A esta misma hora / At This Same Time

Page 1


El hombre apretó el volante apenas divisó a la niña caminando por la berma. Era domingo, casi no había autos en la ruta y él iba lento. Por unos segundos dudó entre presionar el acelerador y salir arrancando o detenerse. ¿Cuántos años tendría? ¿Nueve? ¿Diez? Un regalo adelantado; en una semana todo el pueblo estaría en Navidad. Aceleró el auto mentalmente con la vista fija en la línea blanca de la ruta. Necesitaba alejarse y llegar rápido al pueblo. Allí estaba, conduciendo un auto volador, los neumáticos a centímetros del asfalto cuando —en un trance de desdoblamiento— se vio a sí mismo mirando la espalda de la niña y, medio metro más allá, divisó las hojas con polvo de unos arbustos: se dio cuenta de que iba a paso de tortuga, arrimado a la berma, casi escoltando a la muchacha. Accionó el sistema de apertura de los vidrios, se inclinó hacia el asiento del copiloto, estiró un brazo y tocó el borde de la ventanilla. Ella se detuvo y se lo quedó mirando con curiosidad. La boquita pequeña, levemente abierta.

—Hola —saludó el hombre—, ¿andás perdida?

Que me diga que no: No, señor, vivo por acá, muchas gracias. Pero ella sonrió. Sublime. Angelical. Malvada.

Le pareció reconocerla. Se la había cruzado un par de veces, callejeando sin rumbo, cerca del terminal. Vaya que había crecido.

—¿Querés que te acerque a algún lugar?

La recordó: varios veranos atrás, una noche cualquiera, sentada en la escalinata de cemento del casino, cargando a un bebé llorón y moquillento. Un escalón más arriba, la madre, una treintona con mirada falopera que limosneaba por el centro seguida de toda la prole, como una gallina con sus pollitos. Pero una mala gallina, pensó el hombre.

—¿Me puede llevar a la plaza?

—Adonde usted quiera, princesa.

Frenó del todo y se estiró aún más por encima del asiento para abrirle la puerta. Mi nueva copiloto, se dijo, hambriento, controlando la ruta por el espejo retrovisor: no se veía ni un auto. Esperó a que la invitada se sentara y, sin dejar de mirarla, retomó lentamente la marcha, apretando el cubrevolante acolchado, sintiendo en las yemas la textura aterciopelada de esa parte interior de los muslos. Unos muslos blancos, recién estrenados. Una inyección de sangre nació en la punta de sus dedos, subió por los brazos, explotó en el pecho y bajó como un torrente. La tela de los jeans se estiró en la entrepierna. El bulto del hombre comenzó a hincharse.

Sonriendo, ella le dio las gracias. Mirá vos, me salió bien agradecida.

La niña se acomodó una especie de bandolera de cuero que le cruzaba el pecho encima de un vestido que le llegaba a los tobillos. El hombre, mirándola cada tanto, calculando el tamaño de esa boca, le hizo preguntas tontas acerca del calor, del verano, sin perder la atención en la ruta por donde asomó, a la derecha, el cartel amarillo con la silueta en negro de dos niños tomados de la mano que indicaba escuela cerca.

—¿A qué grado vas? ¿Ya saliste de vacaciones?

Ella pestañeó y, sacando el pecho como una gorda paloma, dijo que no iba a la escuela. Él se quedó pensando en cuánto podía enseñarle un hombre experimentado como él a una pibita agrandada y coqueta como ella. Una piba que podía saber mucho de la calle, pero no de cómo funcionaba ese cuerpo, que en un par de años sería el cuerpo de una mujer. Quizás si entendieran la importancia de conocer desde chiquitas cómo manejar su propio placer, cuántos problemas futuros se ahorrarían, reflexionó, con el miembro latiendo allí abajo.

La miró de nuevo y se imaginó desvistiéndola, sacándole el vestido rosado lleno de lamparones de aceite. La vio desnuda bajo la ducha, bañada, con la piel más blanca y no de ese tono aceitunado. A él le gustaban blanquitas.

El auto siguió avanzando por la ruta. Pasaron por unos puestos de sandías a la orilla del camino. Una camioneta

blanca tocó la bocina y lo adelantó. Iba demasiado lento, calculando los próximos pasos: todavía quedaba una hora de luz y la plaza se llenaba los domingos por la tarde.

