La mujer de la guarda - Sara Bertrand & Alejandra Acosta

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Algo como un relámpago helado me recorrió la espalda lydia davis

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En las tardes

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o bien en noches claras de luna llena, se puede ver a la mujer más bella del mundo arriba de su caballo azul. Eso me contó ella. Tan solo un par de segundos, como un sueño dentro de otro sueño, como el cielo partido por un soplo, una estrella fugaz que pasa con su estela astral. Y entonces: la figura recortada sobre el caballo. Calcula que la mujer ha recorrido más de cien mil veces la distancia que va de Kilimanjaro a la Patagonia,

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aunque no parece cansada. Lleva apuro, sí. Se detiene unos instantes y se marcha como un rayo, quizás a otro lugar que demanda el ojo que lleva en una mano.

—¿Cuál ojo? —pregunté.

—Uno mágico, que todo lo ve —me contestó.

Un ojo que no duerme y le señala adónde debe dirigirse y a qué velocidad. En la otra mano, dijo, sostiene un cuenco dorado. Algunos piensan que el cuenco lleva escrita una canción que repite como un mantra mientras va de un lado a otro. Pero con la emoción y la sorpresa, ella no logró distinguir nada en el dorado resplandeciente.

Tenía apenas ocho años cuando la vio por primera vez. Claro que no se dijeron nada. Ella ni siquiera se atrevió a preguntar su nombre. Se quedó así: con la camisa de dormir hasta los tobillos y sus pies pelados, mirándola como se mira a un fantasma. Le sorprendió el color azul de su caballo, sus aperos dorados, la

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montura tejida en rojos, verdes, blancos y amarillos, con pompones colgándole por la barriga. Sus pezuñas casi tan doradas como sus riendas y la mirada sagaz, casi impertinente. Había olvidado su bicicleta fuera de casa y se los topó cuando fue a recogerla. A la mujer y el caballo. Su primer impulso, dijo, fue gritar, ¿para qué sirven los gritos si no? Pero la mujer, con un gesto parsimonioso, se llevó el dedo índice a la boca y dejó escapar un soplo:

—Shhh.

Ella no llegó a gritar. Abrió la boca, sí, un poco. Un gesto inconsciente. Y entonces, se fijó en el hombre que estaba tendido en la calle, sobre el pavimento. La mujer se inclinó delicadamente. ¿Estaría muerto? Tampoco preguntó. Y no supo discriminar, porque nunca había visto un muerto de verdad. Es decir, cuando murió su madre, algunas de sus tías le aseguraron que se había ido al Cielo; otras, batiendo los brazos en el aire, que

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se había marchado para no volver; y unas pocas señalaron que su espíritu quedaría por siempre en la casa. Pero ella no la tocó, tampoco la abrazó ni la besó por última vez, sino que la adivinó debajo de un vidrio cuando ya estaba dentro de un cajón. Preguntó:

—¿Cómo va a respirar?

Sus tías respondieron:

—No pienses estupideces, anda a cuidar a tus hermanos.

Así es que miró a ese hombre tirado sobre la acera con la curiosidad con que se mira a un muerto. También, diría después, observó que había una extraña quietud en el animal, algo que contrastaba con los movimientos de la mujer más bella del mundo: pequeña, decidida, revolvía su cuenco y agitaba sus manos.

Dijo que la mujer era apenas unos centímetros más alta que ella, que entonces andaba por el metro treinta de estatura, que sus manos finas caían sobre el hombre

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como notas musicales y que hubo un destello venido del cuenco, como chispas de fuegos artificiales, aunque —diría que no mentía— le pareció que danzaban hasta llegar a la boca del hombre tendido. Y ella permanecía parada, sin atreverse a decir nada de nada, con los pies congelándose al contacto del pavimento duro y frío, excepto por un sonido extraño, mezcla de miedo y sorpresa, que se escapó de su boca cuando vio que el hombre comenzaba a reaccionar:

—Ahhh…

¿Estaría soñando? No era cualquier hombre. ¡Era su papá!

