La Historia de Don Quijote

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MIGUEL

LA HISTORIA DE DON QUIJOTE

Llovía a cántaros. Eran las siete de la tarde, pero el cielo ya estaba oscuro, en parte por los grandes nubarrones que lo tapaban. Al señor de la casa no le apetecía salir. Aborrecía la lluvia, porque según él, aportaba poco más que goteras, e inundaciones algunas veces. Aunque, por otro lado, le gustaba. Le gustaba porque en los días de tormenta tenía una buena excusa para encerrarse en su cuarto y ponerse a escribir, y además el sonido del agua chocando contra la ventana le inspiraba. Muchas veces pensó que estaba loco. Pero no tanto como el personaje al que recibió aquella noche. Sonó la puerta. El señor vivía solo, y no tenía muchos amigos, así que se preguntó quien sería. Intrigado, abrió la puerta. Ante él, apareció un hombre de su edad, empapado y vestido con... ¿una armadura? Llevaba trozos de metal por el cuerpo y el yelmo estaba abollado y muy oxidado. Su espada rota, prendida al cinto, parecía de juguete, al igual que la lanza de madera, de la cual salían unas cuantas astillas. Pero al extraño no pareció importarle. Sujetaba, orgulloso, las riendas de un caballo castaño que estaba en los huesos, y en cuyos ojos se podía ver el deseo de probar un buen pienso. -Puedo… ¿puedo ayudarle en algo?- Preguntó el escritor, parpadeando. -Ya lo creo que puede, buen hombre. Además tiene usted suerte. Debería estar agradecido de que un caballero como yo se presentara en su casa a pedirle cobijo durante una noche. -¿Qué? Yo… -Adelante, pues-Y el extraño pasó- Búsquele resguardo a mi caballo. Todavía atónito, y sin saber por qué lo hacía, llevó al flacucho caballo al pequeño patio trasero cubierto. Después, corriendo volvió a su casa. Había algo en aquel hombre que le fascinaba. Y solo por esa razón no lo echó a gritos de su saloncito. -¿Puede explicarme ahora quien es usted y que hace aquí? El soltó una carcajada. -Poco a poco, amigo. Mi nombre es Don Quijote de la Mancha, y soy el caballero más valiente y audaz que haya existido. Voy en busca de mi amada Dulcinea, una mujer hermosa, y en mi camino me he topado con grandes peligros. ¡Y más que tendré que afrontar! -¿Caballero? Ah… ya entiendo. Y lleva su armadura hecha jirones por alguna batalla reciente.


-¡Uy, batalla! ¡Mucho más que eso! Luché contra unos cuantos gigantes, ¡y fue imposible vencerles!- Y Don Quijote se llevó la mano al pecho -Gi… ¿gigantes? –Preguntó el señor. - Por supuesto. ¿No los vio usted? ¡Pero si están muy cerca de su casa! –Y, por la ventana le señaló a unos molinos, dos de ellos con un aspa torcida. -¿Eso? ¡Son molinos! –Gritó, mirando con la boca abierta a su huésped. -¡Ja, molinos! Créame esos gigantes volverán a molestar, aunque les he dejado algunas heridas. Si mi Dulcinea supiera de mi derrota… El señor de la casa se tuvo que sentar. Le temblaban las rodillas. Ese… caballero estaba loco, sin duda, pero hablaba tan convencido… -¿Y usted quien es y como se llama? –Preguntó inesperadamente Don Quijote. El señor de la casa levantó la cabeza. -Me… me llamo Miguel. Miguel de Cervantes. Soy… escritor. -¿Con que escritor, eh? Si yo le contara las que he vivido en mi viaje, tendría usted un libro completito. Y a Miguel de Cervantes se le iluminó el rostro. -¡Pues hágalo! Cuénteme todo, y lo plasmaré en estas hojas. –Dijo, cogiendo unos papeles de la mesa. -Muy bien –Dijo Don Quijote, y se le veía realmente contento. –Le explicaré todo. Pero… usted vendrá conmigo y nos enfrentaremos a uno de esos gigantes. ¡No pararemos hasta verlo muerto! Ya sabe, la unión hace la fuerza… -¿Qué? –Preguntó Miguel, que nunca había oído eso –Pero… ¡que yo no lucho! -Si no lucha, mi boca no habla. Venga hombre, será divertido. Cinco minutos después se encontraban en pleno campo, a unos 400 metros de la casa del escritor. -Esto es increíble… no sé como puedo ponerme a luchar contra un molino. -¡En guardia!-Gritó entonces Don Quijote y alzó su espada rota. Miguel lo imitó, con una escoba que había cogido. -¡Ahora, lance un grito de guerra! ¡Ahhhh! –Y Don Quijote se lanzó contra la máquina. -Eh… ¡Uhhhh! – Exclamó el escritor. Y con su escoba, corrió hasta donde estaba su nuevo amigo. Juntos lanzaron estocadas a las aspas, y a Miguel de Cervantes se le olvidó por un momento que luchaba contra el molino, y se imaginó a un gigante de verdad. En un momento de despiste del gigante, el escritor y el extraño dieron juntos un golpe lateral y los brazos del gigante enseñaron profundos cortes. El gigante no imponía tanto. Miguel y Don Quijote observaron como su rival caía, hasta morir. Respiraron agitados durante un rato.


-Muchas gracias, no lo habría conseguido sin usted. Ha estado bien. –Jadeó Don Quijote, sonriente. Cuándo se alejó, camino a casa, bajo la luna llena, el escritor musitó, sintiéndose liberado y muy bien de pronto: -Gracias a usted –Y no le importó la lluvia ni el frío. Pasaron toda la noche hablando. A cada palabra que decía, Miguel de Cervantes se quedaba más maravillado. No le pareció bien que un cura le quemara sus libros de caballería para quitarle la locura. No estaba muy cuerdo, pero era perseverante, y no hacía mal a nadie. Pero se rió un rato cuando le contó que arremetió contra unos malhechores y su sangre inundó parte de la sala de aquella posada (que resultaron ser pellejos de vino, como dedujo el escritor). Al amanecer, casi lamentó que se marchara. -Muchas gracias por su información, caballero. Le puedo asegurar que no lo olvidaré. -Jajaja. No me las dé, buen hombre. Y, si alguna vez le apetece aventura, ya sabe. Y, ahora bien, escuche lo que le voy a decir. Este libro llegará lejos. Muy lejos. Y se despidieron. Miguel de Cervantes pensó en la batalla de la noche pasada, en como el mismo se había visto luchando contra aquel ser. Lo había disfrutado, dejándose llevar por la imaginación… si, porque eso es lo que la gente necesitaba. Imaginar y pasar un buen rato. Y, ahora, con aquel libro, podría rememorar esa sensación las veces que quisiera. Luego el señor de la casa observó las hojas, y pensó: “Ojalá tengas razón, Don Quijote, y todo el mundo pueda gozar leyendo esto”.


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