Comenzó a arrepentirse de su impulso ciego por arrimarse a la berma y levantarla. No siempre funcionaba así de fácil, pero la invitada se había subido a la primera de cambio. Ni tiempo le había dado para controlar el impulso, las ganas.

Por fin apareció el cartel verde indicando los cruces en los siguientes kilómetros. Necesitaba eso, sí, unos cuantos kilómetros más de charla inocente, juguetona, lejos de los curiosos.

Como una mentira largamente practicada, se escuchó contándole una historia:

—Mandé a hacer un equipo de mate muy bonito, de cuero, a una artesana de por acá, una mujer muy gauchita. Tengo que pasar a buscarlo. Será rápido, ni siquiera será necesario que te bajés del auto. Entro, me dan el paquete, salgo y, ahí sí, nos vamos directo a la plaza.

Mientras lo decía, el hombre miró el sol metiéndose en las colinas. La niña se cruzó de piernas e, inclinada hacia adelante, acarició la guantera, pasando los dedos sucios por encima de la radio, metiéndolos en los recovecos, tocándolo todo como si por primera vez estuviera dentro de un reluciente cero kilómetros.

—Bueno, vamos a buscar eso, eso del mate —aceptó ella muy tranquila, bajando las pestañas.

Él sonrió y se dio cuenta de que su invitada llevaba rímel y algo de brillo en los labios. Así que jugando a ser una putita, pensó, y giró hacia la derecha, tomando el primer cruce. Aceleró. Los neumáticos derraparon sobre la gravilla suelta. Rápido, retomó el control del auto y la miró, convencido de que ella se había asustado.

—¿Y después podemos ir a comer pizza? —preguntó la niña, inmutable en el asiento—. Tengo ganas de comer pizza.

El hombre la felicitó por la idea; la habría felicitado por cualquier ocurrencia, alcanzó a pensar, y ella siguió hablando:

—Pero eso sí —señaló, levantando el volumen de la voz como si fuera una orden—, que la pizza no tenga ananá, porque es asqueroso.

Esta piba fue y volvió, sentenció él, y se dijo que sería fácil comprarle alguna baratija o regalarle unos cuantos billetes para que se dejara hacer.

Bien podía ser este un primer encuentro, el inicio de un padrinazgo. Una ahijadita a quien ayudar. La piba no se iría del pueblo y, si le gustaba la guita, volvería por más. Siempre volvían por más, recordó, sonriéndole a su propio reflejo en el parabrisas. A cien metros asomó el caserío y unos ranchos afearon el paisaje como sucios brochazos.

Quizás lo de hoy podía ser un adelanto, siguió reflexionando el hombre, y dependiendo de cómo avanzara el asunto, en un próximo encuentro, en un par de semanas,

podría agasajarla con un regalito de Reyes y ella, una piba despierta, de seguro haría méritos para agradecerle a su padrino y, de paso, pedirle un nuevo regalo. Ya podía ir poniéndole agua y pasto a los camellos, pensó el hombre, y se internó por una calle muy larga con las manos transpiradas en el volante, calculando que en varias vueltas más el sol terminaría de perderse por detrás de las colinas.

Ana sacó el envoltorio de aluminio y se llevó el chicle a la nariz. Olía a sandía, a infancia. Un tiempo feliz, pensó, y lo masticó muy lento, disfrutando la saliva dulzona. Miró por la ventanilla. En el andén, su madre y la tía cotilleaban animadamente, olvidadas del bus. Cerró los ojos. Fantaseó con una línea de agua: bajo ella quedaba la oscuridad de los últimos meses; arriba, este día de enero. En la línea de flotación, la cara de Blanca dentro del ataúd. Debería haber traído otro paquete de pañuelos desechables. —Ya vamos a partir.

El auxiliar del bus contó con un dedo los asientos vacíos, luego se giró y ella, un poco empinada en el asiento, le miró la espalda, la camisa azul bien planchada, y lo vio desaparecer por el hueco de la escalerilla que daba al primer piso. A los pocos minutos, escuchó el ronroneo del motor y recordó la casi pesadilla. Se había soñado la noche anterior entre fierros retorcidos al final de la cuesta Caracoles. Ella y sus miedos. Apretó la nariz contra el

vidrio y, levantando una mano, se despidió de la madre y la tía.

