Los agujeros negros no dejan escapar la luz

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Los agujeros negros no dejan escapar la luz Xavier Gass贸 i Lorido


Los agujeros negros no dejan escapar la luz Ya lo sé. Sé que ahora ella se acercará, me mirará, sonreirá vergonzosa, dará media vuelta y, justo antes de cruzar la puerta, moverá nerviosa su mano derecha y me lanzará un beso desde la distancia. También sé, y es una desgracia, que exactamente cuando ella haga un paso dentro de la habitación, este bucle se habrá acabado y volverá a repetirse desde el primer instante. Lo sé todo. Sé que no hay nada después del momento en que ella cierra la puerta. Sé que nunca escucharé qué es aquello que siempre promete decirme pero nunca puede cumplir. Cada mañana es el mismo mañana, todos los días son el mismo día, cada tarde y cada noche se convierten en las mismas tardes y noches, nunca un paso adelante, nunca un mañana, nunca nada. Sólo este agujero negro.

Ella se acerca. Me mira. Me sonríe vergonzosa. Da media vuelta y se aleja hacia la puerta que hay al final de la habitación. En el último momento se gira, aún sonríe, mueve su mano despidiéndose, parece tan aliviada, tan ignorante, y me lanza aquel cálido último beso. Un beso que cruza la distancia, me acaricia con ternura el pómulo y se aloja en mi pecho. Con los otros, con el mismo repetido eternamente. Le he suplicado infinidad de veces que no cruce la puerta, lo he intentado evitar con todas mis fuerzas, pero el tiempo se impone y vence, siempre vence. No importa que haga el paso, no importa, puede estar en cualquier lugar, puede estar besándome, puede estar repudiándome, puede estar aquí o allí. Ella puede hacer lo que quiera, pero a mí no me queda otra salida. Se acaba de nuevo, vuelve a empezar.

He perdido la razón. Fuera llueve, siempre llueve, dudo que en este ciclo exista el sol. Hace frío, la habitación donde me despierto siempre está húmeda, el aire viciado, el mundo se repite constantemente para mí, para todos, pero nadie más parece darse cuenta. Sólo yo lo sufro. Ellas siquiera lo imaginan. Pero cómo cada mañana a la misma hora una de las dos me despierta. Llama con una insistencia enfermiza a la puerta. Lo sé. Sé lo que me dirá. Sé lo que pasará si no la abro.

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Hoy, lo siento mucho, se quedan fuera, y yo tan sólo contemplaré las horas, encerrado en mi mismo, esperando que el ciclo vuelva a comenzar. Poco después escuchó los gritos. La desesperación. La otra chica también chilla, y los dos disparos que he oído tantas veces estallan en un estruendo frenético seguido por un silencio vacío, frío, mortal. La tarde pasa larga, lenta, sobre todo lenta. A estas horas ella ya se habría acercado, habría hecho su mirada dulce, la media vuelta, y ahora se volvería hacia mí, alzaría la mano y la movería inocentemente mientras con la otra me enviaría aquel dulce beso. Hecho una última mirada por la ventana. Se comienza a hacer oscuro, pero tampoco puedo recordar la noche. Siempre se acaba aquí, ella habría cruzado la puerta. Sigue lloviendo.

La habitación es como la de cada mañana. Ellas están a punto de hacer su aparición. La primera llama a la puerta. Me Levanto, me pongo los pantalones, escuchó los gritos y pienso en volverlo a ignorar. No. Hoy no. Abro. Las dos entran en mi habitación. Se me quedan mirando. Una hace el paso adelante. Sé que me agradecerán que las haya dejado entrar. Sé que me querrá explicar qué pasa. Pero también sé que en aquel mismo instante alguien se abalanzará sobre la puerta intentando forzar la cerradura. La que se me acerca es la morena. Con el tiempo he llegado en saber que ella se llama Nouk, y la otra, la que llama siempre a la puerta, la que es rubia, se hace llamar Jana. Cuando la primera me intenta explicar el por qué de todo ello, su hermana me coge del brazo indicándome la ventana y empieza la huida.

