
Cada mañana, mi librería y yo damos un gran bostezo.
Pero es un bostezo de auténtico entusiasmo, pues estamos deseando comenzar a vivir un nuevo día.
¡Cuánta ilusión por delante!






















A ella le encanta que lo primero que haga yo sea barrer su suelo y limpiar el polvo de sus estanterías.
Quiere estar bien aseada para recibir a los lectores.


























Siempre le pasa igual, se impacienta esperando a que entre la primera persona.
«¿Quién será? ¿Qué título buscará?
¿Entrará solo a curiosear?», se pregunta sin remedio.












Quiere que en sus escaparates destaquen sus libros favoritos. Sus preferidos, los que elige para recomendar a quien se detenga a mirarlos.
Y, claro, a mí me gusta hacerle cumplir sus deseos.









































Cuando alguien hojea páginas y más páginas, ella siente unas deliciosas cosquillas. Y aguanta la risa como puede.

Creo que hasta ahora nadie se ha dado cuenta.















En cada venta, siente alegría y pena a la vez.
Alegría por saber que la gente necesita de las lecturas que guarda entre sus paredes. Y pena porque, seguramente, se tiene que despedir para siempre de uno de sus ejemplares.
«Nuestro trabajo es así», le digo yo para consolarla.


