salir. Se había peinado su melena rojiza recogiéndosela en dos trenzas que le hacían adoptar un aspecto extremadamente colegial. Las dos se rieron a gusto y salieron de la habitación. Roma, la Roma clásica, las esperaba. Y empezó la conquista. Las alumnas se adentraron durante todo aquel día en la historia de la capital de Italia cuando fue capital del mundo. Los paisajes, el aroma extrañamente indescriptible de las catacumbas, la majestuosidad del coliseo o los impresionantes restos de las construcciones de la época imperial parecían estar allí para trasladarlas, guiarlas a un nuevo mundo. Al final de aquella jornada de visitas Adriana se sentó junto a Carlota en un banco cerca del foro romano. A su derecha el estadio, a la izquierda los restos de lo que fue el centro de la vida romana. Las dos chicas sentían arder las plantas de sus pies y habían sucumbido a la demanda de clemencia que las piernas les habían hecho llegar. Estaban al límite, como las demás. Habían recorrido decenas de túneles enterrados, andado los lugares más emblemáticos de las afueras de la capital, y el final de fiesta, entre las escaleras del Coliseo y los largos paseos en el foro no les dejaba más fuerzas en el cuerpo a las que recurrir. Ante aquella situación Mauricia y Ramona decidieron volver antes de hora al hotel. Aquella tarde tocaba descansar. Se tiraron sobre la cama nada más despojarse de sus zapatos. A Carlota y a Adriana se les había hecho un mundo todas las visitas. El cansancio les nacía en los pies, pero se iba extendiendo. En un momento, casi sin darse cuenta, las dos se durmieron. El teléfono de la habitación sonó a las siete de la tarde. Carlota se sobresaltó, tardó unos segundos en recomponerse y en situarse. Descolgó. Al otro lado de la línea, en italiano, alguien pronunciaba insistentemente el nombre de su compañera junto a algunas frases ininteligibles. Desde el otro lado de la cama, Adriana observaba somnolienta los labios de Carlota. Sintió un leve mareo, acompañado del instinto de besarlos. Lentamente, casi sin darse cuenta, se acercó a su amiga. Alargó su mano y acarició el rostro de Carlota, abrió ligeramente su boca y se dispuso a realizar su deseo.

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- Es para ti. Una señora que habla en italiano… no entiendo nada. La sonrisa inocente y despreocupada de Carlota devolvió a Adriana a la realidad. Abrió los ojos y se encontró a escasos centímetros de la cara de su amiga, que esperaba con el auricular en la mano a qué respondiese aquella llamada tan extraña. Adriana se secó ligeramente con la mano la fina capa de saliva que cubría sus labios, poco a poco su corazón recuperaba el ritmo normal, intentó esbozar una pequeña mueca para dar a entender que le daba las gracias por pasarle el aparato y apartó, rápidamente, su mirada avergonzada, de la de Carlota. Respondió. - Adriana… Adriana soy Mauricia. Tenía que despistar a Carlota, por eso lo del italiano… dile que te deje un momento sola, tengo que decirte algo. Se separó un momento del auricular. Carlota esperaba la explicación de aquella llamada. - No sé quien es. No la entiendo. ¿Me puedes hacer un favor?... - Claro. - Busca a Mauricia, ella entiende el italiano, nos podrá ayudar con esto… - No me cae bien esa mujer. - Ya lo sé, pero es que a lo mejor es importante. Quizás haya ocurrido alguna desgracia… Carlota odiaba la palabra desgracia. La odiaba más que a Mauri. Agachó la cabeza y se volvió a poner los zapatos. - ¿Y dónde estará ahora esa monja? - Seguramente en su habitación. Sino, pregunta. - De acuerdo… Esperó hasta que su compañera salió de la 255 para volver a llevarse el auricular a la oreja. Detrás esperaba, todavía, Mauricia. - Buena idea. No me va a poder encontrar, lo que nos dará un tiempo de margen. - ¿Cuál es el secreto? Adriana escuchaba la voz de la monja extrañamente lejana. Intuyó que debía hablar desde el teléfono móvil. - Escucha Adriana. He estado con Magdalena. Y tendríamos que encontrarnos esta noche tú y yo. Hay determinadas cosas que debes saber. - ¿Qué tipo de cosas? - Explicaciones. Respuestas a algunas de tus preguntas. Imagino que te interesará. - Por supuesto. - Está bien. Lo voy a preparar todo para que hoy puedas ausentarte sin causar ninguna sospecha, sobretodo en Carlota. Tú déjame hacer a mí. Aquello le hacía gracia, Adriana sabía perfectamente que la primera que iba a guardarle el secreto de cualquier fuga nocturna era su compañera. - No te preocupes por Carlota, Mauricia. - Ya veremos. En cualquier caso, dime un lugar que conozcas. No quiero que te pierdas… otra vez. Se lo pensó durante unos segundos. Habría dicho alguna calle cercana, o quizás la estación de Termini… había bastantes posibilidades pero todas quedaban demasiado próximas al hotel. Imaginó que lo mejor sería irse algo más lejos para evitar posibles indiscreciones.

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- ¿Qué te parece la Plaza España? Sé llegar en autobús. Hoy me he fijado en las líneas. - Perfecto. A las diez en la escalinata. - Allí estaré. Colgó el aparato. El reloj indicaba que sólo pasaban cinco minutos de las siete. Adriana calculó de memoria el tiempo que debía pasar con Mauricia cómo máximo para poderse ver también con Román. Su otra cita. Se levantó de la cama y abrió la ventana para dejar entrar un poco del aire fresco de mayo. Aún era de día, el cielo seguía azul y la temperatura indicaba que aquella iba a ser una noche agradable. A los cinco minutos volvió Carlota. Su cara denotaba cansancio y un cierto grado de enfado. Por supuesto no había encontrado a Mauricia. Miró el teléfono y lo señaló con un gesto de sorpresa. - No era para mí. La italiana colgó enseguida. Luego me llamaron de recepción y me dijeron que había sido un error. Era para otra Adriana que se hospeda en el hotel… y esa es de Florencia. Ya ves, tanto jaleo para nada… Sonrió y guiñó el ojo derecho intentando encontrar la complicidad de su amiga. Pero Carlota había ido a la habitación de las profesoras, luego la enviaron a la cafetería del hotel, de allí a recepción e incluso acabó buscando en los bares de la calle en la que se encontraban. No se sentía precisamente con ganas de buscarle el lado cómico, y menos cuando sus pies se quejaban amargamente del trabajo excesivo. - Me voy a duchar. Su tono seco, casi rudo, despertaron en Adriana un profundo sentimiento de culpabilidad. - No te habrás enfadado. - No, claro. Pero tu idea de buscar a Mauricia ha sido excelente. La próxima vez te lo piensas dos veces, mejor. - No seas así… ¡yo qué sabía! Adriana se sintió todavía peor. Claro que lo sabía, y demasiado bien, que Carlota no iba a encontrar a nadie por más vueltas que diese. - Ya… si no es tu culpa, pero es que estoy reventada. Es igual, después de la ducha seguro que me encontraré mejor. - Eso espero. - Pero de verdad, la próxima vez cuelgas y que se las apañen otros. - No seas así Carlota. - O mejor aún. En otra ocasión sales tu a buscarte una intérprete. - Lo siento. - Es que, a veces, parezco tu esclava. - No digas tonterías. - No, claro. Sólo son tonterías. Que si Carlota hazme esto, que si puedo pedirte un favor, que si no digas nada, que si invéntate algo… abusas de mí. - Vaya. Creía que somos amigas. - Y lo somos. - Tú misma me dijiste que la amistad era eso. - Y otras cosas. - ¿Y yo? ¿Yo no hago nada por ti, acaso? - A veces. Adriana resopló ruidosamente. Estaba cansada incluso para discutir. - Mira tienes razón. Lo mejor será que vayas a ducharte.

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Cuando Carlota se encerró en el baño, Adriana se estiró en la cama y se puso las manos en la nuca. En el fondo su amiga tenía razón. Desde el principio había abusado en muchas ocasiones de su confianza, de su disponibilidad. Tantos secretos por ocultar, tantas historias que todavía ni ella misma podía comprender, habían empezado a cansarla. Oyó las primeras gotas de agua golpeando el suelo de porcelana del plato de ducha. Después, el sonido de las gotas se tornó más intenso hasta que de repente, empezó a hacerse intermitente. Carlota ya había entrado. En aquel instante, Adriana recordó el beso, y más que el beso, el deseo que le había nacido en sus entrañas. Se incorporó. Dudó durante un par de segundos que aquello que flotaba en su mente estuviera bien. Pero, de hecho, nada importaba. Cerró con doble vuelta la puerta y dejó las llaves puestas, nadie iba a poder entrar en su habitación. Se desnudó, dejando la ropa perfectamente colocada sobre la cama. Primero el pequeño suéter, arrugado por la siesta, después los pantalones, los calcetines, para acabar con la ropa interior, en forma de un sujetador blanco a juego con las braguitas. Había tomado una decisión, y aunque no estaba segura de cómo iba a acabar, tenía la necesidad de intentarlo. Abrió la puerta del baño. Carlota estaba de espaldas, difuminada detrás de la mampara translúcida de la ducha. Había tirado su ropa por el suelo y refunfuñaba en voz baja. Seguía molesta. Adriana se miró en el espejo. Era verdad que se la veía algo más delgada que de costumbre, pero con el pelo rizado cayéndole sobre los pechos adquiría una imagen ciertamente erótica. Avanzó esos tres pasos que la separaba de un acto arriesgado. El sonido del agua seguía siendo, todavía, su mejor aliado ocultando su presencia a Carlota. Hasta que abrió la pequeña puerta de la ducha. Pelirroja contra morena, mirándose fijamente a los ojos, intentando comprender una y hacerse entender la otra. - Adriana ¿qué es lo…? Pero Adriana le puso el índice sobre los labios evitando que siguiera hablando. No quería dar explicaciones, posiblemente porque ni tan sólo ella las tenía. Acabó de entrar en la ducha y cerró tras de sí la mampara de vidrio que las aislaba del mundo exterior. Carlota mantenía los ojos abiertos, desorbitados. Su aspecto, entre inocente y perverso que le atorgaba el pelo rojo y las pecas por todo el cuerpo, se había tornado algo desafiador. En aquel plato, excesivamente pequeño para dos personas, sus pechos se rozaban y el aliento de una y otra se confundía. - Demasiado tiempo queriendo hacerlo. Sólo una vez, sólo esta vez… Se acercó lentamente a Carlota entreabriendo los labios. El agua seguía brotando por el teléfono de la ducha empapándolas. Adriana cogió de la mano a su amiga, entornó los ojos y la beso con toda la ternura de la que se sintió capaz. Fue casi fugaz, casi eterno. Un segundo en el que saboreó en los labios de Carlota el manjar más dulce, el retorno al paraíso prometido. Después, con el estómago ahogado en un mar de sensaciones, se separó poco a poco, todavía sin dejar ir de la mano a Carlota, hasta quedarse a unos centímetros. Los suficientes para poder ver, entre el agua y el vaho, sus ojos repletos de sorpresa. Pero Carlota no reaccionaba. - Tal vez… lo siento

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Adriana dejó ir la mano de su amiga, bajó la cabeza y se intentó escurrir el pelo mojado antes de salir de la ducha. - Yo no. Y Carlota se inclinó hacia delante para devolverle el beso. Pero aquel fue más largo, más intenso. Entrecruzaron sus manos, se abrazaron y se quedaron durante unos largos segundos en silencio. Sólo mirándose, besándose. Callando aquella pequeña perversión que lo iba a cambiar todo entre ellas. Las ocho y media de la tarde las sorprendió todavía debajo de las sábanas de la cama. Adriana aún mantenía la respiración entrecortada fruto de la excitación mientras Carlota descansaba sobre el vientre desnudo de su amiga. Fuera la noche ya había ganado la partida y el tiempo empezaba a refrescar. El día tocaba a su fin pero, mientras jugaba con los rizos pelirrojos de Carlota, Adriana tuvo la sensación que aquella tarde el mundo se había parado para ellas. Justo en aquel momento entendió, que fuera lo que fuera aquello para lo que ella estaba en la tierra, Roma había caído ya a sus pies. A los suyos, y a los de su compañera. El teléfono volvió a interrumpirlas súbitamente. Adriana se estiró intentando que Carlota no tuviese que abandonar su posición. Respondió. Al otro lado del aparato, la voz tranquila y pausada de Ramona les avisaba de la inminencia de la hora de cenar. Agradeció y colgó. Carlota había empezado a recorrer el estómago de Adriana besándola en cada rincón de su piel, se detuvo un instante en el pecho derecho, que acarició con infinita ternura, y repitió en el izquierdo antes de detenerse en los labios, pronunciando y sellando el fin de sus juegos de amor. Después se levantó lentamente bajo la mirada atenta de Adriana y empezó a vestirse. Su amiga la imitó. Aún tenían el pelo algo húmedo, pero sus rizos parecían más vivos, más brillantes, cómo el sonrosado que habían adoptado las mejillas de las dos chicas. En silencio, casi sin mediar ni una mirada, acabaron de colocarse los uniformes de la institución. Adriana fue la primera en intentar salir de la habitación. Giró la llave y empuñó la manecilla, pero antes de poder abrir la puerta, Carlota la cogió de la cintura. La volvió a besar. Se miraron. - Esto no debe salir de aquí. - No lo hará, Carlota. - Sólo esta vez. No debe haber otra. A mi me gusta mi chico. Adriana sonrió. Temió que el color de su cara subiese aún un tono más. - A mi también. - ¿Mi chico? Decididamente, en aquel momento estaba convencida que en sus ojos Carlota iba a poder leer más de lo que estaba escrito. - No… claro que no. Quiero decir que a mi también me gustan los chicos. Que no soy lesbiana, vamos. Tan sólo me apetecía compartir contigo este instante. - Y a mi… Carlota selló el último beso en los labios de Adriana antes de abrir definitivamente la puerta y enfrentarse al mundo real. Nada de aquello había pasado, no debía saberse. Detrás de ellas las monjas avanzaban por el pasillo camino del ascensor. Adriana miró a Sara. Pero la superiora seguía con la cabeza baja.

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- Hola chicas. ¡Vamos, que llegaremos las últimas! Ramona tenía una habilidad especial para conseguir liberar de presión aquellos momentos tan recargados. Adriana y Mauri sonrieron, aunque Carlota parecía seguir enojada con la segunda por las vueltas que había dado aquella tarde buscándola. Durante la cena Carlota y Adriana se intercambiaron pocas miradas, pocas palabras. Sólo el silencio parecía unirlas. Mauricia, desde su mesa, las observaba detenidamente. Nadie cómo ella para entender aquellas miradas, ese silencio.

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Mauricia, la plaza -VII Cómo Adriana se había imaginado Carlota no tuvo ningún reparo en cubrir su fuga nocturna. Tan sólo le había pedido que le explicase quien era su cita, o, cómo mínimo que prometiese que se lo diría por la mañana, tal y cómo hizo ella. Adriana aceptó. Se quitó el uniforme y volvió a vestirse con los vaqueros, una camiseta y un jersey. Además tuvo la previsión de coger del armario el abrigo de piel de su compañera para evitar el frío que pasó la noche anterior. Carlota aquella noche se quedaba en el hotel. Román le había dicho que no iba a estar en la ciudad. Le contó que había decidido aprovechar el viaje para hacer una vuelta por Florencia y Venecia. Según aquello durante un par de días estaría ausente. Ella lo aceptó a regañadientes, triste, decepcionada, pero convencida de la sinceridad de su pareja. Media hora más tarde Adriana bajaba las escaleras del autobús. La parada, en plena Vía del Corso la dejaba a tan sólo unos escasos cinco minutos de la Plaza España, dónde Mauricia debía estar esperándola. Tenían mucho de lo que hablar. Caminó en silencio entre las turísticas y comerciales calles de la vieja Italia hasta llegar, de repente, al gran espacio abierto que había ganado la plaza a la gran ciudad. Ante ella, la escalinata se aparecía algo más pequeña de lo que había imaginado, y el obelisco, al final de la subida, apuntaba tanto al cielo que aquella noche parecía querer desaparecer en el infinito. Adriana suspiró profundamente. Avanzó unos pasos. Frente a ella, el último grupo de turistas japoneses exprimían al máximo sus pequeñas cámaras digitales, a su derecha eran unos franceses los que esforzaban sus objetivos para captar las mejores imágenes. Por lo demás, no parecía excesivamente concurrida. Los comercios ya habían cerrado y para muchos había empezado a llegar la hora de encontrar la tranquilidad en sus casas o en las habitaciones de cada hotel de la ciudad. Aquella era, sin embargo, la hora, el momento en que la vida de Adriana iba a empezar. Mauricia apareció detrás de ella. Le golpeó ligeramente la espalda y, al girarse Adriana, mostró la mejor de sus sonrisas. Estaba radiante, nada que ver con la profesora, y aún menos con la monja. - Pareces otra… - Vaya, gracias. Aunque no sé si es para mejor o para peor. - Mejor, mejor… claro. Es que así, sin hábito o sin ir vestida seria, por decirlo de alguna manera, es difícil reconocerte. Y era cierto. Mauri vestía unos piratas claros y un top naranja debajo de una pequeña chaqueta de punto. Su aspecto era mucho más juvenil. Aquella Mauricia despertaba más confianza en la chica. - Me alegra que hayas aceptado venir. - Pues claro. Me tenéis intrigada… lo de anoche… - Lo de anoche, tal vez, no debería haber pasado. Tú no estás, todavía preparada. - Pues si no lo estoy, no parecen tenerlo muy en cuenta Nana y la señora de ayer. - Magdalena. Su nombre es Magdalena. Y, si quieres hacerme caso, no deberías olvidarte de ella.

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- Muy bien. Lo que decía, las dos quieren enseñarme cosas, mostrarme mi realidad. Pero tan sólo han conseguido liarme más de lo que ya estaba. - Es que aún eres joven. Yo tengo bastantes más años que tu, y la revelación no me llegó hasta los veinticinco pasados. Por eso no entiendo la insistencia de Nana y Magdalena. Particularmente, no creo que te hagan ningún favor. Adriana resopló. Necesitaba descansar. Indicó con la mano estirada uno de los escalones de la Plaza. Mauricia asintió y se sentaron juntas. La noche caía plácida, tranquila. - ¿Qué es eso de la revelación? Se quedó mirando fijamente los ojos de Mauricia esperando que la respuesta fuese más convincente que los juegos de palabra a los que Nana y Magdalena la habían acostumbrado. - Lo primero que debes saber es quien eres. - Es lo que más deseo. - Y quiero que estés tranquila, yo no voy a irme con rodeos. - Entonces, dímelo ya. ¿Quién, o qué, soy? - Mi hermana. La chica contuvo la respiración. El tiempo parecía haberse detenido en la plaza durante un par de segundos. Pero el sosiego duró poco. El tiempo justo que tardaron los pulmones de Adriana en soltar una sonora carcajada. - ¡Esa es buena! - Es la verdad. - Ya, claro… y ahora me vas a decir que nuestra madre es la señora de ayer… Magdalena. - No. Bueno, en parte sí, sólo en parte. Pero escucha Adriana, no tengo ninguna necesidad de engañarte, ni tampoco de explicarte ningún chiste. Esto no es para que nos riamos, no he venido para pasar un buen rato y echar unas carcajadas. Estoy aquí para responder algunas de tus preguntas. La cara de Mauricia se había tornado seria. Sus facciones se habían endurecido e incluso en sus ojos brillaba una luz especial. No hacía broma, y Adriana enmudeció cuando se dio cuenta. - Magdalena es algo más que una madre. Es la matriarca de todas nosotras. La mujer que nos guía, que nos hace superar todas las pruebas. Es nuestro referente… ¿no lo olvidarás, verdad? Pero Adriana no estaba en condiciones de responder. Seguía superada por la sensación de ver su mundo girado del revés. - ¿Quién te gustaría que fuese tu madre? - No lo sé. Tal vez alguien que me hubiese tratado con cariño. Alguien que no me abandonara, que no me diera en adopción. Mi familia nunca me ha querido cómo a una hija de verdad. Y eso es doloroso, Mauricia. - En ocasiones, nuestros destinos obligan nuestros pasos. - No te entiendo. - Lo que quiero decir es que, tal vez, era el único camino… - ¿Abandonarme? - No. Darte la oportunidad de criarte cómo una persona normal. A Adriana le sonó extraño aquello de “normal”. - Y tú… si dices que eres mi hermana es porque conoces a nuestros padres. - Sólo a nuestra madre.

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- Ella sí te quiso a ti… - Adriana, no lo entiendes. No se trata de ti, ni de mí, ni de ninguna de las demás. Yo también fui dada en adopción. Yo también sé lo que es no conocer a tus padres biológicos. Pero al menos, tuve la oportunidad de tener una infancia normal. Cómo la tuya. - Si para ti normal es mi vida… - Más de lo que habría sido de ella si te hubiese tocado otro camino… La chica empezaba a perder la paciencia. Su respiración se había tornado algo más brusca y en sus silencios se podía leer una tensión mal contenida. - Pero, vamos a ver, ¿tú conoces a mi madre natural o no? - Pues claro. Ya te lo he dicho, somos hermanas, tenemos la misma madre. - Y padre… - Eso no. ¿No has leído el libro? - Todavía no he podido acabarlo. - Es lo que yo decía. Aún eres demasiado joven. En fin… - Mauricia, por favor, si es verdad que somos hermanas, dime, aunque solo sea su nombre, quien es mi madre. . - Tú llevas su nombre. - ¿Se llama Adriana, cómo yo? - Sí… pero todas la conocemos cómo Nana. Cuando Roma silenció la voz de Adriana las dos creyeron escuchar el latido tenso de sus corazones golpeándoles el pecho. - No es posible. - Se que cuesta de creer. También fue difícil para mi, pero yo estaba más preparada que tu para entenderlo. - Sigo creyendo que no es verdad. No puede serlo. Lo siento, pero no. Mauricia se levantó tranquila. - Yo no quería tener que explicarte esto… no todavía. - Pero… si tu eres mi hermana, y Nana mi madre ¿por qué hasta hoy no me habíais dicho nada? - Así debe ser. - Me he sentido tan sola… - No tardaras en entenderlo Adriana. Lo harás cuando me hayas escuchado. Adriana se puso en pie de un salto. - No sé qué es lo que debo entender. Sus ojos brillaban con una intensidad desconocida para Mauricia. - Habéis jugado conmigo. Durante tanto tiempo en la escuela, cada verano con una familia que no me ha querido nunca, tantas horas llorando… y vosotras siempre detrás, sabiéndolo… si es verdad lo que dices, no creo que pueda confiar en vosotras después de todo este tiempo acumulando tristezas, rencores… - Siéntate Adriana. Puedo explicarte el porqué de todo. - Es que ahora mismo no quiero saberlo. - Pero… - Escucha Mauricia, si de verdad eres mi hermana, te pido que respetes lo que estoy sintiendo. No te quiero ver, no quiero escucharte. Si pudiese lo olvidaría todo y volvería a empezar.

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- Volver a empezar… - Si. Con Carlota, en el internado. Si pudiese escoger ahora no entraría en esa habitación, nunca habría conocido a esa anciana, ni a ti, ni a nadie. Todo habría sido normal. Yo habría sido normal. Mauricia también se levantó. - Adriana, tienes derecho a estar enfadada, molesta con nosotras, pero cuando conozcas toda la verdad entenderás porque no tuvimos otra opción. Ni tú ni yo, ni ninguna de las demás. Intentó abrazar a la chica, pero Adriana rechazó el gesto con una brusquedad desmedida. - Ni quiero, ni puedo entender nada. - Tal vez yo tampoco quiera explicártelo… - ¿Entonces? - Hay cosas que no se pueden escoger, querida hermana. La palabra hermana resonó en medio del insólito silencio con el que toda la plaza España había mostrado su respeto por ellas. Adriana se vio reflejada durante unos segundos en la retina de Mauricia, su rostro triste, desencajado, las lágrimas que le surcaban las mejillas. Se contempló cansada, superada, sorprendida, incapaz de controlar el torrente de emociones que se le venían encima. En silencio, Adriana se volvió a sentar y se llevó las manos a la cara. Lloraba desconsoladamente. Su mundo volvía a romperse, a desmoronarse cómo un castillo de arena tumbado por una ola. Adriana recordó los veranos en la playa de Sitges, con una familia que nunca le había demostrado cariño, intentado aparentar aquella felicidad que, en el fondo, jamás había conocido. Demasiados recuerdos. - Tal vez tengas razón, Mauricia. Pero Mauricia no respondió. Cuando Adriana levantó la cabeza se sintió engullida por la inmensidad de la plaza, por Roma entera. Mauri había desaparecido, en silencio, tal y cómo había llegado. Su lugar lo ocupaba una pequeña niña japonesa, de grandes ojos rasgados y sonrisa afectuosa, que le ofrecía insistentemente dos caramelos, uno rojo, el otro azul. Adriana se puso en pie. Acarició con ternura el cabello corto y oscuro de la pequeña, aceptando sus dulces con un gran gesto de agradecimiento. La miró mientras regresaba al lado de sus padres. Él parecía europeo y ella, seguro, era asiática, pero en sus ojos se leía el mismo orgullo de padre. Adriana jamás había visto ese brillo en los ojos de nadie. Nunca.

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Román y la eterna -VIII Mauricia, sencillamente, no estaba. Adriana empezó a andar a solas. Atravesó la plaza y deshizo sus pasos hasta llegar a la Vía del Corso. El reloj marcaba casi las doce de la noche. Entonces recordó su cita. Si Román aún estaba en la Fontana, la habría esperado durante mucho tiempo. Se sintió algo aturdida y preocupada. No le gustaba la idea de haber dejado escapar la oportunidad de conocerle mejor, pero el recuerdo de las palabras de Mauri seguía anclado en su memoria. Pese a todo decidió emprender el camino. Había escasos diez minutos entre ella y Román. Aceleró el paso con la mirada fija en la Plaza Venecia, lejana, altiva. Poco después entraría en una callejuela a la izquierda, poblada todavía de algún vendedor ambulante y los últimos grupos de turistas que se resistían a abandonar Trevi. Entonces volvió a aparecer la Fontana y con ella el rumor del agua sobresaliendo del todavía enorme bullicio que la observaba desde la plaza. La noche seguía siendo deliciosa. Perfecta noche de primavera que invitaba a un agradable paseo nocturno al que se parecían haberse apuntado todos los extranjeros que estaban de paso por la ciudad eterna. En medio de aquel gentío Adriana se sintió incapaz de encontrar a nadie. Además estaba convencida que ya no la estaría esperando. Se sentó en el borde de la Fontana, de espaldas a ella. Justo delante suyo un grupo de turistas japoneses acribillaban a fotografías al viejo monumento, a su lado unos franceses hablaban, casi susurraban, entre ellos haciendo referencia constante a los saltos de agua. En aquel pequeño mundo que la rodeaba, Adriana se sintió pequeña, diferente, pero sobretodo, sola, muy sola. - Ya te dije que debías tirar la moneda. Gracias a eso has vuelto. Lo encontró sonriente. Igual que la primera vez. - Pensé que no me ibas a esperar. - Lo imagino. - ¿Por qué lo has hecho? - Porqué sabía que vendrías… y valía la pena aunque solo fuese un sueño. - Has engañado a Carlota. - No más que ella a mí. Cada vez que ha querido hacer algo a mis espaldas me ha explicado alguna de sus historias para no dormir… no creo que lo mío haya sido peor. - ¡Pues vaya pareja! - Te equivocas si piensas mal. Nos llevamos bien, nos queremos… pero no nos apetece estar todo el día enganchados. Somos, más bien, una pareja moderna, sin deberes pero con todos los derechos. A Adriana no le gustaron las palabras de Román. Se levantó algo intranquila y poco convencida de haber hecho lo correcto. - ¿He dicho algo malo? - Tal vez. El problema es que no acabo de entender por qué estoy aquí. - Sencillamente, te apetecía hablar con alguien… y nos conocimos en el momento más adecuado. - Puedo hablar con Carlota.

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- Lo dudo. Si tanta confianza le tuvieses, le habrías explicado lo de anoche. En el clavo. Román había vuelto a acertar. A pesar de que a Adriana le dolía aceptarlo, su relación con Carlota no estaba basada especialmente en la confianza. Demasiados secretos por ocultar. - Estoy segura de que ella también te ocultará muchas cosas. - Menos de las que te imaginas… por ejemplo, ya sé que hoy me ha sido infiel. La sonrisa del chico se alargó en una mueca burlona mientras Adriana sentía todo el rojo de la plaza aposentándose en sus mejillas. - ¿Perdón? No la veo capaz de serte infiel… Pero su voz, entrecortada e insegura, remarcaba su mentira. - Ya te lo he dicho: ningún deber, todos los derechos. Así somos. Por eso, ella me ha podido explicar vuestro encuentro… Román expresó la última palabra con un inequívoco arqueo de las cejas. Seguía ironizando. Aquello molestaba sobremanera a la chica, que no se había imaginado que Carlota tuviese tan pocos reparos en explicarle sus secretos. Decidió tragar salivar y coger valentía. - Pues sí… ¿qué te parece? - Cómo poco divertido. Incluso algo erótico. Pero, lo que seguro me parece es normal. Debe ser habitual en las escuelas de muchachitas. En esos internados, el morbo entre vosotras ha de estar presente a todas horas… Sonrió entre divertido y jocoso. Lo cierto era que Adriana había oído hablar en muchas ocasiones sobre las turbulentas relaciones que se habían establecido entre compañeras suyas. Pero jamás lo vio con sus propios ojos. Siempre había estado convencida que eran habladurías, algo así cómo leyendas urbanas. A pesar de lo ocurrido entre ella y Carlota, seguía convencida de su razón. - Eso no es cierto. Lo mío con Carlota es la excepción. Además, no volverá a pasar. Ha sido la primera y la última vez. El rostro de Román adquirió de nuevo un gesto más relajado. Adriana incluso creyó encontrar en sus ojos aquel refugio de la noche anterior. - Yo no os juzgo. Lo único que no le perdonaría a Carlota sería que me fuese infiel con otro chico. Pero lo que pase entre ella y tu puede formar parte de una amistad tan especial cómo la vuestra. Nada más. Adriana se mordió la lengua. Le quiso preguntar si esperaba que ella le perdonase una cita secreta con su mejor amiga. Pero prefirió evitar cualquier comentario que pudiese estropear la noche. - ¿Nos vamos de aquí? - ¿Cómo? - Propongo ir a un lugar más agradable. Tengo el coche aparcado a un par de calles de aquí. Tal vez te apetezca ir a tomar algo. La noche invita. Román volvió a sonreír mientras tendía su mano derecha a la chica. Adriana, tras pensarlo durante un par de segundos, decidió aceptar la invitación. Sabía que estaba cometiendo una locura. A él no lo conocía de nada y nadie sabía que estaban juntos. Podía pasar cualquier cosa. Pero algo, en su corazón, le hacía confiar ciegamente en el chico de la Fontana. - Tranquila. Lo pasaremos bien, pasearemos, charlaremos, y luego te dejaré sana y salva en el hotel. - Lo sé. Si no estuviese segura, no iría contigo.

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El viento golpeó con fuerza los rizos castaños de Adriana removiéndolos en todas direcciones. La noche seguía siendo perfecta, había refrescado un poco pero todavía se podía ir en manga corta. Román andaba con paso rápido y firme a través de las callejuelas que nacían de Trevi llevando de su mano a la chica. Detrás de ellos el murmullo incesante del agua se esfumaba entre el rumor de la noche italiana. Roma seguía alterando el pequeño mundo que Adriana había conocido hasta entonces. - ¿Te gusta Roma? Hasta aquel momento Adriana todavía no se había fijado en la ciudad cómo tal. Tan sólo recordaba sus encuentros, con la superiora, con él mismo, con Magdalena, con Carlota, con su recién descubierta hermana Mauricia. Nada más. - No te lo sabría decir. - Es una ciudad mágica. En sus calles puede cambiarte la vida en cualquier momento. - Ya… De eso se había dado cuenta. - ¿Crees que habrá cambiado tu vida cuando vuelvas a Barcelona? Silencio. - ¡Adriana! Pero seguía en silencio. La respuesta era tan afirmativa, tan tajante, que Adriana dudaba de la capacidad de Román para entenderla. Afortunadamente el chico sacó en aquel momento las llaves de su bolsillo las llaves del Fiat. - Ya hemos llegado. Este es mi coche, ¿qué te parece? Román había alquilado un deportivo biplaza rojo, con el corazón y el espíritu de los Ferrari que entonces estaban marcando una época. - Me gusta. - Pues espera a verlo en acción. Las calles de Roma durante la noche se convertían en un circuito improvisado dónde todo el mundo ponía a prueba sus habilidades. Ante aquel espectáculo, Adriana se esforzaba en no marearse… y aún menos en vomitar lo poco que había cenado. - ¿Dónde vamos? Román aprovechó el primer semáforo que se vio obligado a respetar para lanzar la pregunta. - ¿A tu hotel? Las palabras fluyeron de su boca casi sin darse cuenta, pero nada más pronunciarlas, Adriana se llevó las manos a sus labios para sellarlos. Avergonzada, esquivó la sonrisa del chico. - Me parece bien. El rojo de las mejillas de Adriana empezaba a hacer juego con el color Ferrari del Fiat. Las calles de Roma se ensanchaban hasta que, pronto, dejaron de ser paso a las carreteras. - ¿Dónde tienes el hotel? - Fuera. - ¿Fuera, dónde? - A las afueras de Roma. Cinco minutos después, el Fiat se paraba ante la entrada de una gran casona restaurada cómo hospedería. El reloj analógico del coche marcaba ya la una de la madrugada, fuera el silencio era absoluto, siniestro.

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- Aquí es. - Pues sí… - Ya ves… - Es bonito… - Sí…´ - ¿Y cómo que has venido a este hotel? - Es que mi padre es propietario de la cadena… -Ah… - No es lo que piensas. - No, si yo no pienso nada. - Mis padres están separados, hace años que no le veo, pero cómo mínimo tengo derecho a utilizar los establecimientos de su cadena… es lo único bueno que tengo de él. El silencio que se hizo después fue especialmente molesto. Cargado. - Yo… lo siento ¿tal vez? - No. No lo sientas. Viajar me sale barato. Adriana sonrió. Parecía que poco a poco conseguía romper la tensión de la que se había cargado aquel momento. Algo dentro de su corazón la acusaba constantemente de traidora. Hacía tan sólo unas horas que había compartido cama y deseo con Carlota, y, por el aspecto que tenía la noche, iba a compartir algo más. - No estoy segura… - Tranquila Adriana. Ya te he dicho que mi relación con Carlota es especial. Estas cosas no cuentan. Pero por más especial que fuera, Adriana seguía sintiéndose mal consigo misma. Abrió la puerta del coche, enseguida notó que en las afueras refrescaba más que en el centro de la ciudad. Debía ser cosa del campo abierto. Avanzó unos pasos lentamente hasta que llegó al lindar de la puerta. La entrada ante ella. Una entrada que no debía cruzar. Lo sabía. O lo supo hasta que Román se acercó por detrás. La abrazó tiernamente mientras le besaba con una dulzura extrema el cuello. Había recogido con la mano derecha la melena rizada de Adriana al tiempo que le acariciaba la espalda con la izquierda. Para la chica, el tacto trémulo de aquellos labios recorriéndole la nuca era la demostración de su error, aunque también el fruto de un pecado que hacía brotar de su vientre un mar de sensaciones. - No creo que debamos. La rodeó hasta quedarse cara a cara. Entonces, tras contemplarla en silencio durante unos segundos que se hicieron décadas, la besó en medio del cómplice silencio que los protegía. - Yo no creo que debas creer. Adriana le devolvió el beso. Aquellos labios le sabían dulces, a chocolate, o tal vez a algún tipo de mermelada que no sabría describir. Sintió el rubor volviendo a reflotar en sus mejillas. - Siempre vas a tener la última palabra. - Eso parece... Ambos soltaron una pequeña carcajada, contenida, controlada, pero suficiente para librarse de la tensión que todavía les atenazaba. Carlota estaba ahí, en sus mentes, en sus pensamientos, pero tan sólo era eso, una imagen. Román abrió la puerta. Entró primero, intentando no hacer ruido. Adriana se había quedado en la entrada esperando una señal.

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Y cuando llegó la señal, dirigió cada uno de sus pasos hacia otra equivocación. Mauricia tenía razón, todo iba a cambiar, todo, desde su identidad hasta sus sentimientos. - Todo será diferente. - ¿Cómo dices? Román miraba intrigado la cara desencajada de Adriana. - Nada, perdona, estaba hablando sola. Le besó, pero era un beso cargado de miedo. Subieron, también en silencio, las escaleras que llevaban al piso superior, dónde estaban las habitaciones. Román sacó una tarjeta del bolsillo de sus tejanos. La introdujo. Tuvo que repetir en un par o tres de ocasiones hasta que la puerta decidió aceptar la orden. Y se abrió. Tras ella, otro paso que no iba a tener vuelta atrás. Si en alguna ocasión Adriana había demostrado respetar su amistad con Carlota entrar en aquella habitación iba a dar definitivamente al traste con todo. Román lo hizo primero, manteniendo esa sonrisa encandiladora y cómplice. Desde fuera la cámara parecía grande, bien decorada, con sencillez pero sobria. Moderna. Gustosamente arreglada. Tal vez algo oscura, aunque a esas horas de la noche no se podía esperar mucho más. Al final Adriana no pudo encontrar más motivos para analizar la habitación desde la puerta, y él le esperaba dentro descorchando un botellín de champán que acababa de sacar del mini-bar. Hizo un par de pasos, titubeantes, hasta que ella la hizo recular. - No puedes entrar ahí. Mauricia salía de la penumbra del final del pasillo. - ¿Qué haces aquí? - ¿Quién es ella? - Eso a ti no te incumbe. Adriana, nos vamos… - No le hagas caso, quédate conmigo. - Román, mantente en silencio. Así no tendremos problemas. Mauricia dirigió su mirada hacia la chica. Adriana se había quedado inmóvil, con las piernas ligeramente arqueadas y la cara descompuesta. Parecía asustada, intrigada, pero sobretodo, desorientada. Al final, agachó la cabeza. Lo había entendido. Así debía ser. Sin tan sólo mirar a Román se alejó lentamente de él hasta que salió de la habitación. Cerró la puerta, y levantó los ojos. Al encontrarse con los de su hermana se sintió pequeña y avergonzada. Al otro lado del muro, Román había perdido el habla, el champán se había derramado por encima de la cama, y el silencio era el único dueño absoluto de un espacio iluminado por la oscuridad. Era el principio. Pero también su final.

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Angelis, uno -IX Mauricia conducía un pequeño utilitario alemán por las afueras de Roma mientras, a su lado, Adriana escondía la cara entre sus manos. En silencio. Un silencio sólo roto por el rumor metálico y algo descompensado del coche. El reloj del salpicadero estaba estropeado y marcaba las diez y diez de un día cualquiera. Nada más lejos de la realidad. Llegaron al hotel cerca de las tres de la madrugada. Mauricia no abrió la boca en todo el viaje. Ni ella ni su hermana. Hasta que llegaron a la habitación de las muchachas. Adriana contuvo la respiración durante unos segundos bajo la mirada inquisidora de Mauri. - Se lo dirás a la Superiora. - No. - Pero a Carlota sí. - Eso es cosa tuya. Volvió el silencio. Denso. Espeso. - Pero hay alguien que sí lo va a saber… Adriana levantó la mirada para intentar escudriñar en los ojos de Mauricia la respuesta a aquella afirmación. No le hizo falta mucho esfuerzo. - Nana. - ¿Ella? ¿Qué tiene que ver Nana con todo esto? - Además de ser nuestra madre ella deberá explicarte muchas cosas. - Más… - Todavía te queda tanto por aprender… La voz de Mauricia se había hecho algo pesada y triste. - No sé si quiero aprenderlo. - No tendrás otra elección. Mauricia abrió lentamente la puerta de la habitación de su hermana. Dentro, entre el silencio y la oscuridad, se escuchaba la respiración acompasada y algo entrecortada de Carlota. Adriana agachó la cabeza y pronunció otro largo y doloroso suspiro. - Tú decides. Pero si de verdad crees que compartís tanto, si todo lo que habéis intimado ha significado algo para ti, debes tomar la iniciativa. - Es que ya lo sé. Sé lo que va a pasar, y no podré hacerlo. Además, no ha pasado nada esta noche… - Ya. - Nada de lo que deba avergonzarme. Tan sólo he pasado un rato en compañía de un buen amigo, hablando, riendo… - Adriana… - Aunque hubiera entrado en esa habitación… nada. Mauricia le devolvió el suspiro mientras remarcaba en sus ojos un claro gesto de desaprobación. Cerró la puerta delante suyo dejando dentro, a solas con la oscuridad y con Carlota, a su hermana. Avanzó lentamente por el pasillo hasta llegar frente a la entrada de su habitación. En el interior, la Superiora seguiría rezando intentando purgar sus pecados, mientras, con total seguridad, Ramona esperaría su llegada para arengarla. De repente Mauricia sintió un gran desasosiego. Aquello, por más que se lo hubiesen pedido, distaba mucho de ser lo que ella se había imaginado. Ninguna misión, ninguna tarea, se podía comparar con la de vigilar, cuidar, y sobretodo, evitar que su hermana, una de ellas, cometiese cualquier error. En especial uno.

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En su habitación, Adriana ya se había estirado en la cama. Acarició levemente el pelo rojizo de Carlota mientras le susurraba al oído que la perdonase. Se durmió, todavía, con los rizos enredados entre sus dedos y el corazón cargado de culpa. Los tres días que quedaban en la ciudad eterna iban a ser más largos que el propio sobrenombre de Roma. Pero pasaron. Lo hicieron a caballo de excursiones, salidas, comidas, lecturas de evangelios y sobretodo, mucha religión. Ramona se decidió a implantar una especie de ley marcial para evitar más fugas nocturnas, incluso entre el profesorado. Ni Adriana ni Carlota, cómo tampoco ninguna de sus compañeras, pudieron volver a salir del hotel pasadas las once de la noche. El toque de queda se había instaurado muy a pesar de la opinión de Mauricia. Sólo una vez más volvió Adriana a ver a Magdalena durante aquel viaje. Fue la última noche, durante la última cena en el hotel. Mauricia había recibido una visita y no salió de la habitación para cenar. En la mesa de las profesoras tan sólo Sara, la Superiora, y Ramona comían con su habitual lentitud y escrupulosidad. Durante unos minutos el silencio reinó en el comedor. Tan sólo algún sorbo, fuertemente reprendido, y el sonido de los cuchillos cortando la carne adoptaban una cierta presencia. Después, volvía el silencio de las muchachas masticando y tragando ante la atenta mirada de las dos religiosas. Hasta que subió Mauricia y se acercó lentamente hasta la mesa de Adriana. Se quedó mirándola un par de segundos. Desde aquella noche prácticamente no habían vuelto a cruzar ni una palabra. Nada. Tan sólo pocas miradas cargadas de complicidad pero también, llenas de un tipo de reproche especial que sólo ellas podían alcanzar a comprender. - Tienes que acompañarme. Deja de cenar y ven conmigo. Yo lo arreglo con la directora. Sin tan siquiera darle tiempo a pronunciar una respuesta, Mauricia se alejó hasta llegar a la mesa de Sara y Ramona. En un principio las religiosas se opusieron firmemente a semejante decisión. Nada de favorecer a una alumna por encima de las demás. Pero poco a poco, cómo casi siempre, Mauri consiguió convencerlas. Cuando los rostros de las monjas se relajaron y empezaron a mover sus cabezas afirmativamente, Mauricia se volvió sobre si misma con una amplia sonrisa marcada en sus labios. Sabía que lo iba a conseguir. - Nos vamos. - ¿Así, sin tan siquiera acabar de cenar? Adriana no parecía excesivamente receptiva y Carlota mantenía su mirada desafiante contra Mauri. - No te he dicho que te vengas si quieres. Ya te lo expliqué hace un par de noches… no tienes opción. - Pero… ¿qué está diciendo…? - En cuanto a ti, Carlota, será mejor que no hables demasiado. Por lo que pudiese salir a la luz. Aún sin acabar de entender lo que Mauricia quería decirle, Carlota prefirió mantenerse en un discreto segundo plano. Sabía, todas las alumnas lo sabían, que aquella profesora era la única que realmente era capaz de descubrir los secretos más íntimos de cada una. - Está bien, vamos. Nada más levantarse Adriana entendió que debía prepararse para una nueva sacudida. Suspiró. Besó al aire en dirección a Carlota. Y calló.

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Se mantuvo en un escrupuloso silencio durante todo el rato. Al salir del comedor, en el ascensor, mientras andaban por el pasillo en dirección a las habitaciones, y, finalmente, cuando entraron en la 255. Aquel era un vacío que pedía, a gritos, una explicación. Pero Mauricia no parecía entenderlo. Hasta que entraron en la habitación. Al final Magdalena, sentada sobre la cama de las chicas, sonreía con firmeza la llegada de las dos muchachas. Mauricia y Adriana entraron juntas, avanzaron juntas y se sentaron al mismo tiempo sobre la cama, cada una a un lado de la mujer pelirroja. - Tenía ganas de volver a verte. - Sí. Yo también las tenía. La última vez… bueno, la primera vez que nos vimos me quedé con muchas ganas de hacer preguntas… - Lo sé. Pero no vas a encontrar respuestas en mí. El rostro de la chica se ensombreció súbitamente. - Siento mucho decepcionarte, mi niña. Pero ésa no es mi tarea. Cada una de nosotras está aquí por algo. Tú tienes una función, no la sabes todavía, pero la tienes. Cómo Mauricia, cómo Nana, cómo cada una de nosotras, y yo misma también. Magdalena se detuvo un momento, levantó la mirada y suspiró profundamente ante el recuerdo de cada tiempo vivido. - Y no es mi misión ayudarte a comprender, Adriana. No lo es, en eso ella te va a ayudar mucho más… si quieres escucharla, claro. De ti depende. Mauricia arqueó levemente las cejas y bajó sus ojos ante la señal de Magdalena, a la que parecía profesar un tremendo respeto. - Lo que Yo he venido a hacer hoy a aquí no tiene nada que ver con tus respuestas. Quizás, tal vez sólo sirva para hacerlo todavía más complicado. La chica suspiró profundamente ante la mirada cargada de comprensión de sus dos acompañantes. - Adriana, pequeña, debes entender que eres importante. Muy importante para nosotras. Tanto, que hemos decidido adelantar los acontecimientos porque tu papel va a ser imprescindible. Aún eres demasiado joven, lo sabemos, y somos conscientes de las dificultades implícitas que esto conlleva, pero lo aceptamos y confiamos en ti. Aquello, a Adriana, le parecía una declaración de intenciones, algo así cómo un testamento, o una carta de algún triste moribundo que lo dejaba todo a su única hija. - Y en ese papel que vas a desempeñar, esto te va a ser de gran ayuda. Magdalena levantó y estiró su mano derecha hasta llegar a tocar el hombro de Adriana. Sostenía con los dedos una cadena dorada que se resistía a no brillar ante la escasa luz que se había adueñado de la habitación. Colgando de un extremo, una pequeña piedra rojiza, con forma triangular y enmarcada también en oro, apuntaba hacia arriba, arrogante e inmensamente atractiva a los ojos de las dos muchachas. - ¿Qué es? Adriana sólo pudo pronunciar esas dos palabras antes de volver a quedar con la boca abierta. Mauricia intentó formular una respuesta. - Es mucho más de lo que puedes imaginar. Pero no era lo suficientemente explícita. - Adriana, esto es tú principio. Y también significa un final. Ella te lo explicará. Ten confianza.

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Miró con una ternura infinita el rostro ligeramente iluminado de Mauricia. La noche se había apoderado rápidamente de la ciudad, fuera, más allá de la ventana, Roma yacía plácidamente esperando la llegada del sol. Todo envuelto en un pequeño, pero respetado, silencio. El mismo que Adriana quiso guardar a pesar de todas las preguntas que inundaban su mente. Al final se acabo inclinando sobre Magdalena. La besó en la mejilla y aceptó de su mano aquel regalo que tanto significado parecía tener. Lentamente, cómo poseída por una calma que ni ella misma acertaba a comprender, se lo abrochó detrás de la nuca dejando colgada sobre su pecho aquella extrañamente atractiva pirámide roja. - Es perfecto para ti… Lo era. Las palabras de Magdalena adquirían un significado especial en el reflejo rojizo que la fabulosa pirámide hacía aparecer en los ojos de Adriana. Después volvió un incómodo silencio. Se hizo largo, algo espeso. Hasta que Mauri se atrevió a romperlo. - Deberías saber qué es… - Tranquila Mauricia. Déjala. Seguro que por esta semana Adriana ya ha tenido bastantes novedades por asimilar, ¿verdad pequeña? La chica se limitó a asentir ligeramente. - Pero seguro que se preguntará cual es el significado del colgante. - ¡Oh, vamos Mauricia! Adriana es capaz de entender que, sea lo que sea, es un regalo importante. Y seguro que, además, aún sin darse cuenta empieza a entender lo que implica llevarlo al cuello, ¿Ya notas su influencia, a que sí? Efectivamente, Adriana se había quedado absolutamente callada ante la sensación que le producía la piedra aposentada sobre su pecho. Sin casi comprenderlo, se sentía portadora de algo tan especial que incluso sobrepasaba sus, todavía escasos, conocimientos. Pero aún así, lo que más la había sorprendido era la inmensa sensación de calma que inundaba su cuerpo. - Eres una de nosotras, una Angelis. Pero no una cualquiera. Este colgante es tu señal. Tu origen, aquello que indica de dónde, de quien, provienes Adriana. - Pero, entonces, ¿por qué Mauricia no lleva uno igual? Nana, entre otras cualidades, siempre había tenido una gran capacidad de observación. Magdalena lucía un colgante similar, aunque algo mayor e incluso lo recordaba en el cuello de Nana. Si Mauricia era una de ellas no entendía la ausencia de aquel símbolo. - Eso es algo que ella te explicará. Pero no todas lo llevamos. Sólo algunas. Su significado es muy especial. Implica una gran responsabilidad… - Quizás demasiado grande para ella. - Mauricia querida, debes aprender a respetar estas decisiones. Tal vez haya sido precipitada, quizás aún sea muy joven, pero Adriana está perfectamente preparada para entenderlo. - Lo dudo. Las palabras fluyeron casi sin darse cuenta de los labios de Adriana. Su corazón se había calmado pero en su cabeza seguían demasiadas preguntas sin respuesta, demasiados cabos sin atar. - De un día para otro descubro que Nana es mi madre, y Mauri mi hermana. Que tú eres una especia de líder para todas ellas, y me dicen que formo parte de algo tan grande que no puedo ni imaginarlo.

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Adriana resopló e intentó coger un poco más de aire antes de seguir. - De repente debo entender que mi pasado no existe, y que no voy a poder decidir mi futuro… hay cosas que deben pasar y pasan sin que se pueda remediar, cosas que debo entender y aceptar sin más. Volvió a suspirar, aunque esta vez lo hizo mucho más sonoramente. - Lo siento Magdalena, Mauricia, tengo la sensación de estar viviendo en un sueño… pero no en uno agradable. Todo esto se escapa a mi entendimiento. Es superior a mí. Aunque quisiera, Adriana se sintió incapaz de llorar, o de perder el control. Se levantó lentamente de la cama y observó a las dos mujeres que le habían hecho rodar su mundo durante aquel viaje a Roma. Se acercó a la mayor hasta besar su frente. - Ahora debéis marcharos de mi habitación. Quiero quedarme un rato a solas, tranquila. Magdalena pronunció una sonrisa de comprensión, un rictus agradable y dulce que se transformó en un beso de vuelta. A su lado, Mauricia, observaba desconcertada la situación. Se levantaron juntas, Adriana y la mayor de ellas se fundieron en un largo abrazo, un momento cargado de algo que la chica no podía llegar a comprender. Después Mauricia le acarició la mejilla. - Te lo explicaré todo. - No me preguntes por qué. Pero ahora sé que puedo confiar en ti. Sus ojos se cruzaron durante un segundo. Después, mientras las dos abandonaban la habitación, Adriana se estiró en la cama cogiendo con las manos la pirámide que Magdalena acababa de regalarle. No sabría definir lo que sentía en aquel momento. Pero, fuese lo que fuese, era agradable. Tan agradable que se durmió en paz por primera vez en muchas noches. Fuera, Mauricia vigilaba desde el silencio el sueño reposado de su hermana.

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Destinos y pasos -X “En ocasiones, nuestros destinos obligan nuestros pasos”. Las palabras de Mauri reposaban alerta en la mente de Adriana. La vuelta había sido triste, la llegada al internado silenciosa, casi sepulcral. Sara, la Superiora, se encerró en su habitación nada más llegar. Ya no hablaba con las alumnas, dedicaba todas sus horas a purgar el pecado. No cómo Ramona, que tras el viaje se había convertido en la religiosa más respetada de la escuela. Lejos quedaba su imagen bonachona, lo que había visto y vivido en la Ciudad Eterna superaba su capacidad para comprender y tolerar la naturaleza humana. La monja no se sentía capaz de dar segundas oportunidades. Ni a Sara, ni a Mauri. Ni tampoco a ninguna de las alumnas. Adriana caminaba pesadamente. Esperaba encontrar, tal vez, una nueva oportunidad detrás de la puerta de su habitación. Pero al cruzarla, todo seguía exactamente igual. Su carga, la que llevaba en el pecho, aún pesaba más que el día antes. Suspiró profundamente. Carlota entró a su lado. En silencio. Algo entre ellas se había resquebrajado. Pero ninguna se atrevía a preguntar. - En fin. Ya estamos aquí. - Sí. Y en un par de semanas no tendremos que volver nunca más. Ese “nunca más” en los labios de Carlota sonó demasiado definitivo. - Es verdad. No volveremos. Todo va a cambiar. - Pero antes… supongo que te acordarás de nuestras vacaciones en La Garriga. - Pues claro. - Así te podré presentar a mi ladrón de noches. Carlota sonrió. Su mueca parecía algo forzada a los ojos de Adriana, pero la chica intentó obviar esa sensación. - Claro. Ya tengo ganas de conocer a ese misterioso novio tuyo… el de Roma ¿no? - El de Roma sí. Adriana asintió también con la cabeza intentando pronunciar una sonrisa, aunque esforzada en ocultar la vergüenza de su mirada. - Se te ve cansada, Adriana. - Será el viaje. - Lo será. Porque desde Roma no has vuelto a ser la misma. Adriana calló durante un momento. - Es que esa ciudad puede cambiarle a una la vida… - ¿Quieres decir?... a mi no me pareció tan interesante. Ella no lo podía entender de ninguna manera. - Carlota, tal vez lo que me pase no puedas entenderlo, pero te aseguro que después de Roma mi pasado ha dejado de tener importancia. Su amiga abrió los ojos y con ellos arqueó las cejas. - Va, venga, vamos a deshacer las maletas… Adriana necesitaba romper aquella tensión. Se agachó y cogió su equipaje. Lo lanzó encima de la cama y empezó a vaciar las bolsas. - ¿Lo dices por lo de la ducha? - Carlota, no insistas. - Tienes que saber que no me molestó. De verdad. Eso no debe afectar nuestra amistad… al contrario.