Mientras el chofer maniobraba para sacar la máquina del estrecho terminal, ambas mujeres caminaron tomadas del brazo hacia la salida. Ana se entretuvo mirándolas hacerse chiquitas hasta fusionarse en el gentío. Dos buenas hermanas. Ella nunca tendría eso.

Horas después de cruzar el paso fronterizo, las hileras de sauces y los viñedos mendocinos, como un corto en stop motion, dieron paso a una interminable planicie, tan desabrida como la masa chiclosa que a las seis de la tarde ella escupió en la servilleta guardada del almuerzo. Le dolían las mandíbulas. Acarició el libro que dormía en su regazo. Lo había sacado de la mochila luego del trámite aduanero, pensando en que quizás el vaivén del bus, la lejanía de Santiago o hasta los esperanzadores motivos del viaje la ayudarían con la ansiedad, pero no había pasado del primer párrafo, yendo y viniendo por las primeras frases, una y otra vez. Avanzaba tres palabras y se obligaba a retroceder, a rumiarlas en series de dos, luego de cuatro, hasta que de tanto repetirlas se vaciaban de significado. Cerró el libro, sacó el celular y revisó la ruta. Según Google Maps, faltaban horas de viaje.

En el pueblo donde vivía la prima había dos cerros empinados como un par de tetas, le había contado la tía esa tarde del velatorio. Conversaban a centímetros del

ataúd, sentadas en la primera fila bajo el intenso olor de las flores.

—Tu prima Rosa quería venir, pero el desgraciado no quiso firmarle el permiso de la niña.

—¿Cuántos años tiene?

—¿Rosa o Belén?

—Ay, tía, la niña.

—Belencita tiene diez —dijo la tía, sonriendo.

Ana se dio cuenta de que Blanca nunca más cumpliría años.

Guardó el celular y la novela en la mochila. Blanca tendrá para siempre treinta y tres, y en once años más tendremos la misma edad, como hermanas gemelas, aunque una, viva, y la otra, muerta. Una culpa chiquita se le movió dentro del cuerpo. Cuántas veces, luego de una pelea entre hermanas, había deseado ser hija única.

Las luces del bus se apagaron, ella se giró en el asiento. Al lado, el hombre moreno que había subido en Los Andes ya roncaba. Intentó dormir, pero al cerrar los ojos la memoria insistía en traerle escenas de los días que siguieron al funeral: su madre, sentada en la cama, llorando entre espasmos, con los senos flácidos temblando bajo el pijama. El dolor había comenzado a encogerla y ella, la hija buena, había intentado consolarla.

—Déjame, Ana. Déjame. —La separó con unos manotazos—. No quiero tu lástima. Ándate.

—Me da pena verte así.

—¿Y qué quieres? Tengo que llorar.

—Yo también estoy triste, mamá.

—No es lo mismo. Déjame. Sale. Ciérrame la puerta. También tengo rabia. Esa porquería la mató. Si nunca se hubiera metido esa mierda.

Abrió los ojos; prefería desvelarse en la penumbra del bus planificando los próximos días. Necesitaba futuro. Metió a tientas la mano en la mochila, sacó el estuche y tocó, aliviada, su arsenal de medicamentos. Enseguida, intentando no hacer ruido, descorrió la gruesa cortinilla que horas antes había deslizado el auxiliar. Necesitaba luz, aunque fuera el brillo de la luna. Apoyó la cara en el vidrio, miró al cielo, a todas partes, pero allí afuera sólo había oscuridad.

A las cinco de la mañana, el Rápido Internacional llegó al terminal. Una construcción sólida, en un sector céntrico, con unas hileras de sillas plásticas de color rojo y una cafetería que por la hora estaba cerrada. Todavía no asomaba el sol.

Se sentó en una de las sillas, apoyó la mochila en el piso. Esperaría a que amaneciera para tomar la micro de recorrido local y continuar la última parte del trayecto. Se imaginó a su madre en Santiago, durmiendo boca abajo. Se preguntó qué estaría pasando a esa misma hora en otros lugares del planeta. Poco a poco hizo una lista mental y acomodó las escenas variopintas en una gran

La mocosa la asustó. Se acercó a pedirle unas monedas. Parecía gitana. Ella había escuchado que darle dinero a un niño era como pagarle el arriendo: lo mantenía en la calle. No le daría ni un peso. Además, temió sacar la billetera y que un tropel de gitanillos saliera de la nada y la asaltaran.

