La Madrugada de Luna

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La Madrugada de Luna Xavier Gassó i Lorido


La Madrugada de Luna

Luna estaba sentada en el alfeizar de su ventana. Quería volar. Nada deseaba con mayor intensidad que aquel viejo recuerdo que golpeaba en ocasiones su alma. Era una imagen oscura que acudía a su retina, se fijaba durante unos segundos y luego desaparecía lentamente dejando tras de sí un ligero halo de tristeza. Quería volar. Era lo único que quería en aquel mundo. Lo que más anhelaba. Y aunque sabía que, de hacerlo, iba a abocarse al vacío, sus piernas y sus brazos la animaban a saltar, a lanzarse hacía aquel espacio oscuro que se ofrecía libremente bajo su mirada. Cuánto más lo contemplaba, más crecía aquella tentación en su interior. Se vio a sí misma reflejada en un claro de aquella brillante luna a la que le debía el nombre. Sonrió silenciosamente. Valía la pena intentarlo. Valía la pena recuperar aquella bella sensación. Miró hacía atrás. Vio las dos camas perfectamente alineadas contra la pared. Sus dos hijas dormían en un plácido silencio, ajenas al mundo real que se estaba decantando contra ellas. Y es que Luna seguía sentada en el alfeizar de su ventana pero su mente ya no estaba en ese rincón del mundo. Siquiera estaba con las pequeñas. Su mente había vuelto a aquel origen al que había renunciado. Volvía y lo visitaba una y otra vez, recordando las sensaciones que se habían hecho esquivas y huidizas durante tantos años pero que, súbitamente, habían vuelto a ocupar un lugar bien presente en su memoria. Así que se puso de pie y miró al infinito.

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Y no vio nada más que la misma oscuridad, el mismo vacío que la acompañó aquella madrugada en la que decidió dejarlo todo. Suspiró profundamente. Estiró sus brazos y los arqueó ligeramente hasta formar una cruz perfecta con su cuerpo. Podía notar nítidamente el frío golpeando sus recuerdos, su memoria, su silencio. Y, aún así, sentía el cálido tacto del destino empujándola a hacerlo, a perder el miedo. A volar. Porque Luna quería volar. Quería volver a hacerlo ¡Dios! –. Ella sabía que no podía, ella sabía que no debía, pero también sabía que no lo había olvidado ¿Cómo iba a hacerlo? Era tan sencillo. Levantó y separó ligeramente sus talones del suelo. Se quedó suspendida soportando todo el peso de su cuerpo sobre las yemas ensombrecidas de los dedos de sus pies. Ya no había vuelta atrás. Había tomado una decisión. Respiró silenciosamente, volvió a ojear al interior de aquélla pequeña habitación una vez más, la última vez, para contemplar el dulce sueño de sus hijas. Una ligera sonrisa cruzó su rostro. Era una sonrisa de felicidad, pero era una sonrisa, también, de añoranza. Lanzó aquel último beso tal cual se hubiera despedido de su único y gran amor. No tenía otra ocasión, era aquélla noche o ninguna otra. Así que volvió a ojear al vacío. Su corazón latía con una intensidad que ni ella misma era capaz de conocer, o de reconocer. Nada, nada se podía comparar con la descarga de sentimientos y emociones que en aquel instante invadía todo su cuerpo y sus extremidades, aún paralizadas pero preparadas para volar.

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Miró a su espalda. Allí de dónde antaño habían nacido sus dos preciosas y perfectas alas ahora tan sólo había un espacio yermo, vacío. Piel tierna sobre un músculo blando que a duras penas conseguía mantener en su lugar aquellos huesos que parecían querer huir de tan menudo cuerpo. Sabía que las iba a echar de menos. Sin embargo cerró los ojos e intentó recuperar aquella hermosa sensación. La forma en que el viento acariciaba su rostro, la forma en que el sol doraba sus cabellos, la forma en que la vida transcurría dulcemente mientras ella surcaba su mundo. Un mundo que había descubierto y al que había renunciado, un mundo que sabía que no iba a volver. Ya nada iba a volver. Sintió cómo su cuerpo se desplazaba lentamente hacia delante. La fuerza implacable del vacío la empujaba a recorrer, a una velocidad endiablada, aquel espacio tan corto de tiempo. Y sin embargo, todo se hizo eterno. Todo se hizo infinito. Volvía a sentir. Volvía a sentir. Tragó saliva, intentó respirar pero la presión lo hacía imposible, sonrío. O cómo mínimo, gesticuló buscando un pensamiento bello que la acompañase al final. El más bello de sus pensamientos, fuese cual fuese. Y entonces acudió a su mente. Y fue en ese instante cuando se dio cuenta. Las alas habían desaparecido porque el tiempo se las había llevado. Su piel se conservaba tersa justo allí dónde, tan sólo unos años atrás, su mundo había adquirido sentido, un sentido que ya no existía. Se giró y se volvió hacía la habitación. Se sentó de nuevo en el alfeizar de su ventana y sonrió. Escuchó el silencio de la vida.

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No necesitaba un pensamiento bello. Nada era mรกs bello que lo que sus ojos contemplaban

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