Alguien más allá de la puerta intenta tumbarla. Salimos a la terraza. Nouk avanza la primera, salta a la habitación de al lado. Yo la sigo detrás, conmigo Jana. Tenemos suerte de la poca distancia entre habitaciones. En mi cuarto, la puerta deja de resistir, de refilón aún puedo ver una vez más el rostro impecable de nuestro eterno persecutor. Traje oscuro, corbata azul, y la arma reluciente en la mano derecha. Aquí, en este punto, vuelvo a pensar que habría sido más inteligente dejarlas fuera del ciclo.

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El problema, si se puede decir así, es que estoy convencido que salvarlas es la clave para escapar de este agujero. Entramos en la habitación de los vecinos. Como siempre, el matrimonio se altera. Ella mira su marido y le grita ordenándole que nos eche, él, una vez más, rebusca debajo de la cama. Me abalanzo encima de él. Le saco la escopeta de caza, la primera vez que hicimos este camino, pensé que todo se acababa con aquél tiro que me había agujereado el pecho, pero no. Nada finaliza en este ciclo. El marido suplica, implora, que los dejemos, que marchemos. Obedecemos, sé cuál será su final pero no me preocupa, en el siguiente bucle los volveré en encontrar, tiro el arma y los abandonamos a su suerte. Segundos después, mientras huimos por el pasillo, escucho los dos disparos. Nouk me busca con aquella mirada dulce. Para ella es la primera vez, para mí, son infinitas.

Sé que él nos seguirá por las escaleras de emergencia, siempre lo hace. Las convenzo para huir por el ascensor. Jana entra la primera, su hermana y yo detrás. Subimos hasta el ático. Él aún debe de estar bajando, tenemos tiempo. Una de las dos me lo quiere explicar todo, pero no es preciso. Sé que huyen, eso está bastante claro, sobre todo porque desde cada mañana en que decido entrar en este juego también soy fugitivo. Sé que aquel hombre las persigue para solucionar un encargo. Lamentablemente todo se reduce a los millones de una herencia. Sé que me prometerán una gran cantidad si las salvo, pero el dinero, en este eterno retorno no me sirven por nada. Me mueve, no es preciso decirlo, la mirada de Nouk.

El tiempo corre en este momento. Él, con absoluta certeza, ya se ha dado cuenta de que le hemos engañado y estará ya subiendo hasta la azotea que nos acoge. Jana se impacientará enseguida. Comenzará a gritar, sus chillidos hace tiempo que se me han clavado en la mente y los puedo escuchar incluso cuando aún no he entrado en el bucle. Mientras ella me culpa por haberlas llevado a un camino sin retorno Nouk empieza a pedirme ayuda. Yo les podría señalar las escaleras de emergencia y ellas sin pensárselo las bajarían desesperadamente para seguir con la huida. 3


Pero cuando Jana se impacienta dejo de estar interesado en seguir el juego. Hoy tampoco, estoy cansado. Estoy tan cansado. Tan cansado que para huir, sólo por unas pocas horas, me abrazo con fuerza y, sin darle tiempo a reaccionar, lanzo a Jana al vacío. Su hermana me observa descorazonada. Se abalanza contra mi intentando encontrar venganza. Pero en medio de la lucha, él llega en lo alto de las escaleras. Dispara, tres veces. Uno, dos, tres y Nouk sigue el camino de su hermana. El cuarto, el que tendría que haber encontrado mi cuerpo, no llega a salir nunca de la arma. Él sonríe, primero, y deja ir una amplia sonrisa de satisfacción, la sonrisa del vencedor. Hace media vuelta y desaparece dentro del ascensor. Más allá de la terraza, treinta metros por debajo, un hormigueo incansable de personas se agrupa entorno de los cuerpos inertes de mis compañeras. Se escuchan las sirenas. La gente señala hacia arriba. Yo estoy arriba.