—¿Tenés papel? —dijo la niña, alargando las sílabas, con esa tonada que había escuchado durante el viaje—. Mirá lo que tengo.

Abrió una vieja bandolera de cuero que llevaba cruzada al pecho. Ella miró en el interior y vio unos muñones de lápices de colores, lápices criptos sin tapa y pedazos de tizas. Se acordó de la novela, la sacó de la mochila y arrancó con cuidado esa primera hoja en blanco después de la portada. La niña la miró hacer con la boca abierta. Al pasarle el papel, Ana se fijó en los dedos sucios, la polera con manchas de aceite, la falda hasta los tobillos: una deshollinadora de cuento. Si fuera mi hija, la metería en una tina, la refregaría con una esponja, le lavaría los dientes, le cepillaría el pelo.

21 pantalla. Vio mujeres amamantando, muertas de sueño; marineros limpiando la cubierta de un barco; una carrera de bicicletas en medio de un paisaje desértico; alguien zambulléndose en una piscina; alguien que ahora era ella misma, en traje de baño, la melena corta pegada a la cabeza, bajo el chorro de una inmensa cascada. Estaba sudando. El calor era infernal.

—Te haré un dibujo —dijo la mocosa y salió a los tropezones.

La esperó durante un rato, dando manotazos al aire para atrapar los zancudos. La gitanilla no regresó. Comenzó a amanecer.

Fue fácil dar con la casa de la prima a las afueras del pueblo. Nomás bajar en la plaza, mochila al hombro, y luego de sacar un par de fotos con el celular, se orientó por el mapa de la aplicación y caminó sin prisa las doce cuadras, mirándose las zapatillas. Se había soltado un poco los cordones por la hinchazón de los pies. En la tercera o cuarta cuadra las grandes casas con anuncios de «Se alquila», la cara sonriente de un candidato, repetida en varios afiches pegados en los muros —«Bertoni intendente»— y la calle pavimentada mutaron por un camino de tierra, con terrenos de pastos altos, casuchas salpicadas por aquí y por allá y una acequia que llevaba un hilillo de agua, brillante por efecto del sol. Miró las colinas que enmarcaban el paisaje, disfrutó el griterío de unos pájaros —parecían niños en recreo— y se detuvo a observar un enorme escarabajo negro que había visto una vez en un documental. Por primera vez veía a un bicho de esos así, en vivo y en directo.

Aprovechó de sacarse la mochila. La apoyó en el suelo de tierra, se masajeó los hombros, elongó el cuello. Al acuclillarse, el olor a tierra caliente la sorprendió

Así que esta lentitud, este anonimato de insecto era vivir en el campo, se dijo, sospechando que este nuevo paisaje, sumado al calor sofocante que comenzaba a subir desde el suelo, le enlentecería los pensamientos durante los próximos días.

En las últimas cuadras las casas comenzaron a desaparecer hasta que se encontró con una extensa planicie de terrenos delimitados entre sí por mallas de alambre. Divisó la casita de ladrillos a lo lejos. Al acercarse, vio otra construcción más pequeña, un par de piezas, al fondo del terreno. Todo el conjunto le pareció menos glamoroso de como se lo había pintado la tía. Saltó la acequia, recorrió los metros que hacían de antejardín y tocó la puerta. La sorprendió el sonido de sus nudillos. ¿Una puerta de latón?

23 mientras le sacaba unas fotos al escarabajo. Parecía tan inofensivo con ese caminar lento. Un enorme gancho le salía como un cuerno de la cabeza. Una tenaza mortal. Su única arma. Lo siguió mirando un rato. El escarabajo avanzó trabajosamente unos centímetros por el camino de tierra. Si lo toco, de seguro se defiende. ¿Cuánto tiempo viviría un bicho como ese? Tan anónimo, tan perdido. Se fijó en que el cuerno tenía un borde aserrado. Me descuido y me da un tarascón y me saca un pedazo de dedo. La recorrió un temor desconocido. Rápidamente se puso de pie, se acomodó de nuevo la mochila y miró alrededor.

