El reverso del decorado

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Serie Tyché Directora: Damasia Amadeo de Freda Depelsenaire, Yves El reverso del decorado: o la guerra que siempre recomienza / Yves Depelsenaire; prólogo de Philippe Forest - 1a edición - San Martín: UNSAM EDITA; Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Fundación CIPAC, 2018. 96 pp.; 21 x 15 cm (Tyché / Amadeo de Freda, Damasia) Traducción de: Gerardo Raúl Losada. ISBN 978-987-4027-67-2

1. Psicoanálisis. 2. Arte. 3. Guerra. I. Forest, Philippe, prolog. II. Losada, Gerardo Raúl, trad. III. Título. CDD 150.195

1a edición mayo 2018 © 2018 Yves Depelsenaire © 2018 de la traducción Gerardo Losada © 2018 UNSAM EDITA de Univesidad Nacional de San Martín © 2018 Pasaje 865 UNSAM EDITA

Edificio de Containers, Torre B, PB Campus Miguelete 25 de Mayo y Francia, San Martín (B1650HMQ), prov. de Buenos Aires, Argentina unsamedita@unsam.edu.ar www.unsamedita.unsam.edu.ar Pasaje 865 de la Fundación Centro Internacional para el Pensamiento y el Arte Contemporáneo (CIPAC) Tel.: (+54 11) 4300-0531 Humberto Primo 865 (CABA) pasaje865@gmail.com Diseño de interior y tapa: Ángel Vega Edición digital: María Laura Alori Corrección: Wanda Zoberman Ilustración de tapa: Francisco Hugo Freda, Líneas (fragmento), 2013. Se imprimieron 1000 ejemplares de esta obra durante el mes de mayo de 2018 en Altuna Impresores SRL, Doblas 1968, CABA, Argentina. Queda hecho el depósito que dispone la Ley 11.723 Editado e impreso en la Argentina Prohibida la reproducción total o parcial, incluyendo fotocopia, sin la autorización expresa de sus editores.


A mis hijas y a quienes, de cerca o de lejos, han acompañado la construcción de este rompecabezas: Alain, Daniel, Éric, Gérard, Jean-Yves, Joao, Philippe.



Prólogo por Philippe Forest

Hay guerra Capítulo 1

La pintura en pie de guerra Capítulo 2

La fábula de la Historia Capítulo 3

El coraje de la verdad Capítulo 4

El principio de delicadeza Capítulo 5

La representación de la guerra Capítulo 6

Trozos de real Capítulo 7

El curso de las cosas Capítulo 8

Catarsis Capítulo 9

Decorado: anverso y reverso Capítulo 10

Sueños perdidos Capítulo 11

Batallas por venir

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Prólogo

HAY GUERRA

“Hay guerra”, dice una vieja canción de Leonard Cohen. “Hay guerra entre el rico y el pobre, entre el hombre y la mujer, entre la izquierda y la derecha, entre el negro y el blanco, entre lo par y lo impar”. “Hay guerra –continúa la canción– entre los que dicen que hay una guerra y los que dicen que no la hay”. Toda filosofía un poco seria procede de una comprobación de este tipo: es el famoso estado de naturaleza del que habla Hobbes en su Leviatán, en el interior del cual cada uno resulta enemigo de todos, guerra perpetua a la cual, según una creencia muy optimista, el Estado, atribuyéndose el monopolio de la violencia legítima, pone fin. Porque todo pensamiento un poco consecuente, cualquiera sea el campo en el cual se despliegue, nos muestra, al contrario, que esa guerra no tiene fin y que se desencadena por doquier entre los hombres: en un enfrentamiento de las conciencias que se levantan las unas contra las otras, en la rivalidad mimética del deseo, a través de la competencia de los agentes económicos o la lucha de las clases sociales, cuando la cosa no estalla de manera espectacular bajo la forma de diferentes conflictos abiertos que aparecen regularmente en la superficie del planeta. “¡Pues bien! ¡La guerra!”. Por otra parte, una antigua novela firmada por un soldado de artillería francés, a quien se le atribuye la invención de las balas explosivas, lo proclama en una fórmula que se hizo bastante célebre. Una novela que demuestra cómo los salones mundanos y las alcobas son, con frecuencia, teatro de operaciones donde la galantería se desencadena con una violencia semejante a la de los campos de batalla. De modo que uno llegaría a pensar que no hay ninguna forma de actividad humana que sea una excepción a la regla y que no exija ser pensada como un testimonio adicional del carácter fundamentalmente belicoso de la especie. 11


