La hacedora de barcos / The Boat Maker

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Gema nació en una pequeña aldea entre montañas, alejada de todo.

Si el invierno era muy frío, veía nevar en las cumbres de alrededor. Luego, en primavera, contemplaba los cientos de arroyuelos que provocaba el deshielo. Delgados como hilos, recorrían las laderas en busca del río Ancho.

Pero Gema nunca vio el río, porque el valle quedaba lejos. Y mucho menos el mar Amplio en el que desembocaba, o la Ciudad del Puerto, porque se encontraban más lejos aún.

Así que nadie entendía de dónde le venía aquella extraña afición.

Contaba su amigo Manuel que, quizá, todo comenzó cuando Gema llegó por primera vez a la pequeña escuela rural. Al entrar, se quedó clavada ante un póster enorme que presidía el zaguán. Junto a letras todavía incomprensibles, mostraba la imagen imponente de un galeón. O tal vez fuese una carabela. Eso Manuel no lo recordaba con certeza.

El caso es que Gema pronto comenzó a pasar las clases con la oreja puesta en las lecciones, mientras sus ojos seguían al lápiz que, sin descanso, hacía aparecer barcos en los márgenes de los libros de texto.

Más adelante, comenzó a utilizar la parte de atrás de sus libretas de matemáticas, de lengua o de ciencias para llenar hojas y hojas con esquemas y diseños de barcos cada vez más detallados.

Cuando la maestra la sorprendía sumergida en aquel mar de trazos, le decía:

–Algún día serás marinera. O pescadora. Dejarás esta aldea, irás a la costa y, desde allí, partirás a recorrer el mundo entero.

–No –le respondía Gema–. A mí lo que me gustaría es construir barcos. No navegar en ellos.

–Bueno, bueno, ya me lo dirás cuando seas mayor –zanjaba la maestra–. Si sabré yo de estas cosas, después de tantos años dando clase…

Pero la maestra se equivocaba. Gema no se hizo marinera. Ni abandonó la aldea. Ni mucho menos su propósito. Y con doce años decidió pasar del papel al mundo real. En la explanada que había a espaldas de la casa familiar, comenzó a construir un barco.

Aunque sus padres no entendían para qué, no le pusieron pegas: era verano y había terminado bien el curso. Después de realizar sus tareas en la granja, podía dedicarse a lo que quisiera.

Gema subía al bosque, elegía la madera, la talaba, la transportaba y la almacenaba junto al cobertizo para que se secara.

Luego la cortaba según la medida de sus planos, le daba la forma adecuada, la cepillaba y, finalmente, la ensamblaba.

Después había que reforzar las cuadernas, calafatear el casco, barnizar. Confeccionar el velamen, fabricar y colocar las cuerdas, ajustar el timón…

Gema trabajaba a conciencia, pero el proceso era lento. Y trabajaba sola.

Así que le llevó tres largos años terminar aquel falucho.

El día que lo terminó, abandonó la cubierta bajando por la escala de cuerda trenzada. Se sentó en el banco que había junto a la casa y suspiró satisfecha, contemplando su obra mientras se ponía el sol.

Un viento fuerte hacía ondular la mies. Y el falucho parecía navegar sobre esas olas que Gema nunca había visto.

–No está previsto que haya otro diluvio –le dijo el párroco de la aldea, que paseaba en ese momento por allí. Y le guiñó un ojo, divertido.

Pero Gema se encogió de hombros y no contestó. Justo en ese momento empezaba a pensar en construir otro barco. Más bonito aún, si eso era posible.

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