—¡Es la tía! —gritó una voz infantil con tanto entusiasmo que Ana se dijo que debería haberle llevado más regalos.

Belén le abrió la puerta dando saltitos de alegría.

Detrás de ella apareció Rosa. Se dieron un gran abrazo. La prima era inmensa: sintió la fuerza de esos brazos que parecían muslos.

—Qué recibimiento. Muchas gracias. Ni que fuera el Viejito Pascuero.

Belén cerró la puerta y ella miró con disimulo el desorden.

—Tía Ana, acá le decimos Papá Noel —dijo la niña, moviéndose de aquí para allá.

Nunca le habían dicho «tía» con tanta propiedad y se alegró de haberse dejado convencer por su propia tía, la madre de Rosa: «Anita, tu prima te invita de corazón, si quieres puedes pasar todo el verano con ella. Qué lindo sería que las primas se juntaran, ¿no crees?»

Belén no paraba de hacerle preguntas. Ella la imaginó creciendo solita y esperando por años que algún familiar cruzara la cordillera y viniera a visitarla.

—Esto es mate cocido con leche, tía, ¿querés probar?

—Ana saboreó una extraña leche verdosa, mientras Belén continuaba hablándole—. Mamá dice que en Chile no hay.

—Puede que haiga —interrumpió Rosa—, pero no es costumbre, y mejor te apurás.

«Haiga», repitió mentalmente Ana, pero no se atrevió a corregirla.

Una mujer llegó a buscar a Belén.

—Ella es Ester. Mi única y mejor amiga. Casi como una hermana —se la presentó Rosa.

Ana se preparó para contestar alguna pregunta acerca del viaje o de Chile, pero la recién llegada, de unos cuarenta años, de mirada oscura y tosca, no dio muestras de curiosidad y se limitó a tomar un mate, de pie, apoyada en el dintel de la puerta, mientras esperaba a que Belén metiera tres muñecas flacuchentas dentro de una mochila. La niña se despidió con un largo abrazo.

Luego de una hora de charlar acerca del viaje, los estudios de Ana, la salud de ambas madres, el velorio de Blanca, la prima se levantó de la silla con dificultad. Ana le miró los muslos inmensos apretados bajo la calza negra y enseguida pensó en el cuerpo de Blanca metido en el ataúd. Dejó que la imaginación subiera hacia la placa de granito y se elevara hasta el pasto, hasta ver a Blanca de pie corriendo por el cementerio. Una visión de su hermana viva, sonriente, con el pelo al viento, como en un comercial; una visión que desplazara a la otra, la de un cuerpo joven atrapado en un ataúd, pudriéndose. Deseó que los próximos años pasaran rápido para pensar a futuro sólo en el esqueleto frágil y seco de Blanca, y no en una maraña de gusanos devorándola.

Rosa le cambió la yerba al mate y rellenó el termo con agua caliente, mientras le hablaba de Ester y del hermano de su amiga, Miguel.

—Ya vas a conocerlo. Simpatiquísimo. Inteligente. Un sol. Lo conozco hace un kilo de años.

Le contó que Ester y ella eran evangélicas y enseguida le dio un breve discurso acerca del perdón. ¿Quién tiene que perdonar qué?, se preguntó Ana, confundida, y se metió muy lentamente la bombilla en la boca, sin dejar de mirar a la prima, tanteando la temperatura del metal para no quemarse los labios.

—«Buscad lo bueno, y no lo malo, para que viváis»

—remató Rosa.

Ana reparó en la papada, en las primeras canas. Un grupo de mujeres con faldas hasta los tobillos y muchachos demasiado jóvenes para usar corbata pasaron por su cabeza. Apostados en la esquina de una plaza gritaban: «¡Impíos, arrepiéntanse!»

Tras devolverle el mate a Rosa, arremetió con una serie de preguntas acerca de Blanca. Porque para eso ella había cruzado la cordillera, recorrido novecientos kilómetros y desechado las vacaciones en Algarrobo con su promesa de mar: para estar ahí, en esa casa a medio construir, esa mañana de enero, escuchando el murmullo del ventilador, mirando a ratos por la ventana las dos colinas que le daban nombre al pueblo, indagando en la niñez de su única hermana y buscando razones para entender cómo la droga, en una danza macabra, la había arrastrado por las calles de Santiago, en un entrar y salir de centros de rehabilitación, para llevarla de

regreso a la casa familiar —irreconocible: más delgada que nunca, las carnes cenicientas, el pelo pegoteado— sólo a morir.