¿Realmente no hay excepciones? El embotamiento irenista que a veces reina en las conciencias pretende lo contrario. Y, entonces, la obra de arte es vista como el único puerto de paz en cuyo seno los hombres, olvidando sus diferencias, se comunican a través de la experiencia de lo bello y se liberan –al menos momentáneamente– de su agresividad, según las viejas recetas comprobadas de la catarsis, revisadas y corregidas a la luz de la moderna sublimación y de sus interpretaciones teóricas. Todo lo cual, por otra parte, no debe ser forzosamente desestimado sin más, sino que debe ser reconsiderado bajo una luz un poco más inquieta y con vistas a otros efectos de los que la actual y triunfante “sociedad de consolación”, en la cual vivimos, tiene en la mira. El hecho de que Yves Depelsenaire, en el hermoso libro que hoy propone, nos recuerda los vínculos esenciales que unen el arte y la guerra, no sorprenderá de ninguna manera a los lectores de sus dos obras anteriores. En la primera, Une analyse avec Dieu (“Un análisis con Dios”), el autor se aplicaba al estudio de Kierkegaard, ordinariamente presentado como un filósofo cristiano, pero que prefería definirse a sí mismo como un policía o un espía, lo que hoy llamaríamos un “miembro de las fuerzas especiales”, implicado, bajo las identidades prestadas de sus múltiples seudónimos, en toda suerte de operaciones que culminaron en su famoso “ataque final” contra la Iglesia de su tiempo. Acción suicida, digna de un auténtico kamikaze, y por la cual, respecto de lo eterno, se alzó con la victoria al perder la vida en dicha labor. En la segunda, Un musée imaginaire lacanien (“Un museo imaginario lacaniano”), retomando el comentario en el cual el psicoanalista se inspira en Hamlet y la escena que lo muestra ante la tumba de Ofelia, Depelsenaire nos recuerda que un cuadro solo construye una representación de la realidad si abre en el seno de esta última un “agujero desde donde se escapan las cosas”, de modo que en el lienzo del cuadro nunca se pinta otra cosa que la ausencia. ¿Entonces? Una fórmula lacaniana aparece nuevamente al comienzo de El reverso del decorado: “Cualquier acción representada en un cuadro”, dice el psicoanalista, “aparecerá como escena de batalla”. Dejaremos al lector de las páginas que siguen la sorpresa y el placer de descubrir lo que Yves Depelsenaire extrae de esta fórmula, a medida que desarrolla los análisis reunidos en el formidable puzzle –la expresión le pertenece– de su libro, donde se llaman y se responden, mezclados con los indispensables elementos de su novela personal, los momentos de una reflexión muy coherente, la cual está también ilustrada con ejemplos 12


