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Opinión

Geopolítica: Memoria y Realidad

La trasformación traumática que experimenta la política mundial y aquellos que poblamos aquí es preocupante. Para algunos, el ocaso de lo que tradicionalmente llamamos la hegemonía de los Estados Unidos o su imperialismo es causa de celebración. Ciertamente, es comprensible el beneplácito que se siente cuando Washington simplemente se retire —parcialmente, nunca va a renunciar a sus intereses— del teatro geopolítico actual. En el camino y especialmente luego del 11 de septiembre de 2001, hemos atestiguado el saldo catastrófico de los errores cometidos por un país que —si bien potencia— se deja llevar por absolutismos ideológicos, repletos de blancos y negros —maniqueísmos— que muy a pesar del conocimiento y los datos provistos por su cuerpo diplomático, su aparato militar y de inteligencia, implementa política exterior y procesos que manifiestan la ignorancia y arrogancia de las élites políticas —demócratas y republicanas— añadiendo también sus peores y desacertados instintos.

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Ciertamente, puede no importarnos. La población en Occidente tiene hastío y en ocasiones muestra su molestia en la forma de movilizaciones sociales; la mayoría del tiempo, sin embargo, nos entregamos al estupor del aislamiento conveniente de la distracción —la vida en el suburbio, el procuramiento frenético de entretenimiento a toda costa— y, claro está, el hedonismo consumista. Pero lo que hace el mundo desarrollado en términos del ejercicio del poder, en términos de flexionar su mollero geopolítico desde el centro, deja lastre y consecuencia en el sur global. El acto arbitrario del centro en los renglones de economía política, ambiente, distribución de la riqueza tiene impacto —en más formas que no— en la periferia. Explicamos así el tranque en el desarrollo de países que con vastos recursos no salen del marasmo. Se explica también la miseria y la vida precaria y desechable en estas regiones de Asia y África, pero también en Latinoamérica. Todo ello en un inconsistente e insistente régimen que, mientras predica multilateralismo, asiste a la imposición geopolítica de los poderosos. África adolece de muchas formas alimentadas —lo digo irónicamente en virtud del hambre que se sobrelleva allí— por el hecho de considerarse uno de los tableros estratégicos de los poderosos. Lo dije en una columna anterior: Europa encabezada por Francia, China, Estados Unidos y Rusia buscan enclavarse aún más en un continente que les otorgan —les arrebatan, mas bien— considerable riqueza energética y mineral. Washington y Bruselas-París insisten en que se mantenga el andamiaje democrático de estos países. Muy loable objetivo, sí, pero no cuando los problemas de gobernabilidad y gobernanza se montan sobre el dominio de élites locales con un fuerte matiz étnico. Tampoco se puede, si el dinero que se recibe paternalmente a través de la “ayuda” humanitaria, o financiera a través de la asunción de deuda, no es distribuido de manera justa, proporcional o equitativa. Es el patrón consistente desde que estas naciones advinieron a su soberanía: utilizar el patrón dominador/dominados que sus antiguos patrones coloniales les legaron. Como la solución no la provee la “alternativa” democrática, la vía de la fuerza suministra. Por eso tenemos gobiernos militares en Níger, Burkina Faso, Mali y Guinea Conakry. Asia también adolece y al momento de escribir esta columna sus dilemas no se dirimen solamente en su propio espacio geográfico. La navegación de sus turbulencias geopolíticas también trata de coordinarse desde Washington; mas bien desde Camp David, donde el presidente Biden sirvió de anfitrión al presidente de Corea del Sur, Yoon Suk-yeol, y el primer ministro de Japón, Fumio Kishida. El propósito primordial es la coordinación de una respuesta estratégica integrada que sirva de contención ante China y sus movidas en la región, particularmente aquellas dirigidas hacia Taiwán, el mar de China Meridional (South China Sea) y la con- ducta paria de su “vasallo” Corea del Norte. Parece razonable y sencillo, pero está muy lejos de serlo. Primeramente, aunque tanto Seúl como Tokio tienen problemas en común, su historia “conjunta” esté repleta de crueldades y lamentaciones. Entre 1910 y 1945 el Imperio Japonés administró colonialmente la totalidad de la Península Coreana y —como ocurre en estas dinámicas de subordinación colonial— los coreanos de ambos lados de la frontera guardan con mucha razón resentimiento y sospecha ante la posibilidad coordinada con Washington de operar en conjunto con el contingente estratégico nipón. Además, como incómodamente aducen los estudiosos de este tema, el elemento de causa común entre Washington, Seúl y Tokio no tiene cimientos fuertes. Hay duda si tanto japón como Corea del Sur, más allá de sus preocupaciones internas de seguridad, se unan a Estados Unidos si se va a la guerra —por cualquier razón— con China. Dejo para último Ucrania y la contraofensiva. Es interesante la manera como los medios de comunicación principales contextualizan —o evaden— el tema. Más allá de la absurda lógica tipo “comida rápida” en la que los públicos y sus representantes políticos esperan resultados rápidos de un acontecimiento militar, lo que prevalece aquí es la sobriedad. No sabremos su desenlace pronto; queda esperar “lo mejor” y prepararse para lo peor.

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