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Adriana sonrió. Lo que de verdad afectaba no su amistad con Carlota, sino su vida entera, era algo infinitamente mayor, superior, a aquella tarde loca. Algo que trascendía su propia comprensión. De aquella manera, las horas acabarob de pasar en silencio hasta que Sopor volvió a entrar en la habitación. - Niñas. A cenar. - Hermana María José… casi se podría decir que la echábamos de menos… La monja sonrió. - Ya me han explicado lo que pasó en Roma. Sabía que no se debía hacer ese viaje. Pero a mi nadie me hace caso… Sus ojos se clavaron desafiantes en los de Adriana. - Venga. Tengo que avisar a las demás. Nada más cerrar la puerta Carlota dirigió su mirada hacia su compañera y amiga. - ¿Cuándo me lo vas a explicar? - ¿El qué? - Venga Adriana. Todas las demás explican decenas de historias sobre lo que pasó entre tú y la directora aquella tarde. Unas dicen que os acostasteis, otras que ella intentó aprovecharse de ti. Y yo, que soy tu mejor amiga… tu única amiga, no tengo ni ideo de la verdad. ¿Me entiendes? - Créeme Carlota. Mejor que no lo sepas. Mejor que no sepas muchas de las cosas que pasaron en Roma. La voz de Adriana se rompió hacia el final de la frase por todo lo que le había fallado a su mejor amiga. - Está bien. Si es así cómo lo quieres… Carlota se levantó de un salto de la cama y, sin tan siquiera, cruzar una mínima palabra con su amiga salió de la habitación de una revolada. Adriana se llevó las dos manos al pecho y agarró con fuerza la pirámide de Magdalena. De nuevo, una inmensa sensación de paz invadió su cuerpo. Fuese lo que fuese aquel regalo, lo necesitaba más que nunca para afrontar todos los interrogantes, toda aquella situación que amenazaba con superarla. Mientras cenaba, sucumbida en un silencio que poseía todos sus sentidos, Adriana se esforzó en recordar cada palabra de Magdalena, en intentar entender las revelaciones de Mauricia. Ella estaba sentada en la mesa de las profesoras, sin perderla ni por un segundo de vista. Cada vez que sus miradas se encontraban la mayor le dedicaba una sonrisa de complicidad a su hermana, y así hasta que pasó aquella hora. Y con ella el día entero calló para dar paso a una noche triste. La despertó cuando el reloj de su mesilla marcaba la una y media de la madrugada de aquel lunes de un Mayo lluvioso en la capital barcelonesa. Mauricia se presentó en medio de la noche. Acarició el rostro de Adriana hasta que consiguió recuperarla de su sueño. Sus ojos se encontraron a pesar de la oscuridad y, en seguida, nació entre ellas una complicidad absoluta. - Tengo algo que explicarte. Adriana se desperezó rápidamente y sacó su ejemplar del Angelis de debajo la almohada. - Y yo quiero preguntar. Señaló una página en concreto del libro. Cuando Mauricia se dio cuenta de la que era sonrió y asintió. Tenían mucho de qué hablar aquella noche.

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- Has avanzado mucho en la lectura. - Tenía la sensación que me iba a resolver algunas dudas. - ¿Y lo ha conseguido? Adriana pensó durante un par de segundos la respuesta mientras caminaban juntas a través de los oscuros pasillos del internado. - Algunas sí. Otras… - Yo te lo explicaré. Llegaron juntas delante la vieja puerta de roble con aquellas iniciales que ya le resultaban tan familiares. M a un lado, A en el otro. Adriana respiró profundamente, tomó fuerzas y miró de reojo la figura de Mauricia que se preparaba a girar el pomo. - ¿Ella estará dentro? Los ojos de la mayor de llenaron de ternura ante aquella pregunta. - Pues claro. Ahora que sabes quien es, seguro que tienes más ganas de volver a encontraros, ¿eh? Adriana asintió. - Sí. La verdad es que sí. Se aferró con fuerza a la pirámide y volvió a tomar aire. - Adentro entonces. La puerta no tardó en abrirse sin ofrecer excesiva resistencia. Tras ella, cómo todas las otras ocasiones, los montones de libros apilados, el polvo, el silencio, la oscuridad sólo rota por el bocado de luz artificial que iluminaba la mesita al final de la habitación. Sentada, en su silla, Nana parecía esperar. - Por fin… Adriana entró decidida y valiente. - Mucho tiempo. - Sí, pequeña Adriana, mucho… Pero veo que no ha sido un tiempo perdido. Os habéis encontrado. Mauricia asintió. - Y por lo que veo, has encontrado a alguien más. Clavó sus ancianos ojos en la pirámide. Adriana se llevó instintivamente la mano al pecho para acariciar su joya. - Magdalena. - ¿Qué te pareció ella? La chica reflexionó antes de responder. - Interesante. El rictus en los labios de Nana parecía aprobar la respuesta de la chica. - Sí, a mi también me lo pareció la primera vez que me vino a encontrar… ¿qué opinas tú, Mauricia? Hasta aquel momento Mauri se había mantenido en un discreto segundo plano esperando su turno. - Ella me pareció fascinante. - ¿Fascinante? Los ojos de Nana mostraban una sorpresa algo exagerada. - Sí. Una persona cómo ella, con todo lo vivido, con todo lo conocido, es necesariamente fascinante. Sin duda, en aquella habitación Mauricia era la única que profesaba semejante respeto por Magdalena. Adriana conservaba todavía un cierto escepticismo, aunque tras lo ocurrido la última noche, sentía un gran cariño por aquella mujer. Pero nunca lo suficiente cómo para considerarla fascinante.

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- Fascinante… de acuerdo. A ver, Adriana, acércate. La chica obedeció. Aquella noche Nana parecía mayor, su rostro había perdido la fuerza y se mostraba cansado, derrotado. - ¿Lo has acabado de leer? Señalaba el libro. - No, todavía. - Pero, ya sabes quien soy. - Mauricia me lo dijo, sí. - ¿Y? Adriana respiró profundamente. - Al principio no lo quise aceptar… Mauricia dejó durante un segundo los ojos en blanco. - Pero luego me he dado cuenta de la verdad. Hay cosas que no se pueden escoger. Que, simplemente, son así. El rostro de Nana cambió y se tornó más tierno. - Me alegra que seas mi madre… La palabra “madre” sonó tan dulce en los labios de Adriana que ella misma se sorprendió de haberla dicho. - Pero, ahora que sé mi origen completo, me asaltan algunas dudas. - Te entiendo, eso nos ha pasado a todas. Nana había extendido su brazo hasta acariciar el pelo de la joven. - Mauricia te lo explicará. - ¿Por qué no puedes hacerlo tú? - Porque esa no es mi misión. Ahora mismo, en este momento, mi lugar y mi tiempo aquí están dejando de tener sentido. - Pero aquella tarde, cuando murió Marcela, tú me lo intentaste explicar… - Sí, sin que me creyeras. Sin que, tan siquiera, me tomases en serio. Aquella tarde, todo lo que te dije te pareció una sarta de bobadas pronunciadas por una vieja senil. Adriana bajó la cabeza algo avergonzada. - Si al menos hubiese prestado más atención, ahora tendría menos dudas… - No te culpes, pequeña, aquel no era el momento. No estabas preparada para entenderlo. Pero ahora sí. Ahora crees, tienes fe, y eso es lo más importante. Mauricia se acercó a las dos. Sus ojos brillaban en aquella tenue oscuridad que tomaba tonos amarillentos en el cuerpo de Nana. - Marcha tranquila, Nana. Yo me encargaré de todo. - Lo sé, Mauricia, siempre he confiado en ti. Adriana no las escuchaba. Su mente se había transportado a aquella tarde antes de Roma. Unas horas de lágrimas y dolor en la escuela. Intentó recordar las palabras de Nana, pero sólo acertaba a recordar algunos detalles, Nana intentó precaverla sobre la directora, en su mente se agolpaban palabras y explicaciones sobre embarazos, hijas, padres, mujeres de una familia que contra más crecía más la iba a necesitar a ella. A la más joven. A la pequeña Adriana, sobre la cual iba a reposar gran parte del futuro de Angelis. Pero después nada. Silencio. Oscuridad. Frases deformes y carentes de sentido. Adriana se maldecía para sus adentros por su falta de atención.

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- Debo marchar, mi niña. Nana rescató de sus pensamientos a Adriana. La miró a través del silencio, cruzando la oscuridad. Su pelo canoso parecía descansar sobre una cara marchita y ensombrecida. Sonreía, pero era un gesto cansino. La chica se acercó hasta la anciana. Cargó sus ojos con todo el aplomo y la fuerza de la que se sintió capaz. Sabía que Nana la necesitaba, pero no era capaz de descubrir la forma de ayudarla. Acarició la pirámide mientras besaba los dos pómulos huesudos de su madre. Durante aquel instante se volvió a sentir invadida por la misma paz que la llevó a su sueño más placentero la última noche romana. Nana suspiró. Su edad se la llevaba, la consumía lentamente, pero aquella noche había recuperado el último pedazo de corazón que le quedaba para recuperar la felicidad. Con Adriana allí, y Mauricia vigilando sus pasos, sintió que podía marchar en paz. Tras ella quedó un rastro silencioso. Vacío. Triste. - ¿La volveré a ver? Mauricia miró el rostro algo desencajado de su hermana. - Adriana, ella nunca nos abandonará. La chica asintió. - Pero… - Ten paciencia. Es lo primero. Luego, lo que deba pasar, pasará. Y tú estás en mejor situación que cualquiera de nosotras, de las demás. Hazme caso. Se acercó hasta la mesa que tan sólo unos minutos antes había ocupado Nana con sus libros. En ella todavía reposaba abierto una añeja Biblia, forrada en piel y oro. Marcado en tinta azul Nana había dejado un mensaje para Adriana. Era el libro del Apocalipsis, en el epílogo, el versículo 16. Mauricia lo leyó en voz alta. - “Yo, Jesús, he enviado mi ángel para que dé testimonio delante vuestro de todo lo que se refiere a las iglesias…” Y calló. Adriana la contemplaba unos pocos pasos más allá con los ojos abiertos y el corazón encogido en un puño hasta que Mauri no pudo evitar una ligera y contenida carcajada. - Nana no cambiará nunca… - ¿Qué quieres decir? - No la conoces todavía. Pero esto es muy típico de Nana, sus bromas, sus juegos de palabras… ¡la Biblia!... muy ocurrente. Adriana no entendía nada de aquello. No acertaba a comprender qué era lo que divertía tanto a su hermana. - ¡Me lo puedes explicar! - Sólo es un juego, una ironía… - Pero… ese ángel… quizás sea yo. Mauricia calló de golpe. Su rictus de tornó mucho más serio y no pudo evitar un leve arqueó de sus cejas. - ¿Cómo dices? - Recuerdo que la tarde en qué murió Marcela Nana me explicó algo sobre mí. Sobre lo que era y lo que tenía que hacer en el mundo. Ese ángel de Jesús… tal vez… Volvió la risa a los labios de Mauricia. - ¿Qué te hace tanta gracia? - Lo siento, lo siento…

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Pero aunque intentara controlarse no podía evitar alguna que otra pequeña mueca de diversión. - Adriana. Debes saber algo. Algo que es sumamente importante. - Adelante, te escucho. Ya va siendo hora que me expliques qué soy. La chica se sentó delante del escritorio, a un par de metros escasos de su hermana clavando en ella su mirada nerviosa. - Para empezar. Olvido esto de la Biblia. Señalaba el libro con el índice de su mano derecha. - Este es uno de los mayores engaños de la historia. La palabra engaño se hizo presente en cada rincón de la sala hasta que su eco perdió fuerza. - ¿Cómo dices? - Adriana, esto es sólo una recopilación de relatos, de historias, que alguien agrupó y deformó… si no lo estaban ya suficientemente con el paso del tiempo. Míralo. Es un volumen precioso, antiguo, casi poderoso. Esa es su verdadera naturaleza. El poder. La religión ha sido y será usada por los gobernadores de la historia para someter a sus pueblos. Nada más. Nada de lo que está escrito en esas páginas es realmente cierto. Tan sólo forma parte de la historia mitológica de la humanidad. - No entiendo este rollo religioso ahora… Nana, eso lo recuerdo, me dijo que me fijara en las páginas de la Biblia. Abrazó su ejemplar del Angelis con fuerza. - De hecho, me pidió que considerara este libro cómo una nueva Biblia para mí… - Lo sé. Conozco la forma de enseñar de Nana. No te digo que todo sea falso. Seguro que en las páginas del Angelis también hay exageraciones, incongruencias, falsedades… seguro que a alguna de ellas les pudo el ego y exageraron sus vidas. Cómo en toda historia, cómo en todo relato, siempre debe ocurrir algo realmente interesante para que el cuento sea leído. Y, a veces, lo que no interesa se puede transformar para que sí lo haga… o lo que es peor, lo que no se debe saber se puede ocultar. El tono de voz de Mauricia se agravó con la última frase. - ¿Ocultar? - Adriana, ¿qué crees que eres? No se lo pensó ni un segundo antes de responder. - Magdalena lo dijo, sólo soy una chica. - Sé lo que ella te dijo. Yo estaba delante. Pero ahora piénsalo. ¿Qué somos? ¿Qué eres? Adriana cerró los ojos y aspiró todo el aire que le permitieron sus pulmones. Lo sentía circular por su cuerpo, en paz, se aferró a la pirámide. - Un ángel. La oscuridad de la noche hizo brillar durante un segundo el pelo castaño de Adriana antes de devolverle su tono opaco justo en el momento en que la voz de Ramona sacudió el silencio de su mundo. La vio en la puerta, con los brazos en jarras, y un peso en los ojos que jamás antes había llegado a contemplar. En aquel momento, el rostro de Adriana, entre las sombras y el silencio, había adoptado un aspecto poco angelical.

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La Garriga -XI - Muy bien. - ¿Qué es lo que te parece tan bien? Adriana miraba interrogativa la sonrisa de Carlota. - Que se acabó. Y era cierto. El Lancia gris del padre de Carlota había iniciado ya el descenso de la Avenida de Pedralbes dejando atrás el internado. - Parece mentira. Sólo habían pasado unas semanas desde Roma. Siete años cerrada en aquella institución ponían el punto y final a la adolescencia. Ahora, por delante, a Adriana le quedaba un largo camino que recorrer. Un camino que todavía desconocía totalmente. Desde aquella noche en la habitación de Nana Mauri y su hermana no volvieron a tener oportunidad de encontrarse. Ramona guardaba celosamente la honorabilidad del centro a cada instante, a cada hora. Siempre bajo su estrecha supervisión Adriana y las demás alumna acabaron los preparativos para su fiesta de despedida. Una fiesta triste, corta, sin melancolías ni canciones. Sara había abandonado la institución unos días antes del final de las clases. La Superiora no se recuperado de todo lo acontecido en Roma. Con ella marchó María José, triste por no haber podido enderezar el rumbo de la escuela a tiempo. Su fuga sumió a la comunidad en un profundo estado de crisis, que sacudió los últimos días del curso hasta la misma despedida. - Eh, Adriana… ¡despierta! Carlota parecía tan ajena a todo… - ¿En qué estabas pensando? Adriana pensaba en la habitación, en si iba a volver a tener la oportunidad de escuchar la voz de Nana aunque sólo fuese una vez más. Pensaba en todas aquellas preguntas que no habían encontrado todavía una respuesta. Pero por encima de todo, pensaba en Mauricia, su hermana, a la que cada día que pasaba necesitaba más. - Ah… en nada. Perdona, es que estoy emocionada… Su rostro denotaba la mentira, pero Carlota no estaba especialmente interesada en los sentimientos de su amiga. - Pues no te emociones, mujer… que nos vamos a La Garriga. Los padres adoptivos de Adriana siquiera se dignaron a presentarse para ver a su hija. Nada más lejos de la realidad. Cuando supieron que la chica iba a pasar el verano junto a su mejor amiga sintieron una gran relajación. Por supuesto, no se opusieron para nada a tal idea. Era fantástico, para ellos, volver a disfrutar de un verano libres. - ¿No te da un poco de pena pensar que, quizás, no volveremos a ver a ninguna de nuestras compañeras… ni a las profesoras? El gesto de Carlota denotó la sorpresa por la pregunta de su amiga. - Eh… a ver, me han cambiado de Adriana. ¿Dónde está la verdadera Adriana? Carlota hacía broma fingiendo que buscaba debajo del sillón trasero del coche, o entre algunas de las bolsas que transportaban. - ¡No me tomes el pelo!

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- Perdona Adriana. Pero te recuerdo que durante todos tus años allí no hiciste más amigas que moi, y no sólo eso, tu relación con los profesores siempre fue pésima… recuerda el escándalo que le montaste a la hermana Mauricia en nuestra habitación… ya sabes, el día de la toalla… ¡eso estuvo bien! Carlota sonrío divertida recordando la tensión que pasaron aquel día. - Ya. Pero las cosas pueden cambiar. - Las cosas sí. Pero tu no. Fíjate cómo eres de rarita, que incluso vas y te llevas de recuerdo ese libro tan extraño que escondías debajo de la almohada. Adriana sintió cómo los colores le subían. - Que por cierto, todavía no me has explicado a quien pertenece, ni lo que es en realidad. Miró con ojos interrogativos a su mejor amiga esperando una respuesta que, la experiencia le decía, no iba a obtener. - Sólo es… es un regalo. Eso, el regalo de una monja. Ya ves, al final resulta que no me llevaba tan mal con todas ellas. Sólo con la directora. Y con Sopor. Y los últimos días de Ramona… - ¡Ves! Tú no las echas de menos. Eso es sólo un poco de melancolía. Adriana resopló. - No… si vas a tener razón. - Pues claro. Ahora relájate y disfruta. ¡Nos espera el mejor verano de tu vida! Sabía con toda seguridad que aquel no iba a ser el mejor verano de su vida. Aunque algo le hacía temer que, posiblemente, todo lo que se había iniciado en la escuela tendría continuidad durante los siguientes meses. Cómo siempre, la cara de Adriana no podía ocultar sus pensamientos, sus preocupaciones. Carlota tampoco lo había pasado por alto. Pero los meses juntas le había enseñado a obviar determinadas facetas, y sobretodo, determinados instantes de la vida su amiga. - ¡Hola!... ¡Adriana!... ¡Vamos, vuelve al mundo real! El mundo real era una de las rondas de Barcelona cargada, cómo casi cada día, de vehículos en los dos sentidos. Pero aquel mundo real, por más monótono, simple y casi absurdo, que pudiese parecer a los ojos de cualquiera, adquiría una proporciones drásticamente desproporcionadas en el corazón de Adriana. En primer lugar, hacía tanto tiempo que no abandonaba en coche la ciudad que casi no lo acertaba ni a recordar. Las excursiones de verano, o en Navidad, con sus padres de adopción se limitaban a casa de sus tíos para dejarla mientras ellos realizaban algún viaje. Lo mismo que la mayoría de fines de semana libres. Durante los últimos años, había pasado más tiempo con la tía Rita que al lado de su hermana y padres. Siempre, en silencio, intentando entender por qué ella era tan diferente. Siempre con la misma respuesta navegando a través de la oscuridad. Ojos en blanco, la lengua chasqueada y el corazón intentando superar la tristeza. Pero aquello no era todo. Desde Roma, su percepción del mundo real se había visto totalmente alterada. Si Adriana era lo que Ellas decían, no podía entender cual iba a ser su nuevo rol entre aquel mar de personas. - En cualquier caso, son vacaciones y nuestro deber es disfrutarlas.

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Era cierto. Disfrutarlas. Habían superado con buena nota, pese a todo, el último curso del bachillerato e, incluso, las pruebas de acceso a la universidad habían resultado más satisfactorias de lo que ambas imaginaban. El esfuerzo realizado aquel curso bien se merecía unas vacaciones inolvidable. - Ajá… Pero Adriana tenía su mente ocupada en pensamientos y en cábalas que superaban ampliamente las preocupaciones de su amiga. Le hubiera gustado una despedida íntima de su hermana, esperaba volverla a ver pero tampoco tenía la certeza de que aquello fuese a ocurrir. Aún así, en su corazón sabía que Mauri siempre la acababa encontrando. También Nana. No sabía qué había querido decir con aquello de “marchar”. Le asustaba que fuese definitivo. Se sentía perdida y algo abandonada. Al menos, aquel dolor que la atenazaba desde que Mauricia le explicó lo de la adopción ya había desaparecido. No existía el rencor. La pirámide que colgaba de su cuello lo inundaba de paz. - Tengo tantas preguntas… - ¿Qué preguntas, Adriana? Había olvidado su habitual tendencia a pensar en voz alta. - ¿Eh?... ¡Ah!... nada, nada… ya sabes que a veces se me va un poco la cabeza y hablo sola… Esbozó una sonrisa que Carlota interpretó cómo una huida. Detrás del rostro de Adriana la ciudad empezaba a fundirse con las primeras poblaciones del anillo metropolitano. Después empezó un silencio que se alargaba a cada kilómetro. El Lancia gris se alejaba a marchas forzadas de la gran ciudad. Minuto tras minuto, aquellos montes y montañas que Adriana había contemplado durante años desde la ventana de su habitación en el internado se iban acercando poblando de verde lo que momentos antes era cemento. - Adriana, un día de estos me vas a tener que explicar todas estas intrigas, estos secretos que te traes… Los ojos de Carlota habían adquirido una fuerza especial, más todavía sabiendo que estaban en su terreno, lejos del internado. - Eso, eso. Ya nos ha explicado nuestra niña que tienes una cierta propensión a los misterios. Hasta aquel momento la señora Rovira no había abierto la boca en todo el viaje. Tampoco su marido. Pero resultaba evidente que no les hacía excesiva gracia la vida algo truculenta de la gran amiga de su hija. - Mamá… ya te explicado que Adriana es un poco… Se detuvo durante un instante intentando encontrar una palabra que describiese a su amiga sin que se pudiera sentir ofendida. - Un poco mística. Pero Adriana no quiso poner en semejante aprieto a Carlota y prefirió acabar ella misma la frase. - ¿Mística? Resultaba curioso lo mucho que se parecían Carlota y su madre, sobretodo en aquel momento, cuando ambas habían pronunciado al unísono la palabra con el mismo rictus en la cara. - Sí. Mística. Mis “escapadas”, aunque no me gusta calificarlas cómo tales, eran casi siempre a la capilla de la escuela… bueno, alguna vez también buscaba un lugar tranquilo donde reflexionar o leer, pero nada más.

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El rostro de la señora Rovira se había relajado. Y, aún más, parecía especialmente satisfecha con los intereses de Adriana. - Siento mucho si con esto la decepciono. No sé porqué Carlota siempre se ha imaginado cosas raras, pero es así de simple… Su amiga chasqueó la lengua y dejó durante un segundo los ojos en blanco y el ceño fruncido. Pero no su madre. A su madre se le había iluminado la cara. Adriana había escuchado en multitud de ocasiones las historias que Carlota le explicaba sobre sus padres. Entre todos los detalles, ella había rescatado la extrema devoción de la madre y los esfuerzos del padre por hacer de su hija una persona disciplinada y amante de la lectura y la reflexión. Adriana acababa de meterse en el bolsillo a la familia de su mejor amiga. - Y, Adriana, ¿qué es lo que más te interesa de la religión? A la chica no le hizo falta ni un segundo para responder. - Sin duda, los ángeles. Por supuesto las figuras divinas me interesan y fascinan… pero son los ángeles los que realmente me inducen las reflexiones más profundas. Aquella respuesta pareció entusiasmar a Catalina, la madre de Carlota, que se pasó un buen rato explicando a los demás sus impresiones sobre la existencia o no de los ángeles ante los gestos de desaprobación de su hija. Pero Adriana la escuchaba verdaderamente interesada. Ni ella misma era capaz, todavía, de entender si aquello era cierto o no. Si ella misma era real o no. Y, en caso de serlo, cual era su lugar. - … ¿y te imaginas lo que se debe sentir siendo un ángel de Jesús. Llevando su fe, cuidando de sus seguidores, protegiendo esta religión verdadera por encima de todas las cosas? Adriana sonrió. - No. No me lo imagino. Pero, créame, desearía saberlo. De nuevo volvió aquel gesto de aprobación junto con una mueca cariñosa al rostro de Catalina. - Ves, Carlota. Así deberías ser tú… ¡toma buena nota de tu amiga! Adriana bajó los ojos algo incómoda, pero cuando los volvió a levantar se encontró de lleno con la mirada burleta de la otra chica. - Sí mamá, cómo ella… Carlota había cargado con toda la ironía de la que se sentía capaz aquella frase. - Desde luego hija ¡qué desagradable eres!... ¿cómo puedes aguantarla Adriana?... es que yo no podría… ¡y mira que es mi hija! - Es que yo no debo aguantarla… sencillamente, Carlota es lo mejor que me ha pasado en mi vida. La respuesta de Adriana pareció convencer por primera vez a madre e hija. Ambas le dedicaron una amplia y sincera sonrisa, aunque Pablo, el padre, había abandonado por un segundo la vista de la carretera para observar, con un cierto reproche, la cara de satisfacción contenida de la chica. - Ya vamos a llegar. El Lancia cogió una salida a la derecha justo en el primer bocado despejado que la angosta naturaleza dejaba a su paso por la nacional. Bajaron lentamente hasta entrar de lleno en aquel pueblo alejado del bullicio de la capital. Entre montañas y bosques, a Adriana La Garriga le pareció un pequeño remanso de paz. Un lugar dónde, por fin, iba a tener la oportunidad de pensar y reflexionar sobre ella, sobre Mauri, sobre Nana.

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- Aquí es... La voz de Carlota volvió a rescatar a su amiga de aquellos pensamientos que la obsesionaban. - ¿Ya hemos llegado? - Sí, chicas. Adriana, esta es nuestra casa. Can Rovira. Pablo había cargado de orgullo la pronunciación del nombre de aquella fabulosa mansión que se levantaba delante de sus ojos. Al otro lado de la vía del tren, algo alejada del centro del pueblo, pero tan majestuosa y altiva que parecía un palacete, Adriana se dio cuenta que Carlota no había exagerado nunca con la belleza de su residencia. Bajaron del coche lentamente, Adriana lo hizo sin perder ni por un segundo de vista el torreón que coronaba aquella casa. Los Rovira descargaron las maletas, Pablo aparcó el Lancia en la cochera que había a la derecha de la entrada. Después volvió junto a las tres mujeres. Las miró un segundo e hizo un clarísimo gesto con la cabeza. - ¿Vamos? Adriana seguía los pasos de Carlota, y sus padres, incapaz de separar los ojos del gran ventanal circular que había en el torreón. Habría jurado ver allí a una mujer mirándola fijamente. Pero intentó convencerse que era sólo fruto de su imaginación. - ¿Hay alguien más en la casa? - Hay una sorpresa… pero si te refieres al servicio, no. La señora que nos limpia la casa sólo viene tres días a la semana, la criada aún no habrá vuelto de comprar y la cocinera no llega hasta mediodía. Miró a su reloj que marcaba las doce y cinco minutos de la mañana. - Bueno… de hecho estará a punto de venir. Es de aquí, de La Garriga. Sus padres también trabajaron para mi familia, y sus abuelos, creo. Antes tenían mayordomos, y sirvientas las 24 horas. Pero aquello ya pasó. Ahora sólo vienen para ayudarnos en las cosas más importantes. La sonrisa de Carlota dejó entrever una cierta tristeza por no haber vivido los tiempos pasados. - Será divertido. Pero… ¿esa sorpresa que has dicho…? Carlota le puso el índice en los labios a modo de sello. - Te quiero presentar a alguien. Pero antes… Las dos chicas dejaron su equipaje en la entrada de la casa. Luego Carlota tapó con su mano derecha los ojos de Adriana guiando sus pasos en la oscuridad. Atravesaron el jardín delantero pasando por la derecha del espectacular invernadero que la señora Rovira se había hecho construir para dedicar más tiempo a una de sus mayores pasiones, las plantas. Después rodearon el palacete, llegaron a una pequeña fuente de forma elipsoidal dónde nadaban decenas de pececillos de múltiples colores y formas, hasta pararse de golpe debajo de un frondoso pino. Todavía con los ojos cerrados, Adriana escuchó la risa algo contenida de su mejor amiga. - ¡Tachán! Cuando volvió a recuperar la vista su corazón estuvo a punto de sacudirle una descarga mortal. O eso le pareció a tenor de lo rapidísimo que había empezado a bombear. Las pupilas, además, se le dilataron y las manos empezaron a sudarle. Todo aquello se reunió en su estómago, que se había encogido en un nudo difícil de definir.

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- Adriana, quiero presentarte al hombre culpable de que me haya convertido en una buena chica… Román sonreía sentado confortablemente en uno de los bancos del jardín posterior de la casa. De no haber mediado su encuentro previo, Adriana se habría dado cuenta de la belleza de aquel entorno, de los sauces llorones que daban la mejor de las sombras a todos los rincones mágicos del jardín. O de las extraordinariamente cuidadas rosas que, pese a ser verano, aún ofrecían su flor a las abejas. Tal vez se hubiera percatado de la comodidad de césped que pisaba, o de la gracia con la que aquellos abetos del fondo se mecían con el viento. Pero no. Sus ojos sólo tenían luz para él. - Román, te presento a mi mejor amiga, Adriana. Se acercó a ella lentamente hasta que se encontraron de nuevo cara a cara. Adriana no tenía valor para mirarle a los ojos, pero lo sabía tan cerca que no podía evitar un cierto temblor en su voz. Él la besó. Dos veces. Una en cada mejilla. - Encantado de conocerte. Carlota me ha hablado tantas veces de ti que parece cómo si ya nos conociéramos… Sonreía divertido por aquella situación, pero Adriana seguía sin hablar porque sabía que iba a ser incapaz de disimular su vergüenza. - Él es el motivo de mis escapadas en Roma. ¿Lo recuerdas, verdad? Aquella pregunta le pareció especialmente hiriente y cínica a Adriana, pero procuró disimularlo con un gesto de afirmación algo brusco y desmedido. Eso sí, sin mediar palabra. - Lo imaginaba. Pues Román va a estar aquí durante estas semanas, con nosotras. ¿Qué te parece? Eso sí, mis padres le han prohibido dormir en nuestras habitaciones y creo que le han preparado una cama en el otro extremo de la casa… y eso, en un sitio tan grande cómo este, casi quiere decir que estará en la otra punta del mundo. Carlota abrazó a Román. - Aunque ninguna distancia es suficiente, ¿verdad? Lo besó con una pasión algo exagerada, al menos para los ojos de Adriana. - ¿Qué te parece la casa? Román había conseguido librarse del abrazo de su novia para acercarse, de nuevo, al lado de Adriana. - Eso, Adriana. No me has dicho nada. ¿Te gusta? ¿Es cómo te la había descrito en el internado o no? Adriana intentaba recuperar la serenidad para que su voz pareciese clara y firme. - Sí… - ¿Y ya está? Carlota parecía especialmente entretenida. - Es preciosa. Y lo era. La casa había sido construida a finales del siglo XIX. Tenía todas las ornamentaciones típicas de la época, la fachada estaba recubierta de baldosas hexagonales de color azul y verde que le conferían una tonalidad especial. Además, las ventanas acababan todas en dos arcos repletos de filigranas y, en el patio trasero, habían construido un porche especialmente interesante, por la bóveda del techo y las columnas sobre las que reposaba. Por lo demás, la casa estaba llena de detalles artísticos, escudos y retratos.

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Aunque lo que más seguía llamando la atención a Adriana era la torreta. En forma de cubo, con las paredes decoradas con las mismas baldosas, el techo acabado muy en punta y aquella gran ventana redonda. - Está vacía… hace años que no sube nadie. De hecho tapiaron la puerta para que no se colasen los bichos. Carlota se había dado cuenta del interés de su amiga por la torre. - ¿Vacía? - Eso es. Según parece, cuando mi padre y su hermana eran pequeños ella estuvo a punto de caerse. Estaban jugando, empujándose, y por accidente mi tía dio con el cristal, que se rompió en mil pedazos. Dice mi abuela que no se mató de puro milagro… ya ves. Desde entonces nadie ha vuelto a subir… ni yo misma. ¡Y mira que no me han faltado las ganas! Adriana sonrió nerviosa. Habría jurado que aquella cara realmente estaba detrás de la ventana. - En fin. ¿Entramos o qué? Román asintió y siguió a Carlota que había empezado a caminar con decisión. Adriana hizo lo mismo, lentamente, con un cierto nerviosismo encerrado en sus ojos. Deshicieron cada unos de sus pasos hasta llegar, de nuevo, delante de la gran puerta principal. Los señores Rovira les esperaban en el mismo umbral, él con un cierto rictus de satisfacción en los ojos ante Román, ella, en cambio, con cierto aire de superioridad. - Audrey os llevará a vuestras habitaciones. Detrás de las palabras de la matriarca apareció la figura algo escuálida y débil de la criada. Audrey vivía sola en un pequeño piso infame de las afueras del pueblo. Se había instalado allí nada más morir sus padres adoptivos en Argentina. Desde entonces, nadie había querido saber nada de ella, y en seguida descubrió lo sola que estaba en el mundo. Decidió viajar a España, encontrar un trabajo y empezar una vida mejor. Pero sólo lo primero se había realizado. Y no era precisamente la mejor forma de ganarse la vida. Adriana la observó desde el silencio mientras subían por la preciosa escalinata de madera que unía los tres pisos de la casa. Audrey parecía triste, pero sobretodo, parecía resignada a una suerte que no la complacía en absoluto. La primera habitación a la que llegaron estaba en el ala oeste de la residencia. Era la cámara de Román. Justo a escasos metros de la habitación de los padres de Carlota. Él sonrió. - Así tendrá más emoción… Carlota asintió divertida las palabras de su chico. Después llegaron hasta la de Carlota. Exactamente en el otro extremo, el ala este. Aquella parte de la casa estremeció a Adriana. Las paredes estaban totalmente vestidas en viejos retratos y decoradas con recuerdos de un pasado familiar. Lejano, pero demasiado presente. Audrey cerró la puerta de la habitación con Carlota dentro y dirigió su mirada a Adriana. - Sólo queda la suya, señorita. Le sorprendió el perfecto español de la criada. Ni acento inglés, ni acento argentino. Una dicción excelente. - No me vuelvas a llamar señorita… para ti soy Adriana… - Cómo usted me diga. - ¡Y aún menos de usted!

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Las dos pronunciaron una leve carcajada contenida por el inmenso silencio que azotaba la casa. - ¿Cómo es que no me alojo en la misma habitación que Carlota? - Porque la señorita así lo ha querido. -¿Quién? - La señorita Carlota. Aquello sorprendió a Adriana que estaba absolutamente convencida que iban a dormir juntas. Cómo en Roma. Pero luego comprendió que de aquella forma iban a estar mejor. Más intimidad. Más tranquilidad. - Audrey… ¿te puedo preguntar qué hace una chica joven cómo tú sirviendo en esta casa? Adriana le calculaba, cómo mucho, veintipocos años a la criada. Pero su aspecto descuidado y las bolsas debajo los ojos de azul pálido parecían dictar más edad. - A veces… La criada pareció pensarse dos veces la respuesta antes de decidirse. - A veces no hay otra elección. - Claro. Puedes hacer mil cosas más. Eres joven, guapa… - Y licenciada en derecho. Pero también soy pobre, huérfana y aunque suene mal, rara. Sin contactos, sin mayores derechos que los que ves tras este uniforme… debo ser agradecida con los señores porque ellos me están dando la oportunidad de empezar a ser alguien. A Adriana le parecieron extremadamente sinceras las palabras de Audrey. - Si necesitas una persona con quien hablar… Audrey se sonrojó un poco, pero el color de sus mejillas enseguida volvió a languidecer en silencio. - No creo que tenga tiempo para hablar con usted… quiero decir contigo, Adriana, en esta casa siempre hay mucho trabajo. La chica miró a su alrededor mientras caminaba a lo largo de un pasillo oscuro y casi gótico. Realmente la criada tenía razón. Aquella casa no debía dejar demasiado tiempo para descansar. Cada retrato, cada puerta, cada silencio parecían guardar el recuerdo oculto de un pasado glorioso. De repente sintió la necesidad imperiosa de preguntarlo. - ¿Cómo puedo subir a la torreta? El rostro de Audrey se ensombreció. - No se puede subir allí, señorita. - Que no me llames así… sólo quiero saber cual es la puerta tapiada. Es por eso del morbo, ya sabes. Pero los labios y los ojos de la criada inglesa seguían mostrándose preocupados y, sobretodo, desconcertados. - Ni yo misma lo sé. Y eso que desde que trabajo en esta casa he entrado en todas las habitaciones… pero nunca he encontrado esa puerta. La señorita Carlota me ha explicado muchas historias. Incluso la cocinera… pero yo no he visto nada. Las manos de Audrey habían empezado a temblar. - ¿Qué historias? - Es que no debería… - Claro que sí. Debes, debes. Además, yo quiero saberlo. Te prometo que no se lo diré a nadie.

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Audrey se aclaró la voz. Intentó contener el aliento un segundo y se irguió hasta adoptar la postura de una Speaker dispuesta a explicar una historia fantástica a todos los que se reunían en el rincón de Hyde Park. Pero entonces el hilo de voz que salió de su garganta se turnó casi inaudible. - Hablan de ella. - ¿Ella? - La anciana. El corazón de Adriana se detuvo de golpe. - ¿Qué anciana? - La que, en ocasiones, visita la torreta. Adriana tragó saliva. - Pero si la torreta está cerrada. ¿Cómo va a ir nadie allí? La criada inglesa perdió poco a poco la postura hasta volver a quedar ligeramente encorvada, sin embargo no podía ocultar una leve mueca de satisfacción mal contenida. - No creo que le deba explicar nada más. - Carlota me ha dicho que una tía suya estuvo a punto de morir allí, y que por eso tapiaron la torreta. - Eso dicen. Pero también se explican otras historias. Historias sobre la dama blanca. Esa anciana que aparece en la torreta. Pero yo no sé nada. No sé nada que puedas escuchar ahora. La descripción parecía demasiado similar. Adriana no podía quitarse la cara de Nana de su mente cuando se detuvieron delante de una gran puerta de madera maciza. Adriana, fijó su mirada en Audrey. - ¿La has visto? Pero la criada no tuvo tiempo en soltar lo que había empezado a nacer de su garganta. Carlota corría hacia ellas desde el otro extremo del pasillo. Cada paso agitado por la chica retumbaba y se multiplicaba haciéndose notar en medio del ya roto silencio. - Dime. ¿La has visto? Sólo obtuvo el mismo ligero silencio acompañado por una triste caída de ojos. La criada se apartó un par de metros y dejó la bolsa de Adriana en el suelo. - ¿Qué te estaba explicando ya ésta? La forma en la que se dirigió a la criada le pareció algo vulgar y desagradable a Adriana. - Tienes que perdonarla, Adri. No está demasiado bien de la cabeza, por eso la tenemos con nosotros. Es cómo una pequeña obra de caridad de mis padres. Siempre se pasa el día explicando historias y escondiéndose de sus fantasmas… Carlota hizo un segundo de silencio antes de volver de nuevo. - ¿Sabes que dice que su madre la visita por la noche? Acompañó la pregunta con una sonrisita burleta que provocó un par de lágrimas en Audrey. - No le hagas caso, de verdad Adriana. Sólo te liará. No sabe lo que se dice. La criada contuvo la respiración. Se limpió ligeramente las lágrimas con el puño blanco de la camisa de uniforme y volvió a levantar la cabeza. - Si no me necesita para nada más, señorita, iré abajo a preparar la mesa.

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- Eso, eso. Así me gusta, que trabajes. Aquella desconocida faceta de Carlota había sorprendido a su amiga. No se había imaginado nunca que pudiese llegar a ser tan déspota y desagradable. Adriana hizo un pequeño gruñido que acompañó con un amplio gesto de desaprobación antes de entrar en la habitación. Tras ella, Carlota parecía dispuesta a seguirla. - ¿Dónde vas? - ¿Dónde voy a ir? Contigo. Tengo que enseñarte tu cuarto. - No hace falta, Carlota. Tú vete abajo con tus padres, que estarán deseando hablar con su hija. Yo me quedo un rato a solas en la habitación, me cambio y bajo enseguida. Dame un par de minutos a solas. Carlota hubiera respondido que no. Hubiera insistido en quedarse con su amiga. Pero no tuvo tiempo. Adriana entró y cerró rápidamente la puerta detrás de sí. Aquella tarde no se dio cuenta. En el pomo estaban marcadas, a fuego, dos iniciales, A y A.

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Más sobre ella -XII Fue interesante estar sentada a la derecha del padre durante la primera cena. Observando en silencio las miradas de reproche cruzadas entre Carlota y su madre. Con Román de espectador. Con Audrey sirviendo los platos, eficaz pero poco eficiente. Adriana no tardó en darse cuenta que aquella chica que había conocido en el internado se transformaba nada más salir de la escuela. Lo notó en Roma, y con sólo recordarlo, su cuerpo se estremecía. Pero allí, en su salsa, en su mundo, la nueva Carlota adoptaba tintes casi desagradables. Sin embargo, cuando se dirigía a ella seguía siendo la de siempre. Su mejor amiga. Su única amiga. Confidente, confiada, y protectora. La Carlota que la había ayudado y apoyado en la escuela. Aquella a la que se entregó en cuerpo y alma, aunque sólo hubiese sido por unos instantes. - Te quiero enseñar algo. Habían acabado de cenar. Carlota cogió de la mano a su amiga y, seguidas por Román, andaban a paso firme a través de los recargados salones de la casa. - Este es mi refugio. Carlota abrió una puerta. Detrás de ella bajaban unas escaleras que se perdían entre la oscuridad y un cierto olor a húmedo. - ¡Vamos! Abrió la luz. Los escalones se habían hecho más visibles. Llegaban hasta una especie de habitación que, a juzgar por las apariencias, debía estar cómo mínimo un par de metros bajo tierra. - Aquí es dónde me escondo cuando quiero desaparecer. Adriana enseguida entendió a lo que se refería su amiga con aquellas palabras. Nada más poner el primer pie sobre el suelo del sótano sus ojos advirtieron una pequeña cama, con un butacón al lado y una estantería repleta de libros encima. Delante, a unos pocos metros, una mesilla auxiliar de madera añeja sobre la cual se asentaba un televisor. Más allá un aparato de música encima de la nevera tipo hotel, y la única apertura al mundo real en una ventana alargada y estrecha casi en el techo. Por lo demás, aquello estaba lleno de muñecas. - ¿Pero esto qué es? - Ya te lo he dicho, mi refugio. Adriana miró firmemente los ojos de Carlota esperando más. - Cuando me enfadaba con mis padres, o cuando las cosas me iban realmente mal, bajaba aquí y no salía en días. La cocinera me daba la comida a través de la ventana y yo mataba el tiempo leyendo o viendo la tele. Aquello explicaba qué hacía Carlota en el internado. - ¿Y por qué me lo enseñas? - Por nada en especial. Porque me hacía gracia. Porque quería revelarte alguno de los secretos que tiene esta casa… porque sentía la necesidad de mostrarte este rincón antes de… Calló de golpe. - ¿Antes de qué? - Eres muy curiosa, Adriana. - Eso ya lo sabías del internado. - Te llama la atención la Torreta, ¿eh? - ¿Te lo ha dicho Audrey?

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Carlota sonrió. Tras ella Román asistía divertido a aquella situación que enfrentaba a las dos chicas. - No hace falta que la criada me explique nada. - ¿Entonces cómo…? - Porque desde que has llegado, no haces más que preguntar… sólo es cuestión de ser observadora. Era cierto. Incluso durante la cena Adriana no pudo evitar la tentación de satisfacer su curiosidad preguntando al señor Rovira. Entonces sólo obtuvo silencio y una gran mirada de desaprobación de la madre. - Pero no la vas a ver. O al menos no desde dentro. Nadie ha podido entrar allí en décadas. Sólo mi padre sabe dónde estaba la puerta. La tapiaron, pintaron toda la pared, la camuflaron tan bien que es imposible saberlo. Nunca la vi. Nunca la veré. Pero hay una posibilidad. Carlota parecía estar disfrutando con aquella situación. - ¿Qué posibilidad? - Antes de responderte… creo que esta información tiene su precio. Se señaló la mejilla derecha con el dedo índice. - ¿Qué es lo que quieres? - ¡Que va a ser tonta!... ¡un beso! Adriana se sonrojó. Miró a Román y después a Carlota. - ¡Aquí! ¿Delante de él? Carlota asintió. Sus ojos se habían clavado en los de Adriana y parecían estar deseosos de ese beso. Román, también, se mostraba emocionado ante esa situación. Se frotaba las manos con insistencia y se pasaba la lengua por el labio superior una vez tras otras alternando los dos gestos. - Está bien. Adriana suspiró. No es que le importase besar a su mejor amiga. Ya lo había hecho otras veces, e incluso en alguna ocasión el beso había sido más que íntimo. Pero todo aquello le parecía anormal. Se humedeció los labios, entornó ligeramente los ojos y acercó su cara al rostro de Carlota que había preparado la sonrosada mejilla para la ocasión. Adriana frunció los labios, pasó la lengua por sus dientes, no entendía por qué pero su corazón latía con una fuerza inusitada, hasta que, finalmente, se aproximó al pómulo de su amiga. Entonces Carlota, en un último y fugaz movimiento apartó la mejilla y selló el beso de Adriana con otro beso, dulce, robado, en sus labios. Se apartaron lentamente. Adriana observó el rostro divertido y excitado de Carlota, pero sus ojos no tardaron en encontrar, en la cara de Román, un gesto grotesco de placer. Aquello empezaba a disgustar a la chica. - Ahora… ¿me enseñaras lo que me has prometido? - ¿La torreta? Adriana asintió entre apesadumbrada y cansada. - Sí. Te lo voy a enseñar. Pero no va a ser hoy. Será mañana. Al despertarnos. Carlota se enroscó en los brazos de Román mientras le besaba con un descarado desenfreno. A unos escasos metros, sentada en la butaca de aquel sótano, mirando en silencio aquella pareja que ella sentía tan cerca, Adriana imaginaba cómo debía ser la anciana de aquella torre. - Nana… Afortunadamente su amiga seguía besando a Román y no pudo escucharla. Adriana necesitaba controlar ese hábito de pensar en voz alta.

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Después, acabó de pasar la tarde, y tras la tarde la noche. Y se hizo un silencio sepulcral en Can Rovira. Carlota invitó a Adriana a su habitación para echar una partida al Trivial. Pero no quiso. Adri sólo quería descansar, intentar dormir, prepararse para un día que, estaba convencida, iba a ser muy revelador. Pocos minutos antes de medianoche, alguien golpeó la puerta de la habitación de Adriana. La chica se levantó sobresaltada de la cama. En un primer arrebato deseó que fuese Román, pero enseguida se dio cuenta que aquello era algo imposible y, aún más, indecente. Sin embargo, si no era él debía ser Carlota. Y no tenía ninguna gana de hablar con ella. Se acercó lentamente a través de la oscuridad, levemente iluminada por la lamparilla de noche, de aquella habitación. Nunca antes había tenido la suerte de dormir en un cuarto tan grande. Adriana calculó que debía ser dos veces el del internado, e incluso tenía su propio aseo. Pero todo aquello no la reconfortaba, más bien al contrario, tan sólo hacía crecer su desconfianza. Una casa tan grande debía ocultar secretos del mismo tamaño. Detrás de la puerta se oyeron algunos pasos nerviosos, de nuevo volvieron a golpearla, muy suavemente, casi sin querer, rompiendo el silencio absoluto que protegía a Adriana. - ¿Quién hay? Nada. Sólo silencio. Pero lo volvió a intentar. - ¿Hay alguien…? El mismo silencio duró esta vez un segundo. - Adriana, abra la puerta, soy yo, Audrey. Quiero hablar con usted. Será tan sólo un segundo. La chica sonrió aliviada. Giró el pomo y abrió muy lentamente intentando que no rechinaran las bisagras, algo envejecidas. En aquel momento, por primera vez se dio cuenta de las iniciales. Se sintió sacudida, pero extrañamente reconfortada por la pirámide que seguía llevando al cuello. La criada, que esperaba en el lindar se mostró agradecida. - Pasa, Audrey… y de verdad, no quiero tener que decírtelo otra vez, no me vuelvas a tratar de usted. Asintió levemente y entró en la habitación sin abandonar la postura cabizbaja y algo sumisa. - Y bien, ¿qué es eso de lo que quieres hablar? Audrey parecía calcular las palabras exactas. Clavó sus ojos azul pálido en los de Adriana y se sorprendió al contemplar el extraño juego de luces en su pelo moreno. Pensó que aquella chica era extrañamente bonita. - Verás… antes no he sido del todo sincera contigo. - ¿Cómo? Adriana se sentó en la cama e hizo un gesto claro con la mano derecha para que la inglesa hiciese lo mismo. Allí, la luz de la lamparilla parecía esconderse en los rincones del rostro de la muchacha haciendo que su rostro se mostrara algo más tenebroso. - Es que sí se algo más. Yo la he visto. Su cara se alargó todavía más, palideció, sus labios se alargaron y se mostraron nerviosos a tenor del rictus que estaban adoptando. Pero, a su lado, Adriana se sentía descompuesta. - ¿A quien has visto?

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La respuesta le parecía obvia. Aún así creyó conveniente formular la pregunta. - A la anciana de la torreta. Adriana tragó saliva. Se aclaró la garganta y cogió con fuerza la pirámide. De nuevo volvió la sensación de tranquilidad. - Eso es muy interesante, Audrey. Y, dime, ¿Cuándo la has visto? - A menudo. La normalidad con la que hablaba la criada parecía algo exagerada. Por un segundo Adriana tuvo miedo que realmente estuviese algo trastornada. - ¿Cómo es ella? - La anciana es una mujer delgada, alta, con el pelo canoso, siempre va vestida de blanco y lee libros. Muchos libros. Tiene la torreta llena de libros. Pero eso sólo lo veo yo, nadie más. Nadie más. Cuando me hablaron de ella yo no lo creí. Me pareció sólo un rumor, una de esas historias para asustar a las niñas y evitar que hagan alguna maldad… pero luego lo pude comprobar con mis propios ojos. Ella, en ocasiones, está allí, en la torreta. Ahora mismo, por ejemplo. Aunque sabía que parecía irracional, Adriana creía en todas y cada una de las palabras de la criada. Había algo en ella que la hacía merecedora de su confianza. Además, la descripción que le había facilitado de la anciana era demasiado exacta. Demasiado parecida a Nana. - Tienes que llevarme allí. Su voz era firme. Segura. - Eso no va a ser posible Adriana. Ella no me dejará. - ¿Quién es ella? - La señorita Carlota. No le caigo bien. Y eso que yo sólo estoy aquí para ayudarla. Para protegerla. Pero no le caigo bien. Y mientras tú estés aquí no me quitará el ojo de encima. No será posible. - No te preocupes, yo hablaré con Carlota. Adriana estaba decidida. Debía ayudar a Audrey, no podía permitir que Carlota siguiese comportándose de aquella forma tan déspota. - Yo no quiero que hables con ella sobre mí. Adriana, hay cosas que no se pueden escoger. En ocasiones, nuestros destinos… Y calló ante la mirada sorprendida de la chica. - Será mejor que me vaya. Ya he hablado demasiado por hoy. Mañana, a primera hora, tendrás el desayuno preparado. Cómo siempre, puntual. Audrey intentó esbozar la mejor de sus sonrisas y lo consiguió. Parecía más calmada, cómo si el haber compartido aquel secreto con Adriana hubiese aligerado su carga. La chica asintió tranquila. Seguía firmemente agarrada a la sensación de paz que el colgante imprimía a su cuerpo. - Mañana nos veremos. Seguro. Gracias por todo, Audrey. La acompañó hasta la puerta. Comprobó que no había nadie en el pasillo. Y sonrió tranquila. - Puedes salir. No hay moros en la costa. Mientras Audrey se alejaba intentando no hacer ruido con sus pasos, Adriana se detuvo un instante en observar las iniciales del pomo. Esas dos as, marcadas a fuego, parecían haber reservado la habitación especialmente para ella. Cómo si todo lo vivido, cómo si la amistad con Carlota, cómo si esas mismas vacaciones en La Garriga tuviesen un sentido más allá de lo normal.