tomados de toda la historia occidental del arte y de la literatura estudiada hasta en sus manifestaciones más recientes. El reverso del decorado es un “arte de la guerra”. O, más precisamente, de su contrario. La intención de ningún modo es mostrar que la guerra es un arte que hace del horror algo estético, encontrando allí una justificación, como lo han hecho con demasiada frecuencia pintores o escritores del monstruoso programa que el siglo pasado ejecutó en la escala inédita que todos conocemos. Se trata, por el contrario, de hacer ver en qué sentido el arte es una guerra, al hacer de la guerra su objeto, a fin de testimoniar, según el modo de esta representación imposible que es su única manera, ese gran agujero de sombra en el cual la mirada se pierde y que se puede denominar “lo real”, con la finalidad de someterse y, a la vez, sustraerse a ese vértigo de donde viene lo verdadero. “¿Cómo pintar lo que, en el tumulto de la batalla, se sustrae a la capacidad de captación del ojo?”, se pregunta Leonardo da Vinci en sus Cuadernos de notas, de los que parte Yves Depelsenaire. De la respuesta a tal pregunta depende nuestra capacidad de “mantener una relación verídica con lo real”, como dice Jacques Lacan en una fórmula de la cual hace eco W. G. Sebald, citado en las últimas líneas del libro. Tema eminentemente actual. Esta historia no tiene fin. “Hay que volver a la guerra”, sigue cantando Leonard Cohen: “Ella solo ha comenzado”. Philippe Forest

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Capítulo 1

LA PINTURA EN PIE DE GUERRA Negro sobre negro, una forma surgió de la nada, pasó a un estremecimiento musculoso de animal a la carrera, de correas, de arreos y de hierros que se entrechocan. El busto oscuro inclinado hacia adelante sobre el cuello, sin rostro, cubierto con un casco, apocalíptico, como el espectro mismo de la guerra, surgió todo armado de tinieblas, y volviendo a ellas... Claude Simon, La ruta de Flandes

¿Cómo pintar una batalla? Varias notas de Leonardo, recogidas en sus Cuadernos, están consagradas a esta cuestión. Entre ellas está, en particular, la descripción (ékphrasis) de la Batalla de Anghiari, fresco nunca acabado, que debía adornar la sala del consejo del Pallazzo Vecchio, en Florencia. Se cuenta que Leonardo mismo destruyó por desgracia su obra al querer acelerar el secado con un fuego demasiado intenso que terminó haciendo chorrear los colores. Sin embargo, nos llegaron unos bosquejos preparatorios, así como una copia atribuida a Rubens que, a su vez, inspiró a Picasso en Guernica. Otra nota plantea el problema más general acerca de cómo representar una batalla: Ante todo muestra el humo de la artillería mezclado con el aire invadido por el polvo levantado por el movimiento de los caballos y de los combatientes. Lo expresarás de la siguiente manera: el polvo, cosa terrestre y pesada –aunque su ligereza lo eleva fácilmente y lo mezcla con el aire– tiende a caer nuevamente y solo alcanza la altura máxima en su parte más sutil, es decir la menos visible, y que parecerá casi del color del aire. El humo, confundido con el aire polvoriento, a medida que sube, tendrá la apariencia de una nube oscura, en la cima de la cual será más perceptible que el polvo. Este humo tomará un tinte un poco azulado y el polvo conservará su color natural. Del lado de donde viene la luz, esa mezcla de aire, humo y polvo parecerá mucho más clara que del lado opuesto. En cuanto a los combatientes, cuanto más estén en el centro del tumulto, tanto menos se los verá y tanto menos acusado será el contraste entre sus sombras y sus luces.1

1 Leonardo da Vinci. “Para pintar una batalla”, en: Cuadernos de notas. Traducción de José Luis Velaz. Madrid, Edimat, 1999, p. 77.