El cuartelillo de la guardia civil me resulta familiar. Creo que he perdido la noción absoluta de las veces que lo he visitado. El sargento, González se llama, me mira con curiosidad profesional mientras escucha las explicaciones de los supuestos testimonios. Todos me inculpan. Él los deja con un subordinado, se levanta, y se acerca a mi lado. No me pierde de vista. Hace un breve gesto con la mano derecha y el policía que me vigila se va. Entra en la habitación. Es una de aquellas salas prefabricadas con paredes de cristal, una mesa y dos sillas. Se sienta en la que su compañero acaba de dejar libre. Sus ojos examinan cada pequeña parte de mí y me lo vuelve a decir. Mi cara, la reconoce, no sabe de que, no lo ha sabido nunca y sé con toda seguridad que no lo podrá hacer, pero sin esperar ninguna explicación, nunca lo hace, me indica la salida del bucle. Las tienes que salvar. La primera vez me sorprendió, la segunda no le creí, ahora estoy convencido que él también forma parte del fin del ciclo. Es, o eso creo, un guía. Un personaje que el bucle ha creado para indicarme el camino de vuelta. Las tienes que salvar. Me lo dice tres veces, se levanta y se marcha. Peor justo antes se vuelve, me contempla desde más allá, es una mirada vacía, fría. Las tienes que salvar. Cruza la puerta en el preciso momento en que Nouk lo habría hecho si el ciclo hubiese acabado normalmente.

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De acuerdo, no me sorprende la lluvia, ni la humedad ni el aire viciado de la habitación. Me despierta Jana, una vez más. Aún tengo presente el recuerdo de las palabras del sargento. Las tengo que salvar. De un salto me alzo de la cama. Me pongo los pantalones y una camiseta vieja con un dibujo más viejo aún de un cantante con sombrero de bufón. Abro. Las gracias, los nervios, la ventana. La ventana, el balcón, la habitación de los vecinos, y el personaje oscuro. La mujer que se altera, la escopeta, la mirada del marido. El pasillo, los dos disparos, las escaleras, el ascensor. El tiempo que se repite. Jana se altera. Tiene miedo. Se siente atrapada. La mirada de Nouk me hace señalar las escaleras de emergencia, en el preciso momento en que podemos escuchar como el ascensor se pone en marcha. Él sube. Corremos y bajamos. Cuando llevamos tan sólo un par de pisos escuchamos el timbre que señala la llegada de nuestro perseguidor, el cazador se acerca. Las presas, nosotros tres pero sobre todo ellas dos, huimos desesperados por las escaleras metálicas. Nouk pide a su hermana que deje de gritar. Lo que no sabe es que, haga lo que haga, de las cuerdas vocales de Jana únicamente pueden salir aquellos chillidos horrorosos. En todo el tiempo que ha pasado desde el inicio del bucle, aún no ha pronunciado una sola palabra.

Él, impecable, baja lentamente cada escalón. Sabe, yo también lo sé, que finalmente acabará alcanzando su objetivo. Las tengo que salvar. Esta vez tendría que intentar improvisar una nueva solución. He probado infinidad a veces de escapar por el subterráneo, pero allí no hay salida. Huyendo de esta trampa mortal, a menudo he intentado esquivarlo escondiéndolas en diferentes habitaciones, con el resultado previsible. En la calle ellas se convierten en dianas móviles, a plena luz son fáciles de cazar y sé que escondidas las encuentra. El resultado siempre es el mismo. Siempre, siempre el mismo.

Así que cuando Nouk me pide qué hacer, sólo puedo mirarla a los ojos, a esos ojos maravillosos, y decirle suavemente, que no hay salida, que no se me ocurre qué podemos hacer para escapar de aquel destino. Me coge de la camiseta del bufón que canta, me zarandea con toda la violencia de la que es capaz y grita.

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Conozco su fuerza, conozco aquella reacción airada. Ella me dejará enseguida, y me ordenará que la siga. A ella y a Jana a la que coge firmemente de la mano convencida que las salvará. No saben, que a partir de este momento, hagamos lo que hagamos, el final ya está escrito. Como un agujero negro del que no puede escaparse ni la luz, nos hundimos en un destino que se complace en atraparnos y castigarnos una y otra vez.

Tal vez lo tendría que evitar. Lo sé. Él acabará cumpliendo su misión. No las salvaré, Jana morirá, todo comenzará una vez más. Las escaleras se acaban pronto. Nouk nos lleva abajo.

La ventana de la habitación 1103 está como siempre abierta. Entramos. La cruzamos silenciosamente hasta la puerta. El pasillo está oscuro, una de las dos intentará encender la luz, pero el interruptor no ha funcionado nunca. Tampoco en este bucle lo hace.