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No pudo cerrar los ojos en toda la noche. Por más que lo intentó, Adriana no fue capaz de sacar de su mente las palabras de la criada. Aquella anciana de la Torreta. Nana. No sabía si todo aquello era una locura, el delirio de una mente enferma, o tan sólo era esa extraña realidad en la que se había sumergido hacía un tiempo. Pensó en ella misma, en lo que se imaginaría la gente si empezara a explicar todo le que le estaba sucediendo. Nadie la creería. Nadie dejaría de pensar en ella cómo una enferma mental. Y tal vez, eso la asustaba, lo empezaba a ser. Audrey sirvió puntualmente el desayuno a primera hora de la mañana. Los Rovira, padre y madre, se despertaron pronto, hacia las siete y media. Rápidamente levantaron de sus camas a las chicas y hasta al propio Román. Nadie debía dormir más de lo normal en la casa. Era una tradición. El día se aprovechaba al máximo. De sol a sol. Sin descanso. Carlota, mientras tomaba el primer sorbo al chocolate, acarició levemente el brazo de Adriana. Se miraron un segundo. Con disimulo. Con una cierta sensación de agradable clandestinidad. - ¿Qué vais a hacer hoy chicas? Las palabras de la matriarca resonaron en medio del silencio casi inmaculado del comedor. - No lo tenemos decidido. Había pensado en llevar a Adriana y a Román de paseo por la montaña, y tal vez preparar un picnic por ahí. Los padres se miraron en silencio. - Ya. Nosotros vamos a pasar el día fuera. En casa de los tíos en Andorra. Salimos ahora mismo y no vamos a volver hasta la noche. Si queréis venir… Pablo dejó la frase sin acabar mientras interrogaba con los ojos a las dos muchachas. Román sonrió asintiendo. A su lado, sentada, Catalina esperaba que su hija y la amiga de ésta, también accediesen a acompañarlos. - No, mejor no. La verdad es que no me apetece hacer un viaje tan largo, hoy. Tal vez en la próxima ocasión… ¿tú qué dices Adriana? La chica no abrió la boca. Se limitó a aceptar con un leve arqueó de las cejas la decisión de su compañera y amiga. - Si es eso lo que queréis… La madre de Carlota no podía evitar mostrar un cierto resentimiento en su voz. Se levantó de la silla y con un gesto airado se despidió de su hija y de los demás. Poco después, también Pablo se marchó dejando a los tres jóvenes a solas, y en un silencio algo tenso. - Tal vez deberíamos haber ido con ellos. - ¿Eso crees, Adriana? - No se trata de lo que crea o de lo que prefiera. Se trata de respeto. Soy aquí la invitada y me parece feo rechazar así un ofrecimiento de tus padres… - Pero para rechazarlos ya estoy yo. Tú no te has de preocupar. Además, hoy va a ser un día especial. ¿O lo has olvidado? Carlota dirigió el índice hacia el techo del comedor con una sonrisa entre burleta e irónica en su rostro. - Hoy vas a ver el interior de la Torreta. Las palabras de Carlota resonaron especialmente atractivas a los oídos de su amiga. Con ellas, Román permanecía en silencio, esperando el desarrollo de los acontecimientos. Fuese lo que fuese, la mañana apuntaba alto. Apuntaba interesante.

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Tras unos momentos en silencio, mirándose entre ellos alternativamente, sin pronunciar más palabras que algún que otro sonoro suspiro, Adriana se levantó de su silla. - ¿Dónde vas? - A mi habitación. Quiero descansar un poco. - Muy bien. En media hora mis padres habrán marchado y también la cocinera. En la casa sólo quedará la criada, y ya la mandaré a hacer algún recado. Con lo que, calcula que dentro de unos cuarenta minutos te esperaremos delante de la puerta trasera. En el jardín. Carlota sonrió. Se mostraba tranquila, contenta. Abrazó a Román y volvió a besarlo provocando la misma extraña sensación en el estómago de su amiga que se alejaba del comedor por el pasillo central. En la habitación Adriana se detuvo un instante contemplando las dos iniciales de su puerta. Lo hizo en silencio. Intentando agudizar todos sus sentidos cómo si aquello fuese una señal que debía descifrar. Seguía agarrando fuertemente la pirámide que caía sobre sus pechos y con ella, esa sensación que parecía no tener origen en ningún mundo real. Cuando se cansó de observar las dos as marcadas a fuego sobre el bronce del pomo, Adriana se estiró sobre la cama esperando que fuese la hora señalada. Se preguntaba cómo iba a ser la torreta, pero sobretodo, necesitaba saber si todo lo que Audrey le había explicado tenía algún sentido o no era más que los delirios de una mente poco sana… tal vez cómo la suya propia. Cuarenta minutos más tarde salía de su habitación, vestida con vaqueros, una camiseta azul cielo con la palabra ángel en dorado sobre su pecho y las últimas deportivas que se había podido comprar. Seguía pensando en todo lo que aquella casa parecía esconder, en si aquella invitación no tenía algún significado más oculto. Pero sobretodo, durante un buen rato, no pudo borrar de su mente la figura de Mauricia. Hasta que llegó al lado de Carlota y Román. En aquel momento todo se oscureció y hasta el tiempo pareció detenerse en los ojos de su amiga. Carlota sonreía plácidamente mientras abrazaba de la cintura a su chico. Miraba con un interés desorbitado a Adriana, cómo si fuese la última persona del mundo. - Por fin… - Dijiste cuarenta minutos. - Ya sé cuanto dije. Pero no puedo evitar que me parezca una eternidad. Alargo la última silaba para simular lo lento que le había pasado el tiempo de espera. - Pues bueno. Ahora ya estoy aquí. ¿Qué hacemos? Carlota sonrió. Dejó de abrazar a su novio y se acercó a su mejor amiga. La cogió de los hombros y se acercó lentamente hasta su rostro. La besó en la mejilla, un beso más, y luego, en medio de aquella tensión que se habían creado la una a la otra, le susurró unas palabras cargadas de ternura. - Haremos lo que más nos apetezca. Y guiñó su ojo derecho en busca de la complicidad de Adriana, que sonrió algo avergonzada. - Quiero decir si vamos a ver la torreta. Carlota reculó un par de pasos. - ¡Pues claro, para eso estamos aquí! Se retiró masticando sus propias palabras, palabras que Adriana fue incapaz de entender.

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- Pero debes saber que es imposible verla desde dentro. A Adriana le sorprendió que fuese Román el que tomase la iniciativa en ese momento. - ¿Cómo? - Quiero decir, que nadie sabe cómo se entra ni cual es la puerta. Los padres de Carlota apenas hablan de eso. Y, cuando la tapiaron, ella aún no había nacido. Nadie en la casa, salvo Pablo conoce ese secreto. Los ojos de Román brillaban con una intensidad que le parecía extremadamente bella a Adriana. - Lo que él insinúa es que, para ver la torreta, hay que utilizar otros… métodos. Carlota había recuperado la iniciativa. - ¿Qué métodos? Adriana, sin saber muy bien el porqué, estaba algo asustada. Su amiga se dio cuenta enseguida. - ¡Eh! Tranquila… tan sólo vamos a hacer una visita a nuestros vecinos… con esto. Carlota sacó del bolsillo de su mochila unos prismáticos inmensos. Adriana jamás había visto algo similar. - Son de mi padre, de cuando sale de cacería. Tienen infrarrojos, visión nocturna, zoom y lo que quieras más… con ellos podremos ver el interior de la torreta a través del gran ventanal, desde la habitación de una de nuestras vecinas. En aquel momento, Adriana se dio cuenta que todo aquello no era más que un juego para Carlota. Algo con lo que hacerse la interesante con sus invitados. Una casa llena de secretos era algo con lo que entretenerse durante todo un verano, pero, sin duda, era incapaz de entender los motivos reales del interés de Adriana. - ¿Qué te parece entonces, vamos? Adri sonrió tímidamente y asintió con la cabeza. Mientras andaban no podía, por más que lo quisiera, dejar de mirar fijamente la espalda de Román. Se preguntaba qué había significado para él su pequeña historia en Italia. Sólo recordarlo y sentía un fuerte escalofrío recorriéndole la espalda. - Ya estamos. Carlota se detuvo frente otra gran casa. Delante de los ojos de los tres muchachos se levantaba un palacete modernista, con grandes arcos, y formas excesivamente recargadas para una casa normal. Decorada en oro y plata, aquella mansión imponía casi más que la de los Rovira. - Hola… ¿está Marina? Soy Carlota… Del otro lado del interfono resonó una voz ronca y grave que daba una respuesta afirmativa a la pregunta de la chica. Después, unos minutos de espera hasta que ella apareció. Marina era una muchacha de su misma edad, con el pelo castaño y los ojos azul marino. Sonreía. Sobretodo sonreía ampliamente, con una felicidad casi desatada. La misma que demostró en el abrazo que la fundió con Carlota. En aquel momento, Adriana se sintió, aún sin quererlo, algo celosa. Se presentaron, Marina seguía sonriendo, Román titubeaba algo confuso por las numerosas muestras de cariño que las dos se profesaban, pero sin embargo, también parecía divertido. Tan sólo Adri seguía en silencio. Observando. Callando.

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Hasta que entraron en la habitación de la chica. Adriana se dio enseguida cuenta. Aquella cámara estaba justo enfrente del gran ventanal de la torreta de Can Rovira. A la misma altura. - Pues aquí estamos. Y, cómo siempre, supongo que habrás venido por la Torreta, ¿verdad Carlota? La teoría de Adriana se confirmaba. La historia de la habitación secreta era una estrategia para hacerse la interesada. - Sí. Mi amiga quiera verla. - En sus cartas, Carlota me habla mucho de ti. Había clavado sus impresionantes ojos azules en Adriana. - Vaya… - A veces, incluso, me he puesto algo celosa… La voz de Marina empezaba a perder fuerza, Adriana respondió con seguridad. - No tienes porqué. En la escuela se pasaba las horas explicándome vuestras historias. Aún sin entender exactamente por qué lo había hecho, Adri sintió que era necesaria aquella mentira piadosa. Miró a Carlota, que se había sonrojado pero que asentía ferozmente. - Carlota es muy especial, ¿sabes Adriana?, quiero decir que no sé si te habrás dado cuenta. Pero me ha ayudado mucho todo este tiempo que hace que nos conocemos. Ella… Dos lágrimas cortaron su pequeño monólogo. Carlota sonrió y abrazó con una ternura algo exagerada a su amiga. Cuando miró a Adriana se dio cuenta que en sus ojos había una chispa que reclamaba explicaciones. Román, seguía esperando. - Y bien, muchachas, ¿le echamos un vistazo a esa habitación? También él parecía interesado. - Ah… bueno, hacedlo vosotros si queréis. Yo ya me la conozco de memoria. No hay nada interesante ahí. Sólo libros viejos, montones de polvo y muebles destartalados. Nada, nada. Poco a poco, Marina había conseguido recuperar la serenidad. Se apartó de la ventana para sentarse en su cama, desde dónde no dejaba de contemplar la figura de Carlota. Adriana se dio cuenta de cómo chasqueaba la lengua cada vez que su amiga se abrazaba con Román, y de cómo apartaba la mirada cuando se besaban. El primero en tomar los prismáticos fue el chico. Se detuvo un par de minutos en contemplar los rincones de aquella torreta. Dos minutos que parecieron eternos para Adriana. Después, con un gesto algo abatido y desilusionado, le cedió el aparato a Carlota. - Ahí no hay nada. Ella sonrió. Agarró con la mano derecha los prismáticos y echó una rápida ojeada. Tan sólo unos escasos segundos. Después, con el rostro plácido, se volvió hacia él y lo abrazó. - Es que nunca hay nada. Está exactamente igual que siempre. Tendió la mano hacia Adriana y le ofreció, con calma, los prismáticos de su padre. - Ahora te toca a ti.

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Adriana los cogió con la izquierda. Se los llevó a los ojos y enfocó hasta que su campo de visión apareció totalmente nítido. Claro. Aquello que veía era tan real cómo ella misma. Nana, en medio de sus libros, sonriendo. Mirándola fijamente, con la misma pose, aquellas manos agarrotadas con las que saludaba a su hija y la sonrisa en unos labios cansados. La anciana, la dama de blanco de la torreta existía. Y era ella. Adriana siempre lo había sabido. Sólo podía ser Nana. Durante un segundo se sintió excitada. Casi descompuesta. Pero sabía que debía controlarse. Ellos no la habían visto. Si hacía algo que la delatase pensarían que estaba loca. Se agarró a la pirámide. Volvió la sensación de paz. Suspiró. Nana seguía clavando sus ojos en la retina de la muchacha. Apartó durante un segundo la mirada. Observó a sus amigos. Carlota la contemplaba des de la cama, junto a Marina. Román parecía estar especialmente interesado en ella. Pero ninguno mostraba sorpresa, o cualquier otro detalle que le indicase que todo aquello era un montaje. No. Adriana estaba segura. No debía serlo. Volvió a enfocar los prismáticos. Y la imagen apareció de nuevo clara y nítida. Sólo libros viejos, montones de polvo y muebles destartalados. Nada más. Nada. Ni anciana, ni miradas. Nada. La pirámide que llevaba al cuello seguía llenando su alma de paz. Adriana se giró sonriendo hacia Carlota y le devolvió los prismáticos. - ¿Y bien? - Muy interesante. - ¿Te ha parecido interesante lo que hay allí? Marina abría los ojos con sumo interés. - Sí. Me gusta lo antiguo, pero sobretodo lo oculto. Lo secreto. Adriana se volvió para mirar a Román. - ¿Os imagináis todo lo que ese polvo, esos libros, esos muebles, han vivido? ¿Todas las historias que nunca llegaremos a conocer? Los tres parecían desconcertados. Carlota acarició el hombro de Adriana mientras el chico y Marina sonreían algo nerviosos. Pero sólo Adriana, sabía la verdad. Sólo ella conocía el auténtico secreto de la torreta.

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Y Audrey -XIII Marina se había intentado suicidar en diferentes ocasiones. Varias veces. Con cuchillas, con pastillas. Incluso, durante su última tentativa, atravesó con el palo de una escoba el espacio que había entre dos de las vigas de madera de su habitación y ató una cuerda en medio. Al intentarse ahorcar, su peso hizo que el palo se rompiese y cayó, en un golpe seco, al suelo. Sus padres, preocupados, la encerraron en un psiquiátrico en las afueras de la capital. Hasta que llegó Carlota. Carlota, durante un verano entero, cuidó y protegió a Marina. Se convirtió en la hermana que nunca tuvo. Cada minuto, cada segundo, lo compartía con Marina. Todo aquel tiempo juntas obró un milagro en la muchacha. Desde entonces, no había vuelto a intentarlo. Ni siquiera había necesitado la medicación, en forma de ansiolíticos y antidepresivos, que su psiquiatra le había recetado. Nada, tan sólo esperar que llegase el verano, o cualquier otro tiempo de vacaciones, para ver a su querida Carlota. - Y desde entonces, creo que se enamoró de mí. Las palabras de Carlota resonaban en el silencio de su cuarto. - ¡Pues sí que tienes éxito entre la mujeres! Deberé andarme con cuidado… A Adriana no le gustó nada la mirada que Román le dirigió. - O sea que tú la salvaste… Carlota miraba con ternura a su amiga. - Sí, Adriana, se podría decir que soy su ángel de la guarda… y el tuyo, también. Por un momento, las palabras de Carlota golpearon la imaginación de Adri. Dudó de que aquello que su amiga había dicho cómo una broma fuese realmente cierto. - ¡Vaya tontería! Hasta que la sequedad de Román las devolvió a la realidad. - Tú sólo eres su amiga. De las dos. Pero de ahí a ser su ángel de la guarda… Él parecía algo molesto. Extrañamente molesto. Adri decidió intervenir a favor de Carlota. - Pues para mí sí es así. Lo es. Ella me salvó en la escuela cuando peor lo estaba pasando. Y sin pedir nada a cambio. Y estoy segura que también salvó a Marina. Carlota es especial. Muy especial. Las dos amigas se abrazaron. El corazón de Adriana latía algo desbocado, pero siempre bajo el efecto tranquilizador de su colgante. Carlota sonreía intentando evitar emocionarse más de la cuenta. - Gracias. - A ti. Por haberme salvado. Román soltó una pequeña carcajada. - Esto parece mujercitas en versión cursi… lo siento chicas, pero me voy. No puedo soportar tanto ñoñismo. Y abandonó la habitación emitiendo pequeños sonidos guturales a modo de sorna y burla. Adriana y Carlota se miraron durante unos segundos en silencio. - ¿De veras lo crees? - Pues claro. Eres alguien especial. Eres un ángel.

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Aquella palabra en los labios de Adriana adquiría un significado aún más trascendental. - Eso me llena de orgullo. Carlota se estiró en la cama y cerró los ojos. Una solitaria lágrima se esforzaba por no caer de su cara y secarse sobre la almohada. Pero al final no pudo sobreponerse a su destino. Cuando cayó dormida, Adriana también salió de la habitación. Avanzó a través de los pasillos, cada vez más oscuros, hasta llegar enfrente de la puerta con las dos as grabadas a fuego. Al girar el pomo y abrir, no pudo reprimir un pequeño grito. Román la esperaba estirado en su cama. - Llevo tanto tiempo esperando este momento… Adriana se dio cuenta enseguida de lo que el chico quería decir. - No debe volver a ocurrir. - ¿El qué? Román sonreía intentado forzar una cierta sensación de calma entre ellos. - Lo de mayo, en Italia. Él parecía mucho más relajado que Adriana. - Aquello, te equivocas, sí debería haber pasado. Y, de hecho, aún no entiendo por qué no pasó. Adriana hubiese querido explicarle quien era Mauricia, de dónde había aparecido y por qué la seguía aquella noche. Pero no encontró las fuerzas necesarias, ni tampoco, en realidad, sabía exactamente qué decir. - Tú eres el novio de Carlota, y yo su mejor amiga. No debió pasar ni tan sólo lo que ocurrió. Por poco que fuese. En el corazón de la chica seguía pesando mucho el recuerdo de aquella noche. - ¡Pero si no pasó nada! Era mentira. Tal vez nada físico, quizás no había sido algo ciertamente reprochable. Pero Adriana sabía que no hubiera sido igual sin Mauricia. Y aquello la entristecía. La culpabilizaba. - Adriana… tú lo querías. Y yo también… Román se levantó de la cama y se acercó a su lado. Sus ojos eran aún más brillantes, una mirada intensa que la cautivaba sin remedio. - Pero Carlota… - No pienses en ella. - Román, yo no… Cuando él selló en los labios de Adriana aquel primer beso, la chica se sintió más viva que nunca. Su cuerpo se estremeció. Su estómago se hizo un nudo de nervios y deseo. Y por la espalda subió un dulce escalofrío que se hizo físico en el beso devuelto. - No debemos. - Tal vez, Adriana. Pero no puedo evitarlo. Tan sólo una vez, por favor… Sus dedos se deslizaron tiernamente entre los rizos de la muchacha antes de perseguir con las yemas el camino de sus pechos. - ¡Oh!... lo siento… Adriana se revolvió con cierta brusquedad para librarse de los brazos de Román antes de quedarse cara a cara con la figura sonrojada de la criada. - ¡Audrey!

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La muchacha parecía algo avergonzada. Había retrocedido un par de pasos hasta la puerta y, tras su uniforme, se podía adivinar cierto nerviosismo fruto de lo que sus ojos acababan de descubrir. - ¡Espera, no te vayas! Los ojos de Adriana imploraban una oportunidad para explicarse, aunque sabía que no iba a ser capaz de encontrar las palabras. Tampoco en esa ocasión. Todo era demasiado raro. - Es verdad… no te vayas. Ya me voy yo. A Román no le intentó detener. Adriana tan sólo lo observó desaparecer detrás del umbral de la puerta, en silencio, sin volver la mirada atrás. Tan sólo había percibido durante esos escasos segundos la respiración algo alterada, entristecida, quizás. - Esto no es lo que parece… Pero lo cierto era que, nada más pronunciar aquellas tan típicas palabras, Adriana se sentía aún más culpable. - Yo no estoy aquí para juzgarla… Audrey resopló intentando librarse de la fuerza que le oprimía el pecho. - … pero sí sé que no debería dedicarse a estas cosas. Las palabras de la criada resonaron contundentes en medio del silencio. Parecía otra. Más segura. Más firme. - Lo sé. Es un error. - Mayor de lo que se imagina. - Por favor, deja ya de tratarme de usted… - Eso no tiene importancia, Adriana. Lo que de verdad es trascendental es que no siga cayendo en errores cómo él. Audrey hizo un vago gesto con la cabeza para indicar a quien se refería. - Lo dices por Carlota… - No, lo digo por ti. Por lo que eres… por lo que representas. - Su mejor amiga… - Sí. La mejor amiga de Carlota. Pero no es ella quien me preocupa. No es ella quien debe reflexionar sobre su realidad. La cara de Adriana palideció. - ¿A qué te refieres? Audrey avanzó un par de pasos hasta quedarse a escasos centímetros de la chica. Le sorprendió la delicadeza de su rostro y el brillo de esa pirámide de la que tanto había oído hablar. - A lo que te estás imaginando. En aquel momento el rostro de la criada volvió a languidecerse y perdió toda la fuerza que había adquirido durante unos segundos. - Yo… Pero Adriana era incapaz de articular ninguna otra palabra. - Debo irme. Me están esperando para servir la comida. En cuanto puedas, baja. Tendrás tu plato en la mesa. Cómo siempre, puntual. La criada retrocedió, volvió sobre sus pasos, y se detuvo justo delante del pomo, con las iniciales marcadas a fuego. - ¿Sabes?... es divertido. También son mis iniciales. Sonrió. Fue una sonrisa cargada de complicidad y de misterio. Pero Adriana era incapaz de ver nada más allá de las dudas que Audrey había instalado en su mente. - ¡Espera!... tenemos que hablar.

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Las palabras fluyeron casi sin quererlo cuando volvió el efecto de la pirámide. - Pues claro. Lo haremos. Pero a su debido tiempo, Adriana. Volvió la sonrisa. Guiñó el ojo derecho y cerró la puerta dejando tras de sí a una Adriana envuelta en interrogantes. Se hizo un silencio tosco, espeso. Adriana cerró los ojos y recordó a Nana, en la ventana de la torreta, con ese gesto amable en los ojos. La estaba saludando, seguro. Pero aún así seguía sin saber qué hacía su madre en la casa de los Rovira. Sin embargo, otro pensamiento le rondaba con aún mayor insistencia. Audrey. Se preguntaba si el significado que había encontrado en sus advertencias era una pura coincidencia u ocultaba algún secreto detrás de esa pose inocente y frágil. Se estiró en la cama. Agarró con fuerza, en su mano derecha, la pequeña pirámide roja que seguía llevando a la altura de su corazón. En ese momento se dio cuenta. Estaba claro. Demasiado claro. Carlota la despertó de su corta siesta. - Es hora de comer, dormilona. Adriana agitó las manos indicando que esperaba un abrazo de su amiga. Carlota no tardó en reaccionar y en seguida sus brazos se entrelazaron. - ¿Y esto? - No sé. Sólo me apetecía. - No será que tienes algo que explicarme… Adriana pensó que iba a explotarle el corazón en su boca. - ¿El qué? Apenas pudo pronunciar de una forma más o menos comprensible la pregunta. - No te hagas la despistada. Ya sé que te traes algo entre manos… algo a mis espaldas. ¿Verdad? La sonrisa de Carlota parecía demasiado cómplice. Adri tragó saliva. Sintió la necesidad de explicárselo todo, de abrirle su corazón, de confesarle los pecados que había cometido. Pero las palabras seguían sin acudir y se conformó con un leve movimiento de la cabeza. Un gesto corto, de culpabilidad contenida. - Ya sé lo tuyo con la criada… - ¿Perdón? Aquello dejó absolutamente sorprendida a Adriana. Tanto que incluso le costó reaccionar. - ¿Qué estás tramando con ella a mis espaldas? - Nada… - Has de saber que la criada es muy rarita. Ve cosas raras, tiene unas manías un poco extrañas, y siempre está encima de mí, cómo si quisiera ser una hermana mayor… si no fuese porque mis padres confían en ella más que en su propia hija, ya no estaría aquí. Adriana intentaba entender lo que Carlota le explicaba. Pero no había sido capaz, todavía, de poner en orden sus pensamientos. - Tan sólo intento ser amable con ella. - Pues tampoco te esfuerces mucho. No sé cómo se lo hace, pero Audrey siempre consigue que todo el mundo esté de su lado. La voz de Carlota había adoptado un tono algo grave y compungido. - No te preocupes, yo siempre estaré de tu parte.

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Adriana esbozó la mejor de sus sonrisas al tiempo que acariciaba el pómulo izquierdo de su amiga, que la besó en la mejilla mientras le susurraba al oído. - Tú sí que eres un ángel, Adri. - Ni te imaginas la razón que tienes. Carlota agradeció con un pequeño cachete en la nalga derecha de Adriana su complicidad. - Y ahora, vamos a comer. - Eso. Que estoy hambrienta. - Y… ¿qué habrá hecho Román todo este tiempo? Desde que marchó de la habitación que no he vuelto a saber de él… Adriana volvió a sentir que le subían los colores, pero el efecto del colgante resurgió. - No sé. He estado aquí todo el rato a solas. Únicamente Audrey me ha venido a visitar, y hemos charlado unos minutos, nada más. Adriana pudo ver un brillo reprochador en los ojos de Carlota. Pero fue un destello que se apagó en seguida. - Ay esta Adri, que me está poniendo los cuernos con la criada. Y estalló en una sonora carcajada acompañada por su amiga. Era una risa cargada de ignorancia, cargada de felicidad.

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Nana, otra vez -XIV Marina murió a primera hora de la tarde. Ni su padre, ni la policía, podían decirlo con exactitud, pero lo que parecía seguro es que se había suicidado tras quedarse sola. La encontró Carlota poco después de comer. Estaba aún en la bañera, fría, con la piel arrugada y pegada a los huesos. Aquellos dos cortes en las muñecas habían dejado de sangrar, pero el agua se había tornado un extraño líquido rosado que no dejaba lugar a dudas sobre su muerte. Carlota gritó, se abalanzó sobre ella, sacudiéndola, implorando que volviese porque sabía que era tarde. Había llegado demasiado lejos. Después, con el silencio del padre de Marina y las preguntas de la policía, se hizo noche. Angustiosa y tenebrosa noche. Y llegaron los Rovira a la casa, felices, ignorando el destino trágico que había sacudido aquel día a la hija de sus vecinos. Audrey contemplaba ese denso silencio desde la ventana circular de la torreta. Junto a Nana, esperando que llegase el momento de que Adriana se uniera a ellas. Pero la chica había pasado toda la tarde y las primeras horas de aquella noche abrazada a Carlota, besándola, intentando apaciguar su dolor. El mismo que ella no podía sentir porque la pirámide seguía surgiendo aquel efecto sedante. Y mientras, resguardado en las sombras del jardín, Román miraba el cielo estrellado de aquella noche. La ciudad quedaba lejos. Ni el ruido ni las luces estorbaban la paz de ese pequeño mundo del que se había rodeado. Quiso reflexionar, pensar en Marina, pero apenas la conocía y, aunque le pesaba reconocerlo, su muerte no le había producido ningún sentimiento de tristeza. Tal vez, cómo mucho, sorpresa y preocupación por lo que aquello pudiese comportar. Pero las estrellas brillaban con tanta intensidad que apenas era capaz de ordenar sus sentimientos con claridad. Se imaginaba a Adriana, se la imaginaba besando su cuello, dulce, terso, resiguiendo aquel cuerpo que le había hecho perder la razón. Y acto seguido, casi sin darse cuenta, aparecía en su imaginación el rostro desencajado de Carlota. Llorando la pérdida de esa frágil amiga. Román no podía entender. - Ha sido culpa mía… Carlota seguía rota en los brazos de Adriana. Llorando una muerte que creía haber podido evitar. Con ellas, sentados en la acera de frente, los Rovira intentaban, también inútilmente, consolar la infinita tristeza de su vecino. - Volvamos a casa, Carlota. Adriana no encontraba ninguna palabra que sirviese para consolar a su amiga, pero sabía que estar allí, en medio de la calle, esperando algo que nunca iba a suceder no era bueno para ellas. - Será mejor, sí. Carlota se levantó y se cogió del brazo de Adriana. Las dos caminaron con paso titubeante, lentamente, cruzando el jardín de la entrada, a través del césped acabado de regar. La humedad agradable de la hierba colándose por sus zapatillas de verano pareció revivir por un segundo a la chica. - Adriana, dime la verdad, tú crees que debería haberle prestado más atención… Los ojos de Carlota suplicaban una respuesta de amiga. De aquellas que, incluso, pueden hacer daño. Pero Adriana se sentía incapaz de juzgar lo que debería, o no, haber hecho. Pero un pensamiento cruzaba su mente.

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Lo hacía con una insistencia enfermiza. Cómo si fuese la razón de todo. Cómo si no fuese necesario explicar nada más. Adriana sabía que aquello era absurdo, pero su corazón no podía acertar a comprender por qué tenía esa certeza. La muerte de Marina era necesaria. Lo sabía. Pero no entendía el motivo. - Carlota, no te tortures con eso. Es inútil. Le besó en la frente. Fue un gesto de protección, de cariño, pero también de tristeza porque sabía que, a partir de aquel instante, otra vez iba a cambiar todo. Desde la primera visita a Nana, la muerte de Marcela, Roma, hasta ese desgraciado incidente, cada vez su vida parecía más complicada. Más liada. - Le he fallado, Adri. Le he fallado… Carlota sollozó una última vez antes de caer sin conocimiento sobre el colchón verde del jardín. Adriana gritó pidiendo ayuda. El primero en llegar fue Román, después los Rovira y el servicio de la casa. Carlota estaba pálida, sus labios habían perdido el brillo que los caracterizaban y hasta su melena rojiza parecía más apagada. Después, estirada en la cama y con la calma de saber que Carlota dormía tranquila, y sedada, en su habitación, Adriana se aferró al colgante. Recordó el libro. El viejo ejemplar del Angelis. Hacía mucho tiempo que lo tenía casi olvidado. Rebuscó entre su equipaje y lo encontró en el fondo, entre los calcetines y las braguitas. Por un momento se sintió reconfortada ante su visión. Lo acarició. Lo abrió lentamente por la última página que había leído. En ella, un viejo grabado explicaba la historia de Rosana Angelis, y de cómo gracias a ella se había salvado una joven científica de morir en la hoguera. Pero de aquello hacia mucho tiempo. Tanto que parecía más un mito que algo real. Observó los ojos de Rosana. El dibujante los había dotado de una fuerza infinita que trascendía las propias palabras de la historia. Sólo con contemplarla se entendía que aquella mujer era especial. Cómo las demás. Tal vez cómo ella misma, aunque eso le seguía pareciendo lejano. Todas las mujeres de aquella familia habían sido decisivas en la vida de alguien. Todas. Angelis era una familia extraña. Sin padres conocidos. Cada historia hacía referencia al mismo origen, la madre de todas ellas, Magdalena, pero ninguna explicaba nada sobre la figura masculina. No existía, sencillamente. Niñas dadas en adopción que debían convertirse en mujeres especiales. Mujeres con una misión trascendental, cómo Rosana. Adriana volvió a estirarse en la cama. El techo de la habitación se difuminaba en la oscuridad de la noche. Más allá de la ventana, el silencio se había vuelto a apoderar de la calle y la tensión se había trasladado a otros lugares. La casa de Marina parecía solitaria y triste. Era increíble que aquella mansión tan lujosa pudiese adoptar ese aspecto extremadamente lúgubre. De puertas adentro, en Can Rovira, nada se movía. Los padres de Carlota hacía un buen rato que se habían acostado, su propia hija seguía sedada, durmiendo, reposando su dolor. Román se había quedado a su lado. Sólo Adriana seguía despierta. Esperándola. Hasta que llegó, abrió la puerta con sus iniciales grabadas a fuego y quedaron mirándose la una a la otra. En un silencio breve, contenido, que Audrey rompió. - Ha llegado el momento. - Lo sé. Me vas a llevar arriba.

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La criada sonrió mientras asentía con la mirada. Adriana se levantó de un salto y se calzó las sandalias de verano. Su corazón latía controlado por el colgante. - Cuando quieras. - Adriana… hay algo que tengo que explicarte. - No hace falta, Audrey Angelis, no hace falta. Los ojos de las dos muchachas coincidieron en una mirada tierna y de comprensión. - También tú eres mi hermana… - Casi… yo no soy hija de Nana. No soy tú hermana cómo Mauricia. Pero las dos tenemos el mismo origen. Audrey señaló el libro que estaba sobre la cama. - Magdalena… - Sí, Adriana, la misma. Y no hicieron falta más preguntas. Audrey dio media vuelta y empezó a andar, en silencio, sigilosa, seguida por Adriana. - ¿Y qué haces en esta casa? La criada miró lánguidamente la puerta cerrada de la habitación de Carlota. El silencio del interior se filtraba a través de la oscuridad. - Cumplo con mi cometido. Sólo eso. Adriana pensó que no era el mejor momento para más preguntas. Aunque tuvo una última necesidad. - La muerte de Marina… Cuando Audrey se volvió sus ojos parecían haber adquirido una vida inusitada. Brillaban especialmente a través de lo negro del pasillo. - ¿… era necesaria? - Adriana… no quieras entender lo que todavía no comprendes. Y volvió a reinar el mismo silencio cruel. Atravesaron los pasillos del tercer piso hasta llegar a la gran escalinata. Bajaron. Aquello sorprendió a Adriana que creía firmemente que la escalera debía estar en algún lugar de la última planta. Pero no era así. Llegaron al gran comedor, con las dos ventanas, que daban al jardín, cerradas y las cortinas completamente corridas. Hacía algo más de fresco aquella noche. Lo notaron nada más abrir una de las puertas que bajaba a los sótanos de la casa. - Creí que íbamos a subir… Adriana se abrigó con sus propios brazos ante la bocanada de aire frío que subía de las entrañas de la casa. - A eso vamos. Aquel sótano era muy diferente del que Carlota había utilizado cómo refugió. Parecía aún más lúgubre, sucio, abandonado, pero al fondo, detrás de la pequeña bombilla que confería una luz triste y opaca, quedaban rastros de un pequeño escritorio con diarios de los últimos días. - Aquí paso mis momentos de descanso. Audrey acarició el mueble de madera vieja con una ligera y tímida sonrisa cruzando su rostro. - Es pequeño… pero cuando no puedo ocuparme de mi cometido durante largas épocas, bajo aquí y me refugio del mundo. Esto me da seguridad. Sus palabras seguían cargadas de una cierta resignación que, a pesar de todo, no parecía afectar a Adriana.

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- Deberíamos empezar a subir. - Sí… Audrey se miró el reloj que llevaba en la muñeca derecha. - … si no se hará tarde para las dos, Adri. - ¿Qué quieres decir con eso? Pero la única respuesta que Adriana recibió fue el pequeño estruendo causado por la caída de la pila de libros que había detrás del escritorio. Audrey se volvió hacia la chica. - Tal vez necesite ayuda. Empujaron las dos a la vez hasta que el mueble cedió. La criada apartó con cura los ejemplares más antiguos y, sencillamente, lanzó los menos interesantes hasta que consiguió dejar al descubierto una pequeña abertura que debía tener un metro y medio de alto por otro de ancho. - ¡Vamos! - Espera… espera. ¿Insinúas que debo entrar ahí? - Si quieres volver a verla no te queda otro remedio. - Pero… ¿no hay otra entrada? - Sí. Existe una. Tapiada. Justo en la habitación de los Rovira. Detrás del armario empotrado que se hicieron construir para disimularla. Pero… ¿no crees que utilizar esa sería llamar demasiado la atención? Ya fuera por la tensión, o tal vez por lo incómodo de su posición agachada en cuclillas, lo cierto era que aquella iba a ser la primera ocasión en que Audrey pareció menos débil y más hiriente en sus comentarios. Su voz había adoptado un tono grave y cínico. Sin embargo, Adriana creyó más conveniente seguir calmada. - De acuerdo. Te sigo… Las estrecheces continuaron durante unos metros. Los suficientes para que Adriana descubriera que, sin ser claustrofóbica, no le apetecía en absoluto volverse a ver en una situación similar. - Ya está. Detrás de la voz aliviada de Audrey apareció un espacio mucho más amplio. Era una sala cuadrada, de unos pocos metros cuadrados pero en la que, cómo mínimo, podían estar de pie. De la pared del fondo nacía otro pasillo. - Debemos seguir por aquí. Adriana tragó saliva. - Otra vez… - Tranquila. Por aquí podremos andar sin complicaciones. Avanzaron juntas, iluminadas por el pequeño y tenue haz de luz provocado por la linterna de la criada. Paso a paso llegaron al nacimiento de una pequeña y estrecha escalera de caracol. Adriana miró a la muchacha que la acompañaba. Por un instante tuvo una extraña sensación. Se mordió la lengua y esperó a que el escalofrío que le recorría la espalda se calmase. Después, empezó a subir siguiendo a su compañera. - Esto nos llevará hasta la entrada original. Era un pasillo que utilizaba hace años el servicio de la casa para servir a los señores de entonces… otras veces era para saciar los caprichos del marido, en otras ocasiones de la mujer… si supieses las historias que han vivido estas paredes. Audrey sonrió mientras daba un par de palmadas extrañamente cómplices a los muros blanquinosos.

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- Aquí, al otro lado justamente, los Rovira duermen plácidamente. ¿Ves? La criada señalaba la puerta tapiada bruscamente y sin demasiada pulcritud. - ¿Es verdad la historia de la hermana de Pablo? - ¿Tú qué crees? - Que no tendría sentido tapiarla por algo así. Audrey agachó la cabeza. Parecía pensativa. - Lo hicieron por los rumores… - ¿Qué rumores? - Los que te han llevado aquí. La mirada de las dos chicas se había iluminado. Audrey emocionada por tener a Adriana delante, la otra, sencillamente, intrigada por lo que iba a encontrar al final de las escaleras. - ¿Subimos? - No. Sólo tú. Adriana dirigió una mirada inquisitiva a la criada. - ¿Por qué yo sola? - Porque ella lo quiere así, Adriana. No todas podemos subir sin su permiso. Aunque a ti no te ha hecho falta pedirlo. Ella lo ha pedido. Ahora entiendo porque dicen que eres especial… Audrey parecía seguir excitada ante la mirada expectativa de Adriana. - ¿Quién? - Ellas. Y cerró los ojos esperando que Adriana fuese capaz de entenderlo por sí misma. - ¿Nana y Mauricia? - Todas ellas. Audrey pronunció el “todas” con un rictus de solemnidad especial. Intenso. - Sólo una pregunta más. ¿Esas dos iniciales en mi puerta…? - Ya estaban cuando yo llegué aquí. No son por ti, Adri… pero tampoco por mí. - Entonces… - Nada. Debes subir ahora. No la hagas esperar más. Adriana asintió con la cabeza. Cogió la linterna que Audrey le había alargado en su mano derecha y suspiró profundamente antes de emprender el camino. Los primeros escalones se hicieron pesados, largos, casi eternos. Aquella escalera era de una madera añeja, podrida. Ruidosa. Por un momento temió despertar a los Rovira. Pero luego, todo quedó olvidado. Al final de la escalera había un pequeño repecho, cuadrado, de baldosas ocres que habían ido perdiendo el relieve original con el paso del tiempo. Lo que años atrás debía ser una especia de pájaro majestuoso posado sobre una rama, parecía, tan sólo, el esforzado dibujo de un escolar. Frente a ella se levantaba cerrada y misteriosa una gran puerta de madera. Austera. Sin relieves, ni formas, ni tampoco grabado alguno que pudiese dar alguna pista de lo que Adri iba a encontrar si la cruzaba. Nada. Tan sólo aquel silencio espeso dilatado por el sonido lejano de la respiración de Audrey. La luz de la linterna no se bastaba para iluminar toda la puerta, y parecía empezar a perder intensidad. Debía darse prisa para no quedarse a oscuras.

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Cogió el pomo con la mano izquierda. Suspiró. Lo giró lentamente hacia la derecha apreciando que el mecanismo no ofrecía ninguna resistencia. Tras él, y empujada por la diestra de Adriana, la puerta empezó a bascular sobre sus bisagras hasta que quedó entreabierta. No demasiado. Pero sí lo suficiente para que se colase la escasa luz que la noche dejaba filtrar a través de la gran ventana ovalada. Y allí estaba ella. Rodeada de sus libros, cómo la primera vez que se la encontró en el internado. Sentada al lado de la ventana, con una pequeña lámpara iluminando un humilde escritorio sobre el que la anciana acababa de depositar el quinto tomo de una vieja enciclopedia. Los ojos de Nana se iluminaron. Su rostro entero adquirió de golpe una serenidad majestuosa. Valiente. Se levantó lentamente. Unos, pocos, metros más allá Adriana cerraba detrás de sí aquella austera puerta mientras sonreía, emocionada, a su madre. - Has venido… te esperaba. - Lo sé. Audrey me ha traído hasta aquí. - Sí. Esa muchacha es muy buena. Su madre siempre nos lo decía. Estaba especialmente orgullosa de ella. Entre todas sus hijas, Audrey siempre había destacado. Por eso le tocó esta difícil misión. Adriana avanzó a través de las sombras que poblaban la habitación hasta quedar a escasos centímetros de Nana. - No sé de qué misión estás hablando… pero sé que necesitaba hacer esto. Y sin dejar tiempo a nada más, abrazó con fuerza a la anciana. La notó pequeña, frágil, muy frágil, pero aún así, le reconfortaba la sensación de haber recuperado algo de su pasado. A pesar de todo. A pesar de cómo lo había descubierto, a pesar de su abandono, necesitaba sentir el aliento de quien la había traído al mundo. - Creo que… necesito respirar. Adriana dejó ir de entre sus brazos a Nana. La anciana sonreía mientras intentaba llenar de aire sus pulmones. - No debes ser así de efusiva con una mujer tan mayor. - Lo siento, no podía evitarlo. Nana asintió con la cabeza mientras contemplaba la pirámide que colgaba del cuello de su hija. - ¿Nunca dejas de acariciarlo? - Me calma. Me llena de paz… ¿a ti no? Adriana clavó también sus ojos marrones en la figura, idéntica a la suya, que llevaba Nana sobre el pecho. Rojo sobre inmaculado blanco. - Para eso sirve. Para que seamos capaces de superar todas las pruebas. Todas, Adriana. Para eso es necesario ser fuerte. Estar dispuesta a sacrificar mucho más de lo que imaginas. Aquello retumbó demasiado serio en las cuatro austeras paredes de la torreta. Adriana no pudo evitar reprimir un gesto de preocupación. - Tranquila, hija mía. Serás capaz.

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Angelis, 2 -XV - Siempre has sido capaz. Adriana miraba sorprendida la pose firme y decidida, solemne, que Nana había adquirido mientras pronunciaba esas cuatro palabras. - No sé a lo que te refieres. La anciana sonrió con un gesto cargado de complicidad y cariño, pero sobretodo lleno de comprensión. - Adriana querida… lo que te espera no es comparable con nada en este mundo. Eres tan especial cómo lo fui yo misma hace tanto tiempo que ya ni me acuerdo. Por eso llevas nuestro símbolo sobre el pecho. - ¿Por qué todas decís que soy especial? En las palabras de Adriana se había vuelto a filtrar una cierta sensación de cansancio mal disimulado. - Porque no todas tienen nuestro don. Ni tan sólo las demás, tus hermanas, u otras cómo Audrey… ellas ciertamente tienen sus propias cualidades, pero tú has nacido para cumplir con un destino mucho más trascendental. - No entiendo… Nana seguía sonriendo. - Lo harás, Adriana. Lo harás. Pero primero debes acabar de leer el libro. Los pómulos de la chica adquirieron repentinamente un tono rojizo. - Lo siento. No he tenido demasiado tiempo. - No te preocupes, mi niña. Sé lo que es. Sé lo que significa toda esta locura en la que te has visto envuelta desde la primera vez que nos encontramos. La anciana cerró los ojos y suspiró profundamente. - Sabes, Adriana, yo también me sentí perdida, sola, durante un tiempo incluso llegué a creer que estaba perdiendo la cordura. Pero luego lo entendí todo. Mi madre, mis hermanas, mi misión. Todo tuvo sentido, de golpe. Sin más. Y esto me ayudó tanto… Nana acarició con dulzura la pirámide que seguía llevando colgada de su cuello. - … tanto cómo te va a ayudar a ti. Porque está a punto de llegar tu momento. - ¿Qué momento? Nana carraspeó. - Te necesitamos. Las demás ya somos mayores y nos está llegando la hora del relevo. Partiremos pronto, Adriana, y debemos preparar el legado que nos sobrevivirá. Y en ese futuro, tú serás mi sucesora. La palabra sucesora resonó violentamente contra el silencio de la habitación. Adriana tragó saliva y se aclaró los ojos procurando evitar que aquellas dos lágrimas llegasen a recorrer sus mejillas. - Yo no puedo se tú sucesora… ¿qué me dices de Mauricia?... o Audrey… ¡pero si yo acabo de descubrir quien soy! La voz de Adriana se rasgaba un poco más a cada palabra pronunciada. - Ellas, hija mía, no tienen tu don. Es a ti a quien le pertenece el derecho legítimo de perpetuar nuestro destino… Nana hizo un segundo de silencio.

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- … pero para acabar de entender lo que quiero decir debes seguir leyendo el libro. Adriana no había podido avanzar mucho en la lectura. En cada historia de aquel libro, detrás de cada cara de una Angelis, se ocultaba un relato similar. La vida de una mujer entregada a la misma causa única. Una misión. Algunas habían obtenido éxito, otras, en cambio, no habían podido evitar que sus protegidos fallasen. Sin embargo, Adri no entendía qué tenía que ver ella con todo aquello. Si realmente era una Angelis se suponía que iba a tener alguna misión. Tal vez proteger a alguna mujer, o quizás ayudar a algún hombre a superarse para cumplir con un destino que lo hiciese ser recordado más allá de su tiempo. No lo sabía. Pero algo en su interior le decía que aquello no era para ella. Además estaba lo de la pirámide roja. Sólo unas cuantas lo llevaban. Se lo había visto a Magdalena y a Nana, pero a nadie más. Ni a Mauricia, ni a Audrey, ni tampoco a la mayoría de las mujeres que aparecían en los grabados de su libro. Pero lo que de verdad superaba su capacidad de comprensión era esa insistencia casi enfermiza que tenían todas las Angelis que ella conocía. Adriana había escuchado de los labios de Mauri, de los de Audrey e incluso en las palabras de su madre Nana, lo especial que era y lo trascendental de su misión. Y en aquel cuarto pequeño, repleto de polvo y pilas de libros por ordenar, rodeada del mismo silencio que en el cuarto de los castigos del internado, y sólo bajo la mirada de Nana, Adriana creyó que se iba a derrumbar para siempre. Hasta que se dio cuenta que no podía. Que nunca iba a caer mientras llevase el colgante en el cuello. Se aferró a él. A esa paz que le transmitía y suspiró ligeramente aliviada. - Está a punto de llegar el momento. Las palabras de Nana parecían llegar desde más lejos de lo que en realidad estaba. Adriana dejó ir una bocanada de aire y, liberada de toda tensión, clavó en ella su mirada marrón mientras sonreía, por fin, relajada. - Lo sé, mi Nana. Lo sé. Reculó un par de pasos hasta que quedó, de nuevo, a la altura de la puerta. Barrió con un vistazo rápido cada rincón de la torreta hasta que volvió a encontrarse con la mirada de su madre. No hizo falta más. Nada. Ni palabras. Ni gestos. Ambas sabían que pronto volverían a encontrarse. En aquel momento, por primera vez, Adriana se sintió fuerte. Giró de nuevo el pomo y la puerta se abrió sin ofrecer la más mínima resistencia. No le hizo falta volver la mirada atrás para saber que en el extremo opuesto de la cámara Nana había vuelto a sus libros, a su paz. Cruzó el umbral y cerró tras de sí aquella austera y triste puerta hasta que se volvió a encontrar cara a cara con la oscuridad. Tardó algo en reaccionar cuando Audrey la golpeó bruscamente con el haz de luz de su linterna. - Adriana… ¿estás bien? La chica recuperó poco a poco sus sentidos hasta que consiguió hacerse de nuevo con el control de sus pensamientos. - Adriana, ¿me oyes?

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Los ojos de Audrey mostraban una cierta preocupación. Estaba balanceando frenéticamente la linterna intentando que los movimientos de la luz hiciesen reaccionar a la chica. - Claro que te oigo. Por supuesto. Audrey suspiró profundamente exhalando más aire del que había cogido. - Me tenías asustada. - No tienes por qué asustarte. Todo está perfectamente. Mejor que nunca. Te lo aseguro. Y mostró la mejor de sus sonrisas. Un gesto amplio, brillante, perfectamente encajado y risueño. Se le iluminaron los ojos, los hoyuelos de las mejillas volvieron a ganar su espacio a la flaccidez de la piel acostumbrada a la seriedad y a la tristeza. - ¿La has visto? Adriana asintió en silencio, con la mirada todavía algo extraviada en la oscuridad y en el vacío de aquel rellano. - ¿Y qué te ha explicado? - Lo que, en este momento, necesitaba escuchar. Ni más. Ni menos. Volvió el silencio. Adriana acariciaba en la oscuridad su colgante agradeciendo la tranquilidad que recorría su cuerpo. Sin mediar palabra alguna empezaron a deshacer el camino que las había llevado hasta la torreta. Audrey caminaba delante, con el haz de luz iluminando cada rincón de aquellos angostos pasajes. Detrás, y siempre aferrada a la pirámide, Adriana intentaba no olvidar ninguna de las palabras de Nana. Debía quedárselo todo, interpretarlo, hasta que fuese capaz de entenderlo. Tal vez, eso pensaba, había llegado el momento de descubrir quien era realmente. No tardaron en llegar al subterráneo. Durante la vuelta había desaparecido el malestar de Adriana en los estrechos pasadizos que la devolvieron a la realidad. Después, casi sin mirarse la una a la otra y procurando no hacer ruido, Adriana y Audrey se despidieron delante de la escalinata central de la casa. - Nos vemos mañana… y gracias por todo, Audrey. La criada sonrío. - A primera hora, cómo siempre puntual, tendrá el desayuno servido. Y se alejó a través de la oscuridad. Abrió la puerta de servicio y salió de la casa. Desde la ventana Adriana la vio cruzar el patio delantero y pararse durante unos escasos segundos frente al gran pórtico de entrada. Allí se volvió y con la mirada en alto, dirigiéndose a la torreta, hizo un leve movimiento reverencial antes de girarse y salir definitivamente de Can Rovira. - Algún día esa reverencia será para mí… El silencio de la noche hizo viajar lentamente el eco de las palabras de Adriana a través de los rincones del recibidor. - ¿Qué reverencia? Adriana se volvió nerviosa. Detrás de ella, sentado en el último escalón, Román la contemplaba a través de la oscuridad. - ¿Cómo? - Nada. Sólo te preguntaba a qué reverencia te referías. A Adriana se le trabó la lengua. Intentó aclarar su mente pero en aquel momento su cabeza era un caldo en ebullición incapaz de controlar.

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Hubiera querido encontrar una buena respuesta, pero lo único que era capaz de pronunciar eran todo tipo de sonidos guturales a modo de excusa que no parecían satisfacer la curiosidad del chico. - ¿Qué mirabas ahí fuera? - ¿Quién, yo? Finalmente Adriana había sido capaz de tragar saliva. - Pues claro. - Ah, nada… ¿Cuánto tiempo llevas aquí? Román se levantó y bajó un par de escalones, pero se detuvo cuando se dio cuenta de que ella había empezado, a su vez, la subida. - Poco. Acabo de llegar. Había escuchado algún ruido y decidí salir a dar una vuelta. Imagínate mi sorpresa cuando llego aquí y te encuentro mirando más allá de la ventana y hablando sola. El chico sonrió. Pero era un gesto lleno de intriga. - Pues nada, ya ves lo rara que soy… Adriana volvió a llenar sus pulmones, cansados, de aire. - … por las noches me dedico a rondar, cómo los fantasmas, en silencio a través de los pasillos, ¿quién sabe si algún día me encontrarás vagando por tu habitación? De repente Adri se mordió la lengua. No entendía cómo había sido capaz de decir aquello. Tal vez la madrugada, o quizás todo lo que acababa de vivir, había debilitado sus defensas. - Pues si es así despiértame. Siempre he tenido ganas de conocer a una auténtica fantasma. Román seguía divirtiéndose con aquella situación, pero Adriana no podía evitar mostrarse algo nerviosa. - ¡Sólo era una broma, hombre! - Pues yo espero que no… Adriana había llegado ya al escalón en el que Román la esperaba. Durante unos segundos sus cuerpos quedaron a escasos centímetros. Ambos tenían la sensación de estar respirando el aire del otro. Hasta que Adriana se aferró al colgante y lo vio más claro. - Ahora debo volver a mi habitación. - ¿Ahora precisamente? - Sí. Tengo sueño. Buenas noches. Acabó de subir la escalera hasta que llegó al pasillo del primer piso. Detrás de ella, Román había vuelto a sentarse desconcertado por lo que acababa de pasar entre los dos. Adriana no se giró. Se despidió por última vez y avanzó por el laberinto de puertas y habitaciones hasta que llegó a la que tenía sus iniciales grabadas a fuego sobre el pomo. Dentro la saludó tan sólo una espesa oscuridad. A través de la ventana, abierta, se filtraba el incesante sonido de los grillos ajetreados con su música. Adriana se estiró sobre la cama. La encontró mullida, confortable, y cerró los ojos mientras recordaba a Nana, a Audrey y al chico de la escalera. Aquella noche habría soñado. Y si lo hubiera hecho, Adriana habría visto ángeles rodeándola, llevándola entre las nubes hasta el seno de su madre. Y su madre no habría sido Nana. Su madre habría sido otra, de pelo rojizo, mirada clara y una figura serena, dulce. Pero, en realidad, Adriana no pudo soñar. Y no pudo porque a los pocos minutos de dormirse la despertó su mejor amiga.

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Carlota llegó en silencio. Abrió la puerta. Contempló a través de la oscuridad la figura aparentemente frágil de Adriana. Se sentó en la cama. Acarició con una gran dulzura su rizada melena castaña. La besó en la frente y luego se estiró a su lado. Y esperó. Esperó a que ella abriese los ojos, la mirase y, cómo en el internado o en Roma, la abrazase sin preguntar nada. Por supuesto Adriana la abrazó. También en silencio. También a través de la oscuridad, escuchando tan sólo el latido de sus dos corazones. Minutos después Carlota había recuperado la calma, su respiración se había normalizado, y repetía murmullos inaudibles que cruzaban lánguidamente el silencio de aquella gran habitación. Detrás de la ventana, la noche empezaba a morir. Lentamente. Con ella aparecía un cielo oscuro, nublado. Carlota en su regazo, Nana en su memoria. Adriana suspiró profundamente antes de volver a dormirse. Cuando cerró los ojos creyó ver el final. Pero no estaba segura.

