"Para retrasar los relojes de arena" (Vallejo & Co., 2015)

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[14] corazón. El bar en cuestión se llama la Cala del Vermut, donde llegué sin querer hace unos años huyendo de un enjambre de turistas que brotaban incesantemente de las Ramblas. Nada ha cambiado: dos olivas y una rodaja de naranja nadan a sus anchas en los vermuts, el jamón ibérico y los pinchos discuten amablemente con los camareros mientras pides desesperadamente que te pongan otra copa de lo mismo. El Barri Gòtic es el primero al que sueles llegar cuando quieres conocer Barcelona y el primero del que huyes cuando la llegas a conocer. Mientras espero a Anita veo mi reloj y, de pronto, es nuevamente un sábado de septiembre del 2007. He llegado sólo a Barcelona por primera vez a buscar un piso para poder mudarnos a esta ciudad después de tres años compartiendo la luna llena de Mallorca con Ainhoa y Llamp. En teoría me tenía que pasar el día visitando pisos pero no, claro, se trata de mí —especie de personaje de tercera de una peli de cuarta de Woody Allen— así que he pasado la mañana discutiendo sobre qué hacer o dónde ir con mi maleta de mano. Recorrer las calles que rodean la catedral de Barcelona y las que te llevan con la multitud hacia la Plaça de Sant Jaume es como entrar en una máquina del tiempo, al núcleo de la antigua Barcino. Sin duda aquí se encuentra una de las plazas más bonitas de Barcelona, la Plaça de Sant Felip Neri. Si se observa con atención, en las paredes de su iglesia aún se pueden ver los agujeros de metralla que provocó una bomba lanzada por uno de los aviones murciélago del bando franquista durante la Guerra Civil española y que provocó la muerte de medio centenar de niños una fría mañana del 30 de enero de 1938.


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