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Polvo, humo, aire polvoriento, nube oscura, tumulto, he ahí los elementos básicos de la pintura de una batalla. El mismo texto evoca variantes: polvo mutado en turba sangrante, lodo, polvo de tierra, una espesa y confusa mezcla de armas y de cuerpos en el polvo, ondas turbulentas, espuma... –en otro lugar, Leonardo evoca la batalla como la inmersión progresiva en la oscuridad de las paredes de un pozo–. Esa comparación muestra el problema crucial que plantea la representación de una batalla, según Leonardo: ¿cómo pintar lo que en el tumulto de la batalla se sustrae a la capacidad de captación del ojo? ¿Cómo representar ese descenso en la oscuridad, ese hundimiento, esa reabsorción de la luz en la sombra? Los vencedores de la batalla “saldrán de la lucha limpiándose con las dos manos los ojos y las mejillas cubiertas del fango que produce el polvo pegado con las lágrimas que salen de aquellos”:2 dejan el combate como si dejaran ese pozo de paredes sombrías, como si salieran de la representación de la batalla como de la batalla misma: enceguecidos. Una batalla representa, para Leonardo, el lugar por excelencia donde se pierde la vista, y del cual, sin embargo, hay que dar una visión en el cuadro. De ahí se sigue luego la cuestión de saber si hay otras pinturas además de las pinturas de batallas. Lacan, en “Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”, aporta una respuesta sin ambages: “cualquier acción representada en un cuadro aparecerá como escena de batalla”.3 De este modo, toda pintura sería siempre, en el fondo, la pintura de una batalla: tesis radical que Lacan funda en la afinidad entre la pintura y el gesto, pero que desborda el campo de la práctica pictórica propiamente dicha, como se ve en el ejemplo que desarrolla luego a propósito de la Ópera de Pekín. ... se habrá fijado en cómo combaten. Combaten como siempre se ha combatido, con muchos más gestos que golpes. (...) En estas danzas, nadie se da golpes, todos se deslizan en espacios diferentes en los que se diseminan secuencias de gestos, pero son gestos que en el combate tradicional tienen valor de arma, en el sentido de que, en última instancia, pueden valer por sí mismos como instrumentos de intimidación. (...) También podemos considerar que nuestras armas modernas son gestos. ¡Quiera Dios que no pasen de allí!4

2 Ibid. 3 Jacques Lacan. El Seminario, libro 11: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Traducción de Juan Luis Delmont-Mauri y Julieta Sucre. Barcelona, Paidós, 1987, p. 121. 4 Ibid., p. 123.

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La eficacia conjuradora del gesto alcanza, así, la función de domar la mirada propia de la pintura. Notémoslo sin dilaciones: hay un arte que nació precisamente después de que esas armas modernas desbordaron ese estatus que menciona Lacan, en Hiroshima y Nagasaki, y que nació por esa misma razón. Se trata del butoh, danza de las tinieblas y de los abismos, danza del cuerpo oscuro, del cuerpo abolido, donde el gesto no conjura ya el mal de ojo, sino que vibra por las ondas de un choque innombrable, como es también el caso de la pintura de Marc Rothko. Si, para Lacan, toda pintura es, en el fondo, pintura de batalla, es porque, en primer lugar, la pintura es el lugar de un combate esencial en el campo de la experiencia humana: El cuadro no rivaliza con la apariencia, rivaliza con lo que Platón, más allá de la apariencia, designa como Idea. Porque el cuadro es esa apariencia que dice ser lo que da la apariencia, Platón se subleva contra la pintura como contra una actividad que rivaliza con la suya. Esa otra cosa es la a minúscula en torno a la cual se desarrolla un combate cuya alma es el trampantojo.5

En el ámbito de la pintura opera una causalidad a-filosófica, una causalidad que no presupone un plano de las esencias –el cual sería revelado por la travesía de las apariencias–, sino una apariencia que se atiene a lo que, en el campo de lo visible, es libidinalmente investido aunque sustraído. Si el trampantojo nos seduce, incluso nos cautiva, es porque nos da a ver algo que da señales de ser otra cosa; otra cosa que, sin embargo, no se sostiene más allá de sí misma. En el combate, del cual es el alma, el trampantojo es la representación más vivaz del señuelo, en el sentido militar del término, en torno al cual se estructura el campo del deseo. Ese combate no se desarrolla solo con pinceles y colores. La querella de las imágenes hizo que se levantaran ejércitos. Hitler declaró la guerra al arte “degenerado”, mientras que, para exaltar al hombre nuevo, Stalin instauró la dictadura del realismo socialista. La posición concreta del pintor en la historia es un tema del cual Lacan da, en el mismo Seminario, algunos ejemplos, entre los que está el siguiente: Trasladémonos a la gran sala del Palacio de los Dogos donde están pintadas toda clase de batallas, de Lepanto o de otros sitios. La función social que ya se diseñaba en el ámbito religioso aparece ahí con claridad. ¿Quién va a esos lugares? Los que conforman lo que Retz llama los pueblos. ¿Y qué ven 5 Ibid., p. 103.

