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Opinión Pakistán y el Talibán: morder la mano que alimenta
El atentado mortífero con artefacto explosivo perpetrado esta semana en Pakistán marca un comienzo de año cimentado en turbulencia geopolítica. La tormenta no se avecina, ya está aquí. Aparte del sureste de Europa —retomaré Ucrania pronto— y Medio Oriente —Yemen, Irán, Israel y la Autoridad Palestina— es en el subcontinente, Sur de Asia, donde debemos verter la mirada preocupada. No nos quedaremos aquí, pero de entrada venimos obligados a prestar atención al gigante de la región: India. Su peso económico, estratégico y político se hace cada vez más patente, imposible ya de ignorar. Con influencia considerable y contradicciones internas perdurables, India es ya potencia regional y como tal dejará su marca en el Indo-Pacífico. Pero me concierne ahora Pakistán, eterno rival de su vecino con quien comparte historia colonial y tienen más en común de lo que estos admitirían.
Pakistán… ¿Por dónde empiezo? En las últimas dos décadas he observado sus constantes sacudidas. Recién mudado a Gran Bretaña, en 1999, para continuar mis estudios, una de las primeras noticias impactantes fue el golpe de Estado que los militares pakistaníes perpetraron, el
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12 de octubre de ese año. La excusa, muy similar entre los cuerpos castrenses, no importa la parte del mundo en que se encuentren: frustración y desdén hacia la clase política dividida, polarizada, inefectiva, corrupta; muy ocupada en su rivalidad con India y muy inmiscuida en los asuntos de Afganistán para ocuparse de los asuntos domésticos. Las tensiones entre la clase política y militar eran obvias desde mucho antes; se necesitan mutuamente a pesar del desprecio. No había respeto, mucho menos cordialidad entre el gobierno en ese entonces, liderado por el primer ministro Nawaz Sharif y el general Pervez Musharraf, jefe del ejército y quien asumió el sudario de jefe de Estado cuando el Estado Mayor de las fuerzas armadas pakistaníes le entregó el poder sin mucha fanfarria ni derramamiento de sangre.
Ese preámbulo —inicio de la desdicha— determinaría la tempestuosa dinámica política que distinguiría a Pakistán por cerca de un cuarto de siglo. A partir de esa coyuntura, la tragedia sería experimentada en lamentables episodios de crisis perenne en los renglones políticos, económicos, sociales y culturales —en la forma de violencias hacia las minorías religiosas: musulmanes chiíes, sijs y cristia- nos— y cuyo capítulo más reciente es el que presenciamos con el bombazo de Peshawar, el 30 de enero de 2023, suscita lo que ya sabemos: Pakistán es un estado inefectivo; no es estado fallido porque en definitiva —y la clase política y militar están plenamente conscientes— no se pueden dar el lujo, ni de fallar, ni de colapsar, no con armas nucleares.
Es el viejo refrán: “la desgracia viene toda junta”. Pakistán y los pakistaníes lo viven en la carne, en la cotidianidad. La explosión que afectó a la mezquita, como todo terrible y mortal incidente, saca al ruedo los defectos del poder público, siempre en el renglón más obvio: la seguridad. El siniestro ocurre en un domicilio improbable: el cuartel general de la policía pakistaní ubicado en un complejo “seguro” y fortificado, en el que se encontraba también la mezquita, cuyo techo colapsó y a la que el personal administrativo, de servicios y agentes irían a orar.
Además del hecho de que la explosión rompió el espejismo de paz civil y estabilidad, el país contiende de manera concurrente con otros aprietos. A nivel macroeconómico: una deuda pública sin asomo de poder ser controlada; tensas negociaciones con el Fondo Monetario Internacional para que se le otorgue a Pakistán un rescate financiero —‘bailout’—; una economía que no puede desechar la inflación y se queda sin reservas de moneda extranjera, tampoco es capaz de repotenciar su moneda devaluada. No hay, en suma, indicio alguno de recuperación, pero sí cantidades considerables de incertidumbre.
A esta lista de problemas hay que añadirle el saldo desafortunado de las inundaciones que se dieron durante la temporada de Monzón. Aquí también la desgracia vino compuesta. No solo Pakistán experimentó una época de lluvias inusualmente larga, sino que las aguas que vinieron del cielo se combinaron con aquella que salió de las zonas montañosas del país debido al derretimiento de los glaciales, producto del cambio climático.
Finalmente, hay que poner en perspectiva que el triste desenlace de lo acontecido en el penúltimo día de enero es también producto de acciones contradictorias del estado pakistaní. No es posible cultivar y estimular al Talibán afgano, con pretensión de mantener influencia en el país vecino —solapando incluso el malogrado proyecto occidental de hacer de Afganistán un país con “posibilidad”; plural, si no democrático— al mismo tiempo que reprimes brutal y viciosamente, en tu lado de la frontera, a sus correligionarios —en ideología religiosa y étnica (Pastún)— en Pakistán. Le tocará a Islamabad reflexionar sobre sus propios deslices.