El camino, entre la oscuridad y el rojo apagado de las paredes, se hace largo. Ella avanza decidida, pero no sabe dónde va, no sabe qué hace. Es difícil, es realmente difícil saber que al final de este largo túnel no existe ninguna otra luz, ninguna salida, nada. Jana se acerca inexorable al momento último. Su hermana me busca con los ojos. Si seguimos adelante él aparecerá al final del camino, saldrá de la habitación 1108 y disparará tres veces. Sólo tres. El primer tiro sesgará la vida de la hermana pequeña. Los dos siguientes no encontrarán ningún otro camino que el de la puerta de roble de la 1109. El silencio absoluto se hará inmediatamente después del último. Él, aún impecable, aún elegante, hará un breve gesto de despido y desaparecerá perdiéndose más allá de la oscuridad. Nouk se tirará sobre su hermana, pero ya será demasiado tarde. Los habitantes de las habitaciones volverán extremadamente ruidoso el silencio.

¿Y yo? Yo tan sólo podré abrazarla, intentar consolar este dolor tan intenso que he sufrido demasiado a menudo. Demasiado para poderlo sufrir una sola vez más.

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La puerta de la 1108 se abre repentinamente. Él sale de detrás. Es rápido, me siento ciertamente impresionado por su agilidad. Supongo que debe de ser un problema de complejos, no lo sé, pero es así. Él, en tan poco tiempo que parece menos aún, se gira quedándose de cara a nosotros. Jana y Nouk ni tan solo tienen tiempo para pronunciar un “no” cuando él ya ha sacado, del bolsillo interior de la americana, su arma y la bala cruza los metros para refugiarse en el pecho de la chica. Su hermana se lanza encima, tarde, y comenzarán los gritos, los nervios, el ruido. La gente me mira mientras el hombre oscuro huye. Me miran como pidiéndome que le persiga, que haga justicia.

Las tengo que salvar. Ya no las puedo salvar, tampoco en este bucle. Nouk llora, sus ojos cristalinos y rotos me piden ayuda. La abrazo. Son sólo tres o cuatro segundos. Sé que enseguida se alzará y comenzará una carrera loca para encontrar el asesino. Así pasa. Como siempre la sigo. Curioso convertirse en perseguidor cuando acabas de sufrir el miedo de estar al otro bando. Ella parece excitada, nerviosa y angustiada. Aunque no lo sepa, ha hecho este camino centenares a veces. Yo lo vuelvo a empezar de nueve.

La tarde pasará rápida. Pasa. Nouk me volverá a llevar entre las calles oscuras y los rincones perdidos. Lo hace. Como una luz que se apaga lentamente, ella se cansa, su fuerza se difumina. Acabaremos en el almacén abandonado de delante del hotel nuevo. La ciudad comienza a prepararse para descansar.

Conozco cada centímetro de esta nave industrial. El olor de grasa, las paredes estropeadas, las ventanas opacas, todo me resulta comprensiblemente familiar. Tan familiar como la voz que cruza el silencio hasta llegar a nosotros. Él nos espera al otro extremo. Vestido oscuro, corbata azul, peinado inmaculado y postura firme, casi amenazadora. En la mano derecha hace bailar locamente su arma. Nouk lo mira temerosa pero airada.

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No se esperaba encontrárselo aquí. Nunca se lo espera pero al final siempre llegamos, incluso cuando intento evitarlo. Los próximos minutos son terribles, lo serán. Fuera comienza a ganar terreno la noche. La nave sólo se ilumina con la tenue luz rota de las farolas. Ella grita, vacía su rabia encima de este hombre imperturbable. Mientras el otro sonríe, Nouk se le lanzará encima y comenzará la lucha. Lo hace.

Intervenir es absurdo. Querer tomar parte en la lucha no tiene sentido porque sé que Nouk se entregará con una ferocidad implacable que acabará con el asesino de su hermana. Ella se lanzará encima, dejará ir la rodilla allí donde los golpes son más dolorosos, él exclama herido, Nouk le saca el arma de la mano derecha. Es sólo medio segundo. El hombre la mira con odio, con rabia. El instinto de supervivencia le ha abandonado. Sus ojos destilan sangre. La chica lo llana, le amenaza. Pasado este medio segundo el arma escupe su fuego, una bala que cruza el aire húmedo, pero frío, y se aloja en la frente de aquel hombre que siempre encuentra el mismo final.