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los pueblos en esas vastas composiciones? La mirada de las personas que cuando no están ahí, ellos, los pueblos, deliberan en esta sala. Detrás del cuadro, lo que hay es la mirada.6

Lo que se daba a ver al pueblo veneciano de la época comunal, que de tiempo en tiempo, en ciertas circunstancias, era convocado a esta sala, era la mirada de los jefes que deliberaban acerca de la suerte de aquellos, el pueblo. Solos, entre sí, los jefes elaboraban su plan de batalla. Y no cabe duda de que no era indiferente que las escenas representadas por Veronese o Tintoretto en esos frescos fuesen escenas de guerra. La mirada más bien aplastante de esos jefes sobre el mundo se constituía en su principio. Está todavía por escribirse una historia de la pintura occidental a partir de la guerra y del discurso de la guerra e, inversamente, una historia de la guerra a partir del arte, desde el tapiz de Bayeux hasta Cy Twombly, quien reelaboró la batalla de Lepanto, a Jeff Wall o a Mike Kelley y Peter McCarthy. Pensemos, por ejemplo, en la Batalla de San Romano, de Paolo Uccello. En el fondo de uno de los paneles de ese ciclo, Uccello pintó una escena irónica de caza al estilo medieval. ¿Qué explicación tiene? ¿Será que los señores de Siena y de Florencia se entregaban a la caza entre dos guerras o, al contrario, que se combatían entre dos cazas? ¿Hablaban de la guerra como de la caza de conejos o disparaban sobre los conejos para descansar de la guerra? “Ay Dios, que la guerra es bonita / Con sus cantos, y sus largos ocios...”.7 En esa historia, donde se mezclan indisolublemente la guerra y el arte –y también, naturalmente, la literatura–, nos sumerge la Encyclopédie des guerres, de Jean-Yves Jouannais, no según la manera metódica, cronológica, razonada del historiador, sino según la manera sismográfica e inactual de Aby Warburg o según la manera furiosamente compulsiva y confusa de Flaubert en Bouvard y Pécuchet, en quienes Jouannais se reconoce. Sus fuentes serán, entonces, las más diversas: frente a los documentos de archivo y a los relatos e imágenes de la guerra propiamente dicha, preferirá de buena gana tal pasaje de En busca del tiempo perdido, tal verso de Rimbaud, tal secuencia de Chaplin, cuando no un video musical de P. J. Harvey. De este modo, se va forjando poco a poco el sentimiento de que en un número insospechado de obras, escritas o 6 Ibid., pp. 103-104. 7 Guillaume Apollinaire. El adiós del caballero, s.d. (Traducción propia).

