

Me llamaron Masika, que significa “nacida durante la lluvia” en las costas africanas de Sierra Leona.


Cuando se iban las nubes, mi madre encendía un candil y me cantaba una canción de cuna:
Makun makun, Bebe o makun…
Duerme, duerme, mi niña, duerme…



Recién cumplidos los cuatro años, mi padre comenzó a llevarme sobre los hombros cuando salía a cazar.

De regreso a la aldea, cantábamos y bailábamos alrededor del fuego, al ritmo de los tambores y la música de las marimbas.
Por las noches, se escuchaban silbidos de pájaros desconocidos.

Un día llegaron por el mar unas naves con hombres blancos. No alcancé a despedirme de mi madre. Mi padre estaba en la selva.


Éramos muchos los niños y niñas encerrados en las bodegas de un barco. No sabíamos a dónde nos llevaban ni entendíamos su idioma.

Tras una larga travesía marina, nos desembarcaron en un puerto rodeado de cerros y extrañas palmeras.

Al bajar del barco, nos subieron en una carreta. Teníamos miedo.