La mujer más bella del mundo se acercó a pasos cortos, como si caminara sobre un andamio. Todavía le relucían las yemas de los dedos cuando le tomó las mejillas y sonrió. Eso fue todo. Después, subió a su caballo y se alejó.

Ni tiempo tuvo de protestar, porque su padre se quejaba. Entonces, corrió a su lado.

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—Vamos, papá —le pidió con cariño y haciendo un esfuerzo brutal para su figura, logró ponerlo de pie.

—Grrmm, grrmm —gruñó el padre, alegando quién sabe contra quién, cuando llegó hasta su cama y se tendió.

Ella lo miró un buen rato, dijo. Que lo miró hasta que su padre volvió a dormirse. Solo entonces recordó su bicicleta tirada en la vereda, abandonada a las inclemencias de la noche, y volvió corriendo para recogerla. La dejó recostada en el patio trasero y echó llave a la cerradura. Así le había enseñado su papá: echa llave a la puerta, Jacinta, que llegaré tarde.

Esa noche no se le olvidó. Quedó guardada en su memoria, quizás, más profundamente, en su corazón de niña. ¿Quién sería la misteriosa mujer? Y sobre

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todo, ¿a quién preguntarle sin arriesgarse a hacer el ridículo? Temía lo que opinaran los demás. Que se burlaran sus hermanos, unos mellizos poco menores que ella y que siempre le pedían que los cargara.

—De a uno solo —respondía ella y los alzaba.

Pero el otro quedaba reclamando en el suelo:

—Upa, upa, upa.

No, definitivamente a ellos no.

Así es que habló con María. La señora que los esperaba cuando llegaban de la escuela y les daba la leche. A ella y a sus hermanos. Los mellizos que siempre derramaban el chocolate caliente y se limpiaban la boca con la manga de sus suéteres. De la mugre que sumaban, al final del día había que bañarlos, pero lo hacía ella, porque las partes privadas no se le muestran a nadie, le había enseñado su padre.

—¿Y yo puedo ver a mis hermanos?

—Es diferente, Jacinta, tú eres su hermana mayor.

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Así es que los metía a la tina, los refregaba con un pedazo de toalla y jabón y después, mucho después, cuando ya estaban con sus pijamas viendo monitos por televisión, se metía ella. Delgada, pequeña, tan distinta a sus hermanos. No demoraba mucho, no más se refregaba las piernas y los brazos; a veces, también, el cuello y cuando tenía tiempo, el pelo.

Así es que entró a la cocina dispuesta a averiguar.

—María…

—¿Sabes a qué hora llegará tu padre hoy?

—Dijo que iba a retrasarse.

—¡Ja! ¡Qué novedad!, como si no supiera todo lo que tengo que hacer en casa, ya se lo dije yo…

—Puedo cuidar a mis hermanos.

La conversación era la misma todas las tardes.

—¡Ay, qué desastre! Si no tuviera tanto que hacer, no importaría, me quedaría para ayudarte.

—María…

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—Tendré que apurarme.

—María… —insistió ella.

La mujer se dio vuelta para mirarla.

—¿Qué?

Y ella, sin darle posibilidad de escape, le contó que había visto a una mujer sobre un caballo azul, que las riendas eran de oro y las pezuñas, también. Que la mujer llevaba un cuenco en una mano y en la otra un ojo, y que había salvado a su papá de morir en la calle. Así le dijo.

María, que era grande y gruesa, rio acompañada de su barriga. Tomándosela con las dos manos, arriba y abajo, a carcajada limpia.

—¿Dijiste que iba sobre un caballo azul?

—Sí.

—¿Y cómo sabes que era azul si estaba oscuro?

—preguntó.

—Porque lo vi.

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—¿Y el ojo? ¿Era de ella o de alguien más?

—Era de ella.

—¿Cómo? ¿Le faltaba uno?