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plásticas, la guerra está presente, pronta a surgir por sorpresa a la vuelta de una frase o de un detalle. Y también se va forjando el sentimiento de que la guerra constituye el horizonte secreto de dichas obras, su pulsión inadvertida, su fuera de escena fundamental.8 Un cuadro, sobre el cual Jouannais atrajo mi atención, constituye la magistral demostración de este fenómeno. No hay pieza más hermosa que venga en apoyo de las palabras de Lacan. Se trata de la pintura de Turner, conservada en la Tate Gallery de Londres: Tormenta de nieve. Aníbal cruza los Alpes con su ejército. Este es el bello comentario de Jouannais: Una de las pinturas más célebres de William Turner (1775-1851), Tormenta de nieve. Aníbal cruza los Alpes (1812), llegó a tratar de un tema guerrero solo por inspiración segunda, por un rebote de orden poético. Lo que posee al pintor es la ambición de expresar de la manera más cercana posible el poder y el caos de las fuerzas naturales, de representar la tempestad y el trueno en el paisaje de Gales. Aníbal cruza los Alpes solo parece ser un subtítulo, un motivo segundo, aparecido a posteriori. El hijo de Walter Fawkes, que fue el protector de Turner, confirma esta intuición. Recuerda una estadía de Turner entre ellos en 1810 y, en particular, una escena de tempestad que los había fascinado a los dos: “Turner ejecutaba anotaciones de color y de forma en el dorso de una carta. (...) Estaba profundamente absorbido, como en éxtasis. La tempestad barría las colinas de Yorkshire, acosándolas con relámpagos. Cuando volvió la calma, Turner se detuvo: “Mira Hawkey; en dos años, volverás a ver esto bajo el título: Aníbal cruza los Alpes” (citado por A. J. Frinberg. The Life of J. M. W. Turner. Oxford, Clarendon Press, 1961, p. 189). La guerra, a través de esta anécdota, tiende a aparecer como un elemento de historia natural, un motivo o un reino completamente legible en el seno de las únicas ciencias de la tierra. O más exactamente, un conjunto de fenómenos que, por tradición, se vincula con la historia cultural y que, al contrario, solo tendría sentido a través del prisma de disciplinas tales como la climatología, la geología, la entomología, la física de las nubes y otras turbulencias naturales, la cosmografía.9

Pintada por Turner, la naturaleza misma está en guerra, y la hazaña de Aníbal al atravesar los Alpes es como la metáfora de la proeza pictórica mediante la cual Turner nos arrastra al corazón de la 8 Jean-Yves Jouannais desarrolla mensualmente, desde 2008 en Beaubourg, conferencias-performances tituladas Encyclopédie des guerres. 9 Jean-Yves Jouannais prolongó este comentario a propósito de To Face, de Paola de Pietri, cuyas fotografías de los sitios montañosos de los Alpes italianos y del Carso guardan las huellas de la Primera Guerra Mundial, estigmas discretos del verdadero rostro de ese paisaje. Ver Topographies de la guerre. Paris, Steidl-Le BAL, 2011, p. 26 (Traducción propia).

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tempestad; un poco como Francis Alÿs lo hará dos siglos más tarde, al penetrar, cámara en mano, en un tornado en México. Pero que el grandioso espectáculo de esa tempestad haya evocado, para Turner, la imagen de Aníbal y su ejército cruzando los Alpes tiene un significado. ¿No fue una tempestad lo que Cartago significó para Roma, sorprendida por la espalda? ¿Y no fue bajo la forma de una tempestad –hecha de polvo y humo– como la figuración de una batalla se imponía a Leonardo? Retomemos, entonces, los Cuadernos de Leonardo. No resultará una sorpresa descubrir que algunos de sus más hermosos bosquejos tienen relación con el arte de representar una tempestad. Si quieres representar una tempestad, considera y organiza exactamente los efectos que causa cuando el viento barre la superficie de la tierra o del mar, llevándose consigo todo lo que no resiste a su fuerza. Muestra las nubes desgarradas y dispersas, arrebatadas por el viento, acompañadas de nubes de arena proveniente de la costa, esparcidas en el aire con otras cosas livianas...