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Carlota y el exilio -XVI El grito cruzó rápidamente los pasillos de Can Rovira hasta llegar a la habitación de Adriana. Se levantó intranquila. Apartó los libros que había sobre la mesilla frente a la ventana y, cómo hacía siempre, guardó su Angelis debajo de la almohada. Miró al exterior. A través del cristal se presentaba, altivo y soberbio, un interesante día de finales de julio. Soleado. Caluroso. Dispuesto a ser descubierto, aunque no fuese por ella. Bajó los escalones de dos en dos. Aún sabiéndolo, le preocupaba lo que iba a encontrar unos segundos después. Suspiró profundamente y tragó saliva mientras avanzaba a grandes pasos hasta llegar a la cocina. Por su mente no dejaban de circular los malos momentos que habían vivido aquellos últimos días. Desde la muerte de Marina nada había vuelto a ser lo mismo. Nada. Por eso, cuando llegó a la cocina y se encontró a Audrey sujetando los brazos de Carlota mientras le forzaba a dejar caer el cuchillo que sostenía con la derecha, Adriana no pudo, siquiera, sorprenderse. - Otra vez… La voz de Adriana resonó entre triste y resignada. - Y es la quinta en estas dos últimas semanas… Audrey también parecía algo desesperada. Ayudó a Carlota a que se sentará en una de las sillas que había frente a la ventana. Apartó de su vista el cuchillo y suspiró profundamente. - Ya me quedo yo con ella. Adriana también indicó con la mirada que Audrey las dejara solas. Mientras la criada salía de la habitación Carlota clavó sus ojos tristes en la mirada marrón de Adriana. - No puedo con esto. No puedo con esto… ¡Adriana, no puedo con esto! Su voz temblaba tanto cómo sus manos. Aquella mañana Román había salido a comprar el diario y los Rovira habían vuelto a subir a Andorra. Adriana no entendía cómo, con todo lo que estaba sucediendo, podían desentenderse con semejante facilidad de su hija. - Claro que puedes. Podrás superarlo. Acarició la mejilla derecha de Carlota mientras le secaba, con la otra mano, las lágrimas que habían empezado a caer ya sobre la falda de la pelirroja. - Fue mi culpa. Yo debí estar más con ella… De repente levantó la cabeza y Adriana pudo ver un destello poderoso en sus ojos. El primero en mucho tiempo. - Si tú no hubieras estado aquí nada de esto habría ocurrido. Adriana se estremeció. Cogió aire y lo soltó lentamente. - ¿Cómo dices? - Lo que digo, Adriana, es que sin ti aquí, yo habría pasado el verano con Marina… y seguro que habría evitado que se suicidase. De hecho, estoy convencida que siguiera lo habría intentado. Ahora sería feliz, conmigo. Sollozó profusamente antes de volver a romper en un mar de lágrimas. Adriana intentó contenerse, se mordió la lengua, se recogió la melena rizada con su mano derecha, y lanzó un par de miradas al trozo de jardín que se podía contemplar más allá de la ventana. - Eres injusta… No quería decirlo, pero tampoco pudo evitarlo.

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- Es la verdad. La cara de Carlota había recuperado los colores. Aunque fuese tan sólo por unos instantes, el pálido dejaba paso al sonrojado de sus mejillas. Además, la chica respiraba con una cierta intranquilidad, abriendo y cerrando de forma exagerada los orificios de la nariz. - Sé que no lo dices en serio… Pero Carlota se levantó de la silla y se encaró con su amiga. Por unos segundos, que se hicieron eternos, Adriana notó el aliento de Carlota. Y no le gustó su sabor. - Adri… yo te quiero. Te quiero más que a una amiga. Te quiero y todo lo que nos ha pasado ha servido para unirnos más allá de la razón. Más allá de los secretos que tienes. Más allá, incluso, de Román… Adriana reculó un par de pasos asustado por la fuerza que había adoptado Carlota. - … pero ahora te necesito lejos de mí. Tu presencia aquí tan sólo me hace sentir más culpable. Verte en la mesa, comiendo, o en el jardín, escuchando el viento, hace que su recuerdo esté todavía más presente. Carlota se detuvo un momento. Levantó su brazo derecho y le mostró a Adriana el dorso, limpio, inmaculado. - No entiendo por qué. Pero no consigo hacerme daño. Ella siempre está cerca cuando tomo la decisión. Y tampoco sé si lo acabaré consiguiendo, ni siquiera sé si en realidad lo quiero conseguir… todo esto me asusta. Pero, a ciencia cierta Adriana, si Marina no está hoy viva, es porque yo no le presté mi atención. La que se merecía. La que necesitaba. La que le prometí. Se volvió a sentar en la silla y golpeó con fiereza la tabla de madera que había sobre el granito de la encimera. Adriana se percató enseguida de la hinchazón que crecía en el puño de su amiga. - No sigas haciendo eso, Carlota, por favor… Su tono casi imploraba atención. Pero cuando le tendió un paño húmedo para que se lo pusiera entorno a la mano, Carlota la rechazó de forma ostensible. - Te he dicho que me dejes. Su voz había vuelto a temblar. Pero era firme en la convicción con la que resonaban las palabras en el ambiente. - Carlota, yo quiero estar a tú lado. - ¡Que me dejes! Volvió a golpear la misma tabla, esta vez sin poder evitar un gruñido de dolor. El puño había adquirido ya un color morado, pero la insistencia por lesionarse no parecía desaparecer a pesar de los pinchazos en el anverso. Adriana se detuvo en los ojos de Carlota, que la esquivaban hábilmente. Seguía llorando, su cara se había demacrado durante aquellas dos semanas hasta casi perder toda su belleza. Nadie la había podido consolar. Los primeros días los pasó sólo en compañía de Adri, pero poco a poco se comenzó a distanciar de ella culpabilizándose en su foro interno por aquella amistad que había destruido la otra. - Si tú me pides que me vaya, lo haré ahora mismo, Carlota… Adriana estaba convencida que su amiga no iba a permitir que se fuera de la casa. Por eso cuando Carlota volvió a levantar su mirada y a postrarla en lo que se contemplaba más allá de la ventana, no pudo creer sus palabras. - Pues eso…

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- ¿Qué quieres decir? - Que será mejor que te vayas. Entonces Carlota se levantó de la silla, bajó los ojos y agachó la cabeza. Caminó los dos pasos que las separaban y se detuvo justo al lado de Adriana, que permanecía descompuesta. - Y, por favor, no te despidas de mí. Volvió a sollozar y a suspirar profundamente, pero había tomado una decisión y sólo deseaba que se cumpliera su deseo. Carlota puso una mano sobre el hombro de su amiga y luego salió, en medio del más total de los silencios, de aquella lujosa cocina dejando, tras sí, a Adriana sumida en un profundo vacío. Tardó unos minutos en reaccionar. Se había sentado en la misma silla en la que estuvo antes Carlota. Había mirado el jardín, aquel maravilloso jardín en el que se podía escuchar el murmullo del viento y el sonido de las montañas. Pero le costó reaccionar. Y cuando lo hizo seguía sin entender cómo había acabado en semejante situación. Se incorporó. Abrió la ventana e inhalo la pureza del aire que iba entrando en la cocina. Ella también había tomado su decisión. Detrás de la puerta con las dos a grabadas a fuego Adriana acabó de preparar su maleta a primera hora de la tarde. No había comido, ni tampoco nadie había subido a preguntar si estaba bien. A todos los efectos, ella ya no era una invitada y debía marchar. Salió de la habitación cargando con su bolsa de viaje, dentro llevaba su ejemplar de Angelis y, colgando del cuello, la pirámide roja. Sin ella, no habría sido capaz de controlar sus emociones cómo lo estaba haciendo. Suspiró antes de cerrar la puerta. Nunca se habría imaginado, cuando Carlota la invitó a pasar aquel verano juntas, que aquello acabaría tan mal. Avanzó entre los pasillos hasta llegar a la gran escalinata. Allí, arriba, esperaba Audrey. Triste. Con la mirada extraviada. - Adriana… te vas ya. - Eso parece. Intentó sonreír, pero sólo surgió de sus labios una mueca de dolor. - Carlota me ha dado esto para ti. Extendió un sobre con su nombre escrito en letras rojas. Lo abrió cuidadosamente. Dentro encontró un fajo de billetes y una reserva hecha a su nombre en un hotel cercano. - ¿Qué es esto? - Carlota no quiere perderte del todo. Me ha pedido que te diga que lo aceptes, para que sigas estando cerca… por si te necesita. Adriana fingió sorpresa. Alargó su boca en un rictus de satisfacción y guardó el sobre en el bolsillo exterior de su bolsa. - No te preocupes, Adriana, yo la protegeré… Audrey se mostró cauta. - Lo sé. Pero Carlota es mi amiga. Es más que mi amiga. Por eso me quedaré cerca de ella. - ¿Y Nana? La criada pronunció su nombre casi en susurros. - Siempre que ha querido encontrarme lo ha hecho. Seguro que esta vez también lo conseguirá. Adriana sonrió.

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- Gracias por todo, Audrey. No te olvidaré. Besó en la mejilla derecha a la criada antes de dirigirle una cálida mirada de agradecimiento. Después, sin decir nada más, empezó a bajar las escaleras. Y cuando estuvo en el recibidor, lo cruzó en silencio, sin pensar siquiera en entrar en el comedor a despedirse. No era el momento. Abrió la gran puerta de entrada de la casa de los Rovira. El día era extremadamente caluroso, cómo correspondía al mes de julio, pero el tacto refrescante de la hierba en sus pies la hizo suspirar aliviada. A pesar de todo, sabía que hacía lo correcto. Cruzó el jardín delantero hasta llegar al portal de la calle. Cuando salió definitivamente del terreno de los Rovira se sintió cruelmente aliviada. Triste, pero aliviada porque sabía que abandonaba, aunque quizás sólo fuese de forma momentánea, su culpa, su parte de culpa, en todo lo sucedido. Hasta que el sonido de un claxon intermitente la devolvió a la realidad. Detrás de ella avanzaba un deportivo italiano negro. Se detuvo justo a su lado. Bajó la ventanilla del copiloto. Adriana le vio, sentado sobre cuero blanco y con la música a un volumen infernal. - Te llevo. En cualquier otra situación, Adriana habría aceptado. - Creo que será mejor dejarlo. Román abrió la puerta del conductor. Se incorporó y, de pie, apoyado sobre el capó del Fiat, la miró fijamente a los ojos. - No te equivoques. Ella me lo ha pedido. El chico señaló la ventana de la cocina. En ella Carlota permanecía de pie, con la mirada impenetrable y un rictus sereno en los labios, esperando a que su novio cumpliese. - Acepta, Adriana, sino tendré que ir detrás de ti hasta que llegues al hotel… Sonrió irónicamente mientras guiñaba el ojo derecho esperando encontrar la misma complicidad en la mirada de la chica. - Está bien. Pero sólo esta vez. - Eso será si tú quieres. - Te lo juro, Román, esta es la última. Él se rió. Adriana creyó ver en esa actitud el recuerdo de Roma. La Fontana. El deportivo rojo. Y el hotel apartado. Hotel rural lejos del bullicio. Se estremeció un segundo hasta que abrió de golpe la puerta del Fiat negro. Apreció enseguida el confort de aquellos asientos, la amplitud del interior, el sonido cariñoso de uno motor que deseaba rugir. Y casi sin darse cuenta se imaginó cómo debía ser Román en la intimidad, en especial, en aquel espléndido turismo. Se sonrojó. Durante un momento se sintió casi incómoda. Hasta que él, ajeno a todo aquello, apretó a fondo el acelerador dejando, definitivamente, la mansión de los Rovira detrás. Tan sólo cómo un recuerdo, una imagen que se difuminaba rápidamente en los espejos retrovisores. - Te gustará el hotel. Román la devolvió, una vez más, al mundo real. - ¿Cómo lo sabes? Aprovechó el primer semáforo en rojo que se encontró para deslizar una mano hasta el muslo derecho de Adriana. - Porque es de mi padre.

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Y sonrió satisfecho mientras apretaba a fondo el pedal del acelerador con la llegada del verde. - Pues espero que sea mejor que el de Italia… Adriana no hizo nada para retirar la mano de Román de su pierna. Más bien se acomodó ligeramente dejando que el chico juguetease con ella. Se sentía confortablemente excitada, aunque algo culpable. Era una culpa dulce. - ¿Te das cuenta? Los ojos de Román se apartaron durante un segundo de la carretera mientras esperaba la respuesta de la chica. - ¿De qué? - A partir de ahora podremos estar más tiempo a solas. Y se hizo un espeso, profundo y casi sonoro silencio. Adriana miró a través de la ventanilla del Fiat. Se fijó en la espesura de la vegetación, en las pequeñas urbanizaciones que crecían a banda y banda de la nacional. Cruzó su mirada con la de las prostitutas que buscaban el trabajo de aquella tarde. Pero no volvió a abrir la boca. Permaneció cómodamente aferrada a los butacones de cuero, escuchando los ritmos frenéticos que fluían de los altavoces, viendo todo lo que el mundo le ofrecía ese soleado y calurosa día. Sabía que a su lado tan sólo conducía la representación misma de un abismo que la asustaba. Que, sin saber siquiera cómo, la poseía más de lo que ella misma era capaz de hacer. Agarró la pirámide, sintió una vez más su efecto. Respiró. La soltó. Él seguía allí, y su figura, y su influencia. Adriana sentía que no se iba a poder contener mucho más tiempo. Fue entonces. El deportivo negro se detuvo. Casi sin dejarle tiempo a la chica para darse cuenta, había entrado en el parking de un pequeño pero, aparentemente confortable, edificio. Sobre la puerta de entrada, en letras blancas sobre un pequeño fondo negro, se anunciaba el Hotel del Valle. Cuatro estrellas. Silencio. Ideal para descansar. Román fue el primero en bajar del coche. Sacó las maletas. Miró su reloj. Era tarde. - Vamos… Adriana esperó un poco más. Justo el tiempo necesario para que sus piernas dejasen de temblar después de aquel paseo. Y se incorporó. Lo miró a través del poco espacio que los separaba hasta que él se puso en marcha. La recepción era pequeña, rústica, confortablemente familiar. Les atendió una chica de rasgos orientales, que se mostró especialmente atenta con Román cuando apreció quien era. Una tarjeta y un par de sonrisas más tarde, Adriana y su acompañante subían en el ascensor hasta el segundo piso. La ironía del destino quiso que su habitación fuese la 255, la misma que en Roma. Al final llegaron frente a la puerta. Ella tragó saliva. Él masculló un par de palabras incomprensibles. Introdujo la tarjeta, rojo. Lo volvió a intentar, y a la tercera se encendió la luz verde abriendo, con ella, la puerta. El interior parecía espacioso, diáfano. Adriana pensó que habría sido ideal para una escapada romántica. Entraron juntos. Él dejó las bolsas de la chica sobre la cama mientras echaba una mirada detenida a cada uno de los rincones de la habitación. - Ya te dije que te gustaría. Sonrió satisfecho, una vez más. - Y… ¿cómo sabes que me gusta?

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Román se sentó en el borde de la cama y la observó detenidamente. - Lo veo en tu mirada. Era cierto. Adriana estaba encantada. Iluminada. Había vuelto a sonreír. Temía encontrarse con un hotel cargado de lujos y exageraciones, pero en su lugar se dio cuenta que estaba en una pequeña masía restaurada especialmente para respetar su pasado. Paredes de piedra desnuda. Ventanales y puertas de robre añejo. Ninguna ornamentación sobrante. Tan sólo un pequeño escritorio, de líneas clásicas, que tenía en uno de los extremos el televisor. Al otro lado de la habitación estaba la cama, grande, muy grande, mucho más de lo que Adriana había conocido. Y el baño, todo en madera. Román tenía razón. Le encantaba. - No está mal… pero tampoco es nada del otro mundo. Sonrió jocosa. - ¡Pero si es de los mejores hoteles de mi padre! Adriana suspiró y enarcó sus cejas. Cuando hacía ese gesto se le arrugaba la nariz adoptando un aspecto entre infantil y angelical. Hubiese querido decirle muchas cosas a Román, pero sabía que no era lo oportuno. Entonces él se incorporó. Corrió las cortinas abriendo una puerta a un mar de bosques verdes y frondosos. - No sé qué me has hecho… Román casi susurraba. - ¿Perdón? - Adriana, desde que te conozco mi mundo da vueltas. Jamás antes… no puedo entender lo que siento, ni por qué lo siento. Yo quiero a Carlota. Pero entonces apareces tú, con esa luz… y sé que es difícil de creer, pero no puedo explicarlo mejor, cuando llegas, Adriana, me consumes. Me atraes. Me ciegas. No… no sé cómo lo has hecho. La chica sintió un pinchazo en su estómago. - Román, yo… - Tan sólo dime si sientes tú lo mismo. Pero no fue capaz de decir nada. Se estremeció y se estiró sobre la cama, derrotada. - Es algo místico, Adriana. No puedo entenderlo, no puedo explicarlo, pero está aquí, y me hace viajar cada vez que te veo… Román se golpeaba el pecho con la mano derecha mientras seguía con la mirada perdida en la profundidad del bosque. - … y me llevas arriba y abajo. Cómo si siempre hubiese sido para ti. Cómo si toda mi vida tuviese que ser sólo para ti. Y no sé cómo calmar esta sensación que me quema. Que me consume. Mientras Adriana se encogía en la cama, Román salió fuera a la terraza. La tarde empezaba a ganar el pulso contra el día, pero el aire era más puro que nunca. - No me vas a decir nada… Pero, aunque quisiera, no podía. Adriana se sentía abatida. Desconcertada. Desolada. Sollozaba, en silencio, agarrada a una pirámide que no podía dominar el torrente de emociones que se habían abalanzado sobre la chica. - Adriana… Román volvió a entrar. Se la encontró de espaldas, lejana, tumbada sobre aquella gran cama.

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- Si no me vas a hablar lo mejor será que me vaya… Ella permaneció callada. Ocultando su rostro a los ojos del chico. Intentando encontrar la fuerza que la llevase adelante. Aunque sólo fuese durante unos segundos. Pero ya nada funcionaba. Román se acercó a la cama. Le acarició el pelo durante un instante, Adriana se estremeció, pero seguía sin ser capaz de mirarle a los ojos. Sabía que si se encontraba a sí misma en él, no podría evitar traicionar a Carlota. Aunque, ciertamente, Carlota cada vez quedaba más lejos. Y Román estaba justo allí, a su lado, esperando una señal, un gesto. - Adriana… Pero Adriana era incapaz de dar ese paso. Se encogió aún más. Se secó con el hombro las lágrimas que ya caían abundantemente por sus mejillas. En silencio. Casi a escondidas. Después Román se levantó. La besó en el brazo y, muy lentamente, salió de la habitación. Cerró la puerta. Volvió el silencio. Y el vacío. Adriana estaba, de nuevo, sola. Sola. Se iniciaba su último tiempo a solas.

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Román, no debía ser -XVII Adriana bebía a sorbos el primer café del día mientras hojeaba detenidamente su Angelis. Había llegado a la última parte. La primera había resultado ser una presentación de aquella familia de mujeres. Durante la segunda muchas de ellas explicaban su historia. Pero la tercera era diferente. Más compleja. Con infinidad de ilustraciones y relatos sobre el origen o el final. Textos que la chica no podía acertar a comprender. Aquella mañana, la séptima en el hotel del Valle, una ilustración en especial había captado la atención de Adriana. Se trataba de uno de los últimos dibujos del libro. En él aparecía perfectamente reconocible la presencia de Magdalena, comandando un supuesto ejército de mujeres a través de la oscura profundidad del más espeso de los bosques. Magdalena llevaba cómo único vestido, aquella vieja túnica que le cubría desde el pecho hasta los tobillos y, colgando sobre el pecho, la pirámide. Detrás, otras cinco mujeres destacadas, todas con túnicas similares y la pirámide al pecho. Aunque le costó, Adriana reconoció entre ellas a su madre. Nana era la segunda. Parecía más joven, más fuerte, pero ni la ilustración ni el tiempo habían conseguido borrar el brillo y la fuerza de sus ojos. Tras este quinteto, aparecían muchas más. Todas siguiendo los pasos de Magdalena y las demás a través de aquellos extraños parajes. Y en el pie de la imagen alguien había escrito a mano siete palabras, en letras redondas, perfectas. “Sólo la constancia, es el único camino”. Acabó de apurar la taza. El poso había quedado ligeramente oscurecido por la cafeína. Adriana sonrió. Pensó en las supersticiones. Ella jamás creyó en ninguna. Ni en los gatos negros, ni en las escaleras… ni en los ángeles. Recordó lo que le explicó a Marcela poco antes de su muerte en el internado. Estaban sentadas juntas, en el patio de la institución, mirando el cielo. Soñando despiertas. Marcela empezó a hablar de la grandeza del creador. De todos sus milagros. Pero Adri la interrumpió. Entonces casi se avergonzaba de lo que dijo. Porque la miró fijamente, y sin intentar siquiera mostrarse excesivamente burleta, aseguro que todo aquello, desde el Señor hasta sus Ángeles, eran tan sólo las creaciones, las invenciones, de mentes débiles que necesitan algo a lo que aferrarse. A Adriana le asustaba, ya de vuelta a la habitación del hotel, que sus propias invenciones se fuesen a volver contra ella. Pensó en Magdalena, y en Mauricia, y en Nana. Cerró los ojos para ver a Carlota, y a Audrey, y a los Rovira. Suspiró con la imagen entre tinieblas de Román. Nadie había vuelto. Se levantó del escritorio. Fuera hacía calor. Había pensado en bajar a la piscina y refrescarse antes de regresar al pueblo para comprar algo de comer. Algo ligero. Las cenas en el hotel eran excesivamente abundantes para su, poco acostumbrado a los excesos, estómago. Había vuelto a desestimar la idea de pasarse por la casa de los Rovira para ver a Audrey o a Carlota. Cada día, nada más despertarse, decidía ir. Pero luego, aquel pensamiento se transformaba hasta desaparecer de su mente. Sin más. Así que se vistió su traje de baño verde. Cogió la toalla de playa y salió, con una revista debajo del brazo, de la habitación. El ascensor llegaba directamente frente a la piscina. El día estaba espléndido. Buscó una tumbona, se la reservó y se encaminó hacia la piscina.

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Sentada en el borde, el tacto fresco del agua la hizo sentirse cómoda, renovada. Hizo un espléndido salto para sumergirse. Para olvidarlo todo. Para desaparecer por unos segundos. Allí adentro ella dominaba los elementos, mandaba en su entorno. Se movía cómo una sirena que buscaba nuevos horizontes. Luego, volvía al exterior, inhalaba todo el aire que podían soportar sus jóvenes pulmones y regresaba al fondo. Repitió varias ocasiones. La piscina estaba allí sólo para ella. Los demás huéspedes del hotel no tenían excesiva costumbre de bajar a aquella hora. Quizás después de comer. Adriana tan sólo coincidió en alguna ocasión con una pareja joven que estaba pasando un par de semanas en el hotel para descansar. Él era agradable, y su novia más aún. Alguna noche, después de cenar, habían bajado al pueblo para tomar algo juntos. Pero aquello era puntual. Nada habitual. Y menos aún desde que ellos marcharon el día anterior por la mañana. Sin despedirse. Todos la abandonaban. Adriana volvió a tomar aire e hizo la última buceada. Esforzó sus músculos para cruzar la piscina de extremo a extremo. Cuando lo consiguió, el aire le pareció más puro, más satisfactorio. Se dio cuenta de que tenía que empezar a tomar más riesgos. Le convenía. Salió del agua fresca, renovada. El cielo seguía azul y el sol brillaba con más fuerza. Aquel era un verano de un calor especialmente intenso. Caminó a pasos cortos, disfrutando la pureza del aire, con los ojos entornados y los labios ligeramente entreabiertos hasta que la realidad volvió a golpearla. Sentado, sobre la hamaca de Adriana, Román la miraba sin poder evitar sacarle los ojos de encima. Llevaba camiseta de manga corta y unos bermudas algo pintorescos. Por lo demás, el sol del verano había hecho mella en su piel, tostada. Sonreía. Él siempre sonreía. - No te esperaba… no esperaba que ninguno se dignase a venir. Adriana notó cómo la bilis se le encaramaba hacia la boca mientras soltaba las palabras. - Lo sé. - Entonces, ¿qué haces aquí? Llegó a la tumbona y se sentó junto al chico. - He venido a verte. Sus ojos brillaban especialmente, Adriana pensó que debía ser cosa de la luz de aquel día. - ¿Te lo ha pedido Carlota? Deseaba que la respuesta fuese negativa. - No… Adriana reprimió una ligera mueca de satisfacción. Sabía que, con aquello, podía hacer daño a su mejor amiga, pero tanto tiempo sola bien merecía una gratificación. Del tipo que fuese. - Carlota cree que estoy en Barcelona. Por asuntos profesionales… mi padre y sus hoteles, ya sabes. - ¡Qué me vas a decir! Ella hizo un gesto con su mano cómo intentando abarcar toda aquella masía que se había convertido en lo más parecido a su hogar. - Al final te ha gustado. - Ya te lo dije… no está mal. Volvió la sonrisa burleta. - Tenemos que hablar, Adriana… esto no puede seguir así.

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- ¿No puede seguir cómo? Román se incorporó. Sus ojos se habían clavado en el horizonte. A lo lejos, la Garriga empezaba a desperezarse. - Cómo estamos. Lejos el uno del otro, pero más cerca de lo que podríamos reconocer. Lo sabes. Tú también te has dado cuenta. Tú también intentas evitarlo. Lo sé desde el primer día en la Fontana. Lo he sabido siempre. De repente, la figura de Román pareció crecer ante los ojos de Adriana hasta adoptar un tamaño gigantesco. - Román no, por favor. No puede ser. No debe ser. Él se revolvió incómodo. - ¿Qué es lo que no debe ser? ¿Que yo esté con Carlota mientras no dejo de pensar en ti? O que no pueda evitar que cada vez que cierro los ojos sea tu rostro el que acude a guiarme en la oscuridad… ¿qué es Adriana? La chica suspiró profundamente, enarcó las cejas. - Todo eso. Y fijó, también, su mirada en el horizonte, pero hacia el otro lado, dónde las montañas parecían querer competir en verdor con el azul del cielo. - Pues yo creo que nos equivocamos. Román volvió a sentarse. Su respiración seguía exaltada. Adriana, incluso, podía escuchar el latido de su corazón a través del silencio que los unía. - No quiero seguir hablando de esto. Ella se levantó. Se cubrió con la toalla y evitó que la lágrima que empezaba a florecer en el ojo derecho tomase el camino más fácil. - Es más… quiero que te marches Román. - Déjame que te acompañe a la habitación… - Y luego te vas… - Luego me voy… - Lo prometes… - Sí… - No me la juegues, Román. - No lo haría, pequeña Adriana. No haría nada que tú no quisieses. Juntos fueron hasta el ascensor. Adriana seguía tapándose con la toalla mientras el elevador subía el primer piso y los dejaba en el segundo. Avanzaron a pasos lentos por el amplio pasillo del hotel sin casi mediar palabra. Y llegaron, en el mismo silencio, delante de la puerta de la 255. - ¿Y cómo está Carlota? Román miraba sorprendido a Adriana. - ¿Es eso en lo que estás pensando ahora? - Pues claro. Siempre pienso en ella. Es mi mejor amiga. Mi única amiga. Siempre pienso en lo mejor para ella, Román. Adriana enfatizó especialmente las últimas palabras. - Ya… pues ella está mucho mejor. Sí. Incluso ayer fue a la tumba de Marina para dejar unas flores. Está más recuperada… - Pero no ha preguntado por mí… - Lo siento… - No pasa nada. Lo entiendo. - Adriana, yo… - No, Román. Lo has prometido. No digas nada.

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Adriana insertó la tarjeta. Rojo. Lo volvió a intentar y a la segunda, aunque los nervios la hacían parecer la vigésima, lo consiguió. Verde. Abrió la puerta y entró en la habitación. Se despidió de él sin girarse para mirarle a los ojos. Seguía temiendo encontrarse en ellos. Después, tal y cómo la abrió, la cerró. Y se quedó en silencio. Bañada por la luz de una mañana que crecía más allá de aquellas cuatro tristes paredes. Pensó en él. En todo cuánto le deseaba. En lo mucho que le gustaría poder compartir sus secretos, sus sueños, su intimidad. Y lo que le crecía en el estómago no podía detenerlo ningún amuleto, ni ninguna amistad. Lo sabía. Le quemaba dentro, y se extendía más allá. Adriana se mordió la lengua, entró en el lavabo y se refrescó la cara con abundante agua fría. Se preguntaba si él seguiría fuera mientras sentía cómo su sexo le sacudía una descarga incontrolable. Intentó recordar el rostro de Carlota, pero con los ojos cerrados, por más que se esforzase, sólo él acudía. Y lo hacía tierno, pero fuerte… algo dominador, pero complaciente. Adriana debía sacarse esa imagen de su mente. Costase lo que costase. Pero no podía hacer nada para evitar que su estómago siguiese encogiéndose, y que aquellos escalofríos que subían por la columna y que encontraban reposo en la base de la nuca dejasen de excitarla. Si él seguía fuera debía significar algo. Algo que, pensaba, la trascendía a ella misma. Las piernas le temblaban, el pulso se le había desbocado y a duras penas era capaz de mantener la respiración. Era necesario que lo descubriese. Y abrió la puerta. Él seguía allí, fuera, esperándola. Siempre la había esperado, con los ojos cargados de esperanza, brillantes. - Pasa… - Pero tú dijiste… - Sólo esta vez. Adriana no podía creerse que estuviese pronunciando aquellas palabras. - Adriana, yo… - Esta vez, te lo juro, la primera y la última. Román cruzó el umbral y entró, silenciosamente, en el cuarto. La cama aún estaba sin hacer, Adriana colgó del otro lado de la puerta un cartel rojo para asegurarse que nadie iba a entrar sin su consentimiento. Algo en su interior se había roto. Algo que la culpabilizaba. Pero otra parte de sí misma le agradecía esa osadía. - Algún día nos arrepentiremos. Román escuchaba las palabras de Adriana con la boca abierta. La deseaba. Deseaba poseerla, amarla, tenerla entre sus brazos cómo si nada más existiese en aquel mundo. Aunque sólo fuese una vez. Aunque supiese que era imposible que sólo fuese una vez. - No me importa. Y, mientras ella se desprendía de la toalla quedándose tan sólo con el bikini y su piel aún húmeda, Román la envolvía con sus brazos besándola en cuello y mejillas. Adriana le devolvía los besos en los hombros que iba desnudando lentamente, y él hacía lo mismo en los ojos, la nariz y la frente de la chica. En silencio. Disfrutando de ese silencio que, por fin, los unía íntimamente. Fue Adriana la que encontró primero los labios de Román. Los saboreó con un detenimiento indefinible. Dulces, carnosos. Tanto cómo a él le supieron los de su compañera. Si el fantasma de Carlota había estado en algún momento entre ellos, acababa de desaparecer. Si más no, en aquel momento.

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Cayó lentamente la parte superior, el bikini, dejando al descubierto los dos pequeños placeres que Román tanto ansiaba degustar. Notó sus pezones, erectos, excitados, coronando dos montes carnosos y delicados. Era más de lo que jamás se había podido imaginar. Lo sentía hervir en su interior. Y Adriana jugueteaba con los rizos que cubrían el pecho del chico. Se había quitado ya los pantalones y estaban ambos, uno frente al otro, cubiertos tan sólo por dos pequeños trozos de ropa. Lejos de aquel mundo que se extendía detrás de la puerta. Lejos de aquel mundo que, seguro, reprobaría su amor. Adriana se sentó en el borde de la cama. Lo miró. Clavó en él sus ojos marrones, coloreados miel por el sol de la mañana. Se echó ligeramente para atrás y hacia delante, arqueó la cintura y levanto las caderas mientras estiraba de los dos extremos de las braguitas del bañador. Tenía tanto calor. Y él no podía dejar de contemplar aquel movimiento dulce, acompasado, con el que Adriana se iba despojando de lo último que les separaba. Ella empujó con el pie derecho hasta que consiguió librarse por fin de aquella diminuta prenda y se quedó desnuda. Totalmente desnuda. Hasta la mirada se le había desnudado. Una mirada que imploraba amor. Mucho amor. Dulzura. Cariño, ese amor, pero también un deseo que no dejaba de crecer. Se estiró. Separó ligeramente las piernas y dejó que su aroma penetrase en cada rincón de la habitación. - No debería ser… Él la miró extrañado. - ¿Qué no debería ser, Adriana? - Esto… tu y yo… - Pero no todo se puede escoger. Adriana suspiró. Sentía cómo se deshacía a cada segundo que pasaba. Arqueó la cintura, levantó las dos manos y sonrió. - Por suerte yo sí puedo escoger esto. Román aceptó la invitación. Se libró de sus calzoncillos y se estiró encima de ella. La sentía. La notaba en cada rincón de su cuerpo. Cálida. Húmeda. - Te deseo… Adriana, te amo. Fundieron las palabras en besos, y los besos en caricias. Y con las caricias todo empezó a surgir. Sus cuerpos se aproximaban, se deseaban, se sentían a gusto uno con el otro. Adriana lo notaba mientras él se frotaba y se deslizaba. Siempre con el mismo movimiento. Arriba. Abajo. Y otra vez lo mismo. Entrelazando su respiración, sus jadeos, su deseo que no dejaba de crecer. Entonces le pudo sentir. Nunca antes lo había notado. Nunca antes lo había hecho. Pero enseguida se dio cuenta. Él había llegado al centro de su mundo y estaba dispuesto a conquistarlo. Adriana levantó las caderas. Cerró los ojos, se lamió los labios, y se esforzó en recordar todas aquellas sensaciones que la inundaban. Aquel placer que deseaban compartir. Y se giro sobre él. Se puso encima. Lo miró a los ojos y, sin permitir que llegara a salirse, volvió a retomar el ritmo. Lento. Apaciguado. Extremadamente sensorial. Había llegado su momento, por fin. El nudo en el estómago crecía en forma de hormigas que recorrían todo su abdomen. Adriana notaba cómo toda la tensión que había vivido durante aquellos meses se iba concentrando debajo de su vientre. Y después, todo se aceleró. El tiempo se hizo largo, y luego corto, y volvió a alargarse para, de repente, estremecerse en unos segundos ínfimos que parecieron eternos. Inmortales.

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Cuando se despertó, Adriana estaba sola en la cama. Pero no en la habitación. Abrió ampliamente los ojos. Se quedó con la boca entreabierta, dejando a la vista la fina capa de saliva que había humedecido sus labios mientras dormía. A su lado, el vacío de Román estaba ocupado por una simple nota, una palabra, una promesa. Volveré, decía su letra estampada en un negro casi de luto. Sin embargo, a Adriana no era aquello lo que le llamaba más la atención. Se levantó de la cama, cubierta escasamente con la sábana. Podía notar cómo había subido el color a sus mejillas. Quedaron cara a cara, pudiendo notar sus alientos entrecortados en el rostro de cada una. - Al final ha ocurrido. Las palabras brotaron casi sin esforzarse de los labios de Mauricia. Su rostro permanecía inmaculado, sereno. Pero Adriana pudo apreciar un leve atisbo de tristeza en su voz. - No creo que deba darte explicaciones. Bajó los ojos. Algo en su interior la culpabilizaba. No sabía el qué, pero sin querer aceptarlo, entendía la tosca seriedad de su hermana. De repente, la cara de Mauri se relajó. Pronunció una ligera sonrisa y abrazó a la chica. - A mí no, Adriana… las explicaciones a mí no. Lo sabía. Acababa de cruzar el umbral. Adriana, al fin, debía enfrentarse a su naturaleza.

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Su realidad, Adriana -XVIII Adriana recogió su ropa lentamente. Se dio cuenta de cómo había pasado de rápido aquel día cuando, a través de la ventana, se empezaron a filtrar los primeros rayos de la tarde. En la habitación no quedaba rastro de Román. Su olor, cómo su presencia, se había evaporado en un abrir y cerrar de ojos. Pero, aún así, ella sonreía satisfecha. Lo sentía en cada rincón de su cuerpo. Viviendo. En cada beso, en cada caricia. Sobre las sábanas, blancas pero no inmaculadas, habían quedado intactos los rastros de su acometida. Tirado encima de la tarima, las braguitas de su bikini y al otro lado, su bikini envuelto con la toalla. Más allá, Mauricia empezaba a recoger los zapatos de la chica para darle más prisa. Debían irse. Había llegado el momento. En el aparcamiento se montaron en un viejo Renault 5 verde, destartalado. Mauricia se sentó a la izquierda, mirando de reojo una hermana que, sin saberlo, acababa de cruzar la línea que separaba esos dos mundos. Chasqueó su lengua. Tal vez aquello significaba que había fracasado. Que no había sido capaz de protegerla. Que todo había pasado demasiado rápido. Pensó en Nana. Y en Magdalena. Pero tan sólo se le pasaba la misma pregunta una vez y otra por su mente. - ¿En qué piensas? Adriana la devolvió a la realidad. - Estaba pensando… sigo pensando que aún eres demasiado joven. - ¿Joven para qué? Mauricia suspiró. Hizo un leve movimiento afirmativo con su cabeza e intentó la mejor de sus sonrisas. Pero tampoco tuvo éxito y de nuevo apareció una ligera mueca desencajada. - Joven para lo que te van a explicar… joven para ser capaz de aceptarlo. Y calló. Y Adriana se sintió incapaz de seguir preguntando más. Se aferró a la pirámide de Angelis para volver a sentir aquella calma. - Adriana… Los labios de Mauricia se habían entreabierto lo mínimo para dejar escapar el nombre de su hermana. - Dime. - Prométeme que… - ¿Qué? Mauricia miró hacia ninguna parte, sus ojos verdes se perdieron entre su mundo y el de la hermana que, sentada a su derecha, esperaba, anhelaba, una explicación. - Nada… mejor será dejarlo así. Puso en marcha el motor, metió la primera y piso con fuerza el pedal del acelerador. Detrás del coche se levantó una gran polvareda que difuminaba la imagen de aquel hotel. Adriana pensó en Román. En cómo iba a ser capaz de encontrarla. Y fue entonces cuando, por primera vez, se dio cuenta. - Me estás secuestrando… El rostro de Mauricia no se desencajó ni un milímetro. - Yo no quiero ir contigo… Pero Mauri seguía al volante, aparentemente calmada. - ¿Me oyes?

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De repente la mujer frenó en seco, bruscamente. Se levantó. Salió del R5 y pasó por delante del coche hasta que llegó al otro lado. Abrió la puerta del copiloto y se quedó, de pie, frente Adriana. - Vete si quieres… Mauricia parecía dolida, aunque seguía manteniéndose serena. - ¿Qué sois en realidad… una especie de secta o algo por el estilo? Adriana bajo un pie del Renault. - Es lo que yo decía. - ¿Qué decías? - Que aún eres demasiado joven. El rostro de Mauricia y el de Adriana eran la noche y el día. Mauri parecía capaz de controlar sus sentimientos, pero su hermana había caído presa de una cierta excitación mal controlada. - Si quieres, Adriana, puedes marcharte. Yo no iré detrás de ti. Tal vez ninguna lo vuelva a hacer. Pero, entonces, siempre te quedará la duda. - ¿Qué duda? - Esa que te corroe. Que te hace pensar casi en cada momento qué y quien eres. No hace falta que yo diga esto, si estuvieras preparada lo sabrías. Entonces el silencio se hizo tenso durante un par de segundos hasta que Adriana volvió a recuperar el habla, no sin antes devolver su pie derecho al interior del vehículo. - Prométeme que no me haréis daño. - No debería prometerte algo que tú ya sabes. - Pero no me has dicho dónde vamos. Nadie sabe que me llevas. Mauricia suspiró profundamente. - Adriana… no te lo tomes a mal pero… ¿te has preguntado a quien le importa eso? La chica abrió los ojos e intentó decir algo, sin éxito. Las palabras no fluían porque estaban vacías de contenido. - Tus padres adoptivos ni siquiera se inmutaron cuando les dijiste que te ibas con los Rovira, ni te han llamado, ni se han preocupado por cómo estás. Y Carlota te ha abandonado, Adriana. Te preocupa Román, pero él estará bien con quien realmente lo ha de estar. Así es su destino. Y tú te has de enfrentar al tuyo. Adriana no pudo reprimir las lágrimas. - Entonces… estoy sola. - No. Nos tienes a nosotras. A todas. Y somos muchas más de lo que te imaginas. Muchísimas más. La chica bajó la cabeza y asintió. Mauricia había conseguido convencerla. Volvió a entrar en el coche y, de nuevo, se pusieron en camino. Los siguientes minutos fueron una mezcla de silencios y sollozos hasta que el amuleto de Adriana hizo su efecto. Entonces se fijó en el paisaje, en las montañas que iban atravesando, en las estrechas carreteras del interior por las que se adentraban. Habían abandonado el mundo real para adentrarse en otro casi místico. - ¿Adónde vamos? - A casa, Adriana. Te llevo a casa. - ¿Cómo? - Te llevo con Nana. Mauri apartó un segundo la mirada de la carretera y sonrió.

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Entonces Adriana lo vio claro. - Ha llegado el momento. Lo dijo mientras se aferraba con las dos manos a su pirámide. - Adriana, necesito preguntarte algo. - Dime. - ¿De veras piensas eso de nosotras? - ¿El qué? - Que somos una secta… o algo parecido. La chica contuvo un par de segundos la respiración. Allí estaba de nuevo el efecto de la pirámide. - No lo sé, pero algo me dice que no. Mauricia suspiró aliviada. - Nuestra realidad, Adri, es complicada de entender. Pero cuando lo hagas, te darás cuenta de todo. ¿Has acabado el libro? Adriana se sonrojó. - Todavía no… lo siento. El R5 giró a la derecha y se adentró en un pequeño camino rural, sin asfaltar, que cruzaba un espeso bosque. - No te preocupes. Lo harás enseguida. - Mauricia, ¿Qué son los ejércitos que comanda Magdalena? La mujer evitó sonreir. - Bueno… por lo menos veo que has llegado bastante lejos. Esos ejércitos, esas mujeres, somos nosotras. Las que junto a ella y con todas las que han pasado durante estos siglos, hemos luchado por un ideal. Por el mayor bien. Recuerda, Adriana, “sólo la constancia, es el único camino”. Aplícatelo siempre y nunca lo olvides. Es la llave para conseguir el éxito en la misión que te ha sido encomendada. Adriana enmudeció. Los siguientes minutos los dedicó completamente a observar la profundidad del boscaje en el que se adentraba el R5. Hubiese deseado cambiar tantas cosas de su vida que, entonces, cuando realmente tenía la sensación de estar avanzando, no podía dejar de sentir un cierto remordimiento. - Mauricia… ¿qué soy? Mauri, esta vez sí, sonrió. - Mi hermana. Y eso significa que eres una Angelis. O sea, no eres una chica normal y corriente. Pero todo eso ya lo sabes. Acaba el libro, y lo entenderás mejor. - Pero, ¿mi destino? - Tu destino ya está aquí. Adriana, pequeña, ha llegado el momento de aceptar tu realidad. - Pues eso, ¿Cuál es? - Tu realidad Adriana, es que, aunque parezca absurdo, eres la mayor de todas las hermanas. Sabes que eres su sucesora. Tu realidad, Adriana, es que de ti depende nuestro futuro. Adriana respiró profundamente. Otra vez aquello. Nana se lo había dicho en la torreta de los Rovira. Después de tantos días no se lo había podido quitar todavía de la cabeza. Pero seguía sin saber qué significaba ser la sucesora de su madre. Y tampoco conseguía entender todavía porqué le habían encomendado a ella semejante responsabilidad, y no a su hermana mayor.

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- Mauricia, ¿no te debería tocar a ti ser su sucesora?... tu eres la primogénita. La mujer dejó ir una tensa bocanada de aire seguida de una leve risa contenida. - No soy la primogénita. Y aunque lo fuese, eso no tiene nada que ver. No depende del orden en el que llegamos a este mundo. Es cuestión de lo que debemos o no debemos ser. De aquello para lo que somos concebidas, para lo que estamos preparadas desde antes de nuestro nacimiento. Mi misión, en esta vida, era proteger a la que mantendrá vivo nuestro legado. La tuya, Adriana, es precisamente eso. Hacernos pervivir más allá de nuestros días. Mauricia esbozó un silencio de un par de segundos antes de decir lo que más deseaba escuchar su hermana. - Y tu búsqueda, Adriana, está llegando a su final. La pirámide que la chica llevaba al cuello volvió a hacer su efecto calmando la alocada carrera que había iniciado el corazón de Adriana. Ella suspiró agradeciendo esa extraña sensación de paz forzada. Se cambió de posición, puso los pies sobre el sillón, flexionando al máximo sus rodillas para que quedasen justo por delante de su trasero. Apoyó la mano derecha en el reposabrazos del R5 y suspiró. Si de verdad estaba llegando por fin a la meta, deseaba que su realidad no tardase más de la cuenta en resolverse. El Renault giró a la derecha, dejando atrás el camino rural y metiéndose a trompicones en un paso estrecho y hondo, repleto de baches, rocas y raíces desenterradas que no dejaban de golpear los bajos del vehículo. Adriana chasqueó la lengua, miró a su hermana y se relajó cuando vio su rostro sereno. Mauricia era hermosa, tanto que no parecía su hermana. Se miró en el reflejo translúcido que le devolvía la luneta. Ella tampoco estaba mal. De hecho, si había conseguido seducir a Román, que tenía a la bellísima Carlota, debía ser por algo. Se sintió reconfortada con ese pensamiento hasta que, por culpa de una de las rocas del camino el coche efectuó un pequeño salto que acabó con la cabeza de Adriana golpeando el techo mal acolchado del R5. Mauricia rió. - Ya llegamos. Imagino que te estará gustando la ruta turística por las faldas del Montseny. Adriana asintió levemente con la cabeza mientras se frotaba la zona dolorida. Frente a ellas apenas se vislumbraba un estrecho camino por el que, a duras penas, iba abriéndose paso su coche. Pero ningún rastro de algo que se pareciese a una casa. - ¿Cómo es vuestra casa? - Nuestra, Adriana, tuya también. Y no te preocupes, no tardarás en verla. Seguro que te darás enseguida cuenta. El Renault se abrió paso entre unos matorrales espesamente afincados en el centro del camino. Después, tras superar una pequeña zanja y los restos húmedos de lo que, en invierno, debería ser una riera, Mauricia hizo un golpe de volante para encarar el R5 hacia la derecha. - Ya hemos llegado. Y lo que Adriana vio ante sus ojos colmaba todas sus expectativas. Entonces se dio cuenta. Siempre había estado allí. Sacó su Angelis de la bolsa y miró la página 125. Efectivamente, el mismo edificio, el mismo bosque. La chica sonrió satisfecha, aún sin entender por qué no se había dado cuenta antes. Allí empezaba todo.

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Apartó durante un par de segundos la vista de aquel majestuoso edificio. Mauricia sonreía plácidamente, mientras aparcaba el viejo Renault bajo un imponente roble. Adriana habría asegurado en aquel momento que todo aquello ya lo había vivido antes. Estaba casi convencida. Bajaron del coche. Y, sin mediar palabra, la mayor abrazó a su hermana. - Ya te has dado cuenta. Adriana asintió con la cabeza. Por supuesto, se había percatado nada más verla. Había llegado a casa. Estaba, por fin, en casa. Y sin embargo, pese a que lo que sus ojos le mostraban le era extraña, pero agradablemente, familiar. No podía dejar de asombrarse ante semejante visión. Adriana calculaba que debían haberse adentrado no menos de cinco kilómetros en aquel bosque, el más frondoso que había conocido hasta entonces. Tanto era así, que todo lo que su mirada alcanzaba a escudriñar era un verde intenso que, en aquel caluroso verano, contrastaba con el azul claro del cielo. Además, pese a las altas temperaturas, ese rincón en medio de la montaña respiraba aire fresco, claro, diáfano. Pero, sin duda, era ella, la casa si se la podía llamar así, la que realmente imponía. Frente a los pies de Adriana nacía una escalinata de piedra que conducía a la nave principal. Exactamente idéntica a la de la ilustración de su Angelis. Las contó mientras iba subiéndolas una a una ayudándose del muro de roca decorada en el verde de sus hiedras. Llegó a las treinta y siete justo antes de encontrarse, cara a cara, con el gran portal de madera de roble, tallada tantos siglos atrás que su origen parecía perderse en el olvido de la memoria. Era la puerta de entrada de un edificio que se levantaba hasta el cielo. La fachada conservaba la rústica obra original, de formas rectangulares y con un pequeño rosetón justo en el centro, entre otras dos ventanas policromadas. Más arriba, donde empezaba el tejado, subía decidido el gran campanario; un cubo de piedra que desafiaba los vientos terminado en un sencillo voladizo piramidal. Dos campanas, con aspecto de no haber sonado en siglos y lo que parecía la barandilla de una escalera acababan de confeccionar el aspecto misterioso de aquella torre. Adriana se fijó en la puerta. Estaba coronada por un arco, de aspecto románico, sobrio, en piedra pulida, en el que tan sólo una figura se dibujaba. Era, lo vio claramente, una mujer que recogía en su regazo a su hijo. Pensó en la Virgen María, en Jesucristo, o quizás en algo que todavía no había llegado a conocer. Sin duda, el templo de las Angelis, aquella iglesia centenaria reconvertida en morada, era poco menos que inabastable a su entendimiento. Adriana no podía entender cómo aquel magno edificio podía permanecer oculto, silenciado, a los ojos del mundo. Le parecía lo más bello que había visto hasta entonces. Un rincón de paz, un verdadero rincón de paz en medio de la más pura naturaleza. - Es aún mucho más grande… Mauricia había podido adivinar la excitación en los ojos de su hermana. Tampoco le había resultado difícil, tan sólo debió recordar sus emociones la primera ocasión que piso aquel suelo. - ¿Cómo dices? Las dos rodearon juntas la nace principal hasta que llegaron al patio trasero. Detrás de los jardines, nacía un sinfín de edificios anexos que partían unos de los otros, desde el templo hasta llegar al viejo cementerio.

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- Está abandonado. Ninguna de nosotras lo cuida. - ¿Por qué?… ¿acaso no nos morimos? Mauricia sonrió. Acarició el pelo de su hermana y la volvió a guiar a través de los jardines. Habían dejado atrás la entrada principal, el campanario y la escalinata de piedra. Tan sólo se escuchaba, por más que Adriana se esforzara en captar algún vestigio de modernidad, los sonidos harmoniosos de la naturaleza que las rodeaba. Fue entonces cuando se pararon. Justo delante de una puerta de hierro forjado, negra, con barrotes que acababan en gachos retorcidos. - Aquí es. Ella te guiará. - ¿Quién es ella? - La reconocerás enseguida. Siempre ha estado a tu lado, cumpliendo su misión. Lleva toda su vida preparándote para aceptar tu realidad. Adriana suspiró profundamente. No era capaz de imaginar a quién se refería. Hasta que un escalofrío recorrió su espalda. - ¿No será la directora de la escuela? Por un instante sus ojos se tintaron de pánico recordando el incidente de Roma. La Superiora tuvo razón. Había aprendido a temerla. - Tranquila… ten paciencia. - ¿Y no voy a ver a nuestra madre? Mauri levantó la cabeza y dejó que, por unos segundos, su melena jugueteara con el viento. - Claro que sí. Ella está aquí, con nosotras, desde el primer momento. Cuando lo crea oportuno, te vendrá a encontrar, Adriana. Cómo ha hecho siempre. Pese a no estar del todo convencida con aquella explicación, la chica asintió con la cabeza mientras acariciaba su pirámide. - Ya puedes entrar. Los ojos de Mauricia se mostraron muy contundentes. Adriana no recordaba aquella mirada tan cargada de seguridad y confianza en su hermana. - ¿Tú no vas a entrar conmigo? - Por supuesto que no. Es tu camino, no el mío. - ¿Y dónde vas a estar? La mujer aguardó un par de segundos antes de responder. Aquella tarde se estaba empezando a apagar, de forma lenta, detrás de las colinas. - Cerca, Adriana. Siempre estaré cerca. Se agachó los escasos centímetros de altura que las separaban y besó, tiernamente, el pómulo derecho del rostro de Adriana. Después, se dio la vuelta y empezó a andar hasta desaparecer detrás de la nave principal. Adriana pasó aquellos segundos en aparente silencio, tan sólo acompañada por el sonido incesante de su corazón. Latía. Estaba viva. Más viva que nunca. Abrió la puerta forjada. Se preguntó cuántas puertas había atravesado desde que todo aquello empezó sin saber lo que se iba a encontrar detrás. Pero ya era demasiado tarde. Se había imaginado un cuarto oscuro, con una pequeña ventana que dejase entrar algo de luz… sin embargo, lo que en realidad la aguardaba detrás de la entrada era muy diferente. Claridad, mucha luz, un silencio apaciguado por los años y ella. Ella. La última persona que esperaba encontrarse. Adriana amagó un chillido que consiguió ahogar en el último suspiro, y que se convirtió en la peor mueca.