Nouk deja caer la pistola. Ésta luce y brilla en su caída, mientras ella hace el mismo camino casi a cámara lenta, parece como si el tiempo se tuviera que estirar más de la cuenta cada vez que mis ojos la ven poner las dos rodillas en el suelo grasiento y las manos buscando la cara por cubrirla.

La he aprendido en amar. El bucle me ha enseñado. El odio por verme atrapado en su trampa una vez tras otra ha acabado convirtiéndose en alguna cosa que podría llamarse amor. El agujero negro está a punto de volver a comenzar. En sólo unos segundos seré un desconocido que irrumpirá inesperadamente en su vida abriendo una puerta que ni las ocultará, ni las entregará, ni, mucho menos, las salvará. Nouk se levanta violentamente del suelo. Me mira, aún con los ojos medio ocultos tras las manos. Se acerca el momento. Sólo unos pocos segundos y todo volverá a emprender el mismo camino. Sin descanso.

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No me dará tiempo a aceptar que mi cara será la de un extraño para ella, que la próxima vez que le abra la puerta a su hermana, todo volverá a empezar y que el camino nos volverá a traer aquí, esperando que un día las dos puedan reunirse en esta nave.

Nouk se acerca lentamente. Me mira, estos ojos, esta llama que me ha hecho perder el sentido tantas veces me hace devolverle el gesto. Sonríe vergonzosa, es un gesto de despido. Le vuelvo una media mueca que no sé a qué se tiene que asemejar visto desde el otro lado.

Ella da media vuelta. Al final de la nave está la puerta, metálica, amenazadora. Todo se acaba aquí. Todo volverá. Se acerca con pasos decididos. Sólo un segundo antes de cruzarla, cuando ya el ciclo toca al final, se gira, hace un ligero gesto de negación, de desesperación con la cabeza, pero zarandea decididamente la mano derecha y me tira el enésimo beso desde la distancia. El beso tiene el tiempo justo de cruzar el silencio, este maldito silencio que lo impregna todo, para encontrar refugio con todos los otros que ocupan mi corazón.

La puerta de la habitación parece quererse tumbar por culpa de los golpes desesperados que me despiertan. Fuera llueve. El aire está viciado. La habitación pequeña. Los gritos no tardan a ocuparla completamente.

Jana y Nouk me miran como la primera vez que abrí esta puerta. Cojo a la primera del brazo y la llevo hacia la puerta de la terraza. Su hermana nos sigue mientras cierra con llave la habitación. El hombre que viste de oscuro la tumba con rapidez. Los gritos de la vecina se repiten, su marido saca la escopeta. Jana, está claro, chilla. El persecutor se prepara para saltar entre las terrazas. El hombre desde la cama me contempla furioso, pero también acobardado. Su arma tiembla entre sus inseguras manos. Las chicas se impacientan. Nouk coge del brazo a su hermana, el matrimonio nos observa esperando encontrar algún indicio de nuestras buenas intenciones, las que los hemos mostrado siempre aunque ellos ya no lo recuerden.

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Ellas intentan huir, abren la puerta. Inician el camino de vuelta, la huida. El hombre, aún en la cama perfectamente cubierto con la manta y con su mujer cogiéndolo por la cintura, me marca con el cañón de la escopeta la salida de la habitación. Levanto las manos. Él parece relajarse sólo por un segundo. Sé que ellas ya han comenzado la carrera por el pasillo. El perseguidor ya ha conseguido salvar la distancia entre las dos terrazas, de una maniobra ágil le robo la escopeta al hombre que, atemorizado, se esconde bajo la colcha, detrás de su mujer, pidiéndome, llorando, que no les haga daño. Tampoco lo pretendo.

Corro para llegar al lado de las dos muchachas. Dos disparos, secos, silenciados, me hacen dar media vuelta sólo por un segundo, ellas hacen lo mismo. Aquel matrimonio ha vuelto a encontrarse con su destino. Tampoco ellos tienen salida de este agujero.

El dilema. Bajamos por las escaleras o subimos al ascensor hasta el ático. Las vuelvo a convencer para ir arriba. Es fácil. Nouk, con su mirada, me pregunta por qué llevo la escopeta de aquel pobre matrimonio. Ni yo mismo lo sé. Aún no había pensado nunca en cogerla. El ascensor no tarda más de veinte segundos en subir todos los pisos. Arriba del edificio ellas se empiezan a impacientar. El hombre ya sabe donde estamos.

