Revista Número 4 Vuelo de Cuervos

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do puesto solo unos pantalones de deporte. Había dejado en su mesilla el viejo diario amarillento que encontró entre las cajas. Empezó a pasar páginas leyendo palabras sueltas. Dada su edad adolescente, tan sólo le interesaba encontrar escritas referencias al sexo. Algún encuentro erótico con algún chico del pueblo, palabras subidas de tono. A un chico de dieciséis años poco le importaban las notas de colegio, tonterías sobre los famosos o cualquier comentario ridículo de chicas que escribieran en su diario. Él buscaba algo como “Hoy me ha besado… ”,”Lo hicimos en su habitación…” y cosas por el estilo. A medida que leía, su interés ascendía en lo que ahí había escrito. Se percató de que no era una chica joven quien escribió esas páginas. Sí había referencias al sexo, pero eran desagradables. “…era su mirada, vacía, oscura, lo que más me aterrorizaba. Me obligaba a adorar a Satán mientras me penetraba…” Volviendo las páginas hacia atrás, algunas se soltaban del hilo que las unía, intentó leer esos acontecimientos desde el principio y darles sentido. Se acomodó mejor sobre la cama, volteándose para dejar el cuaderno sobre el colchón y poder pasar mejor las páginas. Consiguió dar con el comienzo del relato. Quien escribía, se llamaba Ruth Wilson. “Aquella noche en la que él llegó, en la que el enviado de Satán accedió a mi casa, todo se tornó en la más profunda oscuridad. Simplemente, morí. O debí morir y ahora habito en el infierno esperando a que regrese a por mí. Dicen que cuando mueres ves una luz a la que debes dirigirte. Esa noche vi la luz. Dormía. Un haz luminoso dirigido a mi rostro se encendía y apagaba. Con los párpados cerrados notaba esa iluminación automática. Se encendía; se apagaba. Y fue cuando lo sentí; un fétido olor se introdujo por mi nariz. Un hedor que nadie podría llegar a imaginar. Como si cientos de cadáveres en descomposición se revolviesen en una cloaca. Abrí los ojos y vi la cara del diablo. Ahí estaba, sentado frente a mi cama sosteniendo en una mano una linterna con la que me enfocaba y en la otra un revólver. Su silueta oscura, alargada, serena y vigilante, esperaba a que yo abriera los ojos. Con siniestra paciencia me observaba mientras dormía. Creí estar soñando. Debía de ser una horrible pesadilla. Pero la pesadilla no hizo más que comenzar. Me cogió con fuerza y me arrastró hacia la habitación de mi hijo. Amenazaba con dispararle. Un simple ladrón pensé. No. De simple no tenía nada. Su rostro de líneas rectas, sus ojos negros, profundos, como pozos del averno, insensibles al horror que sentía mi pequeño. Su voz grave me pedía silencio. «¿Sabes quién soy?» me dijo. Sí lo sabía. Todos lo sabíamos. «El Merodeador Nocturno». Su sonrisa orgullosa al escuchar mis palabras. Su enorme satisfacción por saberse conocido, como quien ha completado a la perfección y con éxito su misión. Encerró a mi hijo en un armario y después me ató las muñecas y los pies a la cama. Me arrancó el camisón dejándome desnuda frente a la bestia que se cernía con furia salvaje y descontrolada sobre mí. Me poseyó. Me forzó en repetidas ocasiones. Sentía una impotencia terrible por sentirle dentro, por la rabia con la que me penetraba. Estaba perdida y aterrada. Sabía que después me mataría y yo no dejaba de pensar en mi hijo. No. A él no, por favor. No le hagas daño, pensaba mientras seguía embistiéndome. Comenzó Vuelo de Cuervos Revista Diciembre

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