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- Hola Adriana. Espero que no te hayas olvidado de mí. Pero lo cierto era que sí la había olvidado. Por razones obvias. Por fuerza. Porque aquella mujer ya no existía. - No puedes estar aquí… Era lo único que podía pronunciar con una mínima coherencia. - Pues aquí estoy. Marcela esbozó una amplia sonrisa de satisfacción. Miró a través de una de las ventanas de su apartamento, el sol lucía radiante más allá de los cristales. - Tú estás… Adriana se detuvo un segundo intentado calibrar el contenido exacto de las palabras que quería pronunciar. - …muerta. - Te equivocas. - Moriste… en el internado, todas fuimos a tu entierro. Estás muerta… - Adriana, cariño, no te pongas nerviosa. Estoy aquí, y respiro, ¡mira! La mujer avanzó unos pasos hasta que llegó a la altura de la joven. Adriana habría querido huir, pero sus pies estaban literalmente anclados. Y su cuerpo entero también. Toda ella permanecía aterrorizada. De repente sintió que la claridad de aquella habitación se tornaba más oscura, e incluso le empezaba a costar respirar. Apenas podía intentar abrir la boca para dejar escapar algún sonido, por inconexo que fuese. Pero, era igual, ella seguía ahí delante. Sonriendo amablemente. Por eso cuando Marcela cogió despacio la mano derecha de Adriana y se la llevó a su propio pecho, Adriana no pudo evitar dejarse llevar por la calma forzada que llegaba desde su pirámide. Aquello era real. La chica lo pudo percibir con diáfana claridad. Latía. El corazón de Marcela también latía, y casi con tanta fuerza cómo el suyo propio. Luego, no había muerto. - Pero entonces, dijeron que estabas muerta… Carraspeó después de la última palabra. Su voz todavía no había conseguido recuperar el tono ni la intensidad normal. - Eso creían. Marcela señaló con su mano un butacón inmenso de piel oscura que había al otro lado del comedor, justo delante del sofá. - Siéntate Adriana. Te lo voy a explicar, sin rodeos. Adriana obedeció. Sus ojos habían vuelto a captar la luminosidad de aquel cuarto, y había recuperado la calma en su respiración. - Mauricia me ha dicho que siempre habías estado a mi lado… - Esa es mi misión. - Ayudarme a aceptar mi realidad… La chica se sentó. Encontró especialmente confortable el sillón, más aún después del viaje rocoso en el viejo R5. - No, Adriana. Yo sólo puedo ayudarte a estar preparada para entender tu realidad. Pero no puedo hacer que la aceptes. Eso dependerá exclusivamente de ti. Marcela se recostó ligeramente en el sillón. Adriana la recordaba exactamente de aquella forma, amable, repleta de vida y, sobretodo, algo enigmática. Se sentía furiosa por cómo las habían engañado a todas, pero por otra parte, se alegraba de ver que no había muerto, que seguía allí. Cómo siempre, a su lado

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- ¿Quieres un café, o té?… ¿Una infusión quizás? Adriana se aclaró la garganta antes de responder. - Marcela, yo… debo decirte que no fui demasiado justa contigo cuando creímos que habías muerto… Los ojos de la chica no pudieron evitar dejar escapar un par de tímidas lágrimas. Se sentía avergonzada por el contenido de su discusión con Carlota aquella mañana triste. - Lo sé. Nosotras lo sabemos todo sobre ti. Aquello de morir sola, de hacer algo útil en la vida, lo de no ser recordada… no te preocupes. No te lo iba a tener en cuenta. Lo que pensaste formaba parte del camino que debías seguir para llegar hasta aquí. Marcela mostró de nuevo esa misma sonrisa tierna que Adriana recordaba de infinitas tardes en el internado. - Ya… pero me siento culpable por lo que dije. - Olvídalo cariño. Todas tenemos miedo de acabar nuestros días realmente solas… yo hubiera pensado y dicho exactamente lo mismo que tú. Carlota, en el fondo, es una idealista, ¿verdad? Le guiñó el ojo derecho a Adriana. Desde aquel momento volvían a ser cómplices. - ¿Dime, Adriana, quieres tomar algo? La chica respondió casi sin pensar. - Ya sabes lo que quiero. - Tu realidad… - Pues sí. Marcela se levantó del sofá, se acercó a una de las ventanas desde la que se podía observar cómo el sol empezaba a adoptar un tono más anaranjado, propio de los momentos previos a la puesta del sol. - Y sin rodeos, por favor. Marcela, parece que todas quieran volverme loca con acertijos, con misterios… ya no puedo más. Necesito saber qué es eso tan importante a lo que pertenezco. Eso que es superior a cualquier orden existente, eso que me hace tan especial. Las últimas palabras de Adriana se ahogaron en una mal contenida desesperación. - Sin rodeos, Adriana, tu misión es ser la nueva madre de las Angelis. Debes hacernos pervivir más allá de estos tiempos. Esa es tu única realidad. Adriana intentó tragar saliva, pero cuando se quiso dar cuenta, estaba perdiendo la noción de ese mundo que se había detenido, de golpe, para ella.

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Bellavista, principio -XIX - Cariño, despierta… La figura borrosa de Marcela iba adoptando sentido conforme Adriana abría los ojos. - Me has asustado. Suerte que estabas sentada, sino te hubieras dado un buen golpe. Marcela sostenía en su mano derecha un paño húmedo que iba colocando sobre el rostro y la frente de Adriana. - ¿Qué me ha pasado? - Te has desmayado. - Entonces eres real… - No me has soñado Adriana, estoy aquí. Adri se levantó y echó un vistazo a la ventana. Casi se había hecho ya de noche, intentó calcular cuanto rato debió pasar inconsciente, pero Marcela le ahorró el trabajo. - Llevas durmiendo más de dos horas. Parece que no estabas preparada para tantas emociones. Marcela sonrió mientras volvía a remojar el paño en un pequeño recipiente de plástico repleto de agua y cubitos de hielo. - Pero, lo que me has dicho… - ¿Que vas a ser la madre de la nueva generación de Angelis? - Sí… ¿es verdad? - Claro. - ¡Dios!… eso lo complica todo. Suspiró profundamente intentando ahogar su preocupación. Por fortuna, el efecto de la pirámide no tardó en aparecer. Marcela contempló la piedra roja detenidamente. - Sin ese colgante ninguna estaría preparada. - ¿Qué quieres decir? - Que no eres la única, ni la primera, ni tampoco vas a ser la última en asumir esta responsabilidad. Y a todas les ha sido entregada la pirámide de Angelis. Sin ella, posiblemente, nadie tendría el suficiente coraje para afrontarlo, Adriana. Adriana sintió un escalofrió subiendo por su espalda. Por ese motivo, en su libro, aparecían unas Angelis con colgante y otras no. Nana llevaba uno, y Magdalena. Ellas eran madres, algunas de las matriarcas de aquella familia sólo de mujeres. - Nana me habló de que había llegado el momento del relevo. Me dijo que yo debía asegurar su legado. Las palabras nacieron de los labios de Adriana casi sin quererlo. Fluyeron lentamente, cómo poseídas por un espíritu somnoliento. Hasta que la propia chica volvió a suspirar. Por fin, algo empezaba a cuadrar. Aunque no pareciera tener ningún sentido, cómo mínimo, empezaba a entender las palabras de Nana en esas charlas en la habitación de los castigos, o en la torreta de Can Rovira. Era la cuadratura, el cierre. Pero también el principio, el origen de muchas otras dudas. - Y… ¿qué te parece Bellavista? Marcela cambió el tono de la conversación.

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- ¿Cómo? - Todo esto. El Templo de Bellavista. La casa de las Angelis en España. Adriana abrió los ojos y arqueó las cejas. - Bellavista… Marcela sonrió, una vez más. - Tu casa, Adriana. La chica se levantó del sofá. Sus piernas habían recuperado ya el buen tono, se sentía reconfortada, preparada para escuchar, para aprender. - Me gusta mi nueva casa. Este entorno lleno de paz. Sí, me gusta. En aquel momento Adriana se dio cuenta de que tenía hambre. Entre unas cosas y las otras, aquel día loco que había empezado junto a Román y lo estaba finalizando con una Angelis a la que creía muerta, se hacía muy largo para su estómago. - Creo que deberíamos ir a comer… y luego a dormir, Adriana. Mañana te esperan muchas sorpresas. Adriana sonrió. - No voy a poder dormir. - ¡Oh sí, cariño!... eso ya te lo aseguro yo. Cenaron juntas en el salón del apartamento de Marcela. Fuera el día se había extinguido definitivamente dejando paso a una clara noche de verano. El bosque, aquel frondoso bosque que ocultaba el secreto de las Angelis, se iluminaba tímidamente con la luz que reflejaba la luna. - Dime, Marcela, ¿tú también eres hija de Nana? La mujer asintió con la cabeza. - ¿Y por qué crees que debo ser yo la elegida para convertirme en su heredera? Marcela se aclaró la garganta, bebió un par de sorbos del vino tinto que había sacado expresamente para la ocasión de su bodega, y terminó el último pedazo de tortilla que estaba pinchado en su tenedor. - Es así, Adriana. No debes buscarle más explicaciones. Yo tampoco pude elegir mi misión, mi destino. Desde que sé que soy una Angelis mi vida entera ha sido prepararme para, cuando llegases, guiarte. Hacer de ti una mujer dispuesta a encarar tu realidad. Y no tuve opción. Tal vez me habrían gustado otro tipo de tareas. No sé… por ejemplo proteger a una futura presidenta, o a una mujer especial que fuese a cambiar el mundo. Quizás, incluso, tu destino me parecería apetecible. Pero no hay que darle más vueltas. Es así. Punto. Ya está. Es lo que nos viene impuesto desde el principio. A ti te llegó nada más nacer. Desde que Nana te tuvo lo supo. Tú eras su legado. Lo eres. Así será. Adriana entreabió la boca y probó de suspirar, pero fue incapaz. - Pero Marcela, eso quiere decir que cuando yo haya aceptado mi misión, tú ya no serás necesaria… - Te equivocas. Cuando cumplimos una misión, si la llegamos a cumplir, nos encargan otra. Seguramente a mí me tocará ser tu guía, tu consejera. Y eso me gusta. Lo más probable es que Mauri y yo pasemos todas nuestras vidas a tu lado. - A mi lado… - Sí, Adriana. Contigo. Porque vas a necesitar mucha ayuda. - Y… ¿Nana necesitó ayudantes? Marcela se levantó de la silla mientras se secaba los labios.

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- Claro. Pero hace ya tiempo que la tuvieron que abandonar. Nuestra madre es muy mayor. Demasiado. Está cansada. Necesita pronto que ocupes su lugar. - ¿Se muere? - No es tan sencillo. Vivir, morir… todo son fases, pero a veces no se cumplen exactamente cómo deberían. Lo que le ocurre a Nana es que ha perdido sus fuerzas, ya no puede traer otras Angelis al mundo, tú fuiste su última hija. Desde entonces, y de eso ya hace dieciocho años, nada. Por eso te necesita ahora. Adriana se recostó y dejó caer los brazos sobre sus piernas. Resopló ruidosamente. - ¿Qué quiere decir ahora? - A lo largo de las diferentes generaciones de Angelis, a la heredera no le llegaba el momento hasta que era algo mayor que tu. Pasados los veinte. Se creía que entonces estaban más preparadas para asumir su responsabilidad. Cómo seguro que te estarás imaginando, esto es muy sacrificado. Y debes ser muy madura. Debo decirte, Adriana, que no todas estábamos de acuerdo. No todas creíamos que te hubiera llegado el momento. Yo misma, todavía, lo dudo. Te conozco desde hace tiempo y sé que no estás preparada… pero ella lo ha querido así. Y no hay nada más que discutir. -¿Y cómo se supone que cumpliré con mi misión? Marcela sonrió complacida ante la serenidad con la que Adriana parecía estar tomándose semejante situación. - ¿Qué quieres decir? - Pues eso… ¿con quien?, y, ¿cómo? - No cómo te imaginas. Ni con quien te gustaría. Pero tranquila, Nana te lo explicará cuando os encontréis. - No, Marcela… Pero se empezó a quedar sin palabras. De repente, sintió un profundo sueño que invadía toda su conciencia. Los párpados, pesados, se iban cerrando quejumbrosamente ante la atenta mirada de Marcela. Adriana no pudo luchar demasiado tiempo contra aquello. Rendida, cayó a los pies de la mujer que acarició tiernamente su rostro. - Sé que no estás preparada. Y adivino lo que va a pasar. Desearía poder evitarte ese sufrimiento, pequeña Adriana, lo desearía tanto… La tomó entre sus brazos con una fuerza exagerada para su complexión. El día agotaba sus últimas horas mientras Marcela acostaba a Adriana en la que iba a ser su cama a partir de esa noche. Su propio apartamento, su rincón en Bellavista. Después, rodeada del mismo silencio, cruzó el jardín hasta llegar a la escalinata frente a la fachada del templo. La luna sonreía a lo lejos, las estrellas parecían querer brillar más aquella noche que ninguna otra. Sentada, en el penúltimo escalón, Mauricia miraba con los ojos extremadamente abiertos la triste figura de Marcela. - ¿Qué le estamos haciendo? Mauri se aclaró la garganta antes de responder. - Ojalá nada malo. - Pero… ¿qué pasará si nuestra madre se equivoca? - Nunca se ha equivocado. - Ya empieza a ser mayor.

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Marcela se sentó al lado de su hermana y le pasó el brazo derecho por encima de su hombro. - Lo sé… es todo demasiado precipitado. - Mauri… Adriana no está preparada. - No. - … las dos sabemos que… - Déjalo Marcela, no somos nosotras las que debemos juzgar esto. El silencio las rodeó durante un par de segundos. - No, no debemos juzgar las decisiones de Nana. Pero lo que Adriana va a tener que soportar… - Es su destino, este maldito destino. - ¡Oh! Vamos, olvídate de eso del destino, de las realidades… son todo historias de Nana y de las demás. Es cierto que Adriana es importante. Mucho más que cualquiera de nosotras. Pero, tal vez, este destino le haya llegado demasiado pronto. - Lo sé… pero, ¿qué propones? Volvió a reinar el silencio. Este se hizo más largo, más espeso, hasta que Marcela volvió a romperlo. - ¿Tú crees que ya lo estará? Mauricia suspiró profundamente. - Espero que no. - ¿Por qué? - Esta mañana ha estado con alguien… Marcela sintió que su corazón iba a explotar. - ¿Un chico? - Ajá. - ¿Román? - Sí. - Eso lo complica todo… - Tan sólo si ya lo estaba, o si le tocaba hoy. - Pero la pureza… - Lo sé. Marcela contempló el cielo antes de estallar. - Mauricia, ¿Cómo lo has permitido? - No sabes lo difícil que es controlar a esta niña. - Pero tu obligación era… -… conozco mi obligación. Y créeme, me siento mucho peor de lo que te puedas imaginar. Tan sólo espero que no haya sido demasiado pronto. Que Nana aún pueda poner algún remedio. - ¿Y si no es así? - Si no es así las dos estaremos perdidas. Ella nunca podrá recibir su don, y a mi me tocará aceptar mi fracaso. Las palabras de Mauricia resonaron tristemente opacas. - Esperemos que todavía no lo estuviese. - No sé si eso es lo más importante. - ¿Te das cuenta? - ¿De qué, Marcela? - Que tengo razón. Y volvió, por última vez, aquel silencio tenso entre las dos hermanas. - Tienes razón. Ella no está preparada para aceptar su condición.

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- Ese chico, Román, ¿es especial para ella? Mauri respiró profundamente antes de pronunciar una sonrisa entre coqueta y pícara. - Mucho. - ¿Quieres decir que puede estar enamorada? - No. No quiero decir eso. Lo afirmo. Adriana, en este momento, tiene algo más en su corazón que las Angelis. Algo que ocupa sus sueños, su tiempo, sus secretos. - ¿Y Nana lo sabe? - Lo sabe. Yo misma se lo dije, pero no hacía falta. Nana lo sabe todo. Marcela se sintió algo perdida. - No sé por qué, pero tengo la sensación de que vamos a hacer algo horrible… La clara oscuridad de aquella noche de verano engulló en silencio las palabras de Marcela. En su habitación, Adriana respiraba agitadamente. Sus ojos se removían intranquilos en sueños. En su delirio, Román se alejaba de ella navegando en una barca comandada por Nana. Lejos. Cada vez más lejos.

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Nana o el sí que debió ser no -XX Adriana se despertó sola. Se levantó de la cama sumida en una oscuridad implacable, terriblemente silenciosa. Con el negro apoderado de cada rincón de su alrededor sintió la tentación de gritar. Por un instante creyó haber sido secuestrada. Empezó a andar a ciegas, con las manos por delante, intentando encontrar algún punto en el que sostener sus temblorosas piernas. Pero el espacio que se ofrecía delante suyo era basto, demasiado cómo para poderlo abarcar con esos pasos extremadamente pequeños. Intentó respirar. Cerró los ojos con fuerza y, entonces, recordó Bellavista. Y recordó la pirámide. La llevaba al cuello y brillaba con una intensidad poco común. No había ningún punto de luz, y sin embargo allí estaba el rojo rubí indicándole que debía calmarse. Adriana reculó lentamente hasta golpearse la pierna en su cama. Ató pocos cabos. Se imaginó que la propia Marcela debía haberla llevado a su habitación. Eso si de verdad era ella, si no la había soñado. Ya no sabía si Marcela vivía, o no. Si Mauricia era su hermana, o no. Ni tan sólo estaba segura de poder creer en Nana. Tal vez sólo fuese la oscuridad. Se volvió a estirar. Cerró los ojos y allí estaban los ejércitos, con Magdalena, la comandante de todas aquellas mujeres, al frente, plantando cara a un enemigo desconocido. Y entre ellas, en primer término, la propia Adriana, con el colgante al cuello y una túnica celeste, animaba a las demás para seguir su camino mientras acariciaba su redonda y abultada tripa. - Despierta… Adriana abrió los ojos sobresaltada. Estaba empapada en sudor. Sus labios temblaban todavía cuando consiguió pronunciar las primeras palabras. - Marcela… sigues estando aquí. Y calló. La noche había desaparecido detrás de la ventana de aquel cuarto. El sol de mediados de julio, con su calor, empezaba a tomar posesión del día. - Parece que has tenido una noche intensa. La mujer señaló un par de rincones de la habitación. En su pequeño paseo nocturno Adriana había tirado, sin darse cuenta, unos jarrones y algo de fruta al suelo. - Sí. Lo siento. Es que me he despertado y no sabía dónde… por cierto, ¿dónde estoy? Adriana se incorporó lentamente. Notaba pinchazos en la sien y le dolía bastante la rodilla derecha. - Estás en tu apartamento. En Bellavista. Ayer te quedaste dormida en mi comedor y te traje hasta aquí. Lo siento. Tal vez debí despertarte. Pero me supo mal. Se te veía tan cansada… La chica se palpó un par de veces la rodilla hasta que detectó que el foco del dolor provenía de un pequeño moratón abultado que tenía debajo de su rótula. - Pues no veas que nochecita he tenido. Golpes, desorientación, sueños… ¡sólo me faltaba que estuvieses viva de verdad! Por un momento creí que todo había sido un sueño. Marcela se rió de la inocencia de Adriana. Lo hizo intentando conservar, sobretodo, la compostura.

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- Ya va siendo hora de que te creas que estoy viva. Si no fuese así, estarías hablando con alguien que no existe, y eso no diría nada bueno sobre ti. Adriana sopló con fuerza uno de los rizos que caían sobre su cara para que volviese a su lugar, con los demás. - Es que ya no sé si estoy demasiado cuerda. Se levantó. Al final de su habitación había una pequeña pica con agua, jabón, y un espejo. Se lavó la cara y se peinó ligeramente con las manos. El golpe de frescor del líquido le devolvió la serenidad. - Sí que son oscuras aquí las noches… - Eso es porque estás acostumbrada a las noches en el internado. Con las compañeras, y las luces de la ciudad detrás de las ventanas, con los ruidos de los pasillos… pero aquí, Adriana, tan sólo podrás ver naturaleza. Y, por más que lo intentes, un árbol, de noche, no se ilumina. Cuando estamos todas dormidas, lo que puedes encontrar ahí fuera es lo más parecido a la oscuridad total. Sólo en las noches de luna llena puedes ver algo. Si no, por más que te esfuerces, no conseguirías dar tres pasos sin pegarte de bruces con el primer árbol que se cruzase en tu camino. Adriana se detuvo un segundo mirando el rostro alegre de Marcela. Después, poco a poco, empezó a pronunciar una tímida sonrisa que desembocó en una carcajada conjunta. - ¿Qué voy a hacer hoy? Respiró profundamente mientras miraba cómo Marcela también recuperaba la calma. - Nana te espera. - ¿Dónde? - Esto te va a gustar… Marcela cogió del brazo a Adriana y la llevó hasta la ventana. Abrió los porticones y señaló con el dedo índice hacia arriba. - Allí. En lo alto de la torre. - Otra vez en una torre… - Ya ves, Adriana, a nuestra madre le gustan las alturas. Volvieron a reír juntas. Pero Adriana no podía dejar de mirar lo alto del campanario. Y, aunque no se veía a nadie, no pudo evitar acordarse de la torreta de Can Rovira. Y con ella, le vino a la memoria Carlota, y luego Román. Suspiró profundamente. - ¿Qué va a pasar con Carlota?... ¿no voy a verla nunca más? Marcela suspiró y espero un tiempo antes de contestar. - Carlota está bien. Mucho mejor de lo que imaginas. Ha empezado a recorrer su propio camino en la vida. Y créeme, empieza a ser realmente feliz. - Pero la muerte de Marina la dejó destrozada. - Sí. Pero ya lo ha conseguido superar. Ahora empieza a buscar nuevos retos. - ¿Retos? - Personas a las que ayudar. Carlota tiene un futuro maravilloso. Será una mujer única. Pero eso aún no lo sabe. - ¿Y tú cómo puedes saberlo? - Por Audrey… Marcela guiñó el ojo derecho a Adriana. - … Audrey nos mantiene informadas de todo lo que le pasa a Carlota.

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- La misión de Audrey es Carlota… - Así es. La misión de Audrey es conseguir que Carlota cumpla con su destino. Con ese maravilloso destino que le aguarda. Adriana suspiró profundamente, en voz alta, casi gritando. - Que me expliques todo esto quiere decir que no la volveré a ver. - Probablemente no, Adriana. De repente Adriana entendió que aquel camino ya no tenía vuelta atrás. Sus ojos se llenaron de lágrimas que intentó reprimir con poco éxito. Su vida anterior había quedado, para siempre, en el pasado. - ¿Y lo sabéis todo de cada mujer y cada hombre? Marcela hizo un leve movimiento de negación con la cabeza. - Por supuesto que no. Tan sólo de aquellas personas que van a ser especiales y que tienen a su lado, aún sin saberlo, a una de nosotras para hacer su camino más sencillo. - A una Angelis… Marcela asintió levemente. - Se va a hacer tarde, Adriana. Debes ir a verla. Señaló con la cabeza en dirección al campanario. - ¿Y cómo subo? - No te preocupes. Mauricia te está esperando al final de la escalinata. La mujer abrazó con una ternura intensa a su hermana antes de emprender el camino de vuelta. - Nos vemos luego, Adriana. Que vaya bien… y hazme caso, tú debes elegir el camino que quieres seguir. Nadie puede forzarte. Pero una vez hayas escogido, no podrás deshacer tus pasos. Se despidió de la chica con un ligero movimiento de su mano derecha que parecía más una reverencia que otra cosa. Adriana se quedó, después, unos minutos inmóvil, intentando calibrar y entender las palabras de Marcela. Mirando, en silencio, la frondosidad del bosque que se extendía a sus pies. Decidió vestirse con ropa fresca, en pleno mes de julio no era lo más acertado combatir el calor con ropas de primavera. Buscó en su bolsa y encontró unos shorts y un top. Se peinó sus rizos para atrás con algo de gomina y se limpió los dientes. Tras salir de la habitación contempló el resto de su apartamento. Una amplia cocina se abría hacia el salón comedor, también grande, amueblado con mucha sencillez, pero con gusto. A la derecha la única puerta, junto con la de la habitación y la de entrada, cerraba tras de sí el baño, que Adriana encontró amplio y luminoso gracias a la ventana que lo coronaba. En el salón un televisor parecía ser el único vestigio de modernidad permitida. Adri suspiró. Aquel era el mundo que le iba a tocar vivir. Y no le parecía tan mal, no iba a tener grandes lujos, nada de ostentaciones, pero tampoco debería llevar ningún tipo de vida monacal. Estaba bien. Le gustaba su nuevo apartamento. Salió. En lo alto de la puerta de entrada alguien había escrito su nombre en letras doradas. “Adriana Angelis”. Se estremeció cuando contempló, por primera vez, su nombre y su apellido real juntos. Pero se sintió reconfortada. Aquella era su realidad, su verdadero ser. Conforme paseaba, se dio cuenta de que cada apartamento tenía el nombre de su inquilina escrito en oro; vio el de Mauricia Angelis, el de Marcela Angelis, y otros que no conocía todavía. Pero no supo encontrar el de Nana. Resignada, aceleró su paso hasta llegar frente a la fachada del templo. Allí, vestida también de verano, Mauricia la esperaba.

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- Adriana… llegas un poco tarde. Su tono era levemente reprochador. - Hola, buenos días, bla, bla, bla… ya podrías ser más simpática, ¿no? Ahora que tenemos pocos secretos, cómo mínimo deberías entender que esté interesada en pasear por este lugar tan… tan mágico. Adriana se colocó con los brazos recostados en su cintura y adoptó una posición levemente burleta. - Ya… si tienes razón. Lo que pasa es que no deberías hacerle esperar. Cuando Nana quiere ver a alguien, no le suele gustar… - Lo sé. Pero hoy no he podido evitarlo. No volverá a pasar. Ambas sonrieron antes de fundirse en un tímido abrazo. - Es gracioso. - ¿El qué? - Hace un minuto me estaba acordando de aquel día en el internado, cuando saliste de la ducha… ¡lo de la toalla! Adriana se sonrojó rápidamente. - Sí, me acuerdo. Y lo siento… - No. No tienes porqué sentirlo. No confiabas en mí, todavía. Pero fíjate ahora. Todo ha cambiado. - Ya me lo avisaste. Después de Roma… - … y ha sucedido, ¿verdad? Adriana asintió con la cabeza. - Ahora confío en ti. Confío en mi hermana. El rostro de Mauri se relajó. Cómo si aquellas palabras fuesen las que estaba esperando, las que estaba necesitando desde el principio. - Gracias, Adriana. ¿Te parece si empezamos a subir? - Ya toca, ¿no? Mauricia sonrió, asintió y agarró por la cintura a Adriana para guiarla. Atravesaron el patio delantero hasta flanquear la fachada por la derecha. Poco después entraron en el templo a través de una pequeña puerta lateral de madera añeja que parecía querer romperse junto con las bisagras que la sujetaban en el intento de apertura. Después, el interior se reveló mucho más grande de lo que aparentaba. La nave principal era extremadamente luminosa, con el rosetón de la fachada e infinidad de ventanas de vidrio policromado. No había ningún tipo de figuras, ni altar, ni bancos, tan sólo ese gran espacio magno, vacío, impresionantemente sobrio. Adriana aspiró profundamente aquel aire de tan especial olor que las envolvía. Dentro del templo, el tiempo parecía haberse detenido, cómo si nada de lo que pudiese ocurrir más allá de sus paredes tuviera algún tipo de importancia. - Es por aquí, Adriana. Mauricia señalaba una pequeña puerta de hierro forjado en el extremo posterior de la nave. - ¿Ella estará arriba? La mujer se limitó a asentir con la cabeza. Avanzó unos pasos y empujó con fuerza la puerta hasta que esta cedió. Después volvió al lado de Adriana y la abrazó por la cintura. No había pasado demasiado tiempo desde que se conocieron en el internado, pero aquello parecía tan lejano para las dos que apenas se daban cuenta de lo cerca que habían acabado estando. - Debes subir.

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- ¿Te encontraré aquí cuando baje? - Por supuesto. Aquí mismo. Adriana agradeció la complicidad de su hermana con un tierno beso en la mejilla. Se recogió sus rizos en una cola improvisada y avanzó hasta cruzar la puerta. Frente a ella se levantaba una altiva escalera de madera, imponente, una escalera de caracol que subía más allá de lo que los ojos parecían poder alcanzar a simple vista. - ¡Adriana! La chica se giró para escuchar mejor a Mauricia. La miró fijamente. - Prométeme que pensarás la respuesta. - ¿Qué respuesta, Mauri? - Tú sólo prométemelo. - ¿Por qué? - Porque después no habrá vuelta atrás. Otra vez lo mismo. Sin embargo, Adriana presa de la calma que le atorgaba su amuleto, sonrió y asintió tranquilamente. - Claro, te lo prometo. Y casi sin dejar tiempo a nada más, empezó a subir uno a uno los escalones que debían llevarla hasta su madre. Una vez más. Otra vez. Volvía a emprender un camino que ni sabía dónde la llevaría exactamente, ni sabía qué iba a depararle. Pero, a juzgar por la preocupación que sus hermanas habían mostrado, debía ser algo muy trascendente. Adriana suspiró mientras se preguntaba qué había de cierto en lo que Marcela le había explicado sobre su realidad. Y si ella realmente debía ser la nueva matriarca de las Angelis, cómo iba a afrontar semejante responsabilidad si apenas tenía los dieciocho años. Durante los segundos que duró el ascenso, Adri tuvo tiempo para maldecirse a sí misma por no haber acabado ya su ejemplar del Angelis. Quizás lo hubiese podido entender todo mucho mejor. Tal vez, aunque sólo tal vez, Adriana pensaba que habría estado más preparada para su misión. Si es que esa misión, realmente, existía. Al final de la escalera, cuando llegó a lo alto de la torre, cansada y con la respiración entrecortada, Adriana esperaba encontrarse con otra puerta más. Con una nueva decisión por tomar. Cruzarla, emprender un nuevo reto, o bien empezar a pensar en abandonarlo todo. Pero no fue así. Al final de la escalera la aguardaba, en calma, con la misma aparente bondad y esa pose tranquila, casi divina, su madre y la de sus hermanas. Nana. La anciana vestida de blanco desde el cuello hasta los tobillos, con unas austeras sandalias y el pelo canoso recogido en un moño sobre la nuca. Había libros. Muchos libros. Adriana se dio cuenta que a Nana siempre la rodeaban sus libros. - Bienvenida, hija mía. Por fin estás en casa. Las palabras surgieron lentamente de los labios de la anciana. Parecía cansada. Adriana se dio cuenta de que, desde la primera vez que la vio, Nana, aparentemente, se había ido marchitando. Tal vez sólo fuese una percepción falsa, quizás era producto de su propia mente que había empezado a buscar excusas a todo lo que no podía explicar. - No tenemos mucho tiempo, Adriana. Ven, siéntate aquí, a mi lado. Tengo algo que explicarte, aunque seguro que tus hermanas se habrán encargado de darte a conocer quien eres. Adriana hizo un gesto afirmativo con la cabeza. No conseguía entender el porqué, pero sentía sus cuerdas vocales inmovilizadas.

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- Eso está bien. ¿Recuerdas en el internado?… te dije que te equivocabas con Mauricia. Ahora te has dado cuenta, ella está aquí sólo para protegerte… aunque no ha conseguido evitar que cometieses tu gran error. Adriana se aferró a la pirámide de Angelis y sintió recobrada su voz. - ¿Qué error? La anciana suspiró profundamente antes de responder. - Román. Por un momento, Adriana sintió que no podía siquiera tragar saliva. - No te entiendo, Nana. - Es muy sencillo. No debes, ni puedes, volverlo a ver. Ni a él, ni a ningún hombre, no en la intimidad. Debes preservar tu pureza. Aunque lo intentó, Adriana no consiguió evitar que se le escapara una ligera y tímida sonrisa. - Ya es tarde para hablar de pureza, Nana. Supongo que lo sabrás, tú lo sabes todo, y Mauricia lo ha visto… - Claro que lo sé… De repente, Adriana se dio cuenta de que los ojos de su madre se habían encendido, habían recuperado la fuerza. - …Y no puedo permitir que vuelva a pasar. También Adriana se sintió algo airada. - ¿Puedo saber por qué? - Porque de ello depende la futura generación. - ¿De que no vuelva a ver a Román? - De que no estés con ningún hombre. Adriana se encogió de hombros. - Adriana, hija mía. Las matriarcas debemos ser puras, ninguna había conocido el sexo con un hombre, ninguna excepto tú. Afortunadamente, aún no te había llegado el momento, y conseguiré ponerle remedio. Pero de ahora en adelante, más te vale, por el bien de todas nosotras, que no vuelvas a cometer ese error. Y aunque no estaba de acuerdo, pese a que no le convencía todo aquello, Adriana supo que no podía negarse. Desde su pirámide fluía ese convencimiento. Su realidad era demasiado importante, demasiado trascendental, cómo para ponerla en peligro por un hombre. Además, sabía que no podía llevarle la contraria a su madre. Algo, en su interior, evitaba que fuese capaz de encontrar argumentos para contrarrestar sus opiniones. Por eso, agachó la cabeza sintiéndose culpable y avanzó unos metros hasta llegar a la silla que Nana le indicaba. Se sentó. Frente a ella se extendían centenares de metros de naturaleza pura, inmaculada, todo lo que sus ojos podían abarcar era la complejidad de aquellos bosques en los que Bellavista se encontraba. Adriana se sintió absorbida. Neutralizada. El campanario estaba lo suficientemente elevado cómo para poder ver al mundo real desde las alturas. Y aquello, en ese preciso instante, parecía casi tan mágico cómo lo que estaba viviendo en su propio fuero interno. - Deberíamos empezar, mi niña. - ¿Empezar a qué? La anciana levantó su mano derecha y la puso sobre la frente de Adriana. - A prepararte para recibir tu don por primera vez.

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Adriana sintió un escalofrío recorriendo su espalda. En la palma de la mano Nana llevaba tatuado su símbolo, aquel ojo triste, a punto de llorar. - Hija mía, sabes lo que eres, sabes para lo que estás aquí. Te elegí para que fueses mi sucesora, para que perpetuases nuestra saga, serás la nueva matriarca de las Angelis aquí, y junto con las otras matriarcas de todo el mundo, harás pervivir nuestro legado… La chica tragó saliva y pronunció un ligero suspiro casi imperceptible, mientras movía su cabeza arriba y abajo en un claro ademán afirmativo. - … además, tuya será la responsabilidad de guiar a las demás Angelis, de organizarlas, y de otorgarles sus misiones… Adriana volvió a repetir el mismo gesto. - … pero antes de entregarte este don, hija mía, debes responder una pregunta. Entonces volvieron a la cabeza de Adriana los consejos de Marcela y de Mauricia. - Nana, una vez haya respondido… - Cuando tomes tu decisión, hija mía, no podrás volver atrás. Los ojos de la anciana se clavaron en la mirada marrón de Adri. - Entonces… estoy preparada. Nana se levantó de su silla, profirió unas palabras en voz baja que Adriana fue incapaz de entender, después soltó todo el aire que contenían sus pulmones para volverlo a recuperar con una fuerte inhalación. Siempre con su mano sobre la frente de la joven. Siempre con esa energía que fluía por todo su cuerpo y, a través del ojo tatuado en la palma, parecía apoderarse del de Adriana. - Sólo dime, hija mía, respóndeme una sola pregunta, y estarás preparada para recibir tu don de la misma forma en que yo recibí el mío por primera vez. Igual, exactamente igual, que todas las demás matriarcas… Adriana tosió ligeramente, su corazón latía con extraña tranquilidad producto de la calma forzada por su amuleto. -… dime, Adriana… ¿aceptas tu destino, aceptas ser la sucesora y la llevadora de toda la sabiduría que otras Angelis depositaron en mí, aceptas perpetuar nuestra familia… dime, Adriana… aceptas preservar en adelante tu eterna pureza, dedicarte por encima de todo a tus futuras hijas y a tus hermanas; pero sobretodo, Adriana, aceptas la verdad que generación tras generación hemos hecho perdurar? La anciana profirió la última palabra casi sin voz, con un hilo tan fino que parecía que se iba a cortar en cualquier momento. Adriana, con los ojos entreabiertos, el corazón falsamente sosegado, y un ardor profundo que quemaba sus entrañas, intentó buscar la respuesta en su cerebro, lo intentó en su espíritu, pero la encontró en el amuleto de Angelis. - Sí. Claro que lo acepto. Para cuando se quiso dar cuenta, era demasiado tarde.

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Adriana Angelis -XXI La anciana se agachó, contempló en silencio, y con una sonrisa tímida dibujada en sus labios, el rostro sereno de su hija. Recorrió con su mano derecha la joven tez de la muchacha, se detuvo en los labios, los acarició con una dulzura infinita, para después seguir acariciando el cuello. Entonces se detuvo, de golpe, y con una mirada casi dura se dirigió a Adriana. - Desnúdate… - ¿Cómo? La chica intentó tragar saliva. No le apetecía en absoluto volver a pasar por lo de Roma, con la superiora de su colegio. Pero en ese instante volvió a hacer efecto el amuleto. Adriana suspiró aliviada, se liberó con tranquilidad de las prendas que la cubrían hasta quedar en cueros frente a su madre. - Ahora va a empezar, Adriana. Nana introdujo sutilmente, con una suavidad extrema, uno de los dedos de su mano izquierda en la vagina de la chica. Adriana sintió una paz enorme recorriendo todo su cuerpo, naciendo precisamente en el centro de su entrepierna y viajando a través de todas sus extremidades. Cerró los ojos, se humedeció los labios y esperó a que todo aquello acabase. Dentro de ella, Nana procuraba reestablecer lo que la chica había estropeado. - Ya está, mi niña. Ahora sí estás preparada. - ¿Preparada para qué? La anciana sonrió. - Para esto... Adriana sintió un enorme ardor. Intentó gritar pero se encontró rodeada de una extraña nebulosa rojiza. No tenía voz, apenas oxígeno, y de repente todo el mundo que la rodeaba se había trastornado algo horriblemente desagradable. Pero lo peor era aquel dolor intenso en su interior. Esa sensación de estarse quemando viva. Casi instintivamente se llevó sus manos hacia la entrepierna, allí, en el centro de su ser, se sentía partida por la mitad, abierta en canal. Y lo supo. En aquel momento tuvo la revelación. Si aquel era su destino, ella nunca iba a estar lo suficientemente preparada para aceptarlo, para tomarlo sin más. Pero era tarde, demasiado tarde. Sus ojos se cerraron y acudieron a su mente las caras de todas las matriarcas, de cada Angelis, que esperaban de ella lo mismo que se había esperado antes de ellas. Suspiró profundamente. Tenía la sensación de que iba a perder en cualquier momento la razón. Se detuvo en Magdalena. La podía ver perfectamente, no sabía si eran sus recuerdos, si estaba sencillamente alucinando, o si todo formaba parte del proceso. Pero ella, la más grande, estaba contemplando su posesión desde lo alto, y parecía satisfecha. Tan satisfecha que Adriana no podía siquiera dudar de que lo que estaba pasando en Bellavista tenía que ser de aquella manera, exactamente de aquella forma. Aunque no fuese el momento. Aunque no fuese ella la mejor sucesora. Si Magdalena estaba satisfecha, tenía que ser así. Adri intentó contener el nerviosismo de su respiración, no estaba preparada, pero tenía que suceder. Iba a desmayarse. Lo sabía. La mano de Nana todavía no se había retirado de su vagina. Sentía el ardor, sentía el fuego, y ni siquiera la pirámide de Angelis era capaz, en aquella ocasión, de tranquilizarla.

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Todo era demasiado complicado. Demasiado para Adriana. Un insignificante instante antes de notar cómo Nana se retiraba suavemente del interior de su cuerpo, Adriana perdió, definitivamente, la noción de todo lo que estaba pasando, y se sumió en un sueño oscuro. Triste. Sin imágenes. Sin palabras. Sólo aquel mundo opaco que se había cernido sobre ella. Y al abrir los ojos Nana había desaparecido. Adriana se secó las lágrimas que habían acudido a su rostro durante su sueño solitario. Por un instante dudó. Quiso creer que nada había sucedido, que nada era real. Pero la luz que seguía iluminando lo alto del campanario de Bellavista la castigaba. Era cierto. Seguía desnuda. Miró a su alrededor pero fue incapaz de encontrar el más mínimo rastro de Nana. Se vistió rápidamente. Aún notaba un cierto ardor en su entrepierna, pero ya no era doloroso, sencillamente estaba allí, sin más, cómo un vestigio de aquello que había sucedido. Intentó adivinar qué hora debía ser, cuanto tiempo había pasado inconsciente. Más allá del campanario, el sol apuntaba alto en lo que parecía un mediodía tardío de julio. Sacudió la cabeza intranquila, intentando negarse a sí misma lo que le había sucedido. Hizo el camino de vuelta tranquilamente, bajando cada uno de aquellos escalones con una calma casi enfermiza, casi absurda. Al final volvió a encontrarse cara a cara con la puerta forjada. Y sonrió porque supo que cuando la cruzase se la encontraría precisamente en el mismo lugar, justo dónde una horas antes la había dejado. Así que, cuando Mauricia, la vio cruzar cansinamente el umbral no pudo reprimir un leve gesto de dolor, de tristeza contenida, llevándose las manos a su boca y procurando que aquel grito de impotencia que subía por su garganta no acabase surgiendo. - Ya está… Adriana quiso que Mauri lo supiese de su propia voz, aunque intuía que ella estaba al corriente. Su hermana, sencillamente, asintió con la cabeza aún intentando controlar sus revolucionadas emociones. - Mauricia, ahora ya no hay vuelta atrás… - Has aceptado… La joven repitió el gesto de su hermana con la cabeza mientras apartaba sus ojos de los de Mauricia, que insistió. - Y ahora… - … nada, tan sólo que ha empezado. Adri se llevó su mano derecha al vientre e intentó forzar una sonrisa. Pero era imposible. Brotaron dos lágrimas de sus ojos, las piernas le empezaron a temblar y se sintió sin fuerzas. Toda la nave central de Bellavista empezó a girar, poseída por un espíritu maligno en los ojos de la chica. Después, tan sólo, regresó la misma oscuridad que en lo alto del campanario. Aquella oscuridad opaca. Aquel silencio castigador. Hasta que volvió en sí. Hubiese querido soñar con algo dulce que la pudiese reconfortar. Pero tampoco. A pesar de todo, cuando abrió los ojos y se vio acompañada de sus dos hermanas, conocidas, volvió a sonreír. O, al menos, a intentarlo. - Ya ha pasado, Adriana. Marcela parecía aún más bondadosa que de costumbre. - No. No es verdad. Pero Adriana no quería sentirse engañada.

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- Esto acaba de empezar. Y quiero que me lo expliquéis todo. Las dos Angelis se miraron antes de volverse al unísono hacia su hermana. - Eso es imposible. No se puede explicar lo que te está pasando, lo descubrirás. - ¿Qué queréis decir? Los ojos de Adriana acusaban el nacimiento de nuevas lágrimas. - Tan sólo que aprenderás conforme vayas avanzando, conforme andes tu camino se resolverán tus dudas. Y al final, cómo Nana, llegarás a tener tantos conocimientos, tanto saber acumulado, que podrás escoger a tu sucesora y entregarle su don. - Nunca le haría esto a nadie. Adriana señaló sus braguitas. Estaban ligeramente manchadas de lo que parecía sangre mezclada con otra sustancia. Mauricia se sentó a su lado y le acarició el pelo. - No te preocupes. No es nada malo. Nana debía volverte a purificar para que pudieses recibir tu don. Y eso, cariño, forma parte del proceso. Tu cuerpo debía eliminar todo rastro de él… - ¿De quién? Marcela sonrió tristemente. - De Román. Y entonces Adriana recordó las palabras de su madre. - ¿Vosotras tampoco podéis estar con ningún hombre? Mauricia miró con ternura el rostro desencajado de su hermana pequeña. Lamentaba profundamente lo que iba a explicarle. - Nosotras no debemos conservarnos puras, cómo tú… - Eso quiere decir… - Adriana, lo único que Mauri quiere decir es que podemos elegirlo, pero no todas lo hacen… sin embargo tú no puedes. Es tu destino. Debes conservar tu don intacto para asegurar que las nuevas Angelis también sean puras. La joven miró extrañada a sus hermanas. - ¿Qué quiere decir eso? - Quiere decir que no debemos tener ningún padre. No provenimos de ningún hombre, no hay nada en nosotras que provenga de un origen masculino. Y así deberá ser siempre, porque de lo contrario, despareceríamos… Marcela pronunció con un cierto aire trágico las últimas palabras intentando hacer mella en su hermana. - Entiendo. Adriana se levantó por sí sola de la cama dónde sus hermanas la habían dejado después del último desmayo y se calzó sus zapatos. Su actitud había cambiado, parecía más desafiante, cómo dolida y con ansias de una venganza que era imposible. Por más que lo desase. Porque en realidad, aquellas dos mujeres tan sólo intentaban ayudarla. Y ella lo sabía. Suspiró en silencio. Anhelaba el cariño de Carlota, su amistad, precisamente en ese instante. - Quiero tomar el aire... Avanzó unos pasos. Lentamente, pasando entre Mauricia y Marcela. - Te acompañamos… Pero Adriana ya había decidido. - No… voy sola. Necesito reflexionar a solas.

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Pronunció cada una de las silabas pausadamente. Con una calma extrema. Después se despidió de sus hermanas con un movimiento reverencial de su mano derecha. Abrió la puerta de su apartamento y miró al exterior. El sol y el calor de julio invitaban a dar un buen paseo por el bosque. Antes de cruzar el umbral, sin embargo, se volvió y, mirando a Mauricia aclaró su garganta para expresar mejor lo que iba a decir. - Mauri. Imagino que ahora que mi posición respecto a ti ha cambiado… o sea, ahora que yo soy la mayor… imagino que deberás obedecerme… La mujer asintió ligeramente con la cabeza sin estar demasiado convencida de lo que estaba haciendo. -… bien, pues entonces sólo te quiero pedir una cosa. Tráeme a Audrey. Quiero verla, quiero hablar con ella, necesito explicárselo a alguien… Adriana se giró de nuevo hacia el exterior. -… por favor, Mauricia. Y empezó a andar. Iba a ser su primer paseo cómo la nueva matriarca de las Angelis. Cruzó el patio, pasó por delante de la gran fachada del templo y bajó los escalones saltando. En algún instante puntual se sintió observada. Y lo sabía. Sabía que desde algún lugar Nana iba a estar pendiente de lo que hiciese. Quizás, incluso, fuese capaz de leer su pensamiento. Por ese motivo debía alejarse más. Debía sentirse libre para reflexionar, para acabar de convencerse de todo lo que había pasado. Pasó por debajo del gran roble, sabía también que Mauricia y Marcela la contemplaban desde lo alto de la escalinata de piedra, pero estaba aún más convencida de que no iban a seguirla. Suspiró profundamente. Frente a ella, a unos pocos metros, crecía un bosque frondoso, fresco, verde, excesivamente apetitoso con aquel calor cómo para rechazar la invitación que le ofrecían las sombras de semejantes árboles. Se adentró. Lo hizo con paso firme, convencida. Caminó a través de la espesura durante un buen rato, varios minutos, quizás más de media hora, hasta que, por fin, encontró un lugar en el que recostarse. Bajo aquella agradable sombra, en medio del más profundo de los silencios, Adriana deseó que Nana no fuese capaz de descubrir lo que estaba pasando en aquel momento por su cabeza. Y aún menos, contemplar el pecado que nacía en su mente.

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Audrey debía pecar -XXII Y pasó el tiempo. Debía pasar exactamente de aquella forma. En silencio. En soledad. Adriana ocupaba sus días leyendo, finalizando su Angelis. Había llegado a la última parte. Era un espacio repleto de largas cartas manuscritas, de reflexiones de cada matriarca de aquella extensa familia de mujeres. Mientras avanzaba en la lectura, Adriana sentía crecer cada día más esa extraña sensación que se había apoderado de su estómago. No iba a volver a encontrarse con Nana. Lo intuyó desde el principio. Pese a que le habían dicho lo contrario sabía que ella empezaba a formar parte del pasado de la familia. Tan sólo algo demasiado importante podía obligarle a volver. Pero parecía difícil que eso sucediese. Y Adriana la añoraba. Añoraba las charlas en el cuarto del internado, la sensación que tuvo cuando la encontró en la torreta de los Rovira. Añoraba contemplar la frágil pero decidida serenidad de aquella tierna anciana vestida en blanco. Quizás por todo eso, aquel agosto estaba pasando lentamente. Con una pesadez inusitada, caluroso a pesar de lo refrescante del entono de Bellavista. Era un verano cada vez más triste. Mauricia ayudaba a Adriana con sus dudas sobre Angelis, y Marcela la orientaba sobre el camino a seguir. En alguna ocasión Adri había podido cruzarse con otra Angelis, en Bellavista vivían pocas, pero la mayoría de sus hermanas pasaban en algún momento de la semana por el templo para encontrarse. Y Adriana siempre había visto en ellas la misma cara. El mismo afecto contenido. La misma sensación de que ninguna aceptaba que ella fuese la elegida para ocupar el lugar de Nana. Se sentía abandonada, en ocasiones incomprendida. Había intentado viajar con su mente, tal y cómo hacía en el internado, pero volvía una y otra vez a la realidad. A esa triste realidad que no acababa de comprender. Sin embargo allí seguía siempre, clavado en la mente de Adriana, Román. Perenne. Aún podía percibir su olor. El aroma que desprendió aquella mañana en el hotel. La podía notar, cómo le parecía escuchar su voz llamándola cada vez que cerraba los ojos, cada noche antes de dormir. Y, sin embargo, sabía que era necesario que lo olvidara, que renunciase a él. Su situación, esa realidad que tanto había ansiado descubrir y que entonces habría deseado no conocer se había interpuesto cómo un muro casi imposible de franquear. Por eso, o quizás tan sólo por cualquier otro motivo relacionado con la nostalgia de un tiempo pasado, Adriana se emocionó francamente cuando sus ojos divisaron al viejo R5 de Mauri llegando con Audrey en el asiento del copiloto. Adriana bajó las escaleras a trompicones hasta llegar, sofocada, a la explanada, justo delante del viejo roble. Mauricia había salido ya del coche, y por la puerta contraria Audrey empezaba a aparecer. Si no hubiera hecho aquel sol de justicia se habrían abrazado las dos chicas, aquellas dos que compartían un nexo en común mucho más importante de lo que las demás Angelis pudiesen imaginar, haber conocido a Carlota. Y a Román. - Tenía tantas ganas de volver a verte… Las palabras se entrecortaron en los labios de Adriana. Su amiga suspiró profundamente e inhaló el aire puro de Bellavista. - Tan sólo han pasado unas semanas. - Ya… pero me ha parecido vivir toda una vida entera.

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Adriana sonrío mientras le agradecía a Mauricia aquel detalle. Traerle a Audrey no era fácil, porque se encontraba con la oposición de la mayoría de las Angelis que pasaban por Bellavista. La criada de los Rovira era una distracción latente en el proceso de formación de la joven matriarca. Sin embargo Mauri se había enfrentado a las demás, incluso a Marcela, para complacer a la más pequeña de todas. Tal vez lo hiciese porque era consciente de cómo necesitaba precisamente Adriana esa distracción, o quizás el único motivo que la guió fue el propio cariño que sentía hacia su hermana. Fuese lo que fuese, Mauricia las contemplaba en silencio, satisfecha porque había cumplido con Adriana. Y aquello significaba, en el fondo, que se seguía ganando paso a paso su confianza. Después, Adriana llevó a Audrey de paseo por las estancias de Bellavista. Le mostró su apartamento, la gran nave central, subieron juntas al campanario y rieron recordando su excursión en Can Rovira por detrás de los muros. Audrey contemplaba maravillada el cambio en la nueva matriarca. En tan sólo aquellas pocas semanas, Adriana parecía una mujer nueva, había madurado, de aquello no cabía ninguna duda, pero además su pose era mucho más firme, más segura, más convencida de lo que hacía. Quizás por aquello motivo, no entendió porqué Adriana insistió en ir a comer juntas, y solas, al bosque, justo en lo más profundo, allí donde nadie las pudiese encontrar. Una vez allí, en el mismo claro que Adriana visitaba siempre que necesitaba sentirse a solas, en aquel lugar al que nunca se habría llevado a sus hermanas, la chica sintió la necesidad de confesarse con Audrey. Primero llegaron las palabras espesas, después lágrimas que volvieron acompañadas de explicaciones confusas sobre Nana y esa pureza que había recuperado en lo alto del campanario. Siguió explicándole cómo había recibido el don, y lo que había sentido en sus entrañas, aquel dolor, esa sensación de morir en vida que le hizo perder el mundo de vista. Y calló. Calló unos minutos mientras Audrey intentaba entender, comprender, porqué se lo estaba explicando precisamente a ella. -… porque eres la única amiga que me queda. Las palabras de Adriana resonaron tan tristes en medio de aquel profundo silencio que Audrey se conmovió cómo nunca antes. - Están tus hermanas. - Pero ellas jamás podrán comprenderlo, Audrey. - ¿El qué? - Lo que estoy pasando… ¿cómo alguien pudo imaginar que iba a estar preparada para esto?... no te imaginas lo que significa este destino cruel que me ha sido impuesto. Los sollozos casi amagaban las palabras de la matriarca. - ¿Y qué puedo hacer yo por ayudarte? Aquello era justamente lo que Adriana necesitaba escuchar. Controló sus sentimientos, reprimió las lágrimas que querían seguir brotando. Todo porque necesitaba sentirse segura de lo que iba a pedirle. - Quiero que me lo traigas. - ¿Qué quieres que te traiga? - Qué no… quien. Un escalofrío subió por la espalda de Audrey. El mismo que Adriana sintió recorriéndole sus brazos, sus piernas, su cuerpo entero. Y no hicieron falta más palabras, más explicaciones, porque, de hecho las dos lo sabían.

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- Sabes que no puedo. - Le necesito Audrey. - Lo tienes prohibido. No debes volverlo a ver, debes conservar tu pureza. Pondrías en peligro la futura generación de las Angelis… y yo no puedo colaborar en eso. Audrey resopló ruidosamente. - No pondré nada en peligro, te lo juro. Voy a mantenerme dentro de los límites. Ya sé que tengo el sexo prohibido, lo sé, lo odio pero lo sé. Tan sólo necesito despedirme de él. Explicárselo… - Él cree que te has ido. - ¿Cómo? - Una de las Angelis vino a casa. Se hizo pasar por tu hermanastra mayor, por la hija de tus padres adoptivos. Les dijo a Román y a Carlota que habías abandonado el país y que te ibas a los Estados Unidos a estudiar… que no ibas a volver. Adriana se mordió la lengua, pero no pudo evitar pronunciar en voz baja todas las maldiciones que le vinieron a la cabeza. - Pues tú le dirás que he vuelto. - No puedo hacer eso. Sería ponerme en contra de las matriarcas… ¡ellas me destruirían Adriana! - Yo soy una matriarca. Te ayudaré. Te lo prometo. Los ojos de Adri imploraban ayuda. - Tus padres adoptivos piensan que has muerto… - ¡Qué! Adriana se dio cuenta en aquel momento que no había vuelto a pensar en ellos desde que salió del internado. - Fue Marcela. Les visitó y les dijo que habías fallecido en un accidente de coche, con los Rovira. Les entregó una urna con cenizas falsas y un certificado de defunción con tu nombre. Ellos están convencidos, seguros, de que ya no vives… y tampoco les importó demasiado. - Siempre ha sido así. Y, en el fondo, es verdad, esa chica murió. Volvió a callar. Por un segundo casi se sintió culpable por cómo había dejado de lado a su familia adoptiva. Pero luego recordó su vida anterior, lo poco que les había importado, y se alivió. Sin embargo, pensar que no quedaba ningún rastro de aquello que había sido hasta tan sólo hacía unos meses, la asustaba. Había desaparecido. Adriana había desaparecido, estaba muerta. Muerta para siempre. - Es igual. Nada me importa ahora, Audrey. Quiero volver a ver a Román. Y si tu no me ayudas lo deberé hacer por mi misma. Sola. Parece que cuando por fin consigo ser alguien, cuando me he convertido en la matriarca de las Angelis, es cuando estoy más sola. Adriana suspiró profundamente mientras entornaba los ojos. A su mente acudieron centenares de recuerdos de su vida pasada. Recuerdos que parecían quererse evaporar de la misma manera en que las Angelis habían destruido lo que ella era. Lo que ella representaba era tan sólo un recuerdo resquebrajado. Audrey, a su lado, contempló la rota serenidad del rostro de su compañera. No había conocido jamás a una matriarca tan joven, y aún menos tan cercana. Todas le parecían lejanas, altivas… pero estaba segura que en Adriana había encontrado lo más parecido a una amiga.