Yo lo sé, Nouk se da cuenta y Jana, Jana chilla. La intento acallar, pero es imposible, porque el ascensor se pone en marcha y la flecha marca hacia arriba, nos marca a nosotros. Pido a la hermana racional que se aparten y me dejen hacer. Ella obedece entre preocupada y sumisa. Tapa la boca de Jana con su mano derecha y se ocultan detrás una de las chimeneas de salida de humos. En sólo unos segundos, tal vez menos de los que habíamos tardado nosotros en hacer el mismo camino, la puerta del ascensor se abre lentamente. Allí aparece la figura inmaculada de él. El vestido oscuro, la corbata azul, el perfecto peinado, la pistola brillante. Me falla la voz cuando intento decirle que se pare. Lo vuelvo en intentar y me sale un grito bastante convincente que le provoca un extraño ataque de risa.

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Me señala con el dedo mientras me pregunta, también a gritos, qué es lo que pienso hacer, pero sobre todo, se interesa por quién demonios soy. Avanza unos metros decidido. Tampoco sabría decirle exactamente quién soy, pero he vivido tantos días huyendo de él que lo odio con todas mis fuerzas. Alza su arma. Me apunta mientras se acerca. Puedo notar el latido de su corazón estallando contra el mío. Dispara, sólo una décima de según antes que yo.

Sé qué se siente cuando una bala se abalanza encima del cuerpo y muerde con rabia fogosa la carne. Lo he visto centenares de veces en los ojos vidriosos de Jana, a veces, en bucles anormales, en los de Nouk. Lo he contemplado en la gran Nave en la misma mirada que ahora se ahoga con una bala incrustada en el pecho. Él, impecable, cae. Busco en mí mismo el rastro de su munición. Pero no encuentro nada. Absolutamente nada. Ni el más mínimo señal de una posible ruta mortal, ningún indicio de herida o, aunque sea poco, arañazo. Nada. Nada en mí, nada en ellas. El hombre se ahoga definitivamente. Deja de respirar. No entiendo por qué en tantas ocasiones me había pasado desapercibida la posibilidad de esta escopeta. Sonrío, es una sonrisa triunfal. Hace años habría aprovechado para fumarme el habano de la victoria, pero incluso este vicio he perdido en el agujero negro.

Alzo los brazos. Me río histéricamente. Más que histéricamente, río absurdamente, río loco de furia, loco de poder.

Ella me devuelve a la realidad. Jana ya no chilla. Nouk la contempla aterrada desde detrás de la chimenea. Su hermana sostiene en una insegura mano izquierda el arma del perseguidor. No sabría decir qué resplandece más, si aquélla imponente pistola o la mirada llena de vida de Jana. En cambio, Nouk comienza a murmurar sonidos incomprensibles. No la conozco. Parece atemorizada. Yo le indico con la mano derecha tendido el cuerpo inmóvil del persecutor.

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La camisa azul del hombre se va volviendo negra cuando la sangre se extiende por encima. Él ha perdido en este bucle, como ellas o yo mismo en tantos otros. Se lo indico con insistencia, como pidiéndole absurdamente, con una mirada que se pierde a través de los metros, que se dé cuenta de que acabo de salvar su vida. La de ella y la de la hermana histérica, la que sigue apuntándome con insistencia. Del bolsillo interior de su chaqueta saca un pequeño teléfono móvil. Marca. Se hace el silencio. Nouk y yo nos miramos dubitativos, la duda se transforma lentamente en temor, y el temor, en la mirada de la chica se convierte por siempre más en ira. Alzo la escopeta. Intento hacerlas entender, al precio que sea, cuál ha sido mi papel en este bucle. Grito. Les explico lo que no puede tener explicación. Este camino no lo había recorrido nunca y ahora sí que me siento perdido en este entorno. Dejo ir un disparo, el último que le quedaba a la escopeta. Es sólo un acto de desesperación, lo juro. Jana ya ha avisado a la policía. Me pregunto, y ya son demasiado preguntas en un solo ciclo, por qué no lo había hecho nunca con nuestro perseguidor y lo hace conmigo. Conmigo, que acabo de salvar las tres vidas, que acabo de cerrar este bucle infernal.