—Pero ¿cuántos pololos le conociste?

—No sé si Blanca era tan polola —dijo Rosa, cabeza gacha y mirando el chorrito de agua caliente que salía del termo al llenar el mate—. Tuvo un primer noviecito como a los quince. Después yo me cambié de liceo, hice nuevos amigos. No salimos más juntas.

—Por ese tiempo empezó con las drogas —musitó Ana, girando la cara hacia el ventilador de pie y dejando que una brisa tibia la refrescara.

—Después yo me vine a ver a mis tíos de Mendoza y me quedé —continuó Rosa.

—¿Y cómo llegaste a este pueblo?

—Lo típico: me enamoré del papá de Belén, él consiguió un trabajo aquí. ¿No querés comer pan? De seguro tenés hambre.

Le faltó la mitad de la temporada, se dijo Ana, esos capítulos de la serie en los que el desgraciado la deja por otra. Al menos eso contaba la tía en Santiago: pobre mi hija, sola en ese pueblucho de mierda, criando a la Belencita. Pero también de su propia hermana faltaba metraje de película: nada de lo conversado en esta primera mateada era desconocido para ella ni aportaba nuevos indicios para entender a Blanca más allá del liceo penca, las malas juntas y tanta fiesta, tanta mentira, y encima

el carácter de mierda que tiene esta niñita, gritó en su cabeza la voz inconfundible de su madre.

Luego Rosa le contó que trabajaba atendiendo el ropero comunitario de la parroquia. Vendían la ropa que llegaba de donación.

—¿Y no hay problema con que seas evangélica?

—El párroco dice que son varios los caminos para llegar al Señor.

Qué paradoja, pensó Ana, ser una evangélica fanática y trabajar para la competencia. Rosa le contó que le quedaba a diez minutos en colectivo, que llevaba varios años allí, que la paga no era mucha, pero trabajaba media jornada en el mismo horario en que Belén iba al colegio. Y en verano se turnaban con otra compañera para ir algunos días. Nadie las controlaba y lo importante era cumplir con el horario de atención, recibir las donaciones y que ninguna vieja se quejara al párroco. También vendían ropa de colegio. Llegaban bolsas con suéteres, bufandas, guantes, buzos de gimnasia y hasta medias que los chicos de colegios privados dejaban tirados en el salón o en el gimnasio y luego nadie reclamaba. Pero lo mejor eran las bolsas con ropas para niñas de la edad de Belén. Apenas llegaban, ella separaba lo mejorcito.

Los precios los decidían con la otra compañera, continuó contando, aunque también dependía del cliente. Ana preguntó si llevaban algún inventario, si sabían cuánto dinero daba el negocio. Rosa lanzó una risotada.

—Es un roperito de iglesia, Ana. Mirá que nos vamos a llenar de controles y papeles para vender ropa usada. Ni que fuera Falabella.

Ella se mostró de acuerdo. ¿Por qué se complicaba con todo? Más que complicarse, lo pensaba todo en términos comerciales: cómo hacer para que algo fuera más floreciente, que el negocio creciera más rápido, que el emprendimiento diese más plata. Llevaba el capitalismo en las venas.

—¿No querés dormir un rato, che?

Rosa levantó el termo para sopesar cuánta agua quedaba.

Si bien llevaba horas despierta, Ana dijo que no, segura de que no podría dormir con ese calor en el catre metálico, casi pegado a la cama de Belén, donde había dejado la mochila.

Dejaron de matear cerca del mediodía para ir a casa de Ester a buscar a la niña.

A esta misma hora

Maivo Suárez

© Maivo Suárez, 2024

Primera edición: kindberg, junio de 2024

Valparaíso, Chile

www.kindberg.cl

editorialkindberg@gmail.com

@editorialkindberg

@editorialkindberg

@kindbergeditor

Dirección editorial: Arantxa Martínez

Diseño: Sebastián Paublo

Ilustración de cubierta: Renato Órdenes San Martín

isbn: 978-956-9707-21-6

Impreso en Chile

Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin permiso expreso de la editorial.

Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.