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- Lo voy a intentar… Pronunció cada una de esas cuatro palabras con la mayor intensidad de la que se sintió capaz. Consciente de lo que iban a significar en la otra chica. - Gracias. Y volvió a reinar el silencio. Pero era un silencio claro, tranquilo, distendido. Un silencio verde y fresco, cómo aquel pequeño bocado de paz en medio del bosque. Bellavista estaba cerca, a unos minutos andando, sin embargo, Adriana y Audrey se sentían lejos, infinitamente lejos, compartiendo un mundo paralelo en el que ellas habían pasado a ser las principales protagonistas. Cómplices en un mismo secreto que las unía. Así pasaron juntas lo que quedaba de día. Entre juegos y risas. Buscando recuperar una inocencia que lo trascendente de su realidad parecía negarle. Hasta que la noche empezó a caer lentamente sobre su cabeza. Emprendieron el camino de vuelta en silencio, andando a través de la vegetación, observando aquel infinito paraje que las envolvía de una forma casi mística. Y cuando llegaron frente a Bellavista, cuando Mauricia bajó saltando los peldaños de la escalinata, Adriana agarró fuertemente de la mano a Audrey sellando aquel pacto que se hacía firme frente al templo, más allá de esa familia de mujeres que había transformado sus vidas. Ya desde lo alto, precisamente en aquel lugar, arriba en el campanario, dónde Adriana se sintió poseída por primera vez, la joven matriarca contempló el juego de los faros del viejo R5 clareando las oscuridades del bosque. Se detuvo en cada instante, en cada haz de luz perdido, intentando memorizar el camino de vuelta, el camino que debería llevarla de regreso a aquel mundo real que parecía inalcanzable. Y estuvo incluso perdida en la inmensidad de la noche cuando el Renault desapareció definitivamente. Se quedó en silencio, procurando entender todo lo que iba a sucederle. Pero ni aquella noche, ni ninguna mañana que pudiese llegar, le traería respuesta. - ¿De qué habéis estado hablando? La voz de Marcela la devolvió lentamente a aquella realidad que no acababa de comprender, todavía. - Marcela, no te había oído subir… - Es que cuando quiero puedo ser muy sigilosa. - Lo de aparecer y desaparecer debe ser otra de nuestras virtudes… Adriana añadió un toque sarcástico a la entonación de su voz. - Ya lo discutiremos en su momento. Lo que ahora me interesa es Audrey. - Tan sólo hemos estado charlando. Compartiendo toda esta locura en la que estoy envuelta. Ella también me ayuda, Marcela. La mujer sonrió levemente, no estaba satisfecha con la respuesta de Adriana porque sabía que había algo más, pero intentó comprenderla. Todo aquello no debía ser sencillo para una muchacha de dieciocho años tan sólo. De hecho, seguía admirada por la serenidad que la chica seguía demostrando. Ni siquiera el propio amuleto, la pirámide de Angelis, podía controlar tanto las emociones cómo aparentaba hacerlo la joven matriarca. - ¿Qué te parece si vamos a cenar, Adriana? Asintió con la cabeza. Tenía hambre, aquel día había sido intenso. Deseaba que se llegara a cumplir todo lo que había planeado junto a Audrey, pero no podía evitar sentir un cierto temor a que la criada de los Rovira la pudiese traicionar. Que se lo explicase a Mauricia en el viaje de vuelta.

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En todo caso, no había vuelta atrás y ya fuese con o sin la ayuda de Audrey, Adriana estaba dispuesta a reencontrarse con Román. A cualquier precio. Aunque sólo fuese una última vez. Aunque sólo sirviese para sellar una despedida definitiva. Y Carlota. La dulce Carlota. Había pasado tanto tiempo aquellos últimos meses en su compañía, habían llegado a compartir tantas intimidades, que le costaba creer en la posibilidad siquiera de llegar a arrinconarla en una esquina de su mente. Jamás olvidarla. Tan siquiera obviarla. Porque Adriana sabía que, por más que se esforzara, Carlota, su pelirroja compañera de cuarto, iba a volver cada noche. Y lo iba a hacer recordando los silencios en la habitación del internado, las miradas de complicidad, Roma. Siempre Roma. La misma Roma que había cambiado su vida también le dejaba un recuerdo imposible de borrar. Uno más. Otro entre tantos. Pero este, con Carlota, era único porque sabía que no se volvería a repetir. Cenaron en silencio. Marcela, Adriana y una joven Angelis acabada de llegar al templo. Marta. Callada, misteriosa, tan introvertida que la joven matriarca estaba segura de no haber escuchado su voz. Hasta aquella cena. Cuando habló por primera vez. - Él no te volverá a ver. Adriana sintió un estrépito crujiendo su cuerpo. Y después una extraña sensación de desasosiego que la pirámide no quiso calmar. Marcela no había levantado la mirada del plato. Sorbía su gazpacho ruidosamente, intranquila. - ¿Qué has dicho? Pero Marta volvió a su aparente apatía silenciosa. - Quiero saber por qué has dicho esa estupidez… Adriana recibió el mismo silencio por respuesta. Marta mantenía la mirada vidriosa fijada en su vaso, medio vacío, de agua. Marcela resoplaba ligeramente mientras intentaba, con poco éxito, pelar una naranja. Cansada, la joven matriarca se levantó bruscamente de la silla. Clavó sus manos en la mesa y dirigió una amplia mirada a todo el comedor. A su derecha Marcela se había sobresaltado, pero Marta, justo enfrente, seguía ajena a aquel mundo. - No tengo más hambre. Me voy a dormir. Adri se giró violentamente llevándose consigo el mantel y tirando platos, vasos y cubiertos que se rompieron en un sonoro, pero brillante, acto final. No se giró. No hacia falta. Sabía exactamente que Marcela no había podido levantar la mirada, que Marta era tan sólo un instrumento de Nana para hacerle saber que la controlaba. Cada paso, cada movimiento, todo estaba supervisado por la anciana. Por su madre. Pero no le importaba. No le importaba en absoluto. Si tenía que ser a las malas sería de aquella forma. Adriana había crecido teniéndose de enfrentar al mundo que la rodeaba. Ya fuese en medio de una familia que no la quería, o bien luchando contra una corte de compañeras estiradas que le hacían la vida imposible, Adri siempre había sido capaz de superarse. Por supuesto, no dudaba en volverlo a conseguir. Es más, Marta, aún intentando lo contrario, la había llenado de coraje. De valentía. Desafiar a su madre, aunque sólo fuese en una ocasión, podía ser una buena forma de demostrarles a todas que era capaz de todo lo que se proponía. - Esto no va a quedar así Marcela.

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Se despidió desde la puerta, con un leve gesto de su mano derecha. Un gesto arrogante, cargado de soberbia. Un gesto algo desafiador. Y mientras desaparecía engullida por la oscuridad de la noche Marcela encontró las fuerzas para levantarse. Miró a través de la ventana. Fuera, más allá de la oscuridad que se cernía sobre Bellavista, Mauricia acababa de aparcar el coche debajo del viejo roble y avanzaba con paso ligero hacia la escalinata principal. Se detuvo súbitamente. Hizo un leve gesto reverencial hacia lo alto del campanario y reemprendió la marcha. Con la cabeza gacha y la mirada fija en las baldosas que guiaban sus pasos. Marcela salió a buscarla, se cruzaron en el patio, frente al cementerio abandonado. La más joven mantenía la pose triste. - ¿Y Audrey? - Está solucionado… Siguieron andando en silencio. Se detuvieron un segundo a contemplar la extraña luna colorada de aquella casi madrugada de agosto. Hacía una noche calurosa, pegajosa, Mauricia deseaba librarse de aquella sensación con una buena ducha. Se despidió agriamente de su hermana dejándola sola con la oscuridad. Sola en Bellavista, triste, culpabilizada. - Nos hemos equivocado tanto… nos hemos equivocado tanto. Se lo repetía una y otra vez mientras, sentada en lo alto de la escalinata, contemplaba el silencio roto de la noche bajo la atenta mirada de su madre. Nana, la anciana blanca, también lo sabía. Y lo sufría.

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Un tiempo para Mauricia -XXII Debería haber existido algún lugar en el que Adriana hubiese podido encontrar algo más de reposo. De intimidad. Pero aquello era imposible en Bellavista, alejada del mundo real, casi secuestrada en un templo tan magnífico cómo claustrofóbico, a pesar de la naturaleza que lo rodeaba. Tardó tan sólo una semana y media en acabar su ejemplar de Angelis. Lo hizo entre enseñanza y enseñanza de Marcela. Durante ese tiempo, Adriana tuvo la sensación de que Mauricia había desaparecido. De hecho apenas pasaba tiempo fuera de su habitación, generalmente tan sólo se presentaba para cenar, y lo hacía en silencio, con la cabeza gacha y la mirada perdida más allá de los muros. Pero no fue hasta que Adriana acabó el libro de su familia cuando realmente tuvo la sensación de que había llegado al principio del final. El camino estaba ya delante de sus pies, dispuesto a ser recorrido. O, cómo siempre, quedaba la posibilidad de volverse sobre sus pasos y huir. Esconderse. La joven matriarca ardía en deseos de escoger la segunda vía. Sin embargo le resultaba imposible. Por más que desease lo contrario, seguía esforzada cada día en su lectura, en sus clases, en su formación para ser una Angelis completa. Era un destino inapelable que la aguardaba, sin remedio, detrás de cada mirada, de cada silencio, de cada consejo de sus hermanas. La última parte del Angelis, las últimas páginas exactamente, eran las cartas de las matriarcas para sus sucesoras. Nana había escrito, a mano, tan sólo unas pocas palabras, las únicas que iba a legarle. Decía, en tinta azul, lo mucho que deseaba que la vida de su sucesora fuese tan llena de satisfacciones cómo la suya propia. Aseguraba estar segura de que con la nueva matriarca las futuras generaciones de aquella familia iban a estar protegidas porque no se iba a equivocar con su elección. Porque la mujer que la sustituyese debería cumplir exactamente las condiciones que a toda matriarca le venían impuestas. Y cerraba sus palabras deseando suerte, fortaleza y sobretodo, aquello sorprendió a Adriana, dignidad en sus actos. Y después nada. Un espacio vacío que debería ser rellenado por la nueva matriarca para legarle sus esperanzas a la que llegase a ser su sucesora. Adriana se detuvo un tiempo en leer algunas de las cartas que habían transcurrido generación tras generación. Eran notas, todas escritas a mano, en las que unas y otras se saludaban más allá del tiempo que las separaba. Y, a tenor de lo antiguo de sus palabras debían ser muchos años. Adriana se dio cuenta de que la última parte, aquellas páginas manuscritas, estaban encuadernadas posteriormente. Sin duda no eran de la misma época en que se había editado el libro, y lo comprobó después con los ejemplares de sus hermanas. El suyo era único. Era el Angelis de la matriarca. Sin embargo, Adriana sentía la necesidad de conocer más. El libro no explicaba cuando empezaba su historia. Ni tampoco de donde provenían. Adriana, hacia el final, leyó lo que ya sabía. Encontró las palabras que hablaban de la función de las matriarcas de aquella familia que no conocía ningún hombre en la concepción de las hijas. De aquella familia sólo de mujeres que crecía y se extendía más allá de los siglos con un único destino en la vida, proteger y guiar a otros seres a través de una vida que debía llevarles a un destino realmente especial. Excepto en el caso de las matriarcas, cuya única misión era gestar nuevas Angelis, ayudarlas, y sobretodo organizarlas.

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Todo aquello, las láminas y las ilustraciones que las antiguas mujeres de aquella familia habían creado con el tiempo e incorporado al libro, junto con las historias de algunas de las Angelis más notables, vida tras vida, en una especie interminable de ciclos con secretos y misterios, conformaban un libro que escondía demasiadas claves cómo para entenderlo por sí misma. Demasiado para una chica de tan sólo dieciocho años que se sentía tremendamente sola. Y aquello, quien mejor lo entendía era Marcela. Siempre fiel, a su lado, incluso desde antes, mucho antes, de que Adriana supiese que eran hermanas. Sin embargo, y pese a la estrecha relación que las había unido desde que la joven entró en el templo, la mujer no estaba preparada para la primera pregunta que Adriana le hizo aquel quince de agosto. - ¿Dónde está Audrey? Marcela tragó saliva y carraspeó ligeramente. Giró su mirada hacia la izquierda, y luego a la derecha para hacer un leve volteo hacia arriba y abajo hasta que se volvió a encontrar con los ojos marrones de la joven. - … supongo que con Carlota. - Dijo que vendría a verme. - No habrá podido. - Sabes que no es así… dime que ha pasado. Adriana conservaba una calma especialmente tensa. Marcela tosió ligeramente, se levantó de la silla en la que se había sentado, frente a su hermana, y se acercó a una de las ventanas del cuarto de la joven. Fuera el sol seguía iluminando con fuerza, dentro de los muros todo se oscurecía. Cada día un poco más. - No puedo. - Es por lo que pasó aquella noche. Por lo que dijo Marta… - Adriana, es por tu bien. Se hizo un silencio largo. Interminable. Tanto que Marcela optó por abandonar aquel cuarto, dejando sola a Adriana, enjugada en un pozo de lágrimas. - Es por Nana… Pero ya nadie la escuchaba. Se levantó también de su silla, desde su ventana podía ver el viejo R5 verde de Mauri aparcado debajo de un roble. Quieto. Todo estaba tremendamente quieto aquellos días. Añoraba a Audrey, no sólo por su promesa, también porque necesitaba alguien con quien desahogarse. Y Mauri no parecía estar dispuesta. Aunque debía. Adriana salió de su apartamento. Hacía un calor insoportable, digno del mejor verano de su vida, se imaginó en una playa, con Román sentado en la toalla de al lado, haciendo top-less estirada bajo el sol, disfrutando de una vida normal, común. No cómo la suya. No cómo aquello que le estaba tocando vivir. Había decidido que iba a hablar con Mauri. Necesitaba saber por qué desde la visita de Audrey todo había cambiado en Bellavista. Las sonrisas prácticamente se habían esfumado, el silencio ganaba espacio cada día, y no tan sólo ella estaba más triste, también sus hermanas, también, precisamente, esa Mauricia que parecía llena de vida y que, durante aquellos últimos días parecía marchitarse a cada segundo. Por supuesto la encontró en su cuarto, rodeada de aquella triste oscuridad que se había hecho compañera inseparable. Entró con la mirada esquiva, procurando evitar que alguna lágrima abandonara sus ojos para caer por la mejilla. Adriana necesitaba a su hermana. Entonces más que nunca.

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- ¿Por qué no sales de tu habitación? Mauricia giró la cabeza y se encontró frente a frente con las lágrimas de la joven matriarca. - Adriana… no te esperaba. - Es que ya no soy importante para ti. La chica apenas podía controlar sus sollozos, y en aquella ocasión la pirámide no parecía ciertamente la solución. - No es eso, mi pequeña. - ¿Entonces? Adriana se acercó al lado de su hermana, alargó su brazo derecho y posó la mano sobre el regazo de la mayor, que estaba sentada. - Estoy pasando unos días malos. Nada más… Las palabras de Mauricia resonaron tan tristes en el silencio de Bellavista que Adriana no pudo evitar llorar aún con mayor intensidad. - … pero no hay de qué preocuparse, cariño, ya verás cómo enseguida se me va a pasar y volveré a ser la Mauricia gruñona, mandona e impertinente del internado. Intentó gestualizar su mejor sonrisa, pero lo único que consiguió fue que se le escapase, casi furtiva, una lágrima cómo las de Adriana. - Te necesito, Mauri… Adriana se lanzó al cuello de su hermana y la abrazó, en silencio, durante unos largos segundos. Después, lentamente, recorrió su rostro y la besó en la mejilla izquierda. Fue un beso de gratitud, un beso fraternal para hacerle saber que confiaba en ella. - Siento lo de Audrey. - Estoy convencida de que no tienes la culpa. - No pude evitarlo, Adri. Nana me dijo lo que debía hacer… era imposible negarse. - Ya lo imagino. - Pero estará bien. - ¿Dónde? - Dónde no… cuándo. Cuándo vuelva a ser su momento. Entonces tendrá una segunda oportunidad. Adriana levantó su mirada y la clavó en el techo. Respiró ruidosamente. - Me siento tan culpable… - No debe ser así. - Si no le hubiese pedido… si ella no me hubiese querido ayudar nada de esto habría pasado. Y seguiría con Carlota, protegiéndola… Mauricia abrazó de nuevo a su hermana y le susurró, con un casi imperceptible hilo de voz, las cuatro palabras más sentidas que jamás había pronunciado. - Sólo tienes que… pedírmelo. Adriana se revolvió, le puso la mano en la boca, y, sollozando, agitó fuertemente su cabeza. Aquella no era una buena idea, no podía consentir que a su hermana le pasase lo mismo que a la criada de los Rovira. - No digas eso… no digas nada. Pero Mauricia tenía muy claro lo que pretendía. Llevaba días dándole vueltas a la cabeza. Se había dado cuenta de que todo aquello no tenía sentido. No se podía castigar de semejante forma a una chica tan joven. Y, por eso, había tomado una firme decisión. Una decisión irrevocable.

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- Pienso ayudarte. - No Mauri, no… - No, escúchame, escúchame. No es lo que piensas… Limpió con el dedo índice de su mano derecha las abundantes lágrimas que habían bañado el rostro de Adriana. Sonreía plácidamente, convencida de lo que estaba haciendo. - … no puedo hacer determinadas cosas, las dos lo sabemos, pero sí voy a llevarte de paseo. Tú y yo, a solas, vamos a bajar a la ciudad. Y nos beberemos algo en una cafetería mientras paseamos. Apenas hemos tenido tiempo de conocernos cómo hermanas fuera de estas paredes. Podríamos comprar algo, mirar cuatro tiendas… hacer cosas diferentes, para salir de aquí, para que no tengas la sensación de estar encerrada en vida. ¿Qué te parece? Adriana enjugó sus lágrimas y mostró la primera sonrisa en muchos días. - ¿De verdad harías eso por mí? La mujer asintió con la cabeza, muy convencida. - La verdad es que lo necesito, necesito respirar otro aire, ver otras personas... - ¡Pues no se hable más! Mauricia se levantó de un salto. El día, de golpe, parecía haber adoptado otro color, más claro. - ¿Y cuando iremos? La joven matriarca esperaba una respuesta a su pregunta que fuese más bien explícita. No quería una promesa que se evaporase con el tiempo, ni tampoco vagas palabras que al final tuviesen que ser sustituidas por otras aún menos precisas. Por eso, cuando Mauricia respondió se quedó de una pieza. - Nos vamos ahora. De una pieza y sin palabras. Sonrió intranquila mirando fijamente el rostro mucho más relajado de Mauricia. Y se sorprendió a sí misma recordando sus encontronazos en la escuela, hacía tan sólo unos meses. Había cambiado tanto su vida en ese pequeño espacio de tiempo. - ¿Qué te parece? Mauri la devolvió a la realidad. - Yo encantada. Pero no sé que opinarán las demás… Marcela, Marta, Nana… La mayor guiñó cómplice el ojo derecho dirigiéndose a su hermana. - De eso me encargo yo. Tú espérame en el coche… ¿de acuerdo? Adriana hizo un ademán afirmativo con la cabeza. - Estaré contigo en cinco minutos… Las palabras de Mauricia se perdieron lentamente en el espacio mientras se iba alejando de su apartamento para ir al de Marcela. Adriana, por su parte, obedeció las instrucciones de su hermana y, cruzando por delante de la fachada principal, bajó las escaleras de Bellavista para llegar hasta la explanada, justo dónde había aquel viejo roble que servía de cobijo y de sombra para el R5 verde. Se sentó sobre el capó que se conservaba fresco y alejado de los rayos ardientes de aquel sol de agosto. Mientras esperaba a su hermana lanzó una mirada furtiva al campanario. Allí, en lo alto, sus ojos no tardaron en divisar lo que parecía un vacío silencioso. No había nadie. Tan sólo la soledad de aquel triste mundo.

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No tardó en llegar Mauricia. Detrás de ella, andando un poco más allá con una lentitud exagerada, Marcela mantenía la mirada firme en Adriana. La chica la pudo notar clavada en su mente, interrogándola, advirtiéndola. No había espacio para ningún error. Mauri bajó saltando la escalinata, se despidió con un gesto amplio de su hermana y sonrió divertida hacia Adriana. - ¡Nos vamos! La joven le devolvió la sonrisa y se metió dentro del viejo Renault, en el asiento del copiloto, mirando fijamente el rostro preocupado de Marcela tan sólo unos pocos metros más allá. - ¿Cómo las has convencido? Mauricia parecía satisfecha de sí misma antes de responder. - Cada una tiene sus armas… y yo he utilizado las mías. - Ya, Mauri… pero no se habrán enfadado. No obtuvo respuesta alguna, tan sólo el ruidoso encendido del motor y la habitual sacudida en primera que Mauricia siempre propinaba nada más arrancar. Después, unos segundos de silencio, el coche giró hacia la izquierda y se adentró por aquel camino espeso y repleto de baches que Adriana recordaba con cierta inquietud. Y silencio. Aunque era un silencio respetuoso, no forzado ni tampoco exagerado por una circunstancia u otra. Sencillamente, Mauricia parecía esperar. Y lo hacía. Esperaba a estar lo suficientemente lejos para poder respirar aliviada. Tras unos minutos en los que Adriana tuvo que hacer infinidad de esfuerzos para no volver a dar con su cabeza en el techo del R5, Mauricia pareció recobrar la voz. - Por fin vamos a poder alejarnos de aquí… aunque sólo sea por unas horas. Sus palabras parecían cargadas de sinceridad, pero sobretodo de una sensación de alivio tremenda. - ¿No estás a gusto en Bellavista? - ¿Lo estás tú, Adriana? La joven negó con la cabeza en un movimiento firme, decidido, casi instintivo. - Pues ya sabes cual es mi respuesta. Yo tampoco. - Pero yo creí que… - Bellavista no es mi casa y, aunque Marcela es un cielo, no me gustan la mayoría de las que pasan a menudo por aquí. Además, en este lugar me siento atrapada, encerrada… Adriana agachó la cabeza. Comprendía demasiado bien a su hermana. - Sé lo que quieres decir… - Pero yo no puedo siquiera imaginarme lo que es para ti. En mi caso siempre tengo la oportunidad de huir, aunque tan sólo sea como hoy, un momento. Sin embargo a ti te tienen recluida, casi presa. Apenas te dejan una mínima libertad. Créeme, no es eso lo que esperaba que fuese a pasar… Las sensaciones se entrecortaron en el estómago de Adriana. - ¿Y qué creías? - Ya sabía que iba a ser duro, y que tendrías que renunciar a muchas cosas. Tú misma, si hubieras acabado antes el Angelis lo habrías podido conocer.

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Adriana recordó la última parte del libro y se maldijo en silencio por su testaruda gandulería. - Lo sé… pero tampoco habría podido elegir, ¿no es así? - Depende. Pese a eso, sigo pensando que son demasiado estrictas. Sólo tienes dieciocho años, no estás preparada, ni siquiera quieres estarlo. La joven matriarca no tuvo fuerzas para replicar a su hermana. Sabía que tenía razón, pero tampoco servía de demasiado darle vueltas a todo ese tema. No tenía más opciones. - ¿Qué me habría pasado si hubiese renunciado? - No pienses en eso ahora. - ¿Me habrían… matado? Mauricia frenó con brusquedad el Renault y se quedó mirando fijamente la cara, asustada, de su hermana. - Ni tan sólo insinúes semejante locura… Sus ojos se habían ensombrecido. - … no somos asesinas, todo lo contrario Adriana. ¿Qué te pasa?... ¿Cómo puedes imaginarte algo así? La mujer se controlaba claramente para evitar perder los nervios. - Es por lo que le pasó a Audrey. La voz de la joven matriarca se rompió tras pronunciar el nombre de su amiga. - ¿Audrey? - La habéis matado… ¿verdad?... y si yo me niego a colaborar haréis lo mismo conmigo… Volvieron a aflorar las lágrimas en sus ojos. Mauricia, desde el asiento de al lado, procuraba contener todas las palabras que llegaban desbocadas a sus labios. - Nadie le ha hecho ningún daño… - Entonces, ¿Por qué no puede venirme a ver? - Hay demasiadas cosas que no te han explicado. - Pues hazlo tú… - No es tan fácil Adriana. Es complejo, difícil de entender. Nuestra realidad no es fácil de aceptar, pero debes tener fe en lo que somos. Adriana echó la cabeza hacia atrás y suspiró profundamente. Se volvió a hacer otro silencio, pero este sí era espeso, incluso tenso. Cuando Mauricia volvió a poner en marcha el R5 verde sabía que su hermana no se iba a dar por vencida sin más explicaciones. Condujo con presura para llegar hasta la nacional, una vez allí exprimió al máximo las escasas posibilidades del viejo Renault hasta llegar a una pequeña y tranquila área de descanso, escondida entre el frondoso boscaje que cubría banda y banda de la carretera. Detuvo el coche, bajó las ventanillas para intentar que el aire fresco del Montseny rebajara el intenso calor que hacía en el interior del habitaculo. Y entonces se giró hacia Adriana y la miró. La contempló unos segundos en silencio intentado recordar a la muchacha que le habían encargado proteger en el internado. Parecía que hiciese una eternidad. - Pregúntame lo que necesites saber, Adri. Su voz resultó clara, sincera. - Primero, ¿Volveré a ver a Audrey? - ¿Por qué haces preguntas de las que conoces la respuesta? - Eso quiere decir que no.

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Mauricia asintió con la cabeza, lo que provocó que su hermana resoplara ruidosamente. - Pero no la habéis matado… - Adriana, ¿recuerdas cuando te llevé por primera vez a Bellavista y me preguntaste si no moríamos? Te sorprendió ver que el cementerio estaba tan descuidado… - Claro que lo recuerdo. - Pues no. Digamos que no cumplimos exactamente ese paso, el de la muerte. Recorremos otros caminos, algunos más complicados incluso. Pero generalmente, lo más habitual es eso, sencillamente desaparecemos para volver en otro momento… La cara de la joven matriarca era un interrogante por sí misma. - ¿Reencarnación? - Más o menos. Por eso existen las matriarcas, necesitamos un proceso de gestación para volver, para cumplir nuevas misiones. - Y lo del hombre y la pureza… - Has de entender que si hubiese cualquier tipo de contacto con otro ser, entonces dejaríamos de ser Angelis al cien por cien, estaríamos, por así decirlo, infectadas por otro código genético. No podríamos cumplir nuestras misiones ni tampoco seguir esos caminos diferentes que te explicaba antes. Si una matriarca tiene relaciones con un hombre, pone en peligro la vida de sus hijas, eso quiere decir que podría destruir una línea entera de esta familia. Adriana buscó con su mirada el cielo azul de aquella tarde de agosto. - Entonces Audrey ha sido castigada… - Podría decirse así. - Por querer ayudarme, por aceptar ponerme en contacto con Román. - Ajá. - Y su destino será volver algún día… quizás incluso cómo hija mía, para afrontar una nueva misión. - En su caso quizá tenga otra oportunidad antes… - Así es que, ¿las Angelis nunca desaparecemos? - Sí. Al final sí. Cuando se cumple un ciclo entero, cuando has sido capaz de salir airosa de cada misión. Entonces vuelves al origen. - ¿Y cual es ese origen? Mauricia carraspeó ligeramente. - No lo sé. - ¿Cómo? - Nadie lo sabe. Es el misterio de nuestra existencia. Ninguna Angelis ha vuelto para explicarnos qué hay después del final del ciclo. Pero Adriana seguía sin estar satisfecha. - Y si yo abandono ahora, ¿cómo puedo saber en qué fase del ciclo estoy? - Tampoco lo sé. Nadie lo sabe. Cuando te llegue el momento, sencillamente, llegarás al final. Quizás estés al inicio, o puede que sea tu última reencarnación, cómo tú lo llamas. Es imposible conocer eso, Adriana. - Entonces, si os fallo, vuelvo a comenzar. - Así es - ¡Genial!

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La chica abrió la puerta del copiloto y salió del viejo Renault. Fuera hacía un calor todavía más insoportable que dentro mismo del coche. Buscó una sombra bajo la que refugiarse y la encontró al lado del tronco de un pino. Sin embargo, aquello tampoco la relajaba. Frotó con fuerza la pirámide de Angelis que, en aquella ocasión, sí hacía su efecto tranquilizándola. Aunque no lo suficiente. Cuando levantó de nuevo su mirada vio cómo Mauricia se acercaba lentamente hacia ella. Llevaba una sonrisa cómplice instalada tiernamente en sus labios. - Pero no nos vas a fallar… - No estoy tan segura. - Adriana… - Quiero verle, Mauri, aunque sea una última vez. Quiero poderme despedir de él. Lo siento por Audrey, lo sentiría por ti, incluso por cada una de las Angelis y por mí misma si al final Román me lleva a la desaparición. Pese a todo, necesito decirle adiós. Las últimas palabras se templaron en el oído de Mauricia hasta que llegaron, lentamente a su cerebro. Allí, en medio de todo lo que debía y no debía hacer, se iban ganando lentamente un lugar propio en el que sobrevivir. - No puedo ayudarte con eso… es más, mi obligación es quitártelo de la cabeza… Adriana no necesitó más palabras. Leyó los ojos de su hermana y enseguida comprendió la realidad, esa verdad que Mauricia pretendía ocultar. Se incorporó para abrazarla, una vez más. La tarde seguía avanzando y cada vez hacía más calor. - ¿Vamos a la ciudad, entonces? Mauricia asintió entre satisfecha y temerosa. Sabía que tampoco ella estaba preparada para su misión.

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El momento -XXIII Adriana reposó sus acalorados pies sobre el asiento del coche, adoptando esa extraña postura que a Mauricia le parecía tan incómoda. Su atuendo veraniego no dejaba demasiado lugar a la imaginación, shorts tan cortos que más parecían culottes, un pequeño top ajustado y una gorra de algodón en la cabeza. Llevaba, también, las gafas de sol que su hermana le había prestado y sonreía al día que pasaba más allá de la ventana del viejo Renault. A su lado, conduciendo y preguntándose cuándo llegaría el final, Mauricia parecía más serena de lo que en realidad estaba. Su corazón se había desbocado, su respiración, a pesar de los esfuerzos que hacía, seguía entrecortada. Pero evitaba mostrar esa extraña sensación de agitación. Cómo mínimo, procuraba ocultarlas en su rostro. - ¿Quién fue la primera Angelis? Adriana rompió el silencio. - ¿No te has leído el libro? - Es que no queda claro Mauri… - Porque nadie lo sabe en realidad. Nadie, siquiera las más mayores. Nuestro Angelis no se empezó a escribir hasta pasada la edad media. Y ya entonces se había perdido la noción de nuestros orígenes. Se podría decir que somos un gran misterio… - ¿Te enfadarás si te digo que he vuelto a pensar en lo de la secta? Mauricia sonrió tiernamente. - ¿En aquello de si éramos un grupo de locas que te queríamos secuestrar?... yo creo que no es necesario que te responda a eso. - Ya, pero no me negarás que va a ser difícil que alguien se crea toda esta historia de la familia de mujeres, de esta especie de ángeles de la guarda casi todopoderosos… - Porque no es así. No somos todopoderosas… ¡ojalá!... Mauricia evitó una sonorosa carcajada que quedó en un sonido gutural intenso. - … tan sólo, personas que tenemos una misión. Que somos especiales, cierto, que somos diferentes, también… pero nada más. Aunque, eso sí, es verdad que la gente no lo entendería. E incluso es posible que pensaran en lo de la secta… por eso ocultamos nuestros rastros. - Por eso les dijisteis a mis padres que había muerto Mauricia apartó durante tan sólo un segundo la mirada de la carretera. Sus ojos parecían pedir excusas. - Lo siento, cariño. Pero no había otro remedio. Siempre se ha hecho así. Adriana chasqueó la lengua y guiñó el ojo derecho. - No importa, si te digo la verdad creo que para ellos es mejor. Nunca les caí bien. Todavía no entiendo porque debemos ser dadas en adopción cuando nacemos. - Ya te lo dije, para ser criadas en un entorno normal. Adriana meneó la cabeza. - ¡Lo mío no fue normal! Y se rió a gusto recordando, sin un ápice de melancolía, su pasado.

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- Sin embargo, Mauricia, me gustaría saber más de mis orígenes. De los de verdad. De las Angelis. Quiero saber más de lo que dice el libro. Mauri reflexionó en silencio un par de segundos buscando la respuesta más correcta. Después, tras una sonrisa tímidamente orgullosa, paró el coche en un pequeño descampado en la cuneta y miró, con ojos intrigantes, a su hermana. - ¿Te acuerdas de la broma de Nana con la Biblia? Adriana volvió hacia atrás en el tiempo. - Sí. Aquel viejo ejemplar con ribete de oro… estaba forrado en piel, y dentro, abierto sobre el libro del Apocalipsis, Nana dejó marcado un versículo. Pero no recuerdo cual era, sólo que decía algo del ángel de Cristo… La mujer aplaudió la brillante memoria de su hermana. - ¡Bravo! No está mal Adri. Era en el epílogo, el versículo 16, y decía “Yo, Jesús, he enviado mi ángel para que dé testimonio delante vuestro de todo lo que se refiere a las iglesias…”, ¿lo recuerdas? Adri gesticuló afirmativamente. - ¿Y qué más dije? La joven matriarca puso cara burleta e intentó repetir las palabras de Mauricia. - Que la Biblia era uno de los mayores engaños de la historia… Cargó sus palabras con la mayor ironía de que se sintió capaz. - Exacto. Y además te dije, que se había tendido a deformar y a exagerar la historia, ¿verdad? - Así es. - Pues bien, la primera Angelis que conocemos precisamente sale en esa recolección de leyendas que es la Biblia. Te expliqué que el secreto de las religiones está en el poder que ejercen sobre la humanidad, y quiero que te hagas una pregunta… ¿Quiénes han gobernado durante siglos la humanidad? Adriana chasqueó la lengua antes de responder sin excesiva convicción. - Los ricos, los terratenientes… - ¿Y esos eran? Mauricia parecía haber adoptado una postura casi exigente esperando la respuesta clave. - No sé… ¿poderosos? - Eso ya lo he dicho yo, Adriana. Piensa en el género. Piensa en quien ha mandado tradicionalmente entre las familias, quien oprimía y quienes eran oprimidas… Adriana esbozó una pequeña o con la boca antes de decidirse. - Hombres… - Exacto. Esa es la clave. Los hombres oprimían, y las mujeres lo tenían que sufrir. Pero eso no sólo pasaba dentro de las casas, también a mayor escala. Gobernaban los hombres, escribían libros los hombres, sólo había artistas entre los hombres, las tierras pertenecían a hombres, la fuerza de las palabras era de los hombres, incluso los apóstoles de Cristo eran hombres… - No acabo de entender dónde quieres ir a parar. Mauricia levantó las dos cejas para arquearlas exageradamente. - … los profetas sólo podían ser hombres, el hijo de Dios, el propio Jesús, era un hombre, ¿qué te hace pensar todo eso? La joven matriarca dejó escapar una pequeña sonrisa burlona que se fugó lentamente por su nariz.

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- Que las mujeres tardamos demasiado en independizarnos… - Sí. Pero no. No es ahí dónde quiero llegar. Te dije que la Biblia ocultaba aquello que no debía ser conocido. Aquello que a los hombres que ostentaban el poder no les interesaba que se extendiera. Mauricia señaló el cielo azul con su dedo índice. - ¡Incluso él, si realmente existe, es un hombre, Adri! La chica no tenía palabras para seguir el razonamiento de su hermana. Ni palabras, ni tampoco argumentos porque no acababa de comprender los pasos que Mauricia estaba siguiendo. - Lo que te quiero decir, Adriana, es que esos hombres que ostentaron el poder durante siglos cambiaron muchas cosas, deformaron algunas historias para evitar que su hegemonía se viese en peligro… por ejemplo, las mujeres que rodeaban a Cristo, ¿qué eran? - Putas… o eso dicen, ¿no? - ¡Exacto! Si no eran prostitutas eran bailarinas, o mujeres de dudoso origen. Y así ha sido siempre hasta hace relativamente poco. Los hombres dioses, profetas, sabios… y las mujeres sus compañeras de alcoba, sus amantes, sus rameras. Mauricia remarcó cada sílaba de la última palabra. - Y no era así. - No tanto cómo nos han contado siempre. Te he explicado que la primera Angelis que se conoce aparece en la Biblia, ¿verdad? - Eso dices. - Intenta adivinar quien es… Adriana se detuvo unos segundos intentado recordar todos los personajes femeninos que aparecían en las sagradas escrituras. Cada nombre, cada imagen que esas películas de época habían dejado en su mente, se agolpaban en una amalgama difícil de definir. - Ni idea, me rindo. - Pues es bien fácil, Adriana. Porque es uno de los personajes más importantes de toda la historia. La chica lo volvió a intentar, pero los nombres que le venían a la cabeza le parecían imposibles. - No puede ser que… - Es, cariño. La primera Angelis de la que tenemos constancia se llamaba Maria, de Nazaret… la que siempre han dicho que era la madre de Cristo. Adriana se sobresaltó. - ¡Pero eso es imposible! Siempre habéis dicho que las Angelis eran sólo mujeres, y que sólo teníamos hijas, nunca varones. - Y así es. Por eso te decía lo de la manipulación, las mentiras, el gran engaño de la Biblia. Jesús nunca fue hijo de María. De hecho, hay algo en lo que las Sagradas Escrituras no mienten… María era virgen, y dio a luz siempre virgen. Pero nunca a un hijo varón. - Entonces, María era una matriarca de las Angelis… - La primera que conocemos… - ¿Y por qué todo el engaño? - Por lo que te estaba contando, Adriana. Porque a los que ostentaban el poder no les interesaba que se supiera que, en realidad, fue una mujer la que sacudió las creencias de toda su época.

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Adriana se relamió los labios. - ¿Qué mujer? - Otra de tus antepasados. Magdalena, María Magdalena. La que después convirtieron en puta fue realmente la auténtica profeta, la que convirtió la figura de su protegido, ese tal Jesús de Nazaret, en lo que después llego a ser, el salvador. A la joven matriarca no le llegaban palabras a los labios. Permanecía inmóvil, seria, compungida. Sabía que muchas de las cosas que había aprendido eran falsas, incluso después de tantos años en un internado religioso, casi se sentía agnóstica. Pero aquello era realmente impactante. Mauricia le acababa de revelar que esos personajes sí habían existido, aunque lo más increíble, era que ella, sin quererlo, se había convertido en una descendiente directa de María de Nazaret. - ¿Me estás engañando? - Nunca bromearía con el recuerdo de una Angelis… - Entonces, ¿Por qué nadie sabe esta historia? Mauricia se encogió de hombros y resopló una mecha castaña que había caído inocentemente sobre su nariz. - Porque entonces no interesaba que una mujer tuviese más protagonismo que un hombre. Por eso a él lo convirtieron en profeta, en salvador, en el hijo de Dios… y a nuestra Angelis en una mera mujer de compañía, en una prostituta. - ¿Y ahora? - ¿Ahora?... si le explicas a alguien esta historia creerá que te has vuelto loca. O que te han secuestrado en una secta extraña que te ha hecho un lavado de cerebro… Mauri sonrió. - … o quizás, tan sólo, se convencerán de que eres uno de esos personajes raros que tan a menudo aparecen, que buscan una gloria efímera explicando idioteces ridículas. Hoy en día, Adriana, la Biblia de por sí interesa poco… ¡imagínate una historia imposible de demostrar cómo esta! Adriana alzó su mirada profunda hacia el mismo cielo azul que unos segundos antes señalaba Mauricia. Buscaba algo, una señal, que le hiciese entender esa locura que la rodeaba. Pero no encontró nada. Tan sólo una serenidad forzada que volvía a nacer de su pirámide. - ¿Nos vamos?... ¡a este paso no llegaremos nunca a la ciudad! Volvió a reposar su mirada en la figura de Mauricia. Parecía tan valiente y decidida cómo en el internado, cómo en Roma, pero ya no sentía ningún tipo de nerviosismo, ningún miedo, al verla. Todo lo contrario, Mauri se había convertido en el ser más especial de su vida. Adriana se montó de nuevo en el coche, en el asiento del copiloto. Seguía haciendo el mismo calor insoportable y la tapicería del viejo R5 parecía querer fundirse bajo sus piernas, lo que la hacía removerse intranquila. - Enseguida llegaremos. Pero allí estaba Mauricia, con esa pose serena y esa mirada cargada de confianza. Se relajó y volvió a contemplar el mundo que desaparecía rápidamente detrás de ellas. Nunca se habría imaginado que sus orígenes fuesen tan especiales, tan trascendentes. Aquello le hizo sonreír complacida, reconciliada, por primera vez, con su propia realidad.

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- ¿Recuerdas cuándo te pregunté, aquel mismo día de la cita bíblica, qué creías que eras? Adriana recordaba perfectamente lo que le respondió entonces a su hermana. Movió la cabeza en un leve gesto afirmativo esperando una nueva pregunta que ya intuía. - Dijiste que eras un ángel… ahora, con todo lo que ha pasado, ¿qué es lo que crees? La joven matriarca apartó su mirada de la ventanilla y la clavó en el rostro, de perfil, de Mauricia. Ya sabía qué contestar. Lo tenía totalmente claro. - Creo que tan sólo soy una mujer con un destino muy especial por cumplir… y con una hermana que no me merezco. Sonrieron al unísono, Mauri depositó con dulzura su mano derecha en la pierna izquierda de Adriana y la apretó ligeramente para hacerle saber que se lo agradecía. Después, siguió el silencio, el coche se apartó de la nacional para adentrarse en una pequeña carretera comarcal que atravesaba los campos de conreo cercanos a La Garriga. - Estamos llegando… Adriana abrió los ojos sorprendida. - Cuando dijiste la ciudad creí que te referías a Barcelona. - Es que queda demasiado lejos de Bellavista… Mauricia dejó escapar una sonrisa tímida de sus labios y volvió a apretar la pierna de la joven. - Mereces tener tu oportunidad. Se estremeció al pensar en esa oportunidad que insinuaba Mauricia. Sabía que podía confiar en su hermana, intuía desde el principio que la iba a llevar allí. No podía ser de otra forma, ella era su gran nexo de unión con el mundo real. La mujer aparcó el Renault en una calle paralela a los Balnearios. Seguía haciendo un calor terrible y parecía que los neumáticos querían derretirse en el asfalto a cada maniobra del viejo R5. Al final, cuando las dos bajaron del coche y se quedaron cara a cara, Mauricia sonrió y le guiñó el ojo a su hermana. - Ya sabes lo que vas a hacer… Efectivamente, por supuesto que lo sabía. Adriana lo tenía clarísimo. Entre aquella pequeña calle y la casa de los Rovira tan sólo había unos cinco minutos andando. - Nos vemos en media hora, en aquel bar… Mauri señalaba con el índice un local algo angosto pero aparentemente confortable, clásico. - … digamos que tengo que ir a hacer unos recados, y te he dejado un ratito para “pasear” por el pueblo. Adriana casi se sonrojó con el tono que había adoptado su hermana. Agachó la cabeza y emprendió el camino de ida, sin volver la mirada atrás para evitar, por cualquier motivo, encontrarse con la mirada de Mauricia. No fuese caso que se llegase a arrepentir. Cruzó la primera esquina a la derecha. Anduvo después unos segundos en línea recta, cruzando un par de calles, hasta llegar a un parque público en forma de triángulo, curioso, en el que dos niños enfurecían a su madre empeñándose en mojarse uno al otro con el agua de la fuente.

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Sabía que tenía que girar de nuevo a la derecha, adentrarse en la Rambla, mirar a lo lejos, andar no más de un minuto a paso ligero para después, hacia la izquierda, pasando por debajo de la vía del tren, llegar a la pequeña avenida dónde estaban aquellas mansiones. No tardó en vislumbrar la casa decorada en oro y plata que pertenecía a la familia de Marina. Recordó por un instante esa extraña chica, pero aún más lo que su suicidio supuso para Carlota. Y para sí misma. Justo enfrente, allí mismo, estaba la casa. Seguía exactamente igual. Imponente, azul y verde, con aquellas filigranas misteriosas en las ventanas y el patio delantero cuidado y verde, a pesar de los rigores de ese verano. Pero sobretodo, por encima de todo, allí seguía la Torreta. Y en ella el ventanal redondo que ocultaba, a trasluz, un espacio que afortunadamente para la chica parecía vacío. Adriana se armó de valor antes de cruzar el umbral, adentrarse lentamente en el jardín, volver a sentir el suave y húmedo, agradable, tacto del césped jugando entre sus dedos. Volver a vivir. - ¿Quién hay? Levantó la mirada. Y allí estaba. En la ventana de la cocina, la misma ventana desde la que charlaron por última vez. Pero en esta ocasión Carlota estaba dentro y ella fuera. Aún así, pudo sentir el estremecimiento de su pelirroja amiga. Casi tanto cómo el suyo propio. - Soy yo, Adriana… De repente, aquella cara pecosa desapareció cómo una exhalación de detrás de la ventana. Y mientras Adriana seguía andando entre atemorizada y dubitativa, Román surgió de la izquierda, justo del lateral de la casa que daba acceso al patio trasero, aquel que tanto le gustaba, aquel en el que solía pasar horas enteras reflexionando. - ¿Adriana?... ¿De verdad eres tú? Un mundo entero pareció detenerse en aquel instante. Se cruzaron las miradas, la de él iba cargada de centenares de preguntas que la de ella se apresaba en esquivar. Pero sólo fueron unos segundos. Los que tardó Carlota en salir de la casa por la puerta principal y, con los brazos extendidos, abiertos en cruz, atravesar corriendo todo el jardín hasta llegar al lado de su amiga, de su mejor amiga, y poderla abrazar. Sentirse la una de la otra, cómo había sido durante los últimos meses en el internado. Cómo nunca debería de haber dejado de ser. - Te creíamos lejos, estudiando por ahí… Carlota abría los ojos exageradamente mientras analizaba las facciones de su amiga. Román no tardó en llegar con ellas, parecía aún más sorprendido que la pelirroja. Adriana tartamudeó un segundo hasta que encontró la respuesta correcta. - Yo… yo, he vuelto sólo por un día… para despedirme. Sus palabras fluyeron casi intuitivamente antes de acordarse de algo ciertamente importante. - ¿Audrey ya no está aquí? Román simplemente lo negó con la cabeza, pero Carlota parecía estar dispuesta a dar más información. - La eché. Se había vuelto una pesada. Un día se marchó, estuvo fuera desde primera hora de la mañana hasta pasada la tarde. Sin dar ninguna explicación. Fue entonces cuando se me encendió la luz…

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Adriana asintió con la mirada. - … pero hemos contratado una nueva asistente en la casa. Es una chica de aquí. Se llama Marta, y parece mucho más comedida y discreta que esa Audrey. Carlota parecía realmente satisfecha de sí misma. - Ya… en fin, sólo quería veros una última vez. - ¿Te vuelves a marchar? Román tomó la palabra. - Sí. - ¿Para siempre? - Eso parece, Román. Si nadie lo impide será así. Por un segundo, Adriana creyó que Carlota iba a ser capaz de entender lo que acababa de hacer. Sabía que él sí se habría dado cuenta. Acababa de lanzarle un dardo, un mensaje de socorro sin botella y sin papel, tan sólo con aquella mirada dulce que le recordaba lo que habían compartido en una habitación de hotel. Pero Carlota seguía en un mundo paralelo. En el mismo mundo que cuando Adri marchó de la casa. - Ah… eso está bien… sí, está bien. Así podrás conocer nuevas culturas y… Pero Adriana ya no la escuchaba. Lo que quedaba de la Carlota que había conocido en el internado era más bien poco, y apenas reconocía aquella muchacha nerviosa y charlatana que tenía frente a sus ojos. Ella, lo había sabido siempre pero no lo había querido reconocer hasta aquel preciso momento, sólo tenía ojos para Román. Y el chico sí parecía haber captado el mensaje de la joven matriarca. - ¿Pasarás a tomar algo? Carlota hizo un último ofrecimiento intentando recuperar la atención de su amiga. Pero ésta parecía dispersa, absorta, y no respondía. - Desde luego hay cosas que no cambian, Adriana, sigues viviendo en las nubes… ¡Digo que si quieres pasar a tomarte un refresco! - ¡Eh!... no, no gracias. De hecho ya me tengo que ir. Me espera el… el autobús. Sólo quería deciros adiós. La pelirroja abrazó a Adriana y le besó ligeramente la mejilla izquierda mientras sostenía su mirada clavada en la de la otra chica. Entonces se giró, se quedo de espaldas y, lentamente, casi sin quererlo, se despidió. - Seguro que, en algún momento, nuestras vidas se volverán a cruzar Adriana… Y volvió sobre sus pasos, en silencio, con su melena cobriza jugando con la brisa cálida de aquella tarde de agosto. Justo en el último momento, antes de cruzar el umbral y de entrar en la mansión, se giró y miró a Román. - ¿Vienes, cariño? El chico apartó los ojos de los de su novia y miró, con una ternura infinita, a Adriana. - Enseguida… - No tardes, que tenemos que ir a Barcelona… - Había pensado en acompañar con el coche a Adriana hasta su autobús… - No hará falta, seguro que ella sabrá llegar, ¿verdad?

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Adriana hizo un ademán afirmativo antes de volverse a despedir de Carlota con un leve movimiento de su mano derecha. Había desaparecido la sonrisa de su rostro, justo en aquel momento se dio cuenta de cómo habían cambiado. Nunca volverían a ser las de antes, ya no existía vuelta atrás. - Pues entonces, me despido de ella y voy contigo. Román clavó su mirada en la de Adriana. Su rostro alargado parecía haber adoptado formas aún más anguladas durante aquellas semanas que llevaban sin verse. Pero él también la veía cambiada. - Estás más delgada, y pareces mayor… el extranjero te está transformando. Intentó forzar una mueca simpática, pero seguía sin ser capaz de aislar el nerviosismo de su mandíbula. - ¿De verdad no vas a volver? Aquella pregunta pareció casi una esperanza rota. - No es tan fácil Román… y no tenemos demasiado tiempo. Tienes que ayudarme. Ya estaba hecho, Adriana había decidido recorrer su propio camino y tenía que ser, necesariamente, con él. - ¿De qué estás hablando? - Es tarde, muy tarde y me están esperando. Pero no para irme al extranjero Román. Me tienen encerrada en una especie de templo, dicen que soy alguien especial, un ser único… pero yo no entiendo nada. Me han prohibido volveros a ver, y necesito huir… necesito huir… Adriana no pudo reprimir las lágrimas. - ¿Qué estás diciendo? Pero a Román le costaba creer, y entender, todo lo que la chica decía. - Que no hay vuelta atrás, que si no me ayudas desapareceré y nadie volverá a saber nada de mí. - ¿Te has metido en una secta? - No es eso… es aún más complicado. - ¿Y dónde estás? - En Bellavista, con las Angelis. Román rebuscó en su memoria durante un par de segundos. - No me suena, ni una cosa ni la otra… Sin embargo Adriana no tenía tiempo para más explicaciones. - Si me crees, si tan sólo me crees un poco, dime cómo puedo huir, dónde puedo estar a salvo, dónde puedo encontrarte. Su voz se iba rompiendo a cada segundo. Por una parte estaba muerta de miedo porque sabía que estaba rompiendo todos los pactos, que aquello que hacía incluso podía acabar no tan sólo con ella sino con su propia hermana. Pero también temía que él la rechazase. - Adriana, no tenemos tiempo… Román buscó en el bolsillo trasero de sus vaqueros. Sacó una pequeña tarjeta de color verde y ocre y se la tendió a Adriana. La chica se enjugó las lágrimas para poderla observar detenidamente. Parecía una lista. - Son los hoteles de mi padre. Todos los que tiene. Tan sólo tienes que encontrar la forma de llegar a uno de ellos, ponte en contacto conmigo, para eso pregunta en recepción por Romi, y pide una habitación. Escóndete allí, tan sólo yo podré encontrarte. ¿Serás capaz? Adriana lo dudaba. Estaba segura de que no iba a poder.

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- Cómo mínimo lo intentaré… - Estaré esperando, Adriana. - Pero si no puedo, quiero que sepas que… Román le puso el dedo índice sobre sus labios para hacerla callar. - Seguro que podrás. Merecemos una segunda oportunidad… y ahora, debes marchar. ¿Te están esperando, verdad? Adriana asintió con la mirada. - Pues va, no les hagas esperar. Que no sospechen nada. Y, en cuanto puedas, ya sabes dónde encontrarme. La abrazó con fuerza para que ella sintiese toda su convicción en que aquello iba a salir bien, después besó sus dos mejillas y se despidió con un gesto mientras volvía hacia el interior de la casa. Adriana intentaba encontrar el valor en su interior. El efecto de la pirámide de Angelis no se había presentado en aquella ocasión, y la tarjeta de los hoteles del padre de Román temblaba entre sus manos. Demasiado difícil. Demasiado. Sobretodo porque temía que, en aquel preciso instante, las demás ya lo supieran.