Aquel fogonazo, el último disparo de la escopeta, parece haber encendido una llama aún más intensa en Nouk. Poseída por una furia descomunal, por aquel instinto que tantas veces he contemplado, ella toma el arma de las manos de su hermana y me apunta con una cara desencajada. Jana la mira incrédula. Su hermana sosteniendo un arma, ella nunca se lo habría esperado. Yo sé de lo que es capaz esta mujer con una pistola. Lo he visto. Lo tengo tan presente que me entra el pánico. Angustiada me pide que tire la escopeta. Si no lo hago, dice, me llenará el cuerpo de balas. Le pido que se tranquilice. ¿Dónde queda aquella mirada dulce? ¿Dónde queda aquella mano en el aire saludándome desde la distancia, ofrendándome el beso que me debe hacer retornar con fuerzas al siguiente ciclo? Le muestro la escopeta. Nos separan poco menos de cien metros.

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La azotea es grande, hace viento, llueve, siempre llueve. Con la mano derecha le hago una señal ligera para calmarla. Con la izquierda comienzo a dejar lentamente, muy lentamente, con una calma casi parsimoniosa, el rifle sobre el suelo mojado. Ella asiente con la cabeza. Jana sonríe, es la misma mueca victoriosa que yo había esgrimido sólo hace unos minutos. Las sirenas se acercan amenazadoras. Nouk aún zarandea ansiosa la pistola. Le imploro que se tranquilice, que yo no les quiero hacer ningún daño. Ningún daño. Ningún daño. Por favor. Ningún daño.

La bala que huye por error, por desazón, por miedo, del arma de Nouk se abalanza encima de mí. El mordisco es horroroso, insufrible, chillo, grito, me ahogo en mi dolor, mientras mi muslo me sangra indolente. Caigo al suelo, cierro los ojos, siento el agua ahogándome, el mundo desaparece, el bucle se convierte y ya no sé si pienso o deliro.

En la ambulancia, mientras alguien me aplica cualquiera calmante sobre la herida de bala que me ha provocado Nouk, me vuelvo en encontrar con el sargento González. El policía me mira curioso. Sonríe. Me pide por qué lo he hecho. ¿Por qué he matado a un hombre y amenazado a aquellas dos muchachas? Cómo explicárselo si sé que no me va a creer. Porque mientras le aseguro que ha existido el bucle, me doy cuenta de que ni yo mismo sería capaz de pensar que semejante locura fuese cierta. Todo es demasiado complicado. Todo se difumina en mi mente como un día de niebla. Se confunde, me confundo.

El bucle se tendría que haber acabado ya, pero yo aún estoy estirado en esta ambulancia camino de no sé qué hospital de la ciudad. La enfermera, una mujer vestida con un chaleco de color amarillo brillante, me mira con cara de asco mientras me inyecta cualquier porquería. Y todo se hace oscuro. Negro. Negro como un agujero, negro como cada mañana húmeda en la habitación, como cada vez que Nouk cruzaba la puerta.

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Cuando vuelvo a abrir los ojos, la luz me ciega. Busco una cara amiga, alguien conocido, alguien a quien poderle pedir ayuda. La enfermera ya no está allí. En su lugar un médico que me explica que la herida no es importante, y que podré sobrevivir. Cuando pronuncia esta última palabra sonríe cínicamente.

Al otro lado de la cama el sargento González me pone una mano al encima del hombro derecho. Me mira. Su cara me parece, lógicamente, mucho más familiar que todas las otras. También sonríe.

Cierra su mano apretando con fuerza mi brazo mientras me jura que pagaré todo cuanto he hecho. Me explica que, por culpa de la tensión, Nouk ha sufrido un ataque de corazón, y Jana, incapaz de soportar cuánto había pasado, se ha tirado desde la terraza de aquel hotel. Las dos han muerto. Intento llorar, gritar, expresar toda la rabia y el odio que siento, pero alguna cosa me evita reaccionar.

Tan sólo puedo escuchar al sargento avisándome que mi vida será una constante rutina viendo cada mañana las mismas paredes de la celda donde me encerrarán cuando salga de este hospital. Cada mañana las mismas personas, todos los días será al igual que el anterior, y será así año tras año.

Después estalla en una ruidosa carcajada. Una carcajada que me acompaña mientras pierdo el sentido, una carcajada que cae conmigo en un nuevo agujero negro.

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