“César Dávila. Distante presencia del olvido". Homenaje 100 años

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[203] discipulado alguno. Sintió consonancia, más bien, con todas las grandes verdades universales, sobre todo, con la escarceante verdad del incesante cambio y de la inmutable permanencia. Ante todo, fue un dionisíaco de la muerte y de la inmortalidad; un fáustico erguido sobre la esplendente meseta pérsica, constelada por sus doce lagos de sal. Invocó la uva, la mujer, el goce del minuto irremisible; y lanzó contra las estrellas que amaba, un puñado de la rosada ceniza de la tierra. Pidió a los caminantes del tiempo fugitivo: Envuelto de hojas frescas en túnica florida, dejadme entre las frondas de una huerta escondida.

Pero les ofreció renacer en la rama que chorrea por sobre su hombro izquierdo del viejo muro, y dejar caer las flores del nuevo nacimiento, sobre la fría cabeza de los nómadas. Estuvo poseído siempre por el alma de la Tierra, por el alma de los seres, por el alma universal. Y se llegó a identificar con el divino horror de la espiral eterna. Con el cambio irreparable, con la irrefutable mutación, con la incesante faena de la sustancia inmortal, devanándose, deviniendo, transfigurándose hasta lo infinito, al secreto impulso del espíritu proteico, de pneuma inexorable que fluye hacia su inalienable centro al través de la indecible arborescencia de las formas que mueren en la voluptuosidad de su propio movimiento. Por esto, cantó: Solo nos resta una hora fugitiva, de descansar sobre esta hierba en flor. Después… vendrá otra hierba aún más fresca del suelo que de amor se fertiliza, cuando de tu ceniza y mi ceniza la nueva savia en su eclosión florezca.


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