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Una mañana cualquiera, Carolina -XXIV Cuando se despertó a la mañana siguiente, Marcela estaba sentada sobre su cama esperándola. Sonrió, pero era una sonrisa tensa, cargada de nerviosismo. Adriana se incorporó lentamente, estaba empapada de sudor, el calor y los nervios le habían jugado una mala pasada aquella noche. - ¿Qué pasó ayer? Marcela también parecía haber tenido una noche terrible. - No sé a lo que te refieres. - Todas intuimos algo, pero ninguna lo sabe a ciencia cierta. Y Mauricia, que es la única que seguro está al corriente, nos lo esconde. ¿Qué pasó ayer? Adriana sonrió. Se desperezó, aún tuvo tiempo para un par de bostezos y para estirarse un poco antes de contestar. - Yo creía que lo sabíais todo… - De eso se encargaba Mauri. Pero no parece estar demasiado receptiva con nosotras. - Quizás es que no haya nada que explicar. La joven matriarca recordaba perfectamente el viaje de vuelta en el R5. El silencio de Mauricia, aquel silencio que ella rompió durante tan sólo unos segundos cuando le confesó que lo sabía todo. Pero que no iba a decir ni una sola palabra porque había decidido ayudarla. Nada más llegar, Adriana escondió a conciencia la tarjeta del listado de hoteles y se dio un buen baño. Después, una cena silenciosa con las Angelis y aquella mala noche de la que se acababa de despertar. - Espero que no estés tramando nada, Adriana… por tu bien, y por el de Mauricia. Marcela se levantó algo incómoda de la cama. Miró a su alrededor, el sol ya se filtraba con fuerza por la ventana y el calor hacía mella en el apartamento. - No tardes en venir a desayunar. - Siempre puntual… Adriana sonrió cínicamente adoptando una mueca excesivamente burlona que Marcela pasó por alto. Había tomado una decisión. Lo hizo en el mismo momento en que supo que no estaba sola. No lo había estado nunca. Pero en aquel preciso instante, todavía menos. - Quiero que sepas que estaré atenta. Marcela no parecía dispuesta a entrar en el juego de sus hermanas. - Por supuesto. Las dos lo estaremos. Ni tampoco Adriana en el de la mujer que la desafiaba con aquella mirada tan fría. De repente Marcela adoptó una pose mucho más dulce, más relajada. - … si en el fondo yo… Pero se calló de golpe. Cómo aturdida. Cómo recuperada de repente de un gran vacío que la había atenazado durante unos segundos. Un vacío en el que sintió compasión. La misma compasión que la primera noche. La misma compasión que cuando cuidaba de Adriana en el internado. Era una compasión que se había enraizado profundamente, sin embargo, era una compasión que no tenía sentido alguno. Quizás era una compasión que provenía de aquel fuerte cansancio que la empezaba a aturdir. - ¿En el fondo qué?

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Volvió el silencio, el calor en cada rincón, la aspereza húmeda del aire que respiraban entre resoplidos. - Nada, Adriana. Nada. Hubiese deseado que todo aquello desapareciera en ese instante. Que aquella joven hubiera podido tener una vida normal, que ella misma jamás se volviera a sentir atada a su realidad. Todo era un anhelo triste y vacío que, nada más salir del apartamento de la joven matriarca, empezó a fundirse bajo el sol de agosto. Adriana acabó de desperezarse con una buena ducha. Abundante, refrescante. Se vistió con ropa ligera, el pelo recogido en un moño sobre la nuca y la cara limpia. Se puso las sandalias y el mundo entero sobre sus espaldas. Se sentía cansada, fatigada, tocada por una injusticia demasiado fuerte cómo para combatirla a solas. - ¡Nena!... La llamada de Mauri atravesó el silencio en menos de un segundo. - … Adriana, tienes que venir conmigo. Ha llegado tu momento… Aquellas palabras se aposentaron, nerviosas, en la mente de la joven matriarca. - ¿Qué momento? Pero Mauricia no tenía tiempo para explicaciones. Se acercaba rápidamente, con paso decidido, al apartamento de la joven. - Si no aprovechamos ahora, nunca podrás huir de tu destino… Adri se estremeció. Dudó un par de segundos de haber escuchado realmente aquellas palabras, pero enseguida se dio cuenta de que eran tan ciertas cómo el escozor que empezaba a sentir sobre su pecho. - ¡No puedo huir! Aunque lo deseaba. Lo deseaba más que nada en el mundo. Sin embargo, algo superior, algo que la trascendía a ella misma se lo privaba. Y seguía creciendo el dolor sobre su pecho. - ¡Arráncatelo! Mauri casi gritaba. - ¿cómo? En aquel momento la mayor llegó al lado de su hermana. Se lanzó sobre su cuello. Las dos cayeron por el empuje de Mauricia. Adriana intentó revolverse instintivamente, pero Mauri la agarraba con firmeza. - ¡Confía en mí…! Pero le era imposible. Tan sólo podía luchar por zafarse de aquellas dos manos que se habían asido a su joven cuello, forcejear para recuperar su libertad. Y además, seguía el dolor en el pecho. Crecía. Crecía a cada segundo. Crecía cómo un incendio avivado con gasolina. - ¡Para Adriana! De repente Mauricia lo consiguió arrancar con la mano derecha. Lo tuvo un par de segundos durante los cuales sintió cómo ardía, cómo aquel poder intentaba poseerla también a ella. Crecía en su palma, cómo un reflejo rojo que se hacía irresistible atravesando su mirada cristalina. Lo apretó contra su pecho casi desnudo. Lo sentía atravesándola, descubriendo sus secretos, apaciguando sus temores, controlando sus pensamientos, sus actos. Ese acto que iba a cometer. No podía hacerlo. No porque no le iba a dejar. - Mauri… ¡déjalo Mauri, déjalo!...

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Enseguida se dio cuenta. Era el talismán. Aquella pirámide. Adriana se había librado de la embestida de Mauricia, y gracias a aquello también el efecto de la piedra de las Angelis iba desapareciendo. Sencillamente ya no existía el ardor, ni el dolor en el pecho, siquiera aquella falsa calma tensa, ni tampoco el exagerado sentido de responsabilidad que tanto la había perseguido. La joven matriarca lo vio claro. Nunca antes lo había percibido de una forma tan cristalina. Debía deshacerse de la pirámide antes de que su poder también controlase a Mauricia. Y se abalanzó sobre ella que, de cuclillas a su lado, contemplaba extasiada esa piedra roja que ocultaba el poder de toda una familia, de todo el legado que arrastraba generación tras generación. Forcejearon. Las manos de Adriana buscaban con insistencia arrebatar el amuleto a las de Mauricia. Pero ésta se revolvía, luchaba, mordía hasta casi perder la noción de sus propios actos. - ¡Mauri, vuelve!... por favor, por favor… Adriana, desesperada, alargó su mano y cogió un viejo jarrón de vidrio de encima la mesilla de noche. Apartándose de su hermana con la izquierda, se esforzaba en mantener el equilibrio, calibrar las distancias, calcular la fuerza exacta para no herir a su querida Mauricia. Sin embargo no tenía tiempo. Mauri consiguió apoyar la pierna derecha sobre el suelo, su mirada había perdido detalle, mantenía la respiración entrecortada y apenas conseguía cerrar la boca para respirar por la nariz. - Lo siento... Y dejó caer su mano derecha con el jarrón incorporado sobre la cabeza de Mauricia. La cabellera castaña se sacudió poseída por un último arrebato, un último intento de supervivencia, de lucha, pero sus ojos verdes, aquellos intensos ojos verdes, se cerraron en silencio tras una breve lucha contra el mundo que perdía de vista. Después, un silencio, una oscuridad intensa que se difuminaba. Un paso en el camino del tiempo que avanzaba para llevarla hasta el final, aquel acantilado por el que caía victima de su propio fracaso. Silencio y más oscuridad. Adriana esperó sentada junto a ella hasta que volvió a abrir los ojos. Mauricia parecía desconcertada. Se llevó la mano derecha a la cabeza para tantear el origen de aquel intenso dolor. Aún había algún rastro de sangre, pese a las curas intensivas que su hermana pequeña llevaba minutos aplicándole. La buscó con su mirada, pero la joven matriarca parecía huirla. Avergonzada, culpabilizada. - ¿Dónde está? La voz de Mauricia resonó débil y ronca. - Allí… Adriana señalaba el otro extremo de la habitación. Debajo de un tiesto de hierro forjado asomaban los restos de la pirámide. - La has destruido. - Lo siento. - Ahora podrás ser libre. - Eso será si me lo permitís. Mauricia intentó sonreír, pero el dolor le atenazaba los músculos. - Siento haberte hecho esto.

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- No, Adriana, no debes sentirlo. Estaba a punto de caer bajo su control. Si eso hubiese pasado todo habría terminado. - ¿El qué? La mayor alargó su brazo derecho para apoyarse en los hombros de Adriana. Tensó los músculos, forzó las rodillas y se consiguió levantar algo quejosa. - Te voy a ayudar. - ¿Cómo? - Vas a huir de aquí. Adriana sintió un vuelco en su corazón. Un vuelco que iba acompañado de un tremendo peso causado por el miedo. - ¿Y Nana? Mauri suspiró profundamente. - Ella, hoy, no podrá hacer nada. Está lejos, demasiado lejos cómo para intervenir. - ¿Lejos? - Con Magdalena. - ¿Y no puede volver? La mayor sonrió. - No lo conseguirá a tiempo. - Pero Marcela tampoco lo va a permitir… Mauricia sacudió ligeramente la cabeza. Se llevó su mano derecha a la frente palpando la herida que le había dejado el golpe. - Desde luego has sido contundente… Adriana se excusó con la mirada. - … no te preocupes. De Marcela me encargo yo. También Adriana se levantó. Hacía mucho calor, demasiado pensó. Una huida debía ser discreta, y silenciosa. Con todo el estruendo que habían armado por culpa de la pirámide debían haber puesto en alerta a todas la demás Angelis. - No vamos a poder. - Confía en mí, Adriana. Mauricia abrazó por la cintura a la joven matriarca. Ambas empezaron a andar con un paso poco convencido. Llegaron a la entrada del apartamento de la chica. Fuera reinaba el silencio. Y la quietud. Quizás aquel exagerado calor sí iba a ayudarlas manteniendo alejadas a sus hermanas del exterior. Mauri esbozó una ligera sonrisa correspondida por la pequeña. Había llegado el momento. - Escucha, esto es lo que vamos a hacer… Las palabras de la mayor iban cayendo una tras otras, cargadas de serenidad, de tranquilidad, de confianza. - … yo no voy a poder acompañarte. Debo quedarme aquí para cubrir tu huida. Además, ellas me encontrarían, pero si estoy lejos de ti, les será más complicado hallar tu rastro. - ¿Mi rastro? - ¿No te has dado cuenta que siempre te he encontrado, estuvieses dónde estuvieses…? Adriana siempre se había preguntada cómo era capaz su hermana de estar tan cerca de ella. - Entonces, las otras también podrán…

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- No, las otras no. Esa es mi responsabilidad, sólo yo puedo hacerlo. Y si me niego les costará mucho más… - Pero a lo mejor no puedes luchar contra todas. Mauricia conservó un par de segundos la boca entreabierta intentando buscar una respuesta efectiva. - Si eso llega a pasar, espero que estés lo suficientemente lejos cómo para huir de tu destino. Adriana agarró con fuerza la mano de su hermana. - Necesitó que vengas conmigo, Mauricia. Un par de lágrimas cayeron tímidamente atravesando las mejillas de la joven matriarca. - Eso no va a ser posible. Yo te puedo encontrar en cualquier momento, Adriana… pero Marcela puede hacer exactamente lo mismo conmigo. Es una cadena. Si estoy a tu lado, siempre sabrán dónde buscar… Las palabras de Mauricia resonaron tristes. Eran palabras de resignación. Entonces Adriana lo entendió. - Tú también querrías huir… Mauricia utilizó el silencio para afirmarlo. - … pero no tienes quien te proteja… De nuevo la misma respuesta silenciosa. - … cómo yo te tengo a ti. Adriana besó con toda la ternura de qué se sintió capaz a su hermana mientras la abrazaba sintiéndose más unida que nunca a ella. - No vamos a tener demasiado tiempo, Adriana… Miró su reloj de pulsera. - … en unos minutos una amiga vendrá a buscarte. La joven matriarca abrió los ojos. - ¿Una Angelis? - No. No tiene ni idea de lo que somos. La conocí en la universidad, desde entonces mantenemos una amistad casi clandestina… las Angelis la conocen, pero no la aceptan. Nunca una extraña podrá entrar en nuestro círculo, son las normas. A Adriana aquello de amistad clandestina le pareció misteriosamente restrictivo. Sonrió ligeramente mientras apretaba con más fuerza la mano de su hermana. - Ella te va a ayudar. Vendrá a buscarte y te llevará a Barcelona. Allí tendrás que buscar tu propio camino, Adriana. La chica escrutó la profundidad espesa del bosque en busca de algún reflejo delator. - ¿Y si las demás pueden verla? Mauricia sonrió. - Ya me he encargado de evitarlo. Sacó del bolsillo trasero de sus pantalones una pequeña caja de medicamentos y se la mostró a su hermana. - Somníferos. Están todas aturdidas. No parecía excesivamente satisfecha, pero era el único camino. - Si Nana te descubre... Mauricia tapó con su mano izquierda la boca de Adriana. - Ya lo sé. Sé lo que me va a pasar, y lo acepto. No nos queda otro camino para huir de esto, Adriana.

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Empezaron a andar, atravesaron el patio trasero pasando por delante del abandonado cementerio. La nave principal del templo parecía también cansada de soportar aquel calor, mientras el campanario a lo alto reinaba majestuoso el cielo. - Adriana… - ¿Qué? Mauricia se aclaró la garganta mientras se secaba el sudor con la mano izquierda. - Siento haberte metido en esto… y sé que Marcela tampoco lo deseaba. Pero no teníamos otra elección. Adriana intentó sonreír, pero de repente se dio cuenta de que sin el talismán de las Angelis sus fuerzas habían casi desaparecido. Volvía a ser frágil. Quizás aquello que iba a hacer no fuese la mejor solución. Buscó en el bolsillo trasero de sus shorts la tarjeta con la dirección de los hoteles de Román. Mientras la apretaba con fuerza intentaba convencerse que debía hacerlo. Era eso o una condena en vida. - Mauricia, ¿y si no…? El rugido de un motor que provenía de más allá de la espesura. Silenció las palabras de Adriana y empujó sus piernas para que bajasen rápidamente la escalinata del templo. Mauricia corría delante de ella. - ¡Venga Adriana! De repente asomó en medio de la gran explanada de Bellavista un cuatro por cuatro plateado. El Toyota avanzaba rápidamente, con una firmeza casi liviana. Recorrió los últimos metros hasta llegar al lado de Mauricia, que se tapó la nariz con la mano derecha para evitar el polvo. Adriana tardó un par de segundos más en llegar. Cuando bajó la conductora la joven matriarca pudo entender enseguida la complicidad que compartían con tan sólo cruzar una mirada. - Ella es Carolina, te llevará a Barcelona. La mujer se acercó hasta Adriana, le alargó la mano derecha y, tras saludarse, volvió a entrar en el coche. - Adriana, no te lo pienses más… ¡no tenemos todo el tiempo del mundo! La joven matriarca suspiró profundamente, abrazó a su hermana y la besó, una vez más, en la mejilla. - ¿Nos volveremos a ver? Mauricia sonrió. - Espero que no. Adriana empezó a sollozar, las lágrimas acudieron abundantemente y se agarró con fuerza a Mauricia. - No sufras, Adri. Esto nos hará libres a las dos. Además, seguro que en otra vida volveremos a estar juntas. Adriana se despegó de su hermana. - Jamás te olvidaré. - Tampoco yo. Las lágrimas acudieron al rostro de Mauricia. - Quizás nos estemos equivocando. - Sería demasiado tarde para pensar en eso. No mires atrás ahora, Adri, lucha por salvarte. Carolina hizo rugir el motor del Toyota. Era preciso marchar. - ¡Venga sube al coche!

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Mauricia empujó a su hermana por la cintura. Sabía que aquel camino no tenía vuelta atrás para ella, y temía que tampoco para Adriana. - Esto no puede acabar así para nosotras, no ahora Mauri… Pero ya no había tiempo para nada más. Mauricia cerró la puerta del acompañante en seco. Se enjugó las lágrimas con la palma de la mano izquierda mientras se despedía de Adriana con la derecha. Desde dentro del Toyota, mientras Carolina empezaba a maniobrar para dar media vuelta, Adri lloraba aquello que acababa de hacer. Sabía que había condenado a su hermana, y a ella misma. Sabía que quizás todo lo que le esperaba era un pequeño bocado de realidad en medio del gran pastel en el que se encontraba perdida. Y, mientras el todo terreno se alejaba con agilidad, Adriana contemplaba por el retrovisor cómo su hermana se iba haciendo pequeña, lejos, cada vez más lejos. Y detrás de ella, ese magno templo que también parecía querer despedirse de la joven matriarca mostrándose imponente, indestructible. Adriana supo que nunca iba a volver. Seguro. Bellavista no la iba a acoger de nuevo. Allí se acababa su historia. Y no sabía si empezaba una nueva, o tan sólo iba a vivir el epílogo.

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Barcelona, traspaso -XXV Pasó el viaje hasta Barcelona en silencio. Intentando imaginar lo que iba a suceder en Bellavista cuando descubrieran aquella trama. Recordó la sonrisa de Mauricia, aquella sonrisa que nunca volvería. Ni tampoco la suya propia. Quizás no había tiempo para las sonrisas. Carolina, a su lado, también condujo en silencio. Siquiera el sonido de las canciones en la radio parecían distraerlas de sus propios pensamientos. Después, ya en la ciudad, cerca del mar, se detuvieron. Había llegado la primera parada de aquella última huida. - Espero que todo esto haya valido la pena… Adriana se dio cuenta de que, prácticamente, aquella era la primera ocasión en que Carolina le había dirigido la palabra. La siguió contemplando en silencio, esperando más explicaciones. - … porque saber que no volveré a verla me hace cuestionarme si realmente lo mereces. Y calló. Dejó de hablar. Ni tan sólo le dirigió una mirada a Adriana. Pero si lo hubiese hecho se habría dado cuenta de lo vidriosos que tenía la joven sus ojos. Después, Carolina volvió a poner en marcha el motor del Toyota. - Mauricia me dijo que sabrías qué hacer. Yo me voy, no permitas que su sacrificio sea en balde… Miró de arriba abajo a la joven. - … aunque, sinceramente, seguro que si lo ha hecho es por un buen motivo. Cerró la puerta detrás de una sonrisa rápida, casi invisible. Dejó a Adriana sentada a orillas del mar, contemplando cómo aquel todo terreno desaparecía engullido por la multitud de la gran ciudad. Luego, durante un par de horas, tan sólo se esforzó en respirar el aire puro que llegaba de más allá de las olas. Aquella ventisca que la visitaba desde el horizonte y le recordaba que había vida más allá de Bellavista. Sacó la tarjeta verde del bolsillo trasero de sus shorts. Si Román de verdad deseaba que se volvieran a encontrar, si su huída iba a tener algún sentido, él la estaría esperando. La tarde caía lentamente sobre su cabeza, pero seguía haciendo el mismo calor en aquella playa repleta de personas, de turistas, de individuos perdidos, aunque ninguno tanto cómo ella. Se puso en pie de un salto. Era la última oportunidad de reconducir aquella vida por la que estaba luchando. La misma vida por la que Mauricia se había sacrificado tanto. Esa tarjeta triste era su vía de escape. La oportunidad que merecía. Era la puerta hacia Román. Y realmente el padre del chico tenía una empresa importante. La lista de hoteles era extensa, y además poseía establecimientos en la mayoría de las ciudades importantes del mundo entero. Desde Nueva York hasta Roma, pasando por Barcelona. Allí, cerca del mar, tenía un par de ellos. Adriana miró las direcciones. Pese a haber pasado toda su vida viviendo en aquella ciudad la conocía más bien poco. Nunca tuvo un interés real en ella. De los dos hoteles, uno estaba en la parte alta, en la Travesera de Gracia. El otro quedaba en la misma Diagonal, cerca de la Plaza de las Glorias. Aquel estaba más cerca de la zona del Forum, dónde ella respiraba aún intranquila.

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Se calzó de nuevo las sandalias y empezó a andar rodeada de la ciudad. Envuelta por un mundo extraño, amenazador. Un mundo en el que cualquiera podría ser una de ellas. Una Angelis que la descubriese. Se sentía agobiada. Se sentía sola, triste, desamparada. Adriana no podía quitarse de su cabeza las palabras de Carolina. Le dolía, pero entendía exactamente porqué Mauri le dijo que no se iban a volver a ver. Sabía cual era aquel sacrificio, y la culpabilidad le atenazaba hasta las piernas. Decidió utilizar el tranvía. Carolina le había prestado unos Euros para poderse mover por Barcelona con algo de soltura. Tenía que llegar lo antes posible a aquel hotel. Lo antes posible y, a poder ser, lo más discretamente que fuese capaz. El trayecto en el tranvía apenas duró unos cinco minutos. Bajó frente al centro comercial. Preguntó. Le dijeron que debía andar un par de calles en dirección mar, después cruzar la Diagonal y adentrarse un poco a su derecha. El hotel estaba justo allí mismo. Cuando lo vio se sintió tremendamente aliviada. Entre aquel y el Hotel del Valle había numerosas diferencias. Pero sin duda el tamaño era la principal. El de Barcelona crecía hacia el cielo y parecía no querer detenerse. Su fachada de vidrio imponía casi tanto como el espectacular hall de mármol travertino que la recibió. Se acercó lentamente hasta el mostrador. Allí la chica joven, de unos veintipocos, con cabellera rubia y ojos verdes la aguardaba con una sonrisa casi cínica mientras miraba su indumentaria y la reseguía arriba y abajo una y otra vez. - He venido para encontrarme con un amigo… me dijo que preguntase por Romi… Entonces el rostro de la recepcionista cambió. Se volvió más serio, más disciplinado, casi formal. - Por supuesto, señorita. Supongo que querrá una habitación. Adriana asintió sin más mientras aquella joven rubia buscaba en su ordenador. - Necesitaría su carnet para tomar nota de… - No lo llevo encima. No era cierto, Adriana siempre llevaba consigo aquel pequeño bolso de tela en el que guardaba religiosamente su identidad. Pero entendió que debía ocultarse lo máximo posible. - Sin su DNI no puedo hacer la reserva. Adriana chasqueó la lengua e hizo rechinar sus dientes. - Creo que eso no va a ser importante. Romi no me dijo que lo fuese a necesitar… De nuevo volvió la tensión al rostro de la recepcionista. - Entiendo… pero quién le digo que le espera. No hacía falta ningún nombre. - Él me está esperando a mí. Sabe quien soy. Pronunció una amplia sonrisa, la primera de aquel extraño día, mientras recibía de las manos trémulas de la rubia la tarjeta de su habitación. - ¿Cuánto tardará en llegar? La recepcionista levantó su ceja izquierda buscando la respuesta en su mente. - No creo que mucho. Está aquí cerca desde ayer por la tarde. Se ha pasado las últimas horas llamando para saber si alguien pregunta por él.

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Clavó su mirada en Adriana cómo preguntándose si ella era aquel alguien que tan interesado tenía al hijo del jefe. - Entonces, la próxima vez que llame decidle que ya he llegado. Adriana golpeó el mostrador con la yema de los dedos de su mano derecha para despedirse de la recepcionista rubia. Cruzó el recibidor, entró en el ascensor panorámico y picó el seis. Si aquello tenía algún sentido estaba a punto de saberlo. Se preguntaba qué iban a ser capaces de hacer las Angelis con tal de encontrarle. A quién se llevarían por delante. Mientras pasaba la tarjeta por el lector de la puerta de su habitación, la 6097, Adriana sintió un tremendo pinchazo en su bajo abdomen. Enseguida lo entendió. La Angelis que llevaba dentro también era una enemiga. Por un momento se sintió casi culpable. Se había olvidado totalmente de su hija. De aquella primera Angelis que iba a traer al mundo. Dudó. Dudó de que estuviese haciendo lo correcto. Adriana se echó a la cama llorando, los pinchazos se extendían, cada vez eran más dolorosos, más intensos. Intentó encogerse pero seguían allí, tensaba las piernas y nada. Lo probó con un par de posiciones más pero el resultado siempre era el mismo. El dolor sólo hacía que aumentar. Hasta que, de repente, se sintió húmeda en la entrepierna, los pinchazos se hicieron mucho más secos, más duros, más continuados y ella no pudo seguir luchando. Adriana no sabría concretar si soñó o si aquello era más real que todo lo que le había sucedido. Pero en su delirio vio la muerte de Mauricia, el juicio y su condena. Aquel destino que las unía y que se había vuelto en contra de las dos. Mauri no chilló, aguardó en silencio su castigo. En paz. Igual que aquella Adriana soñada que también se mostraba calmada mientras las Angelis decidían cual debía ser su punición. Había llegado su momento. Pero este momento era el de regresar a los orígenes. Polvo al polvo decía Nana. Polvo al polvo repetían todas las Angelis congregadas en torno a la joven matriarca. Polvo al polvo se repetía para sí misma Adriana mientras Mauricia ardía en la hoguera de su culpabilidad. Después, al abrir los ojos rodeada de aquella blanca asepsia se sintió aún más culpable. Y al verle. Al darse cuenta de que no estaba sola empezó a comprender que todo se estaba acabando. Román deslizó suavemente su mano derecha hasta poder apretar, con fuerza, la izquierda de Adriana. - Ya ha pasado todo. Has sido muy fuerte. Adri sabía que no eran necesarias las preguntas, pero aún así sintió la necesidad de hacerla. - ¿Qué me ha pasado? Una leve arcada recorrió su esófago hasta instalarse en el nacimiento de su garganta. Aquel mismo sabor amargo dominaba cada rincón de su boca. - Lo has perdido. Román intentó un gesto de desolación mientras desplazaba la mano hacia el bajo abdomen de la muchacha. Adriana chasqueó la lengua y suspiró profundamente. Ya no iba a ser matriarca. Aquello había acabado. Y quizás todo lo demás empezaba a seguir el mismo camino. Sus ojos se entornaron. - No sufras… estás bien. Eso es lo importante.

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Pero lo que él no sabía es que Adriana no estaba preocupada por aquel aborto, sino por ella misma, por su vida, por una vida que sentía apagarse lentamente. - ¿Cuándo podré salir de aquí? Las palabras fluyeron confusamente, ahogadas todavía en el regusto desagradable que infectaba su aliento. - En cuánto te den el alta. Román intentó sonreír, sin éxito. Pero Adri no estaba satisfecha. - No podemos esperar, No tenemos tanto tiempo. La chica clavó su mirada cristalina en los ojos de Román. Con ella casi imploraba otra salida. - Pero tu salud, Adri, es lo primero. Adriana sacudió ligeramente la cabeza mientras agarraba con todas sus escasas fuerzas la mano de Román. - Lo primero es salir de aquí… ahora. Por favor… Sin embargo él mantenía su mano sobre el vientre de la joven. - El niño era… Lo entendió enseguida. - ¿Qué te hubiera gustado? Román dudó un segundo. - ¿Mío? Adri buscó fuerzas para sonreír. Si hubiera podido elegir hubiese deseado que aquella respuesta fuese la correcta. Pero no pudo seguir ningún otro camino, y el que recorría empezaba a llegar a su final. - Ya no importa, Román… ya no importa Bajó su mirada, bajó su cabeza e incluso sintió cómo su propia alma también se venía abajo. Él seguía contemplándola desde una distancia auto impuesta, serena, pero inquisitiva. Entonces fue cuando Adriana sintió un nuevo pinchazo. - ¿Ella está contigo? Román elevó la ceja izquierda en señal de duda. - ¿Carlota? Adriana tan siquiera había pensado en ella. - No, Marta… - ¿Qué importa esa muchacha ahora? Importaba demasiado. Demasiado incluso cómo para poderlo explicar. - Nos tenemos que ir… ahora. Con un rápido movimiento de cintura, Adriana se liberó de las sábanas que la oprimían contra el colchón, sentía la calidez de aquella habitación en su espalda desnuda, una agradable sensación que frustraba el intento de su vientre de volver a debilitarla. Román la siguió con la mirada, rodeó la cama resoplando, claramente a disgusto con lo que sucedía, sorprendido porque no podía entender el nerviosismo de Adriana, nervioso, también, porque ya no acertaba a encontrar respuesta a las múltiples preguntas que aquella muchacha sembraba en su mente. Sin embargo estaba dispuesto a seguirla. Totalmente convencido porque sabía que, en cualquier destino, en cualquier lugar, él estaba hecho para ella. Seguía sin poderlo explicar, se sentía atado por siempre a Adriana.

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cerca.

Y por eso la iba a llevar lejos de aquel hospital. Allí dónde ella quisiera. Aunque aquello significase llevársela al fin del mundo. O un poco más

- Vayámonos a Roma… Román pronunció lentamente su sugerencia. En Roma se habían conocido y tenía la sensación de que su futuro se iba a decidir en la ciudad eterna. - Me parece bien… A Adriana le seguía pinchando con una insistencia enfermiza el vientre. Aún así intentaba sonreír mientras se volvía a vestir con los shorts y el pequeño top. Y sonreía porque muy en su interior tenía la convicción de que aquello era por lo que estaba luchando. Que no había vuelta atrás, era consciente, pero cómo mínimo, estaba dónde realmente deseaba. Además, y aquello era importante, los ojos de Román le infundían muchísima confianza. Tanta que apenas era capaz de recordar Bellavista, aunque no conseguía olvidar las palabras de Carolina. Una vez tras otra volvía a su mente aquello del sacrificio en balde de Mauricia. Adriana se estremecía, sentía un atisbo de pánico que iba ascendiendo desde su estómago hasta aposentarse entre sus pechos. Si realmente Mauri había sido sacrificada tan sólo por ayudarla, se preguntaba qué iban a hacer con ella tras su gran traición. Por eso debía escapar de Barcelona, debía huir de España, ir lejos, más lejos de dónde ellas pudiesen llegar. Salieron rápidamente de la habitación, Román sujetaba a Adriana con firmeza, pero sin rudeza. La chica sentía algo difusa su mente, y apenas conseguía dar cuatro pasos seguidos sin tropezarse. Jamás se hubiese imaginado tan débil, tan enferma. Román consiguió evitar las miradas de las enfermeras y los pocos residentes y doctores que, en pleno agosto, parecían más preocupados del aire acondicionado que de ellos dos. Adri seguía llevándose con insistencia las manos a su bajo vientre. Todo se iba difuminando. Tragó saliva, miró hacía el frente. Debía luchar. Por Román, por Mauricia, por ella misma… por las Angelis o contra ellas. Le daba igual. Sólo sabía que había llegado el momento de plantar cara a su destino. Por eso, cuando se irguió, elevó su barbilla y sostuvo su frente en alto, brillando sus ojos y alargando el rictus de su labio, Román sintió un leve cosquilleo recorriéndole la espalda. Tuvo la sensación de que estaba viviendo algo especial, trascendental, algo que le superaba. Algo que siquiera podía acertar a comprender. La siguió con la mirada. Adriana se había despojado de su brazo, avanzaba firme a través de los pasillos asépticos del viejo hospital de la ciudad. Después, cuando consiguió reaccionar, siguió sus pasos con rapidez. La chica caminaba decidida, cómo si conociese cada rincón, cómo si toda su vida dependiese de salir de aquel centro. Porque dependía. Adriana sentía la presencia de sus hermanas demasiado cerca. Era una presencia peligrosa. Su vientre vacío ya no las unía, nada la hacía ser una Angelis excepto su propio origen. Y quizás aquel destino, no el que Nana le había presentado en lo alto del campanario. Tal vez, ese otro que se iba gestando a cada paso. El que nació con la muerte de su hija.

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Bajaron por las escaleras. Adriana se sintió liberada de la presión en el vientre. Detrás quedaban los restos de aquello que pudo haber sido, pero que jamás debió ser. Y delante. Delante se le presentaba una nueva posibilidad. Un mundo que, por efímero, se iba a convertir en una esperanza resquebrajada, un primer paso hacia el final. Por eso, cuando se sintió golpeada por el rugido de aire caliente y pegajoso de la ciudad en Agosto, creyó que era el propio infierno el que saludaba sus pasos. - ¿Dónde tienes el coche? Posó sus ojos sobre los de él, esperando lo que iba a suceder. - Espérame aquí. Enseguida vengo con él. Pero Adriana se negó. Esperar era el problema. No había tiempo para eso.

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Barcelona, huida -XXVI Román la ayudó a acomodarse en aquel Alfa negro. Los asientos de cuero, el color de la carrocería y el fuego que caía a muerte sobre la ciudad habían convertido el interior del deportivo en lo más parecido a una sauna sobre ruedas. Adriana seguía algo mareada, débil, había intentado demasiadas cosas en los últimos meses, demasiados pasos hacía adelante seguidos de huidas para volver atrás. Se dio cuenta de todos los sueños rotos, de lo lejos que estaba de lo que hubiese deseado ser tan sólo medio año antes. Sus propios padres adoptivos la creían muerta. Carlota se había ido alejando de ella. Mauricia seguro había desaparecido castigada por las Angelis… y cómo ella todas las que había ido queriendo durante aquel tiempo. Sólo él, Román, seguía firme a su lado mientras conducía, en un silencio casi sepulcral, el deportivo por las calles de Barcelona. - ¿Cuándo me vas a explicar lo que te ha pasado? Adriana posó sus ojos tristes, cansados, en los del chico. - ¿Qué quieres que te explique? Román resopló ruidosamente. También parecía cansado, también parecía triste y algo desconcertado. - Ya lo sabes Adriana, lo sabes perfectamente. Cómo sabes que lo he dejado todo por ti, he abandonado a Carlota, a mi familia, me he adentrado en una especie de fuga de no sé bien qué o quien sin casi hacerte ninguna pregunta… tenía una vida cómoda, una vida perfecta que he dejado atrás por ti. Sólo quiero saber cual ha sido el motivo para crear toda esta locura… El silencio se tragó las última palabras del chico. Ella siquiera se atrevió a mirarlo, entreabrió los labios, notó la saliva cortada sobre su lengua y de nuevo ese regusto amargo que le subía por el cuello. - No me vas a decir nada… En el fondo, sabía que iba a obtener ese oscuro silencio por única respuesta. Y es que Adriana no estaba segura de que Román pudiese ni tan sólo acertar a entender una mínima parte de todo lo que le había sucedido desde la primera vez que se cruzó con Nana en el internado. Temía parecer una loca, una mujer que había perdido el norte. Lo temía porque ella misma no estaba convencida de que fuese realmente de aquella forma. Por eso, se mordió la lengua cuando notó que las primeras explicaciones llegaron a ella. Se la mordió y notó un regusto extraño, aquella sensación desagradable de estarse tragando su propia sangre, su propia vida. - El mundo… - ¿Perdón? - El mundo, Román… el mundo se me ha caído sobre la cabeza. Siento que me cuesta respirar. Adriana reposó su cabeza, se llevó una mano a la frente y suspiró profundamente. - ¿No tiene aire acondicionado este coche? El chico manipuló los mandos del climatizador para satisfacer las necesidades de Adri. Siguieron, después, unos minutos largos y espesos en aquel mismo silencio sepulcral que lo había llenado todo entre ellos unos instantes antes.

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Hasta que volvió la pregunta. Y Adriana se lo quedó mirando con esa cara de culpabilidad que no conseguía sacarse de encima. Todo era complicado. Demasiado complicado. - Sería excesivo, incluso para alguien cómo tú. Adriana intentó llevar su mano derecha al pómulo izquierdo de Román. Pero él se la apartó con una cierta brusquedad. - Excesivo, ya… pero eso no ha evitado que hayas acabado recurriendo a mi. Desapareces después de lo que hubo entre nosotros en el hotel… después, cuando todos te creíamos en el extranjero, haces una aparición misteriosa pidiéndome ayuda. Yo, por supuesto, acepto. Una vez más. Llegas a Barcelona, me vienes a buscar a uno de mis hoteles, y cuando te encuentro estás desmayada, bañada en sangre y recién abortada… Román se mordió la lengua para intentar no dejar escapar todo lo que pensaba. - … no me negarás que una explicación sería lo más adecuado en esta situación. La chica asintió con la cabeza. Quizás era lo más adecuado, pero no lo mejor visto lo que estaba viviendo. - Será la última vez que recurra a ti Román, te lo prometo. Él sacudió fuertemente la cabeza. - No es eso lo que te estoy pidiendo… - Lo sé, pero aún así, debo dejarte al margen de toda esta historia. - ¿Qué historia? Adriana se secó las lágrimas que amenazaban con brotar de sus ojos. - Una que no debería tener nada que ver contigo… y apenas conmigo. Fue en aquel momento cuando volvió. Román, cansado de hablar, sacó de la guantera una pequeña caja metálica de color ocre y la dejó sobre las rodillas de Adriana. - ¡Ábrela! La chica aguantó su mirada de piedra, una mirada que parecía haber sido abandonada por cualquier rastro de sentimientos. - ¿Qué es? - Un regalo de Carlota… Adri se atragantó con su propia saliva. - ¿Carlota? - Ajá… lo guarda desde hace un tiempo. Siempre dice que lo necesitarás. Pero no sé a qué se refiere… en todo esto, creo que no sé nada ¿lo abres? Cogió con firmeza la cajita, sus manos de mujer joven temblaban, parecían sacudidas por un temor que iba más allá de su comprensión. - No sé por qué te lo guardaba, pero lo cierto es que es bonito. Parecido a uno que tu tenías. La mirada de Román se posó en el cuello desnudo de Adriana. En ese instante lo comprendió. Levantó ligeramente la caja, dejó que el intenso sol de aquella tarde de verano inundase sus rincones y después suspiró profundamente, con un anhelo entrecortado y doloroso porque allí volvía a estar, aguardándola, idéntica a su vieja pirámide. Y volvió a sentir el poder, el placer, aquella sensación de control y calma que infundía la piedra roja sobre su cuerpo. Se liberó. Respiró aliviada, dominada pero libre de miedos.

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La agarró con la mano derecha. Miró a su alrededor. Román se había detenido en un pequeño descampado a las afueras de la gran ciudad, la observaba intrigante, misterioso, con los ojos fijos desorbitados. Y ella seguía acercándose la pirámide a su corazón, para volverla a sentir, para recuperar el tiempo perdido. El mundo perdido. Para recuperar su familia. Y justo en aquel instante sintió una mano fría, gélida, una mano invisible que sujetaba con firmeza sus brazos, que la oprimía. La misma mano que había luchado con ella, por ella, a su lado. Adriana se sacudió, se revolvió en su asiento ante la mirada atónita de un Román apenas recuperado de su asombro. Era una lucha contra una hermana invisible recuperada tan sólo por un último instante de lucidez. Una lucha contra quien no iba a permitir que todos los esfuerzos de su vida fuesen en vano, que su sacrifico fuese en balde. Adriana gemía. Chillaba No quería abandonar de nuevo su pirámide, porque se sentía unida a ella, porque era lo único que la salvaguardaba de su propia realidad. Se aferró con las uñas a aquella piedra roja, luchó por ella con cada aliento, con cada bombeo de su corazón. Era su última, la última oportunidad. Pero aquella vez no fue la mano de Mauricia. Román se abalanzó sobre ella, arrancó de sus manos el colgante, salió del deportivo a trompicones, tropezándose con el cinturón, casi cayendo, corrió para aprovechar su ventaja física sobre la joven Adriana, y una vez allí, en lo alto de uno de los acantilados de la costa del Garraf, miró por última vez aquella extraña pirámide roja, que brillaba más que nunca, que lo hacía sentir incómodo, trágico. Y la lanzó. Lo más alejado posible, tanto cómo le permitieron sus fuerzas, sus brazos firmes y tersos bajo el calor de verano. La lanzó justo en el momento en que Adriana ahogó su último grito en la lejanía del precipicio mientras contemplaba la caída libre que había emprendido su cada vez menos preciada pirámide. Unos minutos después, sentada en el regazo de Román, sollozando, luchando contra un corazón desbocado y su respiración entrecortada, entendió que los tentáculos de las Angelis no iban a permitir que se liberase tan fácilmente de ellas. - ¿Qué te ha pasado, Adri? Román no se había atrevido a preguntarlo hasta ese momento. Y sabía que tampoco tenía sentido haberlo hecho en ningún otro, siquiera en aquel, porque no iba a haber más respuesta que otra pregunta. - ¿Quién se lo dio a Carlota? El chico pareció pensárselo durante un par de segundos. - No te lo sabría decir seguro… creo que Marta. La nueva asistenta de la casa. Adriana sonrió. Ya lo sabía. - Román, debes mantenernos alejados de ella. Es peligrosa. - ¿¡Marta!? Los ojos del joven reflejaban sorpresa, incredulidad. Adriana se limitó a asentir con la cabeza, en silencio, perdiendo su mirada en la línea del infinito. - Pero si es un trozo de pan… - ¡No!... Adriana sintió unas fuerzas renovadas. - … es una de ellas.

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- ¿Una de quien? Adriana tragó saliva. Buscó una frase convincente. - Una de las mujeres de las que estoy intentando huir… Él se secó el sudor de su frente con la mano derecha y respiró ruidosamente. - Entonces… es cierto. Es verdad lo que decían de ti, es verdad lo de la secta. Carlota tenía razón. La secta. Adri se preguntó en cuantas ocasiones había creído ella misma en esa teoría. Cómo iba a negárselo. - Si te dijese que es aún peor, ¿me ibas a creer? Román hizo un gesto confuso con la cabeza. - Pues entonces, piensa lo que te parezca. Tampoco estarás demasiado equivocado. Y volvió el silencio. Adriana se iba recuperando lentamente de la agitación que había vuelto a su cuerpo tras estar de nuevo en contacto con la pirámide. Se preguntaba constantemente qué habría pasado si hubiese sido capaz de aceptar su responsabilidad, si se hubiese convertido en una fiel sucesora de Nana. Pero aquello quedaba demasiado lejos. No podía volver, y aunque lo quisiera, sabía que no iban a volver a confiar en ella. Era un riesgo demasiado grande. Se hacía imperiosamente necesaria una huida hacia delante. - Vayámonos de una vez… Adriana lo soltó casi sin pensarlo. - ¿A dónde? - Ya lo sabes. - Roma. La chica asintió con la cabeza. No había ningún otro lugar. Además, Adriana sabía que nunca se podría escapar de su destino. Que iba a ser imposible. - Pues si es lo que te apetece… Román interrumpió la frase para buscar la mirada de Adriana. Cuando la encontró, se topó con unos ojos enrojecidos, cansados, pero dispuestos a cualquier cosa. - … si es lo que te apetece, hoy mismo lo preparo y nos vamos esta noche. ¿Te parece bien? Claro que le parecía bien. Adriana se acostó sobre el hombro cansado de Román. La tarde pasaba muy lentamente, esas tardes de agosto invitaban a cometer alguna locura. Aunque Roma no fuese el fin del mundo. Pese a que en Roma, lo sabía perfectamente, nunca iba a poder ocultarse. - Román, si te lo explicase prométeme que me creerías. El muchacho arqueó su ceja derecha. - Casi parece místico… Intentó sonreír. Buscaba romper el ambiente de nerviosismo que se había creado entorno a ellos. - Místico es una buena definición. - Pues Roma es una ciudad muy mística. - Sí… - Ideal. - Eso espero.

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Adriana se llevó las manos hacia su pelo y suspiró profundamente. - Si todo esto acabase… ¿volverías con Carlota? El chico la miró en silencio durante un par de segundos. Después chasqueó la lengua y contempló lánguidamente el mar que se extendía a sus pies. - Esto no tiene porque acabar… - Pero si pasa… - … si pasa, si se acaba, no podría volver a mi vida anterior. No después de conocerte, Adriana. Sus ojos se volvieron a clavar en la mirada marrón de la joven. Sonrió. Ambos lo hicieron. Adri sintió de nuevo un pinchazo en su bajo vientre, pero prefirió ignorarlo. Ignorar el dolor que le recordaba un pasado demasiado presente, demasiado amenazador, que se evaporaba fugazmente entre los tan añorados y dulces labios de Román. Después, lentamente, con la misma parsimonia con la que Adriana creía estar viviendo su vida antes de conocer a Nana, se separaron, se acariciaron, se besaron las yemas de los dedos, se susurraron. Y se abrazaron. Mientras Adriana escuchaba el latido del corazón de su chico, sabía, se dio cuenta de cómo lo sabía, que todo aquello se iba a acabar muy pronto. Demasiado pronto. Pero no había vuelta atrás. Adriana cerró los ojos. Evitó las dos o tres lágrimas que amenazaban en el lagrimal con descender a través de las mejillas. Se mordió la lengua para no sollozar. Si le hubiesen dado la oportunidad de elegir una vida, se preguntaba si habría vuelto a escoger la misma. Sabía que la respuesta era afirmativa. Por él era afirmativa. Se agarró fuertemente al brazo, robusto, de Román. Adriana sabía que aquel momento se podría haber hecho eterno y nunca le hubiese sido suficiente. Respiró el aire puro, la brisa marítima, y la sintió llenándole su pecho de vida. Vida renovada. - Vamos a ir al hotel de mi padre… Román se incorporó y tendió su mano para levantar a la joven. - Prefiero que no. - ¿Por qué? - Nos estarán esperando. Saben que iríamos allí. El muchacho suspiró. - ¿Quién nos estará esperando en el hotel, Adriana? - Es igual… - Está bien, dónde tu digas, lo que tu quieras… - Sólo quiero estar contigo. - ¿Y cuando volvamos? Adriana se calló. Algo se lo decía en su interior. Sabía que no iba a tardar demasiado en tiempo en saber que no iba a poder regresar a casa. Pronunció una sonrisa dedicada a Román, una sonrisa cargada de un rictus trágico pero sereno. - Sólo sé que quiero estar contigo.

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Mientras repetía y pronunciaba cada palabra, sentía un escalofrío recorriendo su espalda. Aquella espantosa sensación se transformaba y expandía hasta hacerse presente en sus dedos, ausentes de tacto. - Adri… Román la miraba a escasos centímetros, los mismos que a ojos de Adriana parecían un universo sobre ellos. - … no voy a dejar que nada nos separe, te lo prometo. El calor de agosto engulló aquellas palabras de la misma forma en la que Adriana tuvo que tragarse las lágrimas que acudieron a su rescate. Era tarde, tarde para empezar de nuevo, tarde para promesas. Y sin embargo, deseaba con todas sus fuerzas que pudiese cumplirlas.

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Roma, 255 -XXVII El avión, aquella mañana, voló más silenciosamente de lo habitual. Era el amanecer cuando despegaron de un apagado aeropuerto de Barcelona para llegar, algo menos dormidos, al Leonardo Da Vinci de Fiumicino. Detrás quedaba una huida que había dejado demasiadas bajas en el lado de Adriana. Aunque aquello, Román seguía sin saberlo. Y tampoco lo iba a llegar a descubrir. Adriana se despertó ligeramente apoyada sobre el hombro derecho de su pareja. La mañana romana se levantaba calurosa, relajada pero algo melancólica. El traqueteo constante, incesante, rutinario del autobús les había llevado hasta el centro mismo de la capital italiana. Allí, a pocos minutos de Termini, ante Roma y ante el mundo entero, se levantaba de nuevo el mismo hotel moderno, levantado a golpe de talón en medio de las ruinas romanas. Y, en él, la 255 esperándoles. - Sigo pensando que deberíamos haber ido al hotel de mi padre… Adriana asintió sin siquiera escuchar lo que Román le proponía una y otra vez. Aquel era un tema zanjado. Tenía que ser allí, en ese hotel, en aquel momento. - ¿Qué estará haciendo Carlota? Casi ni se dio cuenta de las palabras que brotaron de sus labios, hasta que escuchó su propia voz femenina. - ¿Y eso a qué viene ahora? - Pensaba en ella… Adri se dio cuenta de lo incómodo de la situación. - … aquí compartimos muchas cosas… hay demasiados recuerdos. Román suspiró. Pensaba saber a lo que se refería Adriana. Demasiados recuerdos íntimos que aunque creía lo contrario, no llegaba a conocer totalmente. Quizás, tan sólo una pequeña parte. La muchacha se llevo su mano izquierda al bajo vientre. Después, tímidamente, la derecha recorrió por encima de los pantalones, aquella entrepierna que le escocía sólo con el recuerdo. Entonces fue incapaz de entenderlo. Pero todo había cambiado después. Ella había pecado. Los ángeles podían pecar. - Subamos Román… Adriana cogió la mano del muchacho. Esbozó una amplia sonrisa y dejó suelta su melena al viento. Había decidido recuperar su vida, aquel tiempo perdido que había abandonado los últimos meses. Aunque sólo fuese por unas horas. Aunque supiese que tan sólo iban a poder ser unas horas. Se prometió en silencio que no iba a cometer el error de explicarle la verdad. Eso les separaría. Más allá, a escasos cien metros, Magdalena y Nana vigilaban a la joven pareja esperando su momento. Su ocasión. El instante que les permitiese hacer justicia. Juzgar, condenar y castigar a la traidora. A su lado, Marcela observaba en silencio el principio del fin de su hermana. El mismo fin al que se había tenido que enfrentar la joven que se sentaba a la derecha de Magdalena en aquel triste parque de cemento romano.

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Nana mantenía aquella pose frágil, desamparada. Había vuelto a elegir. Ya no existía posible vuelta atrás y su nueva sucesora aprendía a marchas forzadas los secretos de las Angelis. Pero la anciana hubiera deseado mantener a su lado, por siempre, para siempre, a su pequeña hija. La más inocente. Pero la que más quería saber, aprender. La más curiosa. Nana creyó desde el principio que era un error reposar sobre sus hombros semejante responsabilidad. Magdalena, sin embargo, lo tenía claro. Era necesario renovarse. Las matriarcas envejecían. Ya no podían dar más Angelis al mundo, aquel mundo que se iba oscureciendo día a día sin su protección. Los nuevos genios, las mujeres, los hombres, que tenían grandes destinos, se perdían en medio de drogas, aullidos de poder y silencios pervertidos por grandes promesas que jamás se iban a ver cumplidas. Promesas consumistas, palabras vacías de sentido que desamparaban aquella tierra por la que tanto habían luchado durante siglos todas las Angelis. Sin líderes, sin razones por las que seguir avanzando, el camino se acababa. Y sin camino, siquiera la existencia de las Angelis seguía teniendo sentido. Fue entonces cuando Magdalena se dio cuenta. Había llegado el momento. Era necesario ser mucho más agresivas en sus planteamientos. Rejuvenecerse. Hacerlo rápido, casi sin tiempo a que las más jóvenes tuviesen oportunidad de entender o aceptar su situación. Aquello no era importante. Lo realmente trascendente era volver a conectar con esa sociedad que se iba abandonando poco a poco. Volverla a proteger. Crear nuevos líderes capaces de guiarla hacia un nuevo paso en su evolución. Y creían haberlo encontrado. Su nuevo Jesucristo. Su nuevo profeta. Y estaba tan cerca que casi les quemaba en la yema de los dedos. Quizá estuvo demasiado cerca. Y Adriana se había consumido a su lado. Pero aquello ya no importaba. Allí, esperando que la mañana se hiciese mediodía, y después tarde para acabar perdida en la noche, las Angelis suspiraban en silencio mientras imaginaban un final mejor para la historia de Adriana. Un final que, las cuatro lo sabían, tan sólo podía ser uno. Unos metros más allá. De nuevo bajo la protección de la 255, Adriana se estiraba en los brazos de Román intentando conciliar un sueño que se le había negado durante semanas. Un sueño plácido. Y mientras se adentraba en el mundo onírico, Adriana creyó escuchar la voz de su madre llamándola. Pidiéndole que volviese a su lado, que todavía no había llegado el momento, que lo único que no se podía solucionar era la muerte. La podía escuchar. - Ven hija mía… vuelve… Adriana, vuelve… Nana se levantaba de un suelo oscuro cómo la muerte y aparecía blanca, pálida, solemne. Las cuencas de sus ojos se habían marcado aún más en la anciana piel de la cara. Las arrugas se tornaban más profundas, tétricas, cadavéricas. Pero seguía inspirando la misma confianza que aquella primera vez. - Tengo miedo… Se sentía decir a sí misma. Pero era un miedo irracional. Un miedo que iba mucho más allá del simple temor a volver. Era aquella gran responsabilidad que se iba a cernir sobre ella. - … no puedo. No puedo.

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Aunque por más que insistiese aquella gran pirámide roja la seguía atrayendo, conduciendo por caminos oscuros hasta su madre. Aquella madre que iba creciendo a cada momento, que se iba haciendo gigantesca mientras perdía, segundo a segundo, cualquier atisbo de bondad en su mirada. - Ven Adriana… vuelve, vuelve… Y entonces la monstruosa anciana la recogía del suelo con su mano derecha. La miraba y sonreía. Era una sonrisa que se alargaba y encogía en facciones enfermizas. Adriana se sentía atrapada, luchaba por escapar, por salir, por respirar, aire porque no podía librarse de aquella mano cruel que la exprimía. Hasta que la anciana recuperó la firmeza, la serenidad en su mirada. Ya no había vuelta atrás. - Ya no hay vuelta atrás. Porque ya no se podía hacer nada. - Porque ya no se puede hacer nada. Adriana tenía que ser sacrificada. - Tienes que ser sacrificada. Por su traición. - Por tu traición, mi joven sucesora, por tu traición. Nana levantaba el brazo, lo llevaba arriba con Adriana aferrándose con todas sus escasas fuerzas a los dedos de aquella esquelética mano. Si había llegado el final, no podía aceptar que tuviese que ser, precisamente, de aquella manera. Lo entendía perfectamente. Nana iba a lanzarla contra el vacío. Y el golpe la mataría en seco. Era un final triste. Pero silencioso. Exactamente tal cual Nana. Pero Adriana no había acertado. La anciana se llevó la mano derecha a sus labios, besó el rostro joven y desencajado de su hija. Era el último beso. El último. Había llegado el momento. Se sintió sola. Se sintió responsable de toda una generación de mujeres que depositaban en ella su última esperanza. Abrió su boca, en ella afloraban colmillos salvajes, imposibles para un cuerpo tan viejo, imposibles para un ser humano. Pero, Adriana lo sabía, Nana no era humana. No lo era. - No lo eres… No lo eres… Se repetía para sí misma mientras se sentía engullida por aquella monstruosa caverna que se iba a convertir en su última morada… - No lo eres… No lo eres… No lo eres… - ¡Adriana! - No lo eres… - ¡Adriana!... Soy yo, Román. ¡Román…! El muchacho se había despertado sobresaltado. A su lado, la joven sudaba mares de sufrimiento. Adriana se despertó desconcertada. Se palpaba la cabeza, se frotaba los ojos. Fuese cual fuese el mundo real, no entendía tampoco que hacía en aquel cuarto desconocido. Hasta que se volvió y le contempló. Entonces lo entendió. Iban a ser las últimas horas. Sus últimas horas. Pero, cómo mínimo, iban a ser a su lado. O esa creyó en aquel momento, cuando se levantó de la cama, cansada, con el vientre dolorido, con la cara desencajada y la camiseta vieja de Román que utilizaba cómo pijama pegada al cuerpo por culpa de su propio sudor.