—No, ella tenía sus dos ojos, y otro en la mano.

—¿Y cómo lo sabes? Pudiste confundirte.

—No, porque se acercó a esta distancia —mostró menos que una palma.

Entonces, María masticó una zanahoria. Al parecer, la idea del ojo en la mano la perturbó, porque ya no reía.

—Mmmm, para mí que era un duende.

—Los duendes son hombres.

—¿Cómo sabes?

—Porque todo el mundo lo sabe. Las hadas son mujeres; los duendes, hombres.

—Entonces, yo digo que era un espíritu.

—Pero tenía las manos calientes y los espíritus son helados.

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—Bueno, sabelotodo, ¿qué quieres que te diga?

—Quiero saber si la conoces.

No, no tenía idea, eso le dijo María. Que no conocía a ninguna mujer arriba de un caballo azul y que bien podría ser una lunática andrajosa pelilarga que se creía señora de milagros.

—Cuídate, Jacinta —le advirtió María—, no queremos otra desgracia en la familia.

Con desgracia se refería al hecho de que su mamá hubiese muerto. Era un tema difícil para todos. Nadie le decía: sé que tu madre murió. Nadie tampoco la abrazaba. Es decir, la abrazaron cuando sucedió la desgracia, todos se acercaban a ella o a los mellizos y los alzaban, una, dos, tres veces. Pero luego, parecieron olvidarlo, y a ella, su madre le hacía falta todos los días.

Así es que le gustó imaginar que si su mamá estuviese viva, habría sabido. Le gustó pensar que las mamás lo saben todo. Aunque su mamá era el recuerdo

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de un mandato: cuida a tus hermanos. Eso le repitió la última vez que la vio.

Fue poco antes de ver a la mujer más bella del mundo que lo conoció. Al niño de la casa de la esquina. La casa más grande del vecindario, la de murallones de cemento. La casa que al lado de la suya, pareada, de dos pisos y un jardín donde apenas cabía un par de maceteros, parecía un búnker. El niño de la casa de la esquina, en cambio, tenía un jardín donde podría perderse jugando y árboles como solo se veían en la plaza, además de una bicicleta que parecía una moto. Y ella, que iba con las monedas que había dejado su padre para comprar pan, se detuvo ante la reja. Se le ocurrió pensar que ahí dentro no faltaba ningún miembro de la familia, que el niño solo tenía juguetes nuevos, además de esa

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bicicleta que parecía una moto y quién sabe qué otras maravillas. Imaginó que ese jardín infinito era el suyo, que los mellizos se encaramaban en el árbol de aguacate que había a un costado para construir una guarida secreta y que era ella la que pedaleaba la bicicleta que parecía una moto. Y estaba sumergida en sus sueños, cuando una voz la sorprendió:

—Hola, soy Martín.

Avergonzada, quiso salir corriendo, pero al darse media vuelta, escuchó:

—No te vayas, ¿cómo te llamas?

Su padre le había hecho prometer que no daría su nombre a ningún desconocido, pero el niño de la casa de la esquina, no supo por qué, se le ocurrió que no era tal.

—Me llamo Jacinta —dijo sin titubear.

—¿A dónde vas?

—A comprar pan.

—¿A dónde se compra pan?

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—En el negocio de la esquina —lo reprendió ella—, ¿es que no sabes?

—No me dejan andar solo.

—A mí tampoco —hundió sus hombros.

—¿Te escapaste?

—No, María me mandó, porque ella no tiene tiempo.

—¿María es tu mamá?

—Mi mamá está muerta.

—¿Muerta? ¿Quieres decir que está en el Cielo?

—No lo sé. ¿Tú qué crees?

—Que el Cielo es grande y cabe mucha gente.

Esa tarde la invitó a jugar en su jardín, pero ella tenía que comprar el pan y le propuso:

—Puedo venir mañana, ¿quieres?

Claro que quería. Y la esperó a la misma hora, dando vueltas en su bicicleta que parecía una moto.

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