En una tempestad, como en una batalla, un mismo enceguecimiento amenaza a los hombres. Se pintarán algunas personas caídas en tierra, envueltas entre sus mismos vestidos, desfiguradas por el polvo, otras abrazadas a los árboles para poder resistir a la furia del viento, y otras inclinadas a la tierra, puesta la mano en los ojos para defenderlos del polvo, y el cabello y el vestido llevados por el viento (...) Por último, el aire será espantoso en razón de la oscuridad profunda debida al polvo y a las nubes espesas.10

La tempestad misma es un campo de batalla: oscuridad, viento, tempestad, diluvio de agua, bosques en llamas, lluvia, rayo celeste, temblores de tierra, aluviones, poblaciones destruidas. Un formidable dibujo, catalogado con el número 12.665 en la Colección Windsor, representa las aguas que inundan los campos con sus olas cargadas de mesas, lechos, botes y otros objetos rotos, más o menos reconocibles. En otro dibujo, las aguas henchidas de un río acaban de desbordar su cuenca y “se precipitan en olas monstruosas para embestir y destruir los muros de las ciudades, las viviendas del valle”.11 Poblados arrasados, murallas derrumbadas, navíos quebrados, hombres caídos a tierra, el diluvio en 10 Leonardo da Vinci. Cuadernos de notas. Traducción de José Luis Velaz. Madrid, Edimat, 1999, LXVI (“Cómo se debe pintar una tempestad de mar”). 11 Ibid.

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la naturaleza se reconoce por los mismos efectos que los de una batalla y compone el mismo cuadro. De Leonardo a Turner, sin embargo, hay algo que se ha modificado en las profundidades del gusto. Leonardo consideraba a la naturaleza, hasta en sus manifestaciones violentas, como una maestra de armonía, como un modelo suministrador de enseñanzas, como una guía a la cual hay que conformarse piadosamente. Para Turner, esto es, en parte, todavía verdad, pero la naturaleza se vuelve interesante en sus excesos, sus desbordes, su salvajismo, que dan el verdadero sentimiento de su sublimidad. Ya en Poussin, Louis Marin demostró, comenzando por su comentario de Paisaje con Píramo y Tisbe, donde la tempestad estalla en el cielo y la tierra, que el acontecimiento meteórico de la tempestad pertenece a un tiempo que desbarata la duración apacible e industriosa de la admiración, un tiempo que no es ya una forma a priori de la sensibilidad ni un esquema de la imaginación, sino el tiempo de la fulguración de un instante de visión que fractura la mirada totalizadora posada en el mundo y que constituye la irrupción de lo sublime.12 A este respecto, lo sublime representa un paso decisivo en lo que será el combate incesante del arte moderno, a saber la superación y la liberación de la barrera de lo bello. La bataille s’est engagé(e) (“La batalla se ha entablado”): podemos leer este anuncio recortado en el primer collage de Pablo Picasso, Guitarra, partitura y periódico. Se han hecho varias conjeturas sobre el sentido de esta “declaración de guerra”.13 La bataille s’est engagé, furieuse, sur les rives de Tchataldja (“La batalla se ha entablado, furiosa, en las costas de Çatalca”): tal era el título completo del artículo del periódico. Picasso, que realiza esta obra en 1912 cuando se inicia la guerra de los Balcanes, utiliza en ella la técnica inaugurada poco antes por Georges Bracque. ¿Es con este con quien Picasso entra en guerra? La tesis es, por cierto, sustentable. Pero lo esencial está en otra parte: es en el cuadro mismo donde se desencadena la batalla. Batalla del cuadro en sí mismo y consigo mismo como marco de la representación; entre estilos y sistemas de signos antagónicos. Batalla que se entabla según el modo performativo con armas nuevas, en la primera línea de las cuales está ese falso trampantojo del periódico. Mucho más allá de lo bello, furiosa, en las riberas de lo real... 12 Louis Marin. De la représentation. Paris, Gallimard-Seuil, 1994, pp. 290-300 (Traducción propia). 13 Ver a este propósito Jack Flam. “Picasso et ‘Ma jolie’ (vers une nouvelle poétique de la peinture)”, Revue de l’art 113, Paris, 1966.

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