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Se miró en el espejo. No se había vuelto a fijar en sí misma desde hacía mucho tiempo. Poco más que una eternidad. Creyó no reconocerse al principio. Pero después tuvo que admitirlo. Aquel reflejo era el suyo. Y le devolvía una Adriana cansada, demacrada, triste, ojerosa. Su pelo moreno había perdido el brillo y en aquellos ojos color miel ya no había ninguna chispa. Prácticamente la vida misma había decidido abandonarla. - Adriana, ¿estás bien? Tras ella, Román también repetía el ejercicio de contemplarla en el espejo. Sus ojos, pese a intentarlo disimular, buscaban rastros de la joven que le había hecho enloquecer. Y pese a todo, aún siendo incapaz de descubrir siquiera el alo de frescura que encontró a principios de aquel verano en el Hotel del Vallés, seguía sintiéndose tremendamente cerca de ella. Más de lo que incluso se sentía capaz de reconocer. - Estoy bien… sólo una mala noche. - ¿Volvemos a la cama? Adriana entornó ligeramente los ojos. Respiró profundamente e intentó relajar su abdomen. Demasiado dolor. Demasiada angustia. - Creo que será mejor que salga a dar una vuelta… Román miró sorprendido el reloj que llevaba siempre en su muñeca derecha. Marcaba las dos y media de la madrugada. - ¿A esta hora? - Cualquier hora será buena… El chico suspiró profundamente. - Está bien, pero no te voy a dejar ir sola. - Creo que sería mejor… pero si insistes no te lo puedo prohibir. Ambos se vistieron en medio del más absoluto silencio. Adriana tenía un pálpito. Sabía que aquella era la penúltima noche. Que aquel era un momento mágico que se podía romper en cualquier momento. Además, siquiera se había planteado hasta entonces porqué había querido volver a Roma. Y justo mientras se contemplaba en aquel espejo se dio cuenta. Roma. La capital. Y en ella, el centro del mundo. De su mundo. O más bien dicho, de aquel mundo que había intentado dejar atrás. Pero no podía huir. Hiciese lo que hiciese, siempre iba a volver a ellas. Roma era el último puerto. Sabía que Magdalena la estaría esperando. Pero lo supo justo entonces. Demasiado tarde para siquiera pensar en huir. - ¿Vamos Adriana…? La chica asintió con la cabeza. Gacha. Triste. - ¿Dónde…? - Quiero que volvamos al principio. Román sonrió. Había entendido perfectamente la petición de Adriana. - La Fontana… - Sí. - Allí nos conocimos. Adriana suspiró profundamente. Aquella misma noche también la conoció a Ella. Aquel era el principio al que se refería. Salieron juntos de la habitación. En el ascensor apenas se miraron. Después, cogidos de la mano, pararon el primer taxi que pasó cerca. Román indicó la Fontana, el taxista sonrió mirando de reojo, por el retrovisor, la cortísima falda de Adriana que dejaba ver más que intuir.

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Al otro lado del vehículo, la ciudad se fundía con la oscuridad de aquella triste noche del veintiocho de agosto. - ¿Me lo vas a explicar hoy? - Luego… Era sincera. Absolutamente sincera. Si le iba a perder, y sabía que nada lo podría evitar, había llegado el momento de abrirle su corazón. - ¿En la Fontana? - Dame un respiro cariño… Y volvió el silencio. Adriana estaba por fin dispuesta a abrirle el corazón. A mostrarle lo más profundo de su alma, sus temores, aquella vida que se había tornado pesadilla y en la que él era el único refugio que había sabido encontrar. De repente se giró hacia él. Le miró largamente, en silencio. - Sólo una vez… - ¿Cómo dices? - Sólo te lo explicaré una vez… no hagas preguntas después. Román contempló la oscuridad silenciosa de la noche italiana. El taxi avanzaba contra la humedad que se había instalado en el ambiente. Era una noche hermosa. Demasiado hermosa. - Siempre dices lo mismo… pero nunca lo cumples. - Esta vez sí, sólo una vez Román… tienes que aceptarlo. El chico asintió con la cabeza. En silencio. Con la cara levemente desencajada y los ojos enrojecidos por el sueño. Adriana comenzó a explicar su historia. Pero sabía que no iba a poder terminar. No todavía. - Para empezar, las monjas me olían mal… Frase a frase, Roma se iba difuminando más tras los ojos del muchacho. Y Adriana se daba cuenta de que su final estaba ya escrito.

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Fontana, Magdalena -XXVIII Román seguía sentado en las escaleras que rodean la Fontana de Trevi. En silencio. Un silencio solo interrumpido, en ocasiones, por los pocos turistas que aún se aventuraban a aquellas horas de la madrugada a pasear por la ciudad eterna. La fuente, iluminada, mantenía su juego de aguas inalterable, creando un rumor escaso que se fundía con aquel mismo silencio de la noche romana. Unos metros más allá, en una esquina, sentada en la entrada cerrada de una de las puertas de souvenires romanos, Adriana esperaba una señal. Algo por lo que valiese la pena volver a empezar. Pero ese algo no iba a llegar. No, al menos, cómo ella hubiese deseado. Román la miraba desde lejos. Cerca en lo físico, pero a millas de distancia en el plano emocional. Quería, deseaba creerla. Pero no sabía cómo hacerlo. Por dónde empezar. Sin embargo, de una forma irracional, algo en las palabras de Adriana, en su historia, le había emocionado lo suficiente cómo para removerle sus entrañas. Estaba Mauricia, y él la recordaba de aquella noche precisamente en Roma, en el hotel de su padre. Estaba lo del embarazo, y el aborto del que él mismo había sido testigo. Las desapariciones sin dar más explicaciones, o que la hubiesen dado por muerta. Sin embargo, se le seguía haciendo complicado creerla. Se levantó, anduvo lentamente los pocos metros que les separaban y se sentó con ella. Sus ojos, los de la chica, parecían más tristes aquella noche. Eso era realmente complicado. Y su piel palidecía segundo a segundo. Román sintió una tremenda dulzura, una ternura infinita hacia la muchacha. La abrazó, la besó, le acarició su tez blanquecina. Si aquello no era amor, si creer su historia no era la demostración más grande de amor, Adriana se preguntaba que podía haber mejor en la vida. Entonces ella lo vio claro. - No puede haber nada mejor que esto… Román sonrió y la estrechó aún más entre sus brazos. - Pero tengo que hacer algo, y debo hacerlo sola. Sus palabras resonaron contra el fluir del agua, contra el susurro del tenue viento húmedo, contra la propia respiración de Román que se cortó súbita. - No vas a ir sin mí. Él quería ser casi imperativo. - Sí, debo hacerlo. Es mi destino, Román. Es hora de plantarle cara. De repente, el rostro del muchacho se endureció. - Entonces, no me volverás a ver… - Si esa es tu decisión. Si después de todo lo que te he explicado aún… - No hay nada que decidir. Tú quieres luchar sola, mantenerme al margen, aislarme de tu vida… ¿Qué quieres de mí, Adriana? Román se levantó bruscamente. Su cara se había desencajado. Respiraba ruidosamente por la nariz, hinchando su torso con violencia. Ella se secó las lágrimas que habían comenzado a nacer bajo sus parpados cerrados. - ¡Qué es lo que quieres de mí! - Sólo que intentes entenderme… - ¡Entenderte! - Román, no es fácil, lo admito. Pero…

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- ¡Está bien! Quieres hacerlo sola… tú misma. No voy a ser siempre tu perrito faldero… No sé si vale la pena. Román se agachó, volvió a acariciar el rostro trémulo de Adriana y después, en silencio, se alejó de ella hasta quedar engullido por la oscuridad de las calles Romanas. En un minuto, Adriana se dio cuenta de que no podía controlar su vida. Corría cuesta abajo, hacia un precipicio sin fondo. Y lo peor es que sabía que no iba a poder detenerse. En aquel instante, sin embargo, se sintió casi aliviada. Quizás fuese durante tan sólo unos segundo ínfimos, pero su corazón se desató en un mar de lágrimas. No era tristeza. Tal vez era la sensación de haberle apartado de su dolor, de aquel error que estaban cometiendo juntos, del castigo de las Angelis. De ella misma. Todo eso, junto, y aún algo más hacían que estar con él fuera también una condena para Román mismo. Aquello no iba a permitirlo. Debía afrontar su destino valiente, decidida. Sola. Igual que empezó. Sola debía ponerle punto y final. No pensaba dejarse llevar por los sentimientos. Adriana sabía que nunca volvería a ser tan feliz cómo hacia tan sólo unos minutos. Pero era suficiente para aliviarla por toda la eternidad. - Ya no hay vuelta atrás… ¿verdad Adri? No hizo falta que la joven se girará para reconocer aquella voz. - No, Marcela. Ya no hay vuelta atrás. Adriana se incorporó. Lo hizo sin titubeos, con la cabeza erguida, el cuerpo firme. Entonces, antes incluso de enfrentarse cara a cara, lo intuyó. - Estáis todas aquí… Se volvió hacía ellas. Y las contempló serenamente. Marcela parecía cansada, triste, en sus ojos brillantes se adivinaba un cierto alo de culpabilidad. Pero tras ella, Nana se mostraba seria, distinguida, de una blancura infinitamente luminosa en medio de la oscuridad de la noche romana. Sin embargo, Adriana la notó tan distante que casi sentía su frío recorriéndole la espalda. Y un poco más allá, Marta, con una leve sonrisa cruzando su rostro. La satisfacción se dejaba ver en su mirada, altiva, cargada de soberbia. Y aún, detrás de ella, Adriana contempló dos rostros que la hicieron estremecer. - ¿Mauri? Mauricia avanzó unos pasos hasta aparecer bien visible tras la oscuridad. Con ella, a su lado, ambas con la cabeza agachada, Audrey se limitó a procurar evitar que una de sus lágrimas cayese. - Creí que os habían castigado… que quizás estaríais… ya sabéis, muertas… o algo así. Nana soltó una contenida carcajada. - Mi joven Adriana. No has aprendido nada durante todo este tiempo. Su voz seguía siendo dulce, pero las palabras resonaban menos cariñosas. Marcela tomó el mando de la conversa. - Adri, cariño, por supuesto que Mauricia y en su momento Audrey, fueron castigadas. Ambas nos traicionaron. Pero ya han cumplido con su penitencia. Y siempre formaran parte de nuestra familia. Mauri levantó por unos segundos su rostro. Dejó de mirar el suelo sucio de la plaza y se encaró desde la distancia con Adriana. Sus ojos parecían muertos, sin vida, sin ilusión. Fuese cual fuese el castigo, Adri supuso que quizás la muerte habría sido mejor. Después, Mauricia volvió a bajar la cabeza.

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- Y sabes que tú también vas a tener que cumplir tu propia penitencia… Las palabras de Marcela hirieron el corazón de Adriana. - Yo no debo pagar nada… Pero sabía que en realidad sí debía. - … no pude elegir. - Lo hiciste, hija mía. En lo alto del campanario. En Bellavista. Aceptaste tu responsabilidad, y todo lo que esta conlleva. Nana pronunció aquellas palabras con cierto aire de desilusión. - Y nosotras te avisamos, Adriana, te dijimos que pensases en tu respuesta. Ahora, ahora es tarde para echarse atrás. Adri intentó buscar alguna complicidad. No la encontró en Nana, que seguía manteniéndose firme. Ni en Marcela, que parecía dispuesta a cumplir con su cometido por encima de cualquier otra cosa en su vida. Estaba claro que su entrega, su fidelidad a las Angelis, había superado lo imaginable. Tampoco Marta iba a ser de ayuda. Al contrario. Parecía casi divertida. Adriana imaginó que ella debía ser su propia sucesora, la nueva elegida. Y, aunque lo hubiese deseado con todas sus fuerzas, sabía que sus otrora aliadas, ya no podían hacer nada por ella. Así que suspiró, tomó aire, y se volvió hacia Marcela. - Haré lo que tenga que hacer. Casi se sorprendió del valor que transmitieron sus palabras. Feroces. Desafiantes. - Por supuesto que lo harás… tampoco tienes otra opción, Adriana. Marcela se agachó ligeramente para susurrárselo al oído. Fue justo en aquel momento cuando Adri lo vio de nuevo. Esta vez en otro cuello. El amuleto de la familia. Aún con otra propietaria, la pirámide seguía pareciendo igual de poderosa. Igual de influyente. - ¿Tú…? Pero no fue capaz de conectar dos palabras seguidas antes de atragantarse con su propia saliva. - Sí, yo soy tu sucesora Adriana. Marcela lo dijo con calma. Con toda la tranquilidad y el control emocional que la pirámide era capaz de conferir. Adri conocía aquella sensación. En el fondo, mientras Marcela le golpeaba ligeramente la espalda a la altura de los omoplatos para ayudarla a toser, Adriana se dio cuenta de que era lo más justo. Y por un instante, no pudo reprimir alegrase de que aquella hermana hubiese sido la elegida. Nadie cómo ella. Nadie se había entregado tanto a la causa. Nadie había sido tan fiel a las Angelis. - Debemos marchar ahora, hijas mías. Nana rompió el silencio de aquel momento. Miró a Marcela con ojos bondadosos, ojos de satisfacción, los mismos con los que meses atrás recompensaba el espíritu de Adriana. Pero aquello quedaba ya demasiado lejos. - Sé dónde me lleváis. - Claro que lo sabes. No esperaba menos de ti. Nana parecía indiferente. - ¿Ella… me estará esperando? - Más bien eres tú la que esperas encontrarla…

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Adriana sabía que ahora era Marcela la que tenía razón. Casi desde el mismo momento en que decidió que iba a volver a Roma, lo hizo con la intención real de explicárselo a Magdalena. Aunque desease lo contrario, no esperaba comprensión. Ni tampoco perdón. En lo más interno de su ser, sabía que su traición era demasiado grande, demasiado dolorosa. Recordó su ejemplar de Angelis. Debía estar aún en su apartamento en Bellavista. Recordó las historias de aquellas mujeres, valientes, sacrificadas, ilusionadas por hacer pervivir su saga que se remontaba más allá de los tiempos. Recordó los grabados, las batallas, la serenidad que transmitían sus rostros poderosos. En su corazón Adriana se sentía culpable, se sentía traicionera, se sentía ruin. Había abandonado toda aquella tradición. Le había dado la espalda por un hombre. Nunca antes, desde el amanecer de la historia de las Angelis, jamás ninguna había sido tan osada. Adriana sabía que no podía esperar nada bueno. Sin embargo, tenía la necesidad de explicarlo. De contarlo con sus propias palabras. De hacerle saber a la gran matriarca que todo aquello le había llegado demasiado joven, e inmadura. Que no estaba preparada. Y aunque ahora lo supiese, aunque ahora se diese cuenta, quizás ella nunca hubiera sido una buena sucesora. Demasiado libertina. Demasiado rebelde, inconformista. Empezaron a andar juntas. Adriana entre las demás, por delante suyo Nana y Marcela, a su lado Marta, detrás las dos castigadas. Adri se dio cuenta de que tanto Mauricia cómo Audrey, estaban en Roma cómo prueba de fidelidad a las Angelis. Se habían tenido que tragar su amor propio, su propia identidad para aceptar semejante humillación. Habían pasado de ser sus protectoras, a unas meras guardianas a las órdenes de la nueva matriarca. - ¿Por qué lo aceptaste? Marcela se giró y miró lánguidamente a Adriana. - Porque es un honor… aunque tu no lo hayas sabido entender antes. Tras responder a la pregunta de la joven, la nueva matriarca acarició con dulzura la pirámide roja que colgada de su cuello. Respiró aliviada. Algo en su fuero interno le pedía que ayudase a su hermana. Pero estaba segura de que no iba a hacerlo. Lo primero era lo primero. Fidelidad, por encima de todo. Caminaron a través de la Via dei Corso. Después avanzaron en silencio unos metros más, giraron a la derecha, después volvieron a coger una calle estrecha a mano izquierda para desembocar en una gran avenida que Adriana no supo reconocer. Alzó la cabeza hacia el cielo. Aquella noche de agosto, las estrellas habían salido a brillar en el cielo romano. Era raro, pero no por eso dejaba de ser bello. Sin embargo, algo captó la atención de Adriana. Pudo verla, de nuevo. Casi se había olvidado de ella. Y sin embargo, allí seguía. Brillante, retorciéndose de calor para hacerse notar entre las demás. Una luz en medio de la oscuridad. Adriana sonrió. Se detuvo un momento y la contempló. Después, quizás tan sólo un par de segundos después, Adriana tuvo la horrorosa sensación de que su estrella empezaba a morir. La vio apagarse. Primero emitió un destello, después se hizo fría, lo intentó una última vez adoptando un color cálido cómo el fuego, pero de nuevo volvió a helarse. Hasta que se apagó. Definitivamente. Desapareció cómo absorbida por las demás. Y se hizo una oscuridad intensa en el cielo italiano.

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- Ya no volverá… Mauricia habló por primera vez mientras posaba su mano derecha en el hombro de la muchacha. Ella misma le había presentado su estrella y ahora anunciaba su defunción. Quizás aquel era el camino que debía seguir. Quizás. Reemprendió la marcha. Procuró evitar que sus sollozos fueran perceptibles para las demás, pero aún así, lo alterado de su respiración denotaba una tristeza que se iba apoderando lentamente de su corazón. Avanzaron rápidamente a través de aquella gran avenida. Un nuevo giro a la derecha y Adriana lo reconoció inmediatamente. Era el portal de Magdalena. Entraron guardando un silencio respetuoso. - Muchacha… Aquella voz tan familiar volvió a saludarla desde lo alto de la escalinata. Exactamente igual que hizo tres meses antes, Magdalena vestía con la misma túnica morada y azul. Su cabello cobrizo suelto le ofrecía aquel aspecto señorial que tan bien recordaba Adriana. - Hola Magdalena. Adriana no intentó ser excesivamente respetuosa ni tampoco servicial. Sencillamente, saludó con la mayor normalidad posible. - Sube, Adriana. Tenemos que hablar… Con un simple gesto de su mano derecha, Magdalena, hizo que se apartaran las demás Angelis que esperaban en el recibidor de aquel bloque. En silencio, Nana, Marcela y las otras, recularon hasta quedar unos metros por detrás de la más joven. Adriana tragó saliva, miró a lo alto, pero no pudo percibir el gesto de la gran matriarca. Esperaba alguna señal de su estado de ánimo, sin embargo, lo único que recibió fue una cierta tensión en el ambiente. Subió lentamente las escaleras hasta que se quedó frente a frente con la gran puerta de madera noble, sus pequeñas ventanillas seguían allí, intactas, limpias, translúcidas, igual que seguía aguardándola la placa dorada con las iniciales M y A. Magdalena Angelis. - Siéntate mi niña. Adriana agradeció la familiaridad en el tono de Magdalena. Se sintió algo más relajada, casi aliviada. - Magdalena, yo… sólo quiero decir que siento no haber sido capaz de… Un súbito movimiento de la matriarca con su mano izquierda tapó la boca de la joven. Ésta se quedó petrificada, con los ojos clavados en los de Magdalena, que había alargado sus labios hasta adquirir una postura incluso amenazadora. - No quiero explicaciones, Adriana. Las dos sabemos que no son necesarias. La chica intentó mascullar un par de palabras. Pero se dio cuenta de que no se iba a poder defender. - Tú me has fallado. Nos has fallado. Pusimos grandes esperanzas en ti. Nana creyó firmemente que ibas a ser una líder fuerte, valiente, decidida… una líder que nos podría acercar más al nuevo entorno en el que nos movemos. A veces tengo la sensación de que nos estamos separando de este mundo, que estamos lejos de él, de ellos, de la gente… y eso me apena. Me causa dolor ver que no servimos correctamente, que aquello para lo que estamos aquí cada vez tiene menos sentido… Pero eso no te exime tu culpa. Nos has traicionado, Adriana. La chica asintió, con lágrimas en los ojos.

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- ¿Y ahora, qué piensas hacer? Adri se sorprendió de aquella pregunta. Intentó hablar pero la mano de Magdalena seguía firme sobre sus labios. Imploró con la mirada una oportunidad. Algo con lo que aferrarse a su vida pasada, un voto de confianza, aunque fuese el último. Y lo obtuvo. La gran matriarca aflojó su mano y dejó que la joven pudiese relajar los músculos de su mandíbula. - No creo que eso esté en mis manos. Las palabras de la joven fluyeron cargadas de excesiva sinceridad. - Tienes razón. La misma sinceridad que encontró en las de Magdalena. - ¿Qué me vais a hacer? Magdalena sonrió. No era una sonrisa cínica, tampoco pretendía ser una sonrisa de superioridad. Más bien fue una mueca de dolor, de aquella tristeza contenida por lo que se suponía que debería haber llegado a ser la muchacha, y lo que había acabado siendo. De repente, la mujer se sentó en una butaca frente a Adriana, y señaló el viejo espejo redondo, con el ángel coronándolo. - ¿Qué ves, ahora? Adriana repitió lo que había hecho hacía tan sólo unos meses, aunque en su memoria pareciese una vida entera. Se contempló. Se detuvo en la misma imagen que le había devuelto el espejo del hotel. Cansada, ojerosa, muerta. - Una mujer… - ¿Una mujer, qué? - Una mujer derrotada. Magdalena asintió. - Creo que debes empezar de cero, Adriana. Ya no tienes más opciones. Adriana se sorprendió. - Empezar de cero… ¿quieres decir volver a Bellavista? La sola idea la aterrorizaba. - No, mi niña. No creo que vayas a volver a Bellavista. No en esta vida. Aquello, en los labios de la gran matriarca, sonó más cómo una lamentación que cómo una amenaza. - Es que, Magdalena, no estoy preparada, no puedo volver a vivir esto… Adriana sollozaba. - Por eso mismo, por eso todo tiene que acabar aquí. Para empezar desde cero. Para no repetir los mismos errores. Adriana sabía que no iba a tener piedad. Fuese lo que fuese aquello que le esperaba, su vida, tal y cómo la había vivido hasta entonces iba a desaparecer por completo. Y pese a todo, en aquellos instantes, su único pensamiento era para él.

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Roma, fin -XXIX Adriana bajó los escalones del bloque de Magdalena cabizbaja. Poco más allá, la figura clara y sombría al mismo tiempo de Nana la aguardaba junto a sus hermanas. Había aceptado que debía ser castigada. Lo había hecho porque se sentía decepcionada consigo mismo. Primero por no saberse negar, después por haber sucumbido a la tentación pese a todo. Pese a los avisos. Pese a las normas. Y sin embargo, escalón a escalón, cada vez tenía más claro lo que iba a hacer. Era diáfano. - Quiero pasar un último día con Román. Fuera había empezado a amanecer. Nana miraba con sorpresa a su hija. Las demás Angelis parecían casi escandalizadas. - Pero, Adri, cariño, ya no tienes otra opción… tu castigo debe serte impuesto… Fue Marcela la que tomó la iniciativa. Sorprendida, pero comprensiva. - No renuncio a mi destino. Sólo os lo pido, cómo un favor… cómo un último deseo. Nana, que había permanecido inmóvil, avanzó unos pasos hasta llegar a la altura de Adriana. - Esta vez no vas a intentar huir, ¿verdad? - Lo prometo… - Sabes que tampoco te puedes esconder para siempre. - No lo voy siquiera a intentar. - Entonces, ¿por qué? - Porque necesito despedirme. Necesito abrazarlo por última vez. Tengo la sensación que no voy a volver a verlo jamás. Es tan triste todo esto… - Y si te lo permitimos… ¿cuánto tiempo crees que necesitarás? Adriana miró al cielo. El sol asomaba al este de la ciudad. La mañana se despertaba clara, diáfana. Brillante. - Esta misma tarde… creo que será suficiente. - ¿Y si nos negamos? La joven tragó saliva. Ya había pensado en eso. Y entendía que no tenía ninguna fuerza, nada con lo que poder negociar. - Lo aceptaré… con resignación. Nana levantó las cejas. Parecía satisfecha con las respuestas de Adriana. La joven creyó ver por un momento una leve sonrisa en el gesto de su madre antes de que reculase para reunirse con las otras Angelis. Allí estaba, perdida en Roma, dispuesta y resignada. Su vida estaba tocando al fin, pero ella sólo conseguía pensar en él. En cómo despedirse, en cómo hacerle ver lo muchísimo que significaba para ella. Deseaba decirle que, a pesar de todo, él la había hecho libre. Un par de minutos después fue Mauricia la que se acercó. Seguía con la mirada perdida, casi extraviada. No la miró fijamente, en ningún momento. - Han decidido concederte esa oportunidad que pedías para despedirte de él… Las palabras parecían opacas en los labios de Mauricia, pero a Adriana le parecieron un regalo, el último regalo. Un detalle bondadoso de las matriarcas, a pesar de todo.

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- … pero después, esta misma tarde, tendrás que despedirte para siempre de él. Llévalo a Termini, que coja el primer tren a Barcelona. Nosotras te encontraremos allí. Después, recibirás tú… penitencia. Esas últimas palabras aún parecieron más oscuras, más lúgubres. - Mauricia, yo… - No digas nada, Adriana. Es mejor el silencio. Las dos mujeres agacharon la cabeza para evitar el mirarse fijamente a los ojos. Estaba claro que cuando Mauri le dijo que esperaba no volverse a encontrar con ella se refería a eso. En concreto, a esa situación. Era tarde incluso para su amor fraternal. - ¿Aceptas, Adriana? Marcela volvió a adquirir el protagonismo que parecía haber abandonado los últimos instantes. - No sólo lo acepto… también os lo agradezco - Ya… por cierto, ¿qué te hace pensar que él estará allí esperándote? Adriana enarcó una de las cejas en señal de sorpresa. - Quiero decir, después de vuestra discusión, después de que le explicarás tu historia, después de tantas preocupaciones y problemas. Marcela había disparado directamente a la línea de flotación. - Tengo una intuición… Era cierto. Adriana no hubiera podido decir nada más. No había ningún otro motivo. Ninguno. Sencillamente, tenía la sensación de que él la estaría esperando para despedirse. Era algo que le decía su propia piel. Estaba escrito en sus entrañas. - Entonces, mi niña, que tengas toda la suerte que te mereces… Nana soltó la frase con cierto aire vengativo. Tanto que Adriana incluso dudó de que realmente le estuviese deseando suerte, que en realidad lo que le estaba diciendo era todo lo contrario. Lo que se merecía Adriana, y ella misma lo sabía, era un castigo. Un castigo ejemplar. - Gracias. Y, a pesar de todo, sólo supo agradecérselo, sinceramente. - ¿Cómo puedo llegar a mi hotel? Mauricia se volvió a acercar. Le cogió la mano derecha y le indicó un monumento que se veía no excesivamente lejos. - Anda hasta allí. Después, a tu derecha, llegarás a una gran plaza redonda. Avanza unos metros, hasta la estación de Termini. A partir de allí, seguro que sabrás llegar. Aunque lo intentaba. Adriana fue incapaz de captar cualquier mensaje, cualquier oferta de ayuda, aunque sólo fuese de cariño, de complicidad… un simple “tranquila, estaré a tu lado cuando llegue el momento”. Nada. Se dio cuenta. Volvía a estar sola. - Recuerda, cariño. Por la tarde, el primer tren a Barcelona. Después no te preocupes. Nosotras te encontraremos. Adriana salió del portal. Se sintió observada, flanqueada por aquellas Angelis que habían pasado de ser su familia a sus verdugos. Camino lentamente, sin volver la vista atrás, cómo una gacela que se sabe presa fácil de sus depredadores pero que insiste en mantenerse elegante, orgullosa. Mantenía su mirada clavada en aquel monumento de mármol blanco. Nada más en su mente, sólo el monumento y, claro, Román. Siempre Román.

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Se sorprendió a sí misma pensando que todo aquello, realmente había valido la pena, aunque el precio que iba a pagar fuese tan alto. Desmesuradamente alto. Pero no quedaba otro camino. Llegó al monumento. El tiempo le pasó volando. La mañana romana empezaba a caer calurosamente sobre su cabeza. Adriana se dijo a sí misma que Agosto no era un buen mes para heroicidades, tan sólo se podía limitar a dejarse llevar. Giró a la derecha, la plaza se alzó inmediatamente sobre ella. Impresionante. Monumental. Aún siendo primerísima hora tuvo que esquivar un grupo de turistas orientales obsesionados en fotografiar cada rincón. Ella sonrió a una mujer que le hacía fotos a su hija subida encima de la base de una columna de mármol. Quizás no habría estado tan mal ser matriarca, pensó. Pero ya no importaba, la puerta de atrás se había cerrado y sólo podía avanzar de cara. Siempre hacia delante. Cada vez que llegaba a su mente un pensamiento sobre la naturaleza de su castigo intentaba borrarlo pensando en Román. Aún así, cuando cerraba los ojos recordaba su sueño, recordaba aquella Nana monstruosa abatiéndose sobre ella sin piedad. Por fortuna, allí, cerca de Termini, Nana no era más que una presencia que se podía hacer esperar. Unas horas. Pocas. Pero cómo mínimo tendría tiempo para una última despedida. Si es que él, realmente, la iba a estar esperando. La estación de Termini ya se levantaba frente a ella. Desde allí sabía el camino de memoria. Tenía que atravesarla por delante, no entrar, avanzar unos metros. Girar a la izquierda en la primera calle, después seguir andando. Un poco más. Hasta volverse a la derecha. Y allí estaría. Su hotel. El hotel en el que todo se había precipitado. El hotel en el que empezaba a redactar su triste final. Miró el reloj del recibidor. Las nueve y cinco minutos de la mañana del veintiocho de agosto. Estaba convencida de que le iba a encontrar allí, en la 255. Él estaría esperándola, complacido de volverla a ver. Seguramente la besaría, le pediría perdón y se entregarían mutuamente con una pasión desconocida por ambos. Sería la última vez, pero iba a dejar una marca imborrable en sus cuerpos. Adriana se estremeció. Esperaba estar en lo cierto. Apretó el botón de llamada del ascensor. Un rumor metálico sonó más allá de las puertas hasta que, pocos segundos después, estas se abrieron con un perfecto tintineo digital. Apretó el 2 del segundo piso. Respiró profundamente. Se miró en el espejo. Tenía que arreglarse un poco el pelo, hacía mala cara por no haber dormido, y, además, se dio cuenta de que le habían nacido unas bolsas poco favorecedoras debajo de los ojos. No parecía una chica de dieciocho años, eso estaba claro. Así que se armó de valor. Cuando las puertas del ascensor volvieron a estar abiertas avanzó entre la oscuridad tenue del pasillo. Allí, al final, la 255 esperaba ser abierta. Usó su tarjeta. Falló en el primer intento, también en el segundo. Sus manos temblorosas no parecían aptas para semejante desafío. Ya después, en el tercero la luz verde se presentó cómo una oferta de paz que Adriana aceptó rápidamente. Era su última oportunidad de ser feliz. Así que entró y dejó que sus ojos hicieran el resto. La mirada de Adriana cruzó en pocos segundos todo el vacío de la habitación…

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Los ángeles no debían pecar, pero podían. Ya lo había aprendido hacía mucho tiempo. Lo aprendió con la Superiora de su internado. Pero también junto a sus hermanas y su madre. Ella podía pecar. De hecho, lo había repetido en varias ocasiones desde aquel día en la habitación de Sara. Y en ese momento. Engullidos por el ruido infernal de Termini, evitándose mutuamente como conscientes de que no se había escrito un futuro para los dos, Adriana se dio cuenta de que con su entrega a las Angelis, había expiado, en cierta forma, aquellos pecados. El día en los brazos de Román había pasado demasiado rápido. No se esperaba, tenía que reconocerlo, la sequedad con qué le recibió. Pero tampoco podía culparlo. Y, al final, él se volvió a entregar a ella, a su amor, a una nueva oportunidad para hacer aquello eterno. Incluso aunque su final estuviese tan próximo. - Adriana, ¿ahora qué nos va a pasar…? La chica suspiró. Sabía exactamente qué era lo que les aguardaba el futuro. No era capaz de entenderlo, pero por el motivo que fuese lo veía tan claro cómo podía contemplar las letras Barcelona-Sants brillando en el panel de salidas. - Lo que va a pasar… Respiró para tomar más fuerzas. Inspiró y dejó ir el aire lentamente para adquirir un poco más de confianza. - … lo que va a pasar es que tu vas a coger ese tren… Adriana señalaba la pizarra de salidas. - … te llevará de vuelta a Barcelona. En algún momento del camino, no me preguntes cómo ni por qué, me vas a olvidar. Ellas se encargarán de eso, estoy segura. Después, cuando llegues a tu destino, te acordarás de Carlota. Ella también te necesita. La irás a buscar. A Carlota le aguarda un destino glorioso, será alguien especial, lo sé… Román intentó pronunciar alguna palabra, pero su voz había enmudecido. - … pero has de estar a su lado. Sin tu compañía no podrá cumplir su destino. Así que, seguramente, te irás a vivir con ella a un piso espléndido en la zona alta de Barcelona. Quizás tengáis hijos… a la mayor le pondréis un nombre realmente especial. Pero vendrán un par más. A Carlota le encantan los niños. Le gustan tanto que les va a dedicar toda su vida. La respetaran en todo el mundo por su labor, por su fundación de ayuda a los niños pobres de todo el planeta. Carlota será recordada siempre, incluso más allá de su propia vida. Y tú vas a estar ahí. Con ella… quizás en alguna ocasión, tengas un recuerdo vago de mí… pero tan sólo será eso, una memoria confusa que confundirás con un sueño, con un dejà-vú… no creo que pueda esperar más que eso. Al final, Carlota se hará mayor, y habréis envejecido juntos. Ella habrá salvado durante toda su vida a millones de niños, tú lo habrás hecho posible. Y algún día morirás, seguramente antes que ella, pero Carlota no tardará en seguirte… porque sin ti no puede vivir. Y así se cerrará el círculo… A Adriana las palabras casi le fluían sin freno. Se sorprendía a sí misma por aquel extremo conocimiento de lo que iba a pasar. Se preguntó si aquella era una de esas habilidades que habría podido aprender, desarrollar, y utilizar si se hubiera convertido en la matriarca que debería haber sido. Pero aquello ya no importaba.

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- … no te volverás a acordar de mí. Y yo… yo estaré con mis hermanas. Debo volver con ellas. Después, lo que tenga que pasar, sencillamente pasará. La muchacha intentó no parecer triste. Pero sus ojos denotaban una pena intensa que se había instalado definitivamente en su corazón. No sólo por él, no sólo porque sabía que lo iba a perder para siempre. También porque sentía profundamente haber fallado a todas las Angelis. A su familia. - No quiero dejarte, Adri… Sabía que él era sincero, cómo sabía que en tan sólo unas horas la iba a olvidar de la misma forma en qué llegó a su vida. De repente. Sin aviso previo. - Tampoco tenemos otra opción, Román. Y se hizo un silencio tenso, extremo, espeso. Adriana se dio cuenta de que se estaba rompiendo el vínculo que les unía. Fuese lo que fuese aquello que iban a hacer las Angelis, Adriana sentía que ya había empezado. Román se veía distante, nervioso, descentrado. Ella apenas podía captar su atención. Casi parecía un fantasma. Por la megafonía de la estación, en un italiano que Adriana entendió sorprendentemente bien, anunciaron la salida del tren de Barcelona. Román se incorporó, avanzó hacia el andén 3 dónde esperaba el convoy. La chica, unos pasos por detrás, le contemplaba en silencio. Esperando algún gesto que sirviese para despedirse, para entender que, por mucho que la fuese a olvidar, ella siempre ocuparía un rincón oculto, pero real, en su corazón. - No te voy a olvidar. Pase lo que pase. Román se volvió hacia ella. Sus ojos estaban bañados en lágrimas, pero eran absolutamente sinceros. - Recuérdalo. Se besaron. Un beso dulce, tierno, de despedida. Tan sólo eso. Un beso de despedida. Y después Román entró en el vagón. Se sentó junto a una ventanilla. Y estuvo los cinco minutos hasta que el tren se puso en marcha mirando en silencio a su gran amor. Aquel amor que sabía que nunca jamás podría volver a encontrar. Por más que volviese al lado de Carlota. Por más que su vida fuese realmente maravillosa. Nada iba a poder devolverle ese sentimiento que sabía que le iban a arrancar. Pero no tenía elección. Adriana se lo había dejado bien claro. Y sin embargo, tampoco tenía fuerzas para escoger lo contrario. Aunque lo desease, sabía que le iba a ser imposible salir de aquel vagón e intentar recuperarla. No lo podía entender, pero se sentía atado al asiento. Por eso, cuando el tren se puso en marcha, apenas pudo dejar de mirar como Adriana se perdía al fondo del andén. Y ella, desde lo lejos, dejó de sacudir su mano derecha para despedirle cuando sintió que todo se había acabado. Porque en ese momento su historia llegaba al final. Y otro final empezaba exactamente allí. Adriana se dio la vuelta. Empezó a andar hacia el interior de la estación, y allí las vio. Sentadas en un banco. Mirándola. Ignorando el dolor que estaba resquebrajando su joven corazón. Nana y Marcela le indicaban con la mirada que fuese hacía ellas. Marta seguía pareciendo especialmente satisfecha, y Mauricia se veía cada vez más apenada, más avergonzada. Como ella, Audrey apenas dejaba ver su rostro, escondido tras un flequillo enfermizamente largo. Vistas desde la distancia, parecían un grupo de mujeres acabadas de salir del manicomio. Adriana sonrió. Ella misma, su apariencia, no debía ser mucho mejor a ojos de los que la rodeaban.

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En cualquier caso, había llegado el momento. Y, por más extraño que pareciese, estaba preparada. Ellas se levantaron. Al unísono. Poseídas por una misma intención, por un mismo objetivo, y empezaron a caminar hacia la salida. Adriana las siguió manteniendo una cierta distancia. Anduvieron en silencio a través de angostas calles romanas. Al principio, Adriana creyó que iba a recibir su castigo en casa de Magdalena, pero no tardó en darse cuenta de que estaba equivocada. Fuese dónde fuese, no iba a ser allí. Llegaron a un aparcamiento poco más allá de la plaza de España. Hacía un calor horroroso a aquella hora de la tarde. Un calor que las mujeres estaban sufriendo en sus cuerpos cansados. Por eso todas agradecieron el refugio fresco de aquel monovolumen alemán que Mauricia había alquilado el día anterior. Puso el motor en marcha. Encendió el aire acondicionado y salieron del aparcamiento. Tardaron más de cuarenta minutos en salir del centro de Roma. Se dirigían hacia las afueras, allí dónde aún se conservaban vestigios de las antiguas vías que comunicaban las provincias del viejo imperio. Adriana apenas podía respirar. Sentía que todo aquello iba demasiado rápido. - No tardaremos en llegar… Quizás tan sólo fuese por un momento, pero Adri pudo notar la compasión en aquellas palabras de Marcela. Además, realmente deseaba llegar. Deseaba que aquello que fuese lo que le iba a pasar, pasara. Cuanto antes y a ser posible que acabase rápido. - ¿Me va a doler…? Adriana casi lo preguntó con la boca cerrada. Dejó caer las palabras con miedo a la respuesta que llegará después. Sin embargo, Marcela volvió a mirarla. Sus ojos seguían mostrando algo de compasión, algo de dulzura, a pesar de todo. - No somos monstruos… La más joven recordó su sueño de la noche anterior. - No, no lo sois. Y volvió a reinar el silencio dentro del coche. Mauricia conducía. Sentada a su derecha Nana apenas había dejado de mirar hacia delante en algún momento. Detrás, Marcela y Marta flanqueaban a Adriana. Y Audrey seguía sumida en su fúnebre silencio en los asientos traseros. Finalmente, el vehículo giró a su derecha. Encaró una larga pista perfectamente asfaltada, pero rodeada de campos de cultivo. En Agosto, sin embargo, apenas había más vegetación que aquella capaz de soportar las altísimas temperaturas del verano mediterráneo. Eso sí, las cigarras parecían volverse locas al paso del monovolumen. Poco más de cinco minutos después, se detuvieron frente a una pequeña entrada construida sobre el mismo suelo romano. Adriana lo entendió en seguida. - Ya hemos llegado. Marcela asintió. - Aquí es dónde voy a recibir mi castigo… Nana también afirmó con la cabeza mientras bajaba del coche. Con ella, las demás Angelis, incluyendo a Adriana se tuvieron que enfrentar al golpe de calor de aquella diabólica tarde. - Por aquí, mi niña…

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Adriana obedeció. Tampoco se sentía con fuerzas de hacer nada más. Su cuerpo apenas le respondía a las señales que intentaba enviar desde su cerebro. Andaba toscamente, a tropezones, sujetada por sus hermanas Mauricia y Audrey. Lo podía notar, había llegado su hora. Nana se adentró en la entrada oscura. Las otras siguieron en silencio sus pasos. Era un camino angosto. De las profundidades de aquella abertura subía una ventisca refrescante que por un momento tuvo propiedades revitalizantes en Adriana. Pero aquello pasó enseguida. Empezaron un descenso que parecía largo, interminable, escasamente iluminado por unas pocas antorchas que le conferían un aspecto aún más lúgubre. Eso sí, el calor de la Roma exterior se había esfumado. Allí dentro, en aquella gruta excavada en el subsuelo de la capital italiana, la temperatura debía ser, cómo mínimo, la mitad que en el mundo de fuera. Y el aire no tenía nada de puro. Parecía viciado. Por el peso de los años, de los siglos, del olvido. Hasta que Nana se detuvo pasaron unos pocos minutos. Segundos durante los que bajaron unas cuantas decenas de escalones. Después avanzaron casi a tientas por diferentes pasillos, alguno relativamente ancho en el que podían andar por parejas. La mayoría, sin embargo, eran realmente estrechos y bajos, por lo que tenían que ir en fila india y agachadas, vigilando sus cabezas. Pero allí dónde Nana se había detenido el espacio era mucho más ancho y alto. Casi parecía una plaza en medio de aquel mundo de túneles. Adriana sabía perfectamente dónde estaban. - ¿Por qué las catacumbas? El aire allí era aún más espeso. - Porque así debe ser. Adriana casi sintió pánico ante la figura de Nana. Aquella sala oscura, levemente iluminado por dos antorchas, hacía que su blanco fuese aún más intenso. Más, Adri se sintió sorprendida, más celestial. Marcela, con una mano sobre su vientre y la cara algo desencajada, se acercó e hizo sentar a Adriana a su lado, sobre un viejo banco de piedra. Fue entonces cuando Adri se dio cuenta de qué era aquel lugar. - Esto es un templo… Nana lo confirmó con su mirada. - Aquí se reunieron durante décadas las mujeres de nuestra familia… estas catacumbas nos sirvieron para estar juntas en momentos delicados. Antes no todo era tan fácil, Adriana. No siempre tuvimos posesiones cómo Bellavista… Adriana lo entendió rápidamente. - Y ahora este refugio es vuestro… Dejó la frase inacabada esperando que alguien la respondiese. Fue Marcela. - No es nada más que un lugar en el que recordar a nuestras antiguas matriarcas… - Aquí es dónde recibiré mi castigo… - Ella lo creyó oportuno. - Magdalena. - Así es… tienes que pensar que en la historia de las Angelis jamás una mujer había renunciado a su destino cómo tú lo has hecho. Marcela suspiró profundamente. Nana, un poco más allá, agachó la cabeza cómo herida.

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- Por eso Magdalena creyó que el lugar ideal era este. Aquí, bajo el auspicio de las antiguas matriarcas. Marcela hizo una señal con la cabeza a Marta que ésta interpretó rápidamente. Se acercó a la entrada, cogió con la mano derecha una de las antorchas y la acercó a una de las paredes laterales. Aquella visión estremeció a Adriana. Había centenares, todo un ejército, de pirámides colgando de aquel muro. La luz del fuego de la antorcha las hacía brillar y estremecerse en reflejos rojizos que inundaban toda la sala. Adriana comprendió lo que Marcela quería decir. Ese era el auspicio de las antiguas matriarcas. Nana y la nueva matriarca se acercaron al muro, se despojaron de sus amuletos y los colgaron junto a los demás. El resplandor se hizo mucho más intenso. Iluminó de un cobre profundo los muros y las caras de todas las Angelis. Adriana sintió que había llegado el momento. Cerró los ojos y procuró recordar todo lo que su corta vida le había regalado. Sin embargo, sólo dos imágenes venían a su mente. Lo hacían con una insistencia enfermiza. Román en la Fontana, la noche en que se conocieron. La otra imagen era Nana, sentada delante de su escritorio, sonriente, con aquella mirada dulce y tierna con la que le abrió la puerta al mundo de las Angelis. Y ahora esa puerta se estaba cerrando definitivamente. - Lo siento mi niña… Nana puso su mano derecha sobre el rostro de Adriana. - Lo que recibiste en las alturas, te debe ser retirado en las profundidades de la tierra. Nana deslizó su mano por el cuerpo de Adriana. Se detuvo encima de su vientre y empezó a pronunciar palabras en voz baja, frases imperceptibles. Entonces todo volvió a empezar. Adriana sintió el fuego en sus entrañas. La nebulosa rojiza cubriéndola. Un olor amargo que se adueñaba de sus pulmones. En un instante, desaparecieron todas las demás, sólo quedaron Nana y ella, bajo la presencia imborrable de centenares de pirámides que hacían crecer a cada segundo el poder de la anciana blanca. Después del fuego llegó el frío. Adriana se estremeció. Casi ni notaba la mano de Nana sobre su cuerpo, se encogió en sí misma, con las rodillas a la altura de su pecho. Le dolía el aire que respiraba, le dolía el tacto de la nebulosa sobre su piel, le dolía su alma que parecía querer abandonarla. Y entonces la escuchó. Por última vez. - Nos volveremos a encontrar, mi joven sucesora… Allí el dolor se hizo más intenso, Adriana se sintió atada, atrapada en un útero doloroso, claustrofóbico. Sus pulmones ya no querían más aire. Su boca se cerró en un último espasmo de desesperación. Y después, después Adriana empezó a perder la conciencia. Lentamente. Apenas recordaba sus sentimientos, Román desapareció entre la niebla de su mente, e incluso la presencia de Nana se esfumó en silencio. El blanco se hizo oscuro. Y lo oscuro se apoderó de su mente.

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Epílogo –XXX Carlota contempla el sol de junio desde el balcón de su habitación en la casa de la Garriga. Hace un día radiante. Bello. Ha sido una primavera lluviosa, poco habitual y el de hoy parece el primer día de verano. Coge la cámara de fotos y se viste con una ligera camiseta de algodón y una minifalda de vuelo color granate. Tenía tantas ganas de volverse a ver atractiva que casi le parece imposible reconocerse en el reflejo que contempla alegre en el espejo. La chica baja las escaleras de Can Rovira corriendo. Normalmente lo hace despacio, paso a paso, pero algo le dice que hoy es un día especial. Y merece disfrutarlo al máximo. Abajo, a pie de portal, Román y su pequeña hija la esperan. Aquellos últimos diez meses han sido locos. Primero la desaparición de Adriana, después la de Román, al final él vuelve y no recuerda nada de lo que le ha pasado. Un par de meses después la prueba de embarazo da positivo. Y ahí está su bebé. Con unas pocas semanas, dormilona, algo llorona pero tan alegre que siente con fuerza que todo ha valido la pena. Román sonríe a su mujer. Entre el invierno y el embarazo, no la recordaba de aquella manera, tan ágil, tan feliz, tan desenfadada. Tanto ha cambiado Carlota que incluso ha entrado a trabajar en una organización benéfica en Barcelona, ayudando a niños pobres. Aquella parece ser su vida. Le hace ser feliz. Y él lo es viéndola disfrutar de la vida a su lado. Y está la pequeña. Abre los ojos de alegría de ver a su madre. Ella la coge en brazos, le acaricia su pequeña carita blanca, sus pómulos ligeramente rosados, le besa la frente y la levanta hacia el cielo azul de este alegre día de junio. Carlota pasea junto a Román, que empuja el cochecito con su bebé dentro. Ella deja que el viento juegue descarado con su pelo rojizo. Sigue siendo aquella chica atractiva, sensual, mantiene esa pose descarada de cuando todavía iba a escuela. Pero algo en ella ha cambiado. Ahora se siente madura. Siente que tiene una vida por delante. Una vida para hacer grandes cosas. Y lo va a hacer con sus hijos, porque piensa tener más, y sobretodo junto a Román. Él es su apoyo. Él es su vida. Paran el carrito frente la casa de Marina. Carlota mira hacia su antigua habitación. Suspira en silencio. Todo aquello queda ya lejos, pero no puede olvidar a esa muchacha que tanto la necesitó. Ella es el motivo por el que ha decidido dedicar su vida a los menos favorecidos. Sobretodo los niños. Sacude la cabeza, y le hace un gesto a Román para que sigan paseando. Se fija en él. Ha cambiado mucho desde el año pasado. Se cambió el peinado, ahora en vez de la media melena lleva un corte militar que le hace parecer mucho más adulto. Se ha dejado algo de barba que le dulcifica un poco su cara alargada. Tiene las ojeras más marcadas que hace unos meses, seguramente porque duerme mal, atacado por horribles pesadillas sobre castigos y demonios. No habla sobre ello, pero desde que volvió necesita ayuda de un psicólogo para intentar entender lo que pasó durante aquellos días que se han borrado de su memoria. Por lo demás, es un hombre feliz. Bueno. Comprensivo. Que lucha con ella para ser mejores día tras día. Precisamente Román se para un momento. Coge a su hija del cochecito, la levanta y la mira enternecido. - Se te ve hecho un padrazo… Carlota sonríe, y Román asiente con la cabeza.

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- Es tan bonita. - Lo que no entiendo es por qué insististe en que le pusiéramos este nombre. - Tengo la sensación de que tenía que llevar el nombre de alguien realmente especial. Y no conocía nadie que lo mereciese tanto… Carlota se sonrojó. - … cómo su propia madre. La pequeña hizo una leve mueca que parecía querer ser una sonrisa. Los primeros pelos rojizos empezaban ya a poblar su pequeña cabecita, y se adivinaban en ella los mismos ojos verdes de su madre. Román estaba convencido, Carlota era un buen nombre para el bebé, pero algo en su corazón le decía que, en realidad, él había pensado en otro. Aunque era incapaz de recordarlo. Andan juntos durante unos metros. Hasta llegar al final de la calle. A Carlota le encanta la sensación de paz y calma que existe en este pueblo. Es tan diferente del piso que tienen en la zona alta de Barcelona. Es incapaz de imaginarse su vida sin pasar los fines de semana en la Garriga, cómo si se tratara de una cura de desconexión. Sonríe relajada, se coge del brazo de su marido, del izquierdo, porque con el derecho Román sigue abrazando con fuerza a su pequeña hija. Es la vida soñada. Poco más allá se cruzan con una de las vecinas de los Rovira. Carlota la reconoce enseguida. Es una mujer joven, de unos veinticinco años. Quizás alguno más. Son de buena familia, conocidos y respetados. Lo que más le sorprende es que, cómo ellos, avanza paseando un carrito. Parece que las habladurías de la gente estaban equivocadas. Carlota se alegra de corazón. Le gusta compartir su felicidad con los que le rodean. Así que se decide y la llama. La mujer se da la vuelta. En sus ojos se puede leer la felicidad. Sonríe. Es una sonrisa brillante, sumamente alegre y sincera. - ¡Carlota! - Tú también has tenido un bebé… Las palabras de Carlota son de una felicidad conmovedora. Cómo sus gestos, cómo sus emocionados ojos. La mujer asiente con la cabeza, también parece más feliz de lo que pueda llegarse a expresar con palabras. - ¿Cuánto tiempo tiene tu bebé? - Seis semanas… ¿y el tuyo? - ¡Más o menos igual! Las dos se llevan las manos a la boca con un alegre gesto de exclamación. Román asiente divertido. - Crecerán compartiendo incluso sus aniversarios… Carlota guiña un ojo a la otra mujer que le devuelve el gesto, ilusionada. - Serán las mejores amigas… Román se agacha para mirar al bebé de aquella mujer. Deduce, por el color rosa del vestido, que es una niña. La encuentra bonita. - Se parece a ti… La mujer sonríe. - Te lo agradezco, pero eso es imposible. El chico se muerde la lengua. Acaba de cometer algún tipo de error. Intenta excusarse pero la mujer le hace un gesto tranquilizador.

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- No te preocupes. Mejor así. Pero ella en realidad no es hija mía… no biológica, quiero decir. La hemos adoptado. No sé si habéis oído lo que se decía de nosotros… Carlota recuerda las habladurías. Al final eran ciertas. Pero aún así, aquella familia había conseguido ver cumplidos sus sueños. - Igualmente, es preciosa. La mujer asiente agradecida. Incluso sonrojada. - Por cierto… Román abre los ojos cómo si de repente algo de su pasado hubiese vuelto para hacerse presente. - … ¿cómo se llama? Ella contempla admirada su bebé. Le acaricia el pelo castaño, levemente rizado. Mira a los ojos marrones de la niña y siente cómo las palabras acuden por sí mismas a su garganta. - Es lo único que pidieron las monjas que nos la dieron en adopción. Que conservásemos su nombre. Debía ser muy especial para su madre. La mujer sonríe dulcemente mientras vuelve a fijar su mirada en el rostro de Román. Él parece incómodo, traga saliva, algo en su interior arde, algo que le hace sentir que conoce la respuesta. Y justo en el momento en que la madre pronuncia el nombre de la pequeña, él mismo lo escucha de su propia voz. … Su